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Ernesto López Méndez Miguel Costa Cabanillas No tengo ganas de nada y no se me va esta tristeza Dar sentido a mi VIDA c

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Ernesto López Méndez Miguel Costa Cabanillas

No tengo ganas de nada y no se me va esta tristeza Dar sentido a mi VIDA cuando la DEPRESIÓN me la complica

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A Sarria y a Silvia con saudade. ERNESTO A Pepa, la pasión y el amor de mi vida que nunca se apaga. MIGUEL

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Índice Prólogo Introducción. De la melancolía a la esperanza Los vapores de la bilis negra y la melancolía El desequilibrio de los humores y el predominio de la bilis negra A don Quijote la bilis negra le secó el cerebro Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza Saturno es frío y seco como la bilis negra La melancolía y el sentimiento de lo sublime Sangrías, purgantes y aires calientes y perfumados Satán, Adán y Eva y la melancolía universal La esperanza de la tierra prometida Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida La decisión está en mis manos Este libro puede ser un mentor para mí 1. Pesos y pesadumbres, penalidades y penas El abc de mi experiencia depresiva Soy un patrimonio de la humanidad único Soy lo que he sido, no puedo borrar mi historia Mi experiencia depresiva está inscrita en mi historia Una sombra que está en todo: mi experiencia depresiva inmersa en las circunstancias del mundo Me encuentro viviendo mi experiencia depresiva en dos zonas fronterizas Mi tristeza y mi desesperanza no son síntomas de una psicopatología Los pesos que me apesadumbran y las penalidades que me apenan No volverán las oscuras golondrinas: cuando se pierde un amor La búsqueda sin esperanza de un nosotros hospitalario Al verse vencido, don Quijote se muere de melancolía ¿Y ahora qué?: sin la meta dulce que alimentaba mi esperanza Las pérdidas de la enfermedad: ya no dispongo de mí mismo El duelo de la muerte Una experiencia depresiva por imitación ¿Por qué me deprimen las pérdidas y los fracasos? Revivir las pérdidas y prolongarlas 4

Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas El significado de lo que he perdido Mi vida se desordena, se trastorna Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo Llevo una racha muy mala, se me junta todo Pérdidas acumuladas La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar! Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío La pesadumbre de los pesos y la pena de las penalidades Mis emociones son ecos de la vida Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo La triste Dama de la melancolía La elocuencia de los suspiros y las lágrimas El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba «Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia Saudade: reminiscencias dulces y amargas Miedo y ansiedad ante una amenaza Angustia y congoja que me oprimen Atado al pasado por la culpa y el pesar Avergonzado: «¡tierra, trágame!» Desganado y sin apetito ¿Y AHORA QUÉ HAGO? 2. No tengo ganas de hacer nada Obras son amores: la primacía de las obras y sus consecuencias Obras con intención y significado en un proyecto de vida Propósitos y esperanzas de futuro Pérdidas, inhibición y parálisis Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes El estrés de la pérdida me hace insensible al placer ¡Qué castigo, qué golpe brutal! Escapo, evito, «aguanto el chaparrón» Se me quitan las ganas, no encuentro placer en nada Repliegue, aislamiento y soledad Aburrimiento y oportunidades perdidas Esfuerzos vanos, desesperantes y tristes Desvalimiento y desesperanza Choques y cargas insoportables e incontrolables Expectativas pesimistas: las cosas no van a cambiar Coacciones y vejaciones sin escapatoria: una experiencia depresiva compartida 5

Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión Los beneficios de la inhibición y del inmovilismo La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden La inhibición y el inmovilismo se refuerzan Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza Me comunico con mi experiencia depresiva Estoy inacabado, no soy cosa hecha, me queda el porvenir 3. Liberar la esperanza para salir del desvalimiento, la inhibición y la parálisis Soy también lo que no soy todavía y puedo llegar a ser No me devora el pasado, me queda el porvenir El relato completo de mi biografía está por escribir en la nueva era Soy menesteroso, inestable y múltiple «Es linda cosa esperar»: la urdimbre que teje el pasado con el futuro Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme Mi corazón espera otro milagro de la primavera Esperar con asombro lo desconocido Entre el pasado y el porvenir, entre la memoria y la esperanza Soy transeúnte en el tiempo, aprovechando el tiempo, sin dejarlo escapar Una esperanza afincada en las obras Salir de la parálisis, hacerme cargo y desplegar las alas Ya solo puedo ganar, si he tocado fondo ya solo puedo subir El poder recuperador y liberador de la resiliencia ¿Cómo empezar? 4. Ama tu alegría y ama tu tristeza El vino hará olvidar las penas del amor «Quítate eso de la cabeza, haz por olvidar» El alivio de la evitación y el precio que pago Un vano intento: como pedirle al viento que deje de soplar Emprendo el camino de la aceptación liberadora Acepto y tomo distancia 5. Pensamientos deprimentes o esperanzadores El poder de convocatoria de las palabras y sus verdades y mentiras Hablo conmigo mismo en silencio Ensimismado en mis monólogos depresivos De cháchara conmigo mismo Monólogos que nacen en los diálogos Me lo tomo al pie de la letra 6

Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y deprimen Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras Aves de mal agüero descorazonadoras Monólogos obsesivos que me encadenan Salir del ensimismamiento de mis monólogos 6. Obras son amores Un broquel que me protege pero que me paraliza Recorro el camino de la reactivación liberadora y creativa 7. Seres de carne y hueso, sed de carne y vida Mi experiencia depresiva. una experiencia conmovedora El papel coordinador del sistema nervioso Más sinapsis en el encéfalo que estrellas en la galaxia Tengo una puerta abierta al mundo y un corazón biológico de mis emociones Una descarga de adrenalina y noradrenalina Una descarga de cortisol en el estrés de las pérdidas y los fracasos El impacto de una experiencia depresiva duradera Necesarios, pero no suficientes Las glándulas lagrimales no causan mi llanto ni la amígdala mi ansiedad Plasticidad: yo muevo mis neuronas La quimera de la doctrina psicopatológica El estancamiento de la sangre y la debilidad de los nervios De la quimera de la bilis negra a la quimera del desequilibrio de los neurotransmisores El drama de la vida convertido en drama cerebral Una búsqueda desalentadora: ni rastro de patología Los potenciales de acción no causan mi experiencia depresiva Las neuronas no son unos grandes almacenes Un «cuento» que abusa de la credulidad ¿Una tristeza sin motivo?: una tapadera para la ignorancia Un «misterio antropológico» y un «enigma psicológico» La psicopatología: una profesión de fe y una patología inventada Entre el dicho y el hecho hay un gran trecho Una declaración inútil Explicaciones circulares y ficciones explicativas Atacar al cerebro para atacar la melancolía y la depresión Del eléboro a la fluoxetina: el simulacro terapéutico de los psicofármacos Un simulacro de «tratamiento curativo» Los psicofármacos no son como la penicilina o la insulina La presión de la propaganda: tan sencillo como tomarse una pastilla 7

La falacia de la «eficacia terapéutica» La eficacia de las pastillas de pega La recuperación espontánea No hay reequilibrio, sino iatrogenia y nocividad Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso» Efectos nocivos de los psicofármacos Atrapados en la adicción y la dependencia La falacia de la «cronicidad» Las pastillas no enjugarán mis lágrimas No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza Créditos

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PRÓLOGO La experiencia de tristeza y melancolía es universal. Sentir dolor por la pérdida, añoranza de un tiempo que recordamos más feliz, desasosiego ante un futuro próximo o remoto que no sabremos manejar, desesperación cuando después de tanto esfuerzo los resultados son nulos, o casi… Nada de todo eso es ajeno a los seres humanos y nada de todo eso es anormal. Lo raro, lo imprevisto, aquello que podría despertar sospechas en todos nosotros es que ante una situación de pérdida (o de amenaza de pérdida) no sucediese nada. Como si fuéramos de cartón piedra, seguiríamos caminando por la vida como si nada malo hubiera pasado. O lo que es peor, podríamos empezar a pensar que solo aquello que vivimos como agradable, capaz de generar sonrisas, buen humor y energía es positivo y signo de normalidad. Todo lo demás, especialmente los sentimientos de tristeza, abatimiento, dolor y desesperanza, debería ser considerado un síntoma de que algo no va bien, un síntoma que debería ser prontamente eliminado como si de una tos o una fiebre se tratase. La depresión es un problema especialmente serio. La Organización Mundial de la Salud ha calculado en 2018 que puede afectar a unos trescientos (300) millones de personas en todo el mundo, y en la actualidad constituye un obstáculo grande para el desarrollo sostenible de todas las regiones. Pasará de ser la cuarta causa de mortalidad y de muerte prematura y de pérdida de años por discapacidad en 1990 a ser la segunda en 2020. Y se estima que será la primera en 2030 en los países que llamamos desarrollados. Es uno de los factores más importantes de riesgo de suicidio y de algunas enfermedades y, por encima de todo, una profunda experiencia personal de malestar, de limitación, sufrimiento y daño. Poca broma, sin duda. Y además, es una experiencia tan antigua como la propia humanidad. Filósofos, escritores, artistas, médicos… han intentado describirla con detalle con la intención de poder explicarla y, cómo no, de poder controlarla. Y es comprensible que sea así, porque es una vivencia intensa y profundamente limitante y dolorosa. Pero que algo sea una emoción muy intensa, mala, limitante y muy dolorosa no lo convierte en una enfermedad. Que haya que describir la experiencia, conocerla en profundidad, determinar los factores de los que depende y diseñar herramientas eficaces y de acceso universal para su manejo no significa que deba ser entendida como si fuera una meningitis, una dermatitis atópica o una demencia vascular. Emplear la expresión coloquial «la depresión es una enfermedad» puede servir para indicar que la profunda tristeza, la falta de energía y de ganas de vivir, la recurrente tendencia a no hacer nada cuando hemos sufrido un potente contratiempo o la vida se pone cuesta arriba no son 9

signos de debilidad personal, ni el precio que hay que pagar por los pecados cometidos, ni algo que puede eliminarse solo con voluntad y de un plumazo. Pero debería ser eso, una expresión popular, que pretende decir más acerca de lo que no es que acerca de la verdadera naturaleza del problema. Y en cambio, posible y desgraciadamente, las cosas no son así últimamente. Sin duda en las últimas décadas se ha producido un notable incremento de la comprensión de las experiencias (cognitivas, emocionales y de comportamiento) que describen lo que llamamos habitualmente depresión. Sabemos más acerca de la edad más habitual de inicio, del papel relevante que desempeñan algunos factores como la negligencia, el trauma y la violencia infantil, del peso enorme de los eventos estresantes, como el duelo por una pérdida o el impacto de situaciones económicas adversas, y de la influencia que ejerce no solo sobre quien la experimenta en persona sino sobre sus familiares y amigos. Y existe un empeño bienintencionado y serio por diseñar intervenciones eficaces no solo para su abordaje actual sino para prevenir futuras experiencias similares o, mejor dicho, para fortalecer al individuo armándole de recursos personales y contextuales que le permitan afrontar mejor los acontecimientos negativos futuros que aumentan la probabilidad de nuevos episodios depresivos. Entonces, una de las cuestiones es ¿por qué no parecemos capaces de atajar el problema?, ¿realmente estamos ante una enfermedad crónica, recidivante y muy resistente al tratamiento? Algunos datos señalan que más bien parecería que estamos disparando en la dirección equivocada, arrojando el agua de la manguera no contra el fuego sino contra el humo. O lo que es peor, creyendo que cualquier humo indica un incendio, que fuego y humo son lo mismo y que el incendio es solo el fuego y el humo, y no la materia que arde y mantiene el uno y el otro. La confusión sobre el concepto de depresión, su descripción desde una perspectiva psicopatológica y el estigma que esta aproximación provoca parecen estar entre las razones que explican nuestro aparente fracaso. Para empezar, porque suponen un razonamiento circular que no se sostiene ante la mínima crítica lógica: si el diagnóstico de depresión se realiza porque la persona presenta comportamientos del estilo, por ejemplo, de los que señala la clasificación psicopatológica DSM5, entonces ¿estamos ante una depresión porque se presentan esos indicadores o son esos indicadores los que determinan la existencia de depresión?, ¿es la descripción del problema lo que parece explicar su existencia? Denominar algo con un término «técnico y propio de profesionales» no describe nada nuevo, y menos aún lo explica. En segundo lugar, considerar la experiencia emocional depresiva un síntoma de depresión es no solo un error lógico, sino una confusión conceptual que toma la parte por el todo y, además, explica la consecuencia como si fuera la causa. Poner el foco explicativo del problema en la experiencia emocional convierte a esta en la última razón de ser de la experiencia global cuando solo es una parte de ella (como lo son los pensamientos negativos recurrentes, la falta de actividad o los problemas de sueño, la 10

falta de apetito o la desgana sexual) y, además, la consecuencia natural y predecible de un proceso más complejo, aun siendo profundamente humano y explicable recurriendo a los modelos psicológicos validados. Sentirse profundamente triste y sin ganas de vivir es una emoción intensa y muy desagradable, que todos quisiéramos no tener, pero no deja de ser la última expresión de un fenómeno más amplio, la consecuencia esperable ante una situación biográfica adversa que manejamos inadecuadamente, a la que atendemos y que percibimos de una manera poco adaptativa, a la que acompañamos de una serie de razonamientos nada favorables y, por encima de todo, que es resultado de una actividad inadecuada que la mantiene y la refuerza. La emoción es un buen indicador de que algo no estamos haciendo bien, o de que estamos ante una situación de pérdida o frustración, y nada más inadecuado que eliminarla como si con ello eliminásemos la causa que la provoca. Si negáramos el humo, sería imposible determinar que hay fuego, y cuando quisiéramos abordarlo, quizás fuera demasiado tarde. Si no tuviéramos miedo al ridículo, seguramente lo haríamos a menudo, lo que nos convertiría en personas poco fiables, pero el miedo al ridículo, por muy intenso que sea, no debe impedirnos actuar en presencia de otros, cuando así lo exige el guión de la vida, cuando se trata de perseguir algo realmente valioso o, simplemente, cuando toca hacerlo. Y por último, y sin duda lo peor: asumir que los intensos sentimientos de desesperanza, de profunda tristeza y sinsentido, los frecuentes autodiálogos descalificadores y amenazantes, el cansancio sin motivo aparente que solo invita a permanecer en la cama o recostado en el sofá son síntomas de un desajuste biológico, como la pérdida de memoria es síntoma de la degeneración neuronal en un paciente con alzhéimer. Si esto es así, deberían seguirse dos pautas: 1) poder identificar claramente las causas biológicas netamente responsables del problema y diferentes de las que causan otros problemas distintos, y 2) un tratamiento farmacológico especializado que supusiera la mejoría del estado de ánimo de la persona. Ni lo uno ni lo otro parecen suceder en la actualidad. Está por aparecer el trabajo científico que determine cuáles son los niveles de serotonina correctamente recaptados por las neuronas presinápticas que justifiquen la prescripción de inhibidores específicos de tercera generación, o la cantidad de dopamina que debe segregarse para impedir que alguien esté triste. Y en segundo lugar, no nos equivoquemos, aceptar que el estado de ánimo mejora con la medicación antidepresiva tiene el mismo soporte que señalar que la inhibición social disminuye con el consumo de alcohol, por lo que debería prescribirse cierto número de gin-tonics a las personas con fobia social o simplemente más tímidas de lo conveniente. ¿Dónde reside la diferencia? Por favor, evítese nombrar los efectos secundarios o el riesgo de dependencia o intoxicación porque quizás salgamos malparados con la comparación. Que el dolor de un martillazo pueda aliviarse con una pomada no impide reconocer que el causante del problema fue el golpe y no la inflamación del dedo; que los antiinflamatorios alivian y los antipiréticos bajan la fiebre es algo indiscutible; que sean el verdadero remedio frente a la infección es algo más discutible. ¿Por qué debería ser distinto en el caso de la 11

llamada «salud mental»? ¿Y por qué pensar que la inflamación que produce el martillazo es una reacción anormal?, ¿solo porque duele? Entonces, ¿por qué considerar anormal experimentar profunda tristeza ante una pérdida o melancolía cuando nuestra vida se aleja de nuestros valores y de las cosas que realmente nos importan? Y es que quizás aquí resida el problema, en entender que el comportamiento (y sus desajustes, por qué no emplear ese término) se explica por los mismos y únicos principios que explican el funcionamiento cerebral. Sin cerebro no hay conducta, evidentemente, pero la conducta no es literalmente equiparable a la actividad cerebral, como la energía eléctrica que produce una batería no es equiparable a la luz que emite la linterna. Eso lo saben bien los estudiosos del cerebro y los estudiosos de la conducta. Como saben bien que el cerebro es responsable del comportamiento en la misma medida en que este es responsable de la arquitectura funcional de aquel. Qué si no es la plasticidad cerebral y su razón de ser. De todo esto, y de mucho más, habla el libro que nos regalan esta vez Ernesto López y Miguel Costa, fruto de una honda reflexión que asienta sus bases en su experiencia clínica pero también en una interpretación rigurosa y nada complaciente de los avatares por los que discurre la psicología actual. Un texto que continúa la senda de las últimas obras que ambos autores han publicado, y que podemos incluir dentro de la tradición reciente de investigadores y profesionales que critican los modelos explicativos actuales del sufrimiento humano por su falta de validez, de fiabilidad y de utilidad. De muestra, dos botones: el Instituto Nacional de Salud Mental —NIMH—, agencia de investigación biomédica que es la mayor proveedora de fondos de investigación en salud mental del mundo, se ha desmarcado recientemente de las clasificaciones psicopatológicas actuales, y de su filosofía de fondo, al considerar que no suponen ninguna aportación al conocimiento y abordaje de los problemas emocionales e implican, además, un aumento del estigma, de la autoculpabilización y del pesimismo de las personas que presentan este tipo de problemas. Por otra parte, Dainius Puras, psiquiatra y relator especial de la ONU para los derechos de la salud, denunció recientemente la falta de validez de los manuales para el diagnóstico y clasificación de los trastornos mentales y la necesidad urgente de adoptar un cambio radical y global en la manera de comprender y atender los problemas psicológicos, ya que el modelo médico ha resultado ser «obsoleto e inadecuado» para este menester, y animó a ofrecer un enfoque etiológico y terapéutico «que preste atención a los determinantes sociales que influyen en el bienestar emocional» porque el sufrimiento humano es el resultado de una compleja combinación de factores psicológicos y sociales. Quizás un abordaje científico (con datos revisables y replicables y dentro de modelos experimentales de probada valía) que conciba que las experiencias emocionales, cognitivas y conductuales vinculadas al sufrimiento humano son formas personales de responder a determinados sucesos de la historia biográfica y al contexto de cada individuo, y explicables desde las interacciones y transacciones entre esos sucesos, su 12

interpretación y su abordaje para hacerles frente, y no síntomas patológicos, sea no solo más útil sino, también y sobre todo, más verdadero. Secuencias y transacciones llenas de significado atribuido, de atención orientada, de reflexión automática o controlada, de éxito o fracaso conductual en su manejo, de efectos de refuerzo, extinción y castigo, de activación de motivaciones y patrones de conducta aprendidos pero también de anticipación de resultados y empeño por alcanzar metas significativas. Secuencias psicológicas explicadas desde unas bases de psicología científica demostrada y demostrable, que busca la eficacia y la evidencia porque sabe explicar por qué suceden los fenómenos que estudia; una intervención psicológica que se basa en el estudio de los procesos psicológicos fundamentales que parecen construir la conducta y determinarla, una psicología del sufrimiento que emplea criterios propiamente psicológicos. Frente al desengaño y la constante crítica de una psicopatología basada en criterios biológicos (los conocidos modelos RDoC, de Research Domain Criteria), es tiempo de plantear y formular un modelo de explicación de la conducta inadaptada basado en criterios estrictamente psicológicos, que echa mano de nuestros conocimientos probados en memoria, atención, percepción, pensamiento, emoción, motivación, lenguaje, aprendizaje, comportamiento social, psicobiología... Es tiempo de proponer modelos explicativos de la conducta que no se salgan de la propia psicología experimental y que, en la más pura tradición psicológica clínica, se apliquen a cada caso biográfico particular. Miguel Costa y Ernesto López lo hacen en el libro que ahora prologamos. Y lo hacen de forma bella, verdadera y útil. Es un texto lleno de referencias poéticas y literarias, porque han sido muchos los que han sabido describir con palabras precisas lo que pensaba el alma y sentía el corazón. Porque la experiencia de la depresión y la angustia vienen de lejos. Escrito en primera persona no solo como recurso literario, sino para darnos a entender que cualquiera de nosotros seguramente ha experimentado cosas muy similares porque muy similar es la naturaleza de lo que consideramos. En definitiva, lo «anormal» no reside en la experiencia sino en el carácter desajustado que esa experiencia puede tener en el futuro, al frenar el crecimiento y dificultar la vida. El problema no está en lo que siento y hago en este momento sino en mantener un patrón de comportamiento que se perpetúe en el tiempo y me lleve a pensar que la vida no tiene sentido. En la Introducción hay un breve repaso a la historia de la melancolía, que se completa en el último capítulo. Podría parecer un ejercicio de erudición, pero no lo es. Desde él, planeará siempre la pregunta directa al lector (y a los profesionales de la psicología y la psiquiatría): ¿realmente han cambiado mucho las cosas desde los tiempos de la bilis negra, las posesiones satánicas y los desequilibrios de la sangre?, ¿no estaremos diciendo lo mismo, empleando distintos datos y argumentos pero con la misma (i)lógica? La respuesta casi es provocada, pero se detallará con creces, y con un cambio de registro literario, en el último capítulo, dedicado también a las (supuestas) bases biológicas de la depresión y a su (supuesto) abordaje farmacológico. Si alguien piensa que López y Costa 13

niegan el componente biológico que se necesita para explicar el comportamiento, debe leer este capítulo con atención. Si alguien piensa que Costa y López desean poner las cosas en su sitio con rigor y ofrecer una explicación que seguramente firmaría cualquier experto en el funcionamiento cerebral, probablemente está entendiendo la postura de los autores. En medio de los capítulos primero y último está el desarrollo de la tesis principal, que ya ha sido empleada en obras recientes de esta pareja de inseparables divulgadores de material práctico: un modelo biográfico, antítesis de una lectura psicopatológica y psicopatologizante del comportamiento, que propone para el público general (y seguramente para un nutrido grupo de profesionales que necesitamos sus libros para hacer las cosas un poco mejor) una explicación de la conducta a partir de las transacciones de procesos implicados en la atención y la percepción, el pensamiento, la memoria y las expectativas, las emociones, sentimientos y autoverbalizaciones, la conducta aprendida y mantenida por sus efectos y por el papel de las relaciones sociales que establecemos (o no) en nuestro contexto. Una explicación fundamentada, lógica, demostrable y, por encima de todo —dentro de un modelo de validez predictiva que es genuinamente científico—, aplicable y útil. Una propuesta para comprender por qué me pasa lo que me pasa y cómo puedo disponer de mi vida y sus resortes para aumentar la ocurrencia de aquello que puede hacerme vivir más plenamente y alcanzar mis deseadas metas. Una propuesta necesaria para hacer psicología clínica desde una perspectiva contextual en tiempos de incertidumbre científica y profesional. Un bello libro lleno de verdad y una propuesta verdadera envuelta en palabras y párrafos bellos. ALFONSO SALGADO RUIZ Decano de la Facultad de Psicología Universidad Pontificia de Salamanca

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INTRODUCCIÓN. DE LA MELANCOLÍA A LA ESPERANZA Mientras voy haciendo la travesía de mi existencia, me encuentro viviendo ahora la crisis de mi experiencia depresiva, sintiendo su latido, su presencia palpitante en mi vida, perdido a veces en la inmensidad del océano y buscando un puerto de salvación en el que poder descansar, tratando de comprender la tristeza, el dolor, el sufrimiento y la desgana en que me deja sumido y tratando de dar sentido a mi vida entre la desesperanza y la esperanza. Y a veces con ansiedad me pregunto: ¿cómo puedo llegar a comprender su significado, a comprender por qué no tengo ganas de nada y por qué no se me va esta tristeza?, ¿cómo podré encarar las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones, las penalidades que se abaten sobre mí?, ¿cómo podré mitigar la tristeza, el dolor, el sufrimiento, la desgana y la desesperanza que siento?, ¿cómo podré recuperarme, salir con esperanza del estancamiento y dar sentido a mi vida? En el curso de los últimos veinticinco siglos han sido muchos los médicos, teólogos, filósofos y escritores que trataron de responder a estas preguntas, pues la experiencia melancólica y depresiva pertenece por derecho propio a nuestra condición humana y palpita en nuestra existencia cotidiana en medio de los avatares y adversidades de la vida. A partir del siglo XVIII, el nombre de melancolía que se le dio inicialmente a esta experiencia se usará menos y empezará a usarse más el de depresión. En todo caso, muchos de esos intentos por comprenderla y muchas de las doctrinas que se propusieron para explicarla, que vamos a conocer brevemente y que pueden incluso hacernos sonreír, no acertaron a desvelar todo el significado de esta experiencia doliente que yo estoy viviendo ahora y que este libro sí me quiere desvelar en los próximos capítulos. LOS VAPORES DE LA BILIS NEGRA Y LA MELANCOLÍA

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Allá por el siglo V antes de nuestra era el filósofo y médico siciliano Empédocles de Agrigento sostenía que el cosmos está hecho de cuatro principios eternos, fuego, aire, agua, tierra, que están movidos por las fuerzas del amor, que une, y del odio, que separa. Cada uno además está dotado de dos cualidades, lo cálido y lo frío, lo húmedo y lo seco, y así el fuego es cálido y seco; el aire, cálido y húmedo; el agua, fría y húmeda, y la tierra, fría y seca. Por la misma época, el médico griego Hipócrates de Cos, basándose en esta doctrina del cosmos, sostenía que el microcosmos del cuerpo humano está formado por cuatro humores con sus correspondientes cualidades también: la sangre, cálida y húmeda; la bilis amarilla, cálida y seca; la bilis negra, fría y seca, y la flema o pituita, fría y húmeda. Hipócrates Pero ¿qué relación había entre estos humores y la melancolía, en la que él ya reconocía la tristeza, el abatimiento, la aversión a la comida, la desesperación, el insomnio y la falta de energía? El desequilibrio de los humores y el predominio de la bilis negra Según Hipócrates, solo se podía hablar de verdadera salud cuando se daba una adecuada proporción en la mezcla de los cuatro humores, y la enfermedad sería, pues, un estado más o menos permanente de desequilibrio en esa proporción. Pero dado que los humores no están equilibrados con exactitud, la salud completa es un ideal que difícilmente se encuentra. En todo caso, en la melancolía se daba, según él, un desequilibrio de los cuatro humores con predominio de la bilis negra o humor melancólico, que, según él opinaba, envenenaba la sangre y causaba la aflicción melancólica. La palabra «melancolía» significa precisamente en griego bilis negra (melán, «negra», jolé, «bilis») y en latín atrabilis, de donde deriva la palabra «atrabiliario». En el siglo II de nuestra era, el médico Galeno de Galeno Pérgamo actualizó estas ideas de Hipócrates estableciendo lo que a partir de entonces y durante muchos siglos se conocerá como la doctrina humoralista o hipocrático-galénica sobre la melancolía. Decía además Galeno que el predominio de uno u otro humor determina en cada persona su constitución o temperamento que, según él, son cuatro y se corresponden con los 16

cuatro humores: sanguíneo, colérico, melancólico y flemático. Pero lo curioso del caso es que la bilis negra en la que se basaba esta doctrina resultaba ser en realidad un humor inexistente, ficticio. Dadas las limitaciones de los conocimientos fisiológicos de aquel entonces, la observación de los coágulos de sangre, de los vómitos de sangre o de las heces negras que se producían en algunas enfermedades hacía pensar engañosamente que se estaba ante un humor con existencia tan real como la de la sangre, la bilis o la linfa. Por eso se la denomina bilis negra y se le seguirá otorgando durante siglos categoría de hecho comprobado cuando en realidad no es más que una ficción, una quimera. A don Quijote la bilis negra le secó el cerebro Pasaron los siglos, y en la transición hacia la modernidad que se estaba operando en el Renacimiento, se produjo una nueva actualización de la doctrina humoralista. Hasta Cervantes se hace eco de esta doctrina cuando en el capítulo primero de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha nos dice que a don Quijote «del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio». Además, por aquel entonces, y debido a múltiples causas que sumieron a Europa en una profunda y duradera crisis social, política y religiosa, la melancolía se convirtió en un asunto de enorme importancia sociocultural, hasta el punto de conformar lo que se conoce como era melancólica, impregnada de una antropología Don Quijote perdió el juicio porque la bilis pesimista. negra le secó el cerebro La crisis exaltará, en efecto, la pérdida, la tribulación, el duelo y la melancolía, la angustia y el llanto, el desengaño y el menosprecio de la nada y la vanidad de las cosas efímeras del mundo y de la carne, tal como los cantó Fray Luis de Granada. La literatura mística de Juan de la Cruz mostrará el aniquilamiento ascético y doloroso de la «noche oscura», «horrenda y tempestuosa», llena de melancolía, de pesadumbre y de sequedad, de «tinieblas sustanciales». Se vivirá de forma aguda la certeza de la muerte, ya que la vida es «una ilusión, una sombra, una ficción», que lamentaba Segismundo en La vida es sueño, eco de aquel «cómo se pasa la vida/cómo se viene la muerte/tan callando/cuán presto se va el placer», que cantaran las coplas de Jorge Manrique, o de aquel «miré los muros de la patria mía/si un tiempo fuertes, ya desmoronados» de Francisco de Quevedo que lo vivió en su propio desengaño, en su pesimismo y en su angustia vital. 17

Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza En este clima de pérdidas, desengaños y melancolías, fueron muchos los estudiosos que, basándose en la doctrina humoralista revivida, trataron de nuevo, como ya habían hecho los antiguos, de comprender y explicar aquella aflicción, mezclando a menudo filosofía, medicina, teología y creencias mágicas. Era tan firme en todos ellos la creencia en la existencia de la bilis negra como causa de la melancolía que había quien pensaba incluso que los melancólicos podían exhalar por la boca «humores de melancolía» que podían contagiar a otras personas. El médico aragonés Juan Huarte de San Juan opinaba que el cerebro es el asiento del alma y que es preciso que su temperamento se mantenga «bien templado, con moderado calor», lo cual dependía, según el médico Andrés Velásquez, de que los cuatro humores estuvieran bien equilibrados. Pero ¿qué ocurre cuando el humor melancólico perturba «la tranquila sede de la mente», que así llamaba también al cerebro el médico Timothy Bright? Cuando el bazo no purga bien la bilis negra, sus vapores fríos ascienden, según Velásquez, al cerebro, lo secan, perturban su temperamento y dañan el pensamiento, la imaginación y la memoria. Uno de los primeros trastornos que causa es la locura melancólica, que es perder la razón, perder el juicio, como lo perdió don Quijote. Cuando el cerebro ha absorbido esos vapores, dice Velásquez, se «oscurecen las luces de la razón», que se queda «en medio de las tinieblas», al igual que, como decía el clérigo anglicano Robert Burton, «una nube espesa y negra cubre el sol e intercepta sus rayos y su luz», produciendo así el «calabozo de la oscuridad melancólica», que decía el mismo Timothy Bright. Pero al subir hacia el cerebro, nos dicen además, los vapores del humor melancólico no solo ensombrecen la razón, sino que aterrorizan también a la imaginación; de ahí que sean responsables también del miedo y la tristeza. Por otra parte, según Juan de la Cruz, «el humor melancólico muchas veces no deja hallar gusto en nada» y al melancólico, como dirá mucho más tarde Richard von Krafft-Ebing, «el mundo exterior le parece sombrío», y lo que antes le habría producido placer «le parece ser ahora digno de aversión»; no siente placer por nada, esa experiencia denominada anhedonia, desgana, apatía. Cuando, según la doctrina, el humor melancólico afecta a los hipocondrios y a las vísceras del aparato digestivo, produce melancolía hipocondríaca, que se acompaña de trastornos gastrointestinales como digestiones pesadas, estreñimiento y flatulencia, por lo que se la llama también melancolía flatulenta. Saturno es frío y seco como la bilis negra

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Saturno, el planeta de la melancolía

Pero los intentos por desentrañar los misterios de la melancolía no se quedaron en la bilis negra. Si la bilis negra tenía relación con la tierra fría y seca, ¿por qué no mirar también a los astros para intentar comprender el enigma de la melancolía? En efecto, fue Saturno el planeta elegido, pues, según se decía entonces, el color de Saturno es negro, y su naturaleza, fría y seca, al igual que la bilis negra. Lo frío de la tierra se asocia al frío Saturno, y los nacidos bajo su signo son fríos y oscuros, y su lentitud es como la lentitud del planeta. Cuando dibujaban un melancólico, los artistas del Renacimiento dibujaban un hijo de Saturno, pesimista, triste, solitario y frío. Todavía hoy en el diccionario nos encontramos con que «saturnino» alude a «una persona triste y taciturna». La melancolía y el sentimiento de lo sublime Pese a todos los males que la doctrina le atribuía, la bilis negra era, no obstante, para muchos un humor ambivalente y ambiguo. Según eso, el temperamento melancólico, además de predisponer a la melancolía, podía predisponer también a las realizaciones intelectuales e imaginativas excepcionales y ser fuente de ingenio, de prodigiosa memoria e imaginación, de creaciones literarias y de visiones religiosas. De hecho, Marsilio Ficino, un médico, clérigo, filósofo y astrólogo que vivió en Florencia durante el siglo XV, vinculaba también la fuerza intelectual, el logro creador, el genio y la contemplación, incluso el deseo erótico, con la melancolía. Siglos más tarde todavía, el Marsilio Ficino otorgaba a la filósofo Immanuel Kant dirá que melancolía fuerza intelectual la melancolía, lejos de ser un mal, es una sensación noble y suave y una condición que estimula el sentimiento de lo sublime y de la belleza. Los sentimientos sublimes brotan no solo del asombro estético ante la inmensidad de las montañas, los bosques sombríos o el inmenso océano, sino también del silencio pensativo, de la 19

Según Kant, la melancolía estimula el sentimiento de lo sublime

soledad profunda que invita a la meditación melancólica. Es como una facultad que sobrepasa las fronteras de los sentidos y que impulsa a la imaginación hacia el abismo de

lo infinito. Sangrías, purgantes y aires calientes y perfumados Pero si los vapores de la bilis negra son, según la doctrina humoralista, la causa de la melancolía, ¿qué se puede hacer para aliviar la aflicción? Si la bilis negra se comporta de modo natural, se elimina también de forma natural por las heces y la orina. Pero si se acumula, entonces habrá que forzar su evacuación con sangrías mediante sanguijuelas, ventosas o cortes en las venas. Todavía en el siglo XIX Jean Esquirol recomendaba sangrías en la vulva y en el ano para favorecer el sangrado. Se utilizaban también purgantes para facilitar su evacuación con las deposiciones. Uno de ellos, utilizado incluso hasta el siglo XIX, fue el extracto de eléboro negro, altamente tóxico, que provocaba vómitos y diarreas hemorrágicas negras, lo que hacía pensar que era en realidad bilis negra lo que se estaba evacuando y que, de ese modo, se estaba «curando» el mal y «demostrando» que era la bilis negra la causa de la melancolía. Se empleó además un amplio arsenal farmacológico de drogas. Marsilio Ficino elaboraba con plantas un jarabe que había que beber con la llegada de la aurora y confeccionaba píldoras con ingredientes mezclados en vino de primera calidad. El médico, alquimista y astrólogo suizo Paracelso recomendaba medicamentos que, según él, provocaban la risa, «ponen de buen humor y erradican toda tristeza»; si la risa resultaba excesiva, era cuestión de encontrar el equilibrio con medicamentos que provocaban tristeza. Por otra parte, si el humor melancólico es frío y seco, se procurará que el aire sea caliente y húmedo, según los estudiosos de entonces. El médico francés André du Laurens recomendaba que los médicos se perfumaran y que se arrojaran en la habitación flores perfumadas y cáscaras de limón, además de decorarla con colores alegres. Se recomendaban también baños calientes, aguas termales y masajes con ungüentos calientes y húmedos. Si los vapores de la bilis negra se alojaban en la cabeza, Constantino el Africano recomendaba rasurar el cráneo y aplicar leche de mujer o de burra. Habrá de seguirse también una dieta adecuada que no favorezca la formación de bilis negra y que, por el contrario, «envíe vapores dulces al cerebro», como quería Du Laurens. Ya Rufo de Éfeso y Galeno habían advertido de que los vinos oscuros y espesos, las carnes de vaca, toro, cabra y otros animales, los quesos curados, los excesos en la comida y el ejercicio insuficiente favorecían la melancolía. Por eso serán preferibles los vinos claros y las comidas ligeras, calientes y húmedas. En el caso de la 20

melancolía hipocondríaca, se evitarán las legumbres, que aumentan la flatulencia. La alegría y el gozo, calientes y húmedos, contrarrestarán la tristeza, fría y seca. El propio Cervantes nos confiesa que quiere que «el melancólico se mueva a risa» leyendo la historia de don Quijote. Por eso también la música agradable y tranquilizante, cuyas vibraciones fluidifican la espesa bilis negra, es una recomendación que se remonta incluso al relato bíblico en el que David toca el arpa para el rey Saúl, que recobraba así la calma y el bienestar y ahuyentaba los malos espíritus que lo perturbaban. Satán, Adán y Eva y la melancolía universal Desde muy antiguo, estuvo también Satán mezclado con el humor melancólico. Ya afligía la melancolía la vida cotidiana de los anacoretas del desierto y de los monjes y las monjas en los conventos, pues han de vencer la ociosidad y luchar contra las tentaciones y los malos pensamientos e inclinaciones inducidos por el demonio. Pero ocurría que algunos quedaban presos de la acedia, que es, como la melancolía, tedio vital y que la teología moral considerará uno de los pecados capitales, la pereza. Era como una fiebre que les atacaba, según se decía, a mediodía, inducida por el demonio, que era llamado por eso «demonio del mediodía» o «demonio meridiano». Según la teología, Satán seduce y tienta aprovechando, Satán puede causar melancolía como refería también el médico de Jaén Alfonso Freylas, los puntos débiles y la fragilidad de los melancólicos. Los melancólicos, sostenía Freylas, son una presa fácil puesto que el demonio se siente bien en los vapores del humor melancólico y además las tinieblas melancólicas hacen más fácil la victoria del Maligno, que es «Príncipe de las tinieblas». La negrura de la melancolía era vista además como un castigo por el pecado original de Adán en el Paraíso, una aflicción que afectaba, pues, a toda la raza humana. Así lo creía en el siglo XII la monja Hildegarda von Bingen, según la cual el demonio insufló a Adán el humor melancólico que «se le coaguló en la sangre» y «se trocó en amargura y negrura», y entonces «emergieron la tristeza y la desesperación». Expulsados del Jardín del Edén, según el mito bíblico, Adán y Eva experimentarán desde entonces el exilio y sentirán la melancolía y la nostalgia del Paraíso perdido. Todavía hoy José Antonio Fortea, uno de los exorcistas de la Iglesia Católica, en su libro Summa Daemoniaca, del año 2012, sostiene que uno de los males que Satán puede infligir a los seres humanos es poseer sus cuerpos y causarles depresión. Y así como la bilis negra se expulsaba con sangrías y purgantes, a Satán habrá que expulsarlo con exorcismos. 21

LA ESPERANZA DE LA TIERRA PROMETIDA Basando sus explicaciones en humores quiméricos y en creencias mágicas, no es nada extraño que estas doctrinas no pudieran desvelar el significado de la experiencia melancólica y depresiva. A pesar de ello, no pudieron dejar de constatar en la vida cotidiana de muchas personas la tristeza, el dolor, la desgana y la tensión entre la desesperanza y la esperanza que yo ahora estoy viviendo también. Es la tensión que vivió también el joven médico Alain Bombard, que quiso medir por sí mismo su capacidad de resistencia y en su canoa neumática atravesó en 1952 el Atlántico desde las Islas Alberto Durero. «Adán y Eva», nostálgicos del Paraíso Canarias hasta la isla Barbados en sesenta y cinco días. En la larga travesía por la inmensidad del océano, Bombard hizo frente a numerosas adversidades y vivió el miedo, la soledad, el opresivo silencio, el cansancio, las ganas de abandonar y la desesperación. Lo guiaba, sin embargo, la visión de una tierra prometida que suscitaba su esperanza y daba sentido a su aventura. Con el mensaje esperanzado de su obra El náufrago voluntario, quiso Bombard salvar de la desesperanza a posibles futuros náufragos proporcionándoles orientaciones valiosas. «Había que vencer un factor importante, había que matar esa desesperación que mata; si beber es más importante que comer, inspirar confianza es más importante que beber. Si la sed mata más pronto que el hambre, la desesperación es todavía más rápida que la sed. Me impresiona lo trágico de mi situación, el carácter ineluctable de esta travesía. Imposible detenerse, imposible volver atrás».

Su mujer, que lo esperaba, y los numerosos náufragos que se podrían salvar cada año si su travesía llegaba a feliz término eran parte de la tierra prometida que vislumbraba en la distancia, que llenaba de sentido su navegación y que introducía la esperanza en medio de las calamidades del viaje. Es una esperanza, no obstante, que no suprime las fatigas y las tareas que debe realizar el náufrago, porque la esperanza no es una coartada, sino que es un impulso para avanzar hacia la tierra prometida. «Ya ves, amigo náufrago, que nunca hay que dejarse llevar por la desesperación. Debes saber que, cuando te parece llegar al fondo, se producen circunstancias que pueden transformarlo todo. Sin embargo, no debes apresurarte demasiado en tu esperanza, no olvides que cuando ciertas pruebas parecen insoportables, pueden surgir otras que borren el recuerdo de las primeras».

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Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida Como Bombard hacia Barbados o como el legendario Ulises hacia su amada Ítaca para encontrarse con Penélope, navego yo también en la travesía de mi existencia, mientras me encuentro viviendo en estos momentos la experiencia depresiva, abatido por el peso de pérdidas, tribulaciones y penalidades, y embargado de tristeza, de miedo, de dolor, de desgana, de desesperanza y a veces de pérdida del rumbo y de falta de sentido. A veces la considero una verdadera crisis existencial, como que todo yo me estuviera viniendo abajo. Y también yo, como Bombard, me pregunto si Ulises navengando hacia Ítaca podré resistir y cuál será para mí la tierra prometida cuya visión pueda dar sentido a mi navegación y a mi vida, guíe mi rumbo y suscite mi esperanza. Y cuando abrumado por la experiencia depresiva y ahogado en los lamentos me oigo decir «no tengo ganas de nada», «no se me va esta tristeza», «la vida no tiene sentido para mí», «no veo salida», me puedo decir también a mí mismo: ¿por qué no dedico un tiempo a definir la «tierra prometida» o la Ítaca que podría llenar de sentido mi travesía y hacia donde podría poner el rumbo? Si apesadumbrado por el peso de las pérdidas sufridas y paralizado por la desesperanza me digo que «así no vale la pena seguir», ¿por qué no trato de averiguar de qué otra manera podría valer la pena salir del estancamiento, de qué otra manera podría tener sentido? Porque mi travesía de la vida, al igual que la navegación de Bombard o de Ulises, se hace más atractiva cuando, guiada por el impulso de la esperanza, tiene un rumbo, tiene un sentido, tiene un porqué. Mientras estoy todavía en la confusión, mientras todavía no veo claro hacia dónde ir, ya me puede alentar el hecho de saber que estoy ocupado en ver hacia dónde ir, que soy capaz de ocuparme de mí y del sentido de mi vida, que estoy encarando la pérdida y el duelo, la tristeza, la desesperanza y la parálisis que la pérdida o el fracaso me han dejado. La búsqueda de sentido, de un porqué, es ya una manera de dar sentido a la vida, es una acción significativa. Si a veces me digo que «mi vida no tiene sentido», de alguna manera es porque me importa el sentido de mi vida y me importa encontrarlo, porque, si no me importara, no me lo estaría diciendo ni estaría lamentando no encontrarlo todavía. Esta preocupación ya es una buena parte del sentido de mi vida, es señal de que me estoy moviendo en una dirección. La decisión está en mis manos 23

Porque vivir y navegar con rumbo es elegir, es decidir y es actuar en coherencia con la decisión tomada. Es decidir que tiene sentido para mí buscar y darle un significado a mi vida, que vale la pena emplear mi tiempo en buscarlo y que me va a compensar ocuparme de la búsqueda aun en medio del abatimiento y de la confusión. Es decidir que me importa liberarme de la experiencia depresiva que me pesa, pasar de la desesperanza a la esperanza, de la parálisis y la desgana a la acción con sentido que me lleve a la tierra prometida, de la tristeza y el dolor por lo que he perdido al gozo de las metas que puedo alcanzar, del estancamiento en el pasado que me detiene a la expectativa del porvenir que me anima, de lo que pudo ser y no fue a la visión y el propósito de lo que puede ser todavía, porque soy un ser inacabado y me queda todavía el porvenir, y porque, si continúo haciendo lo que vengo haciendo hasta ahora, obtendré los mismos resultados, la misma desgana, la misma parálisis, la misma desesperanza. Si aspiro a vivir una vida diferente, no condicionada por la experiencia depresiva, me conviene desde luego hacer a partir de ahora algo diferente de lo que he venido haciendo hasta ahora. En todo caso, la decisión de hacer un cambio en mi vida es una responsabilidad mía, está en mis manos, como la mariposa azul en manos de la niña. Había una vez un sabio que siempre respondía a todas las preguntas sin titubear. Dos niñas curiosas e inteligentes quisieron ponerle a prueba. Para ello decidieron inventar una pregunta que el sabio no supiera responder. Una de ellas apareció con una linda mariposa azul que pensaba usar para confundir al sabio. —¿Qué vas a hacer? —le preguntó la hermana. —Voy a esconder la mariposa en mis manos y preguntarle al sabio si está viva o muerta. Si dice que está muerta, abriré mis manos y la dejaré volar. Si dice que está viva, la apretaré y la aplastaré. Y así, cualquiera que sea su respuesta, ¡será una respuesta equivocada! Las dos niñas fueron entonces al encuentro del sabio, que estaba meditando en lo alto de la colina. Una de ellas le dijo: —Tengo aquí una mariposa azul; dime, sabio: ¿está viva o muerta? Muy calmadamente, el sabio sonrió y respondió: —Depende de ti, está en tus manos.

Este libro puede ser un mentor para mí Si decido emprender los primeros pasos para dar un giro a mi vida, este libro podrá ser como un mentor o guía que me acompañará e inspirará a lo largo de la travesía y me ayudará, como no lo han podido hacer las doctrinas antiguas, a comprender el significado de mi experiencia depresiva, a restablecerme de ella y a convertirla en una 24

oportunidad para hacer acopio de energía mientras la vivo y salir de ella más fortalecido todavía para seguir adelante. A lo largo de todos los capítulos del libro, me podré conceder tiempo y ocasión para encontrarme sin prisas a solas conmigo mismo, para hablarme con calma y en silencio, para sentir con benevolencia el fuerte latido de la tristeza, del dolor, del sufrimiento, de la desgana, del desvalimiento y de la desesperanza, para definir la visión y el sentido que quiero dar a mi vida y para reemprender con esperanza, después de la crisis y la parálisis, la travesía de mi existencia. Además de recuperarme de la experiencia depresiva que estoy ahora viviendo, podré fortalecerme para hacer frente a posibles futuras adversidades sin que lleguen a abatirme y paralizarme como lo han hecho otras pasadas. Sentiré a veces que mis primeros pasos son titubeantes y que incluso «he vuelto a las andadas», pues los hábitos y rutinas adquiridos con el tiempo pesan y no será siempre fácil abandonarlos. Pensaré en esos momentos en las muchas veces en que he logrado hacer cambios en mi vida, aun en medio de las dificultades, en lo mucho que he sido entonces capaz de aprender y en la satisfacción por lo que he logrado y aprendido. ¡Ahora tengo una nueva oportunidad de cambiar y no la voy a dejar escapar!

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1. PESOS Y PESADUMBRES, PENALIDADES Y PENAS Pese a todos los intentos, las doctrinas antiguas no lograron desvelarnos el significado de la experiencia depresiva. ¿Podré yo llegar a comprender el significado de la que estoy viviendo, a desvelar el secreto de la tristeza que no se me va, de mi pesadumbre y de mi pena? EL ABC DE MI EXPERIENCIA DEPRESIVA Las pérdidas, las tribulaciones, los pesos, las penalidades, los fracasos, la enfermedad y la muerte son una experiencia común en alguno o en muchos de los momentos de la vida. Son como la vida misma, la gravedad de la vida que pesa y que puede «apretar de arriba abajo», oprimir, abatir, hundir, deprimir, que todos esos son significados etimológicos del verbo latino deprimo. Por eso, si quiero estar «orgulloso de mi condición humana», que decía Albert Camus, lo he de estar de mi capacidad de embriaguez, pero también de sufrimiento, de mi capacidad de gozar la dicha de vivir, pero de hacerme cargo también de las desdichas de la vida que me pueden dejar bajo, incluso hundido y humillado, que eso significa también depressus. Y si son algo común las tribulaciones, los pesos y las penalidades, ¡qué tiene de extraño que me sienta atribulado y sienta pesadumbre y pena! Y si son comunes las pérdidas de personas y cosas significativas para mí, ¡qué tiene de extraño vivir un aluvión de duelos y quebrantos, que me sienta a menudo triste y dolorido, bañado incluso en lágrimas, y que sienta nostalgia, a veces duradera, de los bienes perdidos! Soy un patrimonio de la humanidad único La figura 1.1 representa el Modelo ABC, un enfoque que indaga con la luz de los principios de la psicología los entresijos de toda experiencia humana y también, pues, de la experiencia depresiva, para analizar, comprender y explicar su significado.

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Figura 1.1. La experiencia depresiva es una experiencia biográfica y contextual.

En el centro de la figura está mi biografía personal (B) que, como ser humano que soy, puede estar orgullosa de ser con todo derecho un patrimonio de la humanidad único y diferente, una originalidad irrepetible dentro del universo y del que está formando parte en este momento la aflicción de mi experiencia depresiva, que es también única y diferente. Es además una experiencia personal integral, pues en ella participa íntegramente mi biografía personal con todas sus dimensiones: las reacciones y sensaciones fisiológicas de mi organismo; lo que veo, oigo, huelo, toco o saboreo (percibir); lo cual pienso, lo que imagino, lo que recuerdo (pensar), lo cual hace que sea una experiencia cognitiva; mis afectos, sentimientos o emociones, pesadumbre, tristeza, pena, miedo, desgana, dolor, nostalgia, culpabilidad, desesperanza (sentir), que hacen que sea una experiencia afectiva; mis obras o acciones (actuar), que hacen que sea una experiencia operante y ejecutiva; mi historia biográfica, una sombra que siempre me acompaña y que hace que sea una experiencia histórica, y que me convierte además en un ser múltiple capaz de hacer brotar y de vivir el manantial de otras muchas experiencias y que puede, desde luego, empezar a vivir a partir de ahora la experiencia de sobreponerse a la experiencia depresiva. Soy lo que he sido, no puedo borrar mi historia Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. ANTONIO MACHADO Preparo tres recipientes que contengan respectivamente agua fría, agua caliente y agua tibia. Introduzco

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primero la mano derecha en el recipiente de agua fría y simultáneamente la mano izquierda en el recipiente de agua caliente. Mientras hago esta experiencia, sentiré frío en la mano derecha y calor en la izquierda. Después saco las manos de los recipientes e introduzco las dos a la vez en el recipiente de agua tibia. Ahora en la mano derecha, que estuvo en el recipiente de agua fría, sentiré calor, mientras que en la mano izquierda, que estuvo en el recipiente de agua caliente, sentiré frío.

Hasta mis más sencillas sensaciones tienen historia. No puedo borrar de mi historia que mis manos han estado metidas en temperaturas diferentes. El reciente pasado de mis sensaciones de frío y calor tiene presencia activa en mí y me predispone para percibir las sensaciones diferentes que ahora experimento. En el fluir de mi existencia, todo mi ser ha estado involucrado hasta ahora en mil circunstancias diversas y ese pasado mío tiene ahora también presencia activa en mí, llevo grabada su marca, llevo a mis espaldas irrevocablemente su sombra: «hoy es hoy con el peso de todo el tiempo ido», que decía Pablo Neruda. Cada pequeña cosa que hago se sustenta en las que ya hice. Cada nueva experiencia es una «continuación», como nos recuerda la poeta polaca Szymborska. No puedo dejar de ser lo que he sido, el niño que fui, los No puedo dejar de ser el niño que fui sueños que forjé, los amores que compartí y los desamores, abandonos y desengaños que viví, aquello en lo que me he convertido merced a lo que he vivido y que ya no puedo desvivir, merced a las mil y una experiencias vitales diferentes, gozosas y penosas, dichosas y desdichadas que me han ido haciendo y que me siguen haciendo. Me vivo además presente en todos los momentos de mi vida, que no es una sucesión de acontecimientos y momentos inconexos, pues soy la unidad temporal que da continuidad a las vivencias de todos esos momentos y los rescato de su transitoriedad y los integro, también de aquellos momentos que creía olvidados y que de cuando en cuando emergen de las aguas oscuras del pasado. Y es que mi vida es acontecer, temporalidad, fluir de la existencia, de aconteceres y experiencias en el tiempo, porque «lo nuestro es pasar». Por eso hablamos del «río de la vida» que fluye continuamente sin cesar y me arrastra, o del «torrente del mundo», que decía Goethe, o de «caminos sobre la mar». Estoy temporalmente confinado por el nacimiento y la muerte, consciente del correr del tiempo, que va pasando, y por tanto de mi finitud. A veces me rebelo contra este inexorable paso del tiempo, quisiera detener su fluir, abolirlo, para que no se me esfume la posibilidad de llegar a ser lo que no soy todavía.

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Me arrastra el río de la vida

Mi experiencia depresiva está inscrita en mi historia En este fluir del río de la vida, también tiene historia y temporalidad la crisis de mi experiencia depresiva; acontece en el curso del tiempo que pasa, tiene su cronología en mi historia personal. No es una experiencia aislada y estática, un fragmento suelto enredado en mis neurotransmisores, sino que se inscribe en el «libro de los acontecimientos» de mi historia, que diría Szymborska. Es el eco de las pérdidas que tuve, de los abandonos, los fracasos, las derrotas y las impotencias que he vivido y que vivo. Esta conciencia de historia y de temporalidad me hace a veces más pesada mi experiencia depresiva. A veces me produce angustia pensar que tal vez no pueda alcanzar a tiempo todo lo que anhelo, sobre todo si no logro sobreponerme a la tristeza, a la desgana, a la inhibición. A veces tengo la vivencia insatisfecha de haber perdido irremediablemente el tiempo y la oportunidad de hacer cosas que ya no puedo hacer, mientras veo pasar el tiempo y miro mis manos vacías, lo cual me produce sentimiento de culpa. A medida que el tiempo pasa, mi experiencia depresiva se puede ir infiltrando sutilmente en las junturas y circunstancias de mi existencia y en la red de relaciones interpersonales, predisponiéndome a nuevas experiencias que la prolonguen en el tiempo y la hagan duradera. Puede ir ocupando cada vez más espacio, mientras se va reduciendo el que ocupan otras experiencias. Pero puedo también decidir salir del estancamiento porque el «libro de los acontecimientos» de mi vida no está cerrado todavía. Una sombra que está en todo: mi experiencia depresiva inmersa en las circunstancias del mundo

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Cuando pienso que te fuiste/negra sombra que me asombras/tornas a mi cabecera/haciéndome mofa./Cuando me imagino que te has ido/te me muestras en el mismo sol/y eres la estrella que brilla/y eres el viento que sopla./Si cantan, eres tú que cantas/si lloran, eres tú que lloras/y eres el murmullo del río/y eres la noche, y eres la aurora./En todo estás y eres todo/para mí y en mí misma moras/no me dejarás tú nunca/sombra que siempre me asombras. ROSALÍA DE CASTRO Follas Novas

Por el hecho de vivir, siempre me encuentro embarcado en la realidad de las circunstancias que me rodean, inmerso, implantado y arraigado en ellas, empapado de ellas, coexistiendo con ellas. No existo sin circunstancias, siempre existo circunstanciado. Mi existencia y mi historia se Rosalía de Castro encuentran y se despliegan siempre en alguna circunstancia, en algún lugar, en alguna situación concreta del mundo, en algún punto definido de la senda que recorro en mi existencia. Por eso, «uno no puede hartarse del mundo», que decía el poeta turco Nazim Hikmet. Por eso, como decía Goethe, «el ojo ha de agradecer su existencia a la luz», pues el ojo y la luz se corresponden, son dos realidades correlativas; el ojo se va formando como ojo inmerso en la luz y en referencia a la luz. Pero no solo mi ojo, todo mi ser debe su existencia a la luz del mundo del que soy parte, del que soy correlativo, pues yo soy mundo también, soy «todo un mundo» con residencia en la tierra, no un extraterrestre que llega a un mundo extraño. Y porque es una vivencia mía, me encuentro viviendo también mi experiencia depresiva empapada de las circunstancias del mundo, y es en ellas donde acontecen los avatares que la hacen posible y donde adquiere significado. Tiene la textura y el color de esas circunstancias, de esos avatares, pues, como dice el poeta, «la naturaleza está en duelo con la persona en duelo». Cuando la poeta gallega Rosalía de Castro cree que la «negra sombra» que la persigue y la abruma se ha ido, esta vuelve para afectarla de nuevo, mofándose de ella, con la misma perseverancia obstinada del viento de la melancolía que describiera Carlos de Orleans. Con su alegoría de la «negra sombra», que Juan Montes llevó al pentagrama en una música sobrecogedora, Rosalía pone de manifiesto esa inmersión «ecológica» de la experiencia depresiva en las circunstancias, pues la «negra sombra» habita los lugares del mundo de la vida y llega a «morar» en la poeta porque se ha engendrado en su íntima coexistencia con el sol, las estrellas, el viento, el murmullo del río, la noche, la aurora. La «negra sombra» de mi experiencia depresiva mora en mí y está en todo a la vez, pues, como decía también Saint-John Perse en Exil, «el paisaje que lo rodeaba era la correspondencia de su tormento». Por añadidura, si la negra sombra está en «todo», entonces todo, el paisaje, las estrellas, el viento, la noche y el día, puede hacerse «melancólico» y mantener la pérdida constantemente, dolorosamente, en el recuerdo. Entonces la «negra sombra» es abrumadora, me persigue, no me deja en paz. Es una 30

«mala sombra». Mi experiencia depresiva no es, pues, un fenómeno que tenga su origen en un lugar «endógeno» del cerebro y de los neurotransmisores, aunque, como veremos en el capítulo 7, también ellos son parte de todo mi ser en mi experiencia depresiva. No hace referencia a un «drama cerebral», sino al drama vital de mi existencia enfrentada a los avatares de la vida. Por eso, cuando esos avatares trastornan las circunstancias del mundo alrededor con las que coexisto, también se trastorna, se perturba, se desorienta, se desorganiza mi mundo personal; cuando las conmueven, también se conmueve; cuando las desbordan, también se siente desbordado; cuando las desgarran, también se desgarra; cuando las arrolla, también lo arrollan. Me encuentro viviendo mi experiencia depresiva en dos zonas fronterizas En la figura 1.1, en la «frontera» que hay entre el mundo de mi biografía personal y las circunstancias del mundo a mi alrededor, se forma una especie de «campo de fuerzas» que tiene a ambos lados de la frontera dos «zonas fronterizas» en las que me encuentro viviendo mi experiencia depresiva. Las cosas que me pasan y los pesos que me pesan y me apesadumbran En la zona fronteriza de la izquierda, que está entre las A y mi biografía, las A representan las cosas que me pasan en la vida, las circunstancias y acontecimientos adversos que anteceden, que activan y que son el detonante de mi experiencia depresiva: pérdidas, fracasos, pesos y cargas, tribulaciones, penalidades. Son acontecimientos que no me dejan indiferente, que se abaten sobre mí a veces como una tormenta, que me afectan y me hacen sentir afectos, emociones: pesadumbre, miedo, tristeza, dolor, desgana, A veces las tribulaciones se desaliento, nostalgia, culpa, desesperanza. Son abaten sobre mí como una acontecimientos significativos justamente porque me tormenta afectan, me dejan huella, me dejan abatido, «sin ánimo, sin fuerzas, sin vigor», que así dice el diccionario del abatimiento. De esta huella vamos a tratar en el presente capítulo. Una experiencia que hago y que vivo, no algo que tengo en el cerebro Pero yo no estoy expuesto pasivamente a lo que me pasa y me pesa en la vida, sino 31

que, en la zona fronteriza de la derecha de ABC, que está entre mi biografía y las consecuencias, yo con mis acciones hago frente a los pesos, las pérdidas, las tribulaciones, las penalidades, los fracasos tratando de sobreponerme a la conmoción que me causan. Por eso mis acciones son transacciones, acciones que me trascienden, que van más allá de mí, sin saber a veces bien hasta dónde me pueden llevar. Mi experiencia depresiva, pues, no es algo que tengo en un alojamiento endógeno, sino que es una experiencia que hago y que me encuentro viviendo en el seno de esas transacciones entre mí ser entero y los pesos, tribulaciones y penalidades de la vida, poniendo en juego los dos platillos de una balanza. En un platillo, el peso de las tribulaciones y penalidades. En el otro, el contrapeso de las obras con las que me confronto con lo que me pasa.

La experiencia depresiva es el difícil equilibrio de una balanza

Mis obras se hacen significativas precisamente porque también ellas dejan huella, hacen que pasen cosas, logran resultados, tienen consecuencias (C), a veces dichosas, a veces desdichadas, a veces impredecibles. Y es precisamente este poder operante para hacer frente a las tribulaciones y penalidades y para dejar huella lo que más determina el curso de mi experiencia depresiva, como veremos en el capítulo 2, y desde luego también, como iremos analizando a lo largo del libro, mi capacidad esperanzada para sobreponerme a ella. Las consecuencias de lo que hago me rebotan y de dejan huella Pero lo que hace todavía más significativas mis obras es que las consecuencias que producen repercuten a su vez en mí y mis propias obras, me dejan huella también, es como si me rebotaran. Así, si con mis obras obtengo bienes y recompensas valiosas, atención, afecto, mis obras se refuerzan y es más probable que las vuelva a hacer y las haga con más frecuencia. También se refuerzan cuando con ellas evito algo desagradable 32

y penoso, costosos esfuerzos, responsabilidades incómodas. En ambos casos, digo que «me vale la pena», que me compensa volver a hacerlas. Cuando con mis obras cosecho, en cambio, consecuencias penosas, costes, desdenes, insultos, maltrato, castigos o la pérdida de bienes y recompensas que tenía, mis obras se debilitan, se inhiben, se hacen menos probables y frecuentes e incluso se paralizan y se extinguen. En ambos casos, digo que «no me vale la pena» volver a hacerlas. De este modo, las consecuencias van seleccionando y determinando las obras con las que se corresponden, y también las inhibiciones y parálisis que van configurando el Las consecuencias de mis obras curso y la hechura de mi propia biografía y de mi me rebotan experiencia depresiva. Y así, mi tristeza, mi inhibición, mi desesperanza seguirán ocupando mi vida y mi historia, o no, dependiendo de lo que yo haga o deje de hacer frente a las pérdidas, los pesos, las penalidades, y de las consecuencias que coseche con mi acción o mi inacción. Mi tristeza y mi desesperanza no son síntomas de una psicopatología Para la doctrina humoralista, la tez oscura y los negros presagios eran un «síntoma» de que por ahí dentro estaban ascendiendo al cerebro los vapores del humor negro, aunque no se pudieran ver. ¡Y mal podían verse tratándose de una quimera! Las contorsiones y las blasfemias son para el exorcista un «síntoma» de que Satán anda haciendo de las suyas dentro del cuerpo, aunque tampoco se lo ve. Para la doctrina psicopatológica, que conoceremos en el capítulo 7, la tristeza, la inhibición, la desgana, la desesperanza son un «síntoma» de que algo anda mal en los neurotransmisores cerebrales o de una «patología endógena» llamada «depresión». Pero, puesto que mi experiencia depresiva es una experiencia «de frontera» que nace, acontece y vivo en las transacciones entre mi ser entero y los avatares de la vida, la tristeza, el dolor, el abatimiento, la desgana, los pensamientos pesimistas, la inhibición de la acción, la desesperanza o las tentativas de suicidio no son síntomas de algo escondido y latente en otro sitio esperando hacerse patente. Mi experiencia depresiva no me revela una esencia endógena camuflada entre los neurotransmisores y de la que sería, según la doctrina psicopatológica, pálido reflejo, mera apariencia, sino que me remite al mundo de la vida y me revela las transacciones que la alumbran y en las que palpita su verdadera esencia abatida, su plenitud doliente, su verdadero ser, su existencia, su consistencia, y en ellas y por ellas me encuentro viviéndola. A mi experiencia depresiva no la soporta ni le da ser y consistencia una esencia oculta psicopatológica, ella tiene un ser propio transaccional y existencial que 33

vamos a ir conociendo. LOS PESOS QUE ME APESADUMBRAN Y LAS PENALIDADES QUE ME APENAN

Figura 1.2. Me apesadumbran los pesos, me apenan las penalidades.

En la zona fronteriza de la izquierda de ABC se me presenta, pues, en la vida un abundante caudal de circunstancias, acontecimientos, personas y cosas que llaman a la puerta de entrada de mi atención, que se me hacen significativos y ponen en marcha una cascada de percepciones, pensamientos, recuerdos, emociones y acciones que pueden desencadenar la crisis y la vivencia de mi experiencia depresiva. Los llamo a veces cargas que me pesan, me oprimen y me apesadumbran, penalidades que me entristecen y apenan, tribulaciones que me atribulan, calamidades, reveses de fortuna, tragos amargos que me cuesta beber, desventuras que me hacen sentir desventurado, golpes duros que me golpean y a veces me abaten, fuentes de estrés que vivo como amenazas y que me dan miedo y angustia, y también las pequeñas pero repetidas frustraciones, los sueños rotos, los proyectos fracasados, las malas tardes que se repiten un día tras otro. Entre todos los acontecimientos potencialmente «deprimentes», ocupan un lugar relevante las pérdidas: de seres queridos, del amor, del hogar, del lugar de 34

nacimiento, del empleo, del dinero, del honor, de la posición social, de la salud y del vigor físico, de la libertad, de la dignidad personal, del control sobre la propia vida. No volverán las oscuras golondrinas: cuando se pierde un amor Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez con el ala a sus cristales jugando llamarán. Pero aquellas que el vuelo refrenaban tu hermosura y mi dicha al contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres… ¡esas… no volverán! GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER Rimas

El amor es a la vez croce e delizia, cruz y delicia, que cantan Violeta y Alfredo en el bello dúo de La Traviata de Verdi, y está por eso expuesto a menudo a la distancia, al dolor de la separación y a la pérdida, al olvido, al desamor. Amar y dejar de amar, ser amado y perder el amor, a veces Gustavo Adolfo Bécquer irremediablemente, cuando se ha perdido además toda esperanza de recuperarlo, vivir la interrupción de un amor antes de que haya habido la posibilidad de desvelar la realidad oculta y misteriosa de la persona amada, son tribulaciones que pueden formar parte de mi vida en algún momento y dejarme el duelo y el poso de una tristeza que no se me va. El tiempo pasa, la vida seguirá palpitando, volverán las golondrinas, pero no volverán esas, las que convivieron con la dicha del amor perdido. Son vivencias del pasado que se aleja de manera irrevocable y para las que el futuro está vacío, desprovisto de significado y envuelto en una atmósfera de melancolía. Puesto que la luz de los ojos de la amada está apagada, Petrarca en su soneto 272 está también sumido en una profunda y angustiosa crisis, sin saber cómo librarse del tormento y la pena por el amor frustrado. Además de la incapacidad para gozar de las cosas presentes, tanto los recuerdos como las expectativas que han quedado asociadas a la pérdida generan tristeza. Los recuerdos son dolorosos y tristes porque traen a la memoria las alegrías perdidas, y las expectativas lo son porque anuncian el vacío de futuro, un futuro sin esperanza con vientos agitados que hacen incierto el rumbo de la navegación, porque los ojos de la amada, que solían guiarlo, como las estrellas guían a los navegantes, la muerte los ha apagado. Es el contraste entre la exaltación que provocan los ojos de la amada y la desesperación que hace «verlo todo negro en la vida», entre el gozo del éxtasis y la tristeza de la soledad.

La búsqueda sin esperanza de un nosotros hospitalario A lo largo de su vida, tuvo Franz Kafka sed de ser acogido y amado. Tuvo, en cambio, que hacer frente a las exigencias de un padre severo ante cuyos veredictos se sentía aplastado y angustiado. Buscó ansiosamente el arraigo en la tierra prometida de un hospitalario nosotros, la serena benevolencia de la sonrisa que relaja y

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que calma. Buscó la alianza que nos protege del miedo, que nos hace ser partícipes de la vida y del mundo de los otros y ser acogidos y reconocidos; buscó el bienestar y la dicha que produce la sensación de no ser un extraño, porque es así como tomamos posesión del valor de la propia existencia, como llegamos a ser lo que somos y a conocer quiénes somos, a afirmarnos en las arenas movedizas de la existencia. Vivió el abismo de la experiencia depresiva en un mundo vacío de sentido, la angustia existencial del desarraigo, la soledad y el desamparo. Así les ocurre a muchos de los protagonistas de sus relatos, que luchan por conocer esta dicha pero que viven los «fríos espacios del mundo» y el «viento gélido» de la desesperación dándole en la cara y que se cansan de esperar en vano, sin esperanza, que se les abran las puertas, aunque nadie les espera, y que se mueren en la soledad desesperada antes de que les llegue la salvación, como le ocurre a K, el protagonista de El castillo. «Incapaz de vivir, eso es lo que eres», son voces que Franz parece oír de boca de su padre.

Soy hijo de un nosotros que me ha dado la vida y a lo largo de la vida convivo en muchos otros nosotros familiares, de amistad, laborales en los que puedo sentir la dicha de ser acogido y tomado en consideración o el dolor y la tristeza del rechazo o el disgusto por el conflicto permanente en las relaciones interpersonales. También los nosotros pueden ser la fuente del abandono, de amenazas de las que no me puedo defender, de la humillación y el abuso, de las vejaciones, los ultrajes, el rechazo social, las injurias y los tratos degradantes que menoscaban mi dignidad y mi integridad psicológica. A veces, en medio de una emergencia, pido angustiosamente ayuda sin ser oído. En El demonio de la melancolía, el escritor Andrew Solomon nos refiere su experiencia depresiva como una «grieta en el amor», pues, además del miedo, la angustia y la desesperación que produce la pérdida de algo o alguien querido, o la anticipación de nuevas pérdidas, conduce al ensimismamiento y a la soledad, rompe los vínculos con los otros y «eclipsa la capacidad de dar y recibir amor» y también la de amarse a uno mismo. Al verse vencido, don Quijote se muere de melancolía «Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, a la de don Quijote le llegó también su fin y acabamiento, ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo. El cura, el bachiller y el barbero creyeron que era, en efecto, la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo de la libertad y desencanto de Dulcinea. Ellos por todas las vías procuraban alegrarle, pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Pedíale Sancho que no se muriera porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía» (El Quijote).

Según sabemos por boca del cura, del bachiller y del barbero, también Don Quijote 36

murió de melancolía. Y aquí Cervantes ya no da como razón la supuesta causa de la doctrina humoralista, sino que apunta a una experiencia vital: la melancolía se la producía el hecho de verse vencido, nacía de su derrota. Y es que a veces, en efecto, la pérdida puede ser la pérdida de una batalla de la vida, la pesadumbre de verme vencido en la derrota, los sueños rotos, las ambiciones frustradas, el fracaso que echa por tierra un proyecto largamente acariciado y en el que había depositado muchas ilusiones, el desengaño de la traición de alguien en quien confiaba ciegamente, la falta de promoción y de progreso o el declive de la carrera profesional, los obstáculos que me impiden realizar las tareas que tengo encomendadas o las retrasan, la ruina que echa a perder los bienes que había ahorrado con tanto esfuerzo y con tanto riesgo, la pobreza y las penurias consiguientes, la pérdida del empleo que me deja en total emergencia, el destierro. ¿Y ahora qué?: sin la meta dulce que alimentaba mi esperanza He logrado una meta en la que había puesto muchas ilusiones y por la que había hecho enormes sacrificios y esfuerzos. El sueño se ha realizado, mis esfuerzos han sido coronados con el éxito. Por un lado he ganado, pero por otro he perdido la meta dulce que alimentaba mi esperanza, mi ilusión y mis esfuerzos y por eso ahora me puedo sentir vacío y triste: ya no tengo nada por lo que luchar. ¿Y ahora qué?, ¿qué otra cosa puede ilusionarme ahora? Es esa extraña sensación que se tiene al terminar los exámenes. El logro de una meta muy deseada me deja ahora además con la responsabilidad de gestionar lo que he logrado, lo que me supone un esfuerzo con el que no contaba, o me siento incapaz de gestionarlo. Puede ser el matrimonio, lograr vivir con alguien a quien amo. Entonces, cuando me las prometía muy felices porque las barreras que nos separaban ya han caído, el sueño se derrumba, ya no hay nada en lo que soñar, ya no está la gozosa nostalgia que nos unía en la distancia. La distancia, los reencuentros periódicos y los adioses tenían su encanto y mantenían la llama encendida y las acciones que programaban los reencuentros; ahora eso lo he perdido y he de hacer frente a la convivencia de todos los días. Las pérdidas de la enfermedad: ya no dispongo de mí mismo Un modo de encontrarme en mi existencia puede ser el de encontrarme enfermo. La enfermedad me puede acarrear muchas pérdidas, la más evidente de todas, la de la salud. 37

Pero supone también la pérdida de frescura corporal y de la vitalidad, la fatiga continua, las fuerzas que flaquean, a veces incluso «me encuentro destrozado». Pierdo el nivel de rendimiento que hasta ahora tenía y percibo que ya no soy útil. He perdido libertad de movimientos; antes viajaba y ya no puedo. A veces pierdo relaciones y me encuentro solo. Puedo perder autonomía, ya no dispongo de mí mismo, otros disponen de mí; me tengo que dejar cuidar, y, soy una carga para los demás y me puedo enfrentar a la incertidumbre respecto al origen y al curso de la enfermedad, a la imposibilidad de influir en el proceso, al posible ocultamiento y a la sospecha de que se me miente respecto a la gravedad. A ello se suman el dolor, a veces persistente, las posibles mutilaciones y la invalidez. Si se acompaña de alteraciones del sueño, la falta de sueño provoca cansancio, irritabilidad y más pérdida de rendimiento, lo cual, a su vez, genera más alteraciones del sueño. Los tratamientos y sus efectos colaterales son una penalidad añadida. Si me he operado y continúan las molestias, las esperanzas de recuperación que abrigaba se ven ahora frustradas. Si la enfermedad me sobreviene a una edad en la que estoy plenamente activo y pletórico, cabe esperar mayor rabia y abatimiento. Y si la enfermedad es crónica y ya no me cabe esperar más que agravamiento y nuevas limitaciones, ¡qué tiene de extraño que esto me pueda llevar de la mano a la experiencia depresiva! El duelo de la muerte Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir. JORGE MANRIQUE Coplas a la muerte de su padre

Libro a lo largo de la vida muchas causas en las que no sé todavía cómo me va a ir. Lo que es seguro es que hay una irremisiblemente perdida de antemano: la que libro frente a la muerte. De entre todas las posibilidades de mi existencia, la muerte es la más cierta, nadie podrá arrebatármela. Mi existencia tiene un término, una frontera que no se rebasa, que es la muerte, que se me va aproximando «milímetro a milímetro», como decía Dino Buzzati en su obra En aquel preciso momento. Esto vale para mí y vale cuando vivo el duelo, el dolor y el sufrimiento de la pérdida que me supone la muerte de personas queridas. La pérdida de la muerte arrastra consigo otras muchas pérdidas. Con ella todo se acaba irremediablemente y se consume, es un abismo en el que todo naufraga y que evoca la finitud y la caducidad de las cosas que aquella era melancólica que conocimos en la introducción llevó al extremo. Es una posibilidad que cancela todas las demás cuando tal vez todavía no había llegado a ser lo 38

que quiso ser, los proyectos tal vez compartidos e inconclusos, tantas posibilidades en las que se habían depositado mucha esperanza y confianza, los sueños dorados, aquel momento que se ha querido tal vez inmortalizar y que se ha mostrado efímero. Una experiencia depresiva por imitación He podido aprender, a veces desde la infancia, a reaccionar con miedo, con tristeza, con angustia y con comentarios catastróficos y autocríticos ante algunas tribulaciones y penalidades observando cómo las afrontan otras personas cercanas, qué dicen sobre ellas, cómo se sobreponen a ellas. Cuanto más fuertes sean las reacciones fisiológicas mostradas por la persona que observo, más evidentes sean sus gestos de tristeza y desolación y más pesimistas sus comentarios, más impacto tendrán en mí. A este aprendizaje lo denomina la psicología aprendizaje vicario o por imitación. Un clima familiar que promueva el fatalismo frente a los avatares de la vida puede hacerme más propenso a vivir las pérdidas de una manera más desesperanzada también. ¿POR QUÉ ME DEPRIMEN LAS PÉRDIDAS Y LOS FRACASOS? ¿Por qué me deprimen esta pérdida y este fracaso y no me deprimen otros que he vivido y que vivo?, ¿por qué me quebrantan tanto unos y no otros?, ¿por qué unos duelos se resuelven con el tiempo y otros parecen no terminar nunca?, ¿por qué me dura tanto la desgana?, ¿por qué no se me va esta tristeza? Revivir las pérdidas y prolongarlas Las pérdidas y los fracasos los vivo en la experiencia inmediata y frecuentemente los sigo reviviendo y prolongando en el recuerdo. Recordar es una conducta activa, «hacer memoria», que se pone en marcha cuando estoy en presencia de circunstancias, lugares, paisajes, melodías, olores, días de aniversario que me evocan y me «traen a la memoria» el pasado, los momentos dichosos compartidos, todo lo que ha significado para mí la persona perdida. Vuelvo al lugar que habíamos compartido y me parece como si la viera y oyera allí todavía. Oigo una canción y me invade una tristeza que a primera vista me resulta inexplicable hasta que caigo en la cuenta de que la cantaba la persona que he 39

perdido. Recordar puede ser doloroso cuando revivo una pérdida o un trato degradante. Si la pérdida ha sido por la muerte, el dolor puede ser mayor porque sé que a esa persona no la volveré a ver, ya no volveré a pasear con ella por el camino que ahora recorro, ya no estará más a mi lado en el lecho en el que ahora estoy solo, ya no ocupará nunca el rincón que solía ocupar y en el que ahora creo estar viéndola todavía. También puede ser un bálsamo cuando revivo los gozos que viví con la persona que ya no está. Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas Habitualmente, pasado el período de duelo, estos recuerdos se van desvaneciendo entre reviviscencias ocasionales, las circunstancias van perdiendo su poder evocador y también el dolor se mitiga a la vez que acepto mejor lo irreversible. Pero también me puedo aferrar al pasado, anclarme a él y hacerlo presente con la secreta esperanza de que retorne lo perdido, de que renazca lo que ha Los recuerdos pueden pesarme como rocas muerto, insistir sobre los recuerdos en detrimento de la vivencia del presente y del porvenir. Puede ser un minucioso recuento de pérdidas y de lamentos por lo que pudo haber sido y no fue: «si hubiera hecho o dicho…». Este apego a la pérdida me hace el duelo inacabable y agranda mi pesadumbre. La memoria del pasado puede situarme y estancarme así fuera del tiempo. Veo entonces que pasan los días, cambian las cosas a mi alrededor y, no obstante, «nada se mueve en mi tristeza» y los recuerdos «me pesen más que rocas», como lamentaba Baudelaire. Es hacer de la permanente presencia de la ausencia un modo de vida. Es como «el pico abierto de un cisne sobre un estanque seco», que cantó el mismo Baudelaire. Es la paradoja de «una nada que duele», que dijo Fernando Pessoa. El significado de lo que he perdido Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo. ALBERTO CORTEZ

¿Qué es lo que he perdido con la pérdida, de qué me hace carecer? A veces me puede resultar difícil llegar a saberlo y a expresarlo. Sé lo que he perdido, pero no sé muy bien por qué me aflige y quebranta tanto la pérdida y la carencia, y digo: «no me explico por 40

qué esto me ha afectado tanto». En todo caso, no es lo mismo perder un objeto sin valor que perder un ser querido, una relación. ¿Qué supone la pérdida de un ser querido, de un amor, de un ideal?, ¿por qué puedo superar con el tiempo las pérdidas y el duelo, reconociendo la pérdida de una presencia y su ausencia, una presencia ahora ausente, y seguir adelante?, ¿por qué, sin embargo, la pérdida se me puede convertir en un vacío, en una ausencia siempre presente que hace duradera mi experiencia depresiva? Puedo tratar de averiguarlo analizando cuánto significaba para mí lo que he perdido, cuánto me importaba el vínculo que se ha roto, el proyecto fracasado. ¿Qué hacía con lo que he perdido, cuánto tiempo me ocupaba, cuántos afanes me requería? ¿Qué me aportaba y de qué carezco ahora que antes tal vez tenía en abundancia, protección, afecto, momentos dichosos, apoyo, consejo? ¿En qué medida era para mí un punto de referencia? ¿Cuánto habría reafirmado mi autoestima el proyecto fracasado? Pérdida de bienes y recompensas significativas Antes de la pérdida, la situación y la persona perdidas eran una fuente de la que brotaban a raudales multitud de bienes y satisfacciones que yo podía conseguir y que ahora he perdido puesto que ya no está la persona que era significativa para mí porque me las proporcionaba. Ahora mi vida ha perdido alicientes. Al perder las recompensas que las incentivaban, las fortalecían y les daban significado, mis acciones se debilitan, se inhiben y se extinguen, como veremos de nuevo en el capítulo 2, y me entristezco. Dejo de obtener recompensas significativas cuando un contexto empobrecido no las proporciona o las proporciona escasamente, cuando limita el acceso a ellas, cuando coarta mi autonomía y la libertad de acción para conseguirlas, cuando las dificultades para conseguirlas hacen muy probable el fracaso o cuando se me penalizan las acciones que estaban orientadas a lograrlas. ¡Cómo me ha cambiado la vida! Con qué tristeza miramos un amor que se nos va, es un pedazo del alma que se arranca sin piedad. Canción

Cuando pierdo algo, no solo pierdo lo que pierdo, pierdo también la relación con lo perdido y lo que esa relación me aportaba y significaba para mí. Pero si pierdo una relación, pierdo todo lo que he vivido en esa relación, lo que hemos hecho juntos, el apoyo que tenía y con el que ya no voy a poder contar. No es extraño que en un primer momento trate de «negar» la realidad de la pérdida: «no me lo puedo creer». 41

No solo ha cambiado, pues, la existencia de lo que he perdido, también ha cambiado mi vida, mi existencia, porque lo que he perdido me interesaba, desempeñaba un papel importante en mi historia. A veces es como si me hubieran arrancado un pedazo de mí. Ahora ya no cuento con lo que he perdido para seguir escribiendo mi biografía. Me había marcado mi relación con la persona que he perdido y me marca ahora su pérdida. Al sobrevenir la pérdida de algo o de alguien valioso, deja de interesarme en un primer momento todo lo demás, nada me parece comparable a lo que he perdido. Sueños rotos: se me viene el mundo encima La persona que me ha abandonado, de la que me he divorciado o que ha fallecido ocupaba un lugar significativo en mi vida porque colmaba necesidades, expectativas, sueños. El amor y el apego compartidos tenían para mí una importancia especial porque estaban conectados con otros apegos significativos en la historia de mi vida, porque el camino recorrido para lograr el encuentro y el apego estaba inspirado en los sueños de futuro que juntos habíamos acariciado, en el sueño de unión armoniosa de dos seres, imperturbable en medio de los avatares de la vida y de las circunstancias que no lo hicieron viable, que lo hicieron a la postre un sueño imposible. La pérdida ha hecho más visible ahora la brecha entre los sueños y la realidad, la realidad de los sueños rotos. El goce del amor que revelaba todo un mundo de sueños y de posibilidades vislumbradas tras un horizonte hacia el que habíamos partido esperanzados se trueca en dolor y desesperación cuando se constata la imposibilidad de realizar lo soñado, de satisfacer el deseo. Porque el deseo estaba alentado por las propias necesidades, que me sacaban de mí y me arrastraban hacia el otro y que ahora quedan insatisfechas porque el otro me abandona después de haberme seducido y de haberme permitido conocerme mejor y de haberme hecho tomar conciencia de esas necesidades. Se me viene abajo todo, se me viene el mundo encima. Ahora me quedo solo y abandonado. Si el sentido de mi vida estaba asociado exclusivamente a la persona amada, el abandono le arrebata el sentido a la vida. Y ahora habré de proseguir el camino con tristeza, con dolor, tal vez con el sentimiento de culpa por haber perdido lo perdido. Me siento desamparado Si quien se muere, se va o me abandona suponía un amparo para mí, su abandono me deja desvalido, en desamparo. Y el desamparo revela la fragilidad de mi existencia, porque ¿cómo puedo ahora vivir sin él, sin ella?, ¿en quién me apoyo ahora? La persona que he perdido me protegía de otras personas, de la familia o del círculo de amigos, era mi valedora, me servía de parapeto en las disputas. Con ella me sentía seguro, no corría riesgos. Ahora he perdido mi soporte, mis agarraderas, mi ancla, y me quedo 42

desamparado, expuesto a la incertidumbre de los ataques que ella ya no va a parar. Y ello me puede producir ansiedad además de enojo hacia la persona que he perdido por haberme dejado «en la estacada». Me asusta lo que se me puede venir encima, la expectativa de que algo terrible me puede ocurrir. Por eso me es tan difícil renunciar a la persona muerta, y entonces yo también puedo querer incluso «morir con ella». Una mujer, que tenía serios conflictos con sus hermanos, contaba con el apoyo y el cariño de una madre fallecida recientemente que le servía de parapeto y de amortiguador de los ataques. Ahora está sumida en un gran abatimiento y los encontronazos con sus hermanos le producen miedo y ansiedad. Al tener que redefinir su posición dentro de la familia y al no saber cómo resolver el conflicto con sus hermanos, corre el riesgo de que su abatimiento progrese hacia una experiencia depresiva duradera.

Ya nadie me necesita Tenía sentido para mí la relación con la persona que he perdido, mis padres, mi pareja, mis hijos, porque me sentía capaz de ofrecer afecto, apoyo, consejo, acompañamiento. Son tal vez relaciones y capacidades que he estado viviendo durante muchos años y que de pronto terminan. Ahora en mi soledad estas capacidades mías carecen de objeto, es como si las estuviera desperdiciando. Estaban pletóricas y se han quedado sin contenido, vacías, porque tal vez la pérdida ha dejado también el «nido vacío», como solemos llamar a la marcha de los hijos. Si el despliegue de estas capacidades llenaba y daba sentido a mi vida, ahora, al no poder desplegarlas, me puedo sentir paralizado y vacío, sobre todo si mi soledad es duradera o si ya me encuentro en el «otoño de la vida». Y entonces tal vez me vuelvo con nostalgia a un pasado en el que esas virtudes mías tenían un complemento. No valgo nada «Tu opinión era justa; todas las demás eran descabelladas. Tu juicio negativo pesaba desde el principio sobre todas mis ideas independientes de ti. Bastaba ser dichoso por alguna cosa, sentirse colmado por ella, entrar en casa y decirlo, para recibir, a modo de respuesta, una sonrisa irónica, un meneo de la cabeza: «Yo he visto cosas mucho mejores», o bien «¡vaya una cosa!». El valor, el espíritu decidido, la seguridad, la alegría de hacer tal o cual cosa, no podían durar hasta el fin cuando tú te oponías. Estaba perpetuamente sumergido en la vergüenza, porque, o bien obedecía a tus órdenes, y esto era vergonzoso, o bien te desafiaba, y también esto era vergonzoso, pues ¿qué derecho tenía yo a desafiarte? Cuando emprendía algo que te desagradaba y tú me amenazabas con un fracaso, mi respeto a tu opinión era tan grande que el fracaso era ineluctable. Como no estaba seguro de nada, como esperaba a cada instante una nueva confirmación de mi existencia, llegué a perder la certeza hasta de lo más próximo a mí, mi propio cuerpo. A medida que me hacía mayor, aumentaba el material que podías oponerme como prueba de mi escasa valía.» FRANZ KAFKA Extractos de la Carta al padre

Los encuentros de Kafka con el padre lo definen como un ser de escasa valía, vacilante, indeciso, débil, tímido, inhibido, que desconfía de sí mismo. «La desconfianza 43

que tratabas de inculcarme se transformó en desconfianza de mí mismo y en perpetuo miedo a los demás», le escribe a su padre. Si me voy constituyendo como un yo valioso en los encuentros interpersonales, aprendiendo a saber «quién soy» y cuánto valgo a partir del trato que me dan los «tú» con los que me comunico a lo largo de la vida, la pérdida de alguien que me consideraba valioso o verme inmerso en una relación interpersonal en la que predomina la depreciación, la invalidación y el menosprecio puede llevarme a sentir que «no valgo nada». Si la pérdida es debida a que la persona con la que he vivido me abandona y entabla una relación con otra persona, la pérdida del lugar que yo ocupaba adquiere un significado diferente, pues ese lugar lo ocupa ahora esa otra persona. Quien me ha abandonado ha encontrado con otros lo que no encontró conmigo y me planteo por qué yo no he dado lo que la otra persona da, afecto, sentido del humor, atractivo erótico que «la rival» o «el rival» tiene y yo no, y puedo pensar que valgo menos. Cuánta decepción: ya no me dicen «corazón» La protagonista de la película Azul, que encarna Juliette Binoche, se entera después del accidente en el que murieron su esposo y su hija que él había tenido una aventura y que su amante esperaba un hijo. Además del duelo por la pérdida de su esposo y su hija en el accidente, vive ahora también el duelo y el desencanto por la pérdida de lo que ella era para él, de la imagen que ella tenía de él y de la imagen que ella creía haber proyectado de sí misma en él durante su vida en común: «¡cuánta decepción!».

Además de perder lo que la persona perdida era para mí, pierdo también lo que yo era para esa persona. Ya no tengo quien me admire, quien me ame sin reservas, quien me piense a menudo, quien me llame «pichoncito» o «cariño» o «corazón», tal vez nadie me lo vuelva a llamar nunca. Por otra parte, la imagen que yo creía que esa persona tenía de mí podía estar confundida, no corresponder realmente al modo en que ella me veía. «Me lo tenía muy creído», puedo decir, pues tal vez nunca había imaginado que me dejaría y la perdería, no me lo esperaba, según la imagen que yo creía proyectar hacia ella. Ahora he de renunciar a lo que era para ella y cuestionar además lo que imaginaba que yo era para ella. La imagen ideal que yo tenía de mí y que yo creía que esa persona tenía de mí ha sido herida y eso me duele y entristece. Por eso mi duelo es doble, por haberla perdido y porque se ha desmoronado lo que yo creía que era para ella. Por eso también puede disminuir mi autoestima y puedo hacerme reproches: «¡cómo he podido ser tan ingenuo, tan tonto!», «tenía que haberme dado cuenta antes». Pero puedo descubrir también después de la pérdida que la imagen que la persona perdida tenía de mí y el significado que yo tenía para ella eran incluso más de lo que yo creía. «Si lo hubiera sabido», puedo decir entonces, haciéndome reproches, sintiéndome incluso culpable por no haberle correspondido y arrepintiéndome de haber perdido la oportunidad de haber compartido más cosas. 44

Mi responsabilidad en la pérdida y el pesar de la culpa Algunas tribulaciones y penalidades me sobrevienen sin haber tenido yo en ellas ni arte ni parte. Pero en algunas pérdidas y fracasos, yo he podido tener una responsabilidad. He podido haber descuidado la relación, no haber hecho lo suficiente para sostenerla y por eso ahora me autoinculpo: «si no hubiera sido por lo que he hecho, la pérdida no hubiera ocurrido». Me siento apenado por la pérdida, por el hecho de haber sido responsable de ella y por las consecuencias que está acarreando. Al peso de la pérdida se puede añadir entonces también el pesar de la culpa. Me puedo considerar incluso en deuda por la responsabilidad contraída, y mi duelo se complica si no me siento capaz de pagar la deuda y de reparar los daños causados en el caso de que la persona ante la que me considero deudor ya haya muerto. Y a veces no me basta con el arrepentimiento y el perdón ni con que me digan «ya has pagado la deuda» si considero que es una deuda que no se puede satisfacer, «impagable». Mi vida se desordena, se trastorna En condiciones normales, la vida cotidiana se atiene a una serie de regularidades que hacen predecibles los acontecimientos, que me permiten control sobre ellos y me dan seguridad. Después de los ligeros desórdenes de las actividades habituales, reorganizo mi entorno inmediato: recojo la mesa, hago la cama, recojo los juguetes de los niños, lavo la ropa sucia, y tantas otras operaciones que recolocan y reordenan las cosas en su sitio. Pero son muchas las circunstancias que me pueden ocasionar un desorden mayor, y si son repentinas e imprevistas, el desorden irrumpe sin dejarme tiempo para reordenar las cosas. Me pueden desbaratar el orden la enfermedad, la menopausia, el embarazo, el parto, la infidelidad, la disolución del hogar por el divorcio, la pérdida del empleo, un cambio de trabajo, la jubilación, la vejez, una mudanza, una catástrofe que destruye mi casa, el desahucio, el exilio. Hasta me lo puede desbaratar un ascenso o ganar unas oposiciones. El embarazo, que para muchas mujeres es un «estado de buena esperanza», puede ser para otras un motivo de desesperanza en la medida en que supone una carga frente a la que se consideran impotentes. El climaterio es vivido por algunas mujeres como una «ruina» corporal y personal. La pérdida de una vivienda anterior en la que estaba instalado y la mudanza a una vivienda incluso mejor pueden suponer la pérdida de relaciones de amistad y un menor acceso a otros recursos laborales y de ocio, lo que puede comportar un mayor aislamiento y soledad. La jubilación supone la desvinculación de un estilo de vida que tenía sentido de autorrealización.

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Antes todo estaba ordenado y yo me sentía orientado. Ahora mi existencia se desordena, se desorganiza, se trastorna. El orden acostumbrado y la seguridad y la protección que me deparaban la relación o el proyecto fracasado se han desbaratado y me siento desprotegido, desorientado, sin rumbo en medio del desorden y del caos. Siento vértigo porque me faltan las agarraderas a las que me asía. Después de la pérdida, me veo obligado a reorganizar mi vida, a rehacerla, a remodelarla, a reinstalarme, a recuperar el rumbo perdido. Y me puede producir ansiedad no saber cómo y con quién hacerlo. También por esto me puede ser tan difícil aceptar la realidad de la pérdida y reemplazar lo perdido. Tal vez a partir de ahora me aferro más al orden, me hago más «amante del orden», incluso me obsesiono, evito extralimitarme y cualquier pequeño cambio, me recojo y encierro en «mi mundo» inmediato y me defiendo de todo aquello que pueda poner en peligro la ya frágil estabilidad; quiero controlarlo todo hasta el último detalle, no dejar nada en manos de los otros y del azar, me da miedo y me angustia que todo se pueda desbaratar de nuevo como ya ocurrió con la pérdida. Esto, a su vez, llevado a su extremo, me puede meter más en «mi concha» y estrechar mi campo de oportunidades personales e interpersonales, hacer más probable mi deslizamiento hacia la experiencia depresiva y hacerme más vulnerable ante otras posibles pérdidas que vengan a desordenar el frágil orden al que ahora trato de aferrarme. Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo Cuando pierdo a una persona porque me abandona o la abandono, porque nos divorciamos o porque se muere, también me pierdo a mí mismo como parte del «nosotros» que compartíamos, el lugar que en ese «nosotros» ocupaba, el papel que desempeñaba como amigo, como hijo, como padre, como amante. Era parte de mí, y al perderla, pierdo esa parte, ese rol que formaba parte de mi identidad, y por eso mi identidad se ve de alguna manera desposeída, mutilada, disminuida. Por eso hago duelo y llanto por mí mismo, porque se me arranca una parte de mi yo. Amaba a la persona que he perdido y me amaba a mí también como una parte de un «nosotros». Ahora vivo el duelo por la persona perdida, por la parte de mí que he perdido y por el lugar que yo ocupaba en ese «nosotros». Puede ocurrir incluso que, si inicio una nueva relación, me encuentre extraño e inseguro en un territorio desconocido sin saber bien «quién soy» fuera de la relación que he perdido y en la que había forjado buena parte de mi identidad y de mi seguridad. Cuando experimento el fracaso de un proyecto, no solo me siento afectado por lo que pierdo al no haber alcanzado lo que pretendía y lo que podría haberme reafirmado. Además, me siento frustrado porque mi identidad personal, lejos de verse reafirmada, se ve descalificada por el hecho de no haber sabido o no haber podido lograrlo, y queda mi autoestima herida. Ahora desengañado y resentido, tal vez evite embarcarme en nuevos 46

proyectos y en nuevas relaciones para impedir nuevos fracasos, abandonos y desengaños, y los potenciales cuestionamiento y descalificación personal que pudieran acarrear. En la medida en que no me haya recuperado todavía de la pérdida y la experiencia depresiva continúe y me esté paralizando, no solo habré perdido lo que he perdido, sino también la capacidad de decisión y de acción que antes tenía y que ahora está inactiva. Y en ese caso, como veremos en el capítulo 2, esta es una pérdida que arrastra consigo otras muchas pues bloquea oportunidades y posibilidades. LLEVO UNA RACHA MUY MALA, SE ME JUNTA TODO Con una gran frecuencia, las tribulaciones y penalidades de la vida, las pérdidas y los fracasos me sobrevienen sin que yo los pueda programar a mi gusto para moderar su impacto. A menudo se abaten sobre mí y me sobresaltan sin contar con ellos. A veces me arrollan incluso. Son a menudo inciertos e inesperados, no puedo programar el día y la hora en que aparecen, ni su severidad, ni si vienen solos o vienen varios juntos. Y todo ello afecta al significado que tienen y al curso de mi experiencia depresiva. Pérdidas acumuladas «Dame una bola de tenis, y puedo moverla arriba y abajo con facilidad. Dame dos, y puedo aún manejarlas. Añade una tercera, y será necesaria la habilidad especial para hacer juegos malabares. Dame cuatro y se me caerán todas.»

A veces las penalidades no vienen solas, vienen en cadena. Cuanto mayor es el número de pérdidas, más intensos pueden ser el duelo y la experiencia depresiva y más difíciles de gestionar. Algunas pérdidas pueden no representar un gran peso cuando se dan de manera aislada, pero pueden tener un poderoso impacto acumulativo y multiplicativo cuando se combinan con otras. A un conflicto interpersonal y a una infidelidad que acarrea dolor y pérdida de confianza se puede añadir el diagnóstico de una enfermedad grave, la muerte de un ser querido y la pérdida de empleo, que, a su vez, conlleva pérdida de ingresos, de la vivienda, de actividades de ocio y tiempo libre que hasta ahora disfrutaba, de amistades y de las raíces porque obliga al traslado a otra localidad para una búsqueda de trabajo que tarda en dar resultados.

A veces se hacen como una bola de nieve, una lleva a la otra. De una ruptura de pareja a otra relación que tampoco funciona. Algunas pérdidas me hacen revivir otras ya vividas en el pasado y que fueron tal vez más significativas. 47

Algunas me dejan abatido un tiempo, pero me rehago. Otras duran más y me abaten por más tiempo. En estos casos, el peso se hace sobrepeso y el camino puede ser extremadamente duro si he de seguir soportando esa carga. La experiencia puede hacerme decir: «no puedo más», «estoy agotado». El peso y la pesadumbre están relacionados con la severidad e intensidad de la pérdida o del fracaso. Cuanto mayor sea la severidad de la enfermedad que me acaban de diagnosticar, cuanto más dolor e invalidez conlleve, más probable será el desbordamiento de la capacidad de afrontamiento y más intensa podrá ser la experiencia depresiva. La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar! Me gustaría tener todo «atado y bien atado», que el orden de las cosas no se viera alterado por sobresaltos, estar seguro sin la amenaza de lo incierto. Pero ¡hay tantas cosas inciertas! Parece obvio pensar que el carácter estresante de una pérdida y su potencial para precipitar una experiencia depresiva dependen del grado de incertidumbre que la envuelve. La incertidumbre me hace perder la seguridad y el control. En igualdad de condiciones, las pérdidas, como las que me puede acarrear la evolución de una enfermedad, serán más estresantes y me causarán más pesadumbre cuanto mayor sea el grado de incertidumbre que provoca su aparición. Esta incertidumbre se combina a menudo con la incertidumbre respecto a cuándo y cómo va a producirse, cuántos riesgos va a comportar, cuánto va a rebasar mis capacidades, cuánto control podré tener de la situación y qué consecuencias va a tener. Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia Las penalidades y las pérdidas que ocurren a destiempo en el curso de la vida resultan más imprevisibles e impredecibles y las vivo, por ello, como más estresantes y me causan más dolor, tristeza y desolación. Resultará probablemente más estresante, dolorosa y desoladora la muerte de un hijo pequeño que la muerte de un ser querido cuando «le ha llegado su hora». Perder a la pareja y enviudar cuando se es joven es menos esperable y probablemente más estresante que en la vejez. También será más estresante la pérdida del trabajo por una incapacidad laboral a los 30 años que a los 60. Los ultrajes, abusos, daños y perjuicios interpersonales adquieren un poder estresante y de daño mayor cuando se producen además de manera impredecible, cuando no hay señales que me permitan controlar la situación y discernir cuándo estoy en peligro y cuándo estoy a salvo, o cuando vienen de alguien de quien no me lo esperaba. En ese caso, no existe una zona de seguridad en la que poder relajarme, y por eso «siempre estoy en guardia, siempre vigilante, nunca se sabe». 48

En general, serán menos estresantes y menos depresivos las pérdidas, los abandonos, los desengaños que puedo prever y predecir, que me otorgan cierto grado de certidumbre y de control y me permiten tomar medidas preparatorias y preventivas, que los imprevisibles e impredecibles, que irrumpen inesperadamente y me pillan desprevenido. Además, si puedo predecir el momento de aparición de una pérdida o de un daño, puedo sentirme a salvo y seguro el resto del tiempo. En cambio, es más difícil de controlar una situación que no puedo predecir. Si carezco de información, si la información no me llega a tiempo o es escasa, puede hacerme más amenazante el acontecimiento y tener un mayor efecto paralizante. Antes de la pérdida, los sucesos adversos y contrariedades de la vida cotidiana eran predecibles, ocurrían con regularidad y los podía controlar. Ahora, debido al paso de los años, a la enfermedad, a la pérdida de empleo, de la vivienda o de la fortuna, las adversidades, las desgracias, los achaques me pueden llegar de improviso, sin posibilidad de preverlos y prevenirlos: «antes lo tenía todo bajo control, ahora no, cada día aparece algo nuevo, cuando no es una cosa, es otra». Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío En sus experimentos, Iván Pavlov pudo comprobar qué pasaba cuando los animales se enfrentaban a situaciones ambiguas y a conflictos de difícil solución. Primero aprendían a relacionar la administración de la comida con la visión de una forma geométrica, de modo que salivaban a la vista de un círculo si la comida se les daba en presencia del círculo. También aprendían a diferenciar entre un círculo y una elipse, y se les «hacía la boca agua» a la vista del círculo si la comida se les daba solo cuando aparecía el círculo, pero no cuando aparecía la elipse. Posteriormente se les presentaban elipses cada vez más próximas a la forma circular, creándose una gran ambigüedad, lo que exigía un esfuerzo de diferenciación cada vez mayor. Al llegar a un cierto punto de aproximación, el animal fracasaba a la hora de realizar la diferenciación y experimentaba un conflicto que no podía resolver pues no sabía ya si le iban o no a dar la comida. Si no podía realizar la diferenciación, tampoco podía predecir lo que iba a pasar, y eso era frustrante, por lo que el animal comenzaba a mostrar trastornos en su comportamiento diario: insomnio, disminución de la conducta sexual, pérdida del control de esfínteres y taquicardia.

Ante algunas circunstancias adversas se me hace difícil también a mí saber a qué atenerme porque no dispongo de información clara, precisa y suficiente, sino que la situación es ambigua: «no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío». Cuanto más ambigua sea la situación, mayor será su potencial conflictivo, más desorientado estaré, más conjeturas tendré que hacer, más peso supondrá y mayor será el temor de que puedan rebasar mi capacidad de afrontamiento. El conflicto me puede agotar y paralizar. En mis relaciones interpersonales íntimas, me expongo a vivir un conflicto estresante y deprimente si tengo que defenderme de la desconsideración, la humillación y el maltrato que recibo de las mismas personas de las que esperaría cariño y protección frente a las tribulaciones y penalidades. Busco cariño y protección y al mismo tiempo necesito defenderme y evitar a la persona que me los podría proporcionar pero cuyo 49

comportamiento me supone una penalidad añadida. Cuando al daño físico o a la humillación le siguen la reconciliación, el abrazo y las muestras de cariño habitualmente escasas, la situación se hace ambigua y el cariño recibido podría llevarme a tolerar el daño y a perpetuar así la dependencia y la sumisión. Pero tolerar el daño para poder tener el cariño me expone a un nuevo conflicto y a la experiencia depresiva se le añade entonces el sentimiento de culpabilidad por mi consentimiento. También me puedo hacer reproches por la condescendencia con el cariño y las caricias de quien me maltrata y me humilla. Ser consciente de que puedo estar contribuyendo a perpetuar la dependencia, mi propia sumisión y mi experiencia depresiva me puede producir mucha rabia y desesperanza de poder salir del laberinto. Y no ser capaz de salir del laberinto en que me siento atrapado me puede hundir todavía más en la pesadumbre. También me puedo sentir culpable del deterioro de la convivencia que ha derivado en la humillación y el maltrato o tal vez hasta en la infidelidad de la pareja: «la culpa es mía por no haber cuidado más la relación y también por no haber dicho “basta” hace tiempo». «Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio», puedo llegar a decir en esta situación ambigua y conflictiva. LA PESADUMBRE DE LOS PESOS Y LA PENA DE LAS PENALIDADES Los pesos, las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los fracasos, las experiencias impredecibles, ambiguas y cargadas de incertidumbre me afectan, me producen afectos, afecciones, emociones, sentimientos que hacen de la crisis de mi experiencia depresiva una experiencia afectiva. Mis emociones son ecos de la vida La tristeza, el dolor, la pesadumbre, la pena, la desgana, la rabia o la desesperanza brotan de esa transacción mía con esos avatares de la vida que me afectan, y a veces me sobrevienen, me asaltan, me arrollan, me sobrecogen casi sin darme cuenta. Las emociones que siento en mi experiencia depresiva son, pues, ecos emocionales de esa transacción y se van quedando adheridas a aquellas circunstancias junto a las cuales las experimenté por primera vez y quizá muchas veces más. No son, pues, como ya antes decíamos, ecos, signos o síntomas de una «patología endógena». Son señales reveladoras de la vida que estoy viviendo, de los apuros por los que estoy pasando; señalan hacia las tribulaciones que me atribulan, las penalidades que me apenan, las desdichas por las que me siento desdichado, y pueden ser arrolladoras cuando también lo son esas desdichas. Siento la pesadumbre porque me pesan y me oprimen las cargas. Me recuerdan en definitiva que estoy vivo, son el testimonio de que 50

los avatares de la vida me afectan y de que tengo motivos para sentir su impacto. Por eso mi tristeza no es «tristeza inmotivada» o «sin motivo alguno», que decían las doctrinas. Por eso, más que propiedades solo mías, son más bien propiedades de la experiencia que vivo con las pérdidas o los fracasos; más que revelarme solo a mí, revelan esa experiencia existencial en la que me encuentro viviendo mi experiencia depresiva. Si estoy con una persona compartiendo momentos dichosos, mi alegría se la debo, es su compañía la que me llena de gozo, le hago justicia si se lo digo «mi alegría nace y se hace contigo». La alegría no es algo preexistente o independiente de ese encuentro, nace en él, me siento alegre porque me encuentro en su presencia, al igual que me siento triste porque me encuentro en el paisaje vacío de su pérdida y su ausencia. Los estados de ánimo son también el eco de la duración de lo que me pasa. De alguna manera, siempre me encuentro en un determinado estado de ánimo porque siempre me está pasando algo, me está afectando algo y siempre estoy respondiendo con afectos a lo que me está afectando. Por eso, cuando mi experiencia depresiva es duradera, mi estado de ánimo también lo es. Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza, un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve; me apoyé en la barandilla, preso de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fondo negro y azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito atravesaba la naturaleza.

Edvard Munch, El grito (1893)

Así describe el pintor noruego Edvard Munch cómo se inspiró para realizar su grabado El grito en 1893. Uno de los efectos que tienen las tribulaciones y penalidades es que me lastiman, me producen dolor, a veces desgarrador, que me hace gritar; me pueden producir heridas que tardan en cicatrizar. Para el diccionario, dolor es «sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior», «sentimiento de pena y congoja», que es desconsuelo cuando no tienen alivio. Como nos dice Ramón Bayés en Psicología del sufrimiento y de la muerte, el sufrimiento abarca más que el dolor. Sufro cuando percibo el dolor como una amenaza y anticipo su reaparición y su intensificación sin posibilidad de

controlarlo y aliviarlo. Duelo es «dolor, lástima, aflicción», y también «demostraciones que se hacen para manifestar el sentimiento por la muerte de alguien». Es también el proceso más o menos largo y doloroso durante el cual trato de adaptarme a la pérdida, aceptando el dolor que me ocasiona y, si se trata de la muerte de un ser querido, asumiendo que es «para 51

siempre». Además, como «de una hora, la pena hace diez», que dijo Shakespeare, en el duelo el tiempo transcurre lento, como transcurría para los afectados por la acedia. La triste Dama de la melancolía Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. PABLO NERUDA Veinte poemas de amor y una canción desesperada En la poesía provenzal del siglo XV de Alain Chartier, la melancolía aparece personificada como «Dama Melancolía», al igual que siglos antes había sido personificada también como «Dama Tristeza». La «Dama Melancolía» de Chartier está revestida de rasgos dramáticos: es pálida, flaca, seca y consumida, de complexión plomiza y terrosa, de habla entrecortada y mirada gacha, que cubre al poeta con su manto de infortunio, le oprime con sus duras manos y le amenaza con conducirle a la enfermedad y a la muerte. La Dama Melancolía literaria tuvo su traducción en la iconología alegórica de Cesare Ripa de finales del siglo XVI en la que la Melancolía aparece como una mujer triste y afligida.

Desde muy antiguo, la tristeza aparece en todas las descripciones de la melancolía. El diccionario define la melancolía precisamente como «tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión Cesare Ripa, Malinconia en nada». La «murria» es también esa «especie de tristeza que hace andar cabizbajo y melancólico a quien la padece». Y es que, si vivo la pérdida de un ser querido, de un amor, de un objeto valioso, de un proyecto, siento la tristeza de la pérdida, que renace también cuando la rememoro. La tristeza queda vinculada no solo a lo que he perdido, sino también a las consecuencias que la pérdida, el fracaso o el abandono están teniendo ahora en toda mi vida. Si la alegría es deleite de vivir, triste significa «afligido», «apesadumbrado», «de carácter melancólico», sentimiento de opresión, de pesadez, de pesadumbre, de desazón. Sentirse «apesadumbrado» es como sentirse triste y apenado. Si euforia es «entusiasmo o alegría intensos», disforia es tristeza y pesimismo. ¡Qué pena!, digo contrariado cuando no logro lo que deseaba, cuando desaparece lo que amo y no puedo hacer nada para que vuelva, cuando vivo una traición, cuando hago frente a las mil y una penalidades que tejen mi existencia cotidiana. Para el diccionario, pena es un «sentimiento grande de tristeza», «dolor», «tormento» que me inunda. Y es que la tristeza y la pena pueden llegar a doler, pueden ser incluso lacerantes. Vivo la pena anticipada ante una pérdida inminente porque alguien dejará de estar ahí un día, 52

como si de alguna manera estuviera ya ausente, muerto en vida. «Ya lo he perdido», decía una mujer refiriéndose a su esposo con alzhéimer. Amargura es «gusto amargo» y también «aflicción o disgusto» ante un desengaño, una traición, una humillación. También mi tribulación es «pena, aflicción», y su raíz en el latín me lleva a tribulum, que significa el trillo con que se trilla la mies, haciendo trizas la paja, o a tribulus, que significa abrojo, una planta espinosa que lastima con sus puntas agudas si se pisa. Y es que a veces las tribulaciones que me atribulan me dejan «hecho trizas» y me lastiman como el abrojo; por eso también se llaman abrojos. Cuando mi aflicción es extrema y arrolladora, la vivo como desolación. Las pérdidas, los abandonos, los fracasos me pueden provocar también rabia, que es «ira, enojo, enfado grande», que dirijo a veces contra quienes considero responsables de lo ocurrido o que vivo porque considero «injusto» lo ocurrido. La elocuencia de los suspiros y las lágrimas Ya Timothy Bright decía que, de todas las huellas de la melancolía, ninguna es tan reveladora como el llanto. Porque son fríos y secos, nos dice, los melancólicos son tristes y taciturnos, y lloran sin saber por qué. Du Laurens opinaba que «al estar el alma ocupada en toda una variedad de fantasmas, no se acuerda de respirar», y de ahí provienen los suspiros. Las imágenes lacrimosas y la «elocuencia de las La elocuencia de las lágrimas lágrimas» había adquirido un gran peso literario en aquella era melancólica a la que nos referimos en la introducción. Lo testimonia la gran repercusión del poema épico-religioso Le lacrime di san Pietro, de Luigi Tansillo, que daba continuidad a la función penitencial del «don de lágrimas» de la liturgia medieval, que hacía de las lágrimas un símbolo central de penitencia, de contrición y conversión. Era el llanto purificador, de arrepentimiento y conversión de la Magdalena que se amplificará en la literatura y en la música barrocas. Están presentes en la poesía de Garcilaso de la Vega y de Juan Boscán y, ya en pleno período barroco, en la de Juana Inés de la Cruz. Garcilaso se declara «en lágrimas bañado», llorando entre suspiros el objeto amoroso de su pérdida y su tristeza. Las lágrimas, a veces amargas, son también una expresión elocuente de la aflicción y la tristeza que me dejan las pérdidas y los fracasos y cuánto significaba para mí lo que he perdido. Con ellas también comunico a los otros mi tristeza y mi vulnerabilidad y desvalimiento, y la necesidad y el deseo de consuelo.

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El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa La sed de consolación me hace desear el agua de esperanza que no dejo de tomar del pozo profundo de mi melancolía pero que suelo encontrar agotada. CARLOS DE ORLEANS Sobre todo, me falta ya la lumbre de la esperanza con que andar solía por la oscura región de vuestro olvido. GARCILASO DE LA VEGA Cuando Carlos de Orleans escribe sus poemas en pleno siglo XV, no era habitual encontrar la «sed de consolación», el «agua de la esperanza» y el «pozo» como alegorías de la profundidad de la melancolía. Para calmar la sed de consolación, es preciso sumergirse en el pozo de la melancolía y poder beber allí el agua de la esperanza. Pero el agua de la esperanza se puede agotar, lo cual ocasiona una pena interminable, y entonces se puede morir de la sed que no ha podido ser calmada. En otra metamorfosis alegórica, la melancolía se convierte también en «viento gélido y seco» que sopla obstinadamente, como soplaba la «negra sombra» de Rosalía, que hace caer las hojas y detiene los corazones sin que se sepa bien cuándo dejará de soplar.

¡Qué desilusión, qué desencanto, qué desengaño!, digo cuando veo frustradas las ilusiones que me encantaban porque las pérdidas, los fracasos, los desengaños y los Agotada el agua de la esperanza en el pozo de la melancolía abandonos me han desorganizado. Esperaba el mañana contando con lo que tenía, podía hacer planes, tenía certezas respecto a lo que podía ocurrir. Pero ahora el futuro se me presenta incierto, como una nebulosa, no sé qué va a ocurrir y qué va a ser de mí, estoy confuso. Por eso mi orientación hacia el futuro y mi esperanza de futuro se hacen una nebulosa también. Me cuesta hacer planes de futuro con un mínimo de garantías. El futuro ya no es un horizonte para el despliegue de mis posibilidades, sino más bien una amenaza que no augura nada bueno. No sé bien lo que espero, pero sé bien lo que no espero: nada bueno. Si el presente está privado de la anticipación de futuro que depara la esperanza, entonces la sed de consolación se puede tornar en angustia. Sin los actos que vinculan el presente con el futuro que anticipa la esperanza, como veremos en el capítulo 3, el presente se queda sin fundamento y sin sentido. Por eso, como veremos en el capítulo 2, me inhibo, me paralizo y vivo mi inhibición como una «muerte en vida». Cuando ya ha ocurrido algo que impide que acontezca lo que confiaba que sucediera, me cierro al futuro y ya no abrigo la esperanza; me invade entonces la aflicción intensa de la desesperanza, la desmoralización, el desaliento, el desencanto, el desengaño, la desesperación. Me encierro en mí mismo y me vuelvo hacia el pasado añorando el orden y la seguridad que me protegían. Es como si el futuro se replegase hacia el pasado y se disolviera en él. Es como un «futuro pasado». 54

Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba En su poema «Lo irreparable», Baudelaire compara su corazón con un teatro vacío donde también se espera siempre en vano. Me llenaban algunas cosas y las he perdido, me llenaba un amor y se ha terminado, esperaba un encuentro y no ha ocurrido, por eso me siento vacío. Cuanto más evoco la memoria de lo perdido, tanto más vacío me siento por la ausencia. Cuanto más importante era en mi existencia lo que he perdido, mayor el vacío existencial que siento. «Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia Nostalgia es una palabra que acuñó a finales del siglo XVII Johannes Hofer, basándose en el griego clásico (nostos significa «retorno» y algos significa dolor), para referirse al «mal de la tierra», que definió como el dolor y la tristeza por el perdido encanto de la tierra natal y del hogar y el deseo de volver. Al comienzo de la Odisea, Ulises, en el exilio de la isla de Calipso, recuerda lloroso y con nostalgia Ítaca, siente su falta y se siente abatido por la tristeza. El sentimiento de nostalgia es eco de la tierra natal, dolor del bien perdido o ausente, de los «caminitos» que el tiempo ha borrado, que canta el tango, y a los que se desea volver, porque a la pérdida del bien perdido se suma la pérdida de la protección que deparaba. La añoranza es nostalgia del ser amado, ausente o muerto, o de un bien perdido que echo de menos, que extraño. Nostalgia y añoranza son, pues, sentimientos de ausencia, de extrañamiento. Son también sentimientos dolorosos por la carencia y la privación de lo ausente, una variante del duelo. La morriña es sentimiento de desfallecimiento, de decaimiento, de desánimo. Es para Ramón Piñeiro, en su Filosofía da saudade, un sentimiento de tristeza, equivalente de la melancolía. Saudade: reminiscencias dulces y amargas En la cultura galaicoportuguesa, saudade o soidade es sentimiento de soledad, es sentirse a sí mismo en la intimidad del mundo privado, anhelando, no obstante, salir de sí para quebrar la soledad y trascenderse en la comunicación con los otros, en la que encuentra su plenitud, no en el ensimismamiento. Se acompaña a menudo también de la tristeza de la morriña. A veces se la considera equivalente a nostalgia y a añoranza, pues, en la medida en que son sentimientos de ausencia, lo son también de soledad respecto al bien ausente. En la medida en que siento la lejanía de la tierra, me siento igualmente solo, solo de la tierra por la que suspiro, pues «todos sospiran todos/por algún ben perdido», que cantaba Rosalía de Castro, aun cuando ella de sí misma dice: «yo no sé lo que busco eternamente/en la tierra, en el aire 55

y en el cielo/yo no sé lo que busco, pero es algo/que perdí no sé cuándo y que no encuentro». Las palabras evocadoras, las canciones, el murmullo de un arroyo o la voz de alguien despiertan las reminiscencias del universo pasado vivido y perdido y lo hacen revivir con placer y con dolor, pues a la vez que emerge fugazmente del olvido se constata la imposibilidad del retorno. Son reminiscencias, pues, dulces y amargas a la vez, la dulzura de la reminiscencia entreverada con el dolor de la pérdida. Si bien la ausencia del bien amado provoca tristeza, su recuerdo provoca gozo, y la anticipación de su recuperación, esperanza. Gozo por el recuerdo del pasado, tristeza por la ausencia en el presente y esperanza de recuperación futura: tres sentimientos que se asocian con la vivencia de la saudade. Miedo y ansiedad ante una amenaza También el miedo aparece a lo largo de la historia en el cortejo de la experiencia depresiva. Tengo la vivencia del miedo cuando me enfrento a pérdidas, penalidades y situaciones adversas que encierran una amenaza, un peligro, un daño ante los que no me muestro impávido, de los que trato de huir y que quiero evitar, aunque a veces no puedo hacerlo, con lo cual su peso se me hace mayor. Huyo del desorden que me da miedo, me aferro a lo que me da seguridad. Huyo de las circunstancias y de los acontecimientos que me pueden acarrear los peligros del desorden y digo: «no quiero quebraderos de cabeza». Pero las pérdidas, los fracasos, las rupturas, los abandonos, las relaciones interpersonales conflictivas son fuentes de estrés, señales de alarma que me alertan porque anticipo todo lo que me pueden acarrear, me percibo vulnerable a su impacto en mi vida y entonces siento ansiedad. La pista etimológica de la ansiedad en el latín nos lleva a anxietas, que es inquietud, intranquilidad, tormento, afán, ansia, tortura, sobre todo cuando esos avatares están omnipresentes y me presionan sin cesar y sin ceder, como el viento obstinado de Carlos de Orleans. Así como el miedo opera cuando trato de abandonar una situación peligrosa, y no me aventuro en lo desconocido que puede causarme un mal, la ansiedad opera cuando entro en una situación amenazante, peligrosa y potencialmente dañina que tengo que resolver. Siento ansiedad anticipada cuando la situación amenazante no ha ocurrido todavía, pero puede llegar a ocurrir, sobre todo si en ella está en juego el éxito o fracaso en el logro de una meta en la que me juego mucho y que puede salvarse con un fracaso. Angustia y congoja que me oprimen Por sus raíces en el latín, angustia se relaciona con el verbo angere, que significa «estrechar», «estrangular» y también «atormentar», «inquietar», «intranquilizar». Se 56

relaciona también con angor, que es «opresión» («me oprime el corazón»), «tormento», «congoja», «angustia», «pesadumbre» y con angustia, que es «estrechez», «espacio angosto» y también «agobio», «aprieto», «apuro», «situación crítica». Cuando la estrechez se da en las vías respiratorias, produce una respiración difícil y entrecortada («me falta el aire»). La crisis de mi experiencia depresiva puede precipitarse, en efecto, por una situación crítica, como un conflicto, una enfermedad, un maltrato, de la que me puede ser difícil salir y en la que la angustia proviene de estar situado ante algo amenazante y peligroso y ante el daño y el dolor que me puede causar. Es la experiencia absorbente de estar alerta y a la defensiva, de estar en vilo, de que «puede pasar cualquier cosa», de no poder lograr las metas propuestas y no saber qué va a ser de mí, creyéndome además impotente para controlar la amenaza que me supera, como comentaremos de nuevo en el capítulo 2. La puedo vivir tan arrolladora como una agonía. Congoja es angustia que ahoga, que sofoca, como lo hacen las tribulaciones que me acongojan, hasta al punto de hacerme estallar en llanto o en gritos. La angustia y la desesperación gravitaron sobre el drama existencial y la vivencia melancólica y depresiva del filósofo danés Sören Kierkegaard, considerado padre del existencialismo, tan marcada también desde su infancia por la influencia de un cristianismo luterano sombrío, angustioso, de pecado y castigo, de terror y temblor. La angustia y la desesperación están también para él ligadas al vértigo de la libertad y a la necesidad de elegir que, que como decía Jean-Paul Sartre, implica la existencia y porque para elegir es preciso arriesgarse y arriesgarse comporta la posibilidad de desesperar y de fracasar. Atado al pasado por la culpa y el pesar En su novela Crimen y castigo, nos describió Dostoievski la complejidad y el desasosiego del sentimiento de culpabilidad de Raskolnilov, el protagonista. Anonadado por el peso de la presencia paterna, vivió también Kafka ese mismo sentimiento agobiante, como lo vive Joseph, el protagonista de El proceso, sobre el que pesa como una fatalidad el tormento de una misteriosa acusación. Se echará la culpa a sí mismo por no ser capaz de afirmarse en la vida, por su escasa valía, por su impotencia. Los juicios inapelables hechos sobre él serán interiorizados como autodepreciación y autoacusación y se traducirán también en sus sentimientos de indignidad y de minusvalía.

A lo largo de la vida, hago muchas cosas que son beneficiosas para los otros. Pero también hago y digo a veces cosas que contravienen normas, valores y creencias que establecen qué acciones son debidas o indebidas y en qué medida son o no culpables y punibles, porque causan además daño y dolor, y por eso contraigo una culpa y siento pesar, siento el peso de la culpa, me siento culpable, pesaroso. Mis recuerdos del pasado pueden estar poblados también de sentimientos de culpabilidad y de remordimientos que me «remuerden la conciencia», que me atormentan, aunque pueda tratarse de la rememoración de lejanos «pecados de juventud» 57

que tal vez a otros les puedan parecer bagatelas o minucias pero que para mí tienen un gran significado. Es una manera de prolongar el dolor del duelo por la pérdida y agravar el quebrantamiento, porque lo perdido está definitivamente perdido y la ausencia es «para siempre» si la pérdida es debida a la muerte, y el daño que me reprocho es irreparable, por más que me siga diciendo a mí mismo «nunca le dije todo lo que significaba para mí y lo mucho que le quería», «tenía que haber actuado de otra manera», «no lo olvido y no me lo perdonaré nunca». En la medida en que el hacer culpable del pasado ya no se puede deshacer porque «lo hecho, hecho está», es un peso que me provoca también tristeza y ansiedad ante lo irreparable, pero también arrepentimiento y deseo de lavar la culpa, de reparar el daño causado y de perdón. El sentido del deber y de coherencia con mis valores y principios me puede hacer difícil olvidar la culpa y perdonarme: «¿cómo he podido hacer semejante disparate?, no podré perdonarme jamás lo que hice, arrastraré mi culpa toda la vida». Si no resuelvo la culpa, como veremos en el capítulo 4, me atará al pasado en el que acontecieron los hechos de los que me culpo y de los que soy responsable y me cerrará el paso hacia el futuro. Avergonzado: «¡tierra, trágame!» A la culpa la acompaña a menudo la vergüenza. Vergüenza es, según el diccionario, «turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por una acción deshonrosa y humillante» y que también frecuentemente «supone un freno para actuar o expresarse» y un deseo de ocultarnos y decir: «¡tierra, trágame!». Porque la vergüenza es un sentimiento que tiene que ver con la necesidad de privacidad y ocultación de determinados aspectos de mí mismo o de mi vida y con la mirada de los otros, que puede acceder a lo que oculto, con la imagen que puedan tener de mí y los juicios que hagan sobre mí y que puedan acarrearme una deshonra, lo cual me provoca además miedo y ansiedad. Cometo una torpeza a solas sin testigos e incluso me la paso por alto, pero de pronto descubro que alguien me ha visto y entonces me avergüenzo, me ruborizo y me digo: «me han visto qué horror»; si no me hubieran visto, no me habría avergonzado, no me habría ruborizado. Incluso me avergüenzo solo de pensar que hubieran podido verme: «¡qué horror si me hubieran visto!». Me avergüenzo de lo que soy y de cómo soy ante los otros: «¡qué van a pensar de mí!». El juicio de los otros condiciona el juicio que yo hago sobre mí mismo, me veo como los demás me ven. Me puedo avergonzar de algo que hice en relación con las pérdidas y los abandonos. Me puedo avergonzar de estar viviendo la propia experiencia depresiva y de que me vean 58

triste, abatido. Desganado y sin apetito Absorto en el recuerdo de lo que he perdido, abrumado por la tristeza, el dolor y la desesperanza, metido en mí mismo, al contrario de la expansión que supone la alegría, siento desgana, que es falta de gana, interés o deseo, pierdo interés por lo que pasa a mi alrededor, lo aborrezco. Las cosas y actividades que antes despertaban mi interés, que eran para mí recompensas prominentes, que me entusiasmaban, me satisfacían y con las que disfrutaba me parecen ahora vacías de interés, no me satisfacen, me desagradan, me son indiferentes: «estoy desganado, no tengo ganas de nada», «no quiero saber nada», «no disfruto con nada». Es «el gusto de la nada», que canta Baudelaire en uno de los poemas de Las flores del mal. Hasta me desintereso por mí mismo, me descuido, incluso me desaliño. Si «hedónico» significa «que procura placer» y «hedonismo» significa «búsqueda de placer», anhedonia es la incapacidad para sentir placer que ya las doctrinas antiguas conocían. Es como si estuviera «anestesiado», cerrado a las experiencias placenteras. El estrés agudo que suponen las pérdidas y penalidades reduce mi sensibilidad para la recompensa y las experiencias placenteras. La desgana se manifiesta no solo en la inapetencia o pérdida de apetito y en la disminución de la ingesta de alimentos, que me produce pérdida de peso, sino también en la pérdida del deseo sexual. ¿Y AHORA QUÉ HAGO? Como mi experiencia depresiva habita entre dos «zonas fronterizas», no la determinan solo las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas y los fracasos que se abaten sobre mí en la zona fronteriza de la izquierda de ABC. Una vez que han hecho acto de presencia en mi vida, me han dejado sentir su peso, su opresión y su «viento gélido», y me han causado tristeza, dolor, nostalgia, angustia, pesar y desesperanza, el curso de la experiencia depresiva que han precipitado va a depender notablemente de lo que yo haga a continuación. Y de esto vamos a tratar en el capítulo 2.

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2. NO TENGO GANAS DE HACER NADA Los pesos, las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los fracasos me afectan y me dejan huella, me dejan tristeza, dolor, duelo y desesperanza, me dejan pesadumbre los pesos, pena las penalidades, angustia las amenazas. Pero todo esto, con ser tan importante, es solo una parte de mi experiencia depresiva. También cuenta, y cuenta mucho, cómo me enfrento a esos pesos y a esas penalidades, lo que hago y también lo que dejo de hacer, la acción y la inacción, la inhibición, el inmovilismo, la parálisis. OBRAS SON AMORES: LA PRIMACÍA DE LAS OBRAS Y SUS CONSECUENCIAS El paradigma operante de la psicología puso en el centro de la existencia y de la biografía personal la primacía de las obras, las innumerables transacciones que en la «zona fronteriza» de la derecha de ABC el obrar establece con las circunstancias del mundo, el conjunto de obras que van jalonando el trayecto de mi existencia, que van tejiendo, encadenadas unas con otras, la urdimbre y la trama del «tejido biográfico» del «patrimonio de la humanidad» que yo soy, y también el tejido de mi experiencia depresiva. Por eso se dice «obras son amores» y «por sus obras los conoceréis». Obras con intención y significado en un proyecto de vida Estas obras mías son acciones prácticas, ocupaciones y quehaceres con los que cada día me ocupo de grandes y pequeñas tareas que intento llevar a cabo. Las realizo además con una intención, con la visión de futuro de una meta todavía ausente en la cual encontrarán su acabamiento. Claro que a veces pueden ser contraproducentes, como cuando las realizo «a tontas y a locas», sin una clara visión e intención, sin considerar todas las circunstancias o sin anticipar las consecuencias indeseables que pudieran acarrear.

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Figura 2.1. El flujo de las obras y el reflujo de las consecuencias.

Mis obras me lanzan además más allá de cada obrar inmediato y se integran en mi proyecto de vida, cuyo sentido voy conformando y poniendo en juego en el transcurso de mi existencia precisamente con mis obras innumerables. Mi proyecto las orienta hacia el horizonte futuro de lo que puedo llegar a ser, porque no estoy acabado todavía. La importancia de las obras en mi proyecto de vida me remite también a la posible experiencia de los proyectos frustrados en los cuales no me ha sido posible lograr lo que anhelaba. Me remite también a la entraña de mi experiencia depresiva, pues en ella, en la decisión de actuar o en la desgana de hacer y en la parálisis, también estoy poniendo en juego el sentido que quiero dar a mi vida. Pero donde más se advierte mi poder operante es en la capacidad para operar sobre las circunstancias en las que me encuentro en cada momento y sobre los avatares de la vida, para influir y dejar huella, para producir resultados, consecuencias. Y más decisivo todavía es que esas consecuencias de mis obras, como decíamos en el capítulo 1, rebotan y reobran en mí, me dejan huella también, contribuyen a reforzarlas y hacerlas más probables y frecuentes, a que las vuelva a hacer y a que persevere en ellas o, por el contrario, a hacerlas menos probables y frecuentes, a debilitarlas, incluso a extinguirlas, a que las deje por imposible, me bloquee, me paralice, me quede «en punto muerto» sin ganas de hacer nada y abandone mis esfuerzos; me indican en qué medida mis obras han valido o no la pena en vista de la intención que las guiaba. Es el reflujo centrípeto de 61

las consecuencias que sigue al flujo centrífugo de mis obras. Y esto, como vamos a ver, es trascendental en mi experiencia depresiva. Y ocurre que a veces hago cosas indebidas si ello tiene consecuencias valiosas, y dejo con desgana de hacer cosas que me convendría hacer porque creo que no me sirve de nada el hacerlas, no me vale la pena, no logro consecuencias que me compensen, mientras que inhibirme, evitar a los otros, abandonar mis tareas, meterme en cama todo el día me reporta más ventajas. El valor funcional y el significado de mis obras dependen, pues, en gran medida de las consecuencias que tienen. Propósitos y esperanzas de futuro Paso con alguien una velada maravillosa, disfruto recorriendo un paraje o logro acabar con éxito una tarea que tenía encomendada. Es muy probable entonces que el disfrute de la velada y del paraje y la recompensa obtenida como consecuencia de la tarea se conviertan a partir de ahora para mí en propósitos, en incentivos o motivos por los que valdrá la pena esforzarme, que moverán y guiarán mi conducta futura y que podrán integrarse en mi proyecto de vida. Por eso mismo, contribuirán también a configurar predisposiciones, preferencias, propensiones, tendencias o inclinaciones y líneas de conducta a lo largo de mi vida. Podré decir entonces que «me motiva mucho» una u otra de esas preferencias que me deparan las recompensas preferidas. Podré también entonces abrigar predicciones, expectativas y esperanzas acerca de las consecuencias que con probabilidad podré volver a alcanzar en lo sucesivo. Pero el hecho de que mis obras tengan consecuencias me plantea la responsabilidad de atenerme a las consecuencias, de «pagar las consecuencias», también las consecuencias de la inhibición y la parálisis. Claro que también me plantea la expectativa, la esperanza y el disfrute de las consecuencias gozosas de las obras que decida poner en marcha a partir de ahora para sobreponerme a la experiencia depresiva. PÉRDIDAS, INHIBICIÓN Y PARÁLISIS Pero si las obras son tan importantes, ¿por qué, como ya sabían los antiguos, la acción se deprime en la experiencia depresiva?, ¿por qué mi inacción, mi parálisis, mi desgana, mi inercia? Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes Una de las pérdidas más significativas que me pueden quebrantar y trastornar la vida es, como señalaron los psicólogos Charles Ferster y Peter Lewinsohn en los años sesenta y setenta del pasado siglo XX, la pérdida de todo un cúmulo de bienes y de recompensas 62

significativas que hasta ahora yo lograba con mis propias obras al lado de la persona que ya no está, en el proyecto fracasado, en la tierra y en el hogar perdidos, en la tarea profesional que el desempleo, la jubilación o la enfermedad han interrumpido o en la red de relaciones sociales que se ha disuelto o en la que he sufrido un rechazo o una pérdida de posición. Eran consecuencias que fortalecían mis obras y que daban aliciente y significado a mi vida: afecto, protección contra las amenazas, recursos económicos, momentos dichosos, nuevas perspectivas y oportunidades, ganas de hacer cosas, avance hacia las metas de un proyecto, y tantas otras. Era también muy gratificante para mí la influencia que yo tenía en la relación perdida o en el proyecto fracasado, mi sensación de eficacia, el despliegue de mi potencial, mi capacidad de dar apoyo, cariño, cuidado, consejo.

Figura 2.2. Pierdo bienes y recompensas, me paralizo y me entristezco.

No es solo, pues, la pérdida, la ausencia y la carencia de una persona, de un proyecto fracasado, de un lugar o de un hogar, de un vigor que la enfermedad ha debilitado, es también la pérdida, la ausencia y la carencia de las recompensas y alicientes que esas circunstancias me ofrecían. Si esos alicientes daban sentido y significado a mi vida, ahora veo mi vida desprovista de sentido y significado. En todo caso, verme privado de las experiencias en las que tenía capacidad para obtener consecuencias valiosas y significativas con lo que hacía me depara una experiencia de incapacidad, de inutilidad. Y es frustrante, doloroso y triste verme despojado de esa potestad. Por eso ahora ya no es solo la tristeza que me dejan las pérdidas. A ella se añade la tristeza por la inutilidad de mis obras y por sentirme inútil yo mismo. Es la «frustración existencial» de la que hablaba Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido. 63

El estrés de la pérdida me hace insensible al placer Por añadidura, los pesos, tribulaciones y penalidades constituyen por sí mismos una fuente de estrés que, además de producirme miedo, ansiedad, dolor y daño, me hace también, como ya veíamos en el capítulo 1, insensible al valor gratificante y reforzador de circunstancias que incluso antes me causaban placer, como cuando digo, preso de la desgana y la anhedonia, «ya nada me contenta cuando no estás tú» o «no estoy para muchas alegrías». Esto reduce más todavía el caudal de alicientes y agrava y prolonga mi experiencia depresiva, sobre todo si la experiencia de estrés que me abruma es también duradera, como una enfermedad crónica o un desempleo de larga duración. ¡Qué castigo, qué golpe brutal! En un conflicto interpersonal que dura ya tiempo, no solo vivo la pérdida de las recompensas que antes disfrutaba, sino que por añadidura muchas de mis palabras, de mis acciones, de mis sugerencias pueden estar expuestas a consecuencias punitivas, a un castigo: burlas, críticas, la frialdad de un desdén. Puedo vivir también como un castigo un abandono: «después de todo lo que hice, de todos los esfuerzos invertidos, de todo el cariño que he dado, va ahora y me deja, mira cómo me lo paga, es un golpe tremendo, no es justo». También aquí el castigo del abandono es una consecuencia que hace menos probable y frecuente mi entrega en lo sucesivo y más probable mi inhibición: «no vuelvo a dar tanto». A veces las consecuencias punitivas me sobrevienen poco después de la pérdida vivida. Al divorcio en el que he perdido tal vez una relación de años, se le pueden añadir los conflictos económicos y judiciales, más pérdidas y más consecuencias punitivas. A la muerte de un ser querido que me ha privado de recompensas valiosas y significativas se puede añadir poco después el peso de un conflicto familiar interminable por la herencia de la persona que me ha dejado.

Escapo, evito, «aguanto el chaparrón» A veces son muchas, permanentes, arrolladoras, llenas de incertidumbre y muy difíciles de encarar las circunstancias adversas que se abaten sobre mi vida. En esos casos, es posible que, como ya Charles Ferster había señalado, me encuentre dedicando atención, tiempo y esfuerzo a escapar de ellas, a evitarlas, a parapetarme y estar alerta y 64

en tensión para evitar sobresaltos, a «achicar el agua» que me entra por varias vías e incluso a «aguantar pasivamente el chaparrón» si la avalancha es muy grande y no puedo detenerla. Ocupado mi tiempo en esa tarea continua de evitar y contener lo que se me viene encima, y encerrado en mí mismo lamentando la situación y cavilando cómo salir del atolladero, se reducen mis posibilidades de abrirme y acceder a circunstancias gratificantes y recompensas que tal vez disfrutaba antes de la irrupción de las circunstancias adversas y que podrían aliviar ahora la carga que me abruma. Pero si encima esta evitación se suma a la pérdida de recompensas ocasionada por pérdidas y fracasos previos, o a consecuencias punitivas, mi experiencia de pérdida y de carencia de alicientes y de inutilidad de mis obras se hace entonces más severa, y también mi experiencia depresiva. A la pérdida de una relación, al abandono, a la traición se añade la evitación defensiva de nuevas relaciones para evitar nuevos y amargos abandonos y fracasos. A la enfermedad que me ha privado de fuentes de gozo se añade el dolor que me provoca y que trato ahora por todos los medios de evitar. La evitación de las circunstancias que evocan el dolor me va acorralando, voy reduciendo cada vez más mi radio de acción porque pueden ser muchas las circunstancias que lo evocan.

En estos casos, a cambio de la pérdida de las recompensas que daban aliciente y sentido a mi vida y de la dificultad para acceder a recompensas alternativas, me queda el «consuelo» de la recompensa que logro con mi evitación defensiva: al menos eludo o «minimizo las pérdidas», y evito el dolor y las penas que me podrían todavía sobrevenir y sumarse a las que ya he vivido. Me recompensa lo que me quito de encima, no un bien que alcanzo. Pero entonces, en lugar de ir hacia delante para liberarme de la experiencia depresiva, me quedo estancado en ella, atado, metido en el laberinto del escape y la evitación. Además de su alegoría del «pozo de la melancolía», también Carlos de Orleans vivió la experiencia depresiva como algo que nos ata, nos aprisiona y nos detiene. Por añadidura, la prisión melancólica es como un laberinto sin salida, como el laberinto del Minotauro que Borges evoca en El Aleph: me puedo mover por sus caminos sinuosos creyendo que escapo, pero estoy encerrado y finalmente me encuentro exactamente en el mismo punto del que había partido. Cuando creo haber escapado, sigo ahí dentro lamentando mi prisión y cavilando cómo salir, pero sin salir: es, pues, una movilidad engañosa, un vagabundeo desorientado. Es como ese incansable paseante que deambula por el laberinto de la jungla de la ciudad lleno de incertidumbre, vagabundo sin destino preciso, como lo describiera Baudelaire. El laberinto, nos dirá Walter Benjamin, es «el hogar del dubitativo, el camino de aquel que teme alcanzar la meta». El laberinto del Minotauro

Se me quitan las ganas, no encuentro placer en nada En el grabado Melencolía I que en 1514 realizó Alberto Durero, una figura femenina alada como un ángel

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tiene el cuerpo caído, lánguido, con la cabeza apoyada en el puño, gesto de dolor y de pena y metáfora de sentirse «hundida» por el propio peso, abatida, postrada, pues «se le ha venido el mundo encima» y todo «se ha venido abajo». Tiene la mirada triste y perdida en la lejanía a la hora del crepúsculo, y sus ojos brillantes destacan sobre el rostro oscuro, de inmóvil y pensativo semblante. Está rodeada de objetos que yacen por el suelo, pero todo está detenido; es un caos de cosas que no se usan, que no significan nada para ella, no le interesan, le son indiferentes, no le causan placer y no las puede ni las quiere utilizar, ni siquiera posa en ellas su mirada, tal vez la deja tan solo resbalar por ellos indiferente. Está mustia, apática, indolente, embotada, sin ganas de nada, inmersa en la anhedonia. Está en un «estancamiento íntimo de pensar y sentir» y en la «imposibilidad de hacer», como los que describe Fernando Pessoa en el Libro del desasosiego. Está como muerta en vida, vencida, extenuada y cansada de vivir e incluso de «haber tenido que vivir», que decía también Pessoa. Es la anergia o pérdida de energía, es la astenia o decaimiento de fuerzas. La imaginamos también con movimientos lentos como si Alberto Durero, Melencolia I no hubiera propósito hacia el que moverse, como si no hubiera proyecto vital que impulsara la acción, como si estuviera detenido el tiempo y no hubiera devenir y porvenir, como si el tiempo fuera interminable y un minuto fuera una eternidad, como si el futuro estuviera muerto. Tampoco fluyen las palabras. Si le preguntáramos, no nos respondería o lo haría con lentitud, en un tono monótono, débil y estereotipado, con un habla balbuciente entrecortada por largos silencios y por suspiros y palabras de aflicción, y continuaría después taciturna.

El grabado de Durero es la materialización alegórica de la experiencia depresiva que encierra el contraste entre el poder creador de la acción y la impotencia triste y dolorosa de la inercia, entre el afán de cambiar para salir de la inercia y la resignación porque «nada se puede hacer», entre la confianza y el desengaño, entre afirmarse y abandonarse, entre el entusiasmo por un ideal y el desencanto por el ideal derrotado, entre luchar y darse por vencido. Su abatimiento evoca la acedia perezosa, la tragedia de la parálisis y la obra inacabada, porque, aun coronada de guirnaldas, no va hacia la acción práctica y creadora impulsada por un proyecto vital de futuro. Es un ser alado que no despliega sus alas. Mi existencia paralizada, estancada, petrificada Cuando las consecuencias significativas que reforzaban mis obras y les daban aliciente y sentido dejan de producirse, mis obras se quedan sin aliciente y se van debilitando, las realizo cada vez con menos frecuencia e incluso dejo de realizarlas, se extinguen, como ya había evidenciado Frederic Skinner años antes que Ferster y Lewinsohn. Estaba tan acostumbrado a obtener con frecuencia las recompensas, que en cuanto las pierdo, mi conducta, privada de alicientes, decae, cesa. 66

Mis obras ahora no valen la pena, pierden significado porque con ellas ya no consigo los frutos que conseguía y me siento menos inclinado a realizarlas de nuevo, me vuelvo abúlico, pierdo interés, «se me quitan las ganas», me siento inmerso en la anhedonia, porque «no hay nada agradable en mi vida», y me inhibo, me paralizo, me enlentezco, me estanco como la figura de Durero. Mi inmovilidad es como la pesada inmovilidad de la piedra que es la alegoría de la parálisis en el cuadro Melanconia del pintor Giorgio Chirico, en el que la melancolía es una estatua, un cuerpo petrificado, inmóvil, en una plaza de sombras crepusculares, en un paisaje urbano de vida petrificada, inmóvil y silenciosa, como una naturaleza muerta, como una existencia sin significado ni objetivo. También Kafka se sintió petrificado, paralizado, anulado por la mirada severa del padre: «soy de piedra, soy mi propia losa», escribió.

G. Chirico, Melanconia (1914)

Además de todo el impacto emocional, además de la inhibición, la lentitud y la parálisis, hay una vivencia alterada del tiempo, una vivencia de detención en el devenir de mi existencia. El acontecer de mi existencia transcurre lentamente, como si el tiempo se enlenteciera, se congelara, se quedara en pausa y no me hiciera avanzar hacia el futuro, mientras el tiempo real fluye, avanza y huye. Mi anhedonia, mi inhibición, mi parálisis y mi enlentecimiento son así protagonistas de mi crisis existencial. Si la pérdida de recompensas ya reduce la frecuencia de mis acciones y me paraliza, el castigo añadido que a veces experimento la reduce más todavía, con lo cual se agravan también mi desgana y mi parálisis. ¿Para qué seguir?, ¿para qué saltar de la cama? Me sorprendo incluso a veces de que la pérdida de recompensas me haya hundido tanto y haya tenido tanto impacto inhibidor: «nunca pensé que esto me podría hundir de esta manera». Tal vez daba por supuestos los bienes y gratificaciones que venía recibiendo de la persona que me falta y no me daba cuenta de cuánto sostenían mi comportamiento diario, de cuánto eran incluso «todo lo que tenía», «lo único que me llenaba», de hasta qué punto esa persona «lo era todo para mí». Me doy cuenta de su poder reforzador justamente ahora que los he perdido. Si lo era «todo para mí», si toda mi existencia giraba a su alrededor, entonces puedo sentir la vivencia de que su pérdida me lo arrebata «todo». ¿Para qué seguir, entonces, si ya no merece la pena, si ya no tengo la meta que me inspiraba, si incluso «lo he perdido todo»?, ¿para qué establecer nuevas relaciones si también las puedo perder?, ¿para qué iniciar nuevos proyectos si también pueden fracasar?, ¿para qué hablar si no conduce a nada? Mis obras producían resultados, ahora no producen nada. Es un vacío de acción porque a la acción le espera la nada, es la 67

vivencia de la nada porque ya no consigo lo que antes conseguía. Inmerso en la inhibición y en la inercia, me resulta difícil incluso despertar por la mañana, saltar de la cama y enfrentarme al peso de los quehaceres de un nuevo día, de las rutinas tal vez aburridas, de un trabajo tal vez sin alicientes, sin consecuencias valiosas que lo llenen de sentido y significado. No me resigno y protesto A veces la inhibición completa no se produce de repente, pues no me resigno fácilmente a la pérdida después de haber gozado tal vez durante años de los múltiples bienes que acabo de perder. Entonces «saco fuerzas de flaqueza» e intento restablecer una capacidad operante que ha perdido el soporte que la sostenía y fortalecía. Protesto con rabia, incluso con golpes, con gritos y con llanto, por la traición, por el abandono, por el fracaso, insisto e intento recuperar lo perdido una y otra vez y por todos los medios, incluso con desasosiego, incluso digo un «no me dejes» a quien se va, hasta que «me doy por vencido» y mis acciones acaban haciéndose cada vez menos frecuentes y empiezo a vivir la experiencia depresiva. Repliegue, aislamiento y soledad La inhibición, la parálisis, la huida, la evitación defensiva y el repliegue en mí mismo y en la cavilación me conducen al aislamiento y a la soledad. Pero este repliegue en el «santuario interior» es un refugio que no me proporciona la calma y la serenidad, puede no ser un punto de apoyo seguro, como veremos en el capítulo 5. Por otra parte, el encerrarme en mí mismo y el aislamiento me impiden tener los pies en la tierra y sentir el poder correctivo de la realidad. Samuel Johnson, escritor inglés del siglo XVIII, afectado por una «vil melancolía» y «languideciendo bajo una gran depresión», como él decía, advertía del peligro de la soledad y del aislamiento, pues nos hacen proclives al poder de la ficción en el reino despótico de la fantasía, a que la imaginación vuele y se recree en silenciosas cavilaciones. Aquel que no tiene nada exterior que le distraiga halla contento en sus propios pensamientos y fantasías y en la creación imaginaria de futuros placeres que la realidad no puede conceder, festeja la deliciosa falsedad cuando la amargura de la verdad ofende. En la soledad, las ficciones, también las teñidas de temor y de culpabilidad, llegan a operar como realidades. Aburrimiento y oportunidades perdidas La inhibición y la parálisis me conducen además al aburrimiento, al hastío, al tedio. La imposibilidad de gobernar la propia existencia y de crear el mundo propio a través de 68

las obras es una amenaza que mina mi confianza, que da miedo y tristeza y de la que desearía huir. No solo veo pasar el tiempo, sino que con él pasan también las oportunidades perdidas. Se me queda vacío, en la nada, y lo veo pasar como un progresivo deterioro, como un marchitamiento. «El aburrimiento hace posible que el hombre mire el universo con ojos llenos de desesperanza», escribió George Bataille. ESFUERZOS VANOS, DESESPERANTES Y TRISTES Cuenta la leyenda que los jueces de los muertos le mostraron a Sísifo un enorme bloque de piedra y le ordenaron llevarlo rodando cuesta arriba hasta la cima de una montaña y soltarlo cuesta abajo en la otra ladera. El desafío era enorme y Sísifo trabajó duramente tensando todos sus músculos, pero no logró dominarlo. Cada vez que estaba a punto de llegar a la cima y comenzaba a paladear el triunfo, el peso de la piedra le obligaba a retroceder y la mole caía pesadamente hasta el pie de la montaña. Pero la condena le obligaba a tomar de nuevo la piedra y, empapado de sudor, volver a empezar, y así un día tras otro.

La tarea era ímproba, pero no era eso lo peor. Lo peor era que lo que ocurría no dependía de lo que él hiciera: se le venía encima hiciera lo que hiciera. Era una situación que no controlaba, no lograba hacerla depender de su esfuerzo y culminarla. Sus esfuerzos eran vanos y desesperantes. Y no era una situación cualquiera, sino que suponía para él una La impotencia de Sísifo amenaza cercana que le podía aplastar. Le pesaba la piedra, pero le pesaba tanto o más su incapacidad para controlar el encargo que se le hacía. Yo experimento control cuando los resultados que me importan en la vida soy capaz de hacerlos depender de mis obras, cuando compruebo que se corresponden con ellas. Voy construyendo así mi capacidad de control, la sensación de dominio y la confianza en mis fuerzas y tomo conciencia de mí mismo como agente efectivo, como un ser con potestad para influir a mi alrededor para llevar en mis manos las riendas de mi vida. Y esta es una experiencia placentera. La incapacidad de control de lo que me importa es, en cambio, una experiencia triste, amarga. Desvalimiento y desesperanza Como en muchos otros campos de la ciencia, también aquí las experiencias con otras especies animales nos ayudan a comprender las experiencias humanas dolorosas. En los años sesenta del pasado siglo XX, los psicólogos Steven Maier, Bruce Overmaier y 69

Martin Seligman realizaron en la Universidad de Pensilvania varios experimentos que ponían de manifiesto la importancia del control y de la incapacidad de control sobre las circunstancias adversas de la vida. Los animales del experimento eran sujetados a un arnés sin poder soltarse y expuestos a un choque eléctrico moderadamente doloroso. Un grupo de animales aprendían primero a controlar el choque y a detenerlo realizando determinadas acciones; podían incluso predecirlo y evitarlo de antemano si Desvalimiento y desesperanza realizaban esas acciones cuando se encendía una luz que lo anunciaba, pues aprendida entonces el choque ya no ocurría. Varias horas después eran colocados en un cajón con dos compartimentos separados por una barrera. En uno de los compartimentos, recibían el mismo choque. Al principio se mostraban agitados y se movían frenéticamente, pero finalmente acertaban a saltar la barrera al otro compartimento librándose así del choque. En los siguientes ensayos, saltaban la barrera mucho más pronto y lo hacían también en cuanto se producía la señal que anunciaba el choque, con lo cual no lo sufrían. Habían aprendido que con sus acciones tenían control de la situación, que lo que ocurría dependía de lo que ellos hicieran, y obraban en lo sucesivo de acuerdo con lo que habían aprendido. Su capacidad operante para escapar y evitar los choques quedaba así reforzada por la supresión del choque y se hacía más probable en lo sucesivo. Los animales de otro grupo eran primero sometidos al mismo choque, pero en este caso era impredecible, inevitable y sin escapatoria, nada podían hacer para escapar de él o para evitarlo de antemano; su aparición, su duración, su intensidad y su terminación dependían de los experimentadores, no de ellos; ellos eran incapaces de controlarlo. Por otra parte, muchos de sus intentos de librarse del choque recibían el «castigo» de choques sucesivos, lo que inhibía nuevos intentos. Después de esta experiencia eran colocados en el cajón con dos compartimentos donde recibían el mismo choque. Al principio también se mostraban agitados y se movían frenéticamente, pero finalmente se detenían, se sentaban o se tumbaban, se quedaban inmóviles gimiendo y soportaban la descarga pasivamente, en lugar de saltar la barrera, aunque nada se lo impedía. En próximos ensayos, ofrecían algo de resistencia inicial, pero a los pocos segundos se daban por vencidos y volvían a su parálisis. Tampoco respondían a las señales que anunciaban el choque y por tanto tampoco lo evitaban de antemano. También ellos habían aprendido en sus experiencias previas la amarga lección de que eran incapaces de controlar con sus acciones lo que les ocurría y de lograr consecuencias liberadoras, que lo que ocurría no dependía de lo que ellos hicieran, y ahora obraban en consecuencia: soportaban el choque de manera sumisa. Estaban atrapados en una situación de amenaza frente a la que no tenían defensa, estaban indefensos. Vivían una experiencia de desvalimiento, de incapacidad. Podría decirse que estaban desesperanzados y desmotivados para enfrentarse a la situación. Como el choque cesaba pocos segundos después de quedarse paralizados, podrían también haber aprendido que su parálisis era útil para librarlos del choque. Su inhibición y su parálisis quedaban así reforzadas por la cesación del choque y se hacían más probables en lo sucesivo.

Para describir estas experiencias de falta de control, estos psicólogos utilizaron la palabra helplessness, que significa «desvalimiento», «desamparo», «impotencia», «incapacidad», «inutilidad». Como la experiencia supone una amenaza frente a la que no se ve defensa, es también una experiencia de indefensión. Choques y cargas insoportables e incontrolables Se abaten también sobre mí, como choques dolorosos y que hacen daño, como pesadas piedras, pesadumbres, penalidades, amenazas, malos tratos, abusos, violencias, cargados a menudo de incertidumbre, arrastrando consigo pérdidas y hundiéndome en el 70

dolor, en la tristeza y en el inmovilismo.

Figura 2.3. Cuando no controlo los golpes de la vida, me siento desvalido.

No lo controlo, se me va de las manos A veces una experiencia así es pasajera y me repongo de estos choques pasado un tiempo con una sensación de dominio de la situación. Pero otras veces me confronto con ellos y, ya sea por su peso enorme, ya sea porque se repiten a lo largo de la vida y son duraderos, ya sea por la debilidad de mis fuerzas para hacerles contrapeso o por falta de apoyo, ya sea por los obstáculos que se interponen, soy incapaz de controlarlos, me sobrepasan, literalmente «se me van de las manos», como la piedra de Sísifo, y entonces me oprimen, me abaten y me hunden bajo su peso, y hunden y deprimen mi capacidad de acción y de iniciativa, que queda menoscabada, inmovilizada, como si estuviera «pegada al suelo». Se va minando mi motivación para tomar la iniciativa y para actuar, y puede que me acabe dando por vencido, rindiéndome y «dejando caer los brazos», abandonándome a la pasividad y a la suerte. Es, pues, un esfuerzo vano que «no sirve de nada», que no tiene más fruto que mi propia fatiga, un esfuerzo frustrante, desesperante y triste que me aboca a la vivencia de una experiencia depresiva. Por eso Ortega y Gasset decía que el esfuerzo fútil «engendra melancolía». 71

Mi inhibición puede llegar entonces a la parálisis, a la inmovilidad completa, al derrumbe, a la postración, al estupor, a pasar el día en cama, a no tener «ganas de nada», ni de comer, a perder incluso las «ganas de vivir», a «hacerme el dormido», a «hacerme el muerto» como una forma de rendición. Experimento entonces también la dificultad para elegir y decidir, el titubeo, la indecisión entre hacer y no hacer. Se conocen casos de seres humanos sometidos a condiciones extremas de hambre, de frío, de abandono, de humillación, de violencia, como en los campos de concentración, en la tortura o en conflictos bélicos, en las cuales la profunda vivencia de desvalimiento e impotencia sin vías de escape conduce a la rendición, a la entrega, al colapso, al aniquilamiento y a «dejarse morir». Al dolor del golpe se añade el sufrimiento de la impotencia Y ya no es solo la mera situación adversa que se abate sobre mí y me golpea. Al miedo, a la tristeza y al dolor que me provoca se añade ahora el sufrimiento que me ocasiona mi incapacidad y mi impotencia para controlarla, para buscar ayuda o para emprender la huida, y el hecho de que no vea salida y vías de escape. Se convierte, pues, para mí en un problema insoluble que me hace decir «no soporto este peso, no puedo más» y que me depara sentimientos de desvalimiento, de desamparo, de desesperanza, de angustia, de congoja. Si esto me ocurre frecuentemente, me voy metiendo en una Me voy metiendo en una espiral de espiral de estancamiento y mi experiencia estancamiento depresiva ya no es pasajera, sino que se perpetúa y se agrava mi crisis existencial. Voy aprendiendo a vivir de forma depresiva. Me hago refractario, me pongo a la defensiva Puedo hacerme entonces refractario a explorar ocasiones y a realizar acciones con las que sí podría comprobar mi capacidad de control sobre la amenaza. Al contrario, evito con ansiedad y hasta con pánico ocasiones, relaciones, proyectos en los que anticipo que podría volver a vivir la amenaza de nuevos choques, con lo que voy limitando cada vez más mi radio de acción. Es más probable entonces que diga «ya no me creo nada» o «estoy escarmentado», que descarte otras formas de afrontamiento que podrían estar a mi alcance y ser ahora más efectivas, como la búsqueda de ayuda, que me ponga «a la defensiva» y que opte por reproducir de manera casi refleja, estereotipada y a veces 72

impulsiva y precipitada la postura defensiva de la inhibición y el inmovilismo de la parálisis. Puede haber además en la situación señales, palabras, gestos, miradas, acercamientos que me traen a la memoria y reactivan una historia previa de intentos fallidos de control y de derrotas repetidas en experiencias de agresión, maltrato y abuso. Pueden hacerme revivir con angustia y anticipar la posible repetición de las amenazas de entonces y hacerme sentir incapaz y desvalido. Puedo tratar entonces de defenderme y protegerme con la misma pasividad e inmovilidad que tal vez antaño me protegió como último recurso porque no tuve a mano otras opciones de defensa, aun cuando ahora mi alarma podría ser tan solo una «falsa alarma». De esta manera, la inhibición reiterada y las posturas defensivas pueden estar contribuyendo al mantenimiento de mi experiencia depresiva. Ya no puedo cumplir Era una persona «cumplidora del deber» y eficiente, con mis capacidades lograba lo que quería, tenía control de lo que hacía, me sentía infatigable. Ahora las limitaciones que me impone la situación adversa, la pérdida de empleo, la pérdida de mis posesiones en un incendio, la enfermedad grave ya no me dejan cumplir con mis obligaciones. He perdido facultades, he perdido capacidad de control, ya no rindo como rendía, es muy pobre lo que consigo: «he vuelto a fallar», «ya no estoy a la altura». Hago esfuerzos sobrehumanos por sobreponerme a las limitaciones, pero acabo dándome cuenta de que «ya no puedo» y entonces desisto. A medida que voy constatando mi incapacidad, más me entristezco, me irrito y me desespero. Porque la impotencia es una fuente de estrés y de ansiedad, además de serlo de desvalimiento. En deuda y culpable de no hacer nada Como consecuencia de mi inhibición, omito las acciones que me podrían sacar de mi desesperanza, desplegar mis potencialidades y hacerme alcanzar los gozos posibles; me cierro así ante el futuro y limito mi historia. No realizo con un adecuado nivel de rendimiento y en el tiempo requerido tareas de las que soy responsable y que asumen ahora otros por mí, no respondo con diligencia a demandas que los otros me hacen, abandono proyectos que había iniciado y no soy fiel a los valores que proclamo. Todo ello me hace «estar en deuda» y sentirme culpable. Me hago reproches por mi impotencia y mi inhibición, lo cual agrava mi experiencia depresiva. Y a más experiencia depresiva, más sentimiento de deuda y de culpabilidad. Seguir en la brecha 73

El abatimiento puede ser tanto mayor porque por añadidura tampoco puedo abandonar, o no quiero abandonar la carga que no me siento capaz de soportar y de controlar y que me sigue pesando porque estimo que tengo que «seguir en la brecha». La inutilidad del esfuerzo no me exime de seguir haciéndolo, bien porque constituye una responsabilidad que he asumido, bien porque me he involucrado en un proyecto que comporta tareas arduas. Por eso, el hecho de que muchos esfuerzos arduos resulten a menudo irrenunciables y puedan ser vanos porque no tienen asegurado de antemano el éxito, es una de las razones por las que la experiencia depresiva es inherente a la condición humana. Por eso, en muchos casos la melancolía, como dice Javier Muguerza, es «la suprema elegancia de saber perder». El significado del choque y de la pérdida La intensidad del choque y su potencial para desencadenar la experiencia de indefensión dependen también, como ya decíamos en el capítulo 1, de cuanto significan ese choque, esa pérdida, cuánto me importan, cuánto me juego en ellos y cuánto me resulta indispensable afrontarlos con resultados favorables. No es lo mismo sentirme desvalido y desesperanzado en una situación interpersonal de maltrato en la que me juego mi seguridad y mi dignidad, en la enfermedad grave que amenaza mi vida, en la desaparición de un ser querido cuyo paradero desconozco, en una situación en la que peligra mi puesto de trabajo y el bienestar de mi familia que en una situación en la que puedo perder una pequeña suma de dinero.

La intensidad de mi desvalimiento dependerá también de en qué medida mi falta de control es permanente y me hace decir «nunca lo voy a conseguir» o «ya no hay nada que hacer», lo que ocasionará una desesperanza muy grande, o es, por el contrario, ocasional, pues «me ha venido en un mal momento, pero no me vuelve a pasar, la próxima vez podré con ello». Depende también de que lo generalice y diga «todo me sale mal, mi vida es un fracaso» o, por el contrario, sea un hecho aislado, y de que el fracaso sea debido a factores externos, pues «es una situación muy difícil», o más bien a deficiencias personales que me hacen decir «esto rebasa mis aptitudes», lo que aumentará mi desvalimiento. Expectativas pesimistas: las cosas no van a cambiar Salir con éxito de una situación adversa gracias a mis acciones efectivas de afrontamiento es, como vamos a ver en los próximos capítulos, una experiencia de dominio que me predispone favorablemente para afrontar situaciones futuras y me permite abrigar expectativas de éxito. Pero si la experiencia de ahora me está deparando el doloroso aprendizaje de que «no hay salida», de que «los palos me caen» y los «choques» dolorosos me sobrevienen con independencia de lo que yo haga, mi 74

predisposición y mis predicciones y expectativas respecto al futuro se convertirán casi en una «convicción» pesimista y desesperanzada: «me espero lo peor», «no voy a poder con ello, serán esfuerzos vanos». Coacciones y vejaciones sin escapatoria: una experiencia depresiva compartida Las relaciones interpersonales en las que predomina la coacción y la intimidación, y en las que se persigue el sometimiento sin posibilidad de escapatoria, constituyen una potente fuente de estrés, una carga insoportable, y pueden desencadenar una experiencia depresiva plena de tristeza y amargura, de dolor y sufrimiento, de desvalimiento y desesperanza. La intimidación se acompaña a menudo de mensajes vejatorios que denigran y humillan, que señalan con el dedo acusador sobre todo los puntos débiles del otro, que hieren, que rebajan, que socavan la autoimagen y la autoestima.

La persona sometida a la coerción, incapaz de controlar y neutralizar la amenaza, sin apoyos y sin vías de escape, puede optar por defenderse con la inhibición, la resistencia pasiva, el sometimiento desvalido, la obediencia automática, la reserva, el mutismo o la mentira, porque ha podido comprobar tal vez que con una defensa más activa provoca más violencia en quien la humilla y agrede. Con la inhibición, la sumisión y la autohumillación logra a veces interrumpir la agresión y escapar de la amenaza e incluso evitarla de antemano. Pero otras veces quien coacciona reprocha la inhibición, la pasividad, la sumisión y el mutismo que ha contribuido a crear y trata de doblegar la resistencia aumentando la presión: «¡a mí no me mientas!», «¡qué pasa!, ¿es que no vas a decir nada?, ¡no te creas que te va a servir de algo tu negativa, no te vas a salir con la tuya!». Entonces la sobrecarga puede hacerse más arrolladora y estresante todavía y más difícil de soportar y de contrarrestar, con lo que se agrava el desvalimiento y la vivencia 75

depresiva. Lo más dramático de estas experiencias es que quien se rinde y se doblega a la coacción alienta, aun sin querer, a quien la ejerce y de este modo la coacción se puede hacer más probable y frecuente, convietiéndose así en crónica también la experiencia de estrés y el desvalimiento de quien padece la agresión. No cabe duda de que quien coacciona y humilla limita también su propia vida, reduce las posibilidades de desplegar otro estilo de comunicación y empobrece el nosotros que comparte con la persona sometida. Hace desdichados a los que conviven con él pero también él es desdichado. Ha de atenerse a todas las consecuencias de su comportamiento, por eso vive también la indefensión, la frustración, el resentimiento y la rabia por no poder lograr una relación más satisfactoria y confortable que la que contribuye a crear con su comunicación coactiva. Sus triunfos llevan en sí mismos la contrapartida de la derrota. Es un empobrecimiento recíproco. Y ninguno abriga la expectativa y la esperanza de poder cambiar la situación. Es una experiencia depresiva compartida. Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión «Si se intenta detener sus movimientos, hállase inesperada resistencia. Si se la sujeta con firmeza, ablándase su usual rigidez y rompe en hondo llanto. Si se la pincha en la frente con una aguja, escasamente parpadea; no se conmueve ni hace la menor protesta, como el animal de presa que no se inmuta por el dolor. En este cuadro clínico, dos síntomas nuevos se dibujan con toda claridad, a saber: la estereotipia y el negativismo, caracterizado este por la insensible resistencia contra todo influjo extraño, que se da a conocer por el mutismo pronunciado. Este otro enfermo se encuentra tan excitado, que ha habido que ponerle la camisa de fuerza. Revuélvese violentamente contra tal medida. Para interpretar este estado morboso de excitación y que el enfermo se oponga a cuanto se le indica y manda no puede atribuirse a falta de entendimiento, se trata de síntomas de negativismo con oposición instintiva.»

El texto anterior pertenece al libro Lecciones de clínica psiquiátrica de Emil Kräpelin. Contiene algunas muestras de experiencias de desvalimiento vividas por personas que eran presentadas en el aula ante los alumnos, a las que se les ordena referir sus experiencias penosas y sufrimientos y de las que son desvelados detalles de su vida sin su consentimiento. Se ven indefensas frente al profesional que dirige la clase, que les interroga y les ordena realizar determinadas acciones como sentarse, sacar la lengua o dar la mano, y que les practica determinadas maniobras humillantes, como pincharles con agujas, echarles agua fría, sujetarlas con fuerza para impedirles deambular, para comprobar su reacción. Sus intentos de resistirse y de negarse, su mutismo, el llanto y los gritos desgarradores, las súplicas atormentadas, los arrebatos, los intentos inútiles de defenderse huyendo son intentos vanos, no sirven de nada. Sometidas al «choque» sin que puedan eludirlo y sin que sus protestas y su llanto sean tomados en consideración, viven así una experiencia profunda de desvalimiento, de indefensión, de desesperanza. Están atrapadas en un laberinto del que no pueden salir. Si prueban a resistirse, les 76

ponen la camisa de fuerza; si optan por parapetarse en la inhibición y no protestan, a veces logran parar la coacción, pero otras veces son consideradas animales de presa que no se inmutan por el dolor, y entonces las seguirán humillando. Hagan lo que hagan, son impotentes, todas las salidas están cerradas, no hay escapatoria. Quizá sea mejor no hacer nada y que todo termine cuanto antes. Para colmo, su conducta y la resistencia que oponen serán interpretadas no como la reacción normal de un ser humano ante la vejación, sino como el «síntoma» de un «negativismo con oposición instintiva», un «proceso patológico subyacente» endógeno y crónico, algo muy propio de la doctrina psicopatológica. Y esto es una doble humillación que agranda todavía más el desvalimiento y la desesperanza, pues ya no les cabe esperar que quienes las humillan reconozcan que es su humillación la principal causa de la experiencia penosa y por eso la seguirán practicando, eximiéndose por añadidura con indiferencia de la responsabilidad por hacerlo, pues atribuyen la experiencia penosa a la quimera de la «patología subyacente». Se eximirán también de responsabilidad llamando «patología crónica» a una experiencia cuya pervivencia es debida no a la «cronicidad» de una supuesta patología, sino a la «cronicidad» de los reiterados choques sin escapatoria que prolongan en el tiempo la vivencia de desvalimiento. Y para quitar importancia a esos choques en el origen de la indefensión, bastará con afirmar que a la persona «no le afecta cuanto sucede a su alrededor», que su comportamiento es «inmotivado», que todo le viene de un mal «endógeno». ¡Como si el peso arrollador de las experiencias de desvalimiento que han jalonado su existencia y que están ahora viviendo no les afectara, como si no hubiera motivos para tanto sufrimiento! LOS BENEFICIOS DE LA INHIBICIÓN Y DEL INMOVILISMO La inhibición, el inmovilismo y la parálisis no son, sin embargo, mera falta de acción, mera inercia. Son conductas que vivo con intención, sentido y significado. En ellas late la intención de comunicar lo que he perdido y cómo me considero ahora a mí mismo: desvalido, indefenso. También revelo mi decisión de no exponerme a nuevos fracasos y al dolor de nuevos golpes. Es como si estuviera diciendo a todo el que quisiera oírlo: ¿quién se embarca en una empresa sabiendo que está condenada de antemano al fracaso? La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden Si me inhibo porque «nada ha de cambiar haga lo que haga», al menos evito la tortura de intentar lo imposible, como Sísifo. Conociendo las consecuencias penosas de mi acción, evito con mi inacción que vuelvan a ocurrir. Me aferro «a lo seguro» y trato de impedir cualquier cambio que derrumbe esa seguridad y me vuelva a desorganizar la 77

vida. El inmovilismo me da seguridad y me defiende frente a la amenaza y el peligro que suponen las pérdidas, las penalidades y los maltratos vividos, y ahora, incluso tiempo después, lo sigo manteniendo cuando las circunstancias actuales me hacen recordar las penalidades entonces vividas y anticipo que podrían suponer una nueva crisis existencial y volverme a producir de nuevo más tristeza, dolor y sufrimiento. En experiencias traumáticas ya vividas, puedo haber comprobado que el inmovilismo, el quedarme quieto, la pasividad me evitan males mayores, me hacen pasar desapercibido, nadie se mete conmigo, no me cargan con responsabilidades, cesan las presiones, las exigencias, los «choques» y los golpes que me daban. Es una resistencia pasiva, un inmovilismo defensivo. Si la movilización me puede acarrear la experiencia penosa y el «castigo» de un nuevo fracaso y el inmovilismo me resguarda, no es extraño que opte por no moverme, por detenerme, por dormir o adormilarme. Por otra parte, si intento salir de la inhibición y la parálisis, podría tener que responder tal vez a la pregunta de por qué he tardado tanto tiempo en «salir del hoyo» o justificar mis excusas pasadas, lo cual puede hacerme más difícil todavía dar el paso y salir de la inacción y el estancamiento. La pasividad, la laxitud y la indolencia pueden llegar a ser incluso placenteros. De hecho, muchas descripciones de la melancolía la han asociado no solo con la tristeza, sino también con el placer, como un «placer triste» y como un «ensueño agradable». Diderot la considerará como un «sentimiento dulce» porque en ese estado uno se hace más consciente de sí mismo y goza de sí mismo. La inhibición y el inmovilismo se refuerzan En definitiva, obtengo con mi inhibición, mi pasividad y mi inmovilismo consecuencias ventajosas que no lograba con mis intentos de resistir activamente atacando o huyendo de los choques o del maltrato. Controlo más con mi inhibición y me defiendo mejor que con mis obras. Puedo pensar incluso que «más vale pájaro en mano que ciento volando»: «¿por qué salir de la inhibición y el inmovilismo si no estoy seguro de poder lograr mayores ventajas y encima me arriesgo a perder lo que ahora tengo?». Y si, como sabemos, las consecuencias ventajosas refuerzan mis conductas, también refuerzan mi inhibición y mi inmovilismo defensivo.

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Figura 2.4. Mi inhibición y mi inmovilismo se refuerzan. Si me quedo todo el día en la cama, cesan las actividades que solía hacer en un día cualquiera: levantarme, arreglarme, ir al trabajo, hacer la compra y muchas otras. Pero hay una conducta que, sin embargo, se refuerza: quedarme en cama. Quedándome en cama evito esfuerzos, tener que salir de casa y tal vez dar explicaciones a las personas con las que me encuentre. Por otra parte, en la cama se está caliente y fuera hace frío. Cuanto más se refuerza el quedarme en cama, más se debilitan las acciones que antes hacía.

Puedo llegar a darle entonces más valor a los beneficios de mantener la inhibición y la parálisis, también incluso al diagnóstico de «enfermedad» que puede implicar la baja laboral y la correspondiente exención de responsabilidades. Lo que podría parecer un problema para los demás para mí puede ser una solución, o al menos un mal menor, del que, no obstante, también me lamento. La inhibición y la parálisis que se habían instaurado con la pérdida de los bienes que sostenían mi actividad y le daban significado me resultan, pues, funcionales para librarme, a corto plazo, de circunstancias poco gratificantes, del esfuerzo y del cansancio, pero, a largo plazo, me aíslan y me alejan más todavía de las situaciones en las que podría volver a vivir experiencias significativas y satisfactorias, volverme a sentir dueño de mi vida. Esto, a su vez, me va acorralando, y la crisis existencial de mi experiencia depresiva se va profundizando en espiral y perpetuando en el tiempo.

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Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza Mantenerme en la experiencia depresiva me puede proteger de posibles amenazas en un contexto que percibo hostil y sin afecto, una vez que se ha ido la persona que me lo proporcionaba. Por eso me aferro a mi experiencia depresiva y me niego a aceptar la pérdida; así no estoy a merced de las posibles amenazas. Además, la tristeza que siento por la pérdida de la persona que me falta es como un asidero del que agarrarme. Dejar de sentirla sería como olvidarla, renunciar a sentirla sería como renunciar al vínculo que me unía con ella, sería dar la pérdida por definitiva, y eso lo puedo vivir como una traición, como una ofensa, como un vacío. Además, me sentiría mal si no me sintiera triste, pues podría pensarse que no quería a la persona que he perdido. Por otra parte, mi tristeza me permite seguir disfrutando ante mí mismo y ante los demás del hecho de haber sido elegido y amado por la persona ausente. Me siento orgulloso de lo que ha ocurrido, siento incluso gozo dentro del sufrimiento. Con mi tristeza consigo, pues, mantener presente lo ausente, mantenerlo a mi lado, me mantengo ligado a lo que he perdido, prolongo el duelo. No se me va, pues, mi tristeza porque no quiero que se me vaya. Mis pensamientos, mis recuerdos, mis fantasías están entonces impregnados de lo que he perdido, cuando hablo lo evoco constantemente y la pérdida de la persona perdida puede llegar a adueñarse de mi existencia. Si estaba muy involucrado con ella, la pérdida me expone a la necesidad de reorganizar mi vida, y esto es costoso, por lo que persisto en el duelo. Una persona que se hacía a sí misma los autorreproches que reproducían los reproches que su padre fallecido le hacía a menudo mantenía esos autorreproches como un modo de mantener el vínculo con su padre. En definitiva, la negación de la pérdida me da poder, es una fuente de ambiguo placer que me preserva del vacío potencial y me hace sentir vivo, aunque a la vez me aprisiona. Quedo, doloroso y nostálgico, prisionero del ser perdido. La experiencia depresiva, sin dejar de ser dolorosa, se me puede hacer a veces más tolerable a costa de hacer que perdure porque hay muchas cosas que la mantienen, pero a costa también de hacer cada vez más difícil la aceptación de la pérdida y la superación del duelo. Me comunico con mi experiencia depresiva En mis relaciones interpersonales, me comunico con mi experiencia depresiva, aparezco ante los otros con mi miedo, mi tristeza, mi dolor, mi indefensión, mi desesperanza, mi inhibición, mi mutismo, mis lamentos, mis quejas, mis autoacusaciones, mi llanto. Son acciones mías que dejan huella en los otros, los interpelan. Los otros recíprocamente responden a estos mensajes míos: pueden ser sensibles y tratar de comprender o mostrarse insensibles, pacientes o impacientes, compasivos o duros, mostrar aceptación, preocupación y apoyo o desaprobación, 80

rechazo, reproches. A veces logro lo que pretendía, otras veces obtengo una respuesta que no esperaba. Esperaba socorro y apoyo y encuentro abandono. Quería llamarles la atención, pero se han mostrado indiferentes. Sea cual sea, su respuesta deja huella en mí e influye en el curso de mi experiencia depresiva, la puede aliviar, pero también agravar y hacerla duradera. Un consuelo que puede crear más desconsuelo Cuando con mi llanto, mi expresión triste y abatida, el relato de mi dolor y mis penas o mi autohumillación encuentro eco en las personas que me rodean y me hago incluso «digno de lástima», es probable que mi llanto, mis relatos y mi autohumillación se fortalezcan, se hagan más frecuentes y pasen a formar parte de mis relaciones habituales con las personas que me ofrecen su consuelo. Puedo haberme habituado a utilizar de manera rutinaria expresiones como «no me molestes, que no estoy de humor», «no habléis alto que me duele la cabeza», «no insistas, no tengo ganas de salir», y otras por el estilo, porque con ellas puedo eludir circunstancias ingratas. Mi llanto o mi queja «no me amargues más de lo que estoy» pueden haberse convertido en una expresión habitual si en ocasiones anteriores me ha permitido eludir conversaciones incómodas o críticas a mi comportamiento. He ido eximiéndome cada vez más de asumir responsabilidades y de realizar tareas penosas si con mi queja «no estoy en condiciones de hacer nada» los otros se han hecho cargo de ellas. He ido adquiriendo, casi sin darme cuenta, gestos de dolor o de enfurruñamiento, expresiones abatidas, ruidos con la boca o con las manos, movimientos inquietos, paseos por la estancia en la que estoy, llevar cosas de un lado para otro, porque a lo largo del tiempo han cumplido la función de atraer la atención de los otros, de que me pregunten «¿qué te pasa, no te encuentras bien?» o de que me ofrezcan alivio para mi malestar. A veces los movimientos inquietos, los paseos por la estancia o el hablar «por los codos» me sirven también para librarme de situaciones que me están resultando desagradables, como el silencio o la inactividad.

Las propias relaciones de convivencia familiar, laboral y social pueden convertirse así en un contexto que puede alimentar mi experiencia depresiva y reducir cada vez más las experiencias no depresivas, sin que ni yo ni los otros lo estemos haciendo a propósito. Al contrario, lo hacemos en nombre del apoyo que cabe esperar de las personas allegadas, si bien los resultados no se corresponden con las buenas intenciones. De hecho, yo puedo llegar a sentirme culpable por estar siendo responsable de los esfuerzos de los otros y de que sean por añadidura vanos, ya que yo no salgo de mi estado, y por el clima depresivo que respiramos. Puedo optar por el silencio para evitar mis sentimientos de culpa y tener que hablar «siempre de lo mismo», lo cual agrava mi aislamiento. En todo caso, si una vez que estas relaciones se han convertido en un hábito, la atención se me retira, mi 81

experiencia depresiva puede también empeorar.

Soy un auténtico desastre: autorreproches y autocastigo Aparte de las consecuencias que mi acción culpable o mi trasgresión pueden haber acarreado, conllevan también sentimiento de culpabilidad y pesar por mi responsabilidad en la pérdida, la desaparición, el abandono o la muerte de un ser querido o en el fracaso de un proyecto. Puede acompañarse también de autoacusación, autocrítica y autodepreciación, vividas en mi fuero interno o manifestadas también a los otros: «no valgo nada, no sirvo para nada», «soy un auténtico desastre», «soy un mal bicho», «soy un inútil», «después de lo que he hecho, no merezco que nadie me quiera», «todo ha sido por mi culpa y lo tengo que pagar», «me lo tenía creído, estaba en las nubes, pero me han dejado y eso prueba mi poca valía». Si estos mensajes restauran el favor de los otros, los aplacan y obtienen su aprobación, su perdón y su consuelo, y además también el alivio de mi pesar, pueden reforzarse y hacerse más frecuentes. Ello puede ocurrir sobre todo si en mi historia pasada las autocríticas anunciaban el final de un castigo que se me había impuesto y aliviaban mi ansiedad o si atenuaban o evitaban el castigo que los demás podrían aplicarme. En casos extremos, el autocastigo y la autohumillación pueden mantenerse durante mucho tiempo si me autoestimulo con constantes amenazas anticipadas de las que necesito librarme.

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Nos refiere Albert Bandura el caso de aquella persona que solo lograba reducir su autodepreciación por lo que consideraba pecados horribles y la anticipación de las torturas infernales cuando se mortificaba intensamente durante horas y realizaba compulsivamente rituales de expiación. Como el autocastigo tenía como consecuencia la evitación de las amenazas anticipadas, se reforzaba y perduraba en el tiempo: «mantengo a raya la amenaza gracias al castigo que me aplico», decía.

El autocastigo y la autocrítica pueden constituir además una conducta imitativa que recibe de los otros una alta recompensa: «ella se ha arrepentido y fue perdonada; si tú haces como ella, te arrepientes y te confiesas culpable, serás perdonado también». Por eso, se dice que «quien se humilla será ensalzado». No me soportan La psicóloga y catedrática de la Universidad de Harvard Kay Redfield Jamison, en su libro autobiográfico Una mente inquieta, nos narra su experiencia depresiva, que «destruye las relaciones sociales» y que hace «perder la confianza en las posibilidades de la existencia, en los placeres del sexo, en las exquisiteces de la música y en la habilidad de poder reír o hacer reír a los demás». Nos muestra cómo después de una pérdida se evitan nuevas relaciones afectivas ante la posibilidad de nuevos abandonos, pues amar nos hace vulnerables al desamor. Pero además, nos dice Kay, «la gente no soporta permanecer a tu lado cuando estás deprimida. Saben que eres aburrida hasta más no poder, irritable y paranoica, y malhumorada y sosa y crítica y quisquillosa. Estás aterrada y aterras a los demás». En los primeros momentos después de la pérdida y de mi duelo, mi dolor y mi desconsuelo, me aliviará el consuelo y el apoyo de los otros. Pero si mi tristeza, mi inhibición, mis quejas, mi malhumor, mi enfurruñamiento, mis comentarios amargos y sarcásticos, mi demanda de ayuda y de compasión perduran en el tiempo, pueden acabar siendo un peso para los otros y cansándolos. En ese caso, la compasión y el apoyo que me mostraban pueden dar paso a la irritación, a la desatención, incluso al reproche: «no haces más que quejarte», «no te vas a pasar el día metido en la cama para que los demás te hagan las cosas». Pueden tratar de evitarme. Pero si me evitan, me sentiré peor, aumentaré tal vez, al menos en un primer momento, la intensidad de mis quejas, dirigidas ahora también hacia ellos por lo que considero falta de «sensibilidad» o frialdad hacia mi aflicción, y me evitarán más todavía, lo cual me encierra en un círculo que empeora mi experiencia depresiva y me sume más en la soledad. Si, en cambio, evito el contacto con los otros y evito las quejas que me reprochan, es posible que los demás me eviten también, con lo cual se agravará mi estado. Puedo llegar equivocadamente a la conclusión de que «ya no me quieren». ESTOY INACABADO, NO SOY COSA HECHA, ME QUEDA EL PORVENIR

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Desde hace un tiempo, y debido a las pérdidas, las tribulaciones, las penalidades, los choques y los golpes de la vida, estoy viviendo la crisis de una experiencia depresiva, cuyos complejos matices hemos ido explorando en los capítulos 1 y 2. Empezó siendo tal vez un duelo y una tristeza que creí pasajeros, pero me ha ido metiendo en una vivencia de abatimiento, desvalimiento e inhibición, en una crisis existencial. ¿Podré restablecerme de mi experiencia depresiva, hacer brotar el agua de la esperanza del «pozo profundo de la melancolía», liberarme del «laberinto» en el que doy vueltas y más vueltas sin avanzar, tomar delicadamente en mis manos y acoger con benevolencia mi tristeza, mi dolor, mi congoja, mi amargura, mi desgana, mi desvalimiento? ¿Podré desactivar mi parálisis defensiva y elegir, como la niña de la mariposa azul, activar mi capacidad operante para enfrentarme de otro modo a las tribulaciones, a las penalidades, «pacificar» y reorganizar la historia de mi vida integrando y recomponiendo en ella todo lo ocurrido? No soy cosa hecha, soy historia inacabada, estoy por terminar y por hacerme del todo, soy transeúnte que sigue haciendo historia y camino al andar, el «libro de acontecimientos» de mi historia está todavía abierto por la mitad. Me queda, pues, un amplio margen para convertir la crisis en una oportunidad, y el dolor y el sufrimiento en la fuerza para seguirme haciendo. Si he podido vivir y sigo viviendo las experiencias adversas que me han abocado a la experiencia depresiva, también tengo la potestad de seguirme haciendo con otras experiencias. Y es que, como decía Walter Benjamin, en la melancolía se descubre «el reflejo de una luz lejana», y la melancolía «puede ser redimida al enfrentarse consigo misma». De cómo enfrentarme con esperanza a mi experiencia depresiva, cómo restablecerme de ella y cómo retomar el rumbo con el reflejo de la luz de mi «tierra prometida» tratan los próximos capítulos del libro.

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3. LIBERAR LA ESPERANZA PARA SALIR DEL DESVALIMIENTO, LA INHIBICIÓN Y LA PARÁLISIS Hasta entonces, los seres humanos habían vivido libres del mal, no sujetos a un trabajo gravoso y libres de enfermedades. Pero un día Epimeteo abrió la caja que le había llevado Pandora y enseguida salieron y volaron males innumerables, la enfermedad, la locura, la tristeza, la pobreza, que se desparramaron por toda la tierra. Oculta en el fondo de la caja estaba la esperanza, pero antes de que pudiera salir y volar para aliviar todos los males, Pandora dejó caer la tapa, quedando encerrada la esperanza.

Mi experiencia depresiva me ha quebrantado y ha trastocado de alguna manera mi existencia, me ha supuesto una crisis existencial, me ha sumido en la tristeza, el dolor, el desvalimiento, la desesperanza, la inhibición y la parálisis. Ahora me está poniendo ante una nueva situación crítica, ante una elección, ante una decisión: resignarme a la parálisis y a la desesperanza o levantar la tapa de la caja de Pandora, liberar la esperanza, desactivar la parálisis, hacer de la crisis una oportunidad, salir del laberinto y reemprender la navegación hacia la «tierra prometida», porque, como decía Bombard, «si la sed mata más pronto que el hambre, la desesperanza es todavía más rápida que la sed». SOY TAMBIÉN LO QUE NO SOY TODAVÍA Y PUEDO LLEGAR A SER Me ayudará a liberar la esperanza el hecho de saber, como sé, que mi experiencia depresiva no es una condena inapelable dictada por una calamidad bioquímica que me ataca desde dentro y no abarca tampoco todo lo que yo soy ni tiene por qué definir todo lo que yo puedo ser y me queda por ser y por hacer todavía. No me devora el pasado, me queda el porvenir Y es que «estoy inacabado», no soy cosa hecha, estoy sin terminar, soy historia inacabada; el libro de los acontecimientos de mi historia está abierto por la mitad, que nos decía la poeta Szymborska. El relato completo de mi biografía está por escribir y solo puedo seguir completando su «acabado» con lo que está por venir, que, a su vez, se 85

me escapa continuamente más allá, me trasciende, por lo que nunca puedo decir que esté completo del todo. Y es que corro tras de mí, pero soy un ser que no puedo alcanzar nunca. Como Pablo Neruda, «confieso que he vivido», no puedo borrar la historia que he vivido, no puedo dejar de ser mi pasado y de ser lo que he sido. Es imposible no tomar en consideración el ayer que he vivido y por tanto la tristeza, el dolor, la parálisis que mi experiencia depresiva me ha dejado. Soy historia que no olvida ni amputa el pasado, que es eco del tiempo vivido que no puedo desvivir. Tengo tradición, como la tienen los pueblos, como la tiene la humanidad, y en esa tradición ocupa un lugar sin duda mi experiencia depresiva. Pero mi tradición no es una condena, una atadura que no se pueda desatar, un laberinto del que no pueda salir. Mi historia que avanza no se deja paralizar y devorar por el pasado, no se encalla en él, no estoy condenado como Sísifo a los esfuerzos vanos, descorazonadores y desesperantes, a seguir anclado en el pasado, a seguir lamentando mi desesperanza y a un futuro teñido de pesimismo mientras transito por la vida. El relato completo de mi biografía está por escribir en la nueva era El abatimiento y el estancamiento de mi experiencia depresiva de hoy son parte del antiguo porvenir de aquellos días pasados de mi historia personal en los que soñaba con esperanza en el destino de la persona que soy hoy, pero en los que seguramente no esperaba encontrarme en el presente tan abatido como me encuentro hoy. Es que a menudo los avatares de la vida hacen «retoques» en las ilusiones y propósitos que forjamos e incluso los defraudan. Pero soy dueño de mi destino y de mi historia y por eso puedo cambiar el porvenir de aquel entonces que ya es hoy y hacer que los nuevos porvenires que me quedan por vivir sean distintos. Puedo romper el hechizo paralizante de los episodios pasados que me impiden avanzar y seguir escribiendo los pasajes de mi biografía con obras efectivas que subsanen las pérdidas y fracasos vividos y me ayuden a sobrellevar el trance difícil de este momento y a restablecerme de mi experiencia depresiva. Puedo, pues, con mi potestad operante seguir «haciendo tradición» y creando nuevos episodios, pues eso me hará sentir más fiel a ella y hacerle justicia. Mantenerla incuestionable en la inhibición y la parálisis sería traicionarla. Así como los pueblos y la humanidad entera tienen eras o épocas, yo también puedo iniciar una nueva era en mi historia. Y es que no soy solo la sucesión de lo que he sido y 86

estoy siendo, sino que soy también lo posible, lo que no soy todavía, lo que proyecto hacia el porvenir, hacia dentro de una hora, hacia mañana, y tengo a mano un poder ser que voy a ir actualizando con mis obras en las posibilidades de mi existencia que están en bosquejo y no he desarrollado todavía debido a mi estancamiento. Porque, si bien ha ocupado hasta ahora muchos pasajes de mi historia, mi experiencia depresiva no es una fatal «patología crónica», puede marcar ahora un punto de inflexión, un antes y un después en mi historia personal, pues no está escrito que tenga que formar parte de los pasajes que me quedan por escribir a partir de ahora. Soy menesteroso, inestable y múltiple Soy, por eso, menesteroso de lo que me falta, de lo que no está hecho todavía, de lo que está más allá, ausente, desconocido. De alguna manera, soy «inestable», vivo en tensión entre lo que soy y lo que siempre me sigue faltando para ser todo lo que puedo ser, para la «estabilidad» completa. En mi vida cuenta, pues, también lo que sueño y está recóndito todavía. Cuentan también los sueños que esperan revelarse en los encuentros compartidos de las relaciones íntimas, de las relaciones de amistad, de las relaciones laborales, de las relaciones sociales abiertas, de las innumerables actividades placenteras que, como vamos a ir viendo, me pueden sacar de mi tristeza, que creía que no se me iría nunca, y llenar de sentido mi vida. Soy, pues, los objetivos que me quedan por alcanzar todavía, la clase de persona que anhelo llegar a ser, la «tierra prometida» hacia la que navegaba Bombard, la Ítaca que anhelaba con nostalgia Ulises. Soy un «ser múltiple» y tengo una «vida plural», porque no es solo la de este instante, en el que siento todavía la pesadumbre de los pesos y la pena de las penalidades, sino la de los instantes que están por venir, lo cual me puede producir desasosiego pues me obliga a elegir, pero también el gozo de las metas que me quedan por lograr porque lo que quiero y puedo ser me va a arrancar de mi estancamiento y de mi desesperanza. «ES LINDA COSA ESPERAR»: LA URDIMBRE QUE TEJE EL PASADO CON EL FUTURO Mientras Sancho conversa con su esposa sobre las aventuras vividas al lado de Don Quijote y le reconoce que no todas las aventuras que uno emprende salen como uno querría, sino más bien «aviesas y torcidas», no obstante, le confiesa emocionado que «es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas…». En la Eneida, la epopeya escrita por Virgilio, Eneas, que ha vivido el dolor de la destrucción de Troya y de la demolición de sus murallas, se ve separado de ella de manera irreversible, pero es llamado a la acción y parte hacia Hesperia, la tierra por donde corre el Tíber, en una doble apertura: a un pasado rememorado y a un futuro en el que se desplegará su acción. Vive así la urdimbre que une y teje su pasado y su futuro.

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Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía Quien espera desespera, quien desespera no alcanza. Por eso es bueno esperar y no perder la esperanza. COPLA POPULAR

En la aventura que me abre a lo que puedo ser todavía, y en la que habré de desplegar mis obras «atravesando montes» para salir del estancamiento, me va a acompañar la esperanza. Si la desesperanza, y la desesperación como «pérdida total de la esperanza», que dice el diccionario, son un hecho propio de mi condición humana y de mi experiencia depresiva, también lo es la tensión de la esperanza que es vida y estímulo de vida, la «espuela que acucia tu ardor», que decía Baudelaire. Porque, como canta el tango de Santos Discépolo, «uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias», y, como escribió Ortega y Gasset, la vida es «sed, ansia, afán, deseo». Pero a veces ocurre que «quien espera desespera» porque la espera se enfrenta a la incertidumbre y a la tentación de la desesperanza y, como nos decía Dino Buzzati en El desierto de los tártaros, ilusiones y desilusiones son los términos de la existencia, porque con frecuencia no puedo arroparme con la certidumbre de que los esfuerzos serán coronados por el éxito y los sueños se enfrentan a circunstancias «aviesas y torcidas», que decía Sancho, y se me quedan reducidos a cenizas. Pero también es verdad que «quien desespera no alcanza», pues la desesperanza conduce a la parálisis de las obras que permitirían alcanzar. Sin esperanza no es concebible la existencia humana, sin ella la vida no es vida, carece de sentido, porque no nos resignamos a afanarnos por nada. La esperanza, según André Malraux, se alza contra todo pensamiento que pretenda justificar el mundo tal cual es, y «un mundo sin esperanza es irrespirable», y mi existencia se me puede hacer irrespirable también si dejo estar mi experiencia depresiva tal cual es en este momento. Tal vez por eso decimos que «la esperanza es lo último que se pierde». Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme Desengañada alienta en ti mi vida, oyendo en el pausado retiro nocturno ligeramente resbalar las pisadas de los días juveniles que se alejan apacibles y graves, en la mirada, con una misma luz, compasión y reproche; y van tras ellos como irisado humo los sueños creados con mi pensamiento, los hijos del anhelo y la esperanza. LUIS CERNUDA «Himno a la tristeza»

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La crisis de mi experiencia depresiva por las pérdidas «de los días juveniles que se alejan» se puede convertir en la oportunidad para forjar fértiles proyectos que pueden transformar mi vida presente y hacerla mejor, en los sueños que son «hijos del anhelo y la esperanza» en el futuro. En lugar de lamentarlo, el vacío que a veces siento por las pérdidas vividas puede cambiar de significado: se puede llenar y la plenitud se hace posible. Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme. Es el «poder del vacío», que decía Paul Valéry, pues puede haber una «creación por el vacío», en la medida en que el vacío apela a las obras que yo voy a crear para llenarlo. Porque vacare en latín significa «estar vacío», pero también «tener tiempo» para hacer una cosa, para dedicarse a ella. El «poder del vacío» se muestra también en el poder generador de la página en blanco, que Valéry refería a la literatura, pero que yo puedo extender a mi vida, pues tengo todavía páginas en blanco en mi biografía, y si la página está vacía, en blanco, ya solo puedo seguir escribiendo en ella nuevos pasajes. Y lo haré con la tinta que tiene el color que ha ido tomando de mi historia personal y también de mi experiencia depresiva, pero que puede hacer relatos diferentes, nuevos. Mi corazón espera otro milagro de la primavera Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido […]. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera. ANTONIO MACHADO

Desciendo hasta lo más profundo de mi melancolía, la escucho acompañada del recuerdo de lo que he perdido y de los «días juveniles que se alejan», la miro con compasión y la acepto, como comentaremos en el capítulo 4, pero para ascender de nuevo y seguir caminando, porque, como dice el poeta William Wordsworth, «la belleza está esperando mis pasos», porque puedo esperar «otro milagro de la primavera», porque, siguiendo de nuevo a Machado, «hoy es siempre todavía», porque la herida de la pérdida y del fracaso no es irreparable y la «tierra prometida» podría comenzar ya aquí, en la jornada de hoy. De hecho, ahora, mientras leo este libro, ya estoy dando un paso en esa dirección. ¡Cuántos más puedo seguir dando!

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Yo también, entre mi pasado y mi porvenir, puedo convertir, como hizo Wordsworth, la nostalgia en esperanza, la añoranza de las dichas de antaño y de una «edad de oro», ahora perdidas, en el anuncio de un nuevo tiempo, de un modo de vida nuevo porque el anterior no se puede restablecer tal cual era, porque el pasado ya no lo puedo cambiar por más que ahora lo comprenda mejor. Puedo convertir el «mal de la tierra» perdida de la nostalgia en la bienaventuranza de la «tierra prometida» que está por explorar todavía, de una senda aún intacta y enigmática que está esperando mis pasos. Por ella voy a seguir caminando, sin dejarme inmovilizar por la pérdida, por lo que pudo haber sido y no fue, sin hacer del presente un callejón sin salida, sin quedarme presa del recuerdo, cautivo de un pasado imaginariamente magnificado, colgado de lo que he perdido y con el horizonte oscurecido, sumido en el letargo que me detiene y me aparta del fluir del mundo, estancado y atrapado en el laberinto, apegado a una memoria sin mañana, en una espera que se limita a aguardar «a ver qué pasa», en el repliegue de la cavilación estéril que abatía al personaje del grabado de Durero, incubando mi tristeza y pretendiendo que el tiempo se detenga y no pase, como si el tiempo se pudiera truncar a mi antojo. Esperar con asombro lo desconocido 90

E quindi uscimmo a riveder le stelle. (Y entonces salimos a ver de nuevo las estrellas). DANTE ALIGHIERI La Divina Comedia

Es este el último verso de «El infierno» de La Divina Comedia de Dante como un presagio del nuevo camino de luz y de esperanza después de las tinieblas precedentes, del desposorio dichoso del ser humano con el mar y con el cielo, con el universo deslumbrante, que siglos más tarde celebrará Albert Camus. El «todavía» de Machado me dice que puedo incluso hacer lo que no hice nunca hasta ahora, colmar sueños que no se pudieron colmar en el pasado, recobrar oportunidades y posibilidades perdidas. Puedo desarrollar un nuevo modo de mirar con asombro a mi alrededor y entonces la vida me puede ofrecer algo distinto y mejor de lo que yo esperaba porque, como decía Platón, el asombro es el «principio de la sabiduría». Me puedo encontrar con algo nuevo, con lo imprevisto, con lo asombroso, con experiencias que nunca antes había vivido, con aspectos nuevos en aquellas cosas más trilladas, consabidas y triviales de la vida cotidiana, con matices nuevos que nunca había visto en los parajes que he recorrido miles de veces, con dimensiones desconocidas de las personas con las que comparto los nosotros de la existencia, con los bienes y recompensas que son prominentes para mí y que creí perdidos con la pérdida de la persona que antaño me los ofrecía o con el fracaso del proyecto en el que había depositado tantas ilusiones. Entre el pasado y el porvenir, entre la memoria y la esperanza Te llaman porvenir porque no vienes nunca. Te llaman porvenir, y esperan que tú llegues como un animal manso a comer en su mano. Pero tú permaneces más allá de las horas, agazapado no se sabe dónde. ÁNGEL GONZÁLEZ

De esa manera, la memoria del pasado que va, como Marcel Proust, A la búsqueda del tiempo perdido, saca a la luz todo su valor y su significado en mi vida y en la construcción de la persona que ahora soy, como hacen Rafael Alberti en Retornos de lo vivo lejano o María Teresa León en Memoria de la melancolía. Entonces, así rescatado el pasado en mi recuerdo, dejo que se enlace en cada ahora de mi presente y en la vivencia del «pasar» con el porvenir enigmático que todavía no es, pero que será, aunque ahora esté «agazapado no se sabe dónde». Dejo que la memoria se unifique con la esperanza, la evocación del pasado con la invocación del porvenir. 91

Gano el futuro, me gano a mí mismo y me conozco mejor De ese modo, lo «vivo lejano», el «tiempo perdido», lo que he sido y vivido cobra un nuevo significado, justamente porque ya no me paraliza, no me estanca, sino que puede arrojar su luz sobre mi futuro y proyectarme hacia delante para salir al encuentro de lo que espero, de la belleza que «está esperando mis pasos», porque avanzar con esperanza combina con pro-sperar. Porque vivir, decía Ortega, «es siempre, sin pausa ni descanso, hacer, realizar un futuro», conseguir ser de hecho lo que somos en proyecto. Vivir es lo contrario de no hacer nada o de solo «hacer tiempo». Y de ese modo también el porvenir se llena de mayor significado porque, para decirlo de nuevo con Ortega, «el mañana tiene para cada ser viviente distinto espesor, según sea de espeso el ayer que conserva la reminiscencia». Lleno el vacío del futuro de aquellos versos de Bécquer que leíamos en el capítulo 1 y le doy así a mi historia y a mi biografía perspectiva y dimensión de futuro. Escapo a la tiranía del tiempo que pasa inexorablemente porque la vivencia de la inercia de mi experiencia depresiva se transforma en vivencia del avance hacia lo venidero. Gano así el futuro y me gano a mí mismo, me veo más completo, más auténtico, y veo mi biografía y mi historia de una manera más panorámica. Y siento la satisfacción de poder reconciliarme sin escisiones con la totalidad integrada de mi existencia y de todas mis experiencias, incluyendo mi experiencia depresiva, de verme contemplando todo el curso de mi vida que se cruza con el curso de la vida de los otros que la comparten conmigo. De esa manera, me conozco mejor y de un modo más completo que replegándome ensimismado en mis cavilaciones. Con la inhibición y el estancamiento, en cambio, pierdo el futuro y me pierdo a mí mismo. Solo desde la noche se llega al alba Entonces el «tiempo perdido» se me hace «tiempo recobrado» y «tiempo por venir» en un continuo sin interrupciones. Recobro las experiencias del pasado y las rescato de su transitoriedad para que se incorporen a las que me quedan por vivir, aunque sean pocas, aunque me quede poco tiempo, y entonces el pasado constituye el futuro y la reminiscencia se hace «memoria del futuro», como quería Paul Ricoeur. Pero no es un futuro que se desprende con inercia en forma de restos del pasado, sino el resultado deliberado de las oportunidades que yo con mis obras extraigo del presente. Y entonces los avatares y las pérdidas, las tribulaciones y las penalidades, lejos de ser una catástrofe, se convierten en una oportunidad para reforzar esa continuidad y darle sentido, porque en realidad, después de un crepúsculo depresivo, el único camino para llegar a la luz del alba es la noche, a veces noche oscura, y en cada alba, en cada amanecer, puedo retomar cada día el rumbo para ganar el futuro. Es este el mejor modo de estar a la altura de lo que lamento haber perdido porque 92

incluso lo que he perdido, lo que ya no volverá como las golondrinas de Bécquer, ya no es un lastre que me impide avanzar, sino que se convierte en un acicate, y entonces lo gano de nuevo, pero en una nueva dimensión de mi vida. Entonces también lo más cuestionable de mi pasado adquiere nueva luz, es redimido. Acepto los riesgos y la incertidumbre y soy paciente Pero es verdad que a veces lo que anticipo y espero tiene un perfil indefinido todavía, no tiene confines y límites precisos, es un poco «ilimitado», lo cual hace a veces más atractiva y gozosa su anticipación, pero también más imprecisas las obras que me pueden llevar a poseerlo y más arriesgadas. Por eso la esperanza requiere correr riesgos porque no siempre sé de antemano qué me voy a encontrar. Requiere consentirme cierta dosis de incertidumbre, de «vértigo». Si salgo en busca de lo que espero, también estoy abierto a encontrarme a veces con lo inesperado, ya que, como advertía Bombard: «no debes apresurarte demasiado en tu esperanza, no olvides que cuando ciertas pruebas parecen insoportables, pueden surgir otras que borren el recuerdo de las primeras». La esperanza requiere además que el compromiso sea paciente, darme tiempo, dar tiempo al tiempo porque la esperanza supone que a menudo he de postergar por un tiempo las satisfacciones inmediatas y he de esperar sin impaciencia las recompensas más valiosas. No huyo del pasado, lo incorporo con ojos indulgentes Lo importante no es lo que hagan de nosotros, sino lo que hagamos nosotros de lo que hicieron de nosotros. JEAN-PAUL SARTRE

Y no voy hacia el porvenir como huyendo en retirada del pasado, sino justamente porque es mío y puedo dejarlo salir del abismo del olvido y reavivar el rescoldo del recuerdo e incorporarlo con lucidez y compasión, porque, como decía María Teresa León, «la memoria puede tener los ojos indulgentes». No es «a pesar de» la adversidad y de las pérdidas del pasado, o como si no hubiera pasado nada y pudiera volver a empezar de cero, sino contando con que están inscritas en mi historia como puedo seguir recorriendo la senda de mi existencia para transformarlas y reparar los daños que me han podido causar. Soy transeúnte en el tiempo, aprovechando el tiempo, sin dejarlo escapar Ayer se fue, mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto: soy un fue, y un será, y un es cansado.

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FRANCISCO DE QUEVEDO

Entre la memoria y la esperanza, tomo conciencia también de mi temporalidad y de mi transitoriedad, de que «lo nuestro es pasar», del tiempo que se está yendo sin parar y negando el instante y que a veces «ha mordido la fortuna», como decía Quevedo. Pero no es un tiempo que veo pasar, sino que es un tiempo en el que yo, que soy itinerante y transeúnte, me siento incorporado y me prolongo y que va llegando en cada segundo que pasa. Me voy tropezando con él porque me viene al encuentro puntualmente milímetro a milímetro, segundo a segundo, sin faltar a la cita, y me arrastra consigo hacia el porvenir. No lo puedo evitar, no me puedo resistir a él, es ineludible, por más que quisiera «bajarme» por un instante del tiempo que corre veloz. Por eso, aunque no siempre sea plenamente consciente de ello, vivo siempre en espera, en expectativa del instante siguiente, «devorando tiempo», que decía también Machado. No es tampoco un tiempo vacío, pues lo puedo ir llenando de mis experiencias, de mis obras, de mi historia. Por eso, la temporalidad de mi existencia y de mi vivencia depresiva es una invitación a aprovechar responsablemente el tiempo que no se detiene y que se acaba, a no dejarlo escapar. Por eso, metido en el río de la vida que no se detiene mientras va hacia el mar, puedo elegir cómo hago la travesía: si me limito a «hacer tiempo» o a «matar el tiempo» o si aprovecho las oportunidades y posibilidades que el tiempo me ofrece y lo voy llenando activamente dando forma con mis obras al proyecto de restablecerme de la parálisis. «Matar el tiempo» es matar esas oportunidades y posibilidades y continuar en el estancamiento. UNA ESPERANZA AFINCADA EN LAS OBRAS Esperanza es un esfuerzo por hacer algo de una determinada manera, no un deseo de que algo sea de esa manera. G. I. GURDJIEFF

Pero mi esperanza no es una contemplación vacía, una vana ilusión de cumplimiento de sueños. No es la vacuidad de las quimeras que a veces sentía Rousseau o de las ensoñaciones de paraísos artificiales de Hölderlin o de Jean-Paul Richter, que son tan solo la envoltura que encubre el vacío de la desdicha pero que no contribuyen a llenarlo. Las quimeras no conocen los impedimentos de la realidad y buscan las satisfacciones inmediatas de manera impaciente, esperando en vano su advenimiento sin hacer nada. Es algo más que un entusiasta y optimista «todo se arreglará» que escamotea la dura realidad. Salir de la parálisis, hacerme cargo y desplegar las alas

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Como vimos en la introducción, los antiguos otorgaban ambivalencia a la melancolía, un poder de sombra y de luz, de hundimiento y elevación, de pasividad y acción creadora. Si tomo ahora esa dualidad como alegoría, mi compromiso para salir de la parálisis es optar por la luz, por la elevación, por la acción creadora. Es hacer emerger del fondo oscuro de mi experiencia depresiva un poder de iluminación, de lucidez, una fuente de conocimiento y de sabiduría, hacer de la huella que dejaron en mí las pérdidas el rastro para un reencuentro creativo. Es hacer que la figura femenina del grabado de Durero salga de la parálisis y despliegue las alas y hacer de su ensimismamiento y de sus cavilaciones un impulso para la acción en lugar de un freno. Y es que la esperanza es un impulso afincado en las obras. Es, aun en medio del duelo, del dolor y de la tristeza, salir del letargo y del repliegue sobre mí mismo, «encender la luz en lugar de lamentar la oscuridad» y levantarme para hacerme cargo y tomar las riendas de la situación creada por Salir de la parálisis y desplegar las tribulaciones y las penalidades, «tomar muy de veras el las alas vivir», que decía Baltasar Gracián, adoptar un estilo de vida activo, antidepresivo y liberador. Son, en efecto, mis obras las que van a hacer efectiva mi esperanza. Es el compromiso con mis obras lo que me va a permitir «atravesar montes, escudriñar selvas», que decía Sancho, lo que me va a hacer recuperar el control sobre los acontecimientos adversos, hacerles contrapeso a los pesos que me causan pesadumbre, involucrarme de nuevo en experiencias en las que podré volver a lograr bienes y recompensas tan valiosos y gozosos o más que los que he perdido. Sin ese compromiso, la esperanza es «una ilusión peligrosa», que escribió Camus. Si soy también lo que proyecto hacia el porvenir, soy las Encender la luz en lugar de lamentar la oscuridad obras que me falta por hacer para hacerme cargo de mi tristeza, mi dolor y mi desgana y transformarlos (capítulo 4), para revisar mis monólogos pesimistas (capítulo 5) y para activar un plan de acción que me saque de mi estancamiento (capítulo 6). Ya solo puedo ganar, si he tocado fondo ya solo puedo subir Cuando me veo así tomando cartas en el asunto y llevando las riendas, me siento menos víctima pasiva de los golpes de la vida y se reducen mis sentimientos de desvalimiento e indefensión. Porque incluso en aquellos casos en que parece que ya no hay nada que hacer, que no veo resultados a pesar de los esfuerzos, que la suerte está echada y que todo está perdido, incluso entonces tengo la potestad de jugármelo todo, 95

pues «ya solo puedo ganar», como le decía Milton Erikson a una mujer que quería suicidarse y que finalmente desistió de hacerlo porque pudo dar sentido a su vida. Del mismo modo, si la adversidad me ha hundido tanto que he tocado fondo, ya solo puedo subir. Además, si sopla fuerte el viento de la adversidad y de la «negra sombra», puedo construir un molino de viento en lugar de amurallarme. El poder recuperador y liberador de la resiliencia Cuando encaro mi experiencia depresiva y la asumo como un problema que puede ser resuelto, puedo desarrollar la resiliencia, esa propiedad de los resortes de absorber energía cuando se les aplica una fuerza de deformación, y de liberarla cuando se les quita la carga. Es la capacidad para afrontar la perturbación de la adversidad, los pesos y las cargas que me causan pesadumbre, los choques y los golpes Los resortes son resilientes que me «deforman», y recuperarme y salir de la prueba más fortalecido, liberando más energía de la que tenía antes de la perturbación. Entonces la experiencia depresiva ya no es una muestra de debilidad, sino que desvela otra cosa, el envés de mi fortaleza. Pero resiliencia no es invulnerabilidad, como si la adversidad no me hubiera afectado; al contrario, es una muestra de mi capacidad para sentir cómo se abate sobre mí y para reaccionar activamente al abatimiento. Construir un molino de viento, no una muralla

¿CÓMO EMPEZAR? Si he decidido desactivar mi parálisis, salir del estancamiento y desplegar las alas, voy a poder seguir desplegando el proyecto de mi vida mediante las obras que realizan la esperanza. 1. Dueño de mi vida: un ejercicio de autodeterminación que desafía las profecías Afrontar mi experiencia depresiva es un ejercicio de autodeterminación y de dominio que comporta asumir el gobierno de mi vida, ser dueño de mí mismo y de mi destino, no un «juguete del destino», reivindicar el valor de mi propia dignidad como patrimonio de la humanidad. Es una decisión que puedo afianzar con monólogos autoafirmativos de los 96

que volveremos a hablar en el capítulo 5. «La pérdida ha sido dura, me ha abatido, me ha hecho daño, me entristece y me duele, pero ahora soy yo quien decide, no tengo ni siquiera que olvidar lo perdido, lo voy a tomar como una oportunidad para seguir adelante, para ser fiel a su memoria.» «No quiero que el dolor y la tristeza sean un pretexto para quedarme estancado, pues entonces los mantengo más todavía en el tiempo. Si sigo adelante, encontraré nuevos motivos de gozo en la vida y la tristeza y el dolor se aliviarán.» «Sé que el pasado no lo puedo cambiar, y que lo que he perdido ya no vuelve, pero ahora tengo en mis manos el logro de muchos otros objetivos importantes.»

Este ejercicio de autodeterminación me permite convertir la pregunta «¿qué va a ser de mí?», que deja al azar el porvenir, en la pregunta «¿qué y cómo voy a ser yo?», que ya no deja al azar lo que «de mí vaya a ser», sino que lo deja en mis manos, como la mariposa azul, en lo que yo «voy a hacer de mí», que no soy «cosa hecha». Este ejercicio de autodeterminación supone además desafiar la profecía de quienes me dicen que mi experiencia depresiva es una condena que se ha instalado, ni se sabe cuándo, ni se sabe cómo, en mis neurotransmisores, que es una «enfermedad crónica» que seguirá su curso inexorable. 2. Identifico lo que me ha llevado y me lleva a la experiencia depresiva Dedico un tiempo de reflexión para identificar e incluso poner por escrito qué episodios de mi vida han precipitado y están precipitando mi experiencia depresiva, qué pérdidas he vivido y estoy viviendo, qué es lo que me pesa y me produce pesadumbre, qué tribulaciones me atribulan y acongojan, qué es lo que da miedo y me entristece, qué es lo que me produce desvalimiento y desesperanza, de qué me culpabilizo. a) Identifico los acontecimientos que en la «zona fronteriza» de la izquierda de ABC han desencadenado la experiencia depresiva: pérdida de seres queridos, de una relación afectiva, de bienes, del empleo, de la vivienda por un desahucio, abandonos, desengaños, fracaso de proyectos en los que había depositado mucha ilusión, el diagnóstico de una enfermedad grave, un conflicto interpersonal, una experiencia de maltrato. Lo hago del modo más específico y concreto posible, describiendo el «dónde», el «cómo» y el «cuándo» de la adversidad desencadenante. b) Anoto qué pienso en esas situaciones, qué cavilo, qué es lo que me digo a mí mismo en mis monólogos: «no es justo lo que me ha pasado», «no voy a ser capaz de salir de esto», «lo he perdido por mi culpa», «si me implico en una nueva 97

relación, me va a pasar lo mismo», «doy vueltas y más vueltas y no soy capaz de tomar la decisión». c) Anoto el impacto emocional que me ha producido y me está produciendo: dolor, miedo, tristeza, desgana, ansiedad, angustia, pesadumbre, vergüenza, culpabilidad, amargura, malhumor, ira. Puedo tratar de graduar la intensidad emocional (de 1, muy poco intenso, a 10, intensísimo), lo cual me permitirá verificar posteriormente en qué medida las acciones de afrontamiento que voy a realizar modifican esa intensidad y me dará pistas de qué hacer y cómo hacerlo. d) Anoto las reacciones fisiológicas que me produce: dolor de cabeza, un nudo en la garganta, tensión muscular, cansancio, agotamiento, falta de apetito, lentitud al andar y al hablar. e) Anoto lo que suelo hacer en esas ocasiones: me quedo en cama, evito salir de casa, paso muchas horas delante del televisor, abandono tareas de las que soy responsable, me quejo, me autoacuso, lloro, expreso mi malhumor y doy malas contestaciones a todo el mundo, me tomo unas copas, tomo una pastilla, pongo disculpas para no salir cuando me invitan, no voy al trabajo, pido la baja laboral. f ) Anoto las consecuencias de lo que hago: consigo que los otros me suplan, se me quita la tristeza de momento, aunque vuelve al poco tiempo, los otros se alejan de mí, cada vez me siento más solo. 3. ¿Qué es lo que está en juego y cuánto me importa? Hay cosas en la vida que me traen sin cuidado, que no me preocupan, que no están en juego, ni siquiera me pregunto por ellas. Pero ¿qué es lo que está en juego ahora mismo en mi vida?, ¿en qué medida mi experiencia depresiva me preocupa y «corre a mi cuidado»? ¿Está poniendo en juego mi existencia, malogrando mi vida, limitando mis posibilidades profesionales, afectivas, impidiéndome ser lo que quiero ser y hacer lo que quiero y necesito hacer? ¿Se decía de mí «va para más», y ahora, en cambio, mi experiencia depresiva no solo no me ayuda a ir a más, sino que incluso me hace retroceder? En función de lo que mi experiencia depresiva está poniendo en juego en mi vida, ¿cuánto me importa, en una escala de 1 a 10, salir del estancamiento, ponerme en marcha y hacer un cambio de vida? 4. En buena compañía: me baso en mis competencias y habilidades personales Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno realmente es fuerte,

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que uno realmente vale. JORGE LUIS BORGES Aprendiendo

Si me importa afrontar mi experiencia depresiva, no parto de cero, porque puedo revelar los episodios más fructuosos y creativos que ya he vivido en el transcurso de mi vida. Soy competente en muchos ámbitos de la vida y lo he llegado a ser a costa de recorrer otras «travesías del desierto» en medio de la adversidad y de soportar con tenacidad muchas cargas sin sucumbir, he acumulado una abundante reserva de competencias y habilidades personales y profesionales que me otorgan fortaleza y he aprendido que soy fuerte, que valgo. Si subrayo estas competencias y recursos («a lo largo de mi vida he resuelto con solvencia muchos problemas», «en otras ocasiones en que me parecía que había tocado fondo, pude volver a subir») y si tomo conciencia también de que he podido y puedo contar con apoyos, eso me hará sentirme fiel a lo mejor de mi historia personal y a hacerle justicia, me ayudará a mitigar el recuerdo de las experiencias negativas, a contrarrestar la inhibición y el sentimiento de desvalimiento con un sentimiento de dominio, y entonces la crisis existencial de mi experiencia depresiva será un reto o un desafío estimulante más que una amenaza. Esto me ayudará también a responder, en una escala de 1 a 10, a la pregunta de cuánto confío en que podré sobreponerme a mi experiencia depresiva, cómo es de firme mi confianza y como puedo estar seguro de que lo voy a lograr. La esperanza incluye espera y confianza, y mi esperanza podrá ser, como la define Laín Entralgo, espera confiada en la medida en que se base en mi compromiso activo, operante. Es en este compromiso donde puedo desvelar cuánto puedo confiar en mis propias fuerzas, en qué medida soy yo una buena compañía para mí mismo en el trayecto que quiero recorrer y cuánto es digno de crédito y de confianza también el apoyo de los otros. 5. Salir del camino trillado y remover la inercia del pasado No solo me pesan las pérdidas, también me pesa lo que me he habituado a hacer para afrontarlas: la inhibición defensiva, el repliegue sobre mí mismo, la huida de las situaciones que me evocan la pérdida, las cavilaciones, las autoacusaciones. Son hábitos que he aprendido a realizar porque, como vimos en el capítulo 2, de alguna manera me han funcionado y no va a ser fácil cambiarlos. Pero la inercia del camino trillado y de las acciones automáticas y repetitivas puede ser un obstáculo para el cambio pues 99

contrarresta la conciencia de mis fortalezas y me hace repetir la letanía del monólogo «no puedo, no puedo, no puedo». Encerrarme en casa, pasar horas y horas en la cama, encadenando uno tras otro programa de televisión o navegando por Internet sin rumbo fijo son prácticas que me proporcionan satisfacciones inmediatas y me evitan tener que encarar circunstancias adversas o establecer lazos interpersonales. Pero son comportamientos que también me van sumiendo cada vez más en la espiral del abatimiento, que me roban autonomía para ser dueño de mi vida y llegar a ser la persona que siempre he dicho que quería ser.

Salir del estancamiento requiere, pues, salir de los caminos trillados, de la inercia del pasado y de las rutinas de la inhibición, poner en cuestión la letanía del «no puedo» o «no tengo la fuerza necesaria para cambiar», pues ¿de qué me sirve insistir en la propia impotencia?, ¿qué resuelve?, ¿me da fuerza acaso? 6. Doy sentido y significado a mi vida Mi experiencia depresiva es parte de mi vida, pero no es toda mi vida. Si quiero dar sentido y significado a mi vida, he de contar con las experiencias que quiero vivir a partir de ahora para ser la persona que puedo y quiero ser. Si soy responsable de ser como soy, también lo soy de cómo quiero ser a partir de ahora, qué sentido le quiero dar a mi vida, qué la puede llenar de sentido, que le puede dar plenitud. Dar sentido a la vida es elegir y arriesgar con mis obras Dar sentido a mi vida es un empeño en el que corro riesgos porque no cuento con una certeza absoluta, es una elección que incluye la ambivalencia, el pro y el contra, el vértigo que junta el miedo y la atracción, el deseo de lo que temo y el miedo de lo que deseo, espera confiada y angustia ante la incertidumbre. Pero si, en cambio, rechazo correr riesgos, rechazo también engendrar el sentido de mi vida porque lo propio de la existencia es elegir. Por eso, las elecciones existenciales comportan angustia, como ya nos advertía Kierkegaard. Pero si ahora elijo hacer del dolor y del sufrimiento un aliciente, la base para una vida nueva, entonces el sufrimiento dará paso también al goce y a la serenidad. Pero el sentido de la vida no es un enunciado teórico ni una mera aspiración. No es como un objeto que se pueda encontrar, adquirir o comprar en una tienda. No existe sentido y significado de la vida más que en la medida en que lo engendro con mis obras. Aunque a veces se habla de encontrarse a sí mismo, uno mismo tampoco es algo que se encuentra, es un yo biográfico que se hace, que se va realizando, que se crea en el trayecto de la existencia. Por eso, el sentido y el significado de mi vida exige ser vivido con pasión porque pone en juego todo lo que yo soy, todo lo que yo hago y lo que quiero llegar a ser. 100

Una vida significativa, pues, es una vida que voy haciendo con la anticipación esperanzada de resultados valiosos y gratificantes y mediante la inmersión en experiencias que me pueden deparar esos resultados de manera estable, no de manera efímera y pasajera, y en las que experimento logro, control, dominio, aun cuando el esfuerzo sea algunas veces costoso y no placentero a corto plazo. Una vida pobre de significado o deprimida es una vida con pocos resultados valiosos y gratificantes. Mi vida se empobrece cuando las pérdidas, los fracasos, las penalidades y los golpes que no puedo controlar le arrebatan el disfrute de bienes que le daban significado y suscitan, como vimos en el capítulo 2, anticipaciones desesperanzadas y pesimistas que promueven la evitación defensiva. Los valores que llenan de sentido y de visión mi vida —Por favor, ¿podría decirme el camino que debo tomar desde aquí? —preguntó Alicia. —Eso depende en gran medida de dónde quieras llegar —dijo el Gato. —No me preocupa mucho adónde —dijo Alicia. —En tal caso, poco importa el camino que tomes —respondió el Gato. LEWIS CARROLL Alicia en el País de las Maravillas

Los valores son reglas, principios, ideales, sueños que me sirven como criterio y guía de mis obras y de lo que quiero llegar a ser. Son la brújula que señala la dirección, la finalidad, el propósito del camino que voy haciendo y que llenan de sentido mi vida, que le dan un «porqué». Dibujan la visión de la «tierra prometida» que me inspira y a la que quiero llegar, que me suscita la anticipación esperanzada de recompensas significativas, me motiva para la acción y me llama y me atrae desde el horizonte del porvenir que siempre está más allá, que nunca se alcanza del todo pero que hace que sea «linda cosa esperar». Se concretan, pues, en mis obras más que en mis emociones, pues a menudo obrar de acuerdo con mis valores requiere renuncias y momentos dolorosos. Si la música es un valor para mí y digo que valoro mucho la música y que la música es valiosa para mí y que me motiva, ese valor se manifiesta más en la práctica de un instrumento musical, en la afición al canto o en la asistencia a un concierto que en la propia experiencia emocional placentera que la música me depara. Valoro mi conducta y la de los otros como apropiada o no, coherente o incoherente, valiosa o no en la medida en que se ajuste o no a los valores. En esa misma medida, la Los valores son mi brújula hago merecedora de estima o desestima, de aprobación o 101

censura. Una vida valiosa es una vida que obedece a valores que me importan, y cuando obro de acuerdo con ellos me siento bien, aunque me suponga en lo inmediato soportar incluso momentos dolorosos porque «quien tiene algo por lo que vivir, es capaz de soportar cualquier cómo», que dijo Nietzsche. Los valores determinan también en qué medida las consecuencias que obtengo con mis obras son o no capaces de reforzarlas y de darles significado. Algo que para otros puede ser muy gratificante a mí me puede resultar indiferente porque no responde a mis valores. De hecho, persevero en una tarea ardua, me entreno duramente durante meses, ensayo una y otra vez y recorro etapas difíciles en la medida en que espero alcanzar a medio y largo plazo resultados que están conectados con los valores que me guían, sea el deporte, la ejecución de un instrumento musical, el compromiso profesional, una vida en pareja confortable basada en la complicidad. Es dolorosa la pérdida por la que estoy en duelo después del divorcio, pero la afronto por el valor que le otorgo a la paternidad que sigo viviendo más allá del divorcio. Es doloroso salir de la inhibición y de la inercia que me están robando el control que tenía de mi vida, y por eso las afronto porque le otorgo mucho valor a mi autonomía, a ser dueño de mí mismo, al despliegue de mis competencias profesionales.

¿Qué quiero yo de la vida en este momento?, ¿qué valores quiero que den sentido a mi vida y la reactiven a partir de ahora sabiendo que actuar en coherencia con los valores no siempre me va a resultar ni cómodo ni fácil? ¿Qué valores me inspiran en la vida en las diferentes áreas significativas de mi vida: vida familiar y de pareja, relaciones sociales y de amistad, vida laboral y profesional, formación personal, ocio y tiempo libre, bienestar, salud y calidad de vida? ¿Hasta qué punto es importante para mí cada uno de estos valores, en una escala de 1 a 10? ¿En qué medida mis obras de cada día concretan y son coherentes con esos valores, en una escala de 1 a 10?, ¿en qué medida el tiempo que dedico a mis hijos es coherente con el valor de «ser un buen padre» y de «estar disponible»?, ¿en qué medida mi parálisis y mi sedentarismo son coherentes con el valor de una «vida saludable» en la que hasta ahora incluía la práctica de ejercicio físico habitual?, ¿en qué medida el estancamiento que supone la pérdida del trabajo o la baja laboral es coherente con el valor de un compromiso profesional, en el que primaba la creatividad, la innovación, el trabajo en equipo que hasta ahora venía manteniendo y que la experiencia depresiva ha interrumpido?, ¿en qué medida mi retraimiento, mi ensimismamiento y mi parálisis defensiva son coherentes con el valor que otorgo a conocer nuevos amigos y poder vivir una relación de pareja basada en la intimidad, en el apoyo mutuo, en la confianza, en la complicidad que alguna vez he vivido?, ¿en qué medida mi abatimiento triste es coherente con el valor que tenían para mí el juego, la diversión y la risa compartidos, los paseos junto al río, las tardes de cine, música o teatro, el cultivo de una afición que mantenía con pasión desde hace años y que he abandonado después de la pérdida o el abandono? 102

¿En qué medida existe una brecha entre mis valores y mi comportamiento actual y en qué medida mi estancamiento me está haciendo renunciar a esos valores?, ¿qué estoy evitando, de qué estoy huyendo, qué estoy dejando de hacer que antes hacía en nombre de los valores que me inspiraban?, ¿qué me estoy perdiendo metido en el «pozo de la melancolía» y en el laberinto? ¿Qué visión tengo de mí, cómo me gustaría llegar a ser y cómo me gustaría comportarme para colmar esos valores que se dibujan en el horizonte? ¿Cómo me gustaría que me recordaran las personas que me conocen en cuanto a mi coherencia con mis valores? ¿Cómo sería mi vida, qué estaría haciendo ahora en las diferentes áreas significativas de mi vida si no estuviera viviendo la experiencia depresiva? Pero si me guían los valores, no tengo que esperar a salir del estancamiento para vivirlos, también puedo dar sentido a mi vida en medio de la tristeza, el dolor y el desvalimiento porque, al acogerlos, como veremos en el capítulo 4, pongo de manifiesto que lo que he perdido o el proyecto que ha fracasado tenía y tiene para mí mucho valor. Si me siento hundido pues «se me ha venido el mundo encima» y parece una ruina, incluso entonces me puede guiar el valor que doy a mi dignidad personal, que quiero restablecer porque, como dijo Unamuno, «una ruina puede ser una esperanza», y es en todo caso parte de un patrimonio valioso, y porque, según Walter Benjamin, las ruinas del pasado pueden crear el futuro. Objetivos y obras dotados de sentido para hacer el camino Los valores que dan sentido a mi vida dan sentido también a los objetivos concretos que tengo la esperanza de alcanzar. Los objetivos son consecuencias y resultados valiosos que quiero ir alcanzando con mis obras, lugares concretos donde quiero llegar en cada una de las etapas de mi camino. Apuntan hacia resultados que tienen valor, pero son los valores la fuerza que me guía a la hora de establecer objetivos y trabajar para conseguirlos. Un determinado resultado es más o menos importante, valioso y gratificante en la medida en que concreta y actualiza un valor importante para mí. Cuando me comprometo en las obras que me van a ayudar a alcanzar el objetivo de restablecerme de mi experiencia depresiva, es posible que no lo logre de inmediato, pero caminando hacia ese objetivo estaré poniendo en marcha el valor que tiene para mí salir del estancamiento y recuperar el gobierno de mi vida, y una vida más significativa, valiosa, satisfactoria y plena. Pero si a los objetivos de mi camino les dan sentido los valores, mis obras, a su vez, adquieren sentido por la presencia anticipada del más allá de los objetivos a los que intento llegar. Los objetivos están ausentes todavía, pero los dejo entrever y los hago presentes en las acciones que son su testigo y que van a ir configurando mi proyecto de 103

cambio. Amo mis decisiones y mis acciones porque en ellas presencio los objetivos ausentes, porque son acciones dotadas del sentido que les dan los objetivos y los valores. Los objetivos ausentes no están presentes solo en mi intención, sino en mi intención hecha obra. En todo caso, no sé todavía lo que me aguarda tras el horizonte de cada objetivo una vez alcanzado y hacia cuántos otros horizontes tendré que caminar todavía para restablecerme de mi experiencia depresiva. Pero sí puedo estar seguro de que con el compromiso de mis obras a partir de ahora yo tendré mucho que ver con lo que me aguarda tras el horizonte. 7. Empezar cuanto antes, ahora es el momento de echar a andar Ya los antiguos, desde Hipócrates, fueron conscientes de lo importante que era acudir a tiempo para aliviar la aflicción de la melancolía antes de que los hábitos estuvieran muy arraigados. Yo también puedo seguir la recomendación de Bernard Shaw, «no esperes el momento oportuno, créalo», acudir a tiempo y crear con mi compromiso con las obras el momento oportuno para pasar de la tristeza a la alegría, de la inhibición a la acción, de la desesperación a la esperanza, de la desgana a las ganas de vivir, del sinsentido al sentido de la vida. Porque si no lo creo deliberadamente yo, si le doy largas y lo postergo esperando a que «se me pasen primero la tristeza y el abatimiento», si lo delego en una pastilla que reequilibre quiméricos desequilibrios, puede que el momento oportuno nunca llegue; al contrario, puede que la tristeza, la inhibición, el abatimiento y la desesperanza se hagan entretanto cada vez mayores. No se me pasarán la tristeza y el abatimiento si yo primero con mis valores, objetivos y obras no creo el momento de que se me pasen. ¿Podría ser este, mientras leo este libro, un buen momento para mí? Si aprovecho el momento y la ocasión, no solo me recuperaré de la crisis que ahora vivo, sino que saldré de ella más resiliente, más fortalecido incluso para hacer frente a otras posibles adversidades venideras.

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4. AMA TU ALEGRÍA Y AMA TU TRISTEZA Me dijo una tarde de la primavera: Ama tu alegría y ama tu tristeza si buscas caminos en flor en la tierra. ANTONIO MACHADO En el mismísimo templo del Deleite tiene la velada Melancolía su santuario soberano JOHN KEATS «Oda a la melancolía»

Voy buscando caminos en flor en la tierra y quisiera tener siempre experiencias agradables y felices, recuerdos placenteros, pensamientos optimistas y esas emociones que llamamos «positivas», como la alegría, y rehuir recuerdos penosos, pensamientos pesimistas y esas emociones que llamamos «negativas»: tristeza, miedo, angustia, dolor, pesar, amargura, desesperanza. Pero los caminos por los que transito no solo están bordados de flores, sino que tienen también espinas, como las rosas, alegrías y tristezas, entusiasmo y abatimiento, esperanza y desesperanza, melancolía «en el mismísimo templo del deleite». Puedo querer evitar la tristeza, los recuerdos dolorosos, las penas y la desesperanza que encierra mi experiencia depresiva, pero ¿puedo también contar con ellos, acogerlos, aceptarlos, mientras sigo buscando a la vez los caminos en flor, mientras navego hacia la Ítaca que deseo? ¿Puedo incluso amar la tristeza, como sugiere Machado, como cosa mía, como testimonio de la vida que estoy viviendo, como parte de mi existencia? Si he decidido que este es un buen momento para abrir la caja de Pandora y dar con esperanza un vuelco a mi experiencia depresiva, este podría ser también un buen comienzo. EL VINO HARÁ OLVIDAR LAS PENAS DEL AMOR Procuro olvidarte siguiendo la ruta de un pájaro herido, procuro alejarme de aquellos lugares en que nos quisimos. Canción

«¡Adónde vais huyendo las ilusiones, que nos dejáis sin vida los corazones!», se lamenta Jorge en el brindis de la zarzuela Marina de Emilio Arrieta. Y para hacer frente 105

a la pérdida de las ilusiones que huyen, canta: «A beber, a beber, a ahogar el grito del dolor, que el vino hará olvidar las penas del amor». Y Roque añade que el vino «aleja de las penas la negra bruma». «Quiero emborrachar mi corazón para olvidar un loco amor, que más que amor es un sufrir», canta el tango. Y también: «Si las copas traen consuelo, aquí estoy con mis desvelos para ahogarlos de una vez».

La literatura, la música, el arte y la vida cotidiana nos ofrecen numerosas muestras de cómo procuramos huir de pensamientos, recuerdos, emociones y sensaciones que consideramos dolorosos, y también de los lugares que nos evocan pérdidas, separaciones, abandonos, fracasos y desengaños para evitar así revivir el dolor de un amor «que es un sufrir». Beber hasta emborracharse para hacer frente a esas tribulaciones y desvelos de la vida y para olvidar, para evitar la tristeza y la amargura que produce la «cruel verdad» del abandono amoroso, para evitar el recuerdo atormentado y las emociones evocados por el amor que se fue, por el fracaso de proyectos largamente acariciados, por la experiencia traumática hace tiempo vivida pero que un lugar o el vuelo de un pájaro herido traen de nuevo a la memoria es una vivencia que a menudo forma parte de la experiencia depresiva. «Quítate eso de la cabeza, haz por olvidar» Las pérdidas, los fracasos, los pesos, las tribulaciones y las penalidades que han desencadenado mi experiencia depresiva me afectan, me producen todos aquellos afectos que conocimos en el capítulo 1: miedo, tristeza, pena, dolor, angustia, desesperanza. Cuando toman la forma de un «choque doloroso» o de los «golpes de la vida» frente a 106

los cuales mis esfuerzos, como los de Sísifo, son vanos y desesperantes y me hunden en el desvalimiento y en la indefensión, entonces siento desaliento y desesperanza. Son afectos desagradables porque son testigos de las desagradables penalidades, son el «grito del dolor» y las penas que me dejan la pérdida de un amor y las ilusiones que huyen «dejándome sin vida el corazón». Como en un espejo Una vez que he vivido la pérdida, vuelvo a pensar, a recordar, a imaginar los días felices que, como las golondrinas de Bécquer, ya no volverán y a revivir los sentimientos que la pérdida me ha dejado. Pero no solo vivo la experiencia, sino que además me hago consciente de cómo la estoy viviendo. Al igual que me miro en el espejo miles de veces, también dedico tiempo a contemplar mi experiencia depresiva, los sucesos que la han desencadenado y todo el cúmulo de vivencias que está dejando en mi vida, y todas esas experiencias que denominamos experiencias privadas, pues las vivo aun cuando no las haga públicas y no siempre las dé a conocer: emociones, pensamientos, recuerdos, fantasías, sensaciones. Y al verme así sumido en la experiencia depresiva, me señalo a veces con el dedo acusador y me digo: «no deberías dejarte afectar de esa manera, debes ser fuerte», «procura olvidar, aléjate», «no seas pesimista». Rompería de buena gana el espejo para no tener que contemplar las experiencias adversas vividas y junto con ellas esos recuerdos que duelen, esos pensamientos pesimistas que me atormentan y no me dejan dormir, esas emociones que me dejan «por los suelos» y me bañan en lágrimas, esas sensaciones de desasosiego. Puesto que están coloreadas con el significado desagradable de las experiencias adversas vividas, se convierten ellas mismas en señales desagradables que trato de evitar, de combatir, de olvidar. Una recomendación con amplio respaldo Las recomendaciones que combaten las experiencias privadas cuentan con un amplio respaldo social. «Deberías hacer algo para quitarte esa tristeza», «haz por olvidar», «no deberías dejarte afectar de esa manera, pérdidas las tenemos todos, pero no nos ponemos así», «ya es hora de que levantes ese ánimo», «tienes que poner de tu parte».

Me suelen dejar la amarga impresión de que quienes las hacen no me comprenden. Ellos se frustran también por su ineficacia persuasiva. Y parece que me dicen, sin querer, 107

que setirme triste o apesadumbrado es algo anormal. La atención profesional se hace a menudo también portavoz de esas recomendaciones: «le voy a dar algo para quitarle esa ansiedad y esa tristeza». Una arbitraria escisión y una vida a medias Estas recomendaciones escinden mis experiencias privadas y las califican como «positivas» y «negativas», «buenas» y «malas»; hacen equivalente «positivo» y «bueno» y «negativo» y «malo», y dan a entender que lo positivo tiene sentido y lo negativo no. Es como si el malestar vivido en las tribulaciones y las penalidades no formara parte de la condición humana, no fuera el eco de esos avatares de la vida y no tuviera sentido y significado. Es como si a mi condición humana se le pudiera escindir una parte de sus vivencias emocionales, seccionarle la mitad de su existencia, aquella que me confronta con la adversidad y aquella que me permite los logros que solo se alcanzan con espera paciente, con dolor, con sufrimiento, y tantas veces por veredas tortuosas o surcando mares borrascosos. Sería entonces mi vida una vida a medias, partida por la mitad, no una vida plena, en plenitud. Sería como no poder gritar o retorcerme de dolor cuando me hago una herida o cuando me hieren, o como no poder gemir cuando se me muere un ser querido, o como no sentir angustia y vértigo asomado al abismo. Sería en definitiva como renegar de mi propia existencia, en la que van de la mano las dichas y las desdichas, las venturas y desventuras, la alegría y la tristeza, el deleite y la melancolía. Me quieren hacer creer además que estoy mal por vivir esas experiencias «negativas», que lo suyo es estar bien, y que solo estaré bien si las evito, las combato, me desprendo de ellas y opto por las «positivas». Es como si fuera una sencilla elección, como si pudiera eliminar los recuerdos, los pensamientos y las emociones calificados de negativos, como si pudiera pedir la alegría y la felicidad y me fueran concedidas al instante, como si los afectos estuvieran disponibles a la venta en algún lugar, como si fueran cosas de libre adquisición y de quita y pon, con independencia de las adversas experiencias vitales en las que surgen. Es como si lo que me pasa en los duros avatares de la vida pudiera repararse con una buena dosis de pensamientos positivos, como si de repente pudiera parar el mundo y quitarle todo lo que conlleva de penalidad, de dolor, de sufrimiento y de desesperanza. Pero la realidad es que las experiencias de la vida me afectan favorable o desfavorablemente, positiva o negativamente, y eso es lo que determina el carácter de 108

mis afectos. Antes de preguntar, pues, si la alegría es más «positiva» y «mejor» que la tristeza, es preferible preguntar qué experiencias vitales me producen la alegría y cuáles la tristeza. El alivio de la evitación y el precio que pago En todo caso, si tomo esas recomendaciones y calificaciones al pie de la letra y me las aplico a mí mismo, entonces la tristeza o los recuerdos dolorosos ya no son solo calificados como «malos» o «negativos», sino que «son» literalmente malos y negativos y, en consecuencia, en mis monólogos los vivo así y me autocensuro por vivirlos: «es espantoso, no quiero ni pensarlo», «es impropio de mí tanto abatimiento», «este recuerdo me hace daño, debo olvidar». Me parecerá razonable entonces que, si «son» malos y negativos y me hacen sentir mal, será bueno y deseable lo contrario, evitarlos, combatirlos como se combate con ansiedad todo lo malo para sentirse bien, al igual que me quito una piedra del zapato. Puedo no querer por nada del mundo volver a experimentar la desilusión, el dolor, la tristeza que he sentido por una pérdida y tal vez, por eso, trato de evitar el recuerdo y las emociones y me digo en mis monólogos: «sufro al recordarlo, procuro olvidar, recordarlo me duele y me pone triste, me hace sentir fatal». Si bebo para anestesiarme y olvidar, y consigo así olvidar y quitarme el dolor y la pena que siento, volveré a beber porque me da resultado, al menos a corto plazo. Pero como los recuerdos vuelven y también el dolor y la pena, vuelvo a beber otra vez más, y de ese modo puedo estar haciéndome poco a poco y casi sin darme cuenta dependiente del alcohol. Si me levanto de la cama o del sofá y retomo actividades pendientes o acudo a lugares que compartía con la persona que he perdido, me vienen recuerdos tristes y me pongo a pensar que la pérdida ha sido por mi culpa, que ya no voy a ser capaz de hacer nada sin esa persona, e incluso me vienen pensamientos que me parecen «horrorosos» y «perversos», sentimientos de venganza, deseos de hacer daño, de vengarme del abandono o del daño que me han hecho, y que a veces me hacen verme como un «mal bicho» o como un «monstruo». Entonces opto por dejarme estar en el sofá viendo televisión o me quedo en la cama tratando de adormilarme y compruebo que desaparecen, al menos por un tiempo, mis recuerdos tristes, mis pensamientos de culpabilidad y de inutilidad y mis sentimientos de venganza. Compruebo también que la tentación de quedarme en el sofá o en la cama dormitando se hace cada vez más frecuente porque tiene una consecuencia que la refuerza, que es librarme de los recuerdos tristes y de los pensamientos que no quiero tener. Pero compruebo también que estas ventajas inmediatas agravan a la larga mi parálisis y mi inutilidad y que mi experiencia depresiva va a peor.

La evitación y el combate, en efecto, son conductas que tienen la consecuencia reforzadora del alivio, al menos de manera inmediata. Por eso se convierten a menudo en una práctica habitual y frecuente, pero también pago por ellas un precio que afecta al curso de mi experiencia depresiva. La evitación y el alivio momentáneo que produce reafirman la literalidad de las 109

recomendaciones: «si evito estos recuerdos y estas emociones es porque “son” malos, negativos e insufribles; si no lo fueran, no los evitaría». De este modo la evitación se refuerza y las emociones y recuerdos se convierten además en un pretexto: «cuando bebo o me quedo en la cama, al menos me quito los recuerdos dolorosos y alivio un poco mi tristeza», «no puedo hacer nada y seguir adelante a menos que se me vaya esta tristeza».

Un vano intento: como pedirle al viento que deje de soplar En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día; ya no siento el corazón. ANTONIO MACHADO

Muchas veces, la evitación no parece tener inconvenientes. Así, evito el aburrimiento no acudiendo a ver una película que me han dicho que es aburridísima. Evito la ansiedad no acudiendo a una reunión porque uno de los asistentes «me pone de los nervios». Como «no quiero revivir los disgustos que allí viví», no acudo a lugares en los que tuve experiencias ingratas. Pero en otras muchas ocasiones mis intentos por evitar mis experiencias privadas sí tienen inconvenientes, sobre todo cuando me ocupan mucho tiempo e interfieren en mi 110

vida diaria y cuando se convierten en un debate que prolonga mi duelo y me deparan la experiencia frustrante del esfuerzo inútil que agrava mi sentimiento de indefensión y mi abatimiento, tan inútil como el de quien tratara de huir de su sombra o el de pedirle al viento que deje de soplar. «Me paso el día luchando contra estos recuerdos dolorosos», decía una mujer que recordaba su atribulada vida de pareja, y al dolor de las experiencias vividas se añadía el dolor del combate. Durante su vida en pareja, había tratado de ahogar con pastillas y con alcohol la tristeza y el dolor que le producía el maltrato. Mientras centraba sus esfuerzos en combatirlos, soportaba el daño que la relación le estaba produciendo y postergaba las soluciones. Era como si un bombero dirigiera la manguera al humo y no al fuego.

Y es que pretender arrancar de mi experiencia depresiva las experiencias privadas no es lo mismo que quitarme una piedra del zapato o sacudirme el polvo. Es un vano intento que también el tango me recuerda: «las penas hondas de amor y desengaño como las hierbas malas son duras de arrancar». Pretender no sentir la «espina» del dolor o de la nostalgia de la pasión vivida que clavan en el corazón las pérdidas equivaldría a no sentir el corazón en el que se Combatir las experiencias clavan, a perder mi capacidad de sentir. privadas es como dirigir la Pero además la tristeza, el dolor y la ansiedad que manguera al humo acompañan a mis vanos intentos se suman a la tristeza y el dolor que intentaban suprimir. La tristeza y el dolor que me provoca una pérdida se suelen disipar con el tiempo. Pero el combate los puede exacerbar, y entonces experimentan un efecto rebote que también el tango atestigua: «quiero por los dos mi copa alzar para olvidar mi obstinación, y más la vuelvo a recordar». Por otra parte, la atención que presto a mis experiencias privadas al intentar combatirlas les sirve además de caja de resonancia, las amplifica. Es imposible dejar de tener «malos recuerdos» y «malos pensamientos» mientras estoy intentando desecharlos. Los intentos por ahuyentarlos los hacen presentes. EMPRENDO EL CAMINO DE LA ACEPTACIÓN LIBERADORA Y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos. JORGE LUIS BORGES Aprendiendo

Después de haber liberado la esperanza de la caja de Pandora, puedo emprender el primer tramo del camino que me va a llevar a la «tierra prometida» que perfilan mis valores en el horizonte. 1. Estoy conmigo y contemplo la totalidad de mi existencia 111

Recuperarme de la crisis de mi experiencia depresiva y salir del «laberinto» incluso más fortalecido supone, como primera tarea, estar conmigo, mirarme al espejo y reconocer y honrar la fuente caudalosa de valor que brota de la totalidad integral de mi biografía, de mi historia, del patrimonio de la humanidad que soy, reconciliarme con ella sin escisiones y exclusiones, no renegar de ella y de la totalidad de las experiencias vividas en el curso de mi existencia. Mi identidad singular e irrepetible está hecha de gozos y sombras, de luz y Contemplo la totalidad de mi existencia oscuridad, de victorias y derrotas. Amo a la vez dos cosas que parecen antitéticas pero que forman parte por igual de mi existencia. En ambas estoy yo y en ambas reside mi vitalidad, mi plenitud. Hago sitio a mi experiencia depresiva y me demoro en ella Si quiero vivir una vida en plenitud y no una vida a medias, esto supone, pues, reconocer «con la cabeza alta y los ojos abiertos» las pérdidas, los fracasos y las derrotas sufridas y aceptar, sin el vano intento de las descalificaciones, evitaciones y combates, que en este momento la experiencia depresiva está entretejida con la urdimbre y la trama de mi tejido biográfico, que estoy existiendo con ella y en ella, que ocupa un lugar en mi vida con las emociones, recuerdos, pensamientos y sensaciones que son míos. Por eso, guiado por los valores que dan sentido a mi vida, conecto con ella, le hago sitio, le doy acomodo, me demoro en ella para poder sentir cómo palpita en mi vida, ya que no es un inquilino que tengo domiciliado en los neurotransmisores sino una experiencia que hago, que vivo a cada instante. Si me demoro sin prisas, podré además evitar decisiones precipitadas e impulsivas. Hacerle sitio supone bajar al «pozo de la melancolía» para sentirla allí, meterme en el «laberinto» para hacerme cargo de lo difícil que resulta salir. Y es que no podría vivir si fuera refractario a la tristeza y al dolor. Como decía Émil Durkheim en su libro El suicidio: «Hay dolores a los que solo podemos adaptarnos si los queremos, y el placer que en ellos encontramos tiene algo de melancólico. Pues la melancolía solo es mórbida cuando ocupa demasiado espacio en la vida, pero es igualmente mórbida una vida que la excluya totalmente». Esto es lo que me va a permitir trascender poco a poco mi tristeza, mi desgana, mi inhibición y transfigurarlos, y sentir con Ítalo Calvino que la melancolía es entonces «tristeza que se ha hecho ligera», y mirarme al espejo sin el dedo acusador. Me va a ayudar a mitigar el sufrimiento y la ansiedad del combate agotador.

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Un acto de rebeldía y valentía que me recompensa Hay que ser muy valiente para vivir con miedo. Contra lo que se cree comúnmente, no es siempre el miedo asunto de cobardes. Para vivir muerto de miedo, hace falta, en efecto, mucho valor. ÁNGEL GONZÁLEZ

Hacerle sitio y demorarme en ella no es sumisión conformista. Es, por el contrario, un acto de rebeldía contra la sumisión y la resignación, la continuación de aquel acto de autodeterminación y reafirmación que comentábamos en el capítulo 3, que me conecta con mis experiencias privadas, me hace experimentarlas directamente, vivenciarlas y conocerlas mejor, que es tanto como conocerme mejor a mí mismo. Compruebo que tomo así las riendas y el gobierno de mi vida y de mis experiencias vitales. Si hasta ahora eran los recuerdos dolorosos, los pensamientos pesimistas y las emociones desagradables los que condicionaban mi vida y mis esfuerzos de combate y evitación, ahora soy yo el dueño de mí mismo y experimento sentimientos de dominio y de triunfo. Me otorgo la recompensa de estar conmigo, de atenderme a mí mismo, de reivindicar el valor de mi plenitud. Es además un acto de valentía, porque «hay que ser muy valiente para vivir con miedo», con dolor, con tristeza, con sufrimiento. Exponerme a los recuerdos que me entristecen y me dan miedo y aceptarlos es ya una muestra de valor. Valentía no es ausencia de miedo y de dolor, es la determinación de afrontar la experiencia en que los vivo. Decía Confucio que él no habría escogido como lugarteniente a alguien que luchara con tigres y atravesara ríos sin sentir miedo, sino a alguien que tuviera miedo al entrar en acción. Un acto transgresor y liberador que gana la partida a la evitación Es un acto transgresor y de insubordinación también porque desafío las recomendaciones y calificativos que escinden la integridad de mi experiencia y alientan el combate y la evitación. Descubro la paradoja de que cuanto menos intento combatir mi dolor y ahogar mi tristeza y los recuerdos dolorosos, más pronto se me van y se disuelven en el tiempo, que cuanto más los quiero controlar y prohibir, más incontrolables se vuelven y que cuanto más quiero renunciar a ellos combatiéndolos, más irrenunciables se me hacen y menos se me van. Además, cuando me expongo a lo que evitaba y me dejo estar sin huir, se pone en marcha un proceso de habituación que reduce el miedo y la ansiedad y me los hace menos aversivos. La exposición gana así a la evitación. Es también, pues, un acto liberador, pues cuando acepto mis experiencias privadas como algo mío, ya no tengo que ocuparme del vano combate contra ellas, me siento 113

liberado, comienzan a irse y empiezo a salir del laberinto. El tiempo y la energía que hasta ahora invertía en el combate y en la evitación me quedan disponibles para las muchas acciones esperanzadas y productivas que veremos en el capítulo 6. Una experiencia de aprendizaje y de autoconocimiento Hacerle sitio a mi experiencia depresiva me depara además la oportunidad de aprender a compenetrarme más conmigo mismo, a adquirir una nueva y más amplia perspectiva sobre mí mismo, a verme con un campo de visión más amplio y panorámico, de un modo más completo, con más matices. Me descubro con una sensibilidad especial, a veces a flor de piel, para sentir a fondo el impacto emocional de una pérdida o de un fracaso, para recordar y narrar con detalles muy vívidos sucesos adversos del pasado, para grabar en mis sensaciones, en mi respiración, en la tensión de mis músculos la presión que me están produciendo las pérdidas y los fracasos, para descubrir «puntos sensibles» que tal vez desconocía, para conocer mi fortaleza y mi temple frente a la adversidad. Si acepto mi tristeza, también podré comprender mejor mi dicha, y también la secreta unidad de las dos en mi biografía. Si acepto mi desesperanza, comprenderé mi deseo de encontrar una salida y las dificultades para encontrarla. Aceptar la pesadumbre de las limitaciones me hará más consciente también de mi transitoriedad, de mi finitud. Aceptar el duelo que siento por mí en medio de la pérdida me permite poder cuestionar tal vez la imagen que proyecto sobre los otros y tener así una idea más clara de quién soy para ellos. Aprendo también a ver a los otros como algo más que la percepción que yo hasta ahora tenía de ellos. Podré aprender a renunciar al lugar que he perdido con la pérdida, a desprenderme del rol que desempeñaba en la relación anterior y a desempeñar el que me demanden las nuevas relaciones, sentir afecto por alguien diferente y aceptar el afecto de quienes me querrán de manera diferente a como me quería la persona perdida. Si a lo largo de los años me he visto a mí mismo «a través de los ojos» de la persona que he perdido, podré aprender a verme a través de los ojos de otra persona. La pérdida me pone también «los pies en la tierra», pone de manifiesto los límites, la fugacidad de las cosas, mi propia vulnerabilidad, me permite descubrir hasta qué punto estaba dependiente de la persona que he perdido. Me anima también a buscar en lo sucesivo apoyo en los otros para tratar de resolver problemas cuya 114

solución he postergado porque me sentía protegido y evitar así nuevas pérdidas y fracasos. No necesito «beber del Leteo», no necesito olvidar Aunque a veces procuro olvidar, recuperarme de la crisis y rehacer mi vida no implica tener que «beber de las aguas del río Leteo», que, según la mitología, hacía olvidar completamente la vida pasada, y olvidar lo que he perdido, si bien con el paso del tiempo disminuirán la frecuencia e intensidad de los episodios de tristeza y de dolor. Podré aceptar más y más el hecho de la pérdida, aceptar también el desprendimiento y la desvinculación y aceptar, en su caso, que lo perdido ya no puede ser restaurado y ya no estará siempre presente en el recuerdo. Si la pérdida ha sido debida a la muerte, no olvidaré a los que se fueron, pero podré aceptar la pérdida irreversible sin un sentimiento abrumador, podré «matar a los muertos», como alguien dijo, dejar que «descansen en paz» y seguir viviendo su memoria para ser fiel a su legado, lo cual prolongará el vínculo, en lugar de querer «irme con ellos» o «reunirme con ellos». No solo no olvido, sino que reconozco la belleza del amor perdido y la felicidad que me ha deparado y el valor de recompensa que para mí tenía la persona perdida. Aunque el amor sea perecedero y haya sido efímero, no deja de ser una exaltación de la vida vivida, de «tu hermosura y mi dicha» que contemplaban las golondrinas de Bécquer. Esta belleza y esta felicidad, que la imaginación y el recuerdo a veces idealizan hasta lo magnífico y lo sublime, me pueden compensar por la pérdida y ayudarme incluso a trascender el dolor y la tristeza de la pérdida y a decir con serenidad «fue bueno mientras duró». Pero puede no ser fácil Cuando he vivido pasadas experiencias traumáticas, como la experiencia de maltrato y abuso, que han durado mucho tiempo y que me han provocado fuertes reacciones de miedo, asco o vergüenza y conductas de evitación difíciles de desmontar y que me hacen estar permanentemente vigilante, puede no serme fácil exponerme ahora a los pensamientos, recuerdos y emociones que me evocan la experiencia vivida. Puede ser difícil exponerme a emociones, recuerdos y sensaciones inquietantes si creo que me pueden hacer perder el control, que se me pueden ir de las manos o que puedo hacer «una tontería» si no las aparto como sea. También me será difícil hacerles sitio a las emociones tristes si anticipo que de ese modo no van a cesar nunca, aun cuando en realidad es el combate el que hace que no cesen. Me puede ser difícil aceptar si en el curso de mi vida he aprendido que aceptar determinados sentimientos es una muestra de debilidad o de ser «demasiado emocional», 115

si me tomo al pie de la letra las recomendaciones que dicen que es preferible tratar de distraerse cuando se siente tristeza o que «tengo que hacer que no me afecten tanto las cosas», aun cuando no por eso dejan de afectarme. 2. Una práctica perseverante y paciente Si decido emprender este primer tramo del camino, me será muy útil dedicar un tiempo y un lugar a lo largo del día a practicar la exposición y la aceptación deliberada de las experiencias privadas que hasta ahora trataba de evitar. Habrá días, sin embargo, en que no será fácil encontrar ese momento y ese lugar y habré de practicarlas justamente en los momentos en que las estoy viviendo. Así, lo puedo hacer mientras camino por la calle, viajo en autobús, cocino o friego los platos, en medio del ajetreo, en una reunión «insufrible», en una discusión acalorada o en una espera «desesperante». En todo caso, la clave está en la práctica perseverante y paciente que contrarreste la conducta de evitación y combate. 3. Voy hasta la raíz: me siento vivir cuando me duele Siento el dolor menguarme poco a poco […]. Parecerá a la gente desvarío preciarme deste mal do me destruyo: yo lo tengo por única ventura. GARCILASO DE LA VEGA No quiero que te vayas, dolor, última forma de amar. Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles […]. Tu verdad me asegura que nada fue mentira. PEDRO SALINAS La voz a ti debida

El reconocimiento de mis experiencias privadas no es un acto de voluntarismo ciego. Es un acto radical porque supone reconocerles su verdad y su raíz en las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones, las penalidades, las desventuras. Como última forma de amar, el dolor que siento es el eco del amor perdido; puede ser una «ventura», como lo era para Garcilaso. El dolor punzante y violento es testimonio de una experiencia extrema, lacerante. No son fenómenos desencarnados, las vivo como señales de vida, ecos emocionales de la experiencia que estoy viviendo. Están encarnadas en ella y en ella encuentran su significado, aseguran que esa experiencia ha ocurrido o está ocurriendo y que las pérdidas y su impacto no son una mentira. Tienen motivos, pues, no son sucesos «inmotivados», como decían las doctrinas. 116

Razón, emoción y sensación juntas La tradición filosófica occidental ha realzado el «yo pensante», el yo que razona y contrapone razón y emoción, como si las actividades racionales estuvieran desprovistas de emoción, y como si las emociones fueran algo «irracional» y no estuvieran también cargadas de la verdad de la vida, de «lógica» y de sentido. Ha creado un prejuicio contra las emociones, considerándolas de menor categoría que lo racional. Según esa tradición, lo racional debería estar desprovisto de emoción, debería ser «desapasionado» para poder ser «objetivo». La razón daría lugar al conocimiento y a la verdad y la emoción llevaría al extravío. En mi aceptación, en cambio, reivindico la totalidad de mi biografía e integro la verdad de la razón y la emoción. Esta misma tradición filosófica también ha favorecido el antagonismo entre la sensualidad y la razón, entre los deseos desordenados, concupiscentes e «impuros» de la carne y de la sensualidad y la pureza del espíritu. También Marsilio Ficino, el clérigo florentino que conocimos en la introducción, consideraba que el alma es «señora y reina del cuerpo» y que el cuerpo es «siervo del alma», y que procede cultivar con diligencia el entendimiento, que es, según Ficino, «incorpóreo» y el único que puede conocer la verdad. Lo corporal y sensual ha sido difamado como «inferior» e «irracional» y habría que combatirlo, domesticarlo, reprimirlo y someterlo a la razón que sería «superior».

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Pero en realidad no solo conozco a través de mi pensamiento, de mi razonamiento, también conozco y me conozco a través de mis sensaciones corporales, pues, como decía Juan de la Cruz, no basta solo con saber las cosas, sino que es preciso también gustarlas. Fortaleciendo mis sensaciones, mi sensualidad, me rebelo contra la tiranía de la razón, que a menudo dictamina lo que se «debería» o «no debería» sentir y reprime y combate sensaciones y emociones que no parecen «razonables». El gozo de sentirme vivir La tristeza, el dolor y el sufrimiento no se oponen a la vida, son parte de ella. En medio del dolor y la tristeza, experimento el gozo de sentirme vivir, existir, palpitar, como Salinas. Cuanto más los acepto, más me siento vivir, más vida vivo y más dispuesto estoy a abrazar también los gozos de la vida cuando llegan. Es que también el padecer me permite experimentar, conocer. Padeciendo las cosas, las comprendo mejor, más profundamente. Pathos es una palabra griega que significa precisamente «experiencia», «vivencia», «acontecimiento», «pasión». El recuerdo doloroso de la persona que ha muerto puede ser a la vez una fuente de gozo cuando la imagino cerca de mí, hablo en silencio con ella, soy fiel a su memoria y a su legado. Puedo, pues, seguirles el rastro hasta las experiencias adversas en las que echan sus raíces y encuentran su verdad, pues así me dan más luz, me hacen más lúcido, las 118

comprendo mejor. Pueden ser, en efecto, emociones, sensaciones, recuerdos de una experiencia traumática vivida, de un abuso sexual cuyo recuerdo «me produce repugnancia y una vergüenza horrible», de una relación conflictiva, opresiva y dañina cuyo recuerdo «hace que me atenacen de nuevo el miedo y la tristeza» y sienta tensión en los hombros y en la mandíbula, y cuya amenaza inminente anticipada me produce ansiedad y angustia, de las pérdidas derivadas de un divorcio por el que «estoy rojo de rabia», de un abandono doloroso que ahora me hace tener «miedo a que me rechacen y abandonen de nuevo».

No las descalifico, las renombro Al reconocerles su verdad y comprenderlas mejor, puedo revisar las expresiones con las que hasta ahora tal vez las enjuiciaba y descalificaba: «es una tontería sentir lo que estoy sintiendo», «no tiene sentido sentirme así», «debería estar contento, no hay razones para sentirme como me siento», «debo de estar loco para recordar estas cosas». Ahora puedo renombrarlas de una manera descriptiva aludiendo a su raíz. Puedo reconocer que «algo importante ha sucedido en mi vida», que «lo que ha ocurrido no es ninguna tontería, y precisamente por ello me ha afectado, ha dejado huellas, incluso cicatrices», que «el fracaso que he vivido me ha afectado mucho y por eso estoy tratando desesperadamente de olvidarlo», que «tenía mucho sentido para mí el proyecto que ha terminado en fracaso, a lo que no hago más que darle vueltas sin conseguir dejar de pensar», que «se me ha humillado y por eso siento dolor y rabia», que lo que siento tiene sentido y significado, que su intensidad y «anormalidad» son normales en las circunstancias intensas, extremas y «anormales» que estoy viviendo. En definitiva, que me siento vivir con lo que siento, aunque me hace sufrir.

4. Me expongo y las contemplo con atención plenamente consciente Había plantado una bonita pradera y un buen día comprobó que en ella crecían dientes de león. Decidido a no consentirlo, arrancó los primeros dientes de león que aparecieron, pero volvieron a crecer. En su empeño por combatirlos, optó por el uso de herbicidas, pero el desafío continuó. Alguien le dijo que los dientes de león provenían de las parcelas vecinas e hizo las oportunas gestiones para que los vecinos se unieran a su cruzada, pero fue inútil. Desesperado, pidió ayuda al Ministerio de Agricultura, que en su respuesta decía: «Hemos consultado a todos nuestros expertos y nuestro consejo es que aprenda a amar sus dientes de león».

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Amar los dientes de león

Me doy cuenta de ellas Si el miedo, la tristeza y los recuerdos dolorosos forman parte de la vida, al igual que los dientes de león forman parte de las praderas, resulta inútil luchar contra ellos. Si querer combatirlos y arrancarlos los reactiva, tal vez sea mejor dejar de resistirse a ellos, «no despreciar nuestras horas de dolor», como nos recomendaba Rainer Maria Rilke en su Décima elegía de Duino, y aprender a amarlos. Me rindo, pues, a la evidencia de su presencia en mí, como algo que pertenece a la plenitud de mi vida y que me está ocurriendo aquí y ahora. Me abro a ellos, me doy cuenta de ellos, no les vuelvo la espalda, los contemplo «cara a cara», con atención plenamente consciente, como quien mira con curiosidad un paisaje. Me los digo incluso en voz alta. «La pérdida ha sido dolorosa y el recuerdo me sigue produciendo dolor, pero el dolor es una señal del valor que tenía lo que he perdido, y del valor de lo que yo he invertido en la relación, de la capacidad de amar que he mostrado», decía un hombre mientras se daba cuenta de los recuerdos dolorosos del abandono y los contemplaba activamente como algo suyo.

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Soy ser de carne y hueso y tengo sed de carne y vida Si no existieran ellos, ellos, ellos, los labios y los ojos y la sangre, felicidad, desgracia no tendrían donde saciar su sed de carne y vida PEDRO SALINAS Razón de amor

«¡Oye, que no soy de piedra!», digo cuando alguien me ofende, dando a entender que la ofensa toca las fibras sensibles de mi «ser de carne y hueso», que reivindicaba Miguel de Unamuno, carnal y somático, no de piedra, y que a veces siente el abatimiento que se refleja en el Retrato del doctor Gachet de Vincent van Gogh que tiene el tronco encogido y «la expresión desolada de nuestro tiempo», en palabras del propio pintor. La totalidad de mi existencia está somatizada, y para Vincent van Gogh, Retrato del doctor Gachet que la felicidad y la desgracia acontezcan son (1890) precisos «los labios y los ojos y la sangre». Soy mi cuerpo y mi cuerpo expresa lo que soy y lo que vivo. También siento, pues, que mi experiencia depresiva tiene «sed de carne y vida», pues también ella es somática, corporal, carnal, no es una experiencia etérea, incorpórea. Al igual que las hojas de hierba nacen de la tierra, así también la tristeza, el dolor, los recuerdos dolorosos, los pensamientos pesimistas se nutren de la tierra de todo mi cuerpo, de sus sensaciones visuales, auditivas, olfativas, táctiles, gustativas, y de las sensaciones que proceden de mis vísceras y de mis movimientos musculares. «Los recuerdos no habitan solo en la memoria, sino dentro de toda mi carne», escribió Gabriel Miró. Las emociones y las Pliegue de Veraguth sensaciones son en sí mismas movimiento expresivo de todo mi ser. Literalmente, e-moción es «mover hacia fuera», está ligada al movimiento, es con-moción. Cuando estoy emocionado, estoy corporalmente conmovido. Lloro una pérdida y sería imposible el llanto sin las glándulas que producen mis lágrimas. Se inscribe mi tristeza también en los hombros hundidos, los párpados caídos, la mirada gacha, la comisura de los labios hacia abajo, la frente arrugada o ese gesto 121

arrugado del rostro triste con las cejas oblicuas hacia arriba y hacia dentro que configura el llamado pliegue de Veraguth, por referencia al neurólogo suizo que lo describió. Prefiero el silencio: más allá del confín de las palabras A menudo estas sensaciones y movimientos comunican mejor que las palabras. De hecho, en el curso de mi vida experimento sensaciones placenteras o dolorosas mucho antes de poder hablar, antes de poder superponerles un nombre. Las emociones y las sensaciones que las acompañan tienen su propio lenguaje, que no se puede poner fácilmente en palabras. Es un lenguaje «más allá del confín de las palabras», como decía Wilhelm Reich. Por eso frecuentemente las palabras se me quedan cortas, me revelan su insuficiencia cuando quiero comunicar los secretos de las vivencias emocionales y sensoriales: «no sé cómo expresarlo», «es más de lo que te pueda decir». Pueden velar, oscurecer su sentido, dejarlas inexpresivas en lugar de desvelarlas. Pueden ser incapaces de recrear la desgracia vivida en la pérdida que evoco con tristeza y dolor. No dicen todo lo que siento, son imprecisas, opacas para la rica complejidad de la experiencia vivida. Se desvelan mejor con los gestos, con movimientos o con la inmovilidad. Puede decir más de mi estado de ánimo el tono de mi voz que las palabras con las que trato de describirlo. Y de mi embotamiento habla más claro mi habla enlentecida y quebrada por los silencios que las palabras que pronuncio. Las desvela un retrato, una pintura o aquel grabado Melencolia I de Alberto Durero que vimos en el capítulo 2. Las desvelan los movimientos de la música de Le lagrime di san Pietro, de Orlando di Lasso, o del Oficio de Tinieblas de Tomás Luis de Victoria. Puedo penetrar en la tristeza, el dolor y la agonía de la experiencia melancólica escuchando el Cuarteto de cuerda Opus 18 n.º 6 de Beethoven, que él mismo tituló La Malinconia. Con estas y otras muchas obras «plantó cara al destino», «cogiéndolo del cuello», como él decía. Puedo penetrar en el dolor del abandono y el olvido escuchando Oblivion de Astor Piazzolla.

Por eso, a veces prefiero el silencio. Es como si lo que siento me cerrara la boca, me atara la voz, como si las palabras se sofocaran en mi garganta y se callaran para dejarme sentir lo que siento. A veces siento como si un abismo separara las palabras de aquello que quisiera expresar y sufro por mi torpeza expresiva. En ese sentido, es una experiencia «inefable», que es lo mismo que «indecible», inexpresable. Me demoro y las dejo hablar: el rastreo sensomotriz con los pies en la tierra 122

Me conecto, pues, con mi cuerpo y dejo hablar al movimiento expresivo corporal de mis emociones y sensaciones. Es, como proponía Wilhelm Reich en su bioenergética, vivir la profunda conexión biológica de las experiencias psicológicas, integrar las experiencias sensoriales del propio cuerpo, no escindirlas, no escapar de ellas, tampoco «tragármelas», no bloquearlas con la rigidez corporal que me sirve de contención, dejarlas fluir, disminuir la presión, desahogar. Dejo, pues, que transcurran y me demoro en contemplar con atención plenamente consciente las sensaciones y movimientos que integran mi experiencia depresiva y los siento tal como van ocurriendo, los sigo de cerca, los permito, no los acallo, no los combato, no los oculto tras las palabras. Siento ganas de llorar de tristeza y de rabia, me permito el bálsamo del llanto que mueve mis ojos, mi boca y mi pecho, como lo hacen los sollozos y los anhelos, advierto los temblores involuntarios y el hormigueo en las piernas, la falta de aire y los suspiros de la ansiedad, la tensión en el cuello y en la espalda, el dolor de cabeza, la mandíbula apretada, las posturas y gestos defensivos que se han convertido en un hábito después de todos los ataques que hace tiempo recibí y que ahora evoco, el nudo en la garganta porque no sé expresar lo que siento, el encogimiento de todo mi cuerpo por el abatimiento en que me ha dejado la humillación recibida, la parálisis, la inercia y la desgana que me está dejando el duelo, el desamparo por la muerte de un ser querido o el vacío existencial que me deja un abandono. Contemplo el dolor de la pérdida y el fracaso y lo advierto tal vez como «violento», «punzante», «sordo», «intenso» o «ligero».

Puedo hacer esta contemplación atenta de una manera sistemática desplazando lentamente la atención por todo mi cuerpo, desde la punta de los pies hasta la cabeza o desde la cabeza hasta los pies, pasando por el abdomen, el tórax y las extremidades y advirtiendo las sensaciones que surgen en cada una de ellas. Lo puedo hacer sentado o tumbado, con los ojos cerrados o no, en un momento en el que sea poco probable que me entre el sueño y en un lugar sin interrupciones. Si me distraigo de la atención a las sensaciones que estoy explorando y advierto que estoy pensando en otra cosa, regreso a ellas de nuevo. Tomo una mayor conciencia de mis emociones, pensamientos o recuerdos cuando presto plena atención y exploro atentamente las sensaciones corporales concomitantes según vayan apareciendo. Advierto el aumento de la frecuencia cardíaca, la boca seca, la tensión muscular, la mirada hipervigilante e incluso los ojos abiertos «como platos» cuando experimento miedo y ansiedad. La respiración que se ha hecho más agitada y el temblor que aparece en las piernas acompañan al recuerdo del trauma que viví hace ya tiempo y del que no pude escapar porque me sentí paralizado. Advierto el retraimiento, el hundimiento de los hombros, la inmovilización, la evitación de la mirada que acompañan a la vergüenza que experimento por los hechos ocurridos y que no me atrevo a hacer explícita verbalmente. El nudo en la garganta, por espasmo del esófago y la faringe, estará presente cuando experimento una fuerte ansiedad sin saber qué hacer y qué decir en una situación interpersonal dolorosa o conflictiva, o cuando estoy a punto de romper a llorar. Tomo mayor conciencia de mis recuerdos tristes al advertir mis ojos llenos de lágrimas. Advierto dificultad respiratoria junto a la ansiedad que me produce la anticipación de que voy a seguir viviendo el abandono.

La exploración atenta y activa de mis sensaciones corporales es un ancla que me ayuda a «tener los pies en la tierra» y a centrarme en el momento presente y en la experiencia inmediata y tangible que estoy viviendo. Me ayuda además a moderar los 123

monólogos de la hiperreflexión, a «bajar de la estratosfera» de las cavilaciones, de las que hablaremos en el capítulo 5, a la tierra de la experiencia vivida. Siento la dura coraza defensiva y la respiración dificultosa Cuando después de los golpes duros que no pude controlar me quedo a la defensiva, tengo expresión de tensa inmovilidad: los hombros echados hacia atrás, el mentón rígido, el tórax elevado, la respiración superficial, la parte baja de la espalda arqueada y la pelvis retraída hacia atrás. Es la dura coraza defensiva del espasmo muscular crónico que me defiende y me protege, pero a costa de bloquearme también, de hacerme impenetrable, de dificultarme la comunicación. Mi parálisis se manifiesta a veces en un «no puedo moverme». En esa postura corporal, es difícil emitir suspiros de placer, que se emiten con movimientos de la pelvis hacia Siento la dura coraza defensiva delante, o un sollozo. El llanto y el beso solo son posibles cuando se disuelve la tensión del mentón. La mandíbula apretada, rígida, por la contractura de los músculos maseteros, y el temblor en los labios denuncian la rabia y la ira que me provoca la humillación recibida: estoy «que muerdo». Cuando trato de contener o suprimir el llanto o la rabia, hago el movimiento de tragar saliva. Los movimientos de la nuez muestran cómo me «trago» literalmente esos impulsos, cómo se suprimen, cómo se bloquean. Presto, pues, también atención plenamente consciente a estas sensaciones de tensión muscular, a la verdad que revelan. Es un primer paso para poder exponerme también a las sensaciones de relajación que disuelven la coraza y hacen que «la estatua petrificada» de mi cuerpo cobre la vida de un cuerpo palpitante. En el libro Si la vida nos da limones, hagamos limonada, los autores proponemos un procedimiento para practicar la relajación muscular y vivir sus sensaciones liberadoras. La presto también a las sensaciones que acompañan a la respiración. Siento en medio de mi tristeza y mi abatimiento la respiración dificultosa, enlentecida, superficial, con limitados movimientos del diafragma, con volumen respiratorio restringido, como si el aire tuviera interrumpido su paso fluido hacia y desde los pulmones. También en ese mismo libro se expone un procedimiento para practicar la respiración profunda, de amplio movimiento del diafragma, que deja que el aire entre y salga con fluidez y que disuelve y desbloquea la coraza muscular y la rigidez, la contención y la detención de la respiración superficial y la actitud crónica de inspiración de la experiencia depresiva.

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5. Las acojo, las consiento, las acepto, no las juzgo Voy a imaginar que mis experiencias privadas son como olas que vienen a la playa de mi vida y que me hablan de las pérdidas, fracasos, tribulaciones y penalidades que estoy viviendo. Me experimento como una playa que las acoge y acepta y en la que mansamente acaban rompiendo y disolviéndose, sin necesidad de salir a combatirlas, a sujetarlas. Si no las acepto tal como vienen e intento sujetarlas, me envuelven más. La aceptación, en cambio, las acoge, las disuelve, las calma.

Como la playa acepta las olas

Reemplazo la evitación por un acto de acogida La exposición a mis experiencias privadas y su exploración atenta son un acto deliberado de acogida que reemplaza a la evitación y reduce la ansiedad que la acompaña. Es acogerlas, consentirlas, permitirlas, dejarlas estar y dejarme estar con ellas, aceptarlas tal como son, sin juzgarlas, sin calificarlas de «malas» o «negativas», apropiármelas, hacerles sitio en mi «playa» porque son mías, parte de mi plenitud. Rehuirlas, evitarlas y combatirlas sería tanto como combatirme a mí mismo y traicionar el valor de mi biografía personal entera. Dejo que venga y me consiento ese recuerdo que tanto me atormenta, me expongo a él, tomo noticia de él y observo lo que siento físicamente mientras lo recuerdo. Acojo y acepto la desesperanza nacida de experiencias anteriores fallidas, que me hacen dudar de que valga la pena intentar sobreponerme a mi experiencia depresiva, la desconfianza o la frágil confianza porque no estoy seguro de mis oportunidades y de mis posibilidades. Acojo, acepto y consiento también el dolor y el duelo que siento por mí, porque, como decíamos en el capítulo 1, yo también me he perdido con las pérdidas. Acojo y acepto mi sentimiento de culpabilidad porque considero que no he hecho lo suficiente por evitar la pérdida y he defraudado, porque me siento responsable del fracaso del proyecto y me siento en deuda con quienes lo compartían conmigo, o porque creo que he sido de alguna manera cómplice del maltrato recibido.

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Las acojo, las consiento y las acepto tal como las estoy viviendo. Tal vez las vivo como «desproporcionadas» y por eso me digo: «no sé por qué reacciono con tanta ira, pierdo el control totalmente y lo echo todo a perder»; tal vez como «perturbadoras»: «el recuerdo de todo aquello me trastorna, no me deja vivir, pero no me lo puedo quitar de la cabeza»; tal vez como «irracionales»: «sé que no hay ninguna razón para sentir este miedo y esta tristeza, pero es más fuerte que yo, me domina», «cuando alguien muestra afecto por mí, debería sentirme satisfecho, pero de inmediato empiezo a pensar que acabará abandonándome como hicieron otros antes, me entra miedo y corto de inmediato».

Me abro a ellas y les doy la bienvenida con benevolencia Es darles la bienvenida e invitarlas a estar conmigo. Es un modo de estar conmigo, pues son mías, de darme la libertad de hablarme y de escucharme, de tomarme en consideración, de tratarme con benevolencia, del mismo modo que le doy la bienvenida a un amigo que viene triste y apesadumbrado. Voy a imaginar que invito a casa a un amigo al que me hace mucha ilusión volver a ver. Cuando abro la puerta, abro los brazos y con muestras de enorme alegría le doy la bienvenida y le invito a sentarse en un lugar confortable para mantener con él una grata tertulia. En ese momento, no se me ocurre reprocharle el vestido que trae, su corte de pelo, sus zapatos. Tampoco le reprocho los errores que quizá ha cometido en su vida, la tristeza y el dolor que siente por una pérdida reciente, los recuerdos de una experiencia traumática vivida años atrás y que la pérdida de ahora le hace revivir, los pensamientos que le obsesionan o el ligero dolor de cabeza que trae. Sencillamente le invito a pasar y a compartir conmigo un momento importante de la vida, y me abro a su experiencia. Ahora voy a imaginar que ese amigo que aparece al abrir la puerta soy yo mismo. Me doy entonces también la bienvenida, me abro los brazos, me ofrezco un lugar y un momento acogedores y mantengo conmigo mismo una tertulia confortable y liberadora en la que puedo exponerme a mi tristeza y mi dolor, a mis recuerdos dolorosos, a mi desgana de vivir, a mi desesperanza. Como amigo mío que soy, no me lo reprocho, no me combato, no me prohíbo contármelo, sino que me convierto en mi mejor huésped, me abro a mí mismo, a lo que estoy viviendo en este momento, y lo acepto tal como viene.

Puedo dar la bienvenida a mis experiencias privadas en cualquier momento en que las estoy viviendo, pero si noto que ocupan mucho tiempo en mi vida y me lo quitan para otras ocupaciones, puedo establecer un «tiempo de tertulia» y después seguir con mis otras ocupaciones: «el horario de visita ha terminado, en otro momento podremos continuar, ahora tengo otras cosas que hacer». Si delimito un «tiempo de tertulia», puedo ponerme una indumentaria diferente de la habitual o un sombrero para marcar mejor las diferencias con los otros momentos del día. También la ambivalencia de lo que pierdo y de lo que siento

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Consiento y acepto también mis sentimientos ambivalentes, pues a veces la pérdida no solo me evoca dolor y tristeza, sino también enojo, rabia y hostilidad, incluso odio, pues culpo a la persona perdida del abandono, de la partida, incluso de haberse muerto y de todo lo que la pérdida me está acarreando y me va a acarrear. Quisiera recuperar y tener conmigo al ser amado cuya pérdida me produce tristeza, y al mismo tiempo quisiera «borrar del mapa», agredir («si pudiera, lo abofetearía») o destruir al ser cuya pérdida me produce frustración, rabia y hostilidad. «Preferiría que te hubieras muerto; lo que has hecho es peor, te odio», decía una mujer a la pareja que le había sido infiel y le había abandonado. Un hombre hablaba en voz baja con su madre fallecida y le decía: «no te perdono que te hayas muerto y me hayas dejado».

Lloro por la pérdida, pero me cuesta llorar si prevalece la rabia. El recuerdo de sucesos y momentos negativos vividos con la persona que he perdido me puede ayudar incluso a recuperarme de la pérdida, a mitigar el duelo, la tristeza y la pena, a rehacer mi vida, a restablecer relaciones afectivas, a volver a amar. Hago las paces con mi pasado y me absuelvo de la culpa Al final de la novela de Dostoievski Crimen y castigo, Raskolnikov, después de reconciliarse con su madre y su hermana, como condición de reconciliación consigo mismo, recibe también de su compañera Sonia el perdón que es el don de no juzgar sus actos y que aparece como la única salida para su desolación. La reconciliación y el perdón, que Raskolnikov recibe bañado en llanto, hacen que el sufrimiento quede ligado a la dicha. El amor de Sonia y el perdón suspenden el crimen, hacen que prescriba; el perdón conoce el crimen y no lo olvida, reconoce la falta y las heridas y el dolor causados, y reconoce la pesadumbre del culpable, pero da paso a un nuevo tiempo de renovación personal.

Consiento y acepto también mi sentimiento de culpabilidad y mi pesar por mis decisiones equivocadas, por mis errores, y me ofrezco el don de perdonarme con indulgencia y de pedir la gracia del perdón y abrirme con esperanza a otro tiempo en mi historia personal y a la reparación de los posibles daños causados y de redimirme así de la culpa. También la enfermedad y la muerte Que morir vivo es última cordura. FRANCISCO DE QUEVEDO

Si estoy encarando la proximidad de la muerte y siento que la vida se me está yendo de las manos, puedo acoger y aceptar el cúmulo de emociones, pensamientos, recuerdos y sensaciones de ese último «acto de la vida». Porque la muerte no es solo un final, sino que es parte de la vida y de la historia personal, el último acto. Aceptar la vida es aceptar su carácter perecedero. Obstinarme en vivir como si la muerte no le perteneciese a mi vida es mutilar mi propia vida, cortarle a mi biografía su epílogo. Podré encontrar el 127

descanso y la serenidad, no a pesar de este término postrero de la vida, sino por su aceptación activa. 6. Acojo y acepto mi desgana de vivir y mis ganas de morir La imposibilidad de desarrollar su carrera profesional como profesor universitario, las consiguientes penurias económicas, el fracaso de su matrimonio, su exilio en París con la llegada de los nazis al poder en Alemania, su huida en 1940 hacia la frontera con España cuando el ejército alemán se acerca a París fueron factores muy determinantes de la experiencia depresiva del escritor Walter Benjamin. Cuando llega a Portbou junto con otros desplazados con el objetivo de pasar a España y posteriormente a Portugal y desde allí a América, la policía española les comunicó que sus visados de tránsito habían sido cancelados y que debían regresar a Francia al día siguiente. Ante la angustiosa expectativa de ser detenido y de perder el control sobre su vida en manos de los nazis, esa misma noche Benjamin se suicidó. Al día siguiente, una tormenta disuadió a la policía española de devolver a Francia a los exiliados y los autorizó a cruzar la frontera camino de Portugal, pero Benjamin ya no estaba entre ellos. Walter Benjamin

Las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los fracasos que vivo pueden haber sido o estar siendo tantos, tan intensos y tan difíciles de controlar, me pueden haber causado tanto desvalimiento, tanta indefensión, tanto daño, tanta parálisis e incluso tanto sentimiento de culpabilidad que me puede estar siendo difícil encontrar una salida y vislumbrar en el horizonte una «tierra prometida» que pudiera ofrecerme los bienes y las recompensas perdidos y dar sentido a mi caminar. Pensamientos y deseos de poner fin al camino Entonces me puedo sentir sumido en la pérdida del gusto por la vida, en el hartazgo de la vida, en la desgana de vivir, en una anhedonia extrema y en el pensamiento y el deseo de poner fin al camino como «último recurso». Hasta en el ámbito de la experiencia religiosa y mística puede hacer acto de presencia esta anhedonia extrema, como le ocurrió a Teresa de Ávila, para quien era «muy penosa la vida» y que, embargada de un sentimiento penetrante de tristeza y soledad que no halla consuelo, abrigaba vehementes deseos de morir para encontrar la quietud y salir de aquella pena. De ahí su «muero porque no muero». Me puede incluso desconcertar esta desgana: «esta falta de ganas de vivir me desconcierta, nunca creí que pudiera llegar a sentir esto», sobre todo si pienso, como canta el bolero, que «yo sin su amor no soy nada». A veces he podido incluso comentar con otras personas estos pensamientos y deseos como un modo de comunicar hasta qué grado han llegado mi abatimiento y mis ganas de morir, de reclamar apoyo o tal vez la recuperación de los gozos perdidos, e incluso de reprochar el abandono y el daño 128

recibidos. Me hace querer vivir Yo también puedo acoger con benevolencia tanta desgana, tanto pensamiento y deseo de morir, sin calificarlos como algo «horroroso» y vergonzoso, como «síntoma» de una psicopatología, como declara la doctrina psicopatológica. Los contemplo, igual que las otras experiencias privadas, tan míos como las demás, entretejidos en mi experiencia depresiva y en el valor de mi vida, cuya plenitud es muchísimo más que «nada» y que va mucho más allá de cada pérdida, de cada fracaso, de cada desgana concreta Édouard Manet, El suicida (1877) que pueda llegar a sentir. Y entonces podré salir del laberinto en el que estoy abatido, «pasar la frontera», como no pudo hacer Walter Benjamin, y seguir caminando, aunque no vea todavía despejado el horizonte, porque «la belleza está esperando mis pasos». Y así como Anna, la protagonista de la película Frantz, que evoca el dolor y el sufrimiento provocados por la Primera Guerra Mundial, exclama, mirando en el Louvre el cuadro El suicida de Manet, «me hace querer vivir», yo también puedo exclamar y reclamar ahora qué me puede hacer querer vivir cuando vivir se me hace una pesada carga y me produce desgana. Aun cuando he podido pensar alguna vez que «no espero nada de la vida», podré darme cuenta de cuánto espera de mí la vida y de que tal vez muchos esperan seguirme teniendo y no querrían perderme, y podrían recibir un duro golpe si decidiera partir. Podré decidir abrazar el mundo y participar en sus dones, habitar las cosas y tocarlas, entrelazado con ellas para recuperar sensaciones, sensibilidades estéticas y gozos que me hicieron vibran de alegría un día y que aliviarán mi dolor y mi sufrimiento si les doy de nuevo una oportunidad. Podré descubrir qué experiencias pasadas gozosas, qué personas, qué lugares, qué amores no quisiera abandonar, a qué recuerdos de experiencias que nadie me puede arrancar querría seguir siendo fiel, qué músicas he gozado y podría seguir escuchando, qué parajes, que experiencias me pueden hacer de nuevo sonreír, ya que incluso «al borde del abismo, una sonrisa nos impide dar el salto». Podré darme cuenta de qué valores de mí mismo, qué obras valiosas hechas por mí no merecen ser extinguidas y podrían seguir iluminando mi vida y la de otros. 129

Podré darme cuenta de cuánto esperaba y quería la persona que he perdido que le brindara, precisamente yo y nadie más que yo, el homenaje de seguir viviendo para dar continuidad a su legado. Me podré dar cuenta de que si es verdad que hay sucesos por los que me culpo, hay otros por los que me puedo todavía exaltar. Me podré dar cuenta de que, si decidiera irme de pronto, ya nunca podría comprobar si se resuelven o no los problemas que quería resolver yéndome, pues ya no estaría allí para verlo. En cambio, si decido quedarme, son muchos los problemas que todavía puedo disfrutar resolviendo. Y no cabe duda de que al sentir en mis pensamientos y en mis deseos la cercanía de ese «último acto de la vida» que es la muerte, podré tomar conciencia también del paso inexorable del tiempo, de que la muerte es una causa que tenemos perdida de antemano, de que es la más cierta de todas nuestras posibilidades, pero que, en lugar de maldecir el fracaso de la existencia, la vida que ahora tengo es el único camino en el que las puedo seguir desplegando todavía para darle sentido mientras la ejerzo. 7. Consuelo mi desconsuelo con empatía y compasión Si con la empatía trato de «meterme en la piel» de los otros y me muestro abierto a que expresen sus emociones y a comprender su significado sin juzgarlas, del mismo modo puedo practicar la empatía conmigo mismo, con mis emociones tristes y dolorosas como un acto de apertura y de acogimiento, como una experiencia de sentirme amado, como un acto de amor a mí mismo, de autoestima. No me maltrato, no soy duro y áspero conmigo, no me regaño, no me «machaco», pues eso aumentaría mi tristeza, mi dolor y mi desaliento y disminuiría mi autoestima. ¡Cómo no voy a sentir tristeza si lo que he perdido era tan importante para mí!, ¡cómo no voy a sentir tristeza si me veo tan frágil, tan vulnerable!, ¡cómo no voy a sentir dolor si me han hecho tanto daño!, ¡cómo no voy a sentir angustia ante esta amenaza que creo no poder controlar!, ¡cómo no voy a tener miedo si la situación en la que estoy encierra tantos peligros!, ¡cómo no voy a sentirme desesperanzado si no veo salida, si me he acercado a varias salidas y las he encontrado cerradas!

A alguien que está triste y lloroso lo tomo en brazos o lo abrazo y lo conforto, consuelo y alivio su desconsuelo. Se calmará sin necesidad de decirle «calma», porque la calma llega con el abrazo, no es el resultado de un consejo. Cuando estoy triste, lloroso, dolorido y sin ganas de vivir, puedo también «tomarme en brazos» y abrazarme, como tal vez lo han hecho otros conmigo a lo largo de la vida, como yo lo he hecho tal vez 130

tantas veces con un niño pequeño, sin necesidad de decir nada, sin decir siquiera «calma», porque si me abrazo, sobran las palabras, la calma llegará. Con la autoempatía, me muestro benevolente, cordial y compasivo conmigo mismo, me conforto, me reaseguro y consuelo y alivio mi desconsuelo, y esto mitiga el impacto de los golpes duros y alienta la esperanza. La autoempatía me hace además más capaz para la empatía hacia el dolor y el sufrimiento de los otros con los que convivo, con los que comparto la misma condición humana vulnerable y con los que nado en el mismo río de la vida. Me miro con sonrisa compasiva, pero también con la ironía compasiva que reconoce mis limitaciones, debilidades, defectos y errores, que no los pasa por alto. Porque la autocompasión no es un eximente, no es autocomplacencia, no me exime de la autocrítica lúcida.

Me tomo en brazos

ACEPTO Y TOMO DISTANCIA Acoger, consentir y aceptar mis experiencias privadas es un gran paso, es un buen comienzo. Pero aceptarlas no es un repliegue inhibido y resignado para lamentar las pérdidas, los fracasos, los abandonos y el dolor de las heridas. Tampoco significa aferrarme a ellas, quedarme con ellas, estancarme en ellas. Al contrario, y aunque parezca paradójico, cuando las acepto pierden relevancia y estoy en mejores condiciones para desprenderme y desasirme de ellas y dejarlas ir de mi vida y para que se vaya también de mi vida mi experiencia depresiva. Vienen y se van mientras prosigo mi camino Cuando las acepto, acepto también su transitoriedad en el acontecer de mi vida. Antes de comenzar a vivir mi experiencia depresiva, no estaban en mi vida la tristeza, el dolor, la desgana, el desvalimiento y la desesperanza, los recuerdos dolorosos, las cavilaciones que me atormentan y me paralizan. Vinieron a mi vida acompañando a esa experiencia, pero no estoy condenado a abrigarlas en mí de por vida. No reniego de ellas porque son mías y sería como renegar de mí mismo, y no las combato porque combatirlas sería tanto como combatirme a mí mismo. Pero tampoco las retengo ni me estanco ni me engancho en ellas, y del mismo modo que las contemplo y las reconozco como vividas por mí, 131

también puedo contemplar cómo pasan y cómo se van desprendiendo y cayendo de mi vida mientras yo continúo caminando para vivir otras diferentes, pues al día más triste de mi vida le puede seguir incluso el día más feliz de mi vida. Las acojo, las acepto, las consuelo, pues, pero las trasciendo. Me puedo imaginar que soy como el árbol que alimenta con su savia las hojas que brotan cada primavera y que caen en el otoño, como el mismo cielo azul que contempla las nubes o nubarrones de tormenta que vienen y van, como vienen y van y se caen y se van quedando por el camino en el curso de mi vida las emociones, los pensamientos, los recuerdos, las sensaciones que Soy como el árbol que alimenta conforman mi experiencia depresiva. Se pueden caer, dejarán de estar en mi las hojas que caen en el otoño vida, pasarán, pero yo, que estaba ya ahí antes de que llegaran a mi vida, seguiré estando ahí y seguiré siendo el mismo caminante que sigue adelante después de haberlos vivido, aunque la experiencia depresiva me haya cambiado y los otros a veces digan de mí «no ha vuelto a ser el mismo». Me puedo imaginar también que la totalidad integral de mi biografía es un océano que va ofreciendo incansablemente miles y miles de olas de recuerdos dolorosos, de emociones tristes, de pensamientos pesimistas, de sensaciones que van y vienen y se disuelven en la orilla.

No soy mis emociones ni mis recuerdos ni mis sensaciones Y puesto que mis experiencias privadas pasan y caen mientras yo las trasciendo, no soy idéntico a cada una de ellas, ni ellas son idénticas a mí, no me asimilo a cada una de ellas, no me confundo con ellas. Son experiencias mías, me pertenecen, estoy presente en ellas, me muestro en ellas, pero yo no soy ellas, no me defino solo por ellas, mi biografía personal es más que cada una de ellas y que todas ellas. Yo no soy mi tristeza, ni mis recuerdos dolorosos, ni mis sensaciones de tensión. Me duelo y sufro, pero «no soy» un ser doliente, mi identidad no la define mi sufrimiento porque a ella le pertenecen también la capacidad de gozar y las emociones y sensaciones placenteras. Me entristezco con la pérdida, el fracaso y el abandono, pero «no soy una persona triste». Si digo de mí que «soy una persona triste», podría parecer que no puedo vivir experiencias alegres. Estoy viviendo mi experiencia depresiva pero mi vida «no es» mi experiencia depresiva, mi identidad no la define esa experiencia, «no soy» un depresivo. Tengo emociones tristes, recuerdos dolorosos, sensaciones incómodas, pero ellos no me tienen a mí, no me poseen, no se me imponen, no me atenazan. No me consumo ni 132

me agoto en ellos, no me reduzco a ellos. Reducirme a ellos sería arrebatarme la complejidad, la riqueza y la plenitud de mi biografía entera, capaz de vivir otras muchas experiencias diferentes. Y puesto que no soy idéntico a ellos, puedo desprenderme y tomar distancia de ellos. Los contemplo como vividos por mí, como algo mío, pero a la vez como algo no idéntico a mí. Los contemplo con sentimientos de pertenencia y cercanía, porque me pertenecen mientras los vivo, pero a la vez con desprendimiento, desasimiento y distancia porque puedo dejar de vivirlos y vivir otros, pues estoy inacabado, como vamos a seguir viendo en los próximos capítulos.

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5. PENSAMIENTOS DEPRIMENTES O ESPERANZADORES Mi experiencia depresiva es muy a menudo silenciosa, incluso muda, pues no siempre digo a los demás lo que me pasa. Pero, aun en esos casos, yo sigo hablando a solas conmigo mismo, pensando en las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones y penalidades y tratando de comprender lo que me pasa. El capítulo 4 me ayudó a amar la alegría y a amar también la tristeza, a ser compasivo con mi dolor, con mi desgana de vivir, con mi desesperanza. ¿Qué puedo hacer ahora con esas palabras que me digo a mí mismo, con esos pensamientos pesimistas que me atormentan, con esas cavilaciones que no me dejan dormir? EL PODER DE CONVOCATORIA DE LAS PALABRAS Y SUS VERDADES Y MENTIRAS Me basta con oír la palabra «¡fuego!» para emprender la huida; no necesito ver el fuego, me bastan las palabras. El pastor de la fábula gritó «¡que viene el lobo!» y sus palabras movilizaron a los vecinos, que acudieron a la llamada. No necesitaron ver al lobo para reaccionar, les bastaron las palabras del pastor. Y es que las palabras pueden tener un gran poder de convocatoria, como mostró el psicólogo Lev Vygotski, pues son capaces de hacer presente lo ausente. Es como si el fuego y el lobo les traspasaran su peligrosidad a las palabras, quedaran sustituidos por ellas y entonces las palabras «fuego» o «¡que viene el lobo!» cumplen una función equivalente a la del fuego o el lobo y los «hacen presentes» provocando así miedo y huida. Claro que las palabras pueden perder ese poder cuando acudir a su convocatoria no conduce a nada, como les ocurrió a los vecinos que se sintieron burlados por las palabras del pastor y dejaron de hacerles caso. Con ese poder de convocatoria, las palabras crean a veces una atmósfera sofocante. Pueden provocar miedo, ansiedad, pánico, tristeza, dolor: «la culpa de todo la tienes tú», «no tienes remedio». Nos pueden trasponer al pasado y hacernos presentes las experiencias traumáticas: «¡cómo has podido meter la pata de esta manera!». Nos pueden llevar al futuro, anunciarnos amenazas y hacernos tomar medidas protectoras que finalmente resultan estériles porque las amenazas eran tan solo falsas alarmas, un engaño: «te va a ir muy mal si continúas así», «no vas a superar esto en la vida», «ten cuidado, no te fíes».

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Las palabras también pueden conectarnos con sucesos y personajes que no tienen existencia real, como los centauros y las sirenas, y que existen solamente en las palabras o en la fantasía, como en los relatos literarios, en los cuentos o en los mitos. Nos pueden prometer mundos de ensueño, tan alejados de la inmediata y a veces cruda realidad que nos hagan «estar en las nubes» y no con los pies en la tierra. Buena parte de ese poder de convocatoria estriba en su capacidad para actuar como reglas de conducta que gobiernan el comportamiento a base de anticipar las consecuencias favorables de obrar conforme a sus advertencias o las desfavorables de no hacerlo: «haz como yo te digo y acabarás dándome la razón». La consecuencia de atender a la convocatoria de quien grita «fuego» es ponerme a salvo. HABLO CONMIGO MISMO EN SILENCIO El hombre está hecho de tal manera que, si se le dice continuamente que es tonto, se lo cree, y si se lo dice a sí mismo, también termina por creérselo. Pues el hombre mantiene una conversación interna con él solo, que a él le atañe regular lo mejor posible. PASCAL Pensamientos

Pero también se manifiesta el poder de las palabras cuando me las digo a mí mismo, cuando me «convoco» con ellas. Nos choca ver a alguien hablando solo por la calle. Pero el caso es que todos hablamos con nosotros en silencio e incluso en alta voz sin que nadie nos oiga, aunque no lo hagamos por la calle. También Lev Vygotski nos mostró cómo las palabras del diálogo interpersonal se interiorizan entre los 3 y los 5 años como diálogo con uno mismo, como habla privada en la que uno es su propio interlocutor. Del mismo modo que vivo emociones que no comunico a nadie, fantasías que no me atrevo a confesar y recuerdos que Está pensando, hablando consigo me callo, también mantengo conmigo mismo conversaciones misma privadas, monólogos que los otros no pueden escuchar, soliloquios, que son literalmente «hablar solo», y en los que incluso me llamo tonto y me lo creo, como decía Pascal. En mis años escolares, la maestra, después de haberme explicado con sus palabras un problema, me decía «ahora dilo para ti mismo, no lo digas en alto, piensa en silencio», y entonces yo trataba de seguir diciendo para mis adentros sus mismas palabras para guiarme en la solución del problema. «Decirlo para mí mismo» era, pues, pensar, reflexionar, razonar, discurrir. «Ahora razónamelo» era después una invitación a «pensar en voz alta» y decir públicamente lo que me había estado diciendo a mí mismo en privado. 135

Y es que en buena medida mi pensamiento es desde entonces conducta verbal, conversación privada que también puedo acompañar de las imágenes de la imaginación. Por eso, mis pensamientos no están almacenados «en la cabeza», ni «me vienen a la cabeza», sino que son obras verbales que yo voy haciendo en activas conversaciones conmigo mismo. Y si las palabras de la conversación interpersonal tienen poder de convocatoria y funcionan como reglas que gobiernan la conducta, las palabras que me digo en mi hablar privado también tienen para mí poder de convocatoria y de autogobierno mientras transito por la vida. Hablo conmigo mismo para orientarme por carreteras que no conozco bien todavía: «a ver, recuerdo este árbol, aquí yo creo que tengo que girar a la derecha, efectivamente allá veo la casa…». También me hablo a mí mismo para «no lanzarme sin pensar», para orientarme en la vida, indicarme la dirección en la que quiero caminar, advertirme de consecuencias favorables y desfavorables, resolver los problemas de la vida, tomar conciencia de mí mismo y reflexionar sobre mi propia vida y mis experiencias.

Para conversar con los otros, necesito que los otros estén, pero pueden no estar o estar poco disponibles para conversar. Pero en mis conversaciones privadas yo estoy siempre disponible para conversar conmigo mismo, pues yo soy el hablante y el oyente. Por eso, puedo estar hablando conmigo mismo durante horas sin que nadie se entere, me interrumpa, me distraiga, me impida concentrarme o me juzgue por lo que me digo. Y esta enorme capacidad verbal es una gran oportunidad, pero también tiene sus riesgos. ENSIMISMADO EN MIS MONÓLOGOS DEPRESIVOS Al igual que mi experiencia depresiva encierra tristeza, dolor, desgana, desesperanza, recuerdos dolorosos y sensaciones incómodas, también vivo en ella esta experiencia privada de pensar, hablar conmigo mismo, anticipar y hacer presentes consecuencias ausentes todavía para tratar de comprender y solucionar el problema que estoy viviendo. Lo que ocurre es que no siempre consigo orientarme bien con la «convocatoria» de mis monólogos, a veces me desorientan, me confunden, me «desgobiernan». De cháchara conmigo mismo Si de dos que están hablando de cosas sin importancia decimos que están de cháchara, que significa «abundancia de palabras inútiles», también puedo estar ensimismado, sumido, absorto, «enganchado» en los monólogos de una cháchara conmigo mismo que, más que orientarme, me desorienta. 136

Me puede ocurrir entonces lo que les ocurría a los afectados por la acedia, encerrados en sí mismos y sumidos en cavilaciones imaginarias, o lo que le ocurre al personaje del grabado de Durero que está ensimismado en sus tristes cavilaciones. A veces me parezco al protagonista de La guarida de Kafka, que permanece en ella inexpugnable y seguro pero a la vez al acecho de posibles amenazas; sin miedo pero a la vez sin alegría de vivir. Me puedo parecer a Juan, el protagonista de El pesimista corregido, de Santiago Ramón y Cajal, que es un «vivero de pensamientos tristes y sentimientos deprimentes», cuyas «visiones fúnebres y dolientes atormentaban sus noches». O me puedo parecer a Tristón, el de los dibujos animados Leoncio y Tristón, que siempre vaticina: «no va a dar resultado». A veces saco conclusiones apresuradas, adivino futuros aciagos y me hago presentes consecuencias catastróficas que me paralizan más todavía de lo que estoy y me producen nuevas tristezas y pesadumbres: «no me espera nada bueno», «seguro que me dirán que no», «mi vida ya no tiene remedio». A veces hago afirmaciones rotundas en blanco y negro, de todo o nada, bueno o malo, que no admiten término medio: «todo me sale mal», «nadie me va a querer». A veces miro con «estrechez de miras», me fijo solo en los aspectos negativos; veo los riesgos, pero paso por alto las oportunidades; veo lo que he perdido, pero paso por alto lo que tengo; veo mis fracasos, pero paso por alto mis logros; veo el incidente de un momento, pero paso por alto el resto del día sin incidentes: «lo veo todo muy negro», «no me merezco otra cosa, yo me lo he buscado», «ha sido un día aciago». A veces de un grano de arena hago una montaña, de lo que ha ocurrido una vez hago un «siempre» y de lo que no ha ocurrido ahora hago un «nunca»: «siempre será lo mismo», «nunca me recuperaré de esto». A veces son los cómo, los por qué o los ¿y si…? inquietantes en los que cavilo: «¿cómo he llegado a perder las ganas de vivir?», «¿por qué cada día me hundo más», «¿y si me vuelven a hacer daño?». A veces son fantasías que me hacen estar en las nubes y no con los pies en la tierra: «todos estarían más tranquilos si yo desapareciera». A veces me pillo enfrascado en monólogos autocríticos que me desalientan: «soy el culpable de todo», «soy incapaz de hacer nada», «estoy hecho un lío y no veo salida». A veces me llamo «tonto», «incapaz» y otras lindezas por el estilo y me las creo 137

como si fueran verdaderas. Cuando me encierro en mí mismo, en «mi mundo», y me conecto a la voz de estos monólogos, me desconecto del mundo alrededor y puedo llegar a verlo solo desde el prisma de mis monólogos, con el «color del cristal» negativo con que lo miro. Me voy incluso «por los cerros de Úbeda», pierdo el hilo de lo que tengo entre manos y no me entero de lo que me están diciendo. Además, el tiempo que invierto en el relato de estos monólogos va en detrimento del compromiso con otros quehaceres de los que me desentiendo. Monólogos que nacen en los diálogos En uno de los episodios de Etapas en el camino de la vida, de Kierkegaard, el padre, con rostro triste, se presenta ante el hijo y le dice: «Pobre hijo, vives en una sorda desesperación». En su vejez, y como un reflejo de la voz del padre, el propio hijo aprende en la soledad a imitar la voz del padre y escucha su propia voz, su propio monólogo que dice: «Pobre hijo mío, vives en una sorda desesperación». Una mujer que vivía atormentada por sus autorreproches descubrió que eran la interiorización de las acusaciones que su madre le hacía habitualmente por casi todo durante su infancia.

Son incontables las palabras y las «reglas» que a lo largo de mi vida los otros me han dicho y me dicen y que me han podido predisponer para «actualizarlas» en mis monólogos casi de manera automática, como una rutina ahora que me enfrento a las pérdidas y a los fracasos. Me dicen «¡cómo lo has podido hacer tal mal!, y lo puedo convertir ahora en el monólogo «¡cómo lo he podido hacer tal mal!», que me hace sentirme desesperanzado y desistir de volver a actuar para no volver a hacerlo «tan mal» como me dicen y me digo. Si dedico mucho tiempo a hablar con los otros de mi experiencia depresiva, le cuento con pelos y señales mis desdichas a todo el que me encuentro, me implico con ellos en largas conversaciones en que las palabras evocan las penalidades sufridas y anticipan un futuro aciago, y reactivan la tristeza y la desesperanza, estaré sin darme cuenta intensificando también el poder de las palabras para evocar y hacer presentes las desdichas y las penalidades sufridas. Cuando llegue a casa y esté a solas conmigo, es probable que las palabras, «entrenadas» en la conversación con los otros, continúen resonando en mis monólogos, «convocando» las mismas penalidades y reactivando la tristeza y la desesperanza. Me lo tomo al pie de la letra Al oír en los títeres de Maese Pedro el relato de don Gaiferos que libera del cautiverio a su esposa Melisendra, y creyendo que lo que allí se narraba ocurría en realidad, decidió don Quijote intervenir en ayuda de los amantes. Desenvainó su espada y la emprendió contra los títeres. Maese Pedro le rogaba que se detuviese y le advertía que aquellos no eran seres reales y verdaderos, sino tan solo figurillas de pasta. Después de los ruegos de maese Pedro, don Quijote cayó en la cuenta del yerro y, atribuyéndolo a los engaños de los encantadores que le hacían ver lo que no es, confesó: «a mí me pareció todo lo que aquí ha

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pasado que pasaba al pie de la letra».

Las palabras de maese Pedro eran solo un cuento que nada tenía que ver con «seres reales y verdaderos», pero don Quijote se creyó el cuento al pie de la letra y actuó en consecuencia. También yo puedo tomar al pie de la letra la cháchara de mis monólogos, creerme los «cuentos» que me cuento y que me hacen «ver lo que no es». Pero en ese caso, las palabras de los «cuentos» pueden convertirse en reglas, a veces inflexibles, en justificaciones, en predicciones que «desgobiernen» mi vida y me «convoquen» a actuar en consecuencia, pero en una dirección que me desaliente y me paralice más. Si me digo «nadie me va a querer», las palabras de mi monólogo adquieren funciones equivalentes al hecho de que «nadie me va a querer» y a la tristeza por la pérdida se sumará la tristeza de que «nadie me va a querer». Y si literalmente «nadie me va a querer», ya no intento iniciar nuevas relaciones. Pero entonces nunca podré desmentir la profecía que yo mismo me hago, me la seguiré creyendo y seguiré sin reiniciar nuevas relaciones, en un círculo vicioso. Si me digo «me acabará dejando, como han hecho los demás», y me aferro a la literalidad del monólogo, evitaré implicarme en la relación y provocaré de ese modo que en efecto me dejen. Si tomo al pie de la letra «no me sentiré bien mientras no consiga olvidar lo ocurrido», me sentiré mal con el recuerdo de lo ocurrido y haré esfuerzos para combatir los recuerdos, para conseguir olvidar.

Figura 5.1. El círculo vicioso de los monólogos. Si después del fracaso que desencadenó mi experiencia depresiva, comienzo a decirme que «ya no voy a ser capaz de salir adelante, estoy condenado al fracaso» y me tomo el pronóstico al pie de la letra, le otorgo equivalencia real al «cuento» de mi «condena al fracaso» y entonces añado al primer fracaso la vivencia anticipada de la profetizada «condena al fracaso» futuro, lo cual me abate más todavía y me reafirma en mi parálisis y en mi inhibición; abandono todo nuevo intento, porque si anticipo que «realmente» y «literalmente» estoy «condenado al fracaso», ¡para qué intentar nada! Por añadidura, ahora la parálisis en que me reafirmo me permite huir de la confrontación con la realidad, lo cual refuerza la literalidad de mis monólogos y la «verdad» de mi incapacidad y hace más probable que los siga utilizando y manteniendo así

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mi inhibición.

De esta manera, con mis monólogos, puedo estar prolongando y amplificando las pérdidas y los fracasos y prolongando así también la experiencia depresiva más allá del desencadenante inicial.

Figura 5.2. El círculo vicioso de los monólogos.

Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y deprimen Mis monólogos pueden haber interiorizado la presión de demandas, que, por su alto nivel de exigencia, encierran un gran potencial estresante. Son monólogos autoexigentes que proceden tal vez de reglas educativas severas, de un «debes dar la talla» que me repetían machaconamente. Si me daba un respiro y me sentía satisfecho por algún logro, podía recibir el reproche «eso no basta, deja mucho que desear, de ti se espera mucho más». Cuando me quejaba de las altas exigencias o decía «estoy agotado» o «no puedo más», podía oír que me decían: «no seas blandengue, tienes que ser fuerte». Estas exigencias prometen la recompensa solo para el «alto nivel» de rendimiento que se «debe» alcanzar. Esto provoca altas dosis de ansiedad ante la anticipación del posible fracaso y de las pérdidas que el fracaso puede acarrear. La alta exigencia requiere, pues, un exceso de trabajo, un «no poder parar» e incluso el descuido de otras áreas de la vida personal para las que no queda tiempo. La interiorización de estas altas exigencias en mis monólogos ha podido configurar un estilo personal perfeccionista que convierte la regla «debes dar la talla» en la regla «debo dar la talla», que me señala de manera intransigente la dirección en que las cosas «deben» ocurrir y anticipa las consecuencias negativas de que no ocurran como «deberían», porque los «debería» no consienten los fallos: «tenía que haber actuado de 140

otra manera», «a partir de ahora no debo cometer el mínimo error», «no puedo más, pero debo aparentar normalidad, tengo que ser fuerte y seguir adelante como sea». Me provoco así descontento conmigo mismo, remordimientos de conciencia y sentimientos de insuficiencia y culpabilidad, me puedo sentir «en deuda» por «no estar dando la talla», por «no estar a la altura», por no estar respondiendo a «lo que se espera de mí». Cuando me creo por debajo del nivel exigido, soy duro conmigo mismo: «estoy decepcionado, esto no es lo que se espera de mí», que puede ser eco de un «me estás decepcionando, eso no es lo que se espera de ti» que me dijeron más de una vez. Cuando me resulta difícil alcanzar las altas metas exigidas y veo que mis esfuerzos no pueden con ellas, que se me van de las manos, entonces me veo enfrentado al esfuerzo vano y desesperante de Sísifo por querer hacer posible lo imposible, por soportar una carga insoportable, por querer controlar lo incontrolable. Puedo vivir entonces la experiencia de desvalimiento que conocimos en el capítulo 2 y que provoca el agotamiento, el «no puedo más» y el intento de abandono. Pero el abandono supone renunciar a la recompensa prometida, lo que puede agravar mi experiencia depresiva por la pérdida que comporta. Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras Rumiar nos dice el diccionario que significa «considerar despacio y pensar con reflexión algo», como «masticando» una y otra vez las palabras que me digo a mí mismo. La rumia o rumiadura es la acción de rumiar. Me preocupan las pérdidas, los fracasos y las penalidades que estoy viviendo y me preocupa mi experiencia depresiva y por eso es normal que dedique tiempo a «rumiar» y considerar despacio y reflexivamente lo que me está pasando, a sopesar pros y contra, a intentar despejar dudas. Pero mis monólogos se pueden cargar de dudas, preocupaciones y preguntas desesperantes y agotadoras que me consumen, me absorben mucho tiempo y me retienen, me impiden centrarme en las tareas que tengo entre manos y me hacen postergar las decisiones y las acciones que podrían sacarme de dudas y de la parálisis. Me llena de ansiedad querer tomar la decisión «correcta» y no saber a ciencia cierta si es correcta la que pienso tomar y anticipar las posibles consecuencias de «meter la pata». Puedo estar dando vueltas y vueltas, buscando razones y cavilando sobre el origen y la causa de la experiencia que estoy viviendo, pues he aprendido desde la escuela a buscar la causa de las cosas y a tratar de comprenderlas, a dar razones y justificaciones de mi comportamiento, aun cuando las causas y las justificaciones de las experiencias de la vida no sean siempre tan «exactas», tan verdaderas, tan predecibles, tan indiscutibles como en los fenómenos físicos. ¿Por qué me habrá abandonado?, ¿será culpa mía?, ¿podré salir adelante?, ¿me quiere realmente cuando me dice que me quiere?, ¿por qué no me ha llamado, será porque ya no quiere tener nada conmigo?, ¿es

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sincero o me estará engañando?, ¿le llamo para poder aclarar lo que me dijo la última vez que nos vimos o no le llamo para no parecer débil?, ¿vuelvo al trabajo para salir del aislamiento y del ensimismamiento o sigo con la baja para no tener que hacer frente a los conflictos que tengo con los compañeros?, ¿y si me equivoco tomando esta decisión?, ¿qué he hecho yo para merecer esto?, ¿por qué me ha venido ahora toda esta pesadumbre que siento?, ¿por qué me agobio tanto y me amargo la existencia?, ¿en qué he podido fallar?, ¿por qué no logro conciliar el sueño?

Esta rumiadura me puede inquietar de tal modo que me impida dormir, como si fuera otra persona la que me estuviera susurrando al oído y no me dejara pegar ojo. Como a menudo no cuento con la seguridad absoluta acerca de las consecuencias de mis decisiones, las postergo. Evito así, al menos por un momento, el «rompedero de cabeza» de mi rumiadura, una posible equivocación y un posible nuevo fracaso, pero a costa de mantener con esta evitación la parálisis. Puedo incluso tratar de justificar mi indecisión con más monólogos: «Hago muy bien en no decidir si no tengo las cosas completamente claras, así me ahorro una posible equivocación, y bastante he tenido con la equivocación que me llevó al fracaso». También pretendo justificar mis propias preocupaciones: «darles vueltas a las cosas es propio de una persona responsable que se preocupa por lo que pueda pasar, que está alerta y que se prepara cavilando; si no lo hiciera, sería un irresponsable y un despreocupado». Pero de este modo, a la larga sigo manteniendo mi rumia, mi indecisión y mi parálisis. Mi experiencia depresiva perdura así en el tiempo y me deja anclado en la primera etapa de la toma de decisiones. Aves de mal agüero descorazonadoras Aunque con frecuencia puedo haber oído la recomendación «no caviles tanto que te vas a volver loco», también mis monólogos pueden tener su origen en las advertencias y premoniciones que los otros me han hecho o me siguen haciendo anticipándome y haciéndome presentes, como aves de mal agüero, potenciales amenazas y peligros: «¡no te vayas a equivocar, te van a volver a hacer daño», «esto te va a dejar secuelas para toda la vida». Si interiorizo estas advertencias en mis monólogos, me traigo al presente un futuro aciago todavía ausente y que tal vez nunca va a ocurrir: «¿y si es verdad lo que me dicen?», «tengo la 142

Aves de mal agüero

premonición de que esto me va a dejar secuelas para toda la vida», «¿y si me vuelven a hacer daño?». Me dicen «te estás amargando la vida, tienes que tratar de olvidar» y lo puedo interiorizar en mis monólogos: «me estoy amargando la vida, tengo que olvidar», lo que también me amarga. Me dicen «cada vez que lo intentas, lo pones peor», y lo puedo hacer mío como «cada vez que lo intento, lo pongo peor». Me dicen «eres demasiado torpe para hacerlo», «ni lo intentes», «ya te decía yo que no podrías con ello, en el estado en que estás tú eres incapaz», y lo puedo convertir en monólogos y desarrollar literalmente la expectativa de que nada que haga podrá cambiar las cosas, de que no podré tener control sobre resultados importantes para mi vida y de que es muy probable el fracaso. Me daré por vencido de antemano, afrontaré la situación con desesperanza y se agravará mi parálisis: «no va a servir de nada lo que yo haga».

Cuando me hago estas «convocatorias» pesimistas yo mismo con mis propias palabras y me las tomo al pie de la letra, puedo hacer más amenazantes las pérdidas y los fracasos ya vividos, agravar mi indefensión y mi desesperanza y hacerme estar en alerta permanente «por lo que pueda pasar», reforzar todavía más la parálisis defensiva y en definitiva prolongar mi experiencia depresiva.

A veces enlazo estos monólogos descorazonadores con otros que tratan de justificar los vaticinios: «si me adelanto a las posibles desgracias, cavilo sobre ellas y estoy alerta y a la defensiva, es menos probable que ocurran». Como la inmensa mayoría de las desgracias que vaticino son meros «cuentos» que tomo al pie de la letra y que en realidad son poco probables o no llegan a ocurrir nunca, yo puedo considerar, de una manera casi supersticiosa, que el hecho de que no ocurran «demuestra» que «he acertado» y «confirma» mi vaticinio, con lo cual lo seguiré manteniendo porque le otorgo virtudes «mágicas» y seguiré manteniendo también la parálisis y la alerta defensiva. Es como aquel que iba haciendo gestos raros con las manos y le preguntaron por qué los hacía. Él respondió: «estoy espantando leones». «Pero si aquí no hay leones», le respondieron. «Claro, porque consigo espantarlos», les dijo. Si me dicen «ya ves que no ha ocurrido lo 143

que tú vaticinabas», yo puedo responder: «no ha ocurrido porque yo estoy permanentemente alerta para que no ocurra». Me otorgo la virtud «mágica» de «espantar» las desgracias a fuerza de cavilar sobre ellas y de mantener el estancamiento en el que me detienen las cavilaciones. Monólogos obsesivos que me encadenan Las pérdidas me han desorganizado la vida y este desorden me suponen a veces una fuente de estrés. Antes de la pérdida, todo estaba «en orden», incluso tenía yo una cierta «manía» con el orden que me daba seguridad, y precisamente esto me ha podido predisponer a vivir más dolorosamente la pérdida. Ahora quiero recuperar la seguridad que las rutinas del orden me aportaban y mi afán de orden se acompaña de monólogos recurrentes y persistentes que me hacen presente de manera continua el desorden y el desagrado que me produce. Me veo obsesionado con el orden, la limpieza y la pulcritud, y me digo a menudo: «antes qué bien y ahora ¡qué horrible!, qué desordenado está todo, esto no puede seguir así». Pero no solo me obsesiona el orden. Me puedo obsesionar y atormentar con monólogos que a solas me hablan de la culpa que creo tener en la pérdida, el fracaso o el abandono que me han llevado a la experiencia depresiva, con monólogos que anticipan posibles desgracias, con pensamientos de agredirme a mí mismo para «pagar por mis culpas» o de agredir a otros a los que considero culpables de mi fracaso, con monólogos en los que digo que «no sirvo para nada», que «nadie me va a querer», con pensamientos blasfemos u obscenos o con escrúpulos de conciencia respecto a mi responsabilidad en la pérdida o el fracaso. Si los tomo literalmente, puedo agredirme realmente para «pagar mis culpas» y para calmar la ansiedad que las culpas me producen, hacer comprobaciones para asegurarme de que no ocurran las desgracias en las que estoy pensando, recurrir a «penitencias» para evitar castigos posibles o recurrir a rituales mágicos para conjurar los pensamientos blasfemos.

Me angustio y me consumo al ver las cosas «fuera de su sitio», recuerdo cómo estaban las cosas ordenadas antes de la pérdida y dedico tiempo y energía a colocarlas minuciosamente de manera ordenada y a clasificarlas para así poder controlarlas mejor y para que queden «como debe ser» y a comprobar de forma parsimoniosa y escrupulosa que ese orden se mantiene por encima de todo, tal como estaba antes. Solo después de estos rituales con los que una y otra vez trato de recolocar las cosas me libero de mi ansiedad y me quedo tranquilo. Pero lo paradójico es que, con este alivio inmediato, mis monólogos obsesivos se refuerzan, me «engancho» más en ellos y se refuerza también mi «manía» de reordenar las cosas que, a mi entender, están «desordenadas» o de limpiar lo que mis monólogos dicen que está «sucio», y así una y otra vez. Como llevo conmigo las palabras de mis monólogos obsesivos y las repito a menudo, «convoco», me hago presentes y revivo cada dos por tres el desorden y la pérdida y el fracaso que lo han desencadenado, y una y otra vez busco la liberación con mis rituales de reordenación. Reafirmo además la literalidad de mis monólogos con otros monólogos: «si con mi afán de reordenación se calman mi obsesión y mi ansiedad, será 144

porque mi obsesión con el desorden obedece a algo real, algo que estaba “realmente” desordenado». Es, por eso, en todo caso una liberación efímera que, a la larga, me encadena y que mantiene viva la experiencia depresiva nacida con el desorden que me han dejado la pérdida y el fracaso. Pero mis monólogos obsesivos me disgustan y querría, por eso, deshacerme de ellos, pero no me es nada fácil pues, por lo que veo, yo mismo me estoy «convocando» para mantenerlos. Trato a veces de combatirlos con otros monólogos: «es absurda esta obsesión mía, tengo que apartar de mí estos pensamientos». Pero al tratar de combatirlos así, los sigo haciendo presentes y más intensos. Resulta así un combate agotador, como el que comentábamos en el capítulo 4, que me produce tristeza y sentimiento de indefensión, que se suman a la tristeza y la indefensión que ya vivo en mi experiencia depresiva. SALIR DEL ENSIMISMAMIENTO DE MIS MONÓLOGOS Si quiero evitar una conversación con los otros, me levanto y me voy o digo: «no quiero seguir hablando de este tema». Pero yo no puedo dejarme a mí mismo, llevo conmigo mis reflexiones privadas. Entonces, ¿cómo pueden las palabras de mis monólogos dejar de ser una fuente de desasosiego, de desesperanza y de parálisis y llegar a convocar la esperanza y la reactivación? 1. Identifico mis monólogos y por qué se mantienen De tanto decirlos, es posible que mis monólogos se hayan convertido en un hábito que practico casi de manera automática, casi sin darme cuenta. Por eso, no es fácil desprenderme de ellos. Por eso, me será útil durante los próximos días tratar de detectarlos y tomar nota de ellos. Podré descubrir así también en qué situaciones (estando en cama, sin hacer nada, tumbado en el sofá…) se ponen en marcha los «debería», la rumiadura interminable, las premoniciones derrotistas, los pensamientos obsesivos, las suposiciones que hago, las conclusiones que saco de manera precipitada, las generalizaciones de «todo, todos, nada, nadie». Podré descubrir también qué consecuencias contribuyen a reforzarlos y a mantenerlos. De hecho, la dificultad para dejar la rumia y los pensamientos obsesivos reside en buena parte en el refuerzo que les proporcionan las consecuencias. También se reforzaba mi hablar silencioso en la escuela cuando después de decirlo en alto me decían: «correcto, lo has pensado muy bien». Si ante una tarea que tengo entre manos me digo «voy a fracasar otra vez» y mantengo mi inhibición para evitar el fracaso, mi monólogo queda reforzado por mi inhibición. Si pienso que «la culpa de todo la tengo yo» y en consecuencia comienzo a hacer una enumeración de todos mis defectos, esta enumeración refuerza mi pensamiento. Si mientras pienso la generalización de que «nadie me va a querer ya» me tumbo en el sofá

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y me pongo a ver mi programa favorito para «consolarme», este consuelo refuerza mi creencia generalizada de que «nadie me va a querer ya» y su literalidad. Es como si estuviera recompensándome por pensar así, con lo que seguiré pensando así y seguiré tomando al pie de la letra que «nadie me va a querer». Si saco la precipitada conclusión de que «no vale la pena seguir viviendo» y en consecuencia lo comento mucho con los demás que me prestan atención, mi conclusión «no vale la pena seguir viviendo» se reforzará. Con la rumia puedo estar intentando aclarar y resolver el problema que ha supuesto la pérdida o el fracaso, y en efecto a menudo lo aclaro y lo resuelvo, con lo que mi rumia se refuerza. Aunque no lo resuelva, tengo la compensación de que «al menos estoy reflexionando para ver cómo puedo resolverlo». Se refuerza también porque me alivia el sentimiento de culpa por no estar haciendo nada para salir de la inhibición: «al menos pienso en ello». Mis cavilaciones también se refuerzan si me alivian el dolor del duelo o me permiten aislarme en «mi mundo» y evitar un mundo adverso o tareas penosas. Se refuerzan cuando se conjugan con las imágenes de la fantasía para pensar en lo que «pudo haber sido y no fue» y en las experiencias gozosas vividas con la persona perdida, sobre todo cuando ahora en mi soledad no encuentro goces alternativos.

Sin duda mis pensamientos me ayudan a menudo a encontrar soluciones para los problemas con los que me enfrento en la vida. Pero ¿cuánto me ayudan los monólogos que habitualmente me repito en el curso de mi experiencia depresiva?, ¿me están ayudando a comprender lo que me está pasando o me confunden más? Desde que repito una y otra vez mis soliloquios autocríticos, catastrofistas, obsesivos, ¿noto que he progresado y que ha mejorado mi estado de ánimo o, por el contrario, después de la rumia mi parálisis, mi tristeza y mi desesperanza empeoran? ¿Me están aportando una guía útil para restablecerme? ¿Me convocan a la esperanza porque me hacen presente la Ítaca a la que aspiro o me convocan a la desesperanza? Si me digo abatido y desesperanzado «no voy a ser capaz de superar esto» y me paso la semana diciéndolo, ¿mejoran mi abatimiento y mi desesperanza?, ¿mejora mi capacidad de superación?, ¿inicio de inmediato las acciones que me permitan superarlo? Si me digo «estoy arruinando mi vida y me hundo cada vez más», ¿me doy alguna pista de cómo evitar la ruina y el hundimiento? 2. Tiempo de rumiadura Si quiero reflexionar sobre mi experiencia depresiva para aclarar temas pendientes, pero no quiero que los monólogos de mi reflexión me desconecten de la realidad y me hagan desatender lo que tengo entre manos, puedo limitar el tiempo de reflexión estableciendo un tiempo de rumiadura de 15-20 minutos durante el día para no estar dando vueltas a las cosas a todas horas y en cualquier lugar. Durante ese tiempo, me dedico a mis reflexiones sobre los asuntos que me preocupan. Transcurrido ese tiempo, compruebo si la reflexión me ha aportado claridad y tranquilidad o si, por el contrario, empeora mi experiencia depresiva. En todo caso, si a lo largo del día me encuentro ensimismado en mis monólogos, los emplazo para el «tiempo de rumiadura»: «no voy a conversar ahora conmigo mismo sobre este asunto, no quiero que mis monólogos me distraigan de lo que estoy haciendo, lo haré en el tiempo de rumiadura que he establecido». 146

3. Cuestiono la literalidad de mis monólogos En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad. ANTONIO MACHADO Proverbios y cantares

Las palabras de mis monólogos nombran las cosas, las evocan, pero no son las cosas, los dichos no son los hechos, la palabra «fuego» no es el fuego, no quema. No siempre se corresponden con la realidad ni con la verdad. Aunque yo las vea muy «claras» en mi soledad, pueden ser solo un «cuento» como el de maese Pedro, meras palabras, un «cuento de la lechera». Una lechera llevaba en la cabeza un cántaro de leche y caminaba feliz diciendo para sus adentros palabras que le hacían soñar despierta y le anticipaban muchas venturas: «Como esta leche es muy buena, dará mucha nata. Batiré muy bien la nata hasta que se convierta en una mantequilla blanca y sabrosa, que me pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero, me compraré un canasto de huevos y en cuatro días tendré la granja llena de pollitos, que se pasarán el verano piando en el corral. Cuando empiecen a crecer, los venderé a buen precio, y con el dinero que saque me compraré un cochino que engordaré con bellota, salvado y castaña. Lo llevaré al mercado, sacaré de él sin duda buen dinero y compraré una robusta vaca y un ternero». Entusiasmada con estos pensamientos, dio saltos de contento y el cántaro cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Llorando amargamente, la lechera dijo adiós a todas las realidades que sus palabras habían soñado.

Entre el dicho y el hecho, hay un gran trecho Para la lechera, las palabras optimistas de su monólogo tenían mucho significado, respondían a su necesidad, hacían presentes sus sueños. Pero entre sus palabras, que ella estaba tomando al pie de la letra, y la realidad de los hechos que finalmente ocurrieron hubo un gran trecho. Yo también me cuento «cuentos» que tienen significado El cuento de la lechera quedó en para mí, que no son meras ocurrencias, ajenas a la realidad nada que he vivido y que vivo, pues reflejan cómo he ido aprendiendo desde la infancia reglas verbales, explicaciones, justificaciones, predicciones para orientarme por el mundo y gobernar mi vida, los hechos que me han abocado a la experiencia depresiva y que persisten, el desvalimiento en que me encuentro. Pero entre esos «cuentos» y la realidad puede haber también un gran trecho, como lo hay entre lo que decía aquel conductor, que aducía como «causa» y «justificación» de haberse estrellado contra una farola que «la farola se me vino encima», y lo que en realidad había ocurrido. 147

Por eso, puedo decidir bajar ahora de la «estratosfera» del ensimismamiento en «mi mundo» a la realidad para poner a prueba la literalidad y la «verdad indiscutible» de los dichos, las «habladurías» y los «cuentos» de mis monólogos confrontándolos con la realidad de los hechos ya vividos y de los que me quedan por vivir. Puedo así medir la distancia que media entre las palabras y las cosas, entre las palabras y mi experiencia directa con las circunstancias, entre estar en las nubes y «con los pies en la tierra», entre los hechos del curso de mi vida y los dichos del discurso que las palabras hacen sobre mi vida. Podré comprobar que las palabras de mis monólogos tal vez no se corresponden con esa realidad, que no existen evidencias de esa correspondencia y que incluso existen evidencias que las contradicen. Para ello, me hago preguntas de clarificación sobre ellas, no las doy sin más por buenas o por verdades absolutas y categóricas, me rebelo contra la tiranía de sus mandatos, «deberías», premoniciones y obsesiones. Hago así que las palabras sean una guía verdadera que me desvele la realidad y el sentido de la experiencia que estoy viviendo, en lugar de encubrirla y de extraviarme. ¿He acertado siempre con lo que pensaba y me decía?, ¿han coincidido siempre en mi vida los dichos con los hechos?, ¿alguna vez vaticiné que la persona a la que esperaba jamás volvería y, sin embargo, un día apareció, o que sí volvería y, sin embargo, nunca más volvió? ¿Me ha ocurrido alguna vez que la «película» que me monté y la «adivinación del pensamiento» que hice sobre las intenciones de alguien, sobre las supuestas causas de su comportamiento o sobre cómo iban «literalmente» a ocurrir las cosas estaban equivocadas y que los otros me decían «¡te montas unas películas!» o «eso es lo que tú dices, pero yo lo veo de otra manera», poniendo así en cuestión lo que yo creía que era la «única manera posible» de ver las cosas y mostrando que lo que yo creía que era la «verdadera» causa era tan solo un espejismo? Si digo «todo me sale mal», ¿qué evidencias hay que avalen ese «todo», aun cuando hoy algo me haya salido mal?, ¿no hay en mi vida pruebas que desmientan ese «todo»?, ¿no estaré haciendo una montaña de un grano de arena? Si digo «esto me va a dejar secuelas para toda la vida», ¿tengo realmente alguna prueba para sostener la literalidad de lo que digo?, ¿cuánta información útil me aporta?, ¿no estoy perdiendo el tiempo ensimismado en mi monólogo?, ¿no será 148

más útil mirar alrededor y centrarme en la tarea que tengo entre manos? Si digo «volveré a fracasar», ¿qué evidencia tengo que sustente la literalidad de este vaticinio?, ¿en cuántas otras situaciones he obtenido buenos resultados porque me he implicado en lo que hacía? Si digo «tengo que olvidar lo ocurrido si quiero salir de esto», ¿qué pruebas hay que avalen que «tengo que combatir los recuerdos» para poder salir adelante?, ¿no es posible acoger y aceptar el recuerdo de las pérdidas como una condición para salir adelante, como hemos visto en el capítulo 4? Si digo «debo dar la talla y no puedo permitirme un solo fallo», ¿cuál es la prueba de que «dar la talla» y cumplir responsablemente con mis obligaciones significa «ser perfecto» y no cometer fallos, como si fuera un «todo o nada»?, ¿hay alguna evidencia de que los seres humanos no cometen nunca fallos, de que existen seres humanos «perfectos», de que cometer fallos sea una cosa «horrible»?, ¿hay alguna evidencia de que los otros son incapaces de aceptarme con mis fallos y mis defectos, como también ellos los tienen, de que son incapaces de comprender mis dificultades y que no me lo sé «todo» e incluso agradecen que les diga «estaba en un error y os pido disculpas»?, ¿no me verán más «humano» y más cercano precisamente si reconozco mis fallos, mis equivocaciones y mis limitaciones?, ¿no me granjeará eso más simpatías que la rigidez o la arrogancia de «sabelotodo»? ¿Hay otras posibles formas alternativas de ver las cosas? ¿Qué diría un observador objetivo? ¿Qué me diría otra persona que se encuentra en una situación parecida si yo le dijera lo que me digo a mí mismo? ¿Qué le diría yo a alguien que me confesase tener los mismos monólogos que yo tengo?, ¿le diría «todo te sale mal y es por tu culpa»?», ¿le diría «seguro que volverás a fracasar»?, ¿no tendría más bien palabras de aliento y le darías la bienvenida con benevolencia como en el ejercicio que hacíamos en el capítulo 4?

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Cambiar y ampliar la perspectiva en el juego de las dos sillas Para cuestionar la literalidad de mis monólogos puedo colocar en la habitación dos sillas en las que voy a dialogar conmigo mismo. Me siento en una de las sillas y le comunico al «interlocutor invisible» que se sienta en la otra mis monólogos. Después me cambio de silla y trato de responder a los monólogos que he formulado desde la primera silla, pero tratando de situarme ahora desde otra perspectiva diferente y de mayor amplitud de miras, enriqueciendo mis monólogos con matices de «alguna vez», «depende», «no siempre», «no en todas las situaciones», «unas veces sí y otras no», en lugar de los «siempre», «nunca», «todo» o «nada», y evitando aquellos calificativos que, como vimos en el capítulo 4, censuran mis experiencias privadas como «negativas», «malas», «insoportables» y desvirtúan su sentido y significado.

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Si desde la primera silla yo había formulado la pregunta «¿tengo que olvidar todo lo ocurrido si quiero liberarme de la experiencia depresiva?», ahora desde la otra silla, y recordando lo que hemos dicho en el capítulo 4, ofrezco otra perspectiva, aclarando que «no tengo que combatir los recuerdos» para poder salir adelante, sino que puedo aceptarlos porque es el mejor modo de que se vayan disipando. Si desde la primera silla enuncio la frase «volveré a fracasar», ahora sentado en la segunda silla trato de poner en cuestión su literalidad y ampliar la perspectiva, sin pasar por alto las muchas situaciones difíciles de mi vida en las que he obtenido buenos resultados porque me impliqué en lo que hacía y no me mantuve en la parálisis y ensimismado en la cháchara de los monólogos, las situaciones en las que podré también conseguir que ocurran cosas diferentes de las que pronostica el monólogo, los apoyos con los que voy a poder contar.

Las palabras no tienen poder mágico, no son infalibles, no producen la realidad Es el caso de aquella señora que acudía a una entrevista con bastante retraso. Por el camino iba muy nerviosa enfrascada en sus monólogos: «Pero cómo seré tan descuidada, ¡qué horror, qué tarde, pero qué tonta soy!, ¡cómo no lo he previsto antes, y si llego tarde será fatal!». Llega al andén del metro, se abren las puertas del vagón, accede a su interior y, en esto, una persona joven que iba sentada se levanta y, muy amablemente, le dice: «siéntese usted». La señora, echando un rápido vistazo al reloj, le responde: «no, gracias, llevo prisa». ¿Qué influencia tuvieron la cháchara de su monólogo, su nerviosismo y su aceleración en acelerar el metro y llegar antes a la entrevista?

Las palabras de mis presagios y premoniciones pesimistas no tienen fuerza mágica, no se hacen mágicamente hechos, no producen fatalmente ni me «obligan» a producir la realidad que pronostican, no hacen que la realidad acaezca, como tampoco produjeron la realidad los presagios de la lechera. Tampoco aceleran el curso de la vida y del tiempo ni la velocidad del autobús o del metro. Si digo «volveré a fracasar», ¿son las palabras por sí mismas las que producirán literalmente el fracaso? Seguir con la cháchara de mi monólogo ¿me aporta alguna información útil para evitar el posible fracaso?, ¿no estaré yo mismo haciéndolo posible si lo sigo vaticinando a la vez que continúo manteniendo mi inhibición y mi parálisis? Si después de la pérdida me digo «ya nunca volveré a tener una relación como la que tuve», ¿son infalibles mis palabras?, ¿están siendo una guía para mi vida o, por el contrario, me están encubriendo mis posibilidades?, ¿no seré yo mismo el que «cumple la profecía» porque me aíslo y no me abro a nuevas relaciones mientras sigo contándome el «cuento» del «ya nunca volveré a tener una relación satisfactoria»? Si deseo sobreponerme a mi experiencia depresiva, pero me digo a menudo «esto ya no lo supero jamás», ¿son infalibles mis palabras?, ¿cuánto me ayudan a superarlo?

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Me emancipo de las profecías Si decido poner en cuestión la literalidad de mis monólogos, también podré poner en cuestión la literalidad de las reglas que a lo largo de la vida me han ido ofreciendo. Pueden ser dichos que mucha gente cree a pies juntillas tal vez porque «todos lo dicen», lo creen y lo dan tácitamente por evidente y por bueno sin examen, sin que nadie lo intente verificar. Son a menudo una convención con la que todos están conformes, un camino trillado por el que todos van, algo habitual, ordinario, lo sabido de siempre, habladurías, «cuentos de la lechera», lugares comunes de los que no cabe sospechar y sobre los que nadie se siente obligado a reflexionar, sin que nadie se pregunte por la tiranía que ejercen sobre la vida y si esa manera de hablar está justificada por el curso de la vida o por el contrario lo distorsiona y lo encubre en lugar de desvelarlo. Aquello de la «bilis negra» que conocimos en la introducción o el «desequilibrio de los neurotransmisores» como causa de mi experiencia depresiva que, como veremos en el capítulo 7, predica la doctrina psicopatológica son algunos de esos cuentos que no tienen correspondencia con la realidad de mi existencia. Cuestionar la literalidad de las palabras me hace más libre también respecto a las habladurías que sobre mí hacen los otros, respecto a los «debes dar la talla», «tienes que olvidar lo ocurrido», «cada vez que lo intentas, lo pones todo peor», «lo que a ti te pasa es que se te han desequilibrado los neurotransmisores, es una enfermedad como otra cualquiera, y además crónica, que se puede curar con una pastilla». Tengo derecho a escribir yo mi propia biografía, a que no me la profeticen y la escriban otros con sus habladurías. 4. Contemplo con atención mis experiencias sensoriales Vuelvo al capítulo 4 para practicar la exploración atenta de mis sensaciones corporales, que, como allí decíamos, me ayuda a conectarme con el momento presente y mi experiencia inmediata y tangible en el contexto en el que me encuentro, a no irme por «los cerros de Úbeda» y a salir del ensimismamiento y la desconexión de los monólogos de mi rumia, de mis anticipaciones y de mis obsesiones. 5. Abro la ventana, me asomo y me involucro 152

Cuando estoy conversando con alguien y quiero cambiar de tema, propongo otro diferente. Cuando converso conmigo mismo y mis cavilaciones se hacen febriles y se encadenan unas a las otras, las puedo mitigar, e incluso las puedo interrumpir si salgo del lugar y de la postura en la que estoy ensimismado, abro las ventanas de mis ojos y de la estancia en la que estoy y «cambio de tema» llevando el foco de mi atención a las innumerables circunstancias interesantes que me rodean, las miro, las escucho, las toco, converso con ellas y me involucro en actividades placenteras. Es menos probable que me desconecte y aísle en mis monólogos depresivos si me conecto con atención a la contemplación de los detalles de la puesta de sol en el horizonte, en jugar un partidillo de fútbol con los amigos en el parque al lado de casa, en resolver un crucigrama o en tararear una canción. Volveremos a hablar de ello en el capítulo 6. 6. Con sentido del humor Una manera de cuestionar la literalidad de mis monólogos es tomármelas con sentido del humor. Si las exagero, podré captar su lado excesivo y me sonreiré. Si pongo un apodo divertido al monólogo o lo canto con una melodía conocida, me será más fácil no tomármelo en serio y al pie de la letra. Si me encuentro diciendo el monólogo «volveré a fracasar», puedo acompañarlo de otro monólogo: «Cada Navidad vaticino que me va a tocar el Gordo de la lotería, y ¡qué curioso!, siempre acierto, todos los años cantan mi número, ¡soy un gran adivino!, ¡las palabras de mis vaticinios son infalibles!, por eso, si vaticino que fracasaré, fracasaré». Puedo ponerle el apodo de «Fracaso cantado» o «La profecía del Gordo».

7. Los acojo, pero los dejo pasar Al igual que en el capítulo 4 he practicado el acogimiento y la aceptación de mis emociones y sensaciones y además acepté su transitoriedad, también lo puedo practicar con mis pensamientos. Me pertenece mi manera de hablar conmigo mismo, de pensar y de reflexionar tal vez desde hace mucho tiempo en mi historia personal, y tal vez se agudizó con motivo de mi experiencia depresiva. Las palabras que digo para mis adentros me sirven de mediadoras para entrar en contacto con las pérdidas, los fracasos y todas las penalidades y para hacerlos presentes y tratar de comprender cómo y por qué me han llevado a la experiencia depresiva y me están afectando tanto y cómo podré salir del «pozo de la melancolía». Las palabras de mi habla interior cumplen sus funciones como cualquier otra conducta. Si bien cuestiono la literalidad de mis monólogos, les reconozco, pues, sentido y significado. Son testimonio de cómo y cuánto me preocupan mis pérdidas, mis fracasos y los golpes de la vida. Las penalidades e inclemencias de la vida me han ido dejando la 153

huella de pensamientos inclementes y desapacibles también. Por eso no reniego de ellos ni los combato, pues sería como renegar de mí mismo y combatirme. Los reconozco y los acepto como míos pues no son algo que «me viene a la cabeza», sino que soy yo el que los dice, el que los piensa y el que cuenta los «cuentos de la lechera». Son palabras y pensamientos, no son cadenas Pero, como «lo nuestro es pasar», que nos decía Machado, mis pensamientos también pasan, son también transitorios. Por eso, del mismo modo que los reconozco como vividos por mí, tampoco los retengo ni me enredo en ellos, y también puedo contemplar cómo pasan y cómo se van cayendo de mi vida mientras yo sigo adelante. Al igual que hago con mis emociones y mis sensaciones, los acojo, los acepto, pero los trasciendo. No estoy condenado a abrigar de por vida las mismas penas, los mismos recuerdos traumáticos, la misma desesperanza, y tampoco a recorrer el camino trillado de rumiar a todas horas los mismos «debería», las mismas preocupaciones paralizantes, las mismas anticipaciones angustiosas, las mismas obsesiones. Me puedo desprender, desencadenar, desenganchar de ellos. Me imagino que estoy a la orilla de un río. Observo cómo las hojas de los árboles caen al agua y van flotando y discurriendo río abajo. Me puedo imaginar que cada una de mis cavilaciones pesimistas, de mis anticipaciones, de mis «debería» inflexibles, de mis obsesiones los voy colocando en las hojas que caen y veo cómo los lleva la corriente y se van río abajo mientras yo permanezco en la orilla.

Permanezco en la orilla mientras las hojas van río abajo

Si los acepto, pero no me ensimismo y me enredo en ellos, incluso no tendría ni siquiera que dedicar tiempo a discutir conmigo mismo y cuestionar su literalidad y su validez y exactitud para «hacerme entrar en razón», pues «son solo palabras», al igual que hago en una conversación con otra persona cuando le digo: «déjalo, no tengo ganas de discutir». Sencillamente, no les hago caso, no les dedico tiempo, no me distraigo con 154

su «cháchara» y los dejo pasar, porque tengo cosas más importantes que hacer si quiero liberarme del estancamiento. Si estoy realizando una tarea y me digo el monólogo «voy a fracasar», puedo decidir observarlo con distancia y dejarlo ir «río abajo»: «acabo de estar pensando que voy a fracasar, pero son solo palabras, un “cuento de la lechera” que no me define a mí, palabras que no producen la realidad de la tarea que estoy ahora haciendo ni su resultado de éxito o fracaso, la realidad de mi vida la producen mis obras, por eso no me desconectan de lo que estoy haciendo y las dejo pasar, no voy a perder el tiempo tratando de desmentir su validez o exactitud, ni para hacerme entrar en razón discutiendo conmigo mismo, no voy a entrar en eso». Y mientras se va, me «quedo en la orilla» implicado en la tarea que tengo entre manos, porque las palabras de mis monólogos no son cadenas que me aten y me impidan hacerlo, ni son fuerzas que puedan desencadenar una tormenta o arrastrarme inexorablemente al fracaso. Si digo «tengo que olvidar todo lo ocurrido si quiero salir de esto», puedo hacerme preguntas, como hemos visto, para tratar de poner en cuestión su literalidad, pero también puedo decidir no perder tiempo en discutir la validez de su cháchara y centrarme, en cambio, en las obras que me importa realizar para salir de la parálisis en que me encuentro, porque la cháchara de mi monólogo no tiene poder para impedírmelo.

No soy mis pensamientos y puedo tomar distancia de ellos Y puesto que mis pensamientos pasan, y yo los trasciendo y sigo siendo el mismo, no soy idéntico a cada uno de ellos, no me identifico con ellos, ni ellos son idénticos a mí, no me fundo y confundo con ellos, no soy mis pensamientos. Son experiencias mías, fruto de mis experiencias de la vida, estoy presente en todos los episodios y momentos de mi vida, en todas mis vivencias que van fluyendo, pero yo soy más que cada una de ellas. Tengo pensamientos, pero ellos no me tienen a mí, no me poseen, no me encadenan, no se me imponen. Los tengo, pero después los dejo de tener y sigo siendo el que era. Me manifiesto en ellos, en ellos me actualizo. Pero yo no me consumo en mis pensamientos obsesivos, en mis monólogos catastrofistas, no me reduzco a ellos. Soy más que ellos y por eso me puedo seguir actualizando y manifestando en otros a medida que sigo el camino para sobreponerme a mi experiencia depresiva. Y porque no soy mis pensamientos, no sería apropiado decir que «soy un pesimista» por el hecho de haber tenido pensamientos pesimistas. Me muestro en mis pensamientos pesimistas, pero me puedo mostrar también en muchos otros. Decir que «soy un pesimista» sería arrebatarme la complejidad y la riqueza de mi todo biográfico, sería dejar que lo fagocitara una sola de sus manifestaciones, por añadidura transitoria, pasajera, sería negarme a ser «lo que no soy todavía y puedo llegar a ser», que decíamos en el capítulo 3. Y puesto que los abarco y trasciendo, pero no soy idéntico a ellos, puedo desprenderme y tomar distancia de ellos a medida que van pasando. Los observo con sentimientos de pertenencia y cercanía, pero a la vez con desprendimiento, distancia y desapego. Puedo decir «estoy teniendo el monólogo de que voy a fracasar, pero son solo palabras con las que no me identifico», en lugar de decir «seguro que vuelvo a fracasar». Puedo decir: «ahora vuelvo a tener estos pensamientos, pero no me resultan productivos, son palabras que no me orientan, que me desorientan». Puedo decir «soy una persona débil de carácter». Pero también puedo afrontar el monólogo con desapego, con

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distancia: «estoy pensando que soy una persona débil de carácter, bueno, me lo estoy diciendo, tal vez porque he actuado de manera poco afirmativa, o porque me lo han dicho tantas veces en mi vida que he llegado a creérmelo, pero eso es algo que me digo, pero lo que me digo no es una “verdad indiscutible”. Voy a actuar en la dirección que me importa, no en la dirección de las palabras que me digo, no tengo por qué obedecerles, no tengo por qué hacerles caso».

8. Monólogos que alientan la esperanza y me orientan a la acción No estoy condenado, pues, a mis monólogos derrotistas que vaticinan derrotas. Como sujeto de mi biografía y de mi experiencia depresiva, puedo hacer otra narración, otro relato, me puedo contar otras historias. Y no se trata de cambiar sin más e ingenuamente los «pensamientos negativos» por «pensamientos positivos». Converso conmigo mismo con palabras que evoquen la «tierra prometida» de los valores que pueden dar sentido al trayecto de mi existencia, que me alienten para realizar las acciones que me permitirán salir más fortalecido incluso de la inhibición y la parálisis, que anticipen los resultados favorables de mis acciones en lugar de la derrota, que se basen en mis fortalezas y en mi capacidad de recuperación, que, en lugar de abatirme, me estimulen. Son como instrucciones que me doy a mí mismo. «Estoy poniendo los medios para salir de la experiencia depresiva, y podré salir» es un monólogo que me alentará en la medida en que anticipa los resultados favorables de mis obras, mientras que será desalentador decirme: «por más que lo intente, no voy a ser capaz de restablecerme de esta experiencia». «En otros momentos de mi vida, me he visto en situaciones tan duras como esta y logré salir del paso, ¿por qué no va a ser lo mismo ahora?» «Reconozco que no me está siendo fácil sobreponerme a la situación, lo que me ha ocurrido ha sido duro, pero sé que cuento con ayuda.» «Hasta ahora, otros han decidido por mí, ahora soy yo el que decido.» «Los valores que me inspiran en la vida me van a guiar ahora también.» «Si además de la pérdida, me paralizo, tengo dos problemas, ¡me voy a ahorrar uno!». «Sé que he cometido errores, pero nadie es perfecto, ahora al menos sé cómo puedo evitarlos en lo sucesivo.»

Si escribo en fichas de papel o en algún dispositivo electrónico los nuevos monólogos, los puedo repasar de vez en cuando, aprenderlos de memoria y tenerlos disponibles llegado el momento. Si los hago coincidir con momentos gratos del día, como comer, escuchar música o pasear, se reforzarán, se harán más frecuentes y harán menos frecuentes los monólogos que agravan mi experiencia depresiva. Todavía no

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Muchos de los «cuentos» que me cuento a mí mismo, como «es insoportable, no puedo con ello» o «volveré a fracasar», son desalentadores y empeoran mi experiencia depresiva porque ponen el foco en la dificultad, en el problema, en el fracaso anticipado. Pero ¿por qué no poner el foco en las oportunidades, en las posibilidades y en las expectativas de lo que quiero lograr a través de la acción, a través de los hechos que pueden desmentir los dichos que venían enunciando mis monólogos? Aunque en este momento me estén pesando todavía la tristeza, la pena, el dolor y la desesperanza, ¿por qué en lugar de los monólogos que vaticinan que «no hay solución» no me digo monólogos «todavía no» para dejar abierta la puerta a las soluciones que «todavía no he encontrado» pero que puedo encontrar? ¿Por qué en lugar del monólogo «ya nadie me va a querer» no me digo el monólogo «no he encontrado todavía a la persona con la que poder compartir mi vida, pero estoy en ello»? ¿Por qué en lugar de «voy a fracasar de nuevo» no me digo «todavía estoy buscando la manera de asegurarme un buen resultado, pero ya estoy en camino y la voy a encontrar»? En lugar de seguir atrapado en la literalidad de «no soy capaz de hacerme cargo de ello», el monólogo «todavía no he encontrado la manera de hacerme cargo de ello» me pone en el camino de encontrarlo y me alienta para encontrarlo. En lugar del monólogo obsesivo «qué desordenado está todo, todo fuera de su sitio, esto no puede seguir así, no lo soporto», que evoca impotencia y derrotismo y me provoca ansiedad ante todo lo que me queda por hacer, el monólogo «todavía no he encontrado el tiempo, la calma y los medios para gestionar todo el desorden que me dejó la pérdida pero lo voy a encontrar», lo que reduce mi obsesión, me da serenidad y me pone en situación de buscarlos y encontrarlos.

Hasta ahora, a partir de ahora Me pesa mi historia personal, me pesan las palabras que he aprendido a decirme a mí mismo y que «hasta ahora» han venido acompañando mi experiencia depresiva. Puedo reconocer este hecho, pero matizarlo con monólogos que señalen que «a partir de ahora» las cosas pueden ser diferentes. El monólogo «estoy atrapado en mi parálisis y en mi desesperanza» puede dar paso al monólogo «hasta ahora he estado atrapado en la parálisis y en la desesperanza, a partir de ahora he decidido que las cosas van a cambiar». En lugar de «lo que ha ocurrido me ha hundido y no veo la forma de salir del pozo en que me encuentro», podría decirme: «hasta ahora mi vida no ha sido del color de rosa y lo que he perdido ya no vuelve, el pasado no lo puedo cambiar, pero a partir de ahora tengo en mis manos el logro de muchos objetivos importantes y voy a invertir toda mi energía en lograrlos porque estoy inacabado todavía».

Señalo las excepciones, los matices Aun cuando la experiencia depresiva esté ocupando un lugar importante en mi vida y la tristeza, el dolor y la desgana estén muy presentes, seguramente hay muchos momentos en mi vida diaria en que tengo muchas otras experiencias no depresivas. Por eso, frente a los monólogos que incluyen «siempre», «nunca», «todo», «nada», puedo decirme monólogos que incluyan los matices de «algunas veces» o «poco» y que inviten a detectar las excepciones de esas otras experiencias y a desmentir la literalidad de los 157

«siempre» o «nunca» y de la queja de que «todos los días son lo mismo, un infierno». Frente al monólogo «esto va de mal en peor», me puedo hacer la pregunta «¿qué es lo que va mejor?» para ponerme en la pista de los avances y los progresos que voy haciendo con el valor de aliciente que esto tiene. Me puedo preguntar también «teniendo en cuenta las circunstancias adversas en las que estoy, ¿cómo es que las cosas no han ido a peor?», lo cual pone de manifiesto los puntos fuertes y los avances que de hecho se están produciendo a pesar de las dificultades. Desearía, me gustaría o prefiero, en lugar de «debo» o «tengo que» A menudo los monólogos «debo» o «tengo que» revisten un carácter absoluto e inflexible que me provoca altos niveles de tensión y me exponen a experiencias de fracaso que se suman a las pérdidas y fracasos que me han llevado a la experiencia depresiva, con lo que esta se agrava. Puedo, por eso, sustituir los «debo» o «debería» por un «desearía», un «prefiero» o un «sería estupendo si…», que no le quitan fuerza ni valor a mis responsabilidades y a mis objetivos. Por el contrario, me abren mucho más el abanico de posibilidades y me otorgan más flexibilidad para lograrlos. El monólogo «debo dar la talla, no puedo fallar por nada del mundo» puede dar paso a otro: «me gustaría cumplir con responsabilidad las tareas que se me han encomendado y responder así a la confianza que se deposita en mí, prefiero que las cosas salgan bien y me empeño en ello, pero no soy perfecto y estoy dispuesto también a aceptar los fallos que pueda cometer».

Soy mi propio entrenador Los entrenadores orientan a los deportistas con instrucciones que dan pistas de los pasos necesarios para alcanzar las metas que se proponen. Para ello señalan los pasos que están en la buena dirección, mostrando reconocimiento por los avances realizados y señalando las mejoras que conviene introducir. También yo puedo ser mi propio entrenador guiándome con instrucciones que señalen los avances, que me expresen reconocimiento por los esfuerzos realizados y me den pistas de las mejoras que puedo introducir. En el juego de la gallina Las palabras «templado» y «caliente» animan ciega, la información de «templado» y «caliente» a alcanzar la meta señala que quien busca va por buen camino para llegar a la meta. Si me fijo solo en mis errores y me castigo dándome exclusivamente 158

información de «frío, frío», me será más arduo continuar avanzando y alcanzar la meta. «La pérdida que he sufrido me ha abatido, me ha postrado en la parálisis, pero ya he tomado alguna iniciativa para lograr sobreponerme. De hecho, estoy leyendo este libro, es ya un primer paso. Si además a partir de ahora empiezo a poner en práctica las sugerencias del libro, las cosas irán mejor todavía.»

Una manera eficaz de afianzar los «nuevos monólogos» es elogiarme por estar practicándolos: «estoy consiguiendo cambiar mis monólogos, los que me digo ahora me orientan mejor». 9. Me oriento a la acción liberadora y transformadora Acoger y aceptar mis experiencias privadas, emociones, sensaciones, recuerdos, pensamientos, y además tomar distancia respecto a ellas, como hemos visto en los capítulos 4 y 5, es un tramo importante de todo el largo camino. Pero es un tramo que encuentra su sentido y su prolongación en la fuerza de las experiencias directas del compromiso con las obras liberadoras y transformadoras, guiadas por los valores y los objetivos que me importan y en las que, como decíamos en el capítulo 3, está afincada la esperanza. Es la fuerza de los hechos frente a la fuerza de los dichos. Es también la fuerza de los dichos cuando no se limitan a contar «cuentos» que promueven la desesperanza y la parálisis, sino que orientan hacia esas obras transformadoras que pueden cambiar la vida: «¿cuántas oportunidades encierra la crisis que estoy viviendo para caminar hacia donde me importa caminar?, tengo dudas, hay incertidumbre, pero también tengo la oportunidad de seguir caminando hacia donde quiero llegar, y lo voy a hacer porque “la belleza está esperando mis pasos”, que decía William Wordsworth». Si mi experiencia depresiva está ligada a la tristeza y a la desesperanza, mi esperanza y mi capacidad para las experiencias placenteras están también íntimamente ligadas a mi capacidad operante para lograr resultados valiosos y gratificantes mediante mis obras. De este nuevo tramo del camino de recuperación de la crisis de mi experiencia depresiva va a tratar el capítulo 6.

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6. OBRAS SON AMORES Tú vives siempre en tus actos. Con la punta de tus dedos pulsas el mundo, le arrancas auroras, triunfos, colores, alegrías: es tu música. La vida es lo que tú tocas. PEDRO SALINAS La voz a ti debida

Contemplar con benevolencia y empatía mi experiencia depresiva y acoger, consentir y aceptar las experiencias privadas que la conforman, como vimos en los capítulos 4 y 5, es un acto de autodeterminación, de dominio y de triunfo que inicia el camino de la liberación de la experiencia depresiva. Pero para proseguir el camino hacia la «tierra prometida» que puede llenar de sentido mi vida, he de seguir dando pasos. Son mis obras tenaces y efectivas las que me van a permitir salir de la parálisis y arrancarle al mundo, liberando la esperanza de la caja de Pandora, las auroras y los triunfos del porvenir, guiado por los valores que quiero que den sentido a mi vida. Porque la vida es lo que yo toco con mis actos, porque mi esperanza se afinca y se injerta en mis obras y porque «obras son amores». UN BROQUEL QUE ME PROTEGE PERO QUE ME PARALIZA Llevo en mí las cicatrices de todas las batallas que evité librar. FERNANDO PESSOA Libro del desasosiego

La inhibición, el inmovilismo y la parálisis me sirven, como comentamos en el capítulo 2, como broquel de protección y defensa. La parálisis defensiva es una manera de «abroquelarme», de resguardarme. Pero ¡qué paradoja!: el broquel me protege y defiende, pero a costa de hacer más duraderos el desvalimiento, el abatimiento y la parálisis. Si las pérdidas y los fracasos me han producido tristeza, dolor y sufrimiento, la parálisis los agrava y acarrea más pérdidas todavía. Me quedo atrapado entre las pérdidas y los fracasos que me paralizan, y las consecuencias de la propia parálisis que me deprimen todavía más. Con la inhibición y la parálisis tengo la ventaja inmediata de evitar, como Pessoa, las heridas y cicatrices que me puede producir el reactivarme y tomar las riendas, y el dolor de potenciales nuevos golpes de la vida, pero no evito las heridas y cicatrices que me 160

producen la propia parálisis, el propio estancamiento, la postración, el bloqueo. Las ventajas de la inhibición y la evitación a corto plazo las refuerzan y se convierten a la larga en un problema añadido que agrava el problema que ya me han supuesto las pérdidas, los fracasos y los golpes duros. La liberación a corto plazo es también a medio y largo plazo una atadura que me precipita en la espiral depresiva. Refugiarme en la cama o en casa sin salir es también meterme cada vez más en el problema que desencadenó mi experiencia depresiva, descuidar la Broquel de protección y defensa búsqueda de un nuevo trabajo si he perdido el anterior y empeorar mi situación económica, reducir mi participación en actividades sociales y profesionales que antes frecuentaba, con lo que restrinjo mis posibilidades, agravar el conflicto interpersonal que tal vez originó la experiencia depresiva, limitar mi autonomía y mi libertad de movimientos, desconectar de las amistades y de las actividades compartidas que me alegraban la vida y que ahora echo de menos, limitar las posibilidades de rehacer mi vida afectiva después de haber vivido un fracaso o un abandono. La inhibición me puede llevar también a enredarme en preocupaciones y cavilaciones que me quitan el sueño y a un empeoramiento de mi estado de ánimo. Puedo llegar a sentir culpa por mi propia parálisis o por el hecho de haber perdido las amistades que tenía, de que ya no me llamen nunca y de estar más aislado, vergüenza por la pérdida de posición social debida a la pérdida de empleo o rabia por no ver salidas.

Con la inhibición y la parálisis, la tristeza y el abatimiento se hacen más severos y duraderos, pues a ellos se suma la tristeza por mi inutilidad y por mi parálisis. También aumenta mi desesperanza, pues la parálisis me hace ver con más nitidez cuánto estoy perdiendo además de lo que ya he perdido. Mi inactividad pretende protegerme de la pérdida y aferrarme a lo que he perdido, pero es justamente esta protección la que me impide recuperarme de la pérdida. Cuanto más me aferro, más pierdo. Al estancarme en el pasado y en el lamento de la pérdida, no consigo reemprender el camino que me podría llevar a recuperar gozos perdidos, incluso gozos mayores, y a una vida valiosa y significativa. Puedo desear el gozo, pero me cierro el camino del gozo que podría colmar el deseo y que se hace cada vez más inaccesible. Por eso he de optar por la recompensa inmediata de la inhibición o por romper las ligaduras que me encadenan y paralizan en el laberinto y lograr la recompensa de una liberación más definitiva, aunque me resulte arduo el camino. Enfrento a la tenacidad de las ligaduras la tenacidad que voy a emplear para romperlas. RECORRO EL CAMINO DE LA REACTIVACIÓN LIBERADORA Y CREATIVA

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Es posible que nunca llegues a conocer los resultados de tus acciones, pero si no haces nada, nunca habrá resultados. MAHATMA GANDHI No en lugar del acto, no en el de la renuncia, jamás en el dominio de la conformidad donde la vida se doblega, nunca. ÁNGEL GONZÁLEZ

Aun cuando los antiguos pensaban que la causa de la melancolía era la bilis negra, pensaban también que el estilo de vida influía en los desequilibrios del humor negro, por lo que el cambio de la conducta personal habría de influir también en la recuperación de su equilibrio. Ya decía Constantino el Africano que la melancolía depende mucho del tipo de vida que se lleva, y Du Laurens creía que reorganizar los estilos de vida era más importante que lo que pudiera salir de los cajones de los boticarios, como él decía. Porque es por las obras, más allá de la conformidad y la pasividad, por lo que me puedo restablecer de la crisis de mi experiencia depresiva en lugar de dejarme doblegar por ella, que es como dejarme doblegar por la vida. Es por las obras como puedo llenar el vacío y escribir en las páginas en blanco del libro de acontecimientos de mi historia personal. Es por la reactivación como puedo recuperarme de la desactivación y hacerme más fuerte para encarar con resiliencia posibles acontecimientos adversos venideros. 1. Volver a beber del manantial de alicientes Antes de la pérdida y de las penalidades que me han abocado a la experiencia depresiva, disfrutaba de un manantial caudaloso de bienes, placeres y alicientes que me proporcionaban las personas, los proyectos, los lugares, las actividades perdidas. Pero lo disfrutaba porque no había parálisis, había activación antidepresiva, hacía cosas que me deparaban esos frutos, cuyo disfrute reforzaba lo que hacía. Con la pérdida y con los golpes de la Volver a beber del manantial vida, he perdido el contacto con ese manantial, y con la pérdida vinieron también las emociones testigos de la pérdida, la rumiadura, las obsesiones, las aves de mal agüero, la desactivación, la parálisis y una mayor desconexión del manantial. Hasta ahora, con esa parálisis defensiva me sentía seguro, si bien con una seguridad frágil y efímera. Pero a partir de ahora me volveré a sentir más seguro, más fuerte, con 162

más dominio de mi vida si remuevo la parálisis, retomo la reactivación antidepresiva y vuelvo a beber del manantial de bienes y alicientes que puedo lograr con el poder transformador y creador de mis obras. De las heridas de la vida, del penetrante sentimiento de pérdida, del dolor y de la profunda tristeza de la cantante Toni Mitschell nacieron algunas de sus más bellas y desconsoladas canciones, porque, como dice una de ellas, «yo he mirado a la vida desde ambos lados, desde el triunfo y el fracaso», porque, como declara la propia Toni, su melancolía es «la arena que hace la perla». También de la melancolía, del sufrimiento y de la desesperación de Samuel Coleridge brotaron sus más bellos poemas, y de la melancolía de Virginia Woolf, sus dos novelas más renombradas. Después de haber sido celebrado por todos como gran compositor, Georg Friedrich Händel se encontraba sumido en la pobreza, con la salud quebrantada y en una profunda depresión, y se consideraba ya acabado. De esa melancolía brotó poco después la maravilla de su oratorio El Mesías. Es como si lo oscuro de su melancolía se hubiera transfigurado en algo luminoso al hacerse música. Después de haber vivido la profunda desolación que le produjo el fracaso de su Primera Sinfonía, y después de varios años de parálisis y de bloqueo, Sergei Rachmaninoff recuperó la confianza en su gran talento, la inspiración y la fuerza creadora que produjo su famoso 2.º Concierto para piano y orquesta en do menor. La noche oscura, «horrenda y tempestuosa», llena de pesar Como la arena que hace la perla y de sequedad, en la que Juan de la Cruz sentía las «sombras de muerte, gemidos de muerte y dolores de infierno» de su profunda melancolía, se transfigura en «noche amable más que la alborada», y la herida de amor y de ausencia, en «herida sabrosa», en «llama de amor viva/que tiernamente hieres» y en las poderosas fantasías de «la música callada/la soledad sonora/la cena que recrea y enamora» de su Cántico espiritual.

2. Una vida significativa en coherencia con mis valores y objetivos Pero no se trata de moverme por moverme, de hacer por hacer, de caminar sin más, a tontas y a locas, o de seguir las recomendaciones bienintencionadas que más de una vez me han podido hacer o me hago a mí mismo: «sal de casa», «muévete, vete al cine». Son los valores y los objetivos que definí en el capítulo 3 los que me van a señalar la dirección en la que quiero caminar y las obras que voy a desplegar a lo largo del camino. Guiado e inspirado por mis valores, defino objetivos concretos, realistas, alcanzables, sabiendo que las metas a corto plazo o próximas suscitan más el compromiso que las metas a largo plazo y que han de constituirse en guías para la acción. Además del objetivo más general de «recuperar la relación con mis hijos», que se proponía un padre que estaba viviendo el duelo del divorcio, formuló objetivos más concretos y específicos como «pasar el próximo fin de semana juntos en un lugar que a ellos sé que les apetece». Los objetivos serán una guía más efectiva si los expreso en términos positivos, es decir, si defino un resultado que quiero alcanzar («recuperar las actividades que me proporcionaban tanto placer»), que si los defino como un resultado que no deseo («no 163

seguir soportando este dolor y esta tristeza»). Aquellos evocan, cuando los alcanzo, emociones más placenteras que estos últimos. 3. No tomo mis emociones como pretexto «No puedo hacerlo, me siento muy deprimido, estoy desganado, si me sintiera con ganas, lo haría», «sé que si me levanto me voy a sentir fatal, por eso no me levanto», «pensaba hacerlo, de hecho me preparé para salir, pero de pronto me entró una gran tristeza porque recordé que antes salía con ella y que ahora ella ya no estaba, y entonces me metí en casa de nuevo y me tumbé en el sofá a llorar», «tendría que dejar esta relación porque me está hundiendo, pero me da miedo quedarme solo», «lo haría, pero la pena no me deja».

Estas y otras parecidas son expresiones que yo mismo he podido utilizar como pretexto para mi inhibición y parálisis. Con el «pero» establezco una contraposición entre sentir tristeza, miedo o desgana y actuar, como si la tristeza, el miedo y la desgana fueran la causa de la inhibición y la parálisis y como si para actuar hubiera que combatir primero la tristeza, el miedo y la desgana. De hecho, me encuentro a veces tan triste y desganado que la acción me puede parecer una tarea ímproba. Por eso, trato de esperar a estar contento, a tener ganas y a no tener miedo para afrontar la pérdida o el fracaso, para echar a andar, para salir de la cama o levantarme del sofá y empezar a moverme. Pero he podido comprobar también que cuanto más espero a sentirme estupendamente como condición previa para actuar, peor me voy encontrando, más abatido me siento y más postergo el momento de retomar el camino para salir del estancamiento.

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Las emociones son testigos de la vida, no su causa Las emociones, como hemos comentado en los capítulos 1 y 4, forman parte de mi experiencia depresiva. Son ecos, señales, testigos de la vida que estoy viviendo, indicadores de cuánto me afectan las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones y las penalidades. Pueden ser incluso emociones arrolladoras cuando son arrolladoras también las tribulaciones que me atribulan y las penalidades que me apenan. Pero las emociones no son toda la experiencia depresiva, ni tampoco su causa. Si oigo «¡fuego!», siento miedo y huyo, y podría parecer que huyo «porque» siento miedo, y eso es lo que a menudo se dice. Pero en realidad huyo y tengo miedo «porque» la palabra «fuego» anticipa una amenaza. No es el miedo la causa de mi huida, es la amenaza de la que me quiero librar lo que causa el efecto de mi huida y mi miedo. Si estoy enojado e insulto a la persona que me abandona, podría parecer que el enojo es la causa del insulto, pero en realidad me siento enojado e insulto como parte del hecho de que haya decidido dejarme.

No estoy inhibido y pasivo, pues, «porque estoy triste» o «porque estoy sin ganas» y 165

la tristeza y la desgana me arrastren a la inhibición. Me muestro pasivo y a la vez me siento triste y desganado por lo que me ha pasado y porque me han afectado las pérdidas, los fracasos y las penalidades. Ni la tristeza suplanta a la pérdida y a los fracasos ni la pena suplanta a las penalidades. Decir que estoy inhibido y pasivo «porque» estoy triste, sin ganas o apenado es pasar por alto las pérdidas y las penalidades y culpar a mis emociones de todo lo que me pasa. Este pretexto puede a veces sonar un poco a la «culpa» que las doctrinas antiguas les echaban a los humores de la bilis negra. El pretexto para la inhibición sería ahora el «mal humor» o el «estado de ánimo triste». No deciden mis emociones, decido yo Culpar a las emociones de mi inhibición y tomarlas como pretexto es también de alguna manera querer eximirme de responsabilidad en su mantenimiento y querer justificarla. Y es que mis emociones no son tampoco ogros que me puedan devorar, ni cadenas que me impidan reactivarme, fuerzas imperiosas que me obliguen a hacer lo que no quiero hacer. Soy yo quien decide seguir manteniendo el estancamiento o salir de él, es un acto de autodeterminación mío, no puedo escudarme en mis emociones. Tampoco el enojo me «obliga» a insultar a la persona que me hace daño. Las emociones no deciden por mí, no suplantan mi responsabilidad en las decisiones. Y es que solo mis obras producen efectos en el mundo alrededor, mis emociones y mis pensamientos «no atraviesan la frontera» para producirlos. No es el miedo asunto de cobardes Nos decía Ángel González en el capítulo 4 que «no es siempre el miedo asunto de cobardes». Tampoco son asunto de cobardes la tristeza, el dolor y la desgana, por eso puedo reactivarme y echar a andar «sin cobardía» hacia lo que me importa, hacia «la belleza que está esperando mis pasos», contando con ellos, aceptándolos sin esperar a que desaparezcan previamente y a sentir unas ganas enormes, porque aceptarlos, como comentábamos en los capítulos 4 y 5, no es rendirse ni doblegarse. Al contrario, es negarse a quedar atrapado en la evitación y en el combate inútil. ¿No he tomado a veces decisiones que me importaba mucho tomar y que me supusieron incluso malestar y dolor? ¿No he hecho más de una vez en la vida algo que no tenía ganas de hacer y, no obstante, lo hice porque me importaba hacerlo, porque había algo que quería conseguir? ¿No he hecho más de una vez también cosas que me daba miedo hacer, como atravesar un bosque oscuro, para ir a ver a alguien que era muy importante para mí? El miedo estaba ahí mientras atravesaba el bosque, pero no era una cadena que me retuviera. Los motivos para hacerlo eran más fuertes que la oscuridad y el miedo.

Los sentires vienen de los haceres

166

Y es que, además, al actuar, la tristeza, la desgana, la desesperanza acaban mitigándose y desapareciendo, pues mis obras son la condición previa para que cambien mis emociones, para que la desesperanza se trueque en esperanza, porque pierdo el miedo y me vuelvo valiente cuando realizo actos de valentía, como ya decía el filósofo Aristóteles, porque los sentires vienen de los haceres y quehaceres. Por eso, si hasta ahora, para quitarme la tristeza, los recuerdos dolorosos y los pensamientos perturbadores los combatía, a partir de ahora voy a descubrir que mi estado de ánimo, mis pensamientos y mis recuerdos se atenúan no huyendo o evitando, sino actuando, haciendo incluso la acción inversa: en lugar de levantar la voz, uso un tono de voz bajo; en lugar de hundir los hombros, miro con la cabeza erguida; en lugar de presentar un rostro taciturno, sonrío; en lugar de reiterar mis desdichas a los otros, comento algo grato que me ha ocurrido. Mis pensamientos no cambian mi vida, pero mis obras pueden cambiar mis pensamientos, mis emociones, mi vida. 4. Registro mi nivel de actividad actual Antes de iniciar mi programa de reactivación, me será útil registrar, en una hoja similar a la de la tabla 6.1, para cada día durante una semana mi nivel de actividad desde que me levanto hasta que me acuesto. De esta manera podré más adelante ir comprobando mis progresos a medida que vaya incluyendo en mi agenda otras actividades. En realidad, el mero hecho de registrar mi nivel de actividad es ya por sí mismo una actividad que supone un primer paso. Es un modo de examinar y tomar conciencia de mi propia vida, incluso de las pequeñas cosas que parecen a veces 167

irrelevantes, y de mi experiencia depresiva. Anoto el hecho de estar en cama, tumbado en el sofá, trabajando, viendo la televisión, jugando con videojuegos, leyendo, comiendo, comprando, paseando, conversando y tantas otras. Este registro me ayudará: A tomar conciencia del grado de inactividad o actividad que despliego en cada momento y situación a lo largo del día. TABLA 6.1 Mi nivel de actividad diaria HORA

ACTIVIDAD (DÓNDE, CON QUIÉN)

EMOCIÓN CONCRETA E INTENSIDAD DEL ESTADO DE ÁNIMO (DE 1 A 10)

SENSACIONES, PENSAMIENTOS, FANTASÍAS, RECUERDOS

7-8 8-9 9-10 ……

A detectar en qué medida las cambiantes y diferentes actividades que realizo y las situaciones en que las realizo están asociadas también a cambios en mi estado de ánimo, y a las sensaciones, pensamientos, fantasías y recuerdos, algo que tal vez hasta ahora se me pasaba por alto, y en qué medida están contribuyendo a mantenerme estancado. A darme pistas de los cambios que me conviene hacer en mi nivel de actividad/inactividad: qué actividades me conviene aumentar pues mejoran mi estado de ánimo y cuáles disminuir porque, aun cuando me alivian a corto plazo, empeoran a largo plazo mi experiencia depresiva. Puedo darme cuenta de que estar tumbado en la cama o en el sofá, aún cuando de manera inmediata me evita el malestar de salir y por eso me siento momentáneamente mejor, es un antecedente que se asocia a la larga con un estado de ánimo más triste y abatido y con pensamientos pesimistas y recuerdos dolorosos, mientras que salir a hacer la compra mejora mi estado de ánimo de manera más estable y me da una sensación de dominio porque dejo de evitar quedándome en cama. Encontrarme por la calle con compañeros de la empresa en la que trabajé antes de quedarme en paro me puede provocar ansiedad y pensamientos negativos respecto a mi capacidad profesional. Pero quedarme en casa para evitar encontrarme con ellos también me provoca tristeza y sentimientos de culpabilidad. Puedo darme cuenta de que el consumo de alcohol u otras drogas me permite de momento «olvidar» el problema de una relación dañina, mitigar mi tristeza y proporcionarme algo de euforia, pero a la larga el problema sigue sin resolverse o se agravará.

Decidiré si me resulta más fácil ir anotando las actividades a medida que las voy 168

haciendo o si las anoto una vez transcurridos períodos más amplios de tiempo, lo cual me supondrá un mayor esfuerzo de memoria y el riesgo de perder detalles de lo que ha ocurrido. La intensidad de la emoción concreta (tristeza, miedo, enfado, desesperanza, vergüenza) que acompaña a las actividades la puedo expresar en una escala de 1 a 10, siendo 1 baja intensidad y 10 alta. 5. Programo mis actividades De acuerdo con los valores y los objetivos que quiero que guíen mi vida y teniendo en cuenta mi nivel de actividad actual, voy incorporando a mi agenda diaria actividades que me saquen de mi inercia, me conecten con las fuentes de consecuencias valiosas que sean un aliciente y mejoren mi estado de ánimo. En el programa puedo incluir: La recuperación de actividades que realizaba antes y que abandoné al comenzar con mi experiencia depresiva: actividad laboral, ejercicio físico, paseos, cine, teatro, música… Actividades que requiere la rutina de mi vida diaria y que venía realizando de manera regular: aseo personal, compra, cocinar, limpieza de la casa, planchar… Actividades que nunca he realizado pero que me gustaría realizar: matricularme en un curso, otra actividad laboral, un viaje, aprender a bailar, aprender un idioma, apuntarme al gimnasio… Una escala de dificultad Me será más fácil aumentar ese nivel si empiezo a incorporar actividades que me suponen poca dificultad y gradualmente en días sucesivos voy incorporando actividades más difíciles. La recuperación de las actividades rutinarias que abandoné y la vuelta a lo previsible de la «normalidad» puede mejorar mi estado de ánimo y suscitar pensamientos positivos sobre mi capacidad de control sobre mi vida. Para ello, en una hoja como la de la tabla 6.2 puedo hacer una lista de las actividades que quiero incorporar a mi agenda ordenadas por nivel de dificultad en una escala de 1 (muy poca dificultad) a 10 (mucha dificultad). TABLA 6.2 Ejemplo de escala de dificultad ACTIVIDAD

GRADO DE DIFICULTAD (DE 1 A 10)

Aseo personal

2

169

Arreglar la casa

4

Ir al cine

4

Salir a pasear

6

Apuntarme a un gimnasio

8

…………

Hoja de actividades Teniendo en cuenta todo lo anterior, elaboro mi hoja de programación diaria, como la de la tabla 6.3, en la que incorporo las actividades que he decidido completar, concretando y detallando lo más posible cómo, cuándo, dónde, con qué frecuencia y con quién las voy a realizar y, en su caso, cuánto tiempo va a durar cada vez. Habrá actividades, como levantarme, vestirme, en lugar de quedarme todo el día en pijama, y arreglarme que voy a realizar todos los días. Habrá otras, como salir a correr, que voy a realizar solo dos o tres veces por semana durante media hora, o quedar a comer con mis hijos el sábado, por lo que únicamente las anotaré el día en que decida realizarlas. Tendré muy en cuenta las que mejoran mi estado de ánimo. TABLA 6.3 Mi programa de actividad diaria HORA

ACTIVIDAD (CÓMO, CUÁNDO, DÓNDE, CON QUIÉN)

GRADO DE SATISFACCIÓN (DE 1 A 10)

GRADO DE DIFICULTAD REAL (DE 1 A 10)

SENSACIONES, PENSAMIENTOS, FANTASÍAS, RECUERDOS

7-8 8-9 9-10 …….

Puedo incorporar al programa el «pago de las deudas». Si he sido capaz de aceptar mi sentimiento de deuda con un ser querido que ha fallecido, puedo tratar de «saldar» la deuda. Un adolescente estaba asustado y abatido por la frecuente aparición del fantasma de su madre muerta, ante la que se había sentido culpable por haber sido un niño «malo». Hablamos con él tranquilamente de este sentimiento suyo y le sugerimos que preguntara al fantasma «qué quería». La respuesta era que mejorara

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alguno de los comportamientos personales que su madre le reprochaba, cosa que se dispuso a hacer.

Una de las actividades que seguramente he de poner en mi agenda es el afrontamiento y la solución de los obstáculos con los que me puedo encontrar en mis intentos por salir de la inercia. Anoto el grado de satisfacción que experimento al hacerla y el grado de dificultad real, que puede ser incluso menor que la que anticipaba. Anoto también las sensaciones, pensamientos, fantasías y recuerdos que experimento mientas la realizo. Garantizar el éxito: poco a poco, paso a paso Si, tal como constaté en mi registro de actividad actual, mi desactivación actual es muy acusada, pues he dejado momentáneamente los estudios, estoy de baja laboral, hace tiempo que he dejado de practicar el ejercicio que practicaba, he dejado de ver a los amigos que frecuentaba, paso muchas horas tumbado en el sofá, tengo abandonado el cuidado de la casa y otras muchas actividades, no será realista que de repente me plantee el objetivo de una reactivación completa y ambiciosa en todos los ámbitos que he desactivado. Es menos probable que tenga éxito si retomo mi actividad con acciones altamente difíciles. Pasar de la inactividad a querer de repente hacer todos los días una hora de ejercicio puede ser un paso con menos garantía de éxito que si me comprometo a hacer por el momento media hora de ejercicio dos días a la semana, pues «¡quien mucho abarca poco aprieta!». Querer pasar de dedicar 6 horas diarias viendo la televisión tumbado en el sofá a no dedicar ninguna será menos realista que reducir gradualmente el tiempo dedicado a lo largo de varios días. Si he tenido abandonado mucho tiempo el cuidado de la casa y quiero empezar a poner un poco de orden, será más realista no planteármelo como un reto de «todo o nada» y descomponer el plan en tareas concretas e ir acometiéndolas una a una en días sucesivos que intentar pegarme el «atracón».

Será más realista y garantizaré mejor el éxito si empiezo a ponerme en marcha, pues, poco a poco con uno de los ámbitos de la vida, con tareas que además sean más fáciles, accesibles y breves, como las que ya hacía a diario de manera regular y me resultaban gratas, y con una frecuencia factible para tener la seguridad de que puedo con ellas y de que tendrán su recompensa, y para evitar la experiencia de fracaso que podría vivir como un castigo con el consiguiente desánimo. Después iré incorporando gradualmente otras más complejas, difíciles y que requieran más tiempo en las siguientes semanas, como la reincorporación al trabajo, la vuelta a clase o la recuperación de la práctica deportiva que interrumpí. Poder comprobar el aliciente de los progresos Es posible además que al principio no me salgan las cosas «perfectas», pero ya será mucho que haya hecho algún progreso en relación con la inercia que mantenía hasta 171

ahora y que esté ahora más activo de lo que lo estaba la semana pasada. Aunque los primeros intentos sean solo éxitos parciales, no son, sin embargo, un fracaso o una «catástrofe», porque mi restablecimiento de la experiencia depresiva no es un asunto de «todo o nada». Tal vez voy avanzando a tientas, pero no avanzo a ciegas. A medida que pasen los días, podré ir experimentando la recompensa de los progresos realizados, la vivencia de logro y de dominio y el aumento de mi motivación. Y si los progresos realizados son un aliciente para otros progresos ulteriores, porque la actividad llama a la actividad, como la inercia llama a la inercia, mi experiencia depresiva se irá debilitando y la desesperanza será reemplazada por la esperanza. En la medida en que mi nivel de actividad y mi estado de ánimo se vayan restableciendo y me sienta de nuevo «en marcha», decidiré si interrumpo esta programación diaria o la mantengo para afianzar mi activación. 6. Le pongo un marco a la pérdida, entre la memoria y el olvido Si valoro una relación de pareja, aunque haya perdido la que tenía, y si valoro el despliegue de mi potencial profesional, aunque haya fracasado el proyecto que lo desplegaba, esos valores pueden seguir dando sentido a mi vida. En ese caso, puedo «ponerle un marco» a las pérdidas que han desencadenado mi experiencia depresiva para poder seguir adelante con otras relaciones y con otros proyectos. Cuando vivo una experiencia significativa, me hago una fotografía e incluso después la enmarco. La foto enmarcada es tan solo una representación, no la experiencia vivida, un símbolo de la realidad, no la realidad vivida, pero me permite recordar y aceptar que he tenido la experiencia, y a la vez aceptar que ahora ya no la tengo. Del mismo modo, puedo realizar actos que registren y pongan «marco» a la pérdida y a lo que la pérdida me arrebató, que sean como su representación, su fotografía, su símbolo. Son muchos los registros y marcos que se pueden poner a las pérdidas y a los sucesos traumáticos: rituales funerarios y de duelo, conmemoraciones, monumentos levantados en el lugar de una tragedia. Cuando guardo y visto luto, constato, reconozco, señalo y represento que estoy viviendo una pérdida y que la acepto. Escribo un poema a la persona que he perdido, le dedico el libro que acabo de escribir, pongo su nombre a una estancia de la casa. Un hombre acompaña por la noche en la habitación del hospital a su madre moribunda. Presintiendo que esa podía ser la última noche, decide cantarle a media voz la canción mexicana La barca de oro, que dice «adiós, mujer, adiós para siempre adiós» y que la madre cantaba a menudo cuando el hombre era un niño. De madrugada, la madre falleció. Con la canción sellaba el consentimiento de la pérdida y del duelo. El padre de una adolescente que había sido secuestrada y asesinada envió a un amigo una foto que él mismo se había hecho cerca del lugar en el que la hija había desaparecido. En el fondo de la foto aparecía el arcoíris sobre el mar. El amigo le respondió comentando que la hija muerta sería ya para siempre como un «arcoíris» que los seguiría iluminando y coloreando la vida desde la bahía. Sería un modo de no olvidar el pasado doloroso, pero de no estar continuamente atrapado por él, reaparecería solo con el arcoíris.

Al igual que se transforma el lugar de una tragedia con el símbolo de un monumento, así también transformo yo los espacios de mi existencia en los que viví una relación o 172

desarrollé un proyecto y en los que he vivido la pérdida. Con el marco acoto las dimensiones de esos espacios, los «enmarco», les pongo un límite, los contengo, los «congelo», y así el duelo no se eterniza. Con el marco, la pérdida queda transpuesta y contenida en un símbolo, en un poema, en una canción, en una dedicatoria o en una metáfora como la del arcoíris donde yo puedo «reencontrar» y evocar lo perdido y todo lo que ha significado para mí. De este modo, ya no la pierdo del todo y puedo incluso decir «fue bueno mientras duró».

Entre la memoria y el olvido, como el flujo y reflujo del mar

Al mismo tiempo, al llevar la pérdida a un espacio de representación, la separo de mí, pongo distancia entre ella y yo, para que el recuerdo del pasado no me sobrevenga de improviso en cualquier momento y en cualquier lugar, no me abrume, no me arrolle, no inunde todos los espacios de mi vida, no esté «en todo» como estaba la «negra sombra» de Rosalía de Castro y me impida ver el horizonte donde seguir siendo lo que no soy todavía. Es una manera de aceptar que mi vida «ya nunca será igual» después de la pérdida, aunque podría ser mejor. No necesito, pues, olvidar, como ya decíamos en el capítulo 4, ni aspiro a evadirme, como pedía Luis Cernuda en su poema «Donde habite el olvido», del dolor y la pena por la pérdida ni a permanecer insensible en la región del olvido «donde penas y desdichas no sean más que nombres», sino que acepto la pérdida, pero el marco que le pongo me ayuda a lograr el equilibrio entre la memoria y el olvido, que es como el continuo flujo y reflujo del mar. 7. Me aseguro de que voy a realizar las actividades comprometidas No es infrecuente que me proponga hacer algo y, sin embargo, olvide hacerlo, pues 173

en mi ambiente habitual probablemente hay señales que me inclinan más bien a la inactividad. Para asegurarme de que haré lo que he incorporado a mi agenda de actividades, coloco en un lugar visible la misma hoja de actividades, rediseño mi ambiente y pongo señales que me lo recuerden: despertador a la hora prevista para levantarme de la cama, notas en el calendario de pared, pegatinas en los lugares donde he de realizar la actividad, notas en la cartera o sobre la mesa de trabajo, cambiar el reloj de mano, avisos en el teléfono móvil, pedir a una persona cercana que me lo recuerde, tener a la vista la fotografía de la persona fallecida a la que había prometido que seguiría haciéndome cargo en la vida de mis responsabilidades. Si dejo el chándal a la vista, es más probable que recuerde salir a correr que si lo tengo guardado en el armario.

8. Me aseguro de que mis acciones obtengan resultados valiosos Si lanzo el dardo a la diana y se desvía mucho del centro, siento fastidio, y si el desvío es muy grande, hasta abandono el intento. Pero si, con las correcciones y reajustes oportunos, el dardo se aproxima al centro de la diana, en el próximo intento trato de repetir la posición y los movimientos de lanzamiento que me dieron resultado. Cuando el dardo se clava en el centro de la diana, el éxito hace más probable que siga tirando y que lo haga del mismo modo que me dio buenos resultados, con lo cual voy logrando progresivamente un mayor control de mis acciones y aprendiendo la nueva habilidad. Los resultados que voy logrando van corrigiendo los intentos anteriores, van seleccionando los intentos que mejor se aproximan a la meta, me van guiando, van reforzando mi participación en el juego y me van animando a seguir. No hago diana a la primera

Los resultados guían y refuerzan mi reactivación

Invierto el sentido de la espiral

El camino de la recuperación de mi experiencia depresiva es también un camino de intentos progresivos cuyo resultado determina los intentos ulteriores. Aunque los primeros intentos no den en el centro de la diana, el avance de un lanzamiento respecto al anterior ya es un resultado significativo. El curso de mi experiencia depresiva y el curso de mi recuperación no están predeterminados de antemano al margen de lo que yo vaya haciendo en mi programa de reactivación. Es un flujo continuo de las acciones y los resultados grandes o pequeños que vaya logrando y que hacen más o menos probable que siga avanzando, que persevere con esperanza, incluso después de las recaídas, 174

manteniendo así viva la espiral de mi activación e invirtiendo el sentido de la espiral de la inhibición en la que me había ido metiendo casi sin darme cuenta. Alicientes valiosos, diversos y estables Será muy importante, pues, que las obras que emprenda para salir de la parálisis tengan éxito, y lo tengan cuanto antes, y me proporcionen recompensas, bienes y alicientes con valor y sentido para mí que las refuercen, que seleccionen aquellas que mejor me ayudan a salir de la inercia, que me vayan diciendo si ha valido o no la pena lo que he hecho, si me conviene seguir haciendo lo mismo o me conviene hacer reajustes, si estoy en condiciones de afrontar ya actividades más difíciles o conviene que siga practicando la misma actividad durante unos días. Si el juego de dardos no es importante para mí, tampoco lo serán los resultados, no me importará el mayor o menor acierto que consiga, me dará igual si no lo controlo. En mi decisión de salir de la inercia, ¿qué resultados son para mí alicientes valiosos y significativos en función de mis valores y objetivos, cómo tienen que ser los resultados de mis intentos para que me alienten a salir de la inercia, para que refuercen los pasos que voy dando, para que sostengan la esperanza y las expectativas de eficacia y de control? En función de mis valores, ¿cuánto me importa recuperar la forma física como resultado de retomar la actividad física que abandoné después de la pérdida o del fracaso?, ¿cuánto me importa volver a restablecer una relación afectiva como resultado de salir del aislamiento en que me encuentro y retomar el contacto con los círculos de amistad en que antes me movía y que he perdido con la separación y el divorcio?, ¿cuánto me importa lograr rehacer la relación con mis hijos después de un divorcio traumático?, ¿cuánto me importa lograr por fin culminar mis estudios como consecuencia de volver a coger los libros abandonados después del fracaso vivido en aquel curso complicado que me hundió en el abatimiento?

En todo caso, un primer aliciente será seguramente la vivencia de dominio, el verme a mí mismo con potestad para controlar y detener, aunque sea con intentos tímidos y a tientas, la espiral depresiva en la que había empezado a entrar. Me confortará también comprobar que mi inercia y mi estado de ánimo ya no son una cadena ni una condena, que puedo romper la cadena que me ataba y que puedo salir del laberinto en el que estaba dando vueltas y más vueltas. Me conecto además con diversidad de alicientes por si me falla uno de ellos. Si todas mis satisfacciones provenían solo de mi vida laboral, la pérdida del trabajo supondrá también la pérdida de la única fuente de satisfacciones. Es como si hubiera puesto «todos los huevos en una sola cesta»: si la cesta se me cae y se rompen todos los huevos, me quedo sin nada. Si todas mis satisfacciones dependían de la convivencia con una persona, la pérdida de esa persona por la separación o la muerte será la pérdida de todos los alicientes que dan sentido a mi vida.

Es importante también que los manantiales de alicientes broten de manera estable y duradera, no sean efímeros, no sean solo «flor de un día». Algunos pierden con el tiempo su poder reforzador y motivador, y lo que era al principio atractivo puede acabar 175

haciéndose aburrido. Valiosas, pero no siempre placenteras Pero no siempre las consecuencias que refuerzan mis pasos son inmediatamente placenteras. El compromiso con mi proyecto de cambio se ve reforzado por el progreso hacia la «tierra prometida», aunque el camino sea doloroso. Una actividad de mi programa puede no ser placentera a corto plazo, pero sí valiosa en la medida en que con ella consigo a medio plazo consecuencias que me importan en coherencia con mis valores y que la recompensan y refuerzan. ¿Son acaso placenteros todos los trayectos de un maratón para quien desea llegar a la meta? La ascensión de la montaña puede ser fatigosa, pero al llegar a la cumbre puedo contemplar la maravilla que se divisa desde allí, que era lo que yo anhelaba.

La ascensión puede ser fatigosa, pero quiero alcanzar la cumbre Levantarme de la cama y arreglarme para salir a pasear, a hacer la compra o a una entrevista de trabajo puede ser una experiencia penosa en sí misma, me puede parecer a veces un esfuerzo sobrehumano. Por añadidura, cuando me dispongo a salir de casa, me asaltan a veces pensamientos negativos sobre mí mismo, me pregunto de qué me sirve salir, me abruma la tristeza por no tener al lado la compañía de la persona fallecida o que me ha abandonado y me pesan los recuerdos dolorosos de los conflictos que nos llevaron al abandono, y entonces siento la tentación de encerrarme en casa de nuevo para intentar no sentir, no pensar, para tratar de olvidar. Encerrarme en casa me ahorra, al menos de manera inmediata, todo eso y me ahuyenta los pensamientos y los recuerdos y calma mi tristeza, aunque noto que así las cosas van a peor.

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Pero si decido salir porque me importa lo que voy a hacer, aceptando y consintiendo, como vimos en el capítulo 4, la incomodidad de las experiencias privadas que surgen, no usándolas como pretexto y desafiando las ventajas inmediatas de quedarme en casa, podré experimentar, como en la ascensión a una alta montaña, la satisfacción de haber sido capaz de salir de la inercia y mañana me será más fácil volver a levantarme y a salir. Podré responder también a la pregunta retórica «¿de qué me sirve salir?».

9. Contrarresto las ventajas de la inhibición y los castigos No bastará en todo caso con programar actividades que tengan consecuencias valiosas. La inhibición y la parálisis pueden tener, como ya vimos, ventajas que pueden contribuir a mantenerlas y a hacerlas crónicas, como el consuelo bien intencionado de mi familia y de mis amistades y el hecho de que me liberen de hacer lo que yo tendría que hacer, y que me convendrá contrarrestar.

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Si me quedo en la cama y una persona allegada viene a hacerme la casa, la comida, la colada y las gestiones que tengo pendientes, es como si estuviera dando por bueno el hecho de quedarme en la cama, como si lo estuviera justificando, como si lo estuviera recompensando. Quedarme en la cama tiene de ese modo consecuencias ventajosas: me libera de hacer todas esas cosas que yo podría estar haciendo. Esas consecuencias refuerzan el hecho de quedarme en la cama y me impiden enfrentarme a mis responsabilidades y a los costes de mi inhibición. La persona que hace eso por mí seguramente lo hace por el cariño que me tiene, pero en este caso su cariño no me ayuda, sino que contribuye a mantener mi desactivación. Su cariño, por el contrario, podría contribuir a reactivarme si se ofrece para echarme una mano, siempre y cuando yo me levante de la cama para hacer lo que me corresponde, e incluso me acompaña a hacer las gestiones que tengo pendientes, siempre y cuando yo salga de casa para ir a hacerlas. Ambos ganaríamos a la larga más así, a pesar de las renuncias inmediatas: yo al verme reactivado y acompañado por una persona cercana y esa persona al verse ofreciendo apoyo a mi reactivación, no a mi desactivación. Si de manera habitual hablo sobre mi tristeza, describo con todo lujo de detalles mi desconsuelo, mi pesimismo, mi desesperanza y encuentro en los otros una escucha atenta, la escucha atenta puede contribuir a hacer más probable y frecuente el relato de mis desdichas y a mantener en el tiempo la vivencia depresiva. La escucha atenta de los otros contribuirá, por el contrario, a reactivarme si centro mi relato en los pasos que estoy dando para restablecerme. Si no voy contando mi aflicción a todo el que quiera oírme, desde luego no habrá ocasión para que la escucha atenta de los otros contribuya a mantener mi aflicción.

Algunas de las actividades que podría acometer han podido ser anteriormente objeto de críticas y de castigos, y los castigos, sobre todo los prolongados e inevitables, como vimos en el capítulo 2, reducen la frecuencia de la conducta castigada, incluso la extinguen: ¿para qué molestarme si no va a salir bien, si me van a criticar? Esto contribuye también a fortalecer el estancamiento. Si salgo de la cama y me dispongo a actuar, no recibo más que críticas. Quedándome en la cama, evito el castigo de las críticas. Cuando mi inhibición tiene detrás una historia de castigos, me será difícil 178

atreverme a la acción. Podré, sin embargo, hacerlo si me importa más salir del estancamiento y navegar hacia la Ítaca que puede dar sentido a mi vida. 10. Me aseguro autorreconocimiento y autorrecompensa En los años setenta del siglo XX, el psicólogo Lynn Rehm puso de relieve la importancia de administrarse autorrecompensas por los progresos realizados, sobre todo cuando hay escasez de apoyos externos y cuando las acciones realizadas no tienen consecuencias gratificantes de forma inmediata. El autorreconocimiento y la autorrecompensa contrarrestan la tendencia a fijarse preferentemente en los acontecimientos negativos de la vida y en los propios fracasos y a recompensarse insuficientemente por los éxitos y a hacerse más bien reproches por los errores y fracasos, lo cual es desalentador. Yo tengo en mi mano un caudal de alicientes que yo mismo me puedo proporcionar y que pueden alentar y reforzar las acciones que me comprometo a realizar. Puedo anticipar las recompensas que me esperan si me reactivo, mostrarme reconocimiento y elogio por lo que voy haciendo, por el cumplimiento del programa de actividades, por los resultados que voy cosechando: «no ha estado nada mal», «he podido con ello», «me siento mejor que ayer». Si echarme en el sofá para ver una película puede tener la función de reforzar mi desgana y el hecho de evitar salir para hacer determinadas gestiones, también puede cumplir la función de reforzar el hecho de haber salido a hacer esas gestiones. Si hago ante los demás afirmaciones positivas sobre mí mismo y me aplauden, el aplauso refuerza las afirmaciones. Si me las hago a mí mismo y me digo palabras de aliento y me las aplaudo, refuerzo también esas autoafirmaciones.

Recompensarme a mí mismo por los pequeños pasos que voy dando es tanto más importante cuando, como ocurre en la difícil ascensión a la montaña, los resultados inmediatos y a corto plazo de mis intentos no son del todo satisfactorios, son incluso dolorosos, y cuando los resultados más significativos para mí van a tardar en llegar. Si estoy buscando un nuevo empleo y mis primeros intentos no han dado resultado, me puede entrar el desánimo. Pero si me ofrezco reconocimiento por cada uno de los intentos, me será más fácil mantener la perseverancia. El hijo de uno de los autores en su época de estudiante solía decir «primero el deber, después el placer». Aun sin saberlo, se atenía así a lo que la psicología denomina principio de Premack. Según este principio, una conducta que es muy frecuente, fácil y gratificante, como puede ser salir con los amigos o ver el programa favorito de televisión, refuerza y hace más probable una conducta menos frecuente y gratificante y más difícil, como dedicar varias horas al estudio, si aquella se realiza como consecuencia 179

de esta. Si la más frecuente, fácil y gratificante la realizo primero, después puede ser más costoso realizar la menos frecuente y gratificante y más difícil. Si estoy desganado y desconsolado, dejo de realizar una tarea habitual de la casa y me echo en el sofá a ver vídeos, estoy recompensando mi desgana y mi inactividad y en lo sucesivo me costará más realizar la tarea pendiente, es más probable que la postergue. Si realizo primero la tarea pendiente y después me echo en el sofá a ver vídeos, estoy recompensando la realización de la tarea y será más probable que actúe así en lo sucesivo. Si me ensimismo en monólogos negativos sobre mí mismo y sobre la vida mientras realizo una actividad gratificante, como la comida, o inmediatamente antes de esa actividad, estoy reforzando, aun sin darme cuenta, esos monólogos y habituándome a ellos, contribuyendo así a mi estado de ánimo negativo, a mi desesperanza y a mí inhibición. Si hago coincidir mis monólogos positivos sobre mí mismo y sobre la vida con actividades gratificantes, los refuerzo y me habitúo a ellos, contribuyendo así a la mejora de mi estado de ánimo, a mi esperanza y a que se conviertan en una señal para las acciones de reactivación.

11. Realizo actividades placenteras que me descansan, distraen y serenan Ya decían los antiguos que la alegría y el gozo, calientes y húmedos, contrarrestan la tristeza, fría y seca. Por encima de la tristeza, el dolor, el sufrimiento y las desilusiones que me han deparado las pérdidas y los fracasos, es probable que también haya dejado de vivir experiencias gozosas que vivía con anterioridad, que la presión de lo que «tengo que hacer» por obligación a diario, que a veces es duro, haya ido postergando y arrinconando a lo que «me gustaría hacer» pero que ya no hago por el inmovilismo que me ata. Manan fuentes de tristeza y de disgusto, por un lado, y manan menos o se secan las fuentes de gozo por otro, y esto no da para muchas alegrías. Por eso, aun cuando no todas las actividades que incluyo en mi agenda de reactivación diaria me proporcionen de inmediato una experiencia emocional grata, ¿por qué no incorporar expresamente actividades que sé que me resultaban gozosas y placenteras, que contribuían a mi bienestar y amortiguaban el estrés de la vida, y actividades que nunca he realizado pero que creo que me resultarían placenteras? Si hago crecer el caudal de las alegrías, decrecerá el de las penas. Además de la experiencia emocional placentera, estas actividades me depararán momentos de «distracción» en los que el foco de mi atención, de mis recuerdos y de mis monólogos se ampliará, como ya anticipábamos en el capítulo 5, hacia aspectos de mi vida diferentes de los aspectos negativos que enfoco cuando estoy muy metido en el oscuro «laberinto» y encima con las «gafas oscuras». Me depararán momentos de tranquilidad y descanso que me relajarán y serenarán cuando estoy expuesto a la avalancha de las circunstancias adversas, sobre todo cuando son muy arrolladoras y amenazan desbordarme. Me permitirán además estar conmigo mismo de una manera benevolente, compasiva y sonriente, que decíamos en el capítulo 4, y consolar mi dolor y mi desconsuelo.

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Una lista de actividades placenteras Me resultará de ayuda hacer una lista lo más exhaustiva posible de todas aquellas actividades que me producen sensaciones, emociones, pensamientos y recuerdos placenteros para incorporarlas o reincorporarlas a mi vida diaria. Si al lado de cada una de las actividades anoto, entre 1 y 10, el grado de placer que me proporcionan (1, nada o muy poco; 10, mucho) y cuántas veces (0, ninguna; 5, muchas) las he realizado en el último mes, podré ver en qué medida su realización u omisión están afectando a mi estado de ánimo y será un aliciente para ir metiéndolas gradualmente en la planificación de mis agendas diarias. Me conviene saber que, si me habitúo a realizar una de estas actividades placenteras, como cantar, escuchar música, recitar una poesía o imaginar parajes deliciosos, a la vez que realizo otra tarea más tediosa, como arreglar la casa o planchar, esta última acabará siendo más placentera también. Es importante que el objetivo de estas actividades sea el logro de un resultado gozoso, no una ocasión para evitar una actividad ingrata, pues en este caso la actividad placentera estaría fomentando la evitación. Si evito ponerme a estudiar a la hora que me había comprometido y a continuación «me regalo» un apetitoso postre, el regalo del postre, además de proporcionarme una experiencia placentera, estará acostumbrándome peligrosamente a eludir mi compromiso con el estudio, pues «me premia» por evitarlo. El regalo del postre cumpliría una función más beneficiosa, además de placentera, si viene como consecuencia de haber cumplido el compromiso de las dos horas de estudio. En este caso, es mi compromiso, y no la evitación del compromiso, el que resulta «premiado».

Es importante también, como decíamos antes, que no utilice el pretexto «no tengo ganas de hacerlo». Es preferible que me ponga a hacerlo y estar abierto a lo que me ofrecen, pues el resultado placentero hará seguramente que «me vengan las ganas» para las próximas veces. «Enjuga tu pena en una rosa» Como se abren las flores a los besos de la aurora. CAMILLE SAINT-SAËNS Ópera Sansón y Dalila

En la Oda a la melancolía, el poeta romántico John Keats, que ya citábamos en el capítulo 4, rescata el sentido del sentimiento melancólico que abarca todo el esplendor de las cosas del mundo, cuya belleza viva descubre y describe, siendo muy consciente de su transitoriedad, pues la belleza pasa y la alegría «tiene siempre la mano en los labios diciendo adiós». En todo caso, nos sugiere que «cuando el acceso de melancolía caiga súbitamente del cielo, entonces enjuga tu pena en una rosa de la mañana, o en el arcoíris de la ola salada sobre la arena». Es la reconciliación con la naturaleza y con el resto del 181

universo del que soy parte integral, no mediante la dominación, sino mediante la receptividad sensual, relajada, gozosa y creadora, que requiere lentitud y espera, con el mismo amor fraternal por todo lo creado que profesaba Antonio Machado.

Enjuga tu pena en una rosa Por eso, el lento declive de la luz del crepúsculo en una tarde otoñal puede ser gozoso aun teñido de melancolía y de nostalgia. Pero también puede ser gozoso abrirme al amanecer «como se abren las flores a los besos de la aurora», el éxtasis de la mirada perdida frente al mar recordando momentos gozosos, el paseo por el sendero que lleva al río, el color y el olor de las rosas, el paseo en bicicleta, la práctica de cualquier deporte al aire libre, el juego que va más allá de la necesidad y la productividad, el disfrute del cansancio sosegado que hace que me pueda demorar, acudir al cine, al teatro, a un concierto, llamar a alguien para salir, y tantísimas otras actividades en las que puedo «enjugar las penas» y vivir la expansión de los gozos. Cada uno de mis sentidos, no solo el de la vista, me puede deparar infinidad de momentos placenteros y relajantes a cada instante. Puedo demorarme con atención en el olor de perfumes con los que ambiento mi habitación o con los que yo mismo me perfumo, con el olor de la comida, del río, del bosque, de la hierba recién cortada, de las flores del parque o del jardín, de la panadería en la que compro el pan. Puedo demorarme con atención escuchando música, el canto de un pájaro en un árbol cercano, el ruido que hacen las hojas que voy pisando, el ruido del agua de la fuente, del río o del mar, el latido de mi corazón, la suave entrada y salida del aire por mi boca y mi nariz. Saboreo lentamente lo que estoy comiendo o bebiendo. Siento con atención plenamente consciente lo que estoy tocando, las hojas de este libro, la textura de la camisa que llevo puesta y su roce suave sobre mi piel, el agua que me cae desde la ducha, el sabor de los labios o la piel de la persona a la que beso o acaricio, el toque suave del masaje que me dan o que me doy.

Mis aficiones favoritas Desde la lectura hasta la práctica de la guitarra o el piano, pasando por la cocina, la fotografía o las maquetas de avión, son muchas las experiencias placenteras que me pueden proporcionar mis aficiones favoritas. En ellas vivo además la experiencia de dominio, de control y de logro y de sentirme competente que la crisis de mi experiencia depresiva tal vez me había arrebatado.

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Me ofrezco goce estético como un renacimiento Nos decía Immanuel Kant en la introducción que la melancolía estimula el sentimiento de lo sublime, es capaz de percibir los encantos de la belleza y empuja a la imaginación hacia el infinito. Incluso desde la melancolía que todavía siento, puedo desplegar la capacidad de conocimiento sensual, de creación y de emociones gozosas que encierra el libre juego de la imaginación estética que se manifiesta en la belleza, en el arte, en la pausada contemplación estética. La imaginación estética preserva la verdad de los sentidos, de la sensibilidad y la sensualidad y de la lenta y tranquila contemplación receptiva, y reconcilia lo sensual y lo racional, el goce de la belleza y la razón, estableciendo la armonía entre ambos y superando la escisión a la que nos referíamos en el capítulo 4. Mediante la imaginación estética, la sensualidad y la razón no son antagónicas, la sensualidad es racional, y la razón, sensual. Cultivar la imaginación estética y el goce estético a través de la contemplación de una obra de arte que miro con embeleso, aceptar y gozar las sensaciones placenteras que me puede producir la audición de una pieza musical, poder emitir suspiros de placer, con oscilaciones amplias del diafragma y movimientos de la pelvis hacia delante mientras contemplo un espectáculo teatral, abandonarme y entregarme por entero a esas sensaciones, como cuando me doy por entero en el abrazo sexual, dejarlas fluir y dejarme ir con ellas, vivir la experiencia gozosa de «derretirme de gusto por dentro» sin reservas, sin retención, sin temor, sin acorazamiento, son todas ellas experiencias que me pueden suponer una gran liberación, un renacimiento. También la imaginación y el goce estético pueden acompañar a mis sensaciones sexuales, que pueden ser ambivalentes y turbadoras porque tal vez he aprendido a vivirlas como algo bajo, incluso obsceno y sucio, en dicotomía con lo elevado y limpio. En el libro Tócame otra vez, los autores sugieren cómo revivir el deseo sexual como una fuente de crecimiento personal.

Una melancolía sensible entre la alegría y la tristeza El poeta inglés John Milton escribió en 1631 los poemas «L’Allegro» e «Il Penseroso» en los que dos oradores, el Alegre y el Pensativo, presentan respectivamente el «Júbilo» y la «Melancolía». Sobre el contraste de los dos retratos compuso un trío Karl Philipp Emmanuel Bach y sobre los dos poemas compuso Händel en 1720 el oratorio L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato. La Melancolía aparece en el poema «Il Penseroso» con el rostro negro, con la mirada clavada en el suelo. No obstante, el nombre del orador que la presenta y defiende, el «Pensativo», reivindica el valor positivo que, como ya había anticipado Marsilio Ficino, se atribuía también a la melancolía. En contraste con la «Dama Tristeza» o la «Dama Melancolía», la melancolía de Milton es celebrada como «diosa sabia y santa», como «pensativa monja», «envuelta en un manto oscurísimo que se abre en una cola majestuosa», rodeada de «Paz», «Quietud», «Ocio» y «Silencio». Incluso su sagrado semblante es demasiado esplendoroso para nuestra débil vista y por eso lo vemos bajo un tinte negro, que es el color de la sabiduría. Su mirada cabizbaja es también un signo de su absorción, el reverso del éxtasis poético y visionario.

Yo puedo también desarrollar una sensibilidad fina para vivenciar el disfrute de aromas y paisajes, el placer de contemplar la luna como si me hubiera extraviado «por el ancho firmamento sin caminos», pero para vivenciar también la oscuridad, la soledad y el dolor: una contradicción agridulce, un estado de ánimo ambivalente, ambiguo, una tensión entre melancolía y exaltación, entre la alegría y el dolor. El placer del aislamiento y del ensimismamiento me puede hacer tomar conciencia tranquila de la 183

soledad. 12. Experimentos de «reencarnación» y acciones «como si» A mediados del siglo XX, el psicólogo George Kelly nos proponía realizar el experimento de adoptar el papel de una persona significativa, real o imaginaria, que nos sirviera de modelo de conducta, que nos diera pistas y nos animara a realizar nosotros esa misma conducta. Según eso, si yo adopto el papel de una persona que conozco y que actúa de una manera no depresiva aun en medio de circunstancias adversas, estoy actuando como si yo no estuviera viviendo la experiencia depresiva, y esta práctica me ayuda justamente a restablecerme de hecho de esa experiencia. Me fijo con atención en ella como los estudiantes de dibujo se fijan en su modelo, exploran sus curvas, sus recovecos y lo van contrastando con lo que van realizando en sus cuadernos. Es como si esa persona se estuviera «reencarnando» en mí, como si se estuviera infiltrando en mí y yo me hiciera pasar por ella. Y si se trata de una persona fallecida, es como si la estuviera trayendo de nuevo a la vida e incorporando su conducta, sus habilidades, su sonrisa, su modo de levantar la mirada, las palabras que decía cuando se enfrentaba a los avatares de la vida sin quedarse inhibida y pasiva. Trato de ver el mundo a través de sus ojos y de reproducir su conducta, su sonrisa, su mirada, sus palabras de aliento, pero en definitiva son mis ojos los que ven, soy yo el que sonríe, soy yo el que actúa, y estos actos míos se pueden ir consolidando. Es una experiencia creativa porque de ese modo estoy creando conductas nuevas, me estoy experimentando de manera creativa en situaciones diferentes y con acciones inversas a las de la experiencia depresiva. Con la práctica, mejoro las habilidades que inicialmente solo trataba de reproducir y las voy incorporando de manera estable a mi patrimonio biográfico. Las hago mías y ya no las pierdo. Al hacerlo, me abro y exploro de manera plenamente consciente aspectos inexplorados de mi propia biografía. Cuando reproduzco talentos suyos a veces descubro al instante que tengo sus mismos talentos, que tengo una «reserva» de dotes que no había explorado antes y que podrían haber quedado inexploradas si no hubiera realizado el experimento, si me hubiera mantenido inhibido. Observo que, cuando sonrío, los otros me responden de manera diferente que si me dirijo a ellos cabizbajo y haciendo comentarios negativos. Me doy cuenta de que me sonríen y me siento bien por esta correspondencia, y me doy cuenta de que prefiero esta correspondencia a la que me dedican cuando estoy abatido. 13. Viajo en el tiempo y me «reencarno» en el futuro No solo se proscribieron las emociones y las sensaciones, también la imaginación y el 184

«soñar despierto». Pero la imaginación, las imágenes de la fantasía pueden tener un enorme potencial en mi existencia. Mi fantasía puede ser creadora y «productiva» en la medida en que me propone el horizonte de proyectos y realizaciones gozosas y liberadoras, una «tierra prometida» hacia la que caminar. Puedo imaginar situaciones que pueden parecer «irracionales», pero que acaban realizándose si me atrevo a ponerlas en práctica. Puedo imaginar incluso utopías. Me permite anticipar y crear el futuro y sostener la esperanza de que lo que imagino puede llegar a ser real y de que mis posibilidades y mis aspiraciones se pueden hacer realidad, trascendiendo la desesperanza y la inhibición que parecían hacerlo imposible. La imaginación es entonces una invitación a «practicar la poesía», que decían los surrealistas. Es como «un profeta que vive en mí», que decía el poeta Andrei Voznesensky. Ahora ya no es un modelo el que se «reencarna» en mí. Ahora soy yo el que, habiendo abierto la caja de Pandora, y habiendo decidido recorrer el camino de la reactivación, decide «reencarnarse» en el yo del futuro y, como si me tocaran con una varita mágica o se produjera un milagro, me imagino «reencarnado» sin la inhibición y la parálisis, sin la experiencia depresiva. Esta «reencarnación» imaginaria no es una queja del tipo «¡si las cosas no fueran tan terribles como son ahora!» ni es una huida de la realidad difícil que estoy viviendo. Es una aspiración, un sueño que quiere hacerse realidad. ¿Cómo estoy viendo ese «yo reencarnado» liberado, desbloqueado?, ¿qué estoy haciendo?, ¿en qué se nota que he cambiado?, ¿qué estoy consiguiendo que ahora no tengo pero que me gustaría tener? Ahora regreso de mi viaje en el tiempo y me pregunto si me valdrá la pena hacer el camino para alcanzar esa liberación que dibuja mi sueño. 14. Aprendo habilidades nuevas Uno de los obstáculos con los que me puedo encontrar es la falta de habilidad personal para realizar las acciones que intento realizar. Intentar realizar una acción para la que no estoy preparado me puede producir miedo y ansiedad. Si desisto de hacerla, me evito el probable fracaso y además el miedo y la ansiedad. El aprendizaje de habilidades nuevas puede requerir tiempo, práctica y paciencia. Si siempre he soñado con tocar un instrumento musical, pero nunca lo he hecho, es obvio que he de aprender a hacerlo. Si las pérdidas me han desorganizado la vida y he de reorganizarla, habré de aprender tal vez habilidades de organización del tiempo, habilidades de planificación, de economía doméstica, de solución de problemas, culinarias. Si el desencadenante de mi experiencia depresiva es una relación interpersonal de abuso y no me veo capaz de hacerle frente de manera firme y segura, me importará mucho fortalecer mi capacidad para responder al abuso, para decir «no» a las faltas de respeto o para romper la relación que me

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humilla. Si el desencadenante ha sido la pérdida de empleo y no existen alternativas de empleo disponibles en mi ámbito profesional, tal vez tendré que adquirir habilidades laborales nuevas y habilidades de búsqueda de empleo y para afrontar entrevistas de trabajo. Si deseo iniciar una nueva relación afectiva después de que la anterior estuvo llena de problemas de comunicación y acabó en divorcio o en abandono, me ayudará mucho mejorar mi capacidad comunicativa para no caer en los mismos problemas. En el libro ¡No me comprendes! ¡Y tú a mí tampoco!, los autores hacen sugerencias sobre cómo mejorar la capacidad comunicativa.

15. Diálogo abierto y liberador Cuando te sientas deprimido y extraño, cuando te encuentres perdido, cuando la noche caiga sin piedad, yo te consolaré, yo estaré a tu lado. Cuando llegue la oscuridad y te envuelvan las penas, como un puente sobre aguas turbulentas yo me extenderé. SIMON Y GARFUNKEL «Puente sobre aguas turbulentas»

En los encuentros interpersonales, yo percibo al otro como alguien que, a su vez, me percibe a mí. No lo introduzco solo en mi mundo, el otro entra en mi mundo como alguien que me introduce también en el suyo, como alguien que me toma como objeto de sus opiniones, acciones, afectos positivos o negativos, como alguien que me conoce, que tiene sentimientos hacia mí. Y esto tiene una enorme repercusión para el desarrollo de mi propia personalidad, para mis experiencias más personales, y para la experiencia depresiva. Una de nuestras motivaciones más poderosas es la de existir y significar en el mundo de los otros, de ser alguien en su vida, aun cuando eso no lo logremos del todo, como le ocurrió a Kafka, que vivió no la soledad fecunda de la comunión íntima con uno mismo, sino la soledad árida y estéril de quien no puede establecer unión con un tú. Comparto la pérdida y el duelo El duelo no es solo un asunto privado. Mi experiencia de duelo tiene una dimensión social, no estoy solo con mi dolor. No estoy obligado a ocultar mis lágrimas o a suprimir la verdad de la pérdida. Los otros «me acompañan en el sentimiento», dan así autenticidad a mi pérdida y me ayudan a aceptarla y a seguir adelante, y la aceptación me ayuda a hacer el sacrificio de la renuncia. Me preguntarán por la pérdida, tendré que narrar lo que ha pasado y cuánto significaba para mí lo perdido. Si trato de suprimir la verdad de la pérdida y no comunico mi dolor, la presión por mantener el secreto puede hacer más duradero el duelo. Quienes comparten conmigo mi dolor pueden revivir el suyo por sus propias 186

pérdidas y será entonces un diálogo de duelos. A veces no tengo a quien comunicarla y con quien compartirla, lo cual me la hace más difícil. Otras veces prefiero que no se conozca la pérdida, no sabría explicar por qué me han dejado, me avergüenzo del abandono y del fracaso y temo lo que me puedan decir. Lo que temo a veces es que no me crean, que no den crédito al daño y al dolor que el fracaso o el abuso me están causando. Otras veces me dolerá que los otros subestimen el significado de la pérdida, mi tristeza, mi abatimiento. A veces incluso me irritaré ante su indiferencia y recurriré a expresiones extremas para demostrar cuánto significa la pérdida para mí. Redes de amistad y de apoyo Poned atención: un corazón solitario no es un corazón. ANTONIO MACHADO Proverbios y cantares

Pero la convivencia en los nosotros de la vida, que es un posible desencadenante de pérdidas, abandonos, traiciones, daños y abusos, es también de acompañamiento en mi programa de actividades, de apoyo, de información y de consuelo en mi experiencia depresiva y en mis intentos por sobreponerme a ella, pues, como también nos decía Keats, puedo buscar un «compañero en los misterios de la tristeza» y saciar la sed de consuelo en la red de relaciones íntimas y de amistad. Pero sé también que los otros con su apoyo y su cariño pueden inadvertidamente reforzar mi inhibición, mis quejas y mi estado de ánimo depresivo. Por eso, si en mi programa de reactivación decido retomar el contacto con mis amistades, puedo decirles que «prefiero no hablar de mi depresión» porque sé que si me preguntan, vamos a dedicar mucho tiempo a hablar de ello, y proponerles otros temas de conversación. Puedo reconocer que «no todo va sobre ruedas» y cambiar de tema de conversación. Puedo hacer público mi programa de actividades y pedir expresamente que me acompañen en mis intentos de reactivación. No será igual, pero puede ser mejor Es posible que las próximas experiencias, las próximas relaciones afectivas no colmen mis necesidades, expectativas y sueños del mismo modo que lo colmaba la persona que he perdido. Y es que la persona que he perdido era un patrimonio de la humanidad único e irrepetible. Tal cual no van a ser las otras con las que me voy a encontrar. Pero puede ser mejor, pues no me defino solo por el lugar que esa persona habitaba en mi vida, no es el único espacio que tengo en mi vida, no tengo solo las 187

necesidades y sueños que esa persona colmaba. Cuando otras personas ocupen mis otros espacios vitales, cuando otras actividades me llenen, es posible que vea a la persona perdida como menos significativa porque ahora ya la veo fuera de ese espacio que habitaba, me puede parecer incluso ajena, extraña. Era significativa por el lugar que ocupaba, pero ahora que ya no lo ocupa, ha perdido significado. Tal vez ahora podré también tomar más en consideración las necesidades y expectativas del «tú» de los otros de lo que lo hacía con la persona perdida, que respondía tal vez más solo a mis necesidades y seguir el consejo de Machado: «busca el tú que nunca es tuyo/ni puede serlo jamás». 16. Un estilo de vida saludable Me será difícil hacer frente a las pérdidas y a los momentos difíciles por los que estoy pasando si no duermo bien o si no me alimento adecuadamente. Son numerosos los estudios que muestran cómo el ejercicio físico contribuye también a mejorar mi estado de ánimo. El libro de los autores Qué fácil ganarlo, qué difícil perderlo ofrece sugerencias útiles para una alimentación adecuada y la práctica de ejercicio físico. El libro Si la vida nos da limones, hagamos limonada contiene un amplio apartado dedicado al sueño reparador y a la práctica de la relajación que me será útil en momentos especialmente estresantes. 17. Escribo mi diario Aun cuando muchísimos de los pasajes de mi biografía personal no los plasmo en el papel, sí que podría ir escribiendo en un «diario» las vivencias que me está deparando la experiencia depresiva y este intento que estoy haciendo para sobreponerme a ella. Mi experiencia depresiva es sin duda un hito en la trayectoria de mi existencia y puede ser muy revelador dejar constancia escrita de la experiencia. Mi diario me ayudará a saber estar a solas conmigo mismo, ser un lugar de acogida para mí mismo, a acoger, consentir y aceptar mi experiencia depresiva, mostrarme apoyo y empatía, relativizar y desliteralizar los «cuentos de la lechera» que a veces me cuento, organizar mi plan de activación, alentar la esperanza. En el diálogo conmigo mismo que es mi narración, yo soy mi interlocutor y puedo escucharme con atención y aprender a conocerme mejor. A la vez que «me estoy sintiendo vivir cuando me duele», que decía Pedro Salinas, narrar por escrito la experiencia dolorosa es también una manera de verla con cierta distancia y 188

seguir navegando en el río de la vida. La relectura posterior de mi diario me ayudará a ver con perspectiva mi historia pasada, a comprenderla mejor, a salvar del olvido las experiencias vividas y a evitar las distorsiones y olvidos que se suelen producir con el tiempo. 18. Pido ayuda profesional Según sea de gravosa mi experiencia depresiva, según el grado de progreso que voy experimentando en mi programa de reactivación, según sea el nivel de apoyo con el que cuente, y según yo perciba que puedo controlar mi experiencia depresiva, podré decidir también recurrir a la ayuda profesional. Si ya estoy contando con esa ayuda, este libro podrá ser una ayuda complementaria y tal vez un criterio para evaluar también los beneficios que la ayuda profesional me está aportando. En todo caso, será muy importante que la ayuda profesional contribuya claramente a mi reactivación y no contribuya a mantenerme en la inhibición y la parálisis. Habré de valorar, por eso, con los profesionales que me atienden en qué medida la baja laboral puede ser una ocasión para recobrar fuerzas y poder seguir adelante o es, por el contrario, algo que me priva de seguir conectado a una actividad profesional con sentido y que me aísla de otros alicientes, con lo que podría estar prolongando mi experiencia depresiva. El mero hecho de ser «diagnosticado de depresión» podría ser vivido como una liberación de responsabilidades, y podría, por ello, contribuir inadvertidamente a reforzar también algunos de los componentes de la experiencia depresiva. En el capítulo 7 hablaremos también de los fármacos que algunos profesionales prescriben.

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7. SERES DE CARNE Y HUESO, SED DE CARNE Y VIDA En el centro de la biografía de aquella figura ABC del capítulo 1 estaba el organismo, porque es mi cuerpo la base de sustentación y el copartícipe necesario de mi existencia, de todo lo que hago y vivo, pues soy, como reivindicaba Miguel de Unamuno, un «ser de carne y hueso», carnal, corporal. Y como soy de carne y hueso, es también carnal mi experiencia depresiva y toca las fibras sensibles de todo mi ser, que tiene «sed de carne y vida», como la tienen la felicidad y la desgracia, que decía Pedro Salinas. MI EXPERIENCIA DEPRESIVA. UNA EXPERIENCIA CONMOVEDORA No podría vivir sin el torrente de energía y la conmoción de los procesos bioquímicos y fisiológicos que ocurren en las células y tejidos de todo mi cuerpo a cada instante. Y si puedo decir que la experiencia depresiva es conmovedora y me conmueve, es porque conmueve todo mi ser corporal. Y si digo que «me hunde», es porque mi cuerpo está hundido, abatido, a veces postrado. El llanto de mi tristeza brota de mis Porque sencillamente es todo mi cuerpo el glándulas lagrimales compañero inseparable que me habilita para mi experiencia depresiva y por eso la vivo corporalmente. Y es que yo no soy un ser escindido en dos sustancias, una mente y un cuerpo, yo soy todo entero corporal, no hay nada mío que no lo sea, que se pueda «des-encarnar», que sea etéreo o incorpóreo. El llanto de mi tristeza brota de mis glándulas lagrimales; la tensión que vivo en las duras experiencias vitales está grabada en la tensión muscular de mi coraza defensiva o de mi cefalea; en la aceleración de los latidos de mi corazón se muestra mi vivencia de una pérdida significativa; en su lentitud, mi parálisis; en mi cuerpo inclinado y hundido y en mi hablar lento, mi abatimiento y mi fatiga; en el «nudo en la garganta» mi angustia; en mi falta de apetito, mi desgana, mi anhedonia.

El papel coordinador del sistema nervioso En esa función habilitadora de mi cuerpo, mi sistema nervioso (SN) se extiende por todo el organismo para coordinar y regular todos los demás sistemas: digestivo, cardiovascular, respiratorio, renal, muscular, reproductor, endocrino. Tiene dos 190

componentes interconectados: el sistema nervioso central (SNC), compuesto por el encéfalo y la médula espinal, y el sistema nervioso periférico (SNP), que comprende los nervios periféricos y los receptores que captan las sensaciones de dolor, tacto, presión y temperatura, las del gusto, vista, olfato y oído y la posición y el movimiento del cuerpo. La región más grande del encéfalo está formada por los dos hemisferios cerebrales, cuya capa más externa es la corteza cerebral, formada por grupos de neuronas, y cuyas áreas más profundas contienen otros núcleos neuronales, como el tálamo, la amígdala, el hipocampo, el hipotálamo y los ganglios basales. El SN cumple dos grandes funciones. El sistema nervioso somático (SNS) me permite la relación con las circunstancias de la vida, las gozosas y las adversas, transmite las señales sensoriales o aferentes de la vista, el oído, el gusto, el tacto, el olfato y el dolor (sensaciones exteroceptivas) y también las señales del estado de mis músculos y de El sistema nervioso se extiende por todo el organismo la posición y el movimiento de mis extremidades (sensaciones propioceptivas), y coordina mis movimientos y acciones. El sistema nervioso autónomo (SNA) regula las sensaciones interoceptivas que proceden de las vísceras y el movimiento de las vísceras, e incluye además tres ramas: el sistema simpático (SP), que desempeña funciones de activación y prepara mi organismo para las situaciones que comportan gasto de energía, el sistema parasimpático (PSP), que desempeña funciones de recuperación de energía en situaciones de reposo y de relajación, y el sistema nervioso entérico (SNE), que controla las funciones del aparato digestivo. Más sinapsis en el encéfalo que estrellas en la galaxia La unidad del SN que hace posibles todas esas funciones a través de todo el organismo es una célula especial, la neurona, de las que hay más de 80.000 millones en el SN.

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Estructura de una neurona En el cuerpo neuronal se encuentra el núcleo y el citoplasma, con todos los componentes bioquímicos necesarios para sus funciones vitales, entre otras la fabricación de los neurotransmisores, que conoceremos enseguida. En el conjunto del SN, los agregados de los cuerpos neuronales conforman la sustancia gris. Las dendritas son ramificaciones que reciben las señales o impulsos nerviosos de otras neuronas. Cuando estas ramificaciones son extensas, la neurona puede recibir cantidades enormes de señales. El axón es una prolongación tubular que puede medir entre 0,1 mm y 2 metros y que se divide en finas ramas en las que puede establecer conexión con otras neuronas. Las prolongaciones neuronales, al abandonar la sustancia gris, se rodean de la vaina de mielina, una cubierta compuesta de lípidos y proteínas, rica en fósforo y de color blanco nacarado. El conjunto de estas prolongaciones, agrupadas en haces y fascículos, conforma la sustancia blanca del sistema nervioso.

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Estructura de la sinapsis

La neurona es capaz de experimentar cambios en la permeabilidad y en el potencial eléctrico de su membrana celular, de conducir esos cambios en forma de potencial de acción, que se mide en milivoltios, y de transmitir esa señal bioeléctrica a otras neuronas y a otras células por las rutas o vías nerviosas del SN y excitar y activar o inhibir así su funcionamiento. Las neuronas sensoriales o aferentes transmiten las señales perceptivas. Las neuronas motoras o eferentes transmiten señales a los músculos y a las glándulas regulando sus movimientos. La propagación de estas señales bioeléctricas por todo el organismo se hace posible porque las neuronas se conectan entre sí en una estructura especial que se denomina sinapsis, constituida por tres elementos: a) Neurona presináptica, que transmite el potencial de acción desde las ramas del axón, en las que hay colecciones de vesículas sinápticas, cada una de las cuales contiene miles de moléculas de neurotransmisor. b) Neurona postsináptica, que recibe el potencial de acción de la neurona presináptica. En el espesor de su membrana se sitúan los receptores, que son proteínas que se unen a los neurotransmisores liberados desde la neurona presináptica provocando la excitación o la inhibición de la membrana neuronal. c) Espacio o hendidura sináptica entre la neurona presináptica y la neurona postsináptica. 193

Una neurona puede establecer un promedio de 1.000 sinapsis y recibir incluso unas 10.000. Si el SN tiene más de 80.000 millones de neuronas, puedo imaginar la inmensidad de conexiones sinápticas interneuronales que se producen, tantas que, como dice Eric Kandel, «hay más sinapsis en el encéfalo que estrellas en nuestra galaxia». Los procesos fisiológicos de cada una de mis experiencias vitales se hacen posibles por el funcionamiento de grupos de neuronas interconectadas y organizadas en redes o circuitos. En estas interconexiones, cuando el potencial de acción de la neurona presináptica alcanza las ramas terminales del axón, activa allí la liberación del neurotransmisor de las vesículas sinápticas, el cual, ofreciendo un relevo bioquímico a la señal bioeléctrica del potencial de acción, se difunde en el espacio sináptico y se liga a los receptores de la membrana de la neurona postsináptica excitándola o inhibiéndola. Una vez hecha su función, los neurotransmisores desaparecen del espacio sináptico y frecuentemente son recaptados por la neurona presináptica, donde se inactivan o son de nuevo reutilizados. Algunos de los muchos neurotransmisores son: acetilcolina, adrenalina, noradrenalina, dopamina, serotonina, ácido gamma-aminobutírico (GABA). Tengo una puerta abierta al mundo y un corazón biológico de mis emociones Las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones y penalidades que presencian mis ojos, las palabras humillantes que martillean mis oídos o la tensión de mis músculos ante una amenaza son alarmas que ponen en marcha un proceso de activación fisiológica que se irradia a través de una red de neuronas del tronco del encéfalo denominada sistema reticular (SR). Este sistema actúa, pues, como «puerta de entrada» abierta al mundo y cuyas Tengo en mi cuerpo una puerta abierta al mundo neuronas irradian, a su vez, sus señales activadoras sobre otras áreas del SN. Esta activación regula mi nivel de vigilia y de sueño y habilita las respuestas de orientación, de atención y de alerta que me permiten darme cuenta de lo que pasa a mi alrededor. Cuando me encuentro en un estado de baja activación, como ocurre durante el sueño o durante mis momentos de abatimiento, mi conducta muestra poca precisión y eficacia, mejora cuando mi activación tiene un nivel apropiado, pero empeora cuando mi activación es excesiva y se acompaña de gran ansiedad, como cuando hago frente a una amenaza arrolladora o a un golpe de la vida que no puedo controlar. Desde el SNC, al que llegan las señales sensoriales aferentes que ascendieron por la FR, parten después señales motoras eferentes que, a través de fibras descendentes del SR 194

y de las neuronas motoras de la médula espinal, regulan el funcionamiento de los músculos y contribuyen a mantener la adecuada tensión muscular tónica y postural de la bipedestación y también la plasticidad que requieren muchas otras funciones musculares. La tensión muscular incrementada puede manifestarse en la rigidez de mi coraza muscular defensiva, y en las contracturas musculares de mi cefalea de tensión. Las neuronas del SR emiten también señales hacia la amígdala, una estructura que se activa ante las pérdidas, los fracasos o los golpes de la vida que tienen para mí una especial significación emocional de miedo, tristeza, dolor, ansiedad o sufrimiento, pero también ante las circunstancias que me provocan alegría y placer. Por todo ello, la amígdala es considerada el corazón biológico de la experiencia emocional y de la memoria emocional por la que puedo revivir el recuerdo doloroso de pérdidas y fracasos ya vividos. Una descarga de adrenalina y noradrenalina Por su posición de encrucijada en el SN, el hipotálamo es una estructura neuronal que ejerce funciones reguladoras e integradoras de las dimensiones viscerales, endocrinas e inmunológicas de todas mis experiencias vitales. Una de esas funciones es la de activar las ramas del SNA. En la experiencia estresante que suponen las tribulaciones y penalidades, la activación que se había iniciado en el SR es conducida hasta el hipotálamo, que desencadena una descarga del SP, cuyas neuronas liberan noradrenalina directamente en los receptores de las células del corazón, aumentando la fuerza de contracción y la frecuencia de los latidos, en las del intestino, en las de los pulmones, relajando los bronquios, y en las de otros órganos. Pero casi al mismo tiempo la médula de las glándulas suprarrenales libera grandes cantidades de adrenalina y de noradrenalina que, transportadas por la sangre, provocan durante más tiempo en los órganos la movilización y el consumo de energía necesaria para afrontar en las mejores condiciones posibles las circunstancias a las que me enfrento en cada momento. El impacto fisiológico que esta descarga del SP provoca en todo mi organismo será tanto mayor cuanto más intensa, reiterada y duradera sea la activación que las circunstancias adversas y la crisis de la experiencia depresiva me estén provocando. Una activación excesiva puede llegar a desbordar los mecanismos reguladores de mi organismo y causar disfunciones fisiológicas e incluso enfermedades. Una descarga de cortisol en el estrés de las pérdidas y los fracasos Además, algunos grupos de neuronas del hipotálamo desencadenan una activación neuroendocrina que se inicia con la producción de la hormona liberadora de la corticotropina (CRH), que es transportada por la sangre hasta la hipófisis, donde 195

estimula, a su vez, la secreción de la hormona adrenocorticotropa (ACTH). Esta hormona llega por la sangre hasta las glándulas suprarrenales, donde activa la liberación de glucocorticoides, y en particular de cortisol, completando así el llamado eje hipotálamo-hipofiso-suprarrenal (HHS). El cortisol facilita una distribución del combustible energético asegurando que todo mi organismo esté a punto para afrontar la situación adversa, pero a costa de interrumpir otras funciones que en esos momentos no son tan necesarios, como el sueño, el apetito o el deseo y la actividad sexual, lo cual puede determinar insomnio, pérdida de apetito y pérdida de deseo sexual. Por eso, no es extraño que se encuentren altos niveles de cortisol en la sangre cuando se experimenta fuerte ansiedad y en la experiencia depresiva. Son mayores esos niveles cuando la situación adversa provoca además enfado, hostilidad, ira y agresión. A su vez, parece que esos niveles altos contribuyen al envejecimiento y podrían determinar también una pérdida de neuronas y degeneración en el hipocampo, con el consiguiente deterioro de los procesos de memoria en los que interviene esta estructura neurológica. El impacto de una experiencia depresiva duradera Cuando la situación adversa que precipita mi experiencia depresiva es duradera, puede producirse también hiperactividad crónica del eje HHS y una hipersecreción de CRH, de ACTH y de cortisol. Este exceso de cortisol se produce entonces a lo largo de todo el día, alterando así su ritmo habitual, que tiene un pico en torno a las 8.00 horas y es relativamente menor durante la tarde y de madrugada. En esas condiciones, el insomnio, la pérdida de apetito y la inhibición del deseo sexual pueden hacerse duraderos también, el ciclo menstrual se vuelve irregular e incluso puede desaparecer la menstruación. Algunos autores han señalado que las fuentes crónicas de estrés y la hiperactividad del eje HHS desde edades tempranas en la vida pueden provocar vulnerabilidad para la experiencia depresiva. La hiperactividad crónica del eje HHS disminuye también los niveles de dopamina en las neuronas de las áreas cerebrales que intervienen en las experiencias placenteras, lo cual desempeña un papel en la desgana y la anhedonia. En estas condiciones, el cortisol puede inducir también atrofia del timo y de otros órganos del sistema inmunitario e inhibición de la maduración de los linfocitos, con la consiguiente deficiencia inmunitaria. Esta deficiencia aumenta la vulnerabilidad del organismo ante los agentes infecciosos. Se ha observado también una mayor incidencia de reacciones alérgicas (asma, rinitis) y una reactivación de enfermedades autoinmunes (lupus eritematoso, artritis reumatoide) en períodos de fuerte estrés. La aparición de algunas enfermedades en las que está alterado el sistema inmunitario, como la esclerosis múltiple o la diabetes juvenil, está precedida en algunos casos de períodos de estrés. Varios estudios han mostrado que cuando la experiencia de estrés y la experiencia depresiva son repetidas y duraderas, como ocurre en el paro laboral de larga duración, el 196

cuidado prolongado de familiares enfermos, conflictos permanentes de pareja, la pérdida del cónyuge o de un hijo, un proceso de divorcio largo y traumático, se puede producir una alteración de algunas respuestas inmunológicas, como la disminución de linfocitos, lo que aumenta esa vulnerabilidad. En los casos en que la experiencia depresiva es especialmente intensa, existe un mayor riesgo de padecer cáncer tiempo después. NECESARIOS, PERO NO SUFICIENTES Mi vida, pues, mis dichas y desdichas y desde luego la crisis existencial de mi experiencia depresiva son por naturaleza carnales. Sin las glándulas lagrimales que habilitan mi llanto, sin las funciones integradoras del SN, sin los latidos de mi corazón, sin los movimientos de mis músculos, sin las hormonas del sistema endocrino o sin la vigilancia que realiza el sistema inmunitario, no habría vida, ni dichas y desdichas. En definitiva, sin biología no hay biografía. Mi biografía la voy escribiendo gracias a los potenciales de acción de mis neuronas y a los latidos de mi corazón. Mi experiencia depresiva es, pues, una experiencia psicofisiológica en la que se integran de manera indisoluble la experiencia psicológica vivida con las pérdidas y los fracasos y los procesos fisiológicos que me habilitan para ella. Las glándulas lagrimales no causan mi llanto ni la amígdala mi ansiedad Cuando llueve, vemos muchos paraguas abiertos por la calle, es decir, la lluvia y los paraguas abiertos están asociados, tienen una estrecha relación, están «correlacionados», pero no decimos que llevar los paraguas abiertos es lo que causa la lluvia. Sería más bien a la inversa. Mientras leo este libro, se van produciendo cambios fisiológicos en mi retina, en la formación reticular, en los potenciales de acción de las neuronas del nervio óptico y en la corteza cerebral del lóbulo occipital que son concomitantes y tienen una estrecha relación con mi lectura, pero que no son la causa de que yo haya decidido leer este libro y lo esté leyendo ahora. El paraguas está asociado a la lluvia pero no es su causa

Del mismo modo, como acabamos de ver, mi experiencia depresiva está asociada a numerosos cambios fisiológicos en mi organismo. Pero los potenciales de acción de mis neuronas, las células del músculo cardíaco, las hormonas de la hipófisis o los linfocitos del sistema inmunitario no son suficientes para que ocurra mi experiencia depresiva, ni mucho menos son su causa. Puedo decir, por eso, que la biología no es toda mi biografía, ni causa las experiencias biográficas, ni marca mi destino vital. Sin las glándulas lagrimales no son posibles las lágrimas de mi llanto, pero no decimos que las glándulas lagrimales sean la causa de mi aflicción por una pérdida y de mi llanto. La causa de mi llanto es la

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experiencia que yo vivo con la pérdida que lloro y con todo lo que he perdido con la pérdida. Sin las sinapsis que hacen las neuronas con los músculos que mueven mis párpados mediante el neurotransmisor acetilcolina no es posible el parpadeo, pero no decimos que la sinapsis o la acetilcolina sean la causa del guiño con el que muevo el párpado y del significado que le otorgo. En la ansiedad que acompaña a la experiencia de una fobia o de un ataque de pánico están implicadas las redes neuronales de la amígdala, pero no son estas redes la causa de mi ansiedad, sino las transacciones con las circunstancias que me están suponiendo una amenaza o un reto. No sería posible el habla ni la comprensión del lenguaje sin los potenciales de acción de las neuronas que se activan en las áreas de la corteza cerebral denominadas área de Broca en el lóbulo frontal y área de Weernicke en el lóbulo temporal, pues son esas áreas las que me habilitan para hablar y para comprender lo que escucho. Pero no digo que hablo español «porque» se produzcan los potenciales de acción de las neuronas de esas áreas, ni que esos potenciales de acción sean la causa de las innumerables transacciones que desde mi infancia me han permitido ir aprendiendo a hablar mi lengua materna. Las neuronas producen Sin acetilcolina, no hay guiño, potenciales de acción, pero no producen las palabras de un poema, ni los pero la acetilcolina no es la causa del guiño titubeos, la ironía o el doble sentido que le doy a mis palabras y que los otros a veces no comprenden aunque les funcionen bien las neuronas de las áreas de Broca y de Wernicke. En palabras del neurólogo Joaquín Fuster, explicar el comportamiento de una persona por la acción biológica de las neuronas sería como intentar comprender el significado de una carta analizando la composición química de la tinta.

Plasticidad: yo muevo mis neuronas Además, muchos de los cambios fisiológicos que se producen mientras vivo mi 198

experiencia depresiva son el efecto, no la causa, de las transacciones que conforman esa experiencia. «Se me hace la boca agua» es el efecto fisiológico, no la causa, de pensar en un sabroso manjar, al igual que el rubor en las mejillas es el efecto fisiológico, no la causa, de la confrontación con una situación embarazosa que me pone colorado, al igual que cuando tengo miedo o estoy ansioso mis músculos se ponen tensos, pero no es la tensión muscular la causa del miedo, o al igual que cuando aprendo un nuevo idioma se producen cambios neurofisiológicos, pero ningún cambio neurofisiológico hará mágicamente por sí mismo que yo aprenda el nuevo idioma sin ir a la academia o viajar al país en que se habla.

Mis experiencias vitales resuenan en mi cuerpo, alteran su fisiología, lo conmueven, disparan los potenciales de acción de las neuronas del sistema reticular y de todo el sistema nervioso, hacen que la amígdala se ponga en marcha y que el hipotálamo descargue su torrente de hormonas. Por eso, aunque no accedo a mis redes neuronales directamente y no las puedo tocar, yo las muevo cuando vivo mi experiencia depresiva. Yo vivo mi experiencia a expensas de mi cuerpo, pero mi cuerpo y todos sus procesos están a expensas de mis experiencias vividas, están dotados de plasticidad, es decir, se modulan y se modifican en respuesta a las transacciones de mi experiencia. Porque, como decía Goethe, los seres humanos «son enseñados por sus órganos», pero tienen la ventaja también de «volver a enseñar a sus órganos». Son tan transcendentales esas transacciones, ya desde los primeros instantes de la vida, que incluso la estructura organizativa de las redes neuronales y los procesos neurológicos de conexión y modulación sináptica implicados en el lenguaje, en el pensamiento, en la tristeza y en el sufrimiento emergen y se moldean con plasticidad a partir de la presión que sobre ellos ejercen mis experiencias vitales, hasta el punto de que, como dice el neurocientífico Steven Rose, «el cerebro, el lenguaje y la vida social coevolucionan» y «los sistemas del cerebro no existen en abstracto, entran en juego por obra de las acciones». Por eso, así como la activación de las neuronas del SR me pone a punto para poder afrontar los avatares de la vida, así también, con las acciones que yo voy a ir realizando para salir del estancamiento de mi experiencia depresiva, puedo ejercer recíprocamente un poder regulador y modulador sobre la actividad bioeléctrica del SR, determinando así también modulaciones y graduaciones en el nivel de activación y de alerta de todo el organismo. Así también los cambios fisiológicos que ocurren en la actividad de la noradrenalina, la dopamina y los opiáceos endógenos, que son neuromoduladores relacionados con las experiencias hedónicas o placenteras, en los circuitos neurológicos que habilitan para la anticipación de la recompensa y para las experiencias placenteras, no ocurren de manera súbita y misteriosa, sino que son efecto de la pérdida de recompensas significativas que me ha abocado a mi experiencia depresiva y a mi desgana y anhedonia. Del mismo modo, mi reactivación y la recuperación de bienes y recompensas podrán restaurar también los niveles y la actividad de esos neurotransmisores.

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LA QUIMERA DE LA DOCTRINA PSICOPATOLÓGICA La doctrina humoralista que, como vimos en la Introducción, hacía de la quimera de la bilis negra la causa de la melancolía estuvo vigente durante muchos siglos, pero los avances en los conocimientos anatómicos y fisiológicos hicieron que se fuera abandonando. Así, a partir del siglo XVIII, y durante el siglo XIX y todo el siglo XX, fue tomando el relevo una doctrina que otorgaba al sistema nervioso y a «los nervios» un papel causal en la melancolía y la depresión, que serán consideradas cada vez más patologías supuestamente debidas a patología cerebral, como si en realidad se tratara de una meningitis, de una encefalitis o de un tumor cerebral. Ya no es la bilis negra, pero es algo que supuestamente no funciona bien en el cerebro. Así, donde la doctrina humoralista proponía «desequilibrios de los humores», la nueva doctrina propondrá «desequilibrios y congestión de la sangre», «desequilibrios de los nervios» o, más recientemente, «desequilibrio de los neurotransmisores cerebrales» como supuestas causas. El estancamiento de la sangre y la debilidad de los nervios A principios del siglo XVIII, Friedrich Hoffmann creía que un espasmo de la meninge duramadre impedía el paso de la sangre, lo que producía las «impresiones de tristeza y de miedo» de la melancolía. El espasmo se resolvía mediante sangrías, o a través de «máquinas giratorias» que provocaban náuseas y vómitos y que se suponía hacían desplazar hacia las piernas el exceso de sangre que supuestamente congestionaba el cerebro. Ya en el siglo XIX, y con ecos todavía de la doctrina humoralista, el psiquiatra británico Henry Maudsley escribía: «Cuando la sangre degenera en una mayor o menor congestión en el cerebro, hay una incapacidad para pensar, el estancamiento de la sangre se acompaña de un penoso estancamiento de las ideas y la presencia de bilis en la sangre puede llevar a cualquiera a considerar su medio y su futuro de forma más ensombrecida».

En todo caso, ya que había congestión, Maudsley proponía colocar sanguijuelas en las sienes y en la nuca para «descongestionar», lo que recordaba las antiguas sangrías para «descongestionar» la bilis negra. El neurólogo alemán Wilhelm Griesinger atribuirá la melancolía a una «debilidad del cerebro» de tipo hereditario y Krafft-Ebing dirá que la inhibición de la actividad cerebral por una disminución de la nutrición del cerebro conduce a una menor fuerza vital y a la inhibición de los sentimientos, del intelecto y de la voluntad. Surge por entonces el concepto de «neurastenia» para referirse a un supuesto «agotamiento del sistema nervioso» que se manifestaba en el agotamiento de la melancolía y que habría que resolver «tonificando» las fibras nerviosas con alimentos fortificantes. A caballo entre los siglos XIX y XX, continuarán esta tradición Emil Kräpelin, 200

considerado el «padre» de la psiquiatría moderna, y el psiquiatra Kurt Schneider. De la quimera de la bilis negra a la quimera del desequilibrio de los neurotransmisores Kurt Schneider reconocerá que «desconocemos los procesos patológicos que subyacen a la ciclotimia y a la esquizofrenia, pero que a ellas subyacen enfermedades es un postulado que tiene muy buenos apoyos», Emil Kräpelin y añade que «la enfermedad se da únicamente en lo somático y nosotros llamamos “patológicas” a las anormalidades psíquicas cuando cabe atribuirlas a procesos orgánicos patológicos». De la Kurt Schneider existencia de tales «procesos patológicos» Schneider no aporta, sin embargo, pruebas. No obstante, y a pesar de la falta de pruebas, Schneider declarará sin más que la experiencia depresiva es una patología psíquica, una «psico-patología», o, como dice también la doctrina psicopatológica, una «patología mental», un «trastorno mental». De esta manera, inventa lo psico-patológico como algo distinto y tan real como lo somatopatológico. Se reeditaba así la ficción que siglos atrás había hecho de un supuesto desequilibrio de los humores y de la quimera de la bilis negra la causa de la melancolía. El supuesto «sustrato orgánico patológico» de Schneider será actualmente para la doctrina psicopatológica otra quimera: el supuesto desequilibrio de los neurotransmisores. El drama de la vida convertido en drama cerebral Se conocían desde antiguo las experiencias adversas de la vida que pueden llevarnos a la experiencia depresiva: pérdidas, fracasos, tribulaciones, penalidades. Pero tanto las doctrinas antiguas como la doctrina psicopatológica actual pasan por alto o sencillamente niegan su papel determinante. No logran explicar cómo se puede pasar de esas experiencias de la vida a la tristeza, a la desgana, a la desesperación, de los pesos a la pesadumbre, de las penalidades a las penas.

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Las experiencias adversas de la vida son ignoradas en nombre de una quimera

Y es que para ellas la única verdad de la experiencia depresiva no está en la complejidad de los avatares de la vida, sino en la simplicidad de la quimera de los vapores del humor negro, de los manejos de Satán, de los rayos de Saturno o del desbarajuste de los neurotransmisores. ¡La fe en la simplicidad de las quimeras y de las creencias mágico-religiosas las hace ciegas para comprender la complejidad de la vida y el significado de la crisis existencial de la experiencia depresiva! Es como si ante las pérdidas, tribulaciones y penalidades que estoy viviendo alguien, ignorando su papel en mi experiencia depresiva, señalara con el dedo índice la cabeza y me dijera: «lo que te pasa es por algo que tienes mal en tu cerebro». Según eso, mi experiencia depresiva no es una experiencia que yo me encuentro viviendo con esos avatares de la vida, sino que es algo que la doctrina psicopatológica denomina endógeno, es decir, algo que tengo dentro y que se me metió ahí sin saber cómo, ni cuándo, ni por qué: bilis negra, Satán, congestión de la sangre, desbarajuste de los neurotransmisores. El verdadero drama de mi experiencia depresiva ya no se representa, según eso, en el escenario de mi existencia en el que me encuentro viviéndola, sino en un escenario «endógeno» de vapores oscuros y de neurotransmisores revueltos. Es un «drama cerebral», de un cerebro «seco» o «desequilibrado». Los protagonistas no somos yo y las pérdidas, los fracasos y las tribulaciones; ellos son meras comparsas, personajes sin significación alguna en el drama, como si estuvieran de sobra, al lado de los verdaderos protagonistas, que para la doctrina psicopatológica son los neurotransmisores, como lo habían sido para los antiguos los vapores del humor melancólico o la posesión de Satán. ¡Qué gran simplificación de mi vida, de mi experiencia depresiva y de mi existencia! Si todo lo que me pasa deriva de la bilis negra, de los manejos de Satán o del alboroto de 202

los neurotransmisores, ¿para qué averiguar el impacto que me producen las pérdidas, los abandonos, los fracasos, las derrotas, el maltrato? Al despojar mi experiencia depresiva de sus conexiones radicales con esos acontecimientos de la vida, las doctrinas la despojan también de su significado profundo. Me despojan además del autogobierno, pues me gobierna, según ellas, una quimera, «una cosa que está ahí dentro». Una búsqueda desalentadora: ni rastro de patología Si digo que la melancolía es causada por la bilis negra o por Satán, tendré que aportar pruebas. Lo mismo si digo que está causada por un desequilibrio de los neurotransmisores. Pero en la larga historia de siglos no contamos con evidencias de que exista una relación causa-efecto entre un hipotético desequilibrio o «proceso patológico» del cerebro y la experiencia depresiva, del mismo modo que sí la hay, de acuerdo con la medicina científica, entre una hepatitis y la ictericia, entre un enfisema pulmonar y la disnea, entre una bronconeumopatía y el esputo. Aunque a lo largo de la historia se ha derramado mucha sangre en las sangrías, no hemos visto manar en ninguna de ellas el humor melancólico porque ni siquiera existía, ni hemos descubierto a Satán metido en el cuerpo. Y es que buscar la causa de una crisis existencial, como mi experiencia depresiva, no es lo mismo que buscar la causa de la ictericia, de la disnea o del esputo. Porque el miedo, la tristeza, el abatimiento, la desgana, la inhibición o la desesperanza de mi experiencia depresiva no son ni una ictericia, ni una disnea ni un esputo. No se producen en las meninges como una meningitis, ni en el encéfalo como una encefalitis, ni en el cerebro como un tumor cerebral. No manifiestan una sede y causa cerebral como tampoco la mirada triste o los negros presagios que ya conocían los antiguos manifestaban los vapores de la bilis negra. Tienen, como hemos visto a lo largo del libro, otro modo diferente de producirse. No es extraño, por eso, que Esquirol mostrara así el desencanto de la búsqueda: «Que nadie espere que vamos a señalar el lugar donde se encuentra la locura, ni señalar la naturaleza y el lugar de la lesión orgánica que la determina. Las autopsias realizadas han sido inútiles. Todos los trabajos sobre la anatomía del cerebro no han producido otros resultados que la certeza desesperante de que jamás se podrán deducir de estos datos conocimientos aplicables al ejercicio de la facultad pensante».

También era para Emil Kräpelin desalentador no encontrar nada: «Por desgracia, el interés psiquiátrico de los descubrimientos en anatomía cerebral ha resultado inferior a lo que cabía esperar, se entiende que los intentos de explicación hayan llevado a un cierto desaliento». Kahlbaum lamentaba así la falta de aclaraciones aportadas por la anatomía patológica del cerebro: «Es conveniente para la psiquiatría, como en otros campos de la medicina, partir de puntos de vista patológicos y seguir el método convalidado en la patología. Por tanto, la bandera de la anatomía patológica es la que debe enarbolar el investigador si desea demostrar rigor científico. ¿Pero cómo es posible que este medio de la investigación patológica en la psiquiatría haya conducido a tan pocas aclaraciones?».

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El psiquiatra Adolf Meyer decía que intentar explicar los trastornos psicológicos «por unas hipotéticas alteraciones celulares» que no podemos probar es algo gratuito, y Carlos Castilla del Pino en su Introducción a la psiquiatría escribía: «El modelo neurológico pretendía ofrecer una interpretación patológicocerebral de la alteración psíquica, y esto es lo que una y otra vez no ha sido conseguido. Y si puede asegurarse que no habrá de serlo es porque la consideración de que la traslación del modelo neurológico al psicológico es lógicamente inadecuada, es decir, errónea, desde el punto de vista de la epistemología que concierne a ambos niveles».

Situados en el siglo XXI, Julio Sanjuán escribe: «La verdad es que no contamos con un solo marcador biológico que tenga la suficiente especificidad como para ser incluido dentro de los criterios diagnósticos en ningún trastorno psiquiátrico».

También el psiquiatra Germán Berrios reconoce que «los marcadores biológicos no están disponibles en la psiquiatría» y que «es improbable que la investigación biológica sea informativa». B. J. Deacon, profesor de Psicología de la Universidad de Wyoming en Estados Unidos, comenta: «No se ha identificado una causa biológica, ni siquiera un marcador biológico inequívoco de los trastornos del comportamiento, no hay evidencia alguna de que estos sean causados por desequilibrios de neurotransmisores ni de que los fármacos los corrijan. Los problemas se han vuelto más crónicos y graves y los problemas de estigmatización no solo no han mejorado sino que se están agravando».

Los potenciales de acción no causan mi experiencia depresiva Como ya hemos visto, las neuronas pueden alterar el potencial eléctrico de sus membranas celulares y producir un potencial de acción y pueden además fabricar neurotransmisores. Pero los milivoltios de los potenciales de acción y los neurotransmisores no son mi conducta, ni mis pensamientos, ni mi tristeza, ni mi experiencia depresiva, ni los producen. Para que se produzcan estas experiencias biográficas es preciso que ocurran las transacciones que hemos conocido a lo largo de los capítulos del libro. Las neuronas y los neurotransmisores no hablan, no piensan, no toman decisiones, no tienen miedo, no sienten la pérdida de un ser querido, ni hacen duelo, ni causan penas, ni desesperación, ni dicen «me doy por vencido», ni hacen intentos de suicidio. Tampoco deciden que la persona que me abandona o que se muere sea o no significativa para mí o que me hunda el fracaso de un proyecto en el que había depositado todos mis sueños. Todo eso lo hago y lo vivo yo, mi ser entero conectado con las circunstancias de la vida, inmerso en mis experiencias vitales, viviendo la crisis de la experiencia de una pérdida significativa, de un abandono o de un fracaso. En la experiencia de indefensión que vimos en el capítulo 2 intervienen las neuronas, pero no la causan. La causa de la indefensión no está en las neuronas ni en los neurotransmisores, está en lo que ocurre entre mi persona entera y la adversidad que me hace daño y que mis esfuerzos no son capaces de controlar. Sin esa experiencia entre mi acción y la circunstancia frustrante, ninguna neurona ni todas las redes de neuronas

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juntas serían capaces de alumbrar mi indefensión y mi desesperanza, porque ellas lo que alumbran son potenciales de acción de bajo voltaje y neurotransmisores.

Las neuronas no son unos grandes almacenes Puedo tener alojados en mi cerebro una encefalitis o un tumor cerebral y en mis meninges una meningitis. Pero allí no voy a encontrar amores, tristezas, pensamientos, desesperanzas, recuerdos, ni un inquilino patológico «prefabricado» llamado depresión, porque mi experiencia depresiva no es un tumor cerebral ni una meningitis y se «fabrica» en el curso de mis transacciones con los avatares de la vida. Las neuronas y las redes neuronales con sus neurotransmisores no son unos grandes almacenes donde se puedan encontrar esas cosas, pues esas experiencias no ocurren en el cerebro «como la digestión ocurre en el estómago», que dice el filósofo John Searle, no son atributos que se puedan adscribir al cerebro o a un grupo de neuronas, del mismo modo que amar no lo adscribimos al corazón, salvo por licencia poética o metafórica como cuando decimos «te llevo en mi corazón». Y no las encontraremos allí no porque no dispongamos todavía de la tecnología adecuada, sino sencillamente porque allí no se encuentran, allí no están alojadas, no tienen allí su aposento y su lugar de producción, ni se producen como se produce un potencial de acción o un neurotransmisor. Porque, como dice el citado Steven Rose, «en el cerebro no hay ningún lugar donde la neurofisiología se convierta misteriosamente en psicología», en experiencia psicológica. Un «cuento» que abusa de la credulidad Por todo esto, la afirmación de la doctrina psicopatológica de que mi experiencia depresiva es una entidad patológica residente en el cerebro y causada por un supuesto desequilibrio bioquímico de los neurotransmisores, y en particular por una deficiencia de serotonina, es una simplificación y una quimera como lo fue la afirmación de los antiguos de que la causa de la melancolía era el supuesto desequilibrio de los humores, y en particular de la bilis negra. Nadie hasta la fecha ha demostrado cuáles son los parámetros que definirían el equilibrio «normal» de esos neurotransmisores, como tampoco nadie los había fijado para la bilis negra. Nadie ha demostrado tampoco cómo y por qué en un momento determinado se produce el supuesto desequilibrio en el metabolismo de la serotonina y tampoco que esa alteración sea la causa de la experiencia depresiva. Por eso, como nos dice Peter Gotszche, médico internista y experto en investigación clínica de la Universidad de Copenhague, en su libro Psicofármacos que matan: «la idea de que las personas con depresión tienen una carencia de serotonina ha sido claramente rechazada […], es falsa y totalmente indocumentada la idea de que la falta de serotonina es la causa de la depresión», y

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añade que el supuesto desequilibrio químico como causa es un «cuento» que abusa de la credulidad de la gente.

En ello insiste también el neurocientífico Elliot Valenstein en su libro Blaiming the brain (Culpando al cerebro), que señala que ni siquiera es posible medir directamente la cantidad «normal» de noradrenalina y serotonina en el cerebro como para poder afirmar que es una «anormalidad» de estas monoaminas biológicas la causa de la experiencia depresiva. El psiquiatra Alberto Ruiz Lobo, en el libro Hacia una psiquiatría crítica, escribe: «La narrativa del desequilibrio neuroquímico no es más que un mito sin fundamentos sólidos». El psiquiatra irlandés David Healy, citado por el periodista científico Robert Whithaker en su libro Anatomía de una epidemia, afirmaba que la teoría de que la depresión se deba a una deficiencia de monoaminas había que «tirarla a la papelera». Gotszche va todavía más allá: «El falso mito del desequilibrio químico debería acabar en los tribunales, pues es un fraude al consumidor». ¿Una tristeza sin motivo?: una tapadera para la ignorancia Al ignorar las experiencias de la vida como determinantes de la experiencia depresiva, no es extraño que las doctrinas antiguas y actuales hablen de la tristeza como algo «sin causa aparente», «sin motivo». Kraft-Ebbing habla de la melancolía como una «depresión dolorosa que no tiene una causa externa». Celso, un médico del siglo I, decía que a los melancólicos había que reprobarles amablemente su melancolía haciéndoles ver que «no tiene causa alguna». Sorano de Éfeso en el siglo II hablaba del «llanto sin razón» de los melancólicos. A Timothy Bright le extrañaba que personas que disfrutaban de todas las comodidades de la vida pudieran sentirse embargadas por el miedo, a pesar de que, según él, «no tienen nada que temer, ni razón para su descontento, ni causa alguna de peligro». Robert Burton habla de la tristeza «sin causa evidente», y se refiere a la pesadumbre de la que la persona «no puede saber por qué». Según Sigmund Freud, «la inhibición del melancólico nos parece asombrosa porque no podemos comprender qué es lo que le absorbe». Maudsley dirá que la depresión «no tiene causa externa o la tiene insuficiente», y el filósofo y psiquiatra Karl Jaspers dirá que el núcleo de la depresión lo constituye «una tristeza tan profunda como inmotivada».

Si yo comunico los motivos que me han llevado a mi experiencia depresiva, pero no se les da crédito, se podrá declarar que lo que me pasa está «inmotivado», y es este precisamente uno de los significados que la doctrina psicopatológica da a lo «endógeno». Se dirá, pues, que mi experiencia depresiva es «endógena» e «inmotivada», porque se hace caso omiso de las experiencias vitales traumáticas que la motivan. Lo supuestamente 206

endógeno e «inmotivado» será entonces un pretexto para no entrar en el meollo de la experiencia depresiva y una tapadera para encubrir la ignorancia de los verdaderos motivos. Cuando yo los conozco y los vivo, puedo sentir como una ofensa que me digan que es «endógena» e «inmotivada». Un «misterio antropológico» y un «enigma psicológico» Al aferrarse a los «procesos patológicos subyacentes» y al considerar la experiencia depresiva algo «endógeno» e «inmotivado», una psicopatología «psicológicamente inderivable» de las experiencias de la vida, no es de extrañar que a Kurt Schneider le resulte incomprensible, un «misterio antropológico». Mi experiencia depresiva resultará «inderivable» para quien esté ciego para las tribulaciones y penalidades de las que sí se deriva, y será algo incomprensible y un «misterio antropológico» para quien se empeñe en verla como la emanación de un «proceso patológico subyacente» y no como el fruto de las experiencias adversas que estoy viviendo y que sí la hacen comprensible, como ya hemos visto a lo largo del libro. Al despojar de valor las experiencias vitales que determinaron la experiencia depresiva de una mujer a la que atendió, Emil Kräpelin la considera un «“enigma psicológico”, un problema «sin causa alguna adecuada», una «depresión injustificada» debida a «gérmenes patológicos latentes». A las vicisitudes y adversidades de la vida, a las «experiencias vitales» su fe psicopatológica les arrebata su valor explicativo. «Las circunstancias externas no desempeñan ningún papel. También las diversas experiencias vitales aquí citadas me parecen, como mucho, importantes por su contenido, pero no como origen. Como generalmente no pueden probarse causas externas reales, ha de pensarse en un mal desarrollado a partir de causas internas y podrían considerarse los gérmenes patológicos ya latentes que se desarrollan posteriormente. Sabemos que muy a menudo las supuestas causas psíquicas, el amor desgraciado, los fracasos profesionales, el agotamiento, no engendran la afección, sino que son sus consecuencias; que, además, muchas veces son solo sucesos externos que hacen surgir trastornos ya instalados, y finalmente que, en general, sus efectos dependen en gran medida de la constitución de la persona afectada. La evolución está determinada por el proceso patológico que se encuentra en la base, no por acontecimientos exteriores».

LA PSICOPATOLOGÍA: UNA PROFESIÓN DE FE Y UNA PATOLOGÍA INVENTADA Así pues, la falta de pruebas y evidencias hacen que la doctrina psicopatológica sea, 207

más que una doctrina científica, una creencia. De hecho, Kurt Schneider reconoce que su declaración tiene que ser, por la debilidad de las pruebas aportadas, «una profesión de fe». Y tal vez por ser consciente de esa falta de pruebas, confiesa también que su postulado psicopatológico puede ser tachado de «dogmático». Una vez arrancada la experiencia depresiva de sus raíces en las experiencias de la vida y alojada su supuesta causa en un «drama cerebral» endógeno, la doctrina psicopatológica se limita a hacer sobre ella, en efecto, un declaración dogmática, a declararla patológica, a reinventarla como un hecho psicopatológico cerebral. Sin aportar pruebas, la doctrina psicopatológica dice «lo que te pasa es porque tienes un desequilibrio patológico de los neurotransmisores», al igual que los antiguos decían, también sin poder probarlo: «lo que te pasa es porque los vapores de la bilis negra te han secado el cerebro». Entre el dicho y el hecho hay un gran trecho Una vez sentado el dogma de la declaración psicopatológica, la doctrina ya no se preocupa siquiera de establecer una correspondencia que pudiera parecer verosímil entre la supuesta causa y lo que se vivencia en la experiencia depresiva, y por qué misteriosos mecanismos se podría pasar del supuesto desequilibrio de los neurotransmisores a la tristeza, la desgana, la parálisis o la desesperación. Incumple así los rigurosos criterios de la medicina científica, que ha de probar lo que declara, no solo declararlo. Por eso la doctrina psicopatológica, aunque hace uso de ellos y utiliza su terminología, resulta ser una parodia o remedo de los modelos de la medicina científica y de la patología humana. Y es que, aunque quisiera hacer esa correspondencia, no podría, pues, como hemos visto, entre el dicho de la declaración humoralista o psicopatológica y los hechos de mi experiencia depresiva hay un gran trecho, un abismo entre el discurso y lo que verdaderamente acontece en el curso de mi experiencia. El discurso de la declaración psicopatológica está hecho, por eso, de palabras vacías, y la supuesta «patología endógena» resulta ser una patología inventada, una ficción, una creación imaginaria derivada de las palabras de la propia declaración psicopatológica, una quimera, como fue quimera la bilis negra, como son una ficción, una quimera los centauros o las sirenas, pues no los podremos encontrar nunca en el hipódromo o a la orilla del mar por más que les hayamos puesto un nombre. La declaración psicopatológica es el espejismo mágico de pensar que para que una cosa exista basta con ponerle un nombre, que basta con decir «tienes un desequilibrio de los humores», «tienes un desequilibrio de los neurotransmisores» o «tienes una enfermedad llamada depresión» para que, dicho y hecho, por arte de magia «se hagan» los desequilibrios, la psicopatología, la enfermedad. Pero fuera de la declaración, el tal desequilibrio, la tal psicopatología no existen. Una enfermedad como la meningitis o un tumor cerebral no puede ser inventada 208

mediante el lenguaje, ha de ser evidenciada de forma rigurosa. Pero la «manga ancha» de la doctrina psicopatológica permite inventar patologías a base de superponerles tal nombre a determinadas experiencias adversas de la vida, como la experiencia depresiva y tantas otras incluidas en los catálogos psicopatológicos, tales como el denominado Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, más conocido como DSM. Una declaración inútil Por eso la declaración psicopatológica no me dice nada útil sobre la compleja realidad de mi experiencia depresiva, no me ayuda a desvelar y comprender su significado, sino que lo vela, lo oculta, lo maltrata. Por eso me da igual que el relato sea sobre vapores de la bilis negra, fechorías de Satán o neurotransmisores alborotados. La falta de correspondencia entre la retórica de las doctrinas y la experiencia depresiva se muestra en el simplismo con el que el relato de la doctrina pretende «explicar» lo que ocurre en la experiencia. Así, los vapores sombríos de la bilis negra explicarían el carácter sombrío de la persona melancólica. La tez es negruzca por recibir de continuo los vapores negros que se filtran desde dentro. Si la bilis negra es fría y seca, la melancolía será fría y seca. Si el humor melancólico asusta al cerebro, tendremos miedo. Si Saturno es lento, también los son los nacidos bajo su influjo. Si está obstruida la circulación y enlentecida la sangre, estará obstruido el pensamiento y serán lentos los movimientos del melancólico. Si la bilis negra se calienta, se inflama la imaginación, si se enfría, el ánimo se enfría. Si los estudiosos leen o escriben con la cabeza inclinada, les llena la cabeza la bilis negra fría y se vuelven, según Ficino, torpes y desmemoriados.

Explicaciones circulares y ficciones explicativas Si pregunto «¿por qué tiene fiebre esta persona?», me pueden responder: «porque tiene una meningitis». Si ahora pregunto «¿por qué tiene una meningitis?», lo correcto será decir «porque se ha contagiado por meningococo», cosa que se puede evidenciar descubriendo el meningococo en un análisis, pero no sería correcto decir «porque tiene fiebre», porque eso sería dar vueltas a lo mismo sin explicar nada, sería una explicación «circular», una «tautología». Si pregunto a qué se deben la tristeza, el abatimiento, la inhibición, la desesperanza de mi experiencia depresiva, las doctrinas me lo tratarán de «explicar» diciendo que es «porque los vapores de bilis negra me han secado el cerebro», porque «tengo desequilibrados los neurotransmisores» o «porque tengo una psicopatología llamada depresión». Si a continuación pregunto cómo saben que «tengo» esos vapores, ese desequilibrio o esa psicopatología y me responden que lo saben porque observan mi tristeza y mi desesperanza, me estarán dando una explicación circular porque la única evidencia que me aportan de los supuestos vapores, desequilibrios y pasicopatologías son mi tristeza y mi desesperanza. Los supuestos vapores, desequilibrios y psicopatologías no son, pues, auténticas explicaciones, son ficciones explicativas. 209

Es como si pregunto por qué una pérdida significativa me ha llevado a la experiencia depresiva y me responden que es «porque tengo una predisposición endógena» a padecer depresión y después pregunto cómo saben que tengo la tal predisposición y me responden que lo saben «porque esa pérdida me ha llevado a la experiencia depresiva». La supuesta «predisposición endógena» es una ficción explicativa. Es como si pregunto por qué se mueren los hombres y me responden «porque son mortales», y después pregunto por qué son mortales y me responden: «porque se mueren». Kräpelin parece no ser consciente de la tautología que comete cuando, refiriéndose a una mujer acusada de varios incendios, dice: «La nota saliente es su inclinación incendiaria persistente. La falta de motivos y la incurable tendencia a las recidivas nos inducen a suponer que se trata de un caso patológico». Si ahora le preguntamos ¿por qué comete incendios esta mujer?, Kräpelin nos dirá: porque padece una psicopatología, una «inclinación incendiaria persistente» endógena. Pero si le preguntamos de nuevo ¿cómo sabe que la padece?, Kräpelin cometerá tautología diciendo: porque ha cometido varios incendios. La «inclinación incendiaria» no es, pues, una auténtica explicación, es una ficción explicativa. Atacar al cerebro para atacar la melancolía y la depresión A pesar de la falta de evidencia científica para sostener que la experiencia melancólica y depresiva tiene su sede y causa en un supuesto desarreglo de los neurotransmisores, la doctrina psicopatológica propondrá medidas para atacar allí el mal, como se atacó a la bilis negra con sangrías y con eléboro y a Satán con exorcismos. Si las ideas obsesivas se deben, según el neurólogo Egas Moniz, a ciertas conexiones anómalas entre los hemisferios cerebrales, el «tratamiento» habrá de ser la lobotomía, que consiste en cortar quirúrgicamente esas conexiones y que, a pesar de su brutalidad y de la invalidez que ocasionaba, ha seguido practicándose hasta bien entrado el siglo XX. Las descargas eléctricas del electrochoque aplicadas en el cerebro hacen, según Ugo Cerletti, que el cerebro segregue «sustancias vitalizantes» supuestamente curativas. Hoy se sigue utilizando bajo el eufemismo de «terapia electroconvulsiva». DEL ELÉBORO A LA FLUOXETINA: EL SIMULACRO TERAPÉUTICO DE LOS PSICOFÁRMACOS Las sangrías y el eléboro negro proporcionaron durante siglos la falsa creencia de que se estaba reequilibrando el supuesto desequilibrio y «curando» de esa manera la melancolía. La simplificación del problema simplificaba también la solución. Del mismo modo, la doctrina psicopatológica, a pesar de la simplificación y la quimera del desequilibrio bioquímico, propone la administración de psicofármacos antidepresivos 210

como «tratamiento curativo» para reequilibrar el supuesto desequilibrio. También aquí la simplificación de la solución refleja la simplificación del problema. Un simulacro de «tratamiento curativo» Son muchas las sustancias químicas que pueden alterar el organismo y el comportamiento. El alcohol etílico de las bebidas alcohólicas es un depresor del sistema nervioso que tiene efectos sedantes. La nicotina que contiene el tabaco tiene en determinadas áreas del SN efectos análogos a los de la dopamina y a los de la acetilcolina en los ganglios del SNA. La cocaína, la dietilamida del ácido lisérgico (LSD) y las anfetaminas tienen efectos activadores pues promueven la liberación de la dopamina de las vesículas sinápticas y la activación de receptores dopaminérgicos en determinadas áreas del SN.

También los psicofármacos son sustancias químicas que, a través del torrente sanguíneo, se difunden por todo el organismo y ejercen sus efectos farmacológicos alterando la bioquímica de los neurotransmisores y activando o desactivando el funcionamiento del organismo (cuadro 7.1). Al igual que durante muchos siglos se le otorgaron al eléboro fabulosas virtudes contra la melancolía, la doctrina psicopatológica les otorga también a los psicofármacos antidepresivos virtudes terapéuticas. Pero así como no se ha podido demostrar que un supuesto desequilibrio bioquímico de la serotonina sea la causa de la experiencia depresiva, nadie ha demostrado tampoco que las alteraciones que sin duda producen los psicofármacos «antidepresivos» en la bioquímica de los neurotransmisores sean la «curación» o la «terapia» del supuesto desequilibrio, como tampoco las indudables alteraciones fisiológicas y los daños producidos por la sangría o por las purgas con eléboro eran la «curación» de la melancolía. Si no existen un supuesto desequilibrio o una supuesta enfermedad, no puede aducirse un tratamiento «curativo» para reequilibrar el supuesto desequilibrio, la supuesta enfermedad. No es, pues, la curación de ninguna enfermedad, es un simulacro de terapia, una quimera curativa que reedita así la quimera del eléboro negro. CUADRO 7.1 Algunos psicofármacos Los neurolépticos o tranquilizantes mayores, como la clorpromazina o el haloperidol, bloquean los receptores de la dopamina en las neuronas postsinápticas con la consiguiente incapacidad de la dopamina para actuar y la consiguiente sedación. Las benzodiacepinas, como el diazepam (Vallium), bromazepam (Lexatin) o el lorazepam (Orfidal), favorecen y potencian la acción inhibidora del neurotransmisor GABA sobre la excitabilidad de las neuronas. Tienen propiedades sedantes o tranquilizantes, razón por la cual se les denomina ansiolíticos o tranquilizantes menores. Causan 211

también relajación muscular y somnolencia. Los antidepresivos tricíclicos, como la imipramina (Tofranil) o la amitriptilina (Triptizol), bloquean la recaptación o reabsorción de la serotonina y de la noradrenalina por la neurona presináptica, aumentando su disponibilidad por más tiempo en la hendidura sináptica. La cocaína bloquea también la recaptación de la noradrenalina. La enzima monoaminooxidasa (MAO) descompone y desactiva metabólicamente las monoaminas dopamina, serotonina y noradrenalina. Los inhibidores de la MAO impiden esa desactivación y activan la transmisión de las monoaminas. Los inhibidores de la recaptación de la serotonina, como la fluoxetina (Prozac) o la paroxetina, bloquean la recaptación de este neurotransmisor por la neurona presináptica, provocando la acumulación de serotonina en el espacio sináptico y su actividad en las neuronas postsinápticas. Como dice la psiquiatra Joanna Moncrieff, experta en farmacología de la Universidad de Londres, en su libro Hablando claro: «No se ha demostrado que los psicofármacos antidepresivos actúen corrigiendo algún hipotético déficit subyacente». Por eso afirmar el reequilibrio del hipotético desequilibrio es un fraude desde el punto de vista científico. Si yo pidiera «enséñame los análisis», nadie me podría mostrar con ellos ni evidencias del supuesto desequilibrio ni de la supuesta corrección del supuesto desequilibrio. Como dice Elliot Valenstein, «aunque la afirmación de que los antidepresivos actúan corrigiendo una deficiencia bioquímica puede ser una efectiva política propagandística, no se justifica por la evidencia». Por eso la declaración «tiene una enfermedad llamada depresión causada por un desequilibrio de la serotonina que se cura con una pastilla» no tiene más valor científico que la declaración «tiene una enfermedad llamada melancolía causada por la bilis negra que se cura con eléboro» o que la declaración «tiene un mal llamado melancolía causado por la posesión de Satán que se cura con exorcismos». Los psicofármacos no son como la penicilina o la insulina Un antibiótico como la penicilina puede llegar a través del torrente sanguíneo hasta las meninges, atacar allí al meningococo, el germen causante de la meningitis y diana terapéutica del antibiótico, y curar así la enfermedad. Analizando una muestra al microscopio, podemos además encontrar allí el meningococo. La insulina neutraliza la diabetes pues repara el déficit de insulina debido a un problema en las células del páncreas que la producen.

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Pero mi experiencia depresiva no es debida a una entidad diluida en el flujo bioquímico de los neurotransmisores que pudiera verse al microscopio, y los psicofármacos no curan nada que pudiera estar allí donde ellos actúan, no tienen allí una «diana terapéutica», pues allí no hay ningún meningococo, ningún trastorno molecular, ningún supuesto desequilibrio bioquímico que pueda aducirse como causa y que pudiera ser neutralizado como neutraliza la penicilina el meningococo o la insulina la diabetes. Por eso, es incluso inexacto denominarlos antidepresivos, porque no combaten la depresión, como el antibiótico combate la meningitis o los antidiabéticos o la insulina combaten la diabetes. Es verdad que los fármacos antidepresivos tienen efectos fisiológicos y alteran la bioquímica de los neurotransmisores, pero, por tener efectos, también los tenían el eléboro y las sangrías, y, según los exorcistas, también los tienen los exorcismos. Lo que ocurre es que los tales efectos nada tienen que ver con un supuesto desequilibrio o una enfermedad que es inexistente. Por eso las declaraciones sobre la supuesta «eficacia terapéutica» son palabras vacías, es la «terapia» de nada. Por eso, hacer la analogía con los antibióticos o con la insulina y declarar que «se trata una infección con un antibiótico, la diabetes con insulina y una depresión con un 213

antidepresivo», o establecer la analogía entre «estoy tomando penicilina para curar la meningitis» y «estoy tomando un antidepresivo para curar la depresión», son falsas equivalencias, son una falacia y una simplificación, porque ni mi depresión es una infección como una meningitis, ni un déficit bioquímico de las células del páncreas, ni el fármaco antidepresivo es como un antibiótico o como la insulina. La presión de la propaganda: tan sencillo como tomarse una pastilla Esta quimera terapéutica carente de rigor científico es, no obstante, activamente promovida desde muchos ámbitos profesionales, con el apoyo y la presión de la propaganda comercial de la industria farmacéutica para la que supone enormes beneficios económicos. El psiquiatra Germán Berrios lo expresa así preocupado: «¡Cuán degradante es para la psiquiatría el haberse convertido en un objeto comercial!». La quimera proclama que la solución de los problemas que nos afligen es tan sencilla como tomar una pastilla, tan sencilla como elevar los niveles de serotonina. Es la engañosa fantasía de poder solucionar todos los problemas de la vida y alcanzar la felicidad y la serenidad tomando cada día una pastilla, como la pastilla de soma de Un mundo feliz de Aldous Huxley. Si a base de promulgar la quimera la población se persuade de que la experiencia depresiva es asunto de fluctuaciones caprichosas de la bioquímica cerebral o «una enfermedad como otra cualquiera», como se dice y se escribe con total desfachatez, y está dispuesta a abrazar el mensaje de la «eficacia terapéutica» de los antidepresivos y de que estas pastillas reequilibran esas fluctuaciones, será más probable que considere irrelevantes los avatares de la vida que precipitan la experiencia depresiva, acepte e incluso reivindique la condición de «enfermo» y acepte e incluso reclame la medicación como supuesta «penicilina». De hecho, el volumen de psicofármacos prescritos ha aumentado exponencialmente y sigue aumentando, y muchas personas han convertido el consumo de fármacos antidepresivos casi en un modo de vida. Pero depositar la confianza en las pastillas y otorgarles el encargo de resolver los problemas de la vida puede contribuir a disminuir el sentido de eficacia personal y la autoconfianza, a aumentar la desesperanza y a hacer abdicar de los esfuerzos para hacer frente con esperanza a la experiencia depresiva, con lo que esta puede perpetuarse. Si en cambio se le dijera a la población que la experiencia depresiva no es «una enfermedad como otra cualquiera», no es como una meningitis o una diabetes, que su causa no es un desarreglo bioquímico de los neurotransmisores, que los psicofármacos no son «tratamientos curativos» que supuestamente corrigen aquel desarreglo, que los efectos fisiológicos y la alteraciones que causan en el funcionamiento del organismo no demuestran «eficacia terapéutica» frente a una patología inexistente, sino que, por el contrario, les van a ocasionar graves inconvenientes, probablemente no querrían tomarlos. 214

La falacia de la «eficacia terapéutica» Aun cuando los psicofármacos antidepresivos no revierten ningún supuesto déficit de serotonina y no son, pues, un «tratamiento curativo», tienen, como hemos visto, efectos farmacológicos que alteran la fisiología normal del organismo. Las personas que toman pastillas y que creen que, como se les ha dicho, su experiencia depresiva es un asunto químico de su cerebro que se les está curando con las pastillas pueden tomar estos efectos farmacológicos como una señal, incluso como una prueba, de que, en efecto, las pastillas «funcionan», «les están haciendo efecto», como un cambio e incluso como una mejoría, sobre todo si los efectos son de sedación y adormecimiento o de euforia. De hecho, cuando la experiencia depresiva se acompaña de ansiedad, los fármacos con propiedades sedativas pueden mitigarla. Pero lo adecuado en esos casos sería decir «está más sedado», y no decir «se está curando la causa de la depresión». Pero hay otros fármacos que tienen estos mismos efectos farmacológicos y que producen esa misma sensación de mejoría y que, sin embargo, no influyen en la actividad de la noradrenalina y de la serotonina o que, paradójicamente, no bloquean sino que facilitan la recaptación de la serotonina y su desaparición del espacio sináptico, lo que indica que esos efectos no son debidos al supuesto aumento «terapéutico» de la serotonina. La cocaína y las anfetaminas, que sí incrementan la actividad de la noradrenalina y la serotonina, no tienen, en cambio, esos efectos farmacológicos en la experiencia depresiva. Además, estos efectos tardan en aparecer unas semanas y lo hacen de manera gradual, mientras que la cantidad de serotonina y noradrenalina en el cerebro aumenta en uno o dos días desde el inicio del consumo, lo que, por otra parte, puede ser responsable de los efectos adversos a los que nos referiremos después. En el intervalo de tiempo entre el inicio del consumo y la aparición de los efectos ocurren otros muchos cambios neurológicos no dependientes de esos neurotransmisores y que podrían ser los responsables de los efectos atribuidos a ellos. Si bien los antidepresivos aumentan a corto plazo la actividad de la noradrenalina y la serotonina, después de varias semanas de consumo, y precisamente cuando ya se están produciendo esos efectos farmacológicos, la actividad de estos neurotransmisores está de hecho disminuida en la sinapsis debido a los mecanismos de compensación que provocan los psicofármacos. Estos mecanismos hacen que disminuya la sensibilidad de los receptores postsinápticos a los neurotransmisores y también la cantidad de neurotransmisor liberado en la sinapsis por las neuronas presinápticas. Es otra prueba más de que esos efectos no son debidos al supuesto aumento «terapéutico» de la serotonima. En todo caso, en la medida en que los psicofármacos tengan, al menos en un primer momento, efectos de sedación y de reducción de la tensión y la ansiedad, contribuirán a 215

hacer más probable y frecuente su consumo. Son, como dicen los psicólogos, reforzadores negativos, ya que se refuerza su consumo porque eliminan o alivian un malestar. Pero también pueden funcionar como reforzadores positivos, ya que se refuerza su consumo en la medida en que ofrezcan una sensación de bienestar y además induzcan el sueño, un beneficio apreciable cuando se tienen dificultades para dormir. La eficacia de las pastillas de pega Son muchas las investigaciones referidas por Irvin Kirsh, psicólogo británico de la Universidad de Hull, que muestran que las pastillas placebo, que son «pastillas de pega» que no tienen efectos farmacológicos, también «funcionan» y pueden tener tanta eficacia en producir la sensación de mejoría como los psicofármacos, lo que demuestra que el uso de los fármacos no aporta ninguna ventaja, salvo tal vez la sensación de sedación o de euforia en su caso. La eficacia farmacológica del psicofármaco podría ser debida incluso también al mismo «efecto placebo» que producen las pastillas de pega. En unas experiencias realizadas en Alemania con la planta «hierba de San Juan», el porcentaje de personas que tomaron la hierba y que notaron «mejoría» fue incluso superior al de las que habían consumido antidepresivos. La recuperación espontánea La evidencia muestra que un porcentaje muy alto de experiencias depresivas se recuperan y remiten con el tiempo, incluso en un plazo de pocos meses, e incluso sin intervenciones profesionales y sin el uso de fármacos, lo que se suele denominar «remisión espontánea». Ya lo había constatado así Emil Kräpelin hace más de cien años y esta era la evidencia y la opinión profesional hasta la aparición en el mercado de los fármacos antidepresivos en la década de los años sesenta del pasado siglo XX. Resultaba difícil mejorar con los fármacos lo que era el curso habitual de la experiencia depresiva. Incluso el uso de los fármacos podría enmascarar la evolución favorable que se habría producido en cualquier caso, pero que la doctrina psicopatológica atribuirá de manera interesada a la supuesta «eficacia terapéutica» de los fármacos. Muchas de las investigaciones que tratan de demostrar la «eficacia terapéutica» de los psicofármacos pasan por alto los múltiples cambios que ocurren en las circunstancias de la vida durante los intervalos de tiempo entre el inicio de la toma de las pastillas y las sucesivas revisiones, y que son en realidad los responsables bien del empeoramiento, bien de la mejoría de la experiencia depresiva y de su remisión espontánea. Debido a ello, todo lo que esté ocurriendo en el curso de la experiencia depresiva, sus mejorías y sus empeoramientos, será atribuido por la doctrina psicopatológica a la acción de los fármacos. 216

Si la persona refiere «mejoría», se interpretará como una «prueba» de la «eficacia terapéutica» de las pastillas y entonces, sin analizar las circunstancias vitales que han podido contribuir a la mejoría, tal vez se reducirá la dosis prescrita. Si refiere empeoramiento, se interpretará como que las pastillas «no están haciendo efecto» o que la persona es «resistente al tratamiento» y entonces, en lugar de analizar las circunstancias de la vida que han podido contribuir al empeoramiento de la experiencia depresiva, tal vez se suba la dosis prescrita, lo que aumentará los efectos nocivos, o se cambie de medicamento. NO HAY REEQUILIBRIO, SINO IATROGENIA Y NOCIVIDAD Es precisamente por su capacidad para alterar la bioquímica cerebral y de todo el organismo por lo que los psicofármacos tienen efectos nocivos. La doctrina psicopatológica separa de manera interesada lo que llama efectos primarios y secundarios, considerando que los «primarios» serían los efectos «positivos» y supuestamente «terapéuticos» y los «secundarios» serían efectos adversos, como algo «secundario» o de importancia menor que habría que tolerar en nombre de los supuestos efectos primarios supuestamente beneficiosos. Pero, en realidad, tanto unos como otros son efectos farmacológicos «primarios» por igual y son efectos iatrogénicos, es decir, causados por la misma prescripción del fármaco. Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso» Joanna Moncrieff, Peter Gotszche, Elliot Valenstein, el periodista científico Robert Whitaker, y nosotros mismos en el libro Los problemas psicológicos no son enfermedades, son otras tantas voces de alarma que advierten de los graves riesgos, del daño neurológico irreversible, de la perturbación de las funciones cerebrales y de la discapacidad de millones de adultos y niños que comporta el uso y abuso creciente de los psicofármacos, un «desastre de salud pública» y una tragedia, en palabras de Gotszche. Para muchos estudiosos, las expectativas de recuperación para los problemas psicológicos más graves han empeorado debido a los psicofármacos que consumen, y ha aumentado exponencialmente el número de personas incapacitadas por problemas psicológicos que han entrado de manera irreversible en el circuito de las quimeras «terapéuticas» que prometían resolverlos y que en un alto porcentaje quedan enganchadas de por vida a los fármacos porque son incapaces de dejarlos o porque se les siguen prescribiendo. Si de verdad los psicofármacos fueran como la penicilina o la insulina, las expectativas no serían tan pesimistas. Pero no solo no son eficaces para resolver los problemas que prometían resolver, sino que los agravan y crean otros nuevos. Como 217

afirma Giovanni Fava, psiquiatra de la Universidad de Bolonia, «el tratamiento con antidepresivos puede conducir a un deterioro a largo plazo de los trastornos del estado de ánimo». Si se tienen en cuenta los efectos de los antidepresivos, no es de extrañar que a partir de los años setenta del pasado siglo XX muchos estudios comenzaran a señalar que la evolución de la depresión tratada con antidepresivos no solo no era mejor que la tratada con placebo, sino que tenía un pronóstico más sombrío y abocaba a una «cronificación», en contra de lo que solía ser su evolución habitual antes de la llegada de los fármacos. «Nunca antes habíamos sido testigos de tal catástrofe por una enfermedad iatrogénica», afirma Gotszche. A la vista de sus efectos en el organismo y en la vida, resulta un sarcasmo que algunos consideren los fármacos antidepresivos un «alimento del sistema nervioso». De hecho, lo que hace un psicofármaco como la fluoxetina no es «corregir» o «normalizar» una supuesta deficiencia o anormalidad de serotonina, sino alterar su mecanismo bioquímico normal. Unas semanas después de estar tomando fluoxetina, las vías nerviosas que utilizan la serotonina están funcionando de manera anormal. Tanto es así que el neurocientífico Barry Jacobs, a la vista de las alteraciones producidas en el funcionamiento de los circuitos de la serotonina, las considera «patológicas», y otro neurocientífico, Steve Hyman, señala que se acaban haciendo duraderas. Antes de las pastillas, no había ningún desequilibrio bioquímico demostrable; después de las pastillas, el equilibrio químico aparece desequilibrado. Efectos nocivos de los psicofármacos Son numerosos los efectos nocivos de los psicofármacos de uso más habitual. Al bloquear los receptores de dopamina, los neurolépticos alteran muchos otros mecanismos fisiológicos del organismo, produciendo hipotensión, reducción del tono muscular, cambios en la temperatura corporal. La sedación llega a producir inhibición de la capacidad de iniciar movimientos (acinesia), un estado de agitación e inquietud denominado acatisia y un estado de aplanamiento o anestesia emocional y una dificultad general de concentración. La sensación de estar consciente y no poder, sin embargo, controlar los propios movimientos produce un efecto zombi. Al bloquear los núcleos neuronales implicados en la regulación del movimiento, provocan alteraciones análogas a las del parkinson: movimientos descoordinados, posturas anormales, rigidez, temblores y otras complicaciones que conforman el cuadro denominado discinesia tardía. Al alterar los circuitos que habilitan para los comportamientos de atención, de anticipación de las recompensas, y los dirigidos a una meta, pueden de hecho deteriorar de manera definitiva esos circuitos e incapacitar para esos comportamientos. Varios estudios citados por Gotszche muestran de manera fehaciente que estos fármacos reducen además el tamaño del cerebro: «Matan las neuronas con tanta efectividad que se ha llegado a estudiar su uso para el tratamiento de tumores cerebrales». Las benzodiacepinas tienen efectos negativos en los procesos de memoria y aprendizaje. Provocan también somnolencia, debilidad muscular, reducción de la capacidad de atención, de memoria y de acción, pueden producir también lesiones cerebrales crónicas y aumentan el riesgo de sufrir demencia. El consumo habitual de ansiolíticos produce también tolerancia, lo cual supone que llegan a perder su efectividad y se tiene que aumentar la dosis para obtener los mismos efectos. Por otra parte, al inducir el sueño farmacológicamente, hacen que se inhiban y se hagan «perezosos» los mecanismos que inducen el sueño de manera natural, con lo que el dormir se hace cada vez más difícil. Los antidepresivos tricíclicos tienen efectos anticolinérgicos, es decir, son antagonistas de las acciones de

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la acetilcolina, lo cual explica muchos de sus efectos nocivos, como visión borrosa, sequedad de boca, estreñimiento, retención urinaria, hipotensión, arritmias cardíacas que pueden llevar a la parada cardíaca. Algunos antidepresivos tricíclicos tienen efectos sedativos y de somnolencia similares a los de los neurolépticos porque bloquean la actividad de la dopamina. También pueden causar impotencia, retraso del orgasmo y disminución del deseo sexual, lo cual agrava la desgana previa. A pesar de que la doctrina psicopatológica habla del supuesto desequilibrio de la serotonina cerebral, lo cierto es que la mayor parte de la serotonina del organismo está en el aparato digestivo, y no en el cerebro. Por eso, no es extraño que los fármacos que bloquean la recaptación de la serotonina, como la fluoxetina, alteren y desarreglen el funcionamiento intestinal produciendo náuseas, vómitos, diarrea y dolor abdominal, además de causar disfunciones sexuales, por lo que algunos los llaman «antisexuales» más que antidepresivos. Además, al igual que los neurolépticos, inhiben la transmisión de dopamina y por eso pueden provocar también la discinesia tardía. Aunque habitualmente producen sedación, tienen en algunas personas efectos estimulantes similares a los de la cocaína o las anfetaminas y provocan un estado de agitación e inquietud extrema similar a la acatisia que producen los neurolépeticos. La acatisia resulta una experiencia perturbadora e insoportable porque es difícil de controlar, desconcierta a quienes la viven y agrava su desesperación, pues comprueban que su experiencia depresiva no solo no se mitiga sino que les expone a estas experiencias tan perturbadoras. Algunas investigaciones señalan que la agitación de la acatisia es tan perturbadora que podría hacer perder el control y aumentar el riesgo de autolesiones, actos compulsivos y violentos hacia otras personas e incluso conductas suicidas.

Muy a menudo se enmascaran, se ocultan, se minimizan o sencillamente se niegan estos efectos nocivos atribuyéndolos no al fármaco, sino a un supuesto empeoramiento o una supuesta recaída de la «psicopatología» que supuestamente se padece, tratando de mantener vivo así el mito de la «eficacia terapéutica» y de ponerse a salvo de posibles acusaciones por el uso de fármacos tan nocivos. Ello puede hacer que se suban las dosis o que se prescriban otros fármacos para neutralizar los efectos nocivos, en una peligrosa espiral de sobremedicación y de interacciones farmacológicas nocivas. Quienes se encuentran en esta situación pueden acabar creyendo que su situación ha empeorado, lo que agrava su desesperanza, y que están condenados a tomar pastillas indefinidamente. Debido a estos efectos nocivos, muchas personas deciden dejar de tomar los fármacos, pues, aun en el caso de que estuvieran experimentando una sensación de mejoría a corto plazo, esta no les compensa los efectos nocivos, y piensan que «es peor el remedio que la enfermedad». Otras personas los siguen tomando a pesar de los efectos nocivos en la creencia de que esos efectos nocivos son una «señal» de que los fármacos «están actuando» y con la secreta esperanza de que acabarán «curando» la experiencia depresiva, aunque en los casos en que se prescribe medicación de por vida se mata toda esperanza. Atrapados en la adicción y la dependencia Aunque la doctrina psicopatológica a menudo lo oculta o lo niega, los psicofármacos generan adicción y dependencia, como nos dicen los libros de farmacología y nos recuerdan Joanna Moncrieff y Peter Gotszche, al igual que el alcohol, la nicotina o los opiáceos, hasta el punto de que alguien puede llegar a decir «no puedo funcionar bien sin ellos, es como una dependencia». 219

Son tantos los desarreglos que causan los psicofármacos en los mecanismos fisiológicos normales de los neurotransmisores que, una vez instaurada la dependencia de estas drogas, si se dejan de tomar se experimentan un efecto rebote o reacciones de abstinencia o retirada, como ocurre con la dependencia del alcohol o de la nicotina, pues el organismo tiene que hacer reajustes de nuevo para adaptarse al desajuste que le supone ahora la retirada de la droga. Las reacciones son tanto más intensas cuanto más rápidamente se haya suspendido el fármaco. El aumento de receptores de la dopamina que habían provocado los fármacos neurolépticos como compensación a la disminución de la concentración de dopamina hace que al suspenderse el fármaco de golpe se produzca una grave reacción que se denomina «psicosis por supersensibilidad» y que ya no obedece al aumento de la dosis. Cuando se retiran las benzodiacepinas, las neuronas se activan de manera incontrolada y puede producirse un aumento de la ansiedad previa, agitación, insomnio, pesadillas, cambios de humor, rigidez muscular y sensaciones desagradables como hormigueo, sopor y calambres. La interrupción de los antidepresivos tricíclicos ocasiona náuseas, escalofríos, dolor muscular e insomnio, y la de los inhibidores de la MAO, irritabilidad, agitación, trastornos del movimiento, insomnio o exceso de sueño. La retirada de los fármacos que bloquean la recaptación de la serotonina provoca mareo, confusión, insomnio, pesadillas, irritabilidad, dolores musculares, agitación, empeoramiento del estado de ánimo y excesiva somnolencia, reacciones que pueden persistir años después de la retirada.

Todas estas reacciones constituyen una importante fuente de estrés que produce ansiedad e irritación. Entonces vuelve a funcionar el reforzamiento negativo: elimino este malestar tomando más pastillas, pero me expongo así a volver a sentir el mismo malestar y a tener que recurrir de nuevo a las pastillas para calmarlo, lo cual me hace creer que «necesito seguir tomándolas» y me puede enganchar a los psicofármacos y a sus efectos nocivos toda la vida. La falacia de la «cronicidad» La doctrina psicopatológica reinterpreta estas reacciones no como reacciones de abstinencia debidas al consumo del fármaco, sino como recaídas o agravamiento de la supuesta psicopatología. De esta manera, además de enmascarar así el grave daño que están produciendo y de eximirse de responsabilidad por estar causándolo, lo ahondan todavía más cuando se prescribe un aumento de las dosis para «tratar» el supuesto agravamiento. En todo caso, como al dejar de tomarlos se producen las reacciones de abstinencia y estas se interpretan como un empeoramiento, se decide no dejar de tomarlos y seguir usándolos. De esta manera se prolonga y agrava la dependencia, contribuyendo a que la experiencia depresiva se haya hecho en la actualidad más duradera y recurrente que muchos años atrás y que haya aumentado de manera alarmante el número de personas tratadas con antidepresivos e incapacitadas por diagnóstico de depresión. Si los fármacos antidepresivos fueran realmente útiles y tuvieran de verdad la «eficacia terapéutica» que se les pretende atribuir, esto no tendría que estar ocurriendo. 220

Por otra parte, en lugar de reconocer que esta «cronicidad» es en realidad un efecto del uso de los fármacos, se la reinterpreta con la quimera de que «la depresión es una enfermedad crónica y recurrente». Se crea de paso así también una nueva y falaz justificación para el uso indefinido de los fármacos: «como es una enfermedad crónica, hay que tratarla con fármacos de manera crónica», ignorando que la cronicidad la está creando precisamente el uso de los fármacos. Los daños que en lo sucesivo pudieran aparecer por su uso crónico siempre se podrán encubrir achacándolos a la «enfermedad crónica». LAS PASTILLAS NO ENJUGARÁN MIS LÁGRIMAS Si las lágrimas de mis penas no brotan de un supuesto desequilibrio de los neurotransmisores, sino que brotan de las pérdidas, los abandonos, los fracasos y los golpes duros de la vida que se han abatido sobre mí, tampoco las enjugará una pastilla que supuestamente reequilibra el supuesto desequilibrio y que en realidad altera el delicado equilibrio normal de mis neurotransmisores. No me arrebatarán las pastillas la capacidad que como ser humano tengo de sentir el impacto de una pérdida o un golpe duro y de entristecerme, de sentir miedo y dolor, de llorar, de sufrir. Tampoco las pastillas reorganizarán la desorganización que han producido en mi vida las pérdidas, tampoco me ayudarán a resolver el dilema que vivo entre seguir en la inercia o activarme, a reparar el abatimiento, la postración, la desgana, la indefensión y la desesperanza que me produce la carga que soporto, a resolver el conflicto interpersonal que me está abrumando y deprimiendo, a retomar mi actividad laboral después de un desempleo de larga duración. Tampoco serán las pastillas las que me abrirán la caja de Pandora para recuperar la esperanza. No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto Mis glándulas lagrimales son copartícipes anatómicos y fisiológicos de mi llanto, pero no son la causa de mi aflicción y de mi llanto, decíamos. Por eso no me propongo atacar mis glándulas lagrimales como solución para dejar de derramar lágrimas y mitigar la pena de la pérdida y para resolver todos los trastornos que la pérdida me está acarreando. ¿Por qué, sin embargo, tendría que alterar las neuronas y los neurotransmisores que 221

intervienen en mi experiencia depresiva pero que no son su causa? Si atacar a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto no es la solución de las tribulaciones y las penalidades que me hacen llorar, atacar a mis neuronas y a mis neurotransmisores tampoco es la solución de la crisis existencial de mi experiencia depresiva. Por eso si ya estoy tomando pastillas y he decidido continuar tomándolas, me conviene asegurarme de que no me arrebaten la potestad de gobierno de mi propia vida con el pretexto de que ellas «resolverán mis problemas» y pedir información veraz acerca de sus efectos nocivos a corto y a largo plazo. Si creo que me están aportando algún beneficio, puedo considerar en qué medida las sugerencias de este libro me pueden aportar los mismos beneficios sin los efectos nocivos de las pastillas. Si estoy pensando en liberarme de los efectos nocivos de las pastillas y dejarlas, me conviene hacer la retirada de manera gradual para minimizar las reacciones de abstinencia, con el apoyo del profesional que me las ha prescrito o de otro profesional que esté dispuesto a apoyar mi decisión. Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza Cualquiera que sea la decisión que esté dispuesto a tomar, me conviene en todo caso recordar que yo puedo hacer frente con mis obras al impacto de las tribulaciones y penalidades que me han abocado a la crisis existencial de mi experiencia depresiva y navegar con esperanza, como Bombard y como Ulises, hacia la tierra prometida de los valores y objetivos que pueden dar sentido a mi vida, sin dejar ese encargo y ese poder en manos de la serotonina y de los psicofármacos. Y si decido recurrir a la ayuda profesional, esa ayuda será tanto más eficaz cuanto más sensible sea al significado biográfico que las pérdidas, los fracasos y los golpes duros han tenido y están teniendo en mi vida, cuanta más empatía y benevolencia muestre hacia mi miedo, mi tristeza, mi dolor y mi sufrimiento, cuanto más me ayude a salir de mi inhibición, mi inmovilismo y mi parálisis, cuanto más preserve y fortalezca mi capacidad de acción para gobernar el timón de mi vida, cuanta más esperanza sea capaz de infundirme.

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Edición en formato digital: 2019 Director: Francisco J. Labrador © Ernesto López Méndez, Miguel Costa Cabanillas © Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S.A.), 2019 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15 28027 Madrid [email protected] ISBN ebook: 978-84-368-4102-2 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright. Conversión a formato digital: REGA www.edicionespiramide.es

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Índice Prólogo Introducción. De la melancolía a la esperanza Los vapores de la bilis negra y la melancolía El desequilibrio de los humores y el predominio de la bilis negra A don Quijote la bilis negra le secó el cerebro Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza Saturno es frío y seco como la bilis negra La melancolía y el sentimiento de lo sublime Sangrías, purgantes y aires calientes y perfumados Satán, Adán y Eva y la melancolía universal La esperanza de la tierra prometida Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida La decisión está en mis manos Este libro puede ser un mentor para mí

1. Pesos y pesadumbres, penalidades y penas El abc de mi experiencia depresiva Soy un patrimonio de la humanidad único Soy lo que he sido, no puedo borrar mi historia Mi experiencia depresiva está inscrita en mi historia Una sombra que está en todo: mi experiencia depresiva inmersa en las circunstancias del mundo Me encuentro viviendo mi experiencia depresiva en dos zonas fronterizas Mi tristeza y mi desesperanza no son síntomas de una psicopatología Los pesos que me apesadumbran y las penalidades que me apenan No volverán las oscuras golondrinas: cuando se pierde un amor La búsqueda sin esperanza de un nosotros hospitalario Al verse vencido, don Quijote se muere de melancolía ¿Y ahora qué?: sin la meta dulce que alimentaba mi esperanza Las pérdidas de la enfermedad: ya no dispongo de mí mismo El duelo de la muerte Una experiencia depresiva por imitación ¿Por qué me deprimen las pérdidas y los fracasos? Revivir las pérdidas y prolongarlas 224

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Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas El significado de lo que he perdido Mi vida se desordena, se trastorna Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo Llevo una racha muy mala, se me junta todo Pérdidas acumuladas La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar! Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío La pesadumbre de los pesos y la pena de las penalidades Mis emociones son ecos de la vida Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo La triste Dama de la melancolía La elocuencia de los suspiros y las lágrimas El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba «Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia Saudade: reminiscencias dulces y amargas Miedo y ansiedad ante una amenaza Angustia y congoja que me oprimen Atado al pasado por la culpa y el pesar Avergonzado: «¡tierra, trágame!» Desganado y sin apetito ¿Y ahora qué hago?

2. No tengo ganas de hacer nada

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Obras son amores: la primacía de las obras y sus consecuencias Obras con intención y significado en un proyecto de vida Propósitos y esperanzas de futuro Pérdidas, inhibición y parálisis Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes El estrés de la pérdida me hace insensible al placer ¡Qué castigo, qué golpe brutal! Escapo, evito, «aguanto el chaparrón» Se me quitan las ganas, no encuentro placer en nada Repliegue, aislamiento y soledad 225

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Aburrimiento y oportunidades perdidas Esfuerzos vanos, desesperantes y tristes Desvalimiento y desesperanza Choques y cargas insoportables e incontrolables Expectativas pesimistas: las cosas no van a cambiar Coacciones y vejaciones sin escapatoria: una experiencia depresiva compartida Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión Los beneficios de la inhibición y del inmovilismo La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden La inhibición y el inmovilismo se refuerzan Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza Me comunico con mi experiencia depresiva Estoy inacabado, no soy cosa hecha, me queda el porvenir

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3. Liberar la esperanza para salir del desvalimiento, la inhibición y la parálisis

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Soy también lo que no soy todavía y puedo llegar a ser No me devora el pasado, me queda el porvenir El relato completo de mi biografía está por escribir en la nueva era Soy menesteroso, inestable y múltiple «Es linda cosa esperar»: la urdimbre que teje el pasado con el futuro Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme Mi corazón espera otro milagro de la primavera Esperar con asombro lo desconocido Entre el pasado y el porvenir, entre la memoria y la esperanza Soy transeúnte en el tiempo, aprovechando el tiempo, sin dejarlo escapar Una esperanza afincada en las obras Salir de la parálisis, hacerme cargo y desplegar las alas Ya solo puedo ganar, si he tocado fondo ya solo puedo subir El poder recuperador y liberador de la resiliencia ¿Cómo empezar?

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4. Ama tu alegría y ama tu tristeza

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El vino hará olvidar las penas del amor «Quítate eso de la cabeza, haz por olvidar» 226

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El alivio de la evitación y el precio que pago Un vano intento: como pedirle al viento que deje de soplar Emprendo el camino de la aceptación liberadora Acepto y tomo distancia

5. Pensamientos deprimentes o esperanzadores El poder de convocatoria de las palabras y sus verdades y mentiras Hablo conmigo mismo en silencio Ensimismado en mis monólogos depresivos De cháchara conmigo mismo Monólogos que nacen en los diálogos Me lo tomo al pie de la letra Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y deprimen Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras Aves de mal agüero descorazonadoras Monólogos obsesivos que me encadenan Salir del ensimismamiento de mis monólogos

6. Obras son amores

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Un broquel que me protege pero que me paraliza Recorro el camino de la reactivación liberadora y creativa

7. Seres de carne y hueso, sed de carne y vida Mi experiencia depresiva. una experiencia conmovedora El papel coordinador del sistema nervioso Más sinapsis en el encéfalo que estrellas en la galaxia Tengo una puerta abierta al mundo y un corazón biológico de mis emociones Una descarga de adrenalina y noradrenalina Una descarga de cortisol en el estrés de las pérdidas y los fracasos El impacto de una experiencia depresiva duradera Necesarios, pero no suficientes Las glándulas lagrimales no causan mi llanto ni la amígdala mi ansiedad Plasticidad: yo muevo mis neuronas La quimera de la doctrina psicopatológica El estancamiento de la sangre y la debilidad de los nervios De la quimera de la bilis negra a la quimera del desequilibrio de los neurotransmisores 227

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El drama de la vida convertido en drama cerebral Una búsqueda desalentadora: ni rastro de patología Los potenciales de acción no causan mi experiencia depresiva Las neuronas no son unos grandes almacenes Un «cuento» que abusa de la credulidad ¿Una tristeza sin motivo?: una tapadera para la ignorancia Un «misterio antropológico» y un «enigma psicológico» La psicopatología: una profesión de fe y una patología inventada Entre el dicho y el hecho hay un gran trecho Una declaración inútil Explicaciones circulares y ficciones explicativas Atacar al cerebro para atacar la melancolía y la depresión Del eléboro a la fluoxetina: el simulacro terapéutico de los psicofármacos Un simulacro de «tratamiento curativo» Los psicofármacos no son como la penicilina o la insulina La presión de la propaganda: tan sencillo como tomarse una pastilla La falacia de la «eficacia terapéutica» La eficacia de las pastillas de pega La recuperación espontánea No hay reequilibrio, sino iatrogenia y nocividad Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso» Efectos nocivos de los psicofármacos Atrapados en la adicción y la dependencia La falacia de la «cronicidad» Las pastillas no enjugarán mis lágrimas No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza

Créditos

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