Duque, Felix - Historia de La Filosofia Moderna. La Era de La Critica

Estudio histórico centrado en el análisis de los desarrollos filosóficos que se produjeron a raíz de la irrupción del gi

Views 145 Downloads 3 File size 40MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

U

Religión dentro de los límites de la mera razón< y en otros tratados más breves... Vos mismo tenéis que daros cuenta de la irresponsabilidad con que conducís Vuestros deberes

40

en la Crítica del Juicio, toma nota Kant del acontecimiento revolucionario y lo aprove­ cha como analogon ideal de su concepción del “ser natural organizado” ).1" cama educadar de la juventud, contra Nuestras paternales (landesvaterliche; lit.: «en cuanto padre del país», dándole así la vuelta al vaierlandisch propuesto por Kant) intenciones, por Vos bien conocidas.... en el futuro, no incurriréis en culpa alguna al respecto, sino que aplicaréis más bien Vuestros puntos de vista y talento en el cumplimiento cada vez mayor de Nuestra paternal intención; si por el contrario seguís siendo recalcitrante, tomaremos sin falca desagradables medidas contra Vos.» (repr. por Kant mismo en el prólogo a El conflicto de los facultades de 1798, cuando ya había muerto el pusilánime Fedrico Guillermo II; Ak. Vil, 6). La reacción del anciano (Kant tenía entonces más de 70 años) no fue románticamente desafiante, pero sí prudente y digna. En una nota, escribió para sí: «Retractarse y renegar de la propia convicción intema es humillante; a nadie se le puede pedir algo así; pero callar en un caso como el presente es deber de súbdito, y si todo cuanto se dice ha de ser verdad, no es un deber en cambio el decir públicamente toda la verdad.» (Ak. XII, 406). Kant res­ ponderá al punto oficialmente (la carta es repr. igualmente en El conflicto...; Vil, 7-10). Más importante es el «hon-ador» preparado al efecto (Ak. XI, 527-530). Allí, Kant rebate en seis puntos todas las acusaciones: él se habría limitado a temas puramente filosóficos; la religión cuyos principios examinara era la puramente racio­ nal, sin entrar en valoración alguna sobre ninguna religión revelada existente; en todo caso, que el cristianis­ mo por el que declara su veneración- deba ser interpretado por los principios de la fe racional pura es más bien un reconocimiento del contenido moral de esa doctrina; y además, él habría intentado restablecer en su pureza el cristianismo, degenerado desde hacía algún tiempo, como en los siglos oscuros del clericalismo (hay que reconocer que esta enérgica afirmación sí es valiente, aunque tan a las claras sólo se encuentra, ¡ay!, en el borrador; en la carta se limita a decir que «el cristianismo, tan a menudo degenerado, no siempre ha sido restablecido mediante una erudición de carácter histórico»). De todas formas, Kant termina acatando la Autoridad y promete no caer, «en cuanto fiel súbdito de Vuestra Majestad», en sospechas al respecto, abste­ niéndose en lo futuro «de toda declaración pública en materia de religión, sea natural o relevada, tanto en las lecciones como en los escritos.» El inciso: «en cuanto fiel súbdito», es explicado en una nota al libmde 1798: «Elegí también esa expresión previsoramente, a fin de no renunciar a la libertad de mi juicio en este proceso sobre religión para siempre, sino sólo en tanto siguiera viviendo Su Majestad.» (VIII, 10, n.). ¡Una optimista previsión -sin embargo cumplida-, para ser hecha por un hombre de 70 años respecto a su rey, mucho más joven! Mientras tanto, los honores se acumulaban. En julio de ese mismo año había sido nombrado miembro de la Academia de Ciencias de San Petersburgo (siendo Zarina por entonces la sin par Catalina la Grande); y en 1798 lo será de la Academia de Siena. Pero ya antes, el 23 de junio de 1796, había impartido su última lección en la Universidad. Dejaba a sus espaldas más de cuarenta años de clases. Por esa época comenzó tam­ bién lo que él denominaría «suplicio tantálico»: la elaboración teórica de una «transición» de los principios metafísicos de la ciencia natural a la física, que acabaría transformándose -bajo la presión de los «amigos hipercríticos», especialmente de Fichte- en una revisión en profundidad de la filosofía trascendental. Es el conocido Opus postumum, en el que trabajaría hasta poco antes de su muerte, y que quedó en estado fragmentario (véase mi ed. en Anthropos. Barcelona 1991). En 1799 tiene lugar un amargo suceso: Kant se entiende traicionado —y hasta desbancado- por Fichte, y arremete contra él en una sonada «Declaración», publicada en la Allgemente Literatur-Zeitung de Jena. Por fin, en 1801 se despide de toda actividad externa al renunciar a su cargo de miembro del Senado de la Universidad. Lleva un Diario, cuya última entrada es de fecha 15 de diciembre de 1803. Ya desde principios de 1802 se manifiestan claros rasgos de senilidad, patentes en el legajo 1 del Opus postumum. El 12 de febrero de 1804 muere, probablemente de pachymengitis (inflamación de la duramadre). A su lecho de muerte velaban el fiel diácono Wasianski (que nos ha dejado una vivida descripción de estos momentos, en la que se inspiraría -por decirlo finamente- Thnmas Cartyle para su libro sobre los últimos años de Kant), la hermana y el sobrino del filósofo. Este bebió de una copa con vino, agua y azúcar y dijo: «Es ist gut». Fueron sus últimas palabras. Seguramente significaban, sin más: «Está bueno», aunque con un pico de enso­ ñación (¡el primer pensador de la modernidad no podía despedirse con esa trivialidad!) podríamos figurarnos que dijo: «Está bien» (en el sentido cristiano de: consummatum est). El mejor homenaje a su memoria proce­ dería seguramente de Schelling. En una época tan acelerada como aquélla -estallido y hundimiento de la Revolución Francesa, estrella ascendente de Napoleón, ocaso del Sacro Imperio Romano-Germánico; y en el plano intelectual, difusión avasalladora del criticismo y su metamorfosis en el idealismo, polémicas sobre el panteísmo y el ateísmo, nacimiento meteórico del romanticismo en Jena y disolución fulminante de ese primer Círculo-, Schelling comenzó así su artículo necrológico: «A pesar de haber muerro en edad avanzada, Kant no se ha sobrevivido sin embargo a sí mismo.» (Sammdiche Werite. Ed. de K.F.A. Schelling. Stuttgart y Augsburgo 1860; 1/6, 3). Y ligaba el mayor acontecimiento político de la modernidad a la filosofía kantiana, viendo en ambos «uno y el mismo espíritu, que se abrió paso según la diversidad de las naciones y las circunstancias, allí en una revolución real, aquí en una ideal.» (1/6, 4). Bajo el doble signo aquilino de esa revolución espiritual seguimos viviendo y pensando.- Las obras completas de Kant comenzaron a ser editadas por la Academia de Ciencias de Berlín, gracias al aliento de Wilhelm Dilthey, en 1902: Gesammelte Schriften. Berlín 1902s. Citamos:

41

Sin embargo, desde el punto de vista del pensamiento, Kant constituye no tanto un límite entre épocas cuanto el centro de toda una era (justamente, la era crítica: la aetas kantiana), cuya irradiación se extiende al menos hasta 1929*189. Y como buen centro, la filosofía kantiana dispone y da sentido en torno suyo a todo lo anterior. Contra las cómo­ das distinciones de manuales al uso, hay que decir que Kant -según propia confesión, en la llamada Respuesta a Eberhard de 1790- se siente heredero de la gran tradición leibnizo-wolffiana, a la que continúa suo modo, no sin incorporar a ella la mecánica newtoniana (y sus prolongaciones dinámicas en Boscovich y Euler), el momento «escépti­ co» de Hume y el sentimentalismo moral de Rousseau.20Sólo que, vistas desde el centro, continuación e incorporaciones se tornan eo ipso en reformulaciones. Es Kant quien «pone en su sitio» la verdad implícita en la separación leibniziana entre mundus sensibiAk., más vol. y pág., salvo en el caso de la Crítica de la razón pura (cit.: KrV), en cuyo caso se reproduce la paginación original. La edición académica no está del todo completa, y en algunos casos (p.e., en el del Opus postumum) debiera ser revisada. Está dividida en cuatro apartados: vols. I—IX, obras publicadas (hay una acce­ sible reimpr. fotomecánica en W. de Gruyter. Berlín 1968); vol. X—XIII, correspondencia; vol. XIV-XXI11, reflexiones y legado postumo; vol. XXIV-, lecciones. Es muy útil la ed. de W. Weischedel, Werke ¡n sechs Brinden. Suhrkamp. Frankfurt/M. 1956-1964, que reproduce la paginación original de las obras. También es de más cómoda consulta (además de añadir cartas no presentes en Ak.) una recopilación de la corresponden­ cia: Briefwechsel. Hamburgo 19723. De KrV, la ed. más usada sigue siendo la de R. Schmidt. Meiner. Hamburgo 1976, por cotejar en la misma página las dos ediciones originales (A y B), cosa que no hace Ak. También es manejable -y más económica- la ed. de 1. Heidemann para Reclam. Stuttgart 1966, que sitúa al final de la obra, como «Suplementos», las variantes de A .- Salvo algún opúsculo aislado, todas las obras publicadas por Kant, algunas lecciones y parte del legado están traducidas -con desigual fortuna- al castellano, siendo de jus­ ticia reseñar las versiones de Manuel García Morente de las Críticas (la segunda y tercera en Col. Austral, de Espasa-Calpe, Madrid; por desgracia, de la primera sólo tradujo hasta la Analítica de los conceptos; actual­ mente, la vers. más usada es la de P. Ribas para Alfaguara. Madrid 1978). 18Esta es la famosa nota, añadida al § 65 de KU (Ak. V, 375): «Puédese inversamente, por medio de los cita­ dos fines inmediatos de la naturaleza, aclarar cierto enlace que también, empero, se encuentra más en la idea que en la realidad. Así, en una transformación total, recientemente emprendida, de un gran pueblo en un Estado, se ha utilizado con gran consecuencia la palabra organización, a menudo para designar la sustitución de magistraturas, etc., y hasta de todo el cuerpo del Estado. Pues cada miembro, desde luego, debe ser, en seme­ jante todo, no sólo medio, sino también, al mismo tiempo, fin, ya que contribuye a efectuar la posibilidad del todo, y debe, a su vez, ser determinado por medio de la idea del todo, según su posición y función.» 19En ese año chocaron (más que se reunieron) en Davos Emst Cassirer -el último gran representante del neokantismo- y Martin Heidegger, con resultados entonces claramente favorables para el segundo, que tam­ bién en esa fecha publicaba su Kant y el problema de la metafísica. Kant quedaba así «englutido» dentro de la pro­ blemática de Ser y tiempo (y un precursor no deja de ser eso, por grande que fuere), para ser luego «despacha­ do» en 1961 como representante de la metafísica de la subjetividad (en La tesis de Kant sobre el ser). Es claro que ese arrumbamiento (el ingreso de Kant en la galería de personajes «históricos») será enseguida negado por filósofos «neomodemos» como Apel y Habermas, de modo que el debate sobre la «actualidad» de Kant continúa abierto. !0 Aunque de manera harto abreviada, conviene señalar aquí los rasgos generales del Kant precrítico: sus preocupaciones iniciales son filosófico-naturales (1755: Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, un ensayo de explicación cosmológica -origen del universo a partir de una nebulosa- sin recurrir a la teología; 1756: Monadologíá física -corrección newtoniana del leibnizianismo, en la línea de Boscovich-), y metafísicas (1755: Nova dilucidado -se entiende: nueva dilucidación de los principios de identidad y de razón determinan­ te, junto con el de determinación omnímoda-; 1763: El único fundamento para la prueba de la existencia de Dios, en donde se refutan los argumentos tradicionales, proponiendo en cambio el de «posibilidad real» —se apunta aquí la luego fértil distinción entre una lógica formal y la lógica trascendental-: para que algo sea realmente posible no basta con su no contradictoriedad, sino que han de darse los elementos no contradictorios, o sea: la «materia» de la posibilidad; y lo necesario es aquello cuyo elemento contradictorio es realmente imposible, y no sólo formalmente; pero, por un lado, no es posible que todo sea imposible; por otro, para que algo sea realmente posible es necesario presuponer el ser como condición de esa posibilidad: luego ha de existir un ser real y absolutamente necesario. Kant abandonará luego este argumento; en cambio Jacobi, y luego sofistica­ das direcciones de la teología filosófica analítica, volverán a insistir en él). 1766 marca un punto de inflexión en Kant, influido por Hume. Desilusionado de la metafísica (la «novia esquiva»), Kant compara esas especu­ laciones con los Arcana coelestia del místico Swedenborg, en una obra sutil y divertida: Sueños de un visionario

42

Vista de la ciudad de Konigsberg hacia 1766

lis y mundus intelligibilis; Kant es el que le «saca los colores» a la división wolffiana de la metafísica, el que sabe utilizar pro domo la crítica que ésta sufriera a manos de Hume (el “despertador” de su sueño dogmático) y, en fin, será Kant el que coloree sentim en­ talmente una seca y abstracta moralidad con el nuevo «orden del corazón» instaurado por Rousseau. N o podemos, hoy, entender a esos autores (y en general, a toda la historia de la filo­ sofía) sin pasar por ese poderoso centro kantiano que imprimiera un «giro copemicano»' al pensamiento anterior, cuya rehabilitación-si necesaria- habrá de hacerse en todo caso con Kant y contra Kant. Como él mismo señaló, instaurando así de un lado el prin­ cipio capital de la hermenéutica (mientras que, de otro lado, lo niega): «no es raro que, comparando los pensamientos expresados por un autor acerca de su tema, tanto en el lenguaje ordinario como en los libros, lleguemos a entenderle mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo. En efecto, al no precisar suficientemente su concepto, ese autor hablaba, o pensaba incluso, de forma contraria a su propio objetivo.»21 Precisemos brevemente esa extraña «posición-negación» de la hermenéutica. De acuerdo con la cita de Kant, el lenguaje -y aun el pensamiento- tiene como caracterís­ esclarectdos mediante los sueños de la metafísica. En 1770 accede a la cátedra de lógica y metafísica de Konigsherg, presentando al efecto De mundi scnsibilis atque mtelligibilis forma et principes Dissertatio. una obra clave para la tran­ sición hacia el criticismo, en donde se descubre el carácter ideal del espacio y del tiempo, en cuanto formas de la sensibilidad. De modo que en el conocimiento sensible la receptividad del sujeto, al ser afectado por los objetos, hace que éstos aparezcan uti apparent, no sicuti sunt: como fenómenos, no como cosas (accesibles en cambio -como noúmenos- al conocimiento intelectual: un acceso negado ulteriormente, en el periodo crítico). Luego vendrían once años de maduración y silencio, sin publicación relevante alguna, hasta la fulgurante apa­ rición de la Critica (que parece haber sido escrita «de un tirón» en pocos meses, aunque -como en un mapa raográfico- apunten aquí y allá fragmentos más antiguos; de tridas formas, la vieja patch-work theory de Adickes y Kemp Smith sobre la Critica parece hoy desechada). 11 KrV A 314/B 370. Por lo demás, y siguiendo en ello a Gadamer, hoy no diríamos que entendemos «mejor» a un autor de lo que él mismo se entendiera, sino que lo entendemos «de manera diversa».

A%

tica esencial su desplazamiento en un «tiempo» que no es meramente cronológico ni simplemente evolutivo (o involutivo). El pensamiento no se limita a comprender los acontecimientos de su tiempo y a conferir a éstos una expresión universal (digamos, como un «monumento» por el cual cabe reconocer y fijar una época), sino que ejerce «efectos» necesariamente inadvertidos por el propio pensador: algo así como un «exce­ so de significado» sólo ulteriormente reconocido y sólo después aprovechable para otro pensador (y aun para otra época, la cual ejerce a su vez un efecto «retroductivo» sobre el texto primero22)- En este sentido, todo texto «clásico» (por definición: aquél capaz de generar efectos duraderos, impensados por su autor) es algo así como el «rompeolas» en el que se arremolinan y juntan sus aguas pasado y futuro. Tal la extraña «intempo­ ralidad temporal» de la filosofía, de algún modo descubierta por Kant: un puro movi­ miento de proyección y retroducción. Pero sólo «de algún modo», porque, siguiendo con la cita sobre el «mejor entendi­ miento» del lenguaje y del pensamiento, Kant da con una mano lo que quita con otra. En efecto, quien se arroga la facultad de fijar el «propio objetivo», la verdad no dicha e impensada de un autor contra las propias intenciones de éste, tiene la convicción de hallarse en una verdad que, aunque «dicha a tiempo», sobrevuela todos los tiempos y los dispone -casi espacialmente- en un territorio inmóvil y ya de siempre establecido (como en una suerte de traslación de la «armonía» leibniziana al campo de la historia de la filosofía). II.2 - A N U N C IO DE U N A PRÓXIM A PAZ D U R A D ER A EN FILO SO FÍA.

En la época de las guerras de «gabinete» y sus cuadriculadas batallas, con sus rígidas formaciones que avanzan siguiendo una «geometría bélica», Kant tratará a la historia de la filosofía como si ésta constase de dos «ejércitos», al modo de un juego con sóidaditos de plomo, cuyo campo de combate sería la metafísica (cf. KrV; A VII s.). Los unos, los dogmáticos, son como pueblos sedentarios, interesados en afincarse y hacer fructífe­ ro el campo. Pero para asegurar rendimiento y cosechas continuas del terreno se ven obligados a servirse de principios que sobrepasan las posibilidades y condiciones de ese mismo campo (la experiencia). Los otros, los escépticos, son como nómadas que hacen tabla rasa de todo principio de convivencia y se contentan con llevarse como botín segu­ ro unos cuantos frutos, condenándose así (y condenando de paso a los sedentarios) a una futura hambruna, dado que ignoran las artes del cultivo: son gente efectivamente inculta, que nada sabe de planificación. Desde luego, Kant está formalmente del lado de los “dogmáticos” (del lado de la «ley», diríamos). Hay que fijar un territorio, atenerse a él, y fijar programas de culti­ vo (de «cultura»). Pero reconoce al mismo tiempo las razones materiales de los “escép­ ticos”, e incluso va más lejos que éstos: el campo de la experiencia es una «superfi­ cie» (anfractuosa, no plana): es decir, una «faz» que está «sobre» algo, sobre un subsuelo o sustrato que, respetado y obedecido en sus exigencias, permitirá la vida en común, mientras que, despreciado, acabará no sólo por hacer baldío el terreno, sino por tras­ tornarlo mediante revolucionarios «terremotos y volcanes», hasta hacerlo inhabita­ ble. Es verdad que los dogmáticos acatan esas exigencias, pero -idólatras y supersti­ ciosos- acaban por tratarlas desconsideradamente, «hipostatizándolas» como si

22Tal será el caso, como veremos, de la clamorosa «resurrección» de Spinoza, al ser leído por Lessing, y al ser criticada esa lectura por Jacobi.

44

Universidad de Konigsberg

provinieran de una Cosa no sensible y sin embargo aparentemente accesible, y por ende manipulable según sus propios y egoístas intereses. En una palabra, no actúan como es debido. Jugando dialécticamente con el término castellano, bien podría decirse que toda la filosofía de Kant es como es debido, en lugar de atenerse al mero «ser» de las cosas, como si éstas fueran sin más tal y como se ofrecen en la observación empírica (así cree, supues­ tamente, el «empírico» ” ) o tal como su esencia se presenta puramente a la mente aten­ ta (así cree, supuestamente, el «racionalista»24). Y así, esta filosofía, que se asienta noto­ riamente en el sujeto, recorta las pretensiones de éste de acuerdo con las tres preguntas en que se condensan “los intereses de mi razón”, es decir: 1) ¿Qué puedo saber? 2) iQué debo hacer? 3) ¿Qué me está permitido esperar? (KrV A 805/B 833). Adviértase que las tres interrogaciones remiten a un «deber». Por la primera, relativa a la capacidad del conocimiento especulativo, «debo» (o sea: tengo que, me es preciso) atenerme a los límites de la experiencia. No de mi experiencia como este «yo» empíri-*14

” Supuestamente, porque si de veras es «filósofo» no se contentará con afirmar el ser de lo que se ve y se toca, sino que establecerá por lo menos una «fisiología del entendimiento humano», según interpretó Kant (KrV; A IX) a Locke. 14 Supuestamente, porque incluso Descartes tuvo que afirmar como idea primera, perceptible incluso con prioridad a la noción de su propia mente, la idea de Dios (Meditado 111. A.T. Vil, 45), a pesar de que esa suitttantía infinita sólo le resultaba cognoscible en virtud de la limitación de su res cogiions, al ser ésta consciente de sus continuos errores. Esto es: Descartes debiera haberse visto obligado a confesar que, puesto que él -socráti­ camente- conoce (perfectamente) que no conoce (lo suficiente), Alguien o Algo debe ser erigido como crite­ rio de ese perfecto autoconocimiento, a pesar de que no pueda saber de Él (o de Ello) más que eso: que la «pre­ sencia» de esa Idea a su mente es puramente negativa; o sea, que en su «entendimiento» hay algo que rebasa ilimitadamente el límite de sus entendederas. -De manera análoga, Leihniz se negará a reducir su prmapium torionis sufficientis al principio de identidad (o negativamente: al de no contradicción), confesando así que no hay «ratón» -al menos humana- de la Razón.- Adviértase por lo demás que, aunque hahitualmente vayan uni­ dos, el «nómada escéptico» no tiene que ser necesariamente un «empirista», ni el «sedentario dogmático» un racionalista. Por ejemplo, Spinoza fue un racionalista escéptico y Berkeley un empirista dogmático.

¿i;

co, limitado, sino de la experiencia posible en general, incluidas sus condiciones. Aquí, mi «poder» está restringido «desde fuera», por así decir; tengo que limitarme a lo inscrito en el marco de la experiencia, a pesar de que advierto en mí la posibilidad de pensar cuan­ to quiera, siempre que no incurra en contradicción. Por la segunda, relativa a la acción moral, «debo» obrar bien (o sea: someterme a un imperativo que salva idealmente las distancias entre mi existencia y mi esencia2'), de modo que aquí el «deber» viene «de dentro», como propulsor de mi libertad frente a la naturaleza (exterior o interior). Por la tercera, en fin, a la vez teórica y práctica, me siento «deudor» de Alguien o Algo que conjunta armónicamente en mi favor las disposiciones de la restricción externa y de la autolimitación interna, o en otras palabras: que religa el sustrato de la naturaleza y la raíz de la moralidad; una religación que pre-sentimos como nuestra “felicidad” (KrV A 805 s./B 833 s.). A sí que, bien mirado, la filosofía kantiana no trata de los «seres», si por tal enten­ demos tomar las cosas tal como se ofrecen al sentido común, sino de: 1) lo que debe o tiene necesariamente que ser así, y no de otra manera (la naturaleza, en cuanto sometida a leyes, y a cuya legalidad me atengo); 2) lo que debe ser, para que yo acabe pareciéndome al «hombre» que hay en mí (la libertad autolegisladora, que me confiere dignidad); 3) lo que debe ser el Ser (del cual me siento deudor), para que yo -cumpliendo con las dos primeras condiciones- pueda aspirar a la satisfacción de mis deseos (el Sumo Bien, que me promete felicidad). Tales son los tres «objetos» interesantes del kantismo: Naturaleza, Libertad, Dios. Todos ellos están referidos al Hombre, mas no como «pro­ ductos» suyos, sino al contrario: como sus forjadores (a través de restricciones). Sólo el primero es cognoscible stricto sensu, ya que en el fondo sólo conocemos de veras de la naturaleza aquello que nosotros mismos ponemos en ella (pero habrá que ver quiénes, o mejor quién es esa «mismidad»). La libertad es cognoscible, sí, mas como un factum de la razón, como una «fuerza» inexplicable hallada por retroducción (en cuanto fundamen­ to de la imputabilidad de las acciones: de la responsabilidad humana). El Sumo Bien (en cuanto tal) sólo puede entreverse de soslayo: como un postulado que garantice la interna y oculta compatibilidad de naturaleza y moralidad. Al pronto, cabría pensar según eso que la filosofía kantiana habría de dividirse en «física» (o filosofía de la naturaleza), «ética» (filosofía práctica) y «teología» (filoso­ fía teorético-práctica). Pero no hay tal. En primer lugar, «naturaleza» se dice al menos de dos maneras: formaliter, en cuanto «conexión de las determinaciones de una cosa», y materialiter, en cuanto «conjunto [o complexión: Inbegriff] de los fenómenos», o sea: un «todo subsistente» o mundo (KrV A 418/B 446, n.). Sólo de la primera puede haber conocimiento verdadero, a condición empero de que éste se limite a desplegar las con­ diciones que rigen a priori la experiencia de una cosa en general. La disciplina tradicio­ nalm ente26 encargada de ese conocimiento era la oncología. Pero Kant restringe aún más las pretensiones de tal conocimiento, el cual ha de contar, no sólo con la propues­ ta espontánea de legalidad aplicable a lo natural (la lógica), sino también con la receptibilidad por la cual nosotros acogemos y ordenamos ya de antemano lo natural (la esté­ tica trascendental).

;i A través de mi acción, yo «debo» (llegar a) ser lo que ya de siempre, en cuanto persona (o sea, miemhro de la Humanidad), soy. Es esa distancia ideal (nunca salvahle por entero) la que diferencia al homhre de Dios: éste no es nunca sujeto de deberes (Él es lo que es, sin tacha), sino sólo de derechos. u En sentido estricto, se trata de una tradición bien corta, que arranca del cartesiano Clauberg. En senti­ do amplio, podemos remontarla al menos hasta Aristóteles.

De la natura materialiter spectata (del Mundo como un Todo) no hay conocimiento; pero sí podemos saber lógicamente por qué no lo hay (esta ciencia, puramente negativa, constituirá una parte de la dialéctica trascendental, junto con la crítica de los «objetos» Alm a y D ios27). A sí que la presunta «filosofía natural» se divide en Kant —al pregun­ tarse éste no por lo que la naturaleza sea, sino por el modo en que «debemos» (necesa­ riamente) conocerla- en Estética y Lógica trascendentales29. Y ésta, a su vez, en Analítica (del entendimiento, que correspondería mutatis mutandis a la «ontología») y en Dialéctica (de la razón, o crítica de la «metafísica» wolfíiana). Estética y Lógica forman la Doctrina de los Elementos de la Crítica de la razón puras . Podemos llamar a esa doctrina: Filosofía trascendental30. Ahora bien, no es éste todo el conocimiento que podemos tener a priori de la natu­ raleza (en realidad, de la naturaleza... de nuestro propio conocimiento). Aunque Kant rechaza eso que podríamos llamar «metafísica natural» (o en terminología wolfíiana: cosmología racional), admite sin embargo que, en colaboración con la matemática, es dable una exposición metafísica de los principios básicos de la física (de la ciencia natu­ ral), con la siguiente condición: «no tomamos de la experiencia sino lo necesario para damos un objeto» del sentido externo, a saber: «el simple concepto de materia (exten­ sión impenetrable e inerte)» (KrV A 848/B 876). Es obvio que esta admisión «empírica» no deja de destruir de raíz las pretensiones de cientificidad de la metafísica. Más ade­ lante se tratará de ello. Ahora, baste con señalar que la filosofía teorética kantiana se divide en Filosofía Trascendental (expuesta en la primera Crítica) y en Metafísica de la Naturaleza (expuesta en general en los Principios metafísicos de la ciencia natural, de 1786; y, en su transición a la física, en el Opus postumum, escrito fragmentariamente de 1795 a 1802). Con respecto a la presunta «ética», nos encontraremos con una dualidad análoga a la del uso especulativo de la razón. Por el lado de los principios y el objeto del uso prác­ tico, tenemos una Crítica de ¡a razón práctica (1788), dividida en Doctrina Elemental *

Cabe ya advertir que «Alma» no es sino la fijación falaz como «cosa» o «susrancia» de aquel faenan de la libertad que nosotros conocemos sólo retroductivamente: a través de la imposición en nosotros de la ley moral; por su parte «Dios» es igualmente la hipóstasis de lo que es sólo un postulado de religación de teoría y praxis: el Sumo Bien. KrV A 11 s./B 25: «Llamo trascendental a todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuan­ to de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori.» (En A, el final de la frase es ligeramente distinto: «cuanto de nuestros conceptos a priori de los objetos en general.»). En reali­ dad, las dos versiones son poco exactas- si se leen aisladamente-; ni se conocen trascendentalmente objetos, en plural (sino sólo el Objeto en general, llamado en A: «Objeto trascendental»), ni el conocimiento tiene lugar exclusivamente por conceptos: éstos han de ser expuestos o «construidos» en intuiciones puras. * Una segunda parte -mucho más breve, pero no menos importante- de la obra está dedicada a la Doctrina Trascendental del Método (una reformulación de la lógica majar tradicional), que abarca: 1) la disciplina de la razón en su uso dogmático o polémico (muy relevante para la distinción entre filosofía y matemáticas); 2) el canon de la razón (en donde se señalan los intereses y objetivos de ésta, constituyendo así este capítulo la «bisa­ gra» entre filosofía teórica y práctica); 3) la arquitectónica (el plano y articulación general de todo saber, sea éste o no hacedem), y 4) la /listona de la razón (el núcleo de esa extraña «intemporalidad temporal» de la filo­ sofía, a que antes aludimos). " A veces se emplean como sinónimos «criticismo» (por restricción de la empresa crítica al uso teorético de la razón) e «idealismo trascendental» (por el giro subjetivista de la doctrina, que ni quiere ni puede cono­ cer lo que las cosas mismas sean). Sin embargo, la última expresión no es privativa de Kant, el cual la identi­ fica por demás -de modo poco afortunado, al menos terminológicamente- con el «realismo empírico-. Schelling, p e., publicará un Sistema del idealismo trascendental. " Al menos en apariencia. Toda la ulterior Naturphilosophie idealista y romántica saldrá del rechazo a esta injerencia «física»; siguiendo alusiones del propio Kant, el concepto de materia será «construido» a partir de «fuerzas» motrices y, al mismo tiempo, trascendentales.

47

(A nalítica y Dialéctica; falta obviamente una Estética, ya que aquí la razón es pura­ mente espontánea y autónoma) y en una brevísima Metodología Y de nuevo, para que se dé un correlato «objetivo» de la Crítica es necesario admitir un concepto bási­ co. Sólo que en este caso no hace falta recurrir a la experiencia, ya que la idea de liber­ tad se presenta indirectamente como factum de la razón33. Los principios trascendenta­ les, expuestos sobre ese concepto, articulan, miden y valoran el campo de las instituciones jurídicas y de la moralidad individual; por eso llama Kant a esa exposición normativa: metafísica de las costumbres34. Ya en 1783 había aparecido una Cimentación de la metafí­ sica de las costumbres35, y en 1798 publicaría La metafísica de las costumbres, dividida en Doctrina del Derecho y Doctrina de la Virtud. Por último, establecer las obras que responderían a: “¿qué me está permitido espe­ rar?” es más engorroso. Desde luego, es inútil que «esperemos» encontramos con un tra­ tado de teología o de teodicea36. Com o veremos, Kant postula (hace como si hubiera) una armonía entre los territorios de la necesidad mecánica (la filosofía teorética) y la libertad (la ética), de modo que: l s ) podamos considerar a la Naturaleza y al Arte como ocasión de juicios reflexionantes (juicio del gusto) que den cuenta de nuestros senti­ mientos acerca de lo bello y lo sublime (primera parte de la Crítica del Juicio, de 1790: Crítica del Juicio estético37), y 29) valoremos a los seres vivos, organizados —y en defini­ tiva a la entera Naturaleza- como si respondieran a una finalidad, o sea: como resulta­ do de una técnica o arte superior, por analogía con los artefactos humanos (segunda parte: Crítica del Juicio ideológico). Esta obra, que influiría decisivamente en el roman12 Aquí -como ocurrirá también en la tercera C rítica- no puede evitarse la impresión de que Kant ha implantado un esquema rígido, tomado de su obra capital, sobre una problemática inadecuada (¿cómo hablar de «método» en una doctrina basada en una tajante distinción entre el imperativo categórico -incondicio­ nado- y los imperativos hipotéticos?). 31 Indirectamente, es decir: sentimos en nosotros la obligación de la ley moral, la cual (como rotio cognoscendi) nos lleva a conocer el origen de ésta en la libertad, en cuanto rano essendi de la ley. Un perfecto bucle. 34 Sitien (las mores, de donde «moralidad») es un término muy amplio: abarca las costumbres, tradiciones y usanzas, pero también las instituciones ético-políticas. Hegel utilizará el derivado Sitdichkeit para designar este territorio institucional (la vida ética de un pueblo), oponiéndolo a la Moralitot, en cuanto convicción individual, interna. 35 De manera correlativa, al año siguiente publicará Kant Prolegómenos para toda metafísica futura que pre­ tenda ser considerada como ciencia: una presentación aparentemente «popular» (pero en realidad demasiado densa, y expuesta sintéticamente) de la primera Crítica. - Con ella intentaba paliar los malentendidos y per­ plejidad suscitados por la obra de 1781, sin conseguirlo desde luego: el criticismo llegaría a ser aceptado gracias a los esfuerzos de Johann Schultz (Erláuterungen überdes HermPrqf. KantCritikderreinen Vemun/t, Riga 1784), y sobre todo de profesores de la Universidad de Jena como GCh.E. Schmid, autor de un influyente compen­ dio y diccionario del kantismo, todavía hoy muy utilizable: Critik der reinen Vemun/t im Grundrisse zu Vorfesungen nebst einem Wtírterbuche zum leichtem G ebrauch der Kanúschen Schriften (1786), o las Briefe über die Kantische Philosophie de C.L. Reinhold (2 vols., 1790/92). Especialmente relevante para la difusión del kantismo fue la A llgemeine Literatur-Zeitung (Jena, a partir de 1785), que acabaría constituyéndose en el órgano «oficial» de la nueva filosofía. Por fin, son de destacar dos obras de un discípulo directo de Kant, el matemático Sigismund Beck: la primera, ortodoxa y escolar (Gnmdriss der critischen Philosophie. Halle 1796); la segunda, personal y atrevida (Erlüutemder Auszug aus den critischen Schriften des Herm Pro/. Kant auf Amachen desselben), cuyo ter­ cer volumen levantó las iras del maestro, precisamente por ese: au f Anrahten desselben («según consejos del mismo»), ya que Beck se dirigía aquí resueltamente (como antes Fichte) a la subordinación y aun absorción de la estética por parte de la lógica. No se trataba ya de una exposición fiel, sino de una corrección y enjuicia­ miento, como se ve bien por el título: Emzig-mogíicher Standpunct, aus welchem die critische Philosophie beurtheilt werden muss [«El único punto de vista posible desde el que debe ser enjuiciada la filosofía crítica»], Riga 1796. 36 Al contrario, Kant zanjará la cuestión en 1791 con un breve opúsculo (menos de 20 págs.) titulado: Über das Misslingen aller philosophischen Versuche in der Theodicee [«Sobre el fracaso de todos los ensayos filo­ sóficos en teodicea»]. Ak. VIII, 253-272. 32 «Estético», aquí, en el sentido habitual del término: relativo a la belleza.

48

ticismo al hacer de la Naturaleza organizada (en violento contraste con la Naturaleza mecánica) un instrumento de la Providencia que casi acaba por identificarse con ésta, lleva por su parte a la búsqueda del origen de esa armonía (base de nuestra esperanza en la felicidad), pero ya no -com o era de esperar- mediante un estudio sobre la Divinidad, sino sobre la relación del hombre con los Principios del bien y del mal, y sobre la lucha interior de la conciencia humana. Puede decirse que de este modo inaugura Kant una disciplina de amplio porvenir (sustituyendo a la obsoleta Teología Natural): la Filosofía de la Religión, expuesta en un incisivo escrito38 de 1793: La religión, dentro de los límites de la mera razón. Por último (y como realización -desplazada, eso sí, al final de los tiem­ pos-), al hombre "le está permitido esperar” la consecución de una Cosmópolis, o sea de una Federación libre de pueblos que aboliría la guerra (La paz perpetua, 1795)3S: el pró­ dromo -de «este lado», el histórico- del establecimiento de una perfecta respublica noumenon, algo así como el “reino de la Gracia" leibniziano, pero que debemos esperar como si pudiera tener lugar aquí: el reino de Dios sobre ¡a tierra, la suprema esperanza, la más alta determinación del género humano, encaminado progresivamente hacia ella. En fin, tras este apretado repaso a la vida y obra de Kant (en él, más que en ningún otro pensador, su vida es su obra), podemos introducirnos en su gigantesca contribución al problema de las relaciones entre lógica y metafísica. 11.3 - C R Í T I C A D E LA R A Z Ó N P U R A . C O N T E S T A C I Ó N A L A P R E G U N T A : “¿Q U É P U E D O SA BER?”

¿De qué trata la Crítica de la razón pura? Comencemos por una cita kantiana: «A quien haya gustado una vez de la crítica le repugnará para siempre toda palabrería dog­ mática.» (Prolegomew; Ak. IV, 366), La razón es clara: quien se somete al dogmatismo aprende desde fuera (ya sea por la imposición de otros hombres, o por una supuesta expe­ riencia inmediata, directa). Puede acrecentar sus conocimientos, pero nunca saber algo de verdad: su actitud es pasiva, como la de una «reproducción» en yeso de un hombre. Y bien, ¿debemos entonces probar todas las cosas por nosotros mismos.7 En efecto, siem­ pre que entendamos qué significa ese adjetivo: “mismos”, que vale para cualquiera y no es posesión de ninguno (el escepticismo no es sino la «pulverización», la «atomización» del dogmatismo; como dice el adagio alemán: “Cada uno para sí, y Dios contra todos”). Kant es aquí contundente: «la piedra de toque, accesible a todos los hombres por igual, es la razón humana comunitaria; no hay ningún autor clásico en filosofía.» (Entdeckung; Ak. VIH, 219; subr. m ío)40. La razón no es sin embargo algo genéricamente común, es decir una propiedad que estuviera «a la mano» de cualquiera: la razón hace que cada uno «se sienta Yo» y a la vez engendra una «comunidad» (la comunidad de «todo el mundo»),*

“ Que costará a Kant la censura real y la prohibición de escribir sobre estos temas. * Otros opúsculos importantes sobre Filosofía de la Historia son: Idea de una historia universal en sentido cosmpolita y Contestación a la pregunta: Qué es la Ilustración (ambos de 1784) o El conflicto de las Facultades, de 1798 (entiéndase: entre las Facultades Superiores -Teología, Jurisprudencia y Medicina- y la Inferior: la Facultad de Filosofía, que por entonces englobaba filosofía y ciencias). También es muy importante la apro­ ximación crítica kantiana a los dos «mitos» liminares de la historia occidental: el del Paraíso y la Caída (Inicio conjetural de la historia humana, de 1786) y el del fin del mundo (El fin de todas las cosas, de 1794). “ Kant se acoge así al «credo democrático» con el que se inaugura la filosofía moderna: «El buen sentido (la razón, F.D.) es la cosa mejor repartida del mundo.» (Descartes, Discours de la méthode. I; ed. de G . Rodis-Lewis. París 1966, p. 33).- Sólo que Descartes no «da razón» aquí de su afirmación, sino que se remite a una «noticia» psicológica: que todos estamos contentos en nuestro fuero interno (Kant llamará a esa concien­ cia o apercepción empírica: «sentido interno») con la propia razón.

«a

Sriítf bet

reinen SBernimft H ll

3 m m a ii u e ( £ a n t íwftffw in Sínlglbtrg.

91 i 9 a , rtrlcgft jtfcaim ^iiiírid) J^attfnocf) i 7 8 »■

■ 7 Titclblatt von »Kritik der reinen Vernunfu

|

__________________________________________ I Porcada de la Crítica de la razón pura. Riga, 1781

iue no admite más lazos de verdad vinculantes que los de la común pertenencia a la razón, illa es la Mismidad que permite ese énfasis del “yo mismo, tú mismo, nosotros mismos": a que permite el reconocimiento y el entendimiento mutuos, a pesar de todas las difeencias de sexo, raza, pueblo o tradiciones. El cosmopolitismo y «republicanismo» defenlidos por Kant (lo que llamaríamos: su defensa de los derechos humanos) es conse­ mencia directa de ello. Pero, ¿qué es la razón? Kant nos ofrece (utilizando por así decir un método de exhau:ión) tres máximas para su reconocimiento: «1. Pensar por sí mismo. 2. Pensarse (en :omunicación con los hombres) en el lugar de cualquier otro. 3. Pensar siempre de modo icorde consigo mismo.» (Anthr.; Ale. VII, 228s). Por lo primero, nos liberamos de toda :oerción externa. Por lo segundo, reconocemos que el ejercicio de la razón es siempre

¡ntersubjetivo, comunitario («En mi soledad -decía Machado- he visto cosas muy claras, que no son verdad»). Por la tercera máxima, en fin, recogemos dialécticamente ese movi­ miento antitético de «retracción» y «expansión» y nos «ponemos de acuerdo» con nues­ tra propia razón. Quien logre lo último, ya piensa de un modo universal y necesario. Pues bien, la «crítica de la razón» no es sino el ejercicio reflexivo de la razón sobre sí misma, a través del esfuerzo y la actividad de cada hombre (pues la razón no existe por separado, como una entidad celestial; y sin embargo, todos nos sometemos a ella). Y la «superficie» refleja y a la vez reflectante de la razón es la conciencia. El criticismo es, en este sentido, la filosofía de la conciencia reflexiva. Vale decir: no conoce directa­ mente a la razón, mas no por limitaciones humanas (la consabida canción de que somos «finitos», y tal), sino porque la razón se da únicamente en el ejercicio mismo de espon­ taneidad y receptividad a la vez: si queremos, en el «diálogo» común de los hombres sobre las cosas (no sobre «cosas» inertes, sino sobre situaciones y quehaceres comparti­ dos: las «cosas de la vida»). En una palabra: la razón es su propia «crítica». ¿Qué signi­ fica esto? Recordemos la segunda máxima: si yo afirmo que pienso por mí mismo, pero nadie lo comparte, ello no se debe a que yo sea un «genio incomprendido», sino a que estaba equivocado en mi arrogante afirmación: se trataba de una opinión «subjetiva», no de una verdad compartible (la mera intersubjetividad no es eo ipso la objetividad; pero brota de ésta como su consecuencia necesaria: de ahí la directa conexión entre «crítica» y «política», en el sentido más noble del término). Acerquémonos ahora a esa esquiva razón, por el lado de sus manifestaciones. Hablando estricta y no coloquialmente, no es lo mismo decir que pensamos tal cosa, que tenemos noticia de ella, que la conocemos o que la sabemos (aunque todo ello esté enrai­ zado en la razón). Pensar (sensu kantiano) se puede lo que se quiera, mientras no haya contradicción'", pues en el pensamiento se hace abstracción de todo «contenido» para atender a las puras formas generales de enlace o separación de cuanto afirmamos o nega­ mos. Su recopilación u ordenación es la lógica. Sin ella no se da un paso. Pero con la sola lógica no decimos nada (salvo las condiciones abstractas válidas de todo decir, en general). A sí que, en verdad, no «pensamos» cosas, sino sus formas posibles (si, al con­ trario, las intentamos hacer pasar por cosas reales, los demás nos reprocharán con razón que eso son «elucubraciones», meros «entes de razón»). Al otro extremo, tener «noticia» de algo significa ser receptivos a ello, aceptar ésa «noticia» pasivamente (y ya sabemos que eso es dogmatismo, en cualquier nivel, aunque sea el de la supuesta observación des­ nuda y directa). El mundo de las noticias es el de la opinión pública (hoy, representada por los medios de comunicación). Pero toda «noticia» queda literalmente en entredicho en cuanto se pregunta: “¿por qué razón?”. Razones ofrecen, por excelencia, la ciencia y la filosofía: y así se llama conocer «de verdad» o «en verdad». Volveremos en seguida sobre ello. Por último, veamos el término “saber”. Es el más contaminado de todos, hasta el punto de que habitualmente se confunde con “conocer” y hasta con “tener noticia". En su origen latino, sin embargo, la palabra estaba tan emparentada con la correspondien-41

41 La diferenciación entre pensar y conocer será la gran divisoria de aguas del kantismo; gracias a ella sepa­ rará -buen cirujano- la filosofía trascendental de la metafísica racionalista; y podrá curiosamente hacerlo gra­ cias a la distinción leibniziana entre el «principio de razón suficiente» (que el avisado lector encontrará aga­ zapado en la primera frase del texto que sigue) y el «principio de no contradicción» (latente en la segunda): «Para conocer un objeto se requiere que yo pueda probar su posibilidad (sea por el testimonio de la experien­ cia, a partir de la realidad efectiva del objeto, o a priorI por la razón). Pero yo puedo pensar lo que quiera con tal de no contradecirme a mí mismo, esto es, cuando mi concepto no es sino un pensamiento posible.» (KrV B XXVI, n ).

te a «sabor» que sólo por la distinta cantidad vocálica en la primera “e” de sopere -o por el contexto, claro- cabía «saber» a qué se refería el hablante. La estrecha cercanía de “saber” y “saborear” nos ofrece ya un muy sensible indicio de distinción entre «saber», por un lado, y «tener noticia» y «conocer» *4142*4, por otro. Veamos, para empezar, el último «bloque»: mientras que la vista es el análogo sensible del «tener noticia» o sentir una «novedad», pues mantiene a distancia lo - a nuestro parecer—ajeno, y lo «respeta» en su separada y «distinguida» redondez y bulto (“res­ pecto” y “respeto” son etimológicamente iguales), también «conocer» alude a una «visión» intelectual (atiéndase a la similitud entre “notar algo” y “tener una noción de ello”), pero con el importante matiz de que nosotros mismos estamos «co-implicados» en esa noción (ésta no se da «suelta», aislada), sin que desde luego nos confundamos o identifiquemos con ella. Pues bien, con el término “saber” damos un paso más en esa paulatina integración o asimilación de lo al pronto ajeno e independiente: «saber» de verdad es algo así como «saborear», esto es, identificarse con lo sabido -e identificar a éste con el sabedor—de tal modo que, al final, lo ingerido y digerido (por seguir con el pro­ saico símil de la alimentación) y la carne y sangre de quien ingiere sean una misma cosa (justamente ésa es la communio; y la alusión eucarística no es aquí baladí). En este sen­ tido, nadie menos «sabio» que el científico (al cual se aplica hoy abusivamente el tér­ mino). Sabio era antes el presbyteros, el anciano cargado de experiencia, es decir: aquél que, a fuerza de vivir, había convertido al mundo en su mundo, y a la vez y por ello no tenía ya vida privada, sino que era el «hilo» que conectaba al pueblo con la Divinidad. En este sentido de compenetración total, es claro que «sabio» por antonomasia sólo podría ser Dios (de hecho, algo de esa sobredeterminación sagrada del saber ha quedado en el sustantivo: «sabiduría»41. Ninguno de nuestros «sabios» —por petulante que fuere—se atrevería a decir que él posee la sabiduría). A l «saber» se acercaría esa actitud encam a­ da por la metafísica, y sobre todo por su corona: la teología.41

12 La estrecha cercanía de estos términos en alemán («tener noticia»: kennen, «conocer»: erkennen) nos avisa ya de que conoceremos «más cosas» que aquéllas de las que podamos -ahora o alguna vez- «tener noti­ cia» (tal el error de la metafísica tradicional, que pretende «conocer» algo de lo que no tenemos «noticia» alguna, y encima lo pretende «saber» mediante el puro «pensar»: un nudo de confusiones que el fino analíti­ co Kant desata cuidadosamente). El prefijo: er- significa algo así como «reflexión»: dar razón de una, de lo contrario, nuda presencia (p.e.: Schein es «apariencia»; algo está ahí, su presencia se nos impone, sin que sepa­ mos si la «cosa» va de veras o es un mero espejismo. Erscheinung-el famoso término kantiano traducido como «fenómeno»- es en cambio, literalmente: «aparición», o sea: darse a mostrar algo desde sus condiciones de posibilidad, las cuales, una vez «sacadas a la luz» o expuestas por el filósofo trascendental, hacen de ese fenó­ meno un «objeto» conocido y, diríamos: reconocido, que también erkennen significa «reconocer»). Así que conocemos lo mismo (la «misma» cosa, no la cosa «misma») que aquello de lo que teníamos noticia: pero sabiendo por qué se presentaba de tal manera, o sea: integrándolo ad limitem en la unidad de la experiencia. 41 Adviértase que los grandes idealistas (presuntamente superadores de Kant, pero «desde dentro») no hablan tampoco de «sabiduría» (Weisheit), sino de «Ciencia» (Wissenschaft). Allí, e! Ser y el Saber coinci­ den, sin resto (en cuanto Espíritu, Dios es la Sabiduría). Aquí, el saber se sabe a sí mismo (es Saber Absoluto): pero es el saber de las formas generales del conocer y del pensar, no de los variados contenidos de aquél. De alguna manera podría decirse pues que es un «saber» formal. Sigue llamándose así porque, en cuanto al movi­ miento procesual del Todo Universo (no en los fenómenos «concretos»), o sea: en cuanto al método, la forma y el contenido (las determinaciones) de éste coinciden. Cabe adelantar que Hegel, en su Enciclopedia, pre­ sentará una Wissenschaft («Ciencia») de la lógica; en cambio, las otras dos partes son «solamente» Filosofía («tensión, deseo de saber»; no saber propiamente dicho). Respectivamente: Filosofía de la Naturaleza y Filosofía del Espíritu.

44La sutil diferencia de la metafísica con la religión estriba en que aquélla pretende alcanzar las «verdades» de ésta (al menos, por lo que respecta a la esencia y existencia de Dios, no a sus manifestaciones sobrenatura­ les) por vía racional (la fe no admite «razones» a parte ante, y se recibe literalmente gracias a Dios -salvo que se trate de la «fe racional» postulada por Kant-; por tanto, se «sale» por exceso del marco de la razón; aunque

52

Ya tenemos algo así como la cristalización, el «cuerpo» de los modos de ser de la razón: la lógica, la opinión pública, la ciencia y la filosofía, y la metafísica-teología tradicional. De entre todos ellos, la Crítica de la razón pura examina preferentemente el campo propio de la ciencia y la filosofía, a saber: el conocimiento. Naturalmente que trata también de las otras formas, pero lo hace como de soslayo y con respecto al conocimiento. ¿A qué se debe esa preferente atención? Como hemos ya insinuado, en el conocer está implicado el sujeto. Dar razón de algo implica una convicción, y también una responsabilidad por parte de quien así «razona». Naturalmente, hay grados de conocimiento. En la aplica* ción irreflexiva de los resultados de la ciencia y de los prenotandos de la filosofía reina eso que llamamos «sentido común», consistente en explicar una cosa por otra, y así al infinito. Aquí, por lo que hace al «contenido», parece que no se sale de hecho del plano horizontal, propio del «tener noticia». Pero sí se va más allá (o mejor: más acá) de la noticia por el lado de la «forma». Quien explica se explica (“a ver si me explico”, decimos cuando nos vemos en un aprieto), aunque no pare mientes en ello. Las noticias están encadenadas verticalmente: van de la condición a lo condicionado (literalmente: se ex­ plícita lo im-plícito en la noticia primera, aquélla de la que se pedía razón). Pues bien, hablando con harta simplicidad, podemos decir que las ciencias atienden a ese encadenamiento de los contenidos, estableciendo las fórmulas generales de la tran­ sición, mientras que la lógica abstrae de todo contenido y se queda con las meras formas de enlace o separación (pero entonces, como ya apuntamos, no «conoce» nada; se limi­ ta a «pensar» abstractamente). ¿Y la filosofía? Esta, de suyo, no conoce «cosas», conte­ nidos (el filósofo, en cuanto tal, jamás descubrió «cosa» alguna: no añade nada nuevo, es decir: no trae «noticias» de ningún mundo distinto a éste que ya todos “conocemos” por experiencia); tampoco se limita a «pensar» formas puras de enlace. Y sin embargo, afir­ ma —sobre todo en K ant- que su campo específico es el conocer. Pero conocer, ¿qué? La única salida que le queda al filósofo es aducir que él se dedica a investigar lo que signifi­ ca el conocimiento, en general, y cuál sea su relación, por un lado, con el pensamien­ to 45, y por otro con las «noticias» (las cuales vienen llamadas en filosofía, al menos desde Leibniz, representaciones46, si se pone el acento en su «ser para la conciencia», y fenómeésta pueda desde luego investigar la plausihilidad de los argumentos religiosos: de ello se ocupa justamente la filosofía de la religión). Otro punto litigioso estaría en la sepaiación, aquí señalada, entre «filosofía» y «meta­ física». De siempre han estado unidas, e incluso Kant defenderá una metafísica sui gencris. Pero ésta no abriga ya desde luego la pretensión de «saber» de las cosas divinas, sino sillo de examinar la presunta legitimidad de ese «saber», por un lado, y de «postular» por otro una Trascendencia, incognoscible teóricamente pero de algún modo necesaria en el ámbito práctico. Justamente el resultado de la Dialéctica de KrV es la denuncia de las pretensiones de la metafísica clásica. *' Si pensar es atender puramente a las formas de conectar o separar conocimientos, está claro que se pue­ den «tener noticias» sin pensar; en cambio, en todo conocer está implicado el pensamiento, porque no hay «conocimientos» sueltos, sino sólo en una articulación, siendo la más sencilla la lineal de «dar razón». Pero nos sentiríamos hurlados si la razón que buscamos se diera sólo mediante una formulación lógica (algo así como: «si quieres comprar una casa, entonces ésta tiene que estar en venta»). Pensar es la condición necesaria para conocer algo; pero no la condición suficiente. Por seguir con el símil: la casa vacía que deseamos comprar deja de ser meramente la «noticia» de una serie de cuartos con entrada y ventanas, pero también deja de ser la «x», el soporte de una función lógica, en cuanto nos dirigimos, por caso, al portero del inmueble y pregun­ tamos por su precio y dueño, por las «condiciones» y por la «condición» en que se halla la vivienda; no en vano suele colgar en el portal un letrero que reza: «Razón aquí»; «aquí», en la portería, no en la casa misma, ahora ipso fació condicionada. “ En los distintos respectos del término «representación»: aquello de que trata propiamente la filosofía crítica kantiana, están ya tn nuce todos los temas y problemas de ésta. Por ser representación, se trata ya de algo presente a la conciencia (que puede luego reflexionar sobre ello; o sea, hacerse un concepto; coloquialmente, decimos: «hacerse una idea», pero es mejor desechar en seguida ese término, que en Kant tiene una significa­ ción completamente distinta); si la conciencia no reflexiona, sino que se limita a admitir esa representación en

nos -literalmente: “apariciones”—, si en cambio atendemos más bien a su carga «objeti­ va» -por eso, en vez de ese término usamos coloquialmente el de “cosas”; pero absolu­ tamente todo lo que en verdad conocemos de éstas está ya en el fenómeno-). Si tomáramos la palabra literalmente, y no en su desgastado uso, podríamos decir que el descubrimiento de la forma o articulación interna del «objeto» del criticismo es producto de un recono­ cimiento, o sea: de un conocer del conocer, de sus límites y su validez objetiva. Y bien, ésa es la tarea que se propone la Crítica de la razón pura; un «reconocimien­ to» por parte de la razón de la «validez objetiva» —si queremos, de la verdad- de sus pro­ pias representaciones. Una reflexión absoluta sobre sí misma. Es «crítica» esa reflexión, en el sentido habitual del término, porque denuncia las pretensiones de la metafísica, la cual pretendería -por meros medios lógicos, o sea: por pensamientos- «saber» de cosas existentes allende nuestras representaciones (dicho vulgarmente: independientes de «nosotros»); esas «cosas» serian aunque nosotros no existiéramos; y «serían» de y para siempre, porque no están en el tiempo; si no, serían representaciones, o lo que es lo mismo: tendríamos conciencia de ellas. Pero es sobre todo «crítica» (en el sentido eti­ mológico de krínein, todavía latente en nuestro “discriminar” y “discernir” ) porque juzga17, o sea discierne y analiza las distintas funciones de conciencia, y remite todas ellas a una «síntesis» o unificación por construcción (pues nosotros conocemos siem­ pre en «unidad», tanto por parte del «objeto» conocido como del «sujeto» o «yo» cognoscente; y hay que explicar de dónde procede y cómo se realiza tal unidad). Y es en fin «pura», no por hacer abstracción de todo contenido (entonces sería una lógica general, no una «crítica»), sino al contrario: porque, teniendo en cuenta la necesidad de «con­ tenidos» en general para el conocer, no se deja sin embargo dirigir por ellos. S i se deja­ ra guiar por las intuiciones empíricas (sin parar mientes en que éstas son «representa­*41

dla, se considera entonces a esa representación como una nutrición: el término está etimológicamente ligado a la «visión». En todo caso, el énfasis en el prefijo re- indica aquí el respecto subjetivo; la representación como tal está en la conciencia, no en el «mundo externo». Pero por ser igualmente representación, tiene un conte­ nido, o sea: una validez objetiva que puede ser empírica o trascendental (conocer lo que es una vaca -sin limi­ tarse a admitir su presencia sensible- es tener una representación de esa cosa, de la que decimos forma parte del «mundo externo»; pero también conocer lo que es la sustancia -la cual es una función necesaria para el cono­ cimiento, entre otras muchas «cosas», de las vacas, sin ser de suyo ninguna «cosa»- apunta a un «contenido», aunque éste sea trascendental). Y por último, al poner el énfasis en el sufijo (representación) aludimos a una actividad, a una espontaneidad por parte de la conciencia, que conecta así -a través del juicio o del razona­ miento- sujeto y objeto. En este último sentido, ni siquiera la receptividad sensible (de una intuición empíri­ ca) es puramente pasiva; toda receptividad apunta a una recepción Recibir una cosa conlleva estar dispuesto (o mejor: disponerse) a recibirla, ponerse a su «altura» y adecuarse a ella P.e.: la Recepción de un hotel es una importante función de éste. O más a la llana: los burros no pueden recibir nuestros saludos, y es inútil que les deseemos los buenos días (otra cosa sería un perro; peni ésta es ya una opinión altamente subjetiva). (Y de las cosos mismos' (Tenemos una representación? Kant dina que sí, pero puramente negativa. Nos representamos por así decir lo irrepresentable como un mero concepto-límite; suponemos que si algo se «representa» es que debe de haber «por debajo, o por detrás» una pura presencia, susceptible de existir con independencia de la concien­ cia; pero esa suposición no puede confirmarse de ninguna manera, porque toda confirmación exige a su vez conciencia. De manera muy gráfica -y algo siniestra-, Kant decía que esa constatación equivaldría a mirarse al espejo con los ojos cerrados, para «ver» cómo sería uno de muerto. 41 Pero no va más allá del juicio, es decir: del examen de su «uso» cuando juzga de la validez y límites de todo lo cognoscible. Si Kant hubiera otorgado «valor especulativo» al silogismo, al razonamiento (como hará después Hegel), la razón habría sido circular, es decir: al final de su recorrido se habría reencontrado consigo misma lógicamente (o sea, según su forma: no por el lado de los «materiales» que ella ordena y clasifica). Digamos: el acto de conocer (depositado en el systema doccrinalis) y el mundo de lo cognoscible (oiganizado armo systema naturalis) acaban por coincidir asintóticamente en Kant, pues así está establecido desde el principio y por el Principio de la razón. Pero no se identifican el saber y el «mundo sabido»: ni como un postulado necesario pero irrealizable (Fichte), ni a través de una «historia concebida» (Hegel). La Razón kantiana es toco cáelo dis­ tinta al Saber Absoluto.

don es» de la conciencia), sería entonces un mero «tener noticia», no una ciencia; y si se orientara por contenidos trascendentales -sustancia, causa, etc.—, se convertiría en «metafísica», confundiendo una función lógica, pero sólo válida si aplicada a objetos de experiencia, con una «cosa»4S (y ello porque, subrepticiamente, esa supuesta ciencia viene alentada por —legítimos—intereses prácticos de la propia razón). En una palabra, la «razón crítica» es pura porque sólo se deja guiar por las funciones y actitudes que en su propio interior descubre al reflexionar. Si en ella misma descubre tendencias (hacia «abajo»: hacia las cosas del mundo; hacia «arriba»: hacia Entidades garantes de su espon­ taneidad y autonomía), tendrá que descubrir a qué se deben éstas: pero nunca ponerse a su servicio, ni aceptarlas sin más como lo verdadero. La verdad es de la razón, y se da en la conciencia. Por lo demás, llamamos justamente “conciencia” a este dar cuenta la razón a sí misma y, de consuno, darse cuenta a y de sí misma. La razón no puede pensar nunca «en vacío» (en este sentido, no hay razón «pura»: la confundiríamos entonces con una «cosa» independiente de la conciencia y, por ende,... ¡de ella misma! ¡El colmo de la contradicción!). La razón razona: es transitiva (consiste justamente en establecer transiciones; por eso su (unción más alta y compleja es, en el ámbito lógico, el silogismo o «razonamiento»: ligar conocimientos). Por tanto, nunca puede atender exclusiva­ mente ni «mirarse» a sí misma; por pura que la consideremos, será siempre «razón» dé­ lo que sea. Puede ser incluso, en el caso más alto -al que acabamos de aludir—, razón de los posibles modos de enlace por los que diversos conocimientos aparecen ante ella como absolutamente cerrados, perfectamente estructurados. O sea, puede «ver» su propio fun­ cionamiento (Kant llamará a esas funciones de cierre: “Ideas”). Ahora bien, las Ideas no ofrecen conocimiento alguno (y menos, de la razón misma); aunque son represen­ taciones, no representan a «objetos», sino a la razón especulativa (nunca mejor dicho). De esto se sigue una consecuencia de alto bordo: hablando literalmente, la razón no se conoce a sí misma (aunque sí se piense -¡faltaría m ás!- a sí misma). Por pura que sea, en el respecto cognoscitivo es siempre una razón aplicada; pues, aunque se aplique a sí misma, se «refracta» por así decir en diversas funciones: para empezar, en las figuras silo­ gísticas y sus modos de enlace, sin que le sea posible reconducirlas -y reconducirse- a la unidad focal; es incapaz pues de «reconciliarse» consigo misma, de hacer que los «radios» se incurven y vuelvan al foco central (eso sólo lo logra la razón en el ámbito de la acción moral). Sin embargo, cuando la razón está aplicada al conocimiento de objetos, o sea: cuan­ do la entendemos como «conciencia», ¿puede tener un conocim iento de sí misma? Parece que sí. Todos somos conscientes de que, digamos, pensemos o hagamos lo que sea, siempre aparece a la vez, como un «vehículo» inseparable, el «Yo».'19 Conocer es* ,8 A ello se debe la creencia, radicalmente antifilosófica en sentido kantiano, de que hay un «Ser» que es más «ser» que los otros seres; una «Causa» que si que lo es de verdad, mientras que las demás causas serían de «segunda división»; un «Uno» individuo e hiperatóinico que es sólo uno, y no una barra de pan o un gato, a los cuales siempre cabe -con algo de esfuerzo- partir por la mitad. Pero tan rancia creencia metafísica no es lo interesante; mucho más lo es el meditar, p.e., en que, cada una de esas mitades, seguiría siendo «uno». O sea, que la determinación «uno» sólo se da, paradójicamente para el metafísico, en lo divisible (en lo cuantificable): no es pensable la unidad sino como pluralidad (o dualidad) reunida. * A cualquier proposición puede preceder un: «Yo pienso» o «Yo digo» (incluso a la aquí mentada: «Yo digo que a cualquier proposición, etc.»). Ni su contenido ni su posible verdad varían. ¿Se trata pues de un añadido inútil, o es cosa de la vanidad -sobre todo, española- de sacar a relucir por todas partes al propio «Yo»? No. La cláusula es un indicio de que toda verdad ha de poder ser reconducida a sus condiciones de posibilidad, es decir, a funciones de conciencia, y no al ignoto sentido que, en un mundo independiente de aquélla -un «mundo» imposible por definición de ser conocido, o sea, de llegar a conciencia-, pudiera tener. La idea de que la conciencia sea una tabula rasa sobre la que se reflejan puramente las cosas «de verdad» es ingenua. Hasta

CC

pues ser consciente directamente de algo y, «de rechazo», de sí mismo*50. A sí que toda conciencia es eo ipso, indirectamente y como de soslayo, autoconciencia o apercepción (ya sea empírica o pura) (cf. KrV A 117, n.). Sólo ella convierte las representaciones en pensamientos míos (KrV A 350). Pero de ella misma -la mera forma subjetiva de los conceptos- sólo sabemos que existe (o mejor, que “Yo existo” o me siento interiormen­ te -em píricamente hablando- o que el “Yo existe” -hablando trascendentalmente-; cf. KrV A 106s). Sin embargo, en su aplicación a la experiencia, podemos saber muchas cosas de la autoconciencia. De hecho, la lógica trascendental (y especialmente la parte analítica) es un despliegue de ese factor de unidad de la experiencia posible. Sabemos pues de la autoconciencia en su aplicación a la formación de «objetos» a partir de meras intuiciones empíricas (que son la ocasión para el lucim iento -n un ca mejor dicho- de esa conciencia que nunca se deja mirar a sí misma «cara a cara»). Si esto es así, entonces es natural que esa razón que critica sus propias pretensiones cognosciti­ vas, a la vez que desvela los «mecanismos» de objetivación de cuanto nos sale al encuen­ tro (lo ente), se aplique tanto a deslindar las funciones de la lógica formal de las de la lógica trascendental -para evitar que con las abstractas herramientas de la primera puedan erigirse los aéreos castillos de la especulación metafísica- como a examinar las posibilidades de construcción de las funciones trascendentales cognoscitivas sobre la sensibilidad. Y ya tenemos así ante nosotros, a grandes trazos, la magna tarea de esa conciencia tan aplicada; una conciencia de objeto (transitiva) y de sí (reflexiva), que es el verdadero «sujeto» (también en el sentido antiguo del término: “tema” ) de la Crítica de la razón pura. 11.3.1. - Lóg ica fo rm a l y lógica tra sce n d e n ta l.

Las lecciones kantianas de Lógica fueron editadas en 1800 (no directamente, sino por un discípulo: G.B. Jasche). Es evidente que la lógica formal no fue objeto de aten­ ción preferente por parte de Kant (al contrario, tenía a esta disciplina por poco menos que acabada desde los tiempos de Aristóteles51; cf. KrV B VIII). La lógica tradicional es más bien utilizada por Kant como un acervo de materiales inanes (vencidos desde luego y arrumbados por la productividad de las matemáticas y su aplicación a la física), que el filósofo vivificará al llevarlos a un plano superior, crítico. La lógica formal se ocupa, según Kant, de las reglas comunes a todo conocimiento, con independencia del origen y objeto de éste (KrV B IX). Una regla es siempre y sólo subjetiva: representa «una condición general, según la cual es posible poner [o sea: dar ia más rasa de las tablas está hecha de algo, y debe tener algo en su «materialidad» y en su forma que sea sus­ ceptible de recibir las «cosas»; y al revés, éstas han de ser en principio adecuadas a la tabla, si quieren dejar en ella su impronta. El humo no deja huella en una dura tabla rasa. Tampoco sólidos «normales» podrían dejar­ la en una tabla marmórea o diamantina.- Adviértase por último que cuando Kant habla de «conciencia» se refie­ re a la posibilidad formal de una conciencia en general, y no a una constatación psicológica. 50 De hecho, el término alemán para la «conciencia» significa casi literalmente «ser consciente de»: Bcu/usstscm. Pues a pesar de su procedencia como «pasado» de unsscn («saber»), en virtud del prefijo: be- (que, en general, convierte a los verbos en transitivos; exige un objeto o «complemento directo»), Bewusscsein no significa «ser sabido» sin más (lo que implicaría la fusión de sujeto y objeto), sino el haber ya tendido «a sabien­ das» a un objeto, a fin de «ser sabedor» -lado activo- o de «ser consciente» o «ser la conciencia» -lado pasi­ vo- de él. Los dos lados co-inciden en lo Mismo. Pero, según Kant, no es posible saber por qué. EsenciaJmenie hablando, la autoconciencia no es autorreflexiva: sólo se refiere a sí misma indirectamente, para dar cuenta y razón de la objetividad de un fenómeno. 11 No deja de llamar la atención la aseveración kantiana, después de las revolucionarias aportaciones de Leibniz. Sin embargo, éstas se hallan en su mayoría dispersas en cartas y opúsculos que sólo a partir de la ed. Gebhardt (desde 1875) fueron accesibles, y ello parcialmente. Ni siquiera es seguro que Kant conociera la edición Dutens (Opera Omnia; 2 vols., Ginebra 1768), que tan buenos servicios prestaría a los idealistas posteriores.

K an t, e n la ép o ca de la

C rítica de la razón pu ra.

cuenta y razón, asentar, F.D.] algo múltiple (y por ende, de manera uniforme).» En cam­ bio, una regla se transforma en ley cuando es puesta de una manera necesaria (KrV A 113), esto es: cuando alcanza una validez objetiva. Pues bien: la lógica trascendental con­ cierne a las leyes del entendimiento” y de la razón5’, en la medida en que esas leyes se

” El entendimiento es la facultad de producción espontánea de representaciones (KrV; A 51/B 75), con­ tradistinguido -como capacidad de conocimiento conceptual y discursivo- de la sensibilidad (receptividad del ánimo para ser afectado por intuiciones; ibid.). En este sentido, el entendimiento se dirige de suyo a algo no sen­ sible, sin poder garantizar por sí solo conocimiento alguno; se limita a producir pensamientos, válidos (pero no verdaderos) con tal de que no sean contradictorios, y su campo se extiende al infinito (a menos que se vea restringido por las condiciones de la sensibilidad). Mientras que las intuiciones (sensibles; Kant no acepta una intuición intelectual) se basan en afecciones, los conceptos lo hacen en funciones, entendiendo por tal «la unidad del acto de ordenar diversas representaciones bajo una sola común». (KrV A 68/B 93). ” Vemun/i tiene muchos significados, en Kant. Sensu lato (y casi identificándose así con el entendimien­ to) es la «facultad superior de conocimiento» (frente a la inferior: la sensibilidad); cf. KrV A 835/B 863. Este

57

refieren a priori54 a objetos (KrV A 57/B 82). Así, la lógica formal se ocupa de los ju i­ cios, de los elementos de éstos (los conceptos) y de las inferencias (silogismos), acep­ tando aquéllos como «lugar de la verdad», sin preguntarse por las condiciones de ésta. La lógica trascendental, en cambio, es la lógica de la verdad (Analítica) o la crítica de una supuesta verdad incondicionada, desenmascarada como ilusión (D ialéctica). De este modo, «regresa» (Kant lo llama: regressus transcendentalis) a las condiciones de for­ mación de los juicios, entendidos, no como meras funciones de unidad (KrV A 69/B 94), sino como actos de síntesis (o construcción de la realidad) por parte de un «suje­ to» ” , en vista de una multiplicidad pura5*. S i la multiplicidad es intelectual, el «sujeto trascendental, judicativo» se limita a desplegar las notas (vistas entonces como predi­ cado) contenidas ya en el sujeto «juzgado». El juicio es entonces puramente analítico, y se limita a aclarar lo implícito, sin que se produzca conocimiento real alguno” . En cambio, si la multiplicidad-es sensible, el juicio es sintético; aquí se da en efecto un *54

es uno de los sentidos del título de la obra: Crítica de la razón pura equivale a «censura de la razón desligada de la sensibilidad», como vio muy bien C.Ch.E. Schmid en su Programa para el Semestre de Invierno de 1785/86, en el que ofrece lecciones sobre «la doctrina filosófica denominada Censura (Zensur) de la razón innata, en alemán [como si dijéramos: «en cristiano», sin jerga filosófica, F.D.] Critik der reinen Vemun/t.» (repr. en N. Hinske, E. Lange, H. Schrópfer, eds., «Das Kantische Evangelium». Stuttgart-Bad Cannstatt 1993, pp. 8—9).— Desde el punto de vista lógico-formal, «razón» es la facultad de las inferencias mediatas o silogismos, o sea de deducir lo particular de lo universal (KrV A 299/B 355, A 330/B 386, A 646/B 674). En este sentida, una de las funciones de la Crítica será desenmascarar -en la Diaiéctica trascendental- el salto falaz de la lógica a la meta­ física (de una «función de cierre» a una «Cosa suprema»).- En fin, desde un punto de vista trascendental, la razón (en oposición al entendimiento o al Juicio) es la «facultad de los Principios» (KrV A 299/B 355; A 405), esto es, de funciones supremas e incondicionadas de «cierre», llamadas «conceptos racionales» o Ideas (con­ ceptos de conceptos); vid. KrV A 763/B 791. En cuanto tal, la razón no se dirige al mundo sensible, sino al entendimiento; más exactamente: la razón es la unidad de las reglas del entendimiento bajo Principios, mien­ tras que el entendimiento es la facultad de unificar los fenómenos por medio de reglas (KrV A 302/B 359). 54 «A priori» no significa: con absoluta independencia de los objetos de experiencia, en el sentido de que tales leyes existirían (p.e., como las ideas divinas en San Agustín o las vertitates aetemae en Leibniz) aunque no hubiera objetos (digamos: antes de la creación del mundo). «A priori» se refiere a las condiciones sin las cua­ les no es posible conocer un objeto: en este sentido, están en él (lo constituyen como tal), aunque nosotros no podamos «extraer» esas condiciones a partir de la meta presencia sensible, como si exprimiéramos una fruta para sacarle la pulpa. Ciertamente, son «abstracciones». Pero Kant distingue cuidadosamente entre ab ahquibus abstrahere y aliquid abstrahere: «Lo primero indica que en un determinado concepto no atendemos a lo que está, de la manera que sea, conexo con él [en nuestro caso: el concepto abstrae o prescinde de lo sensible, F.DJ; lo segundo, que no se da sino en concreto y, así, es separado de lo unido con él [se abstrae o se saca algo de algo, F.D.]. Por tanto, el concepto intelectual abstrae de todo lo sensible, no es abstraído de las cosas sensi­ bles... Por eso es más conveniente llamar a los conceptos intelectuales ideas puras [en terminología crítica: conceptos puros del entendimiento o categorías, F.D.] y abstractos a los conceptos que se dan empíricamen­ te.» (Diss. s. II, § 6; Ak. II, 394). ” No se trata, claro está, ni del «sujeto» lógico de la proposición, ni del «yo» empírico (cada uno de noso­ tros, en cuanto individuos), sino de un presupuesto sujeto trascendental (que no es una «cosa», sino una «unidad sintética de apercepción» -es decir, que se «percibe» o tiene conciencia de sí en el acto mismo de juzgar-): el foco último de toda función lógica. “ Hay que distinguir entre multiplicidad empírica (la «materia» de las sensaciones, incognoscible a prio­ ri, y de las que nada sabe la lógica), y la multiplicidad pura, que puede ser a su vez intelectual (las notas de que consta un concepto) o sensible, es decir: la sinopsis de la sensibilidad que abstrae (no se abstrae; ver nota 54) de esa «materia» y presenta así a la intuición-y como intuición- la pura relacionalidad (yuxtaposición y suce­ sión), la forma espacio-temporal. ” No es necesario que el juicio analítico sea a priori. Puede deberse a una experiencia pasada: «El oro es ama­ rillo» es analítico porque la conexión lo es, aunque tanto sujeto como predicado sean empíricos.- Por lo demás, las proposiciones de la Crítica son analíticas; es decir: la filosofía trascendental no es una ciencia progresiva, aunque dé el criterio de lo que deba ser considerado como tal. La ambición de Kant es la misma que la que él achaca a Aristóteles en lógica formal: constituir una ciencia conclusa, y sólo necesitada de algunos adita­ mentos. Es claro: la filosofía no conoce objetos (y éste es el error de la metafísica tradicional): se limita a ana­ lizar (o criticar) qué significan el conocimiento y la verdad de éste. Es una actividad, no una doctrina.

58

avance en el conocimiento. Ahora bien, el juicio sintético puede ser debido a la expe­ riencia, y por ende a posteriori, con lo que no se garantiza la necesidad y universalidad de su síntesis o composición5". Si, en cambio, la multiplicidad sensible sobre la que se cons­ truye el concepto es pura (la forma de cualquier intuición posible), el juicio sintético es a priori. Estos juicios, dice Kant de manera un tanto confusa: “añaden al concepto del sujeto un predicado que no era pensado en él ni podría extraerse de ninguna des­ com posición.” (KrV A 7/B 11). Confusa, porque parece entonces que el predicado viniera «de fuera», esto es: de la percepción. En realidad, habría que decir lo contra­ rio. El concepto queda restringido en su validez lógica (aunque gane verdad cognosciti­ va) al someterse a las formas sensibles puras: al ser construido en ellas.59 La sensibilidad pura restringe las pretensiones, en principio indefinidas (salva analyticitate), del con­ cepto que ha de ser construido. Toda ciencia progresiva está constituida (aunque no enteramente) por este tipo de juicio; tal es el caso de la matemática y de la física. El problema estriba en si la metafísica es también -com o pretende—una ciencia, es decir: si en ella son posibles los juicios sintéticos a priori. Así, a la lógica trascendental se le plantean dos cuestiones, «hacia abajo» y «hacia arriba», si queremos: a) por qué razón, tratándose al fin nada menos que de una «lógica», está abocada al campo de la sensibilidad (aunque sea pura); b) por qué, si ella es al fin solamente una «lógica», se apoya subrepticiamente en ella la metafísica con la preten­ sión de conocer «objetos» suprasensibles. 11.3.2 - Lógica y sensibilidad pura. Pensar es un acto, en última instancia, reflexivo. Se piensa... un pensamiento, rela­ cionado (esto es: separado o ligado) con otros, y así al infinito. Com o ya había visto Descartes, puedo tener una idea clara y distinta (sobre el trasfondo, confuso e indistin­ to, de todo lo colateralmente pensado), sin que ello garantice en absoluto la verdad de esas «cosas», ni de otros seres pensantes (como decía Machado: «En mi soledad / he visto cosas muy claras, / que no son verdad.»). Conocer es, en cambio, un acto em i­ nentemente transitivo. N o se conoce el conocimiento. La llamada «autoconciencia» es siempre indirecta, como un margen desde el que «se» contempla la realidad (sin que, para Kant, podamos conocer nunca quién o qué está designado por ese «se »60). Por eso, la lógica formal (que abstrae, corta amarras con lo sensible) manipula pen­ samientos, atenta a las leyes autónomas del prop:o pensar. N o así la lógica trascenden­ tal, que atiende a los modos de conocer. Ciertamente, también ésta abstrae de lo sensible (de lo contrario, no sería «lógica»). Pero no de las condiciones de lo sensible, del marco en que éste ya de antemano se pre-dispone: a saber, el espacio y el tiempo, cuya prime-*

* «Mi ordenador funciona» es un juicio basado en un hecho de experiencia. Para que pudiera afirmar con necesidad y validez universal que en todo caso funciona tendría que presuponer una determinación omnímo­ da de todas las condiciones de fabricación, conexión a la red y uso, ante lo cual toda lógica (y más en este país y con este usuario) capitula. Sin embargo, la tendencia confesada de la ciencia es justamente (en términos kantianos) la conversión de juicios sintéticos a posteriori en juicios sintéticos a priori. ” Los ejemplos aducidos por el propio Kant dejan clara esa restricción: «Todos los cuerpos son extensos» es un juicio analítico. En cambio, «Todos los cuerpos son pesados» es sintético (ver KrV A 7/B 11), porque la gravedad física, garante a priori de la existencia (vale decir, de la impenetrabilidad y cohesión del cuerpo), restringe la extensión, puramente geométrica (un cuerpo físico no se limita a ocupar un espacio, de manera indiferente, sino que llena activamente -por «fuerza», y nunca mejor dicho- su espacio). " Véase este texto capital: «Por medio de este yo, o él, o ello (la cosa), que piensa, no se representa más que un sujeto trascendental de los pensamientos = x, que sólo es conocido a través de los pensamientos que constituyen sus predicados y del que nunca podemos tener el mínimo concepto por separado.» (KrV A 346/B 404).

59

ra exposición constituye la Estética Trascendental61*. Esas condiciones tienen un esta­ tuto extraño, ambivalente: por una parte, son formas de lo sensible (ningún contenido aprendemos de ellas ni aprehendemos con ellas), formas de eso que Kant llama intui­ ción: algo que a priori es completamente indefinido (X = cosa en general; en buen cas­ tellano: «cualquier cosa»), y que está presente, o sea: que aparece sensiblemente (por eso lo denomina Kant fenómeno61) . Por otra parte, esas formas de la intuición sensible (o mejor: de eso que es intuido sensiblemente), aunque no sean a su vez «intuidas» (espacio y tiempo no son «cosas», ni «fenómenos» sensibles6’), sí son en cambio intuiciones (en el sentido fuerte, activo del término), ya que gracias a ellas pueden ser intuidos los entes mundanos. Por eso son a la vez formas de la intuición e intuiciones formales. En efecto: al permitir la mostración, se «muestran» indirectamente como algo análogo a las intui­ ciones sensibles, a saber: son inmediatas y únicas. Inmediatos son espacio y tiempo, no por presentarse sin más, y por «entero», a los sentidos (al contrario, nunca están «pre­ sentes»), sino por ser lo in-mediato, la base de toda mediación y de toda medición64. Por lo demás, no hay más que un espacio y un tiempo, pues sus «divisiones» (achicables o prolongables al infinito) no son «partes» ni «átom os»65. Por eso, no son «cantidades», sino quanta (no determinaciones, sino siempre algo determinado, en cada caso66). Y sin embargo, eso que se da como determinado es infinitamente determinable (no mide ni es 61 «Estética», en el sentido de la ata& qaic griega: la percepción sensible. Atiéndase siempre a este punto: hablando estrictamente, no hay conocimiento sensible (ni siquiera en el nivel más bajo; nada se ve, sin más: yo lo veo y sé lo que veo, aunque me equivoque en mi juicio) ni conocimiento intelectual (ni siquiera en el nivel más alto), sino conocimiento intelectual de lo sensible. a! Aquí hay una ambiyüedad interesante, que explotará Heyel. En yrieyo, i

A la vista del plano, el lector impaciente podría quizá concederle a Kant que resta aún mucha tarea por realizar en el ámbito metafísico (por no hablar de la paulatina conver­ gencia de éste con el empírico: lo físico y lo antropológico). Sin embargo, estimaría que, con la Crítica de la razón pura, ya se había batido toda la esfera de lo cognoscible a pnori. De modo que se quedaría sorprendido al leer en el Tercer Capítulo de la Cimentación que ésta no era sino una preparación para la Crítica de la razón práctica (KpV: 1788) que, de hecho, no aparece como tal en esa clasificación general. 11.4.2- El c o n o c e r se dice de m uchas m aneras.

Sin embargo, basta recapacitar un punto para darse cuenta de que hay varios tipos de conocimiento. Podemos conocer científicamente los fenómenos de la naturaleza; pode­ mos también conocer -y tal fue el quehacer crítico, hasta ahora- cuáles son las formas y principios que regulan ese conocimiento científico (y a su través, el del llamado «sen­ tido común», que si existiera en toda su desnudez -se trata más bien de una ficción para hacer resaltar el lado cognoscitivo- se limitaría a «tomar nota» de las apariencias, sin cuidarse de las razones de su aparición). Fuera del conocimiento quedan las supuestas «cosas en sí». Pero ahora hacemos la pregunta decisiva: ¿quedan también fuera de todo conocimiento las «acciones», esto es: no la contemplación y análisis de objetos posibles o existentes, sino la realización de objetos (de «cosas», situaciones o cambios de estado) en el mundo, de acuerdo con nuestra voluntad y la disponibilidad de la naturaleza para acoger esas nuevas «realidades»? Es evidente que la «acción» misma, en cuanto tal, no es objeto de conocimiento, por la sencilla razón de que la «cosa» o «cambio de estado» no existe aún. En la acción parece invertirse el orden del tiempo: las cosas existentes son medios para una finalidad, y sólo como tal interesan; el «objeto» propuesto, el «fin», existirá en el futuro, si la acción se logra. En las acciones no tenemos pues que ver con lo que es, con el «ser», sino con lo que «debe ser», por la razón que sea. Pero entonces, la o las razones para la existencia futura del «objetivo» sí pueden ser objeto de conocimiento: tanto esas razones como el «fin» deseado no dejan de ser «repre­ sentaciones», de las que somos bien conscientes. Pero no lo somos, claro está, en vir­ tud de la «facultad cognoscitiva», enderezada al conocimiento de ese ámbito objetual que llamamos «naturaleza», sino gracias a una facultad que Kant llama «apetitiva», esto es: orientada por el deseo de que exista un «objeto», que además, y con mucha mayor fuerza que los objetos de experiencia, nos compromete íntimamente; si se desea algo es porque se lo echa en falta, porque uno necesita de ello para ser «de verdad». Ahora bien, aunque hay muchos tipos de deseo, en realidad -y según las reglas que los mueven- pue­ den reducirse a tres: 1) los que han de ser realizados para cubrir una necesidad material o cultural (es decir, para asegurar la conservación física de un ser humano, de la espe­ cie o de la comunidad), guiados por reglas técnicas de habilidad: sus objetos son los «arte­ factos», que hoy cubren la haz de la tierra; 2) los que suscitan un cambio en el orden del mundo, en función del amor propio o del bienestar individual (aquí, el «objetivo» no tiene por qué ser meramente físico o cultural; puede ser altamente espiritual); están guia­ dos por consejos pragmáticos de prudencia, y sus «realizaciones» están ya fundamentalmente encarnadas -com o cambios de estado o situación- en los seres humanos, lo mismo en

rica (salvo que pensemos en la «historia natural» de la época, cuyo ordo exponendi, al menos, sigue sin embar­ go las reglas de la lógica) ni el estatuto de esa «física racional»: ¿es ella sin más la «metafísica de la naturaleza»? ¿qué ocurre entonces con la «física matemática», de algún modo fundamentada en la Analítica de los principios, de KrV! Es claro que Kant se pone en esta división las cosas fáciles, porque está exclusivamente interesado en ubicar sistemáticamente la metafísica de las costumbres y en deslindarla de los otros campos filosóficos.

104

el agente que en los demás sujetos afectados; por último, 3) aquéllos cuya realización viene ordenada incondicionalmente por mandatos o leyes de la moral (cf. GM ; Ak. IV, 416s). Sobre estos mandatos edificará Kant su doctrina ética. 11.4.3 - El o rd e n de los p re ce p to s.

Es por demás evidente que esas «normas de acción» no pueden considerarse como «leyes de la naturaleza» (al contrario, cambian constantemente el estado de un mundo que, ex hypothesi, podríamos ver como «meramente» natural, o sea: que sigue, más o menos inmutable, su propio curso). Y sin embargo, esos preceptos o imperativos (en el sentido literal de ambos términos) deben desde luego estar de acuerdo con esas leyes, si quieren ser eficaces: natura non nisi parendo vincitur, decía con razón Bacon. ¡Pero “estar de acuerdo” se dice también de muchas maneras! Pues el hombre puede servirse de las leyes naturales para remediar un estado igualmente natural de necesidad; aquí, bien podemos decir que la acción constituye un «bucle» entre dos «naturalezas»: la interiorizada en el hombre y la exterior, fenoménica. De modo que la acción constituye la restaura» ción «homeostática» de una pérdida: todo el mundo de las pulsiones y los instintos entra en juego aquí, propiciando las técnicas y las artes. Pero también puede darse una acción para intentar «centralizar» todas las fuerzas de la naturaleza (y aun las acciones de otros hombres) en favor del «amor propio», o sea: no sólo de la conservación, sino también de la peraltación (en principio, y si nada se opusiera, infinita, como intuía Hobbes) de ese extraño individuo autodenominado: “Yo”. Esos dos tipos de acciones están regidas por imperativos que Kant llama hipotéticos. En efecto, todos sus preceptos (en principio, indefinidos) tienen la forma lógica: “si... entonces”. S i quieres restaurar -por ejem plolas fuerzas perdidas, debes comer, lo cual implica una serie de modificaciones del orden natural. Hasta los preceptos más santos pueden ser de tipo hipotético: «Si quieres ser perfecto -decía el Cristo—ven y sígueme.» Los objetivos propuestos por imperativos hipotéticos tienen por característica común la heteronomía del fin con respecto, no sólo a las leyes naturales de que se sirve el agente para sus propósitos, sino también al agen­ te mismo (el hambriento sabe que precisa de algo ajeno a él -la comida—para seguir siendo «él mismo»; incluso el joven que quiere ser perfecto debe seguir a un «maestro de virtud», y no, digamos, a la propia «voz de la conciencia»). U no estaría tentado a pen­ sar que, pace Kant, esos imperativos hipotéticos de la habilidad técnica y de la pruden­ cia son ya suficientes, no sólo para la vida humana, sino también para establecer una «convivencia» cómoda y digna, «justa» incluso, en el sentido de que todos se «ajustan» unos a otros para vivir en paz (al fin, sobre esas bases se asienta el tan cantado «Estado del bienestar» y la ansiada «calidad de vida»). Lo curioso es que Kant estaría de acuer­ do con tan común sentido, y sentimiento. Basta y sobra con esos preceptos para llevar una vida humana. ¡Pero no para alcanzar una dignidad racional! ¿Qué quiere decir esto? 11.4.4- La buena vo lu n tad .

Si llamamos «voluntad» a la facultad de comenzar causalmente una serie de cam­ bios de estados en el tiempo (¡recuérdese la Tercera Antinomia de la Crítica!), no cabe duda de que los imperativos hipotéticos mueven a la voluntad. Pero la mueven con vis­ tas a algo ajeno al sujeto agente. Se trata pues de una voluntad para..., una voluntad condicionada. ¿Acaso es posible otra? Kant sostiene que sí, en un giro práctico aún más audaz que el «copernicano»: los objetos (los «objetivos») han de estar regidos por la voluntad del sujeto, no a la inversa, aunque ellos sean «buenos» para aquél. A l respec­ to, Kant distingue entre esos «bienes» relativos al sujeto (hoy podríamos llamarlos: «bie­ nes de consumo»; ¡también el arte y la religión se consumen!) y el «bien» (así como,

correlativamente, entre los «males» y el «m al»; cf. KpV; Ak. V, 59s). Los bienes pro­ porcionan placer; los males, dolor. Todo esto es de sentido común. Pero éste se «atas­ ca» cuando se le habla del «bien» y del «mal» (como singuiare tantum, diríamos), o lo tiene por una banal generalización de esa pluralidad deseada o temida. Y la contesta­ ción que da Kant no satisfaría a primera vista a ese entendimiento «del común». Dice, en efecto, que: «El bien o el mal significa empero, en todo caso, una referencia a la volun­ tad, en la medida en que ésta viene determinada por la ley de la razón para hacer de algo su propio O bjeto.» (KpV; Ak. V, 60). Es natural que el «entendimiento com ún» no entienda ese inciso, ese: “en la medida en que” (que constituye sin embargo la diferen­ cia decisiva). Pues el entendimiento «suelto», por su cuenta, nada quiere saber de la razón, aunque ésta lo aguijonee internamente. Y en fin, ¿qué es la razón? Parece que un concepto exigiera ser explicado por otro, m indefinitum; pero no hay tal. Aquí podemos descansar: ya sabemos qué es la «razón» (pues hemos escalado la montaña crítica). La razón, recuérdese, es la «facultad de los Principios» (KrV A 299/B 356). En cuanto tal, establece las reglas para deducir lo par­ ticular de lo universal (cf. KrV A 303s/B 359s), siendo lo Incondicionado su Principio supremo (entiéndase: un Principio «circular», ya que la razón se somete aquí a una ley que ella misma ha generado y en la que, por así decir, ella se engendra a sí misma; cf. KrV A 398/B 365). Y sabemos que la razón, en su uso especulativo, no puede conocer objetos (sólo puede ordenar conocimientos, con vistas a su triple «cierre absoluto»). ¡Pero ahora no se trata de conocer ningún objeto (que todavía no existe, además) sino la determinación bajo la cual ha de realizarse una acción! Si la acción ha de ser pues racio­ nal, no puede estar determinada por nada ajeno a la razón misma. Todos los seres están sometidos a leyes; pero un extraño y distinguido tipo de seres tienen la facultad de deter­ minarse a sí mismos por la «representación» que se hacen de una ley que contiene las «instrucciones» para la realización plena del objetivo, el cual no puede ser aquí otro... ¡que el sujeto mismo! Llamamos a esos seres: “racionales”, pues que en ellos y sólo en ellos llega a cumplimentación la propia razón, sin injerencia externa alguna. Los hom­ bres, en cuanto que se someten al Principio incondicionado de la razón, son un ejemplo de tales seres."’ Y la voluntad que se atiene exclusivamente a tal Principio es, circular­ mente, la «buena voluntad». Kant introduce este importante concepto al inicio de la Primera Sección de la Cimentación: «Nada en general es pensable en el mundo, e inclu­ so también fuera de él, que sin restricción pueda tenerse por bueno, sino únicamente una voluntad buena.» (G M ; Ak. IV, 393; cf. KpV; Ak. V, 15). Pues esta voluntad, y sólo ella, descansa en sí: toda voluntad tiene la potestad de comenzar por sí misma una serie de cambios de estado del mundo; pero sólo la buena voluntad puede comenzarlos, ade­ más, en y de por sí (cf. GM ; IV, 394). En este respecto, bien puede decirse que ella es la manifestación en el mundo (sin ser del mundo) de la razón pura práctica. Nada ni nadie puede forzarla a hacer lo que hace. Sólo cabe preguntar ahora: ¿y qué tipo de acciones realiza la buena voluntad? ¿Cómo distinguirlas de las condicionadas? La contestación no debería ya sorprender: el valor Y un mal ejemplo, además, aunque no conozcamos otro. Pues nosotros estamos sometidos también a las leyes naturales, y -lo que es mucho peor- sometemos voluntariamente la propia razón al imperativo hipotéti­ co de la Klugheii: el término alude también n la prudemia latina: pero su significado es más amplio y puede tor­ cerse en lo negativo, hasta llegar al mal puro; klug es el «despabilado» o «listo» que se aprovecha de los demás para satisfacer su amor propio: cuando se llega a una total falta de consideración y respeto por los demás, se pisotea la raíz misma de la Humanidad, y el ser racional se «suicida» racionalmente en su egoísmo, ya que no hay más razón que la comunitariamente compartida. Por eso, la razón autodetenninante (el Principio del Bien) no se da en el hombre sin continua y extenuante lucha.

moral de las acciones no depende en absoluto del «contenido» o materia de éstas. Y lo único que le interesa resaltar a Kant es algo negativo, a saber: que jamás debe inmiscuir­ se esa «materialidad» en el juicio ético. Ya hemos hecho notar muchas veces que el filó­ sofo no descubre nada «nuevo», ni en el mundo ni fuera de él; no se dedica a traer «noti­ cias» a los hombres, como si fuera un científico o un profeta (imagínese el lector una noticia de prensa así: “Científicos de la Universidad de Pittsburg descubren una nueva virtud” 176). En este respecto, Kant se revela aún más modesto que en la primera Crítica. No hace falta enseñarles a los hombres el bien y el mal, o sea: lo que ellos deben hacer; hasta el más común de los mortales lo sabe perfectamente (cf. GM; Ak. IV, 404). El «sen­ tido común práctico» es mucho más certero que el teórico. Entonces, ¿de qué vale el esfuerzo de la filosofía? Al menos, para dos cosas: a) para mostrar nítidamente el Principio puro del deber y su enraizamiento en la sola razón177; b) para evitar la “dialéctica natural” (GM ; Ak. IV, 405), por la cual sentimos la constante inclinación a «darle vueltas» al precepto moral para adecuarlo a nuestras necesidades mundanas (recuérdese la «casuís­ tica», achacada por entonces a los jesuítas). En definitiva, sabemos que una acción es buena o mala por su sola forma, o sea: no por el objeto que la voluntad se propone reali­ zar, sino por la plena adecuación a una legislación universal. Con independencia de todo contenido, la ley moral manda incondicionalmente... mediante el imperativo categórico. Ahora, en efecto, tras tan largo rodeo, podemos volver a ese “mandato de la ley moral” que tan tajantemente distinguía Kant de las reglas de la habilidad y los conse­ jos de la prudencia. Pero, ¿qué puede mandar esa ley? Todos nosotros obramos -sea cual sea nuestro propósito, que aquí no hace al caso- guiados por nuestro «fuero interno», o sea: por una «intención» o «convicción íntima», que puede ser desde luego recta o per­ versa. Y la expresión concreta de nuestras intenciones es una máxima. AI efecto, Kant distingue claramente entre “máxima” y “ley”: «Máxima es el principio subjetivo del que­ rer; el principio objetivo (es decir, aquello que, si la razón prevaleciera plenamente sobre la facultad apetitiva, serviría a todos los seres racionales, también subjetivamente, como principio práctico) es la ley práctica.» (GM ; Ak. IV, 400, n.). Y de esa distinción sale formalmente (ya que la razón, recordémoslo, es la facultad de deducir lo particular a par­ tir de lo universal) la célebre definición del imperativo categórico (que no puede sino ser único, aunque admita diversas formulaciones, según donde sea puesto el énfasis del man­ dato)1711: «obra únicamente según la máxima por la cual puedas querer, al mismo tiempo, que

l7‘ Malévolamente, alguien podría pensar que, en cambio, sí se están «descubriendo» constantemente nue­ vos vicios, ya que la maldad de los hombres parece haber puesto a su servicio a las inteligencias más refinadas (algo así pensará Schelling). Pero Kant argüiría que es la -intención» (Gesmnung) con que se usa algo, y no la cosa misma, lo que constituye el vicio. Soluciones de morfina y de heroína se vendían libremente en las far­ macias hasta hace relativamente poco tiempo para paliar los catarros. La política de producción y venta de armas depende de una perversa subordinación de la técnica al principio del egoísmo (ya se trate de garantizar el bienestar de un individuo, una «mafia» o una nación entera -el Welfare Suite, conseguido en buena parte a costa del sufrimiento de otros pueblos-). 177 «Aun la misma sabiduría -dice Kant-, que por lo demás consiste más en hacer y dejar hacer (Thun und Lasseti es la denominación vulgar de la época para referiise en general a la moral; F.D.) que en saber, necesita de la ciencia; no para aprender de ella, sino para proporcionar a su precepto entrada y durabilidad.» (GM ; Ak. IV, 405). ’* Otra formulación, aún más célebre, pero que en realidad es consecuencia de la pura formalidad del impe­ rativo (y que se aplica como antídoto contra la absolutizackm perversa del imperativo hipotético de la Klugficit), es La que ordena considerar a todo hombre como fm en sí, y no como medio: «Que en el orden de los fines el hom­ bre (y con él, todo ser racional) sea fin en sí, e.d. que nunca pueda ser utilizado meramente como medio por parte de alguien (ni aunque éste fuera Dios), sin ser él, al mismo tiempo y en el mismo respecto, fin, o sea que la humanidad en nuestra persona nos tiene que ser sagrada, es algo que a partir de ahora se sigue de suyo, porque el hombre es el sujeto de la ley moral, y por tanto de aquello que, en sí, es sagrado.» (KpV; Ak. V, 131). He subra-

■ rst

ella se convierta en una ley universal.» (KpV; Ak. V, 421). Considerado formalmente, el imperativo ordena algo bien sencillo, a saber: la aplicación práctica de la definición de la razón como deducción del particular a partir del universal; pero con un importante toque «existencial»: si A es la razón (prácticamente: la ley moral, universal) y B la máxi­ ma particular, entonces B se inserta esencialmente en y como A si y sólo si esa identifi­ cación A -> B se realiza (cobra existencia) en cada acción singular «e», de modo que el conjunto de acciones -intensa y puntualmente trabado- formaría ad limitem una perso­ nalidad «atómica» y sin embargo universal, un universal concreto (por decirlo con tér­ minos hegelianos): E. De modo que: (A - > B) = E.IWO sea, cada persona lo es, no por

yadn el inciso («al mismo tiempo...») para hacer notar la fecunda «contradicción dialéctica» propuesta aquí, como de pasada, por Kant. Si nos tratáramos mutuamente sólo como siendo cada uno «fin en sí», ttxla comu­ nidad sería imposible. Pero también lo seria si nos consideráramos recíprocamente nada más que como medios para nuestro propio fin (el cual, mirado desde cada uno de nosotros, es desde luego «en sí»). No quedaría sino la hobhesiana «lucha de todos contra todos». La única solución, creo, es interpretar así esta «contradicción» kan­ tiana: «fin en sí» no debe serlo nadie «para sí», sino sólo y siempre «para otro»; o lo que es lo mismo: «medio» no debe ser nadie «para otro», sino sólo «para sí». Más pormenorizadamente: desde el centro de la propia e insobornable personalidad, cada uno de nosotros ha de cifrar su dignidad en ser, absoluta y abnegadamente, «medio» en favor de la personalidad de todos los demás, o sea: en ser capaz de sacrificarse por los otros (en El ¡mal de iodas los cosas, Kant pondrá como ejemplo supremo de amor el sacrificio de Cristo por los hombres). ¡Pero eso significa eo ipso que consideramos entonces a todos los demás, personal y distributivamente toma­ dos, como «fin en sí», y no como medios de mi realización! (No hay mayor perversión del pensamiento de Kant que la de quien sostiene -y hasta cree firmemente- amar a la Humanidad, o a Dios - o sea, a un ens ratíonis for­ jado por él a imagen y semejanza suya-, y a la vez desprecia y maltrata a los hombres concretos y singulares porque no se adecúan a su idea: el Mal es el egoísmo disfrazado de Abstracción Universal). Si cada uno de nosotros obrara recíproca y voluntariamente para hacer de todas sus acciones un «medio» de realización de los demás, siendo al misino tiempo y en el mismo respecto el «fin» de la acción libre de éstos, tendríamos una comunidad perfecta: el Reino de los Fines, plasmado en la tierra como respubtoca noumenon. (Adviértase que, para abrigar esta «maravillosa esperanza», no hemos hecho sino trasladar al plano ético la Wechselwirkung o «interacción» de la Analítica de KrV). Se cumpliría a nivel cosmopolita lo que Hobbes propuso cautamente para cada pueblo organizado: no homo homini lupus, sino homo homini Deus. Y es que sólo se es de verdad -fin en sí» para y desde la acción de los otros. Al contrario, tomar al propio «yo» como fin en sí (y no como perso­ na, o sea: como representante y «ejemplo» de la Humanidad) es el colmo del egoísmo. Literalmente, el Mal en persona. Sólo la razón misma universal puede ser fin en y para sí.- Algo así entrevio también Hegel, al hablar en su Fenomenología del perdón de los pecados. Y es que la razón, encarnada en y a través del sacrificio recí­ proco de los hombres, deja de ser meramente razón para ser concebida como Espíritu. Y santo. ,K Los autores del período (y por modo especial Hegel) suelen utilizar estas letras: A, B, E para designar respectivamente lo universal (A es la inicial de Allgemeines), lo particular (B lo es de Besonderes) y lo singular (E, de Einzelnes) . Así lo haremos también nosotros - Adviértase por lo demás que B sólo puede retomar a A (más concretamente: que un hombre particular sólo puede ser representante de la Humanidad, o mejor: de la Razón en su persona), a fin de convertir esa «reconciliación» de ambos en E (en español, E es también la ini­ cial de «Espíritu»), si sacrifica justamente su «particularidad», aquello que lo hace diferente de los demás (sexo, raza, credo, tradiciones, etc.). ¡Pero no por «amputarlo» de sí, en plan de Orígenes castrado, lo cual, además de imposihie, es indeseable! Sino al contrario, por someter esas particularidades (en y por las cuales él vive), en una lucha continua contra ellas, a la legislación universal. Es decir: sacrificar la propia particularidad no es sino ponerla como «medio» para un «fin en sí» que, por su parte, es a la vez «medio». Llevando esta inter­ pretación al extremo, y seguramente más allá del propio Kant: nadie ha de sacrificarse por una Abstracción (A es también la inicial del ténnino, curiosamente), sino por salvar y fomentar la particularidad ajena, en la cual, y sólo en la cual, late la Universalidad. Sólo salvando y fomentando, por ejemplo arriesgado, la particularidad vasca desde las otras particularidades «nacionales», y exigiendo a aquélla lo mismo respecto de éstas, bajo la supo­ sición de un universal «Estado español» -que sólo «existe» en el commercium recíproco de las «B »-, puede lograrse el universal concreto: la E de «España» (para el tema, en general, véase la nota anterior). De otra manera, no tendríamos E, sino una disolución absoluta y vacua de B en A. De ello se seguiría el absurdo de que no habría entonces sino A: la abstracta idea de la Razón o la Humanidad, sin seres racionales ni hombres. Algo así como un Ser sin entes, un Creador sin creación o, trinitariamente hablando, un Padre (A) sin Hijo (B) ni Espíritu Santo (E). (Por eso, dicho sea de paso, es lógico que el Símbolo cristiano de la fe afirme que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo»).- El «cosmopolita» kantiano no deja de ser, por caso, varón (a Kant no se le habría pasado por la cabeza ser mujer, a pesar de su máxima: pensar en el lugar del otro), prusiano,

108

formar «parte» de la Humanidad, sino por ser (o mejor: por deber ser) la encera Humanidad, encarnada singularmente (más aún: a cada golpe singular de acción debiera brillar tan sólo la racionalidad). Esta doctrina moral es estrictamente correlativa de la lógica (y Fichte tendrá muy en cuenta esta co-incidencia): cada uno de nosotros es «yo», no por ser una parte del «Yo absoluto» (como si éste fuera un queso en porciones), ni menos por pre­ tender —per impossibile- dejar de ser «yo» para que sólo sea el «Yo absoluto» (sin cada «yo» no hay «Yo» en absoluto), sino por sujetar (sin destruir: el fuego no arde sin madera) las par­ ticularidades que me constituyen (y que «yo» centro, sin confundirme con ellas) a la uni­ versalidad trascendental del «Yo». En el plano práctico, Kant llama a esa sujeción: «respeto a la Ley» y, por los efectos que produce en la sensibilidad, lo considera como único senti­ miento moral (¡un sentimiento cognoscible a prioril); él es el «bello vínculo» que hace bajar el cielo ético a la tierra mortal: «El respeto hacia la ley moral es pues el único -y a la vez indudable- motor moral, de manera que si este sentimiento se ordena a un objeto lo hace absolutamente en virtud de este fundamento (o razón: Grund, F.D.).» (KpV; Ak. V, 78). Para los sentidos (o sea, para todo lo que nos «particulariza») ese sentimiento es absolutamente negativo; el hombre que se sujeta al respeto siente (por parte de todos los demás sentimientos, que sólo tienden a la propia satisfacción) una verdadera humilla­ ción: «Así pues, la ley moral humilla irremediablemente a todo hombre, al comparar la pro­ pensión de su naturaleza con la ley.» (KpV; Ak. V, 74). N o es éste, desde luego, un sen­ timiento placentero; aunque sí sentimos satisfacción (hacia «arriba», hacia la razón práctica) al cumplir con la Ley, al cumplir con nuestro deber. A sí piensa el riguroso Kant, el cual olvida por un instante su comedimiento (y aun aridez) para cantar una arrebata­ da «Oda al deber» que no me resisto a citar: «¡Deber! Nombre sublime y grandioso, tú que no encierras nada amable que conlleve lisonja, sino que exiges sumisión, sin amena­ zar sin embargo con nada que suscite aversión natural en el ánimo ni aterrorice para mover la voluntad; tú, que sólo estableces una ley que halla por sí misma acceso en el ánimo y que se gana -contra nuestra propia voluntad- veneración por sí misma (aunque no siempre observancia); tú, ante quien enmudecen todas las inclinaciones, aun cuando en secreto conspiren contra ti: ¿qué origen puede ser digno de ti? ¿Dónde se encuentra la raíz de tu noble ascendencia, que rechaza orgullosamente toda afinidad con las inclinaciones? ¿De qué raíz puedes proceder, que sólo ella es la irrenunciable condición de aquel valor que los hombres únicamente a sí mismos pueden darse?» (KpV; Ak. V, 86). 11.4.5 - La libertad encarnad a.

La contestación a tan retórica pregunta hará surgir ante nosotros ese factum sobre el que gira toda la ética kantiana, y cuyo nombre habíamos ocultado hasta ahora púdi­ camente (y también algo retóricamente, en verdad). Esa raíz es, en fin, la libertad. Pero libertad encarnada, o sea: personalidad (¡la libertad es una Idea de la razón práctica, no un concepto del entendimiento!)."" Gracias a esa «raíz»: «se eleva el hombre sobre sí amante de la buena conversación con amigos, y goloso degustador del vino de «Teneriffa» y de las salchichas de Gotinga. Pero intentaría por todos los medios poner esas particularidades, cada una en su estilo, al servicio del progreso del género humano (quien no hable alemán ni coma salchichas -u otro alimento- mal podrá escribir la Crítica de la razón práctica). "®0rig.: Hang. Literalmente: el «gancho», lo que «engancha» al hombre (vulgarmente se dice, p.e.: «estar enganchado a la droga»). Volveremos a encontrar este importante -y castizo- concepto al hablar del mal (en el escrito sobre La religión). Para Kant, en efecto, todos nosotros estamos naturalmente «enganchados» al mal, somos «propensos» a él. Recuérdese que, en la primera Crítica, la «personalidad» («identidad de la misma [sustancia simple], en cuanto sustancia intelectual») era incognoscible, y que sólo por un falaz paralogismo podía creer la razón, en su uso especulativo, acceder a ella. Cf. KrV A 345/B 403.

109

mismo (en cuanto parte del mundo sensible)». Ella: «no es otra cosa que la personali­ dad, es decir, la libertad e independencia del mecanismo de la entera naturaleza, libertad considerada al mismo tiempo, sin embargo, como facultad de un ser sujeto a puras leyes prácticas que le son propias, a saber: dadas por su propia razón; la persona, pues, como perteneciente al mundo sensible, pero sujeta a su propia personalidad en la medida en que pertenece al mismo tiempo al mundo inteligible.» (KpV; Ak. V, 86s). Ya tenemos, en este denso texto, todas las claves del pensamiento ético kantiano: el hombre, «perte­ neciente a ambos mundos», no puede negar ninguno de ellos; pero sí debe subordinar el mundo sensible al inteligible, como campo de actuación de éste. ¿Es ésta acaso una nueva versión, corregida y aumentada, de la distinción clásica libertas ex / libertas ad7 No exactamente. La elevación sobre el mundo no significa una huida de éste hacia no se sabe qué esferas. Y menos, un rechazo o repudio absoluto del mundo. Muy al contra­ rio: la «liberación de» cuanto uno no sienta como propio corre el riesgo de confundir­ se con la primera y más peligrosa de las pasiones: el satánico Non serviam!, no en vano predominante en «el hombre en estado de naturaleza» (Naturmensch), y que ocasiona un «estado de guerra constante». Tal la libertad externa del salvaje, que Kant llama en efec­ to: «inclinación a la libertad» (Ant/ir. § 82; Ak. Vil, 268s). De esa «libertad» surgen, cual cabezas de la hidra, todas las demás: el ansia de honores, el ansia de dominación y el ansia de posesión (justamente, las pasiones denostadas también por Spinoza en su Tractatus de emmendatione intellectus). Pero tampoco es la libertad kantiana algo que vaya hacia (ad) algo, como si fuera un medio para un fin. Desde ella, por y para ella es pro­ puesto todo fin moral. Ella es el centro, inmóvil y rector, de toda la filosofía kantiana: «El concepto de libertad, en la medida en que su realidad (Realitat) viene probada por una ley apodíctica de la razón práctica, constituye entonces la clave de bóveda (Schlusstein; literalmente: “piedra de cierre”, FD .) del entero edificio de un sistema de la razón pura, incluso de la especulativa, y todos los demás conceptos (los de Dios y la inmortalidad) que, en cuanto meras ideas, permanecen sin sostén en aquélla, quedan anexionados ahora a él y con él y por él adquieren consistencia y realidad (Realitat) objetiva; es decir, la posibilidad de los mismos viene probada por el hecho de que hay efectivamente liber­ tad; pues esta idea se manifiesta a través de la ley moral.» (KpV; Ak. V, 3s). Adviértase el alcance de esta Idea de la razón práctica (en ella y por ella «se reve­ la» la Razón a los hombres). Sólo por ella puede haber un «sistem a», y no una mera «crítica», porque ella cierra lo que la Crítica de la razón pura dejaba abierto por arriba y por abajo: por arriba, lleva a buen término esa tensión hacia lo incondicionado pujan­ te en el uso especulativo de la razón, que producía los «espejismos»: Alma, Mundo, Dios, como absolutas «cosas en sí». ¡Pero todo espejismo remite, aunque sea de manera defor­ mante, a una realidad que responde a esa apariencia! Ahora sabemos a dónde tendía aquel uso. Por consiguiente, no libertas ad (ad Deum, por ejem plo)184, sino ratio theoreti■ Si pudiera -que nu puede- entrar la libertad dentro de las categorías del entendimiento, a ella le corres­ pondería la «cualidad» primera: la Realitat o afirmación de sí, positividad. Es evidente que no puede entrar del todo bajo ese rótulo, por exceso y por defecto a la vez. Por exceso, porque esa Realitat no tolera a su lado nin­ guna «negación» (la segunda categoría de cualidad), por la cual sufriera menoscabo o «limitación» (la terce­ ra categoría). Pero la libertad es ilimitada, o no es en absoluto. Por defecto, porque debe existir, pero no puede existir (en el sentido de cosa realmente efectiva: wirkluh). Sólo «existe» vicariamente al dar lustre y brillo moral a las acciones humanas, y en ellas. A esta imposibilidad fáctica de cumplir el deber sólo por deber en absoluto (y no meramente en conformidad con él) se «enganchará» Fichte, para desarrollar toda su filosofía. Orig.: offenbart sich. Kant utiliza aquí un término de sabor religioso, y aun escatológico (del que des­ pués hará amplio uso Schelling). Sich offenbaren significa: «revelarse». Offcnbarung es «Revelación». Y Offenbarung es el título alemán del Apocalipsis de San Juan. “ A un kantiano le tiene que repugnar profundamente la famosa y cínica frase de Lenin: «Libertad, ¿para qué?». ¡Pero es el faaum de la libertad lo que ocasiona toda pregunta, sin estar sometido a ninguna!

ca ad libertatem (si queremos decirlo en latín, que es más solemne). Y cierra por abajo aquello que la primera Crítica (y con «razón») no podía sino aceptar pasivamente, como un factum: el hecho de la «multiplicidad» sensible, de los «materiales» de construcción del mundo. Ahora, el factum'10 de la libertad subordina a sí el factum, la facticidad del mundo sensible. Ahora sabemos por qué somos «receptivos» a las intuiciones empíricas. Sentimos para sabernos superiores a lo sentido. Pero sin lo sentido, no habría libertad ¡No hay subyugación sin súbditos a los que mandar, aunque hay que cuidarse mucho de que éstos se rebelen y trastornen la ordenación! Y también a la inversa: es necesario cui­ dar, y aun fomentar y propiciar, las sensaciones (de ello se encargan las ciencias, las téc­ nicas y el refinamiento cultural), para tener la satisfacción de estar por encima de ellas, sin poder empero prescindir de ellas.186 Y ello explica (dejando al lado «razones» psicológicas del hombre Kant) una de las frases más brutales que se hayan escrito en filosofía. Con ella, Kant va mucho más allá de Job (que, en su miseria, reconoce al fin que Quien manda en él no es él mismo), de Platón (el cual, aunque por boca de Sócrates diga que la filosofía es una praeparatio mortis, prohíbe el suicidio porque somos posesión de los dioses187) y de los estoicos (que admitían el suicidio para probar que la dignidad es más alta que la vida). También Kant prohíbe el suicidio; pero, sin tener en cuenta lo que hemos dicho anteriormente, sus razones parecerían ciertamente alambicadas y escandalosas: «Los hombres conservan su vida, ciertamente, como es debido, pero no par deber. En cambio, cuando las contrariedades y una aflicción desesperada han quitado por entero el gusto a la vida; cuando ese des­ dichado, fuerte de ánimo y más despechado de su destino que amilanado o hundido, desea la muerte y mantiene sin embargo su vida, sin amarla, y ello no por inclinación ni por temor, sino por deber, entonces es cuando tiene su máxima un genuino conteni­ do (Cehalt) moral.» (GM ; Ak. IV, 398). En un pasaje paralelo de la segunda Crítica se *•

"" En puridad, Kant dice que es la ley mural el único factum de la razón práctica. Lo que inmediatamen­ te pensamos en nuestra conciencia es la obligatoriedad del deber, cuyo «contenido» (un contenido que es pura «forma»: lo que debe poder acompañar y dotar de sentido a todas mis acciones) es la libertad. A Kant no se le escapa que de este modo se está moviendo en círculo: nos sabemos libres por la ley; y ésta es a su vez una con­ secuencia de la libertad. ¡Es evidente: se trata de la autonomía de la voluntad, o sea: la libertad se da a sí misma la ley, la cual nos recuerda que ya de siempre (¡carácter inteligible!) somos libres. La solución kantiana es sutil: • la libertad es ciertamente la ratio cssendi de la ley moral, mientras la ley moral es nuio cognoscendi de la liber­ tad. Si no fuera claramente pensada antes en nuestra tazón la ley moral, nunca estaríamos justificados para admitir que hay algo así como la libertad (aun cuando ésta no sea contradictoria). Pero sin libertad, nunca Miañamos en nosotras la ley moral.» (KpV; Ak. V, 4,n.). El paréntesis nos pone por demás en la pista de que el juicio: «La ley es la razón por la que se conoce la libertad» no es analítico (accesible al mero pensamiento, con tal de que no se contradiga), sino sintético a priori. La libertad no se deduce de la ley; al contrario, sólo ella otorga a este «pensamiento» fuerza de ley. También el correspondiente juicio «inverso» es sintético a priori: a la existencia de la libertad (un «ser», aunque vicario: existe sólo en nuestras acciones) se «añade» la concien­ cia del deber (un pensamiento).- En rodo caso, la expresión factum no es muy afortunada. Con ella, Kant alude al «hecho» de que la ley nos «impone» ser libres (nos impone que seamos nosotros mismos: sujetos de la ley; pero no sujetos a nada mundano): en la libertad, es inútil buscar el origen del Origen. Pero factum (lo •hecho») conlleva la tentación de preguntar por su Hacedor (y de algún modo es así, aunque se trate de una causalidad algo enrevesada: la libertad -la cual hace que toda acción lo sea «de verdad», y no mero mfluxus physicus- es circularmente lo positivamente «hecho» en cada acción. Ese hecho se «hace a sí mismo» sólo a tra­ vés de la voluntad de seres racionales). Fichte, con más riño, mentará ese «círculo» con su noción clave: TMMidlung, «acción de hecho». Perversamente, alguien podría opinar que esto constituye algo así como el «ideal de Séneca»: ser rico y vivir en medio del lujo para poder permitirse el lujo (superior) de despreciarlo y hacerle ascos. También Kant viene a pedir a los jóvenes, en la Antropología, que acomiden -un tanto morbosamente—tentaciones relativas al placer, para darse el gusto de posponer su satisfacción... hasta que la edad impida justamente esa satisfac­ ción (como vivir en vilo, vaya). Cf. Ak. Vil, 237. 1,1 Ver, respect., Fedón 64a y 62b.

■ ■ •

afirma que ese «mantenerse vivo sin desear estarlo» es: «el efecto de un respeto por algo completamente distinto a la vida, en comparación y contraposición con lo cual ella, la vida, con todas sus ventajas, no tiene en absoluto valor alguno. Él sigue viviendo aún sólo por deber, no porque le encuentre el menor gusto a la vida.» (KpV; Ak. V, 88). Mal entenderíamos a Kant si dedujésemos de estos pasajes que para él la vida no vale nada (seguir viviendo por deber, sin el menor gusto por la vida, tiene según él valor moral; pero éste es un caso extremo, no el único valor m oral)1™. N i tan siquiera cabe colegir de ahí desprecio hacia el mundo sensible (Kant llama “patológico” a lo sensible sólo cuando, por una regla de vida voluntariamente elegida, se pone a aquél como impul­ so motor de la moral); y menos, que lo sensible sea el origen del mal. Muy al contrario: en La religión, dentro de los limites de la mera razón (Reí. ; 1793) es la «disposición para la animalidad del hombre, en cuanto ser viviente» (Ak. VI, 26) el primer elemento de deter­ minación de éste hacia el bien (junto con la disposición para la humanidad y para la per­ sonalidad) ; y aunque en los instintos a ella correspondientes (conservación, reproduc­ ción y sociabilidad) «pueden injertarse vicios de todo tipo», éstos - añade Kant al punto«no han surgido empero de suyo de aquella disposición, en cuanto raíz» (ibid.). Más aún: ¿por qué habría de ser un deber la conservación de la vida (incluso bajo circuns­ tancias en las que un estoico encontraría razón sobrada para suicidarse), sino porque aquélla es la conditio sine qua non del ejercicio del bien? Lo único condenable sería la inversión del orden, o sea: obrar «bien» externamente (tan sólo como es «de ley») a fin de conservar y acrecentar las fuerzas de la vida, en lugar de vivere ad bene esse (obrando escrupulosamente y, en la medida de lo posible, por deber). ¿No exige Kant demasiado del hombre? Si, como él reconoce, el ser humano está hecho de una madera torcida, ¿qué cabe esperar de él? ¿Y cómo moverlo efectivamente hacia el bien? ¿Por el solo respeto a la ley? El propio Kant reconoce que la conciencia en cada uno de nosotros de la ley moral es condición de posibilidad del bien, pero que el hombre necesita, a modo de «andaderas», de ejemplos o postulados -acordes con el res­ peto, y derivados de éste- cuya realidad objetiva lo mueva, en el mundo empírico, a obrar como un ser racional y, por ende, superior a todo lo sensible. Es evidente que Kant está buscando aquí un correlato del esquematismo teorético: algo que permita la «pues­ ta en obra» de la voz de la conciencia. Pero aquí no puede tratarse de verdaderos «esque­ mas» (¡en lo moral no hay sensibilidad pura, a priori!) m, sino a lo sumo de símbolos que, por analogía, impulsen y propicien la acción del mundo inteligible en el sensible, o bien de postulados que orienten y encaucen esa acción. Kant admitirá, respectivamente, dos símbolos y dos postulados. El primer símbolo ha de ser el de Alguien que, siendo enteramente hombre, sea capaz de sacrificar la propia vida, pero no en nombre de su individualidad (¡tal sería el caso

"" En la Mctaphysik derSiucn (= MS; 1797) se hace depender la prohibición del suicidio de una de las for­ mulaciones del imperativo categórico: la de considerar a todo hombre (incluyéndose por ende a uno mismo) como fin en sf, y no como medio: «disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier fin supone des­ virtuar la humanidad en su propia persona (homo noumenon), a la cual, sin embargo, fue encomendada la con­ servación del hombre (homo phaenomcrum) .» (Ak. VI, 423). ln> El respeto, en cuanto sentimiento, podría entenderse como Mittdbegriff o noción intermedia. Pero adviértase que sólo los efectos de aquél se dan en el mundo (el sujeto llega a sentir dolor -humillación- en su propia «carne»), mientras que origen y mera del respeto es algo purísimo (la ley moral). Dada la proximidad entre KrV-B (1787) y KpV (1788), quizá no esté de más insinuar que el cambio de función de la «imagina­ ción» entre las dos eds. de KrV puede deberse a la necesidad de establecer un ciato paralelismo entre lo teóri­ co y lo práctico. En A (1781), la imaginación era la presunta «raíz común» de sensibilidad y entendimiento; en B (1787), en cambio, mera acción de éste sobre aquélla. ¡Mutatis mucandís, como el respeto por la ley!

del orgulloso estoico, con su «amor propio»!) sino en virtud de su personalidad1''0. El ejemplo de Cristo y su amor por los hombres es ofrecido en el importante opúsculo El final de todas las cosas. El segundo símbolo o tipo se encuadra justamente en una «típica del Juicio puro práctico» (KpV; Ak. V, 67s). Es evidente que toda acción (y, por ende, la moral) ha de ser «posible para nosotros en la sensibilidad». Pues, como dice el refrán castellano: «de buenos deseos está empedrado el infierno». O como señaló también Ovidio y luego se convirtió en lugar común en la tradición cristiana: video meliora, proboque; deteriora sequor. No basta con aprobar mentalmente el bien; hay que «hacerlo», si queremos ser responsables de nuestros actos. Y para ello es necesario que la Naturaleza «permita» por así decir esta intervención superior, sin que en modo alguno se alteren su curso y sus leyes (¡no valen milagros en la moral pura!). Com o ya se ha apuntado, aquí no disponemos de esquema alguno para la aplicación de la ley in concreto; ésta manda incondicionalmente. Pero, ¿y si probásemos a tomar la ley misma como si fuese una ley de la naturaleza, es decir, como algo universal y necesario, pero sólo según la forma misma de la legalidad? En este caso la naturaleza sensible sería vista como un tipo (lite­ ralmente: una marca o impronta) de la naturaleza suprasensible (justamente, el prototi­ po de aquélla), lo cual nos serviría de regla”" para juicios en concreto, a saben «Pregúntate si la acción que te propones, en caso de que debiera acontecer según una ley de la natu­ raleza -naturaleza de la cual tú mismo serías parte-, podría ser considerada por ti como posible por tu voluntad.» (V, 69). ¡Por fin tenemos un baremo de enjuiciamiento de una acción! Al guiarme por una máxima, me pregunto: ¿podría ser tenida por los demás como si ésta correspondiera a una ley? Si todos mintiéramos, matásemos, robásemos, etc. ¿podrían generalizarse esas acciones sin contradicción, es decir, sin que esa «natu­ raleza» no quedara eo ipso destruida en su raíz? Es obvio que así sería imposible la vida, y no sólo la individual.192Luego —al menos negativamente, y sólo por sus consecuencias mundanas- podemos juzgar si una determinada acción sería o no conforme al deber, si éste pudiera ser enunciado como propio de una ley natural; o sea, si se tuviera en cuen­ ta tan sólo su pura forma de ley.1,3 La típica no puede garantizamos empero que la acción misma sea por deber: ello depende de la intención moral o Gesinnung (de la voz de la conciencia, diríamos). '* O sea, como «representante» y encarnación singular d» la Humanidad toda, horizontalmente; y como personificación de la Ley, verticalmente; recuérdese: «no se haga mi voluntad, sino la tuya»; y recuérdese tam­ bién que el cruce de lo vertical y lo horizontal forma una Cruz. m No de ley, porque su fundamento es meramente subjetivo. Se trata de un supuesto («como si») para la realización de acciones como debe ser en un mundo que se limita a ser. I,; Adviértase que, de este modo, se «limpia» de nuevo a la naturaleza de toda culpa en el ámbito moral. Pues es imposible e impensable que ni siquiera el orden mecánico de la misma pudiera admitir acciones que destruirían internamente dicho orden. A /ortiori, se sigue de aquí (aunque fueran Franz von Baader y Schelling los que sacaran las consecuencias extremas de esta doctrina) que la acción moral (buena o mala) favorece o, al contrario, trastorna la naturaleza misma. No sólo somos responsables ante la Ley; también lo somos ante los otros hombres y -aunque Kant no toma esto en consideración- ante todo lo ente, en general (baste pensar al respecto en los desastres ecológicos actuales).- De paso, Kant apunta aquí a una secreta «connivencia» entre las dos «naturalezas» (la «razón» subjetiva de detenninación de nuestras acciones, por un lado, y el «funda­ mento» objetivo de determinación de los fenómenos, por otro), que pennitirá la aparición de las técnicas, la cultura y la historia. La libertad añade valor, da lustre a la necesidad relativa, mundana y mecánica. No la sub­ vierte, al menos en sus leyes y en sus productos, qua naturales (una ametralladora o un hospital han sido fabri­ cados de acuerdo a leyes y materiales bien naturales, aunque su finalidad y la peculiar composición de éstos de conformidad con aquéllas no sea nada natural). ' Desde luego, la ley moral es superior a la natural, pues que es incondicionada; pero la forma de ambas es la misma: desde este respecto, son analógicamente comparables (y lo que vale para el tipo, más bajo, ha de valer con mayor razón para el prototipo). Es notable, de nuevo, el paralelismo entre las dos Críticos (al fin, se trata de una sola y misma Razón); aquí, entre el método apológico (por reducción al absurdo), seguido en la filoso­ fía teorética, y la típica de la razón práctica.

11.4.6 - El c o n tro v e rtid o re to rn o del alm a y de D io s.

Y bien, sabemos ya por qué debemos obrar (por deber), cuál ha de ser, para la volun­ tad pura, el fundamento de su determinación (la ley moral), cuál el resorte motor de nuestras acciones (el respeto hacia aquella ley), y qué baremo emplear -al menos, nega­ tiva y apagógicamente- en orden al enjuiciamiento in concreto de nuestros actos. Pero, ¿cuál ha de ser el Objeto de nuestra voluntad, en general, o sea en cuanto absolutamente determinada por la razón práctica? Dado que ésta exige aquí sin más aquello a lo que, en su uso especulativo, sólo podía tender -sin alcanzar jamás a conocerlo en el ámbito teó­ rico-, es decir: puesto que exige lo Incondicionado (si la voluntad ha de ser verdadera­ mente autónoma), se sigue de ahí necesariamente que el Objeto de esa buena voluntad sólo puede ser el Bien Supremo, y no este o aquel bien determinado (que, por ende, estaría al menos parcialmente condicionado por algo externo a la ley). Pero, ¿cuál puede ser ese Sum o Bien? A l respecto, distingue Kant (cf. KpV; Ak. V 110) dos sentidos en el concepto de lo supremo: a) lo más elevado, es decir, aquello que es origen de todo lo demás sin estar sometido por su parte a condición alguna (lo originarium, pues); en este caso, sólo la virtud puede ser la suma condición incondicionada; b) lo completo y acabado (consummatum et perfectissimum). Y en esta completud, dice ahora Kant un tanto sorprendentemente1* , debe entrar igualmente ¡a felicidad.195 Es claro que ésta debe venir subordinada a la virtud, y que las acciones deben cumplirse sólo en base a la dignidad que a la persona procuran; ¡pero la virtud ha de tener como consecuencia el logro de la felicidad, si es cierto que la razón es única, o sea, si la razón que legisla mediatamente (a través del entendimiento) sobre la naturaleza es una y la misma que la razón práctica! De lo contrario, tendríamos dos «mundos» separados e independientes entre sí, y nuestras acciones «rebotarían» por así decir sobre la dura piel

En 1785, la posición de Kant respecto a la felicidad era mucho más inflexible, casi como si razón y feli­ cidad formaran una disyunción exclusiva: «De hecho -dice- encontramos también que cuanto más se dirija intencionadamente una razón cultivada al disfrute de la vida y a la felicidad, tanto más se encuentra el hom­ bre separado del verdadero contento.» (GM; Ak. IV, 395). Si la naturaleza tuviera como fin nuestra felicidad -arguye Kant-, entonces nos habría otorgado un instinto para conseguir ésta, como a los animales. Por el con­ trario, la felicidad es algo tan inconstante y difícil de obtener que quienes mejor razonan corren el riesgo de caer en la misologta y de envidiar en cambio a los hombres más cercanos a los brutos. Es más, «valoran por debajo de cero» (IV, 396) a la razón, en vista de las ventajas de su uso en orden a la felicidad. La idea de feli­ cidad es la fuente de todas las inclinaciones y, por ende, de todo lo patológico en moral. Y aunque Kant reco­ noce: «Asegurar la felicidad es un deber, por lo menos de forma indirecta» (IV, 399), ya que sin tener siquie­ ra la perspectiva de alguna satisfacción difícilmente podríamos evitar la transgresión de nuestras obligaciones, denuncia con todo a la felicidad como algo tan fluctuante y variopinto «que bajo el nombre de felicidad no puede hacerse el hombre ningún concepto determinado y seguro de la suma de la satisfacción de todas las inclinaciones.» (ibid.) . ¡Y sin embargo, tres años después se hace entrar -aun subordinadamente- a esa borro­ sa e insegura «suma de inclinaciones» en el concepto del Bien Supremo! Cabe abrigar la sospecha de que Kant sostiene ahora esa posibilidad de conjunción no por «piedad» para con los hombres normales (personalizados en el criado Lampe, como decía burlonamente Heine), sino por necesitar de esa «integración» o conciliación de dignidad y felicidad para asegurar a Dios (en cuanto garante fontanal de esa conciliación) un puesto en el sistema, y también para «reunir» en la cumbre lo antes separado: naturaleza y libertad. Pues aunque conceda­ mos que: «La majestad del deber nada tiene que ver con el goce de la vida» (KpV; Ak. V, 89), si el cumpli­ miento del deber no suscitara satisfacción alguna (siquiera como consecuencia) y, en cambio, acarreara sola­ mente dolor (como a veces insinúa Kant, al hablar del respeto), es obvio no sólo que nadie seguiría su deber, sino también y sohre todo que habría de reconocerse en ello el interno desgarramiento -y más, la locura- de la facultad apetitiva y de la volunrad, la cual pugnaría por realizar en el mundo algo que, no sólo no es de este mundo, sino que resulta exclusivamente humillante y doloroso desde la perspectiva mundana (y sin que se ofrezca por demás «otro mundo», como compensación). m Al respecto, Kant define la felicidad como: «El estado de un ser racional en el muAdo, al cual -considerada su existencia entera- todo le va según deseo y voluntad, y descansa pues en la concordancia de la naturaleza con el fin íntegm de ral ser, y a la vez con el fundamento esencial de determinación de su voluntad.» (KpV; Ak. V, 124).

I I A

de una naturaleza cuyas leyes nada tendrían que ver con la ley moral (de manera que la unicidad de la razón garantiza la nuestra como individuos, y también la del mundo). Kant admite como un hecho incontrovertible que todos los hombres tienden a ser feli­ ces; pero exige la subordinación de esa tendencia a la virtud. Es claro, según esto, que virtud y felicidad deben formar al cabo un Todo, y que sólo éste podría ser el Bien Supremo consumado y perfecto. Es seguro que el lector avezado ya sospecha hacia dónde le está conduciendo ahora Kant (a saber: a la necesidad de admitir en el ámbito práctico la realidad objetiva de aquello cuya cognoscibilidad se rechazaba en el teórico: el alm a-aqu í interesará tan sólo uno de sus atributos: inmortalidad-, el mundo -igualmente, sólo interesa aquí la liber­ tad, cuyo concepto aparece en la Tercera A ntinom ia- y Dios). Pero no por ello dejará de admirar la sutileza y consecuencia de su argumentación. Es necesario, dice Kant, conjuntar virtud y felicidad. Pero cada una obedece a leyes distintas (que la naturaleza se pliegue a mi voluntad implica la co-incidencia de ambas en un mismo plano, pues aquí no valen los milagros). El virtuoso tiene derecho a esperar que sus obras se vean «acompañadas» por la felicidad, pero no a deducir ésta necesariamente (analíticamen­ te) de la virtud.w6 De modo que la conjunción de las dos determinaciones que forman el concepto de1 Bien tendrá que ser por fuerza sintética (cf. KpV; Ak. V, 111) y, desde luego, a priori (pues aquí nos estamos refiriendo al Objeto íntegro de nuestra voluntad, no a bienes sueltos). Por analogía con el ámbito teórico, ese enlace sintético ha de ser causal (a saber: de la misma manera que la causa produce un efecto distinto de ella, así también produce felicidad la virtud). Pero, ¿cómo podríamos realizar ese Supremo Bien en su integridad, si nuestra exis­ tencia fuera tan efímera como parece -si es que a la muerte se la puede despachar como mera «apariencia»-? ¿Y cómo podríamos garantizar nosotros, ciudadanos de dos mun­ dos, la conciliación y hasta unificación de ambos en un solo sustrato? La primera Crítica ya probó que esas preguntas carecían de respuesta, en el ámbito especulativo, pues allí -por una falacia y subrepción lógica- se apareaban una necesidad puramente subjetiva (el deseo de fundamentación última, incondicionada) y la creencia en “cosas en sí”, para crear los tres engendros de la Metafísica. Pero ahora, como diría el Tenorio: “los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”. Vuelven esas Ideas (viradas hacia lo ético), pero ya no como hipóstasis ontológicas, sino como meros «postulados de la razón práctica»; «El postulado es un imperativo práctico dado a priori, no susceptible de defi­ nición respecto a su posibilidad (y por tanto, tampoco de prueba alguna). Por tanto, no se postulan cosas, ni en general la existencia de ningún objeto, sino sólo una máxima (o regla) de acción del sujeto.» (Verkündigung, 1796; Ak. VIII, 418, n.). A quí se explica Kant con toda la claridad deseable. Pero en la segunda Crítica misma1” , el lenguaje eia suficientemente ambiguo (se habla de la “existencia” del alma, y de Dios) como para que la clase sacerdotal y, en general los píos, biempensantes y poderosos (cuyos conceptos, también por entonces, solían tener la misma extensión o referentes) comenzaran a mirar con mejores ojos la filosofía kantiana, y a establecer pro­ vechosas mezcolanzas con el wolffismo y con la ortodoxia religiosa (tanto católica como *14

'* No hace falta hablar de lo descabellado que para Kant sería postular la inversa: que de la felicidad se derive la virtud. Aparte de que nadie sepa muy a derechas qué sea in concreta la felicidad {ver nota 194), si todas las inclinaciones estuvieran satisfechas ¿qué sentido tendría el deber, si éste consiste justamente en some­ ter las inclinaciones a la ley moral, en lugar de seguir a aquéllas? (cf. KpV; Ak. V, 65). 141 Frente a cuya influencia avasalladora, la de ese poco conocido opúsculo, ocho años posterior, vale desde luego «menos que cero»; y encima la capital aclaración viene ¡en una nota!

protestante). A l fin, razonaba la capa «ilustrada» del clero: si por mor de la completud y perfección de la acción ética y de su objeto: el Bien, hay que admitir esos «postula­ dos» (con la muy ventajosa circunstancia, además, de que Kant no dedicara ninguna atención a la libertad en cuanto «postulado»)19", ¿por qué limitarse a esos dos? ¿Por qué no reintroducir toda la doctrina tradicional religiosa en la ética (y, a su través, en la enseñanza y en la cultura), con la simple añadidura de que se trata «tan sólo» de «pos­ tulados»? Tal fue la «hazaña», por ejemplo, de un G.Chr. Storr (Profesor de Dogmática en el Convictorio de Tubinga, cuyas clases debieron sufrir Hólderlin, Hegel y Schelling), plasmada en sus influyentes (y pronto imitadas) Annotationes quaedam theologicae ad philosophicam Katuii de religione doctrinam (Tubinga, 1793). La verdad es que, dejando todo prejuicio ideológico aparte, la doctrina de los pos­ tulados es poco convincente, y el propio Kant tendería a sustituir ulteriormente (por ejemplo, en El conflicto de las Facultades) el primer postulado: la inmortalidad del alma199, por la idea, lógicamente más plausible, de una Historia convergentemente Universal y de ilimitada perfectibilidad -o en sus términos: la idea del progreso del género humano (no ya de cada individuo) hacia lo mejor-™. La idea de un progreso colectivo indefinido cumple en efecto perfectamente todas las exigencias del postulado de la «inmortalidad», a saber: la progresiva y asintótica adecuación en el tiempo de la disposición de ánimo con la ley moral (cf. KpV; Ak. V, 122), sin tener que pasar por el escamoteo del «hecho» de la muerte. Pues si la ley sólo es operativa, y forma la personalidad, a través del puro respeto hacia ella, y ese respeto -el único resorte o motivo eficaz de la acción moral, recuérdese- sólo se experimenta como humillación de la «carne», entonces nada de esto tiene el menor sentido una vez el cuerpo muerto (por acomodarnos a la distinción vul1X1La verdad es que la libertad na puede ser un mero postulado. ¡Cómo va a serlo la «piedra angular» de toda la filosofía kantiana, la rano essendi de la mismísima ley moral! En el apdo. VI del cap 2* de la Dialéctica de KpV, Kant se limita a enumerar inmortalidad, libertad y existencia de Dios como postulados de la razón «en general» (KpV; Ak. V, 132); es evidente, como ingenuamente reconoce implícitamente Kant al punto, al rela­ cionar los postulados con las Ideas de la razón, que la libertad está aquí por una necesidad meramente «arqui­ tectónica», para que todo «cuadre». Y la explicación de que la «libertad» de aquí corresponde al concepto «que sumía a la razón especulativa en la antinomia» (V, 133) es tan alambicada y retorcida que apenas se sos­ tiene. Las antinomias trataban del mundo; sólo la tercera hablaba de la «libertad», pero en relación con la causalidad y con las series en el tiempo, o sea: hablaba de la «libertad trascendental», no de la «libertad meta­ física». El ansia kantiana de simetrías, correspondencias y analogías es a veces bastante artificiosa, en este y en otros muchos textos (también en KpV, p.e., debe haber una «Antinómica», que en absoluto lo es, pues la pregunta de si la felicidad mueve a la virtud o es ésta la que pmduce aquélla es obviamente retórica, en Kant). En fin, Kant no trata desde luego para nada de ese postulado, y sí en cambio -y con anterioridad: en los apdos. IV y V - de la inmortalidad y de Dios. O al menos, por insistir tanto en el lado «mundano» que el «suprasensible» quedaba casi por entero difuminado.—Indirecta y tácitamente, el argumento más fuerte contra el postulado de la inmortalidad del alma (dejando aparte el hecho de que Kant no es un «dualista» á la Descartes; en su doctrina no hay sitio para dos •cosas» separadas: el alma y el cuerpo) está ya en Das Ende aller Dirige (1794): pensar y reflexionar -se dice allí- es algo que se da en el tiempo; el punto final del mundo implicaría pues que todo quedase como petrifi­ cado, de manera que toda acción ulterior -para bien o para mal- sería imposible (basta con aplicar esta idea a la suerte de cada individuo para hacer ver la inanidad del postulado); además, el propio Kant reconoce que «una variación progresiva infinita (en el tiempo), en constante progreso hacia el fin final», en nada cambia­ ría las cosas, porque (en tácita alusión a la controvertida doctrina del carácter inteligible): «la intención (Gesmnung) (que no es, como ese progreso, algo fenoménico, sino suprasensible, y por tanto invariable en el tiempo) per­ siste y es permanentemente la misma.» (VIII, 334). Es más, ese único «postulado» ético-político parece sustituir con ventaja, no sólo al de la inmortali­ dad individual, sino también al de la existencia de Dios como garante de la conciliación de la felicidad y la virtud. Así, ya en 1798, la hipótesis «Dios» es sustituida -en este respecto, no en general- por la de Humanttai (en el sentido herderiano de « iihkIo de ser» del hombre, no del conjunto empírico de los hombres): «El modo de pensar la unificación del bienestar (Wohllcbens) con la virtud en el trato mutuo es la humanidad.» (Andir., Vil, 277). La idea del progreso a lo mejor está explícitamente señalada también en esa obra (cf. Vil, 328s). • •
Se queda siempre en las generalidades, sin aportar ni un ejemplo, pero, y eso sí que es peor, tampoco podría

«n o

IV.2.1 - En el principio era de hecho la acción. Y bien, tampoco ahora es muy seguro lo que «comenzamos a conocer» de Fichte, entregada su aA r obra como está a un nuevo conflicto, esta vez más ypacífico: el «conflicto de las interpretaciones».” 7 lEn todo caso, entre las más modernas parece rei­ nar al menos un acuerdo común: Fichte no aban­ donó jamás el punto de vista de la «filosofía tras­ cendental», de manera que habría tenido razón en sus protestas de que él no hacía sino entresa­ car los principios que Kant había dejado ocultos, atento éste como estaba a la mera exposición de los resultados.” " Ahora bien, si Kant es el «palimpsesto» de la filosofía fichteana, Reinhold, «Enesidemo» y Maimón constituyen por así decir la «escritura» o veladura que es necesario raspar para llegar a la doctrina original. N o sin agrade­ cer empero a aquéllos -siguiendo tácitamente el consejo kantiano de que sólo se entiende a un clá­ sico si se muestra hoy hacia dónde mirar- su con­ tribución al exacto entendimiento de la cosa misma del pensar. Así, Reinhold tendría razón en Manuscrito de la Crítica de toda postular un primer principio soberano: pero éste revelación de Fichte con dedicatoria no podía encontrarse sin contradicción en un a Kant. «hecho de conciencia», el cual, en cuanto «hecho» (Tac) , exige ser fundamentado, con lo cual -y aquí entra «Enesidemo»—se cae en el siguiente dilema: si el «hecho»-principio es demostrable a partir de premisas (por ejemplo, ha de estar sujeto a las leyes lógicas), entonces queda en efecto explicado, pero ya no es eo ipso «primer» principio. Y si no es susceptible de prueba, entonces podrá ser quizá «primero», pero nunca será un saber (tal era la posición de Jacobi). Pues bien, Fichte parte de un tajo este «nudo gordiano», afirmando” 9 que, antes de todo hecho, antes incluso de la lógica formal (la cual no deja de ser una abstracción, y por ende algo derivado), ha de pensarse en la necesaria identidad del agente y del hecho. Fichte llama a esa identidad Tathandlung; literalmente, «acción de hecho»400. Ahora

darlo, poique aquello que correspondería a sus conceptos generales no existe.» (Ak. XIII, 482). Si hay una imagen que, según la opinión -ilustrada- común, corresponda al «idealista que lo saca todo de su cabeza», ésa es la de Fichte. Y Kant hizo todo lo posible por contribuir a esa imagen. De entre ellas, es justo destacar a R. Lauth, Die idee der Transzendentalphilosophie. Munich/Salzburgo 1965; L. Pareyson, con su capital: Fichte. II sistema delialibená. Milán 19762, y A. Philonenko, La liberté humaine dans la philosophie de Fichú. París 19802. Philonenko, en especial, ha desarrollado una heterodoxa -y atrac­ tiva- interpretación fmitista de Fichte, según la cual el «Yo» del primer principio del Basamento corresponde­ ría a una intencionada «Dialéctica de la ilusión» por parte del sibilino filósofo. Sigue a Philonenko su discípulo Luc Ferry, en su Filosofía política. El sistema de las filosofías de la historia. México 1991, esp. pp. 143-162. “ Erste Einleitung (W. I, 420): «De siempre he dicho, y lo repito aquí, que mi sistema no es otro que el kantiano. Es decir: contiene la misma manera de ver el asunto, pero en su proceder es absolutamente inde­ pendiente de la exposición kantiana.» m Ya en noviembre de 1793, en el esbozo Meditaciones personales sobre la filosofía elemental [de Reinhold]; ahora publicado en G.A . 11,3; 71-177. *“ El neologismo presenta algunas dificultades de traducción: Handiung («acción») tiene de común una connotación moral (o práctica, sensu lato: el verbo handeln significa normalmente «comerciar»; y vulgarmen-

209

bien, esa acción a la que se remonta el hecho no puede ser, por definición, pensada ni concebida. Y sin embargo, tampoco es una mera creencia. Para resolver el problema, acude Fichte a una extraordinaria identificación de la unidad sintética de la apercepción y del imperativo categórico401: en ambos casos, en efecto, tenemos un foco originario y autónomo (el uno da sentido a todo pensar: a toda proposición, como sabemos; el otro, hace de toda praxis una retroducción a lo idéntico; luego «Yo pienso» y «Yo debo» remi­ ten a una misma acción originaria). Ahora bien, Kant había señalado que existe un «conocimiento» en el que se entrega «algo» directa e inmediatamente y hasta sugerido que en él, y sólo en él, coinciden la forma de toda representación (o sea: la acción de conocer) y la representación formal (o sea: lo conocido). Ese «conocim iento» era la intuición pura402, limitada como sabemos en Kant al conocimiento de lo sensible. Fichte está absolutamente de acuerdo con el maestro en que no existe una «intuición intelec­ tual», si por tal entendemos un acceso directo y extra-racional a las cosas en sí (la pars descruens de la filosofía fichteana consiste precisamente -y en ello es deudora de Maimonen la eliminación de la «cosa en sí»). Pero hay una intuición intelectual a la que convie­ ne exactamente ese nombre, a saber: la autointuición del «Yo» en su purísimo obrar. «Esta intuición intelectual es el único punto de vista10* de toda filosofía. Por él —y sólo de é l- cabe explicar todo lo que en la conciencia acontece. Y la autoconciencia es posi­ ble solamente de la manera indicada: yo no soy sino activo.» (W. I, 466). La intuición *Si

te, incluso: «regatear»). En su versión de la Grundlage, Juan Cruz utiliza: «autogénesis», que tiene la ventaja de ser un solo término y de que Fichte remitiera en 1804 para la comprensión de esa expresión al griego géne­ sis. Pero «autogénesis» da la impresión de aludir a una causa sui; no me parece irrelevante que Fichte hable sólo de génesis, si recordamos que, en Aristóteles: « ó ' 1) voic r¡ Xcypcvr) tac. yetóm e oSoc c a ris CK vov.» («pues la naturaleza, dicha en cuanto génesis, es camino a la naturaleza.»: Phys. 11,1; I93bl3). Mucruis mutandis: el «hecho» (el «yo» de cada uno de nosotros) debe ser retroducido a la «acción» (el «Yo») como siendo lo Mismo: pero todavía no lo es (ni «de hecho» lo será jamás), sino que está en camino hacia ello (al igual que la physis-génesis no es «de hecho» -aunque sí lo sea por principio- la pbysis—télos) . De lo contrario, la deducción habría de detenerse ya en el primer principio (que explicaremos en el texto más adelante): «Yo = Yo», y todo el resto del Basamento sobraría, o bien se convertiría esta obra en un gigantesco juicio analítico. Si se tratara de una verdadera «autogénesis», el autor habría debido decir Tat—Tat o Handlung-Handlung, aho­ rrándonos así mucho esfuerzo. La versión de J.L. Villacafias y M. Ramos (en su ed. de D.c.nova methodo): «acción originaria», es más acertada, pero también unilateral. Aquí se hace resaltar el lado práctico, pero no su inmediato resultado: el «hecho». La Tathandlung es una acción reflexiva en y por la cual se pro-duce el hecho de mi conciencia: casi como si un «hipercartesiano» dijera: Ego cogicat, ergo est. Pero, al tratarse de un postulado, ha de probarse, en una tarea asintótica de aproximación, la identidad final -«de hecho», inalcan­ zable- de acción y hecho. De aquí surge toda la filosofía de Fichte.- Por lo demás, es digno de nota que Ludwig Tieck vertiera en su traducción del Quijote el término castellano: «hazaña» por Thathartdlung, como nos recuer­ da Ortega en sus Meditaciones de El Escorial. Pero lo que requiere Fichte de nosotros no es que realicemos las «hazañas» de Don Quijote, sino que trabajosa y «sanchopancescamente» nos aproximemos a ese ideal. Las «hazañas» deben ser cumplidas por cada uno de nosotros como si fuésemos el «converso» Sancho Panza del final de la obra, que lamenta la «curación» de su señor y le pide que ambos vuelvan juntos al campo. Para comprender bien este punto, se aconseja al lector regrese al apartado 4(1." parte, 2.- sec.) dedica­ do a la ética kantiana. 1 Esta concepción, según la cual debe existir una identificación entre la acción de conocer y el hecho conocido, se remonta a los orígenes mismos de la filosofía, con Parménides: « r o yap a uro voeiv e o n u TC ¡cal etu at» (DK 28B3). La traducción es controvertida, y sería tentador -aunque seguramente ilícito— arrimar el ascua a la sardina de Fichte, y verter: «Pues en efecto, lo mismo hay para la acción de «intuir» (Handlung) y para el «ser» (Tai).» Cf. también Aristóteles, Meiaph. XII, 7; 1072b21: «Pues [el vove] se hace «intuible» { u o tjtk ) tocando e «intuyendo» (votáis), de modo que lo mismo es «el intuir» (isouc) y lo «intuible» (isoTjrois).» Y aunque parece claro que el griego piensa el vouc bajo la primacía de isorjrov (del «ser», si queremos), tampoco cabe duda de que la Tathandlung y la «intuición intelectual» fichteana son deudoras del problema originario de toda filosofía: la divina identidad entre isoxlisor/ot: y ro voprois. *■ Standpunct. Se trata de una probable alusión a Beck. El texto citado es de la Segunda introducción a D.c. (1797), y la obra beckiana (Der cinjig-mogtc/ic Standpunct...) de 1796.

210

intelectual no es pues sino -jugando con el castellano- la consciencia inmediata que la conciencia tiene de sí siempre que «pone» o «fundamenta» (da razón de) algo (entre otras cosas, del propio «yo» o sujeto empírico). N o una mera «posición» absoluta (así había definido Kant a la existencia) en la que, sin embargo, se olvide la acción de «poner» en beneficio de lo así «puesto» (dicho en términos clásicos: paramos mientes en lo «ente» pero no en el «ser»). A l contrario: «La intuición... es un ponerse a sí mismo al estar poniendo (un cierto [ser] objetivo, el cual puedo ser también yo mismo, en cuan­ to mero objeto), mas de ninguna manera, digamos, un mero poner. O dicho de otro modo: si podemos decir de cualquier cosa que ella es «ella misma», es porque tal «iden­ tidad» le viene de prestado; procede de la autoposición de la conciencia105. IV .2 .2 - La tarea de la filosofía es su propio problem a com o filosofía.

Recordemos que Kant había asignado a la filosofía la tarea de comprender cómo son posibles los juicios sintéticos a priori, o dicho más brevemente: cómo es posible que haya un conocimiento universal y necesario, si en la experiencia común no nos movemos sino entre fenómenos o representaciones contingentes. Pues bien, así es como «traduce» Fichte el problema: «¿cuál es el fundamento del sistema de las representaciones acom­ pañadas por el sentimiento de necesidad, y cuál este sentimiento mismo de necesidad? Responder a esta pregunta es la tarea de la filosofía; y a mi ver, para resolver esta tarea no hay otra filosofía que la Ciencia.» (Erste Einl. ; W. I, 454). Desgajemos de este impor­ tante texto tres puntos: l fi) a Fichte le interesa fundamentar el sistema de las represen­ taciones, no dar cuenta de la «causa» (sea empírica o trascendente) de las mismas: su idealismo no es material, sino justamente «crítico»; 2o) el punto de partida no es un conocimiento, sino un mero «sentim iento», del cual hay que dar retroductivamente razón; 3a) se trata de una «tarea» (o problema: A ufgabe significa ambas cosas); cuando ella sea resuelta, la filosofía se convertirá en Ciencia (Wissenschaft), esto es: no será ya sola­ mente un conjunto -por bien trabado que esté- de conocimientos, los cuales son siem­ pre intencionales, transitivos, mientras se olvida la acción por la cual se conoce; por el contrario, probará la perfecta implicación del conocer y lo conocido, lo cual no es ya conocer, sino saber (Wissen). Ahora bien, si las representaciones son de y para La concien­ cia (y no, per impossibile, en sí y para sí), entonces el resultado de ese absoluto saber será un saber de sí: un saberse la conciencia a sí misma. Adviértase que hemos empleado verbos en tiempo futuro: el paso de un «senti­ miento» a un «saberse» como siendo lo único que es en sí y para sí equivale al paso de la filosofía (como «ansia de saber») a la Ciencia (como «saber del saber»). Pero toda­ vía no hay Ciencia consumada. A lo sumo, puede enseñarse cómo cada uno debe con­ quistarla, desde su inalienable interioridad individual. Lo que Fichte nos ofrece es sola­ mente la Doctrina de la ciencia: una traducción idealista de la kantiana «crítica», que aún no es «sistema», sino su propedéutica, o transición -ella misma «científica»- a la Ciencia. Y Fichte elige como hilo conductor de esa transición la «acción de hecho», revelada en y como la «intuición intelectual». Porque se trata, en efecto, de una elección:* Versuch einer neuen Darstellung dar WL («Ensayo de nueva exposición de D.c.»)¡ W. 1,528. ■ La extraña «fidelidad» al kantismo guardada por Fichte queda en evidencia cuando comparamos estos pasajes con KrV A 443/B471: «Solamente la autoconciencia conlleva lo siguiente, a saber: que, puesto que el sujeto que piensa es a la vez su propio objeto, no puede dividirse a sí mismo... pues en vista de sí mismo es todo objeto unidad absoluta.» Fichte podría haber entendido el texto así: sólo en virtud de la autoconciencia (en la cual se da la identidad o unidad absoluta de sujeto y objeto) podemos ver luego ulteriormente a los objetos como siendo ellos mismos. Además, sobre la indivisibilidad del «sujeto pensante» (el «sí mismo» o Selbsi, no un «yo» cualquiera) elevará Fiebre los tres primeros principios de su Basamento. **

211

«Qué clase de filosofía se elija depende de qué clase de hombre se sea: pues un sistema filosófico no es un ajuar muerto, a rechazar o admitir según plazca, sino que está vivifi­ cado por el alma del hombre que lo posee.» (Em e Einl.; W. 1, 434). El fundamento que confiere necesidad a la experiencia no puede hallarse a su vez en la experiencia, sino «fuera» de ella (y a eso apuntaría, según Fichte, el a priori kantiano). Ahora bien, sólo hay dos fundamentos posibles: el «ser» o el «obrar». Por el primero se remite la causa de las representaciones a una cosa en sí, incognoscible, y por la que estaríamos absolu­ tamente determinados (pues que las representaciones son nuestras representaciones). Ese sistema conduce al dogmatismo y al fatalismo (con lo cual da astutamente Fichte la razón a Jacobi, pero sólo por lo que se refiere a la filosofía dogmática). Por el segundo, se deducen (o sea: se «ponen» o «fundamentan»: no se producen, ni menos se «crean»**6) las representaciones a partir de la actividad libre del-«Yo»,-de modo queresa determina­ ción (esa necesidad al pronto sentida) se torna autodeterminación y autonomía. Tal el sistema del idealismo. «Obrar no es ningún ser, y ser no es ningún obrar.» (Zweite Einl.; W. 1, 461; cf. también 1, 425s). Tertium non daturw7. IV.2.3 - La libre elección de la libertad.

Sin embargo, esta elección no es irracional (al contrario, sólo de un lado está la ratón.' la razón práctica, a cuyos intereses supremos ha de subordinarse toda teoría): la actividad reflexiva del hombre muestra desde luego su primacía (pero todavía no da prue­ bas de ello; de la «acción de hecho» se tiene intuición: algo inmediato, todavía no «pues­ to» o fundamentado). Ciertamente, eLdogmático piensa. Pero su pensar es derivado de un previo y ciego acatamiento. En cambio, en el pensar del hombre libre se reconoce

Repárese en que el idealismo trascendental fichteano reclama para sí (y con más consecuencia que en Kant, que en su «Refutación del idealismo» no daba razón de que una forma subjetiva de la intuición -el espa­ cio- fuera garante de la representación «externa» de los objetos) el verdadero realismo empírico. El sentimiento de necesidad (de «imposición») sufrido por el yo empírico se explica por la ley: «no hay nada delimitado sin algo que delimite; el [yo empírico] hace surgir para sí, a través de la intuición [en este caso, sensible; F.D.], una materia extensa, a la cual traspasa, mediante el pensar, lo meramente subjetivo del sentimiento como a su fun­ damento; y meramente por esta síntesis hace para sí un objeto.» (Zweite Einl. W. I, 490). El yo empírico deja así a sus espaldas el hecho de que ese «traspaso» a una materia se debe ai pensar, y se hace entonces la «ilu­ sión» de que, más allá de la intuición -y más allá de sí mismo, en cuanto empírico-, hay una «cosa» que es la causa de ambos. Pero el dato empírico mismo no es una ilusión, sino que puede ser bien fundamentado... en cuanto tal representación (¡no «fundada» su existencia en una Causa!). También la -materia extensa» está fundamentada en el «Yo» y «puesta» por él (o sea: puede deducirse de la necesidad de su actividad). La vulgar confusión entre «poner» y «deducir» (dar sentido) y «crear» (dar la existencia) es responsable de las críticas al supuesto idealismo absoluto y subjetivo de Fichte. Baste un ejemplo, tomado del manual de J. Hirschberger: «En Fichte el espíritu es como el Dios de la Biblia, que lo crea todo de la nada.» (Historia de la filosofía Barcelona 1964; II, 196). Y para «probar» tamaño «esplritualismo», aduce este pasaje del Sonnenklarer Bericht (lee. 2a): «Así pues, la teoría de la ciencia deduce a priori, sin atender para nada a la percepción, lo que ha de acaecer en la misma percepción, es decir, a posterior!.» (ibid., subr. mío). Adviértase que el «ser» del Fichte de Jena correponde a eso que Kant había llamado «imposición exter­ na»; la creencia en que se fundaba todo conocimiento «histórico», o sea: no conquistado por sí mismo. Muy otro será el «ser» del Fichte berlinés - Parece por lo demás que entre el «dogmatismo» y el «idealismo» (para Fichte, el verdadero «criticismo») inedia el «escepticismo». Y así es, de modo que Fichte llega a decir que su empresa cumplimenta la del kantismo: éste habría atendido sólo a las «pretensiones en conflicto de los distin­ tos sistemas dogmáticos», mientras que él, Fichte, se propone: «unificar el sistema dogmático yeL crítico en sus pretensiones en conflicto», a partir de las muy serias objeciones «del Enesidemo y de los excelentes escritos de Maimón.» (Ueberden Begnff...; W. 1,29). Enesidemo y Maimón son para Fichte los «despertadores del sueño -todavía- dogmático kantiano». Por definición, ningún escéptico aspira a levantar un sistema, sino a refutar las pretensiones sistemáticas de los demás: «Nadie fue todavía en serio un tal escéptico. Otra cusa es el escep­ ticismo crítico de Hume, de Maimón, de Enesidemo, que descubre Ta insuficiencia de los fundamentos anterio­ res, y justamente por ello apunta dónde encontrar otros más consistentes.» (Gnmdlage; W. 1 ,120, n.; subr. mío).

212

Página del Stammbuch de los estudiantes de Jena, con autógrafo de Fichte. 1796. Hemeroteca de la Biblioteca Universitaria de Jena.

una espontaneidad que no se contenta con ningún dato (naturalmente que lo acepta; pero de inmediato se pregunta por la razón de ese «hecho»: pues todo «dato» apunta a una donación de sentido; ¿para quién y para qué nos son dados los datos: para «atener­ nos» a ellos y estar a las resultas de lo que buenamente nos ocurra? De este modo, el futuro_se_boxra_yj;l nombre se «deja ir» por las circunstancias, como una piedra). Por eso, la piedra de toque de la Doctrina de ¡a ciencia es: «que el. concepto del ser no sea visto en absolute corrro un concepto primero y originario, sino meramente como derivado, y derivado mediante la oposición de la actividad; o sea, que sea considerado como un con­ cepto negativo. Lo primero positivo para el idealista es la libertad; el ser es para él mera negación de lo primero.» (O.c.; W. 1, 498s). Debe insistirse en que esa libertad: la «acción de hecho», al inicio se mtuye: es una consciencia inmediata del pensar, no un «pensar del pensar». Fichte no abandona nunca (ni siquiera en el período jenense) el plano de la conciencia finita, instalada en la ten­ sión hacia el saber del Absoluto, y no cómodamente ubicada en éste, para desde allí deducir la realidad: el «Yo» absolutamente libre no existe -e n el período de Jena—ni existirá jamás: es un ideal40* o «postulado» de la razón teórico-práctica. O bien, dada la primacía de la razón práctica, un «imperativo», que podría formularse así: obra como si todos tus actos pudieran ser absolutamente imputados a tu voluntad libre, sin inter­ vención alguna de las circunstancias. Me parece muy importante este caveat, ahora que vamos a examinar los «tres Principios» del Basamento de 1794, a fin de evitar los cons­ tantes malentendidos a que ellos han dado lugar4**. “ Es notorio que Kant, para hablar del Ideal de la razón, aduzca como ejemplo el «hombre interior» de los estoicos: -un hombre que existe sólo en el pensamiento, pero que corresponde plenamente a la idea de sabiduría» (KrV A 569/B 597). Ahí es donde, a mi ver, debe buscarse el origen del «Yo» absoluto fichteano, en cuanto «Alguien» que «representaría la idea de la humanidad perfecta.» (A 568/B 596). *" Para empezar, el propio Hegel malentendió pro domo el sentido de los Principios fichteanos, al creer que: -El Yo pone un mundo objetivo porque se conoce como deficiente en tanto se pone a sí mismo; con ello cae por tierra la ahsolutidad de la conciencia pura.» (Diferencia... Ed. de J.A . Rodríguez Tous. Madrid 1989, p. 48; G .VP. 4:43). No es el «Yo» del (postulado) inicio el que se reconoce como deficiente, sino cada uno de nosotros (el -yo. empírico), al compararse con aquél. Por eso necesitamos de la posición de «un mundo obje-

213

IV .2 .4 - La D o c trin a de la ciencia no co m ien za, sino que acaba p o r el P rin cipio.

El Bastimento de la entera Doctrina de la ciencia, de 1794/95, está dividido en tres partes: los «Principios», el «Basamento del saber teórico» y el «Basamento de la ciencia de lo práctico.»4'0 Esto parece de lo más lógico: ¿por dónde va a empezar la (Doctrina de la) ciencia, más que por el establecimiento de los principios de los que el resto se deduce? Eso sería, en efecto, lo «lógico» (lógi­ co-formal, se entiende). Pero no lo más filosófico. En un breve escrito coetáneo, Sobre el concepto de D .c. , Fichte parece conceder que: «Una ciencia tiene forma sistemá­ tica; todas sus proposiciones están conectadas en un único principio, y se unifican en él para formar un todo.» Bien. Pero Fichte añade inmediatamente: «también esto se concede por lo común. Pero, ¿queda entonces agota­ do el concepto de la ciencia?». (W. I, 39). Y todo esto se dice al comienzo del § 1., titulado: «Concepto de la Doctrina de la ciencia, establecido hipotéticamente.» (subr. mío). ¿Qué quiere decirnos Fichte? Si él hubiera seguido la definición común, no sería celebrado-aun por sus críticos- como el fundador moderno (por dejar a un lado al divino Platón) del método dialéctico. Tras esta cau­ tela, preguntémonos de nuevo: ¿por dónde empezar? Desde luego, por un hecho indubitable... pata la común conciencia humana, a partir del cual no se deriva el resto. A l contrario, y muy kantia­ namente (recuérdese el quid juris?), según avanzan las lecciones se va «regresando» (¡como en el regressus transcendentalis de Kant!) a esos «principios» piara «probarlos» (también en el sentido de: «ponerlos a prueba»). Sólo que, al contrario que en Kant (y en confor­ midad en cambio con Hegel, que tanto aprendió de Fichte, sin confesarlo), se va corri­ giendo paulatinamente el carácter abstracto (o sea: inmediato) de esos «principios». Evidentemente: la «base» de esos Gnmdsatze (literalmente: «proposiciones básicas») no es desde luego, dicho a la griega, cerché del resto. El Principio verdadero está al final. ¿Y qué se nos dice al final? Recuérdese que Fichte había planteado la tarea de la filoso-*410

tivn»: para hacer méritos. En el fonda, el humanismo del Fichte jenense es una traducción laica del cristianis­ mo (como les pasaba -consciente o inconscientemente- a muchos defensores de la Revolución Francesa). 410Adviértase la distinción entre «saber» (Wisscn) para la teoría y «ciencia» (Wissenschaft) para la praxis. Sólo de ésta hay ciencia. El Basamento ha de ser leída pues dialécticamente: la «tercera» parte es metafísicamente la primera (según va avanzando la obra, se van corrigiendo los supuestos del inicio: la verdad esté al final). En su época se leyó a Fichte, en cambio, como si lo práctico se «derivara» de lo teórico (¡al fin, esta parte «venía antes» en el escrito!). Por eso, de 1796 a 1799 imparte lecciones Fichte invirtiendo el método de exposición, para evitar equívocos. De ahí la ya mentada D.c. nova medíodo (de la que ha desaparecido, adviértase, la cláusula propedéutica; ya no será «Basamento», sino que la EXictrina se introduce a sí misma directamente).- De todas formas, es tal la fuerza de la costumhre de dividir la filosofía en «teorética» y «práctica» (algo que llega hasta hoy mismo) que el propio hijo de Fichte dividió su edición de Obras Completas en: «Primer Apartado: Relativo a filosofía teorética: Segundo Apartado: Relativo a Doctrina del Derecho y las Gistumbres; Tercer Apartado: Escritos filosófico-populares, etc.» (Reproducido en el Gesamt—Inhaltsverzeichnis de W. I). Así que I.H. Fichte colocó las Lecciones sobre el destino del docto (anunciadas por el padre como De officio eruditorum), que forman un complemento indisoluble al Basamento y se dictaron junto con esta obra, dentro del ¡Tercer Apartado1 (vol. VI).

214

fía como un dar razón del «sentimiento» de necesidad que atribuimos a las representa­ ciones. Pues bien, en el octavo y último Teorema se oponen el sentimiento surgido de la representación de un objeto y el surgido del «Yo»: «impulso» y «actuar», respectiva­ mente. En el Teorema se prueba que hay una determinación recíproca (recuérdese la «interacción» kantiana) entre el No-Yo -por el cual me siento limitado- y el Yo -por el cual me siento como delimitador-, y que esa recíproca determinación «tiene que con­ vertirse en una determinación recíproca del Yo por sí mismo.» (W. 1,326; D .c., p. 165). Y Fichte continúa: «A sí, según el esquema antes ya establecido, las modalidades de acción del Yo han sido recorridas y agotadas.» (ibid.; recuérdese que en Sobre el concep­ to... se preguntaba Fichte si con la definición común de ciencia quedaba agotado su con­ cepto). Y tras este «circuito» (Umkreis) , puede enunciarse por fin la única ley que se da la ley a sí misma: «una ley por mor de la ley», una «ley absoluta, o sea, el imperativo categórico: Tú debes, sin más» (Du sollst schlechthin; W. I, 327; D .c., p. 165). Este es en efecto el Principio (Princip) de los principios ((Jrundsatze) de la entera Doctrina de la ciencia: la orden «Tú debes». ¿Por dónde había empezado, en cambio, ésta? Como vere­ mos al punto, por una ecuación matemática (en apariencia inocua e inerte; del tipo del «ser», no del «deber ser»): «Yo = Yo». Ahora, con Rilke, podemos decir: si quieres apro­ ximarte a ese ideal de suprema identidad, has de cambiar tu vida. Veamos por qué. La doctrina jenense de Fichte se propone una doble tarea: fundamentar la concien­ cia común.-saher cómo se conoce- y a la vez justificar intrínsecamente (recuérdese la «deducción» kantiana), sin apoyo en la experiencia, la necesidad de la conciencia filo­ sófica -saber el saber-411: la convergencia de fundamentación y de justificación ofrece­ ría el único punto posible desde el que el sujeto finito puede avistar el Absoluto, dado que, entonces, en la conciencia se habría reconciliado la exigencia absoluta de libertad y la necesidad sentida en la representación. En definitiva, se habría logrado la unidad de lo inteligible y lo sensible, cerrando el hiato abierto por Kant desde su Dissertatio de 1770, sobre la forma y principios del mundo sensible y del inteligible. *" Eme Einl.; W. I, 474: «¿Cuál es. en dos palabras, el contenido de la Doctrina de la ciencia.' Éste: la razón es absolutamente autónoma; es solamente para sf; y a su vez, para ella no hay otra cosa que ella misma. Según esto, todo lo que ella es debe estar fundamentado en ella y sólo a partir de ella misma, sin ser explica­ da desde algo exterior; no podría acceder a eso que está fuera de ella sin anularse a sf misma.»

215

IV.2.4.1 - Partiendo de lo incondicionado: los tres principios. Todas las ciencias alcanzan forma sistemática gracias a la certeza de sus principios, la cual ha de ser previa a la conexión misma de las proposiciones científicas, ya que es ella la que posibilita tal conexión41412. Ahora bien, si la filosofía pretende llegar a ser la Ciencia, ha de estar cierta no sólo de la forma, sino también de su propio contenido, que no puede ser «importado» de fuera. Toda forma, en efecto, remite al modo de infe­ rir la certeza de proposiciones a partir de un principio. Luego la ley que determina la forma es siempre condicional: «Si el principio es cierto, entonces lo es también otra pro­ posición cualquiera. ¿En qué se basa pues ese Entonces?» (Ueberden Begriff...; W. I, 43). En superación dialéctica de la tesis de Reinhold (ha de haber un principio incondicio­ nal de hecho) y la crítica de «Enesidemo» (si se formula tal principio, ha de estar some­ tido a las leyes de la lógica, y entonces ya no es principio absoluto), Fichte afirma ahora que no sólo la experiencia es incapaz de fundar la primera (y en verdad única) Ciencia -pues que aquélla no proporciona certeza respecto a la necesidad de su variopinto e imprevisible contenido-, sino que también la lógica es incapaz de ello -puesto que la necesidad formal que su ordenación otorga es siempre condicional-. Para autojustificar el proceder filosófico (una de las tareas de la filosofía) hay que encontrar pues un prin­ cipio superior a experiencia y a lógica, que sea absolutamente cierto en contenido y forma. Y a su vez, para fundamentar lógica y experiencia (la otra tarea), será preciso hallar un principio que sea incondicionado en su forma pero esté condicionado en su contenido (dado que la lógica depende, en cuanto abstracción de la experiencia, de los contenidos de ésta) y otro que sea incondicionado en su contenido pero esté condicionado en su forma (dado que la experiencia depende, en su ordenación, de la forma lógica). Hay pues tres principios, y sólo tres, a la base de la Doctrina de la ciencia (cf. o.c.; W. I, 50). Pero, ¿de dónde se originará el primer principio, si no puede suponer ni lógica ni experiencia? Muy kantianamente, habrá de surgir de la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de una y otra. Tomemos, según esto, el primer principio de la lógica for­ mal, la proposición de identidad: A = A. Aplicando ahora a la lógica su propia ley (como vimos en el párrafo anterior), se advierte una fundamental disparidad entre principio y ley. Aquél afirma taxativamente A = A. La ley explícita esa conexión necesaria formu­ lando: Si A es, entonces A es igual a sí misma. ¿De dónde procede esa condición? Obviamente, no de la lógica, que nada sabe de la existencia. Pero tampoco de la expe­ riencia, que sólo sabe de representaciones y jamás puede, por ende, garantizar la exis­ tencia de un objeto en cuanto posición absoluta de éste en sí mismo. ¿A dónde acudir, sino al sujeto mismo que ha enunciado (hasta ahora, irreflexivamente) principio y ley? ¿Qué dice el sujeto de sí cuando reflexiona sobre su propia acción de poner? Yo = Yo. Filosóficamente hablando, pues, la forma (la fórmula) A = A depende de la autoposición del Yo. Pero también el contenido (A es) depende de ella. Remedando la prohibi­ ción de la Diosa de Parménides y cambiando cartesianamente el contenido de tal man­ dato, diríamos: no nos está permitido decir ni pensar «Yo no soy», o mejor: «Yo no e s». El principio no se refiere a un sujeto determinado (se trataría entonces de una mera ase­ veración empírica). Por ende, su contenido es tan absolutamente cierto como indetermi­ nado. Pero tampoco podemos probarlo lógicamente (al contrario, es él quien funda­ menta la primera proposición de la lógica). Por tanto, su forma es igualmente tan cierta como indemostrable. Se trata pues de una incondicionada conditio sine qua non, tanto 411Según Kant, «sistema» es «la unidad de diversos conocimientos bajo una idea. Ésta es el concepto racio­ nal de la forma de un todo.» (KrV A 832/B 860). Se sigue pues -Yn (el bruto «ser» del dogmatismo). Es verdad que si yo niego el sujeto y el predicado de un juicio no queda nada de éste. Pero si el «Yo» (por supuesto, idéntico) se niega a sí mismo (de lo contrario, no podría pensarse, por­ que sólo vuelve a sí por reflexión), surge entonces la (antes, sólo implícita) existencia de Yo y No-Yo. Ya no «pensamientos», sino acción y reacción. Pues sólo se puede «hacer» en general si hay «algo» determinado que hacer. La inversión es, así, completa: la metafísica clásica -en el fondo, determinista- creía que, como todo está absolutamente determinado (por Dios, que es la determinación omnímoda), no hay nada que hacer (recuérdese el ocasionalismo de Malehranche). Kant, por su parte, al tratar del carácter empírico y el inteligible, había defendido que aurujue desde el punto de vista fenoménico la razón, en su uso especulativo, pudiera llegar algún día a explicar -y aun a predecir con certeza- toda acción del homhre teniendo en cuenta las condiciones pre­ vias, había que aceptar además la libertad, desde el punto de vista práctico, como causa productora de esas acciones (cf. KrV A 550/B 578). Pero, aparte de esta difícilmente conciliable dualidad de puntos de vista, Kant parecía sostener tácita y paradójicamente un «hiperdeterminismn», al sostener que el carácter empírico era fenómeno o «aparición» del inteligible (A 54I/B 569), con lo que parecía llegarse a un nihilista: «hagas lo que hagas en el mundo, da igual; lo has hecho porque no tenías nuís remedia que hacerlo, dado tu carácter inte­ ligible.» (Y eso «huele», dicho sea de paso, a fatalismo y a falacia naturalista: paso del. «ser» al «deber ser»), Fichte, en camhio, invierte el razonamiento. El no diría: «si haces algo, es porque ya de siempre -antes de todo

218

este principio es la antítesis de la tesis primera. Por lo demás, si se considera puramente la forma de inferencia del «ser-contrapuesto» al «no-ser», vemos que el enlace de todos los juicios de oposición es la categoría de negación (W. I, 104; D .c ., p. 22).™ El tercer principio, en fin, es absolutamente incondicionado en su contenido (el lado del ser), pero está condicionado en su forma (el lado lógico, del pensar). Por él se «pone» o justifica el mundo de la experiencia, de los «hechos». Y ya podemos prever que si el segundo principio se extraía del principio lógico de no contradicción, como base de éste, el tercero será el fundamento del principio de razón (rector, en Leibniz, de las «verdades de hecho») y, más exactamente, del kantiano principio supremo de los juicios sintéticos a priori. ¿Con qué derecho identifica Kant, en efecto, las condiciones «generales» de la experiencia con las de los «objetos» de la experiencia? Ese era el gran tema, recuérdese, de la «deducción trascendental». La argumentación fichteana es, al respecto, dialécticamente impecable, pues de acuerdo con las leyes de la lógica llega a una contradicción igualmente lógica del primer principio, a saber: si la contraposición sólo tiene sentido en una identidad presupuesta, y cada uno de los extremos es de suyo sola' mente la negación del otro, entonces: «Yo no = Yo, sino que Yo = No-Yo, y No-Yo = Yo.» (W. I, 107; D .c., p. 24). «Traduzcamos» tan abstractas fórmulas: empíricamente hablando, «yo» soy una cosa más entre las cosas; y lógicamente, las cosas (el No-Yo) se presentan sólo como pensa­ mientos del Yo. Naturalmente. S i los mundos de la experiencia y de la lógica estuvieran ya de antemano de acuerdo en ser lo que ellos deben ser (tal como viene formulado en «Yo = Yo»), sobraría entonces la acción práctica y no habría nada que hacer (como se supone le ocurriría a ese Deus otiosus, si existiera). La contradicción lógica apunta pues a un «problema para la acción», planteado justamente por esa contradicción. Pero su solución no puede ser encomendada a la acción misma. Fichte sabe muy bien por Kant que los resultados de cada acción se «petrifican» inmediatamente como «hechos» del mundo fenoménico, y así ad infinitum: sucediéndose alternativamente «acción en el mundo» y «hecho del mundo»; la solución ha de deberse a un incondicionado «decre­ to (Machtspruch: una declaración vinculante) de la razón» (W. I, 105s; D .c., p. 23).

tiempo- debías hacerlo»; sino: «porque debes hacer algo (y lo primero y en el fondo único que hay que hacer es hacerse a sí misma), a eso se debe, eso justifica que hagas algo.» Así que no sólo acepta el «deterninismo» feno­ ménico, sino que lo necesita para su radical indeterminismo metafísico: justamente porque «yo» (mi yo finito) estoy absolutamente determinado, por eso me queda codo por hacer, si quiero ser de verdad «Yo» (que es pura acción). A menos que me deje ir, convirtiéndome entonces en una parte del infinito e indeterminado No-Yo. Peto eso es, en general, impensable (y no sólo fácticamente imposible): si todos los «yo» finitos decayeran en sus dere­ chos de ser considerados como «Yo», si nadie aspirara a ello, desaparecería el «Yo» absoluto, ideal; y con él, también el No-Yo, que ha sido «puesto» para poder pensar el «Yo». No habría, literalmente, nada. Pata poder aspirar al Primer Principio (o sea: a la absoluta identidad e independencia del Yo) no puedo quedarme en un «estar determinado» por algo, so pena de dejar de ser Yo: debo superar aquello que me determina (tal la «haza­ ña» de mi libertad) y así superarme a mí mismo como finito: «Lo que a mi hacer se contrapone -y algo tengo que contraponer a ese hacer, pues yo soy finito- es el mundo sensible; lo que por medio de mi hacer debe sur­ gir, es el mundo inteligible.» (Zuieite Einl. W. I, 467). *'* Se sigue, aunque Fichte no lo diga, que la categoría rectora de los juicios idénticos (cuya base es Yo = Yo) es la de realidad (la primera categoría kantiana de «cualidad»): yo puedo pensar que todas las «cosas» están afectadas desde «fuera». Pero si las quieto pensar como «unidad» he de aceptar como baremo la absoluta inhesión (o sea, identificación) del «Yo» y sus realitates o «propiedades». O sea: la autoposicián implica, no un suje­ to frente a un objeto (esa contraposición ha surgido del segundo principio), sino un absoluto sujeto-objeta (UP. 1,98, nota de la 2* ed. de 1802; D .c., p. 18). Es evidente que este ideal corresponde a la vieja omnitudo realitatis: el Dios racionalista, el cual no debe confundirse empero en absoluto con el «Yo» fichteano, por la sencilla razón de que tal «Yo» no existe: es justamente el ideal de la razón teórico-práctica, al que debe tender ad in/initum todo «yo» que se precie.- Recuérdese por lo demás que los juicios kantianos de cualidad son «matemá­ ticos», y por ende no se refieren a la existencia.

219

¿Cómo resuelve la razón esa tediosa alternativa? Un extremo niega al otro: el No-Yo al Yo, el ser al pensar, la negación a la realidad. Pero cada uno de ellos está «justificado» en base al Yo = Yo del inicio. Luego en éste -n o en ellos mismos- inhieren ambos como en un sustrato en el que se limitaran mutuamente. ¿Cómo es esto? La separación y con­ traposición resulta, como vimos, del segundo principio. La exigencia de su (re)unificación se hace en vista del primer principio. Y el modo en que esa unificación pueda tener lugar sólo puede surgir de una ley particular del espíritu. Se aprecia pues que esta síntesis da sentido concreto (contenido) a tesis y antítesis, en vez de derivarse de ellas como si de la conclusión de un silogismo se tratase. Esa ley es la divisibilidad: en la totalidad (del «Yo» absoluto) no hay desde luego partes. Pero una totalidad sí puede ser comparada con partes (en el caso de que cada una de ellas, como aquí, entrañe perspectivísticamente la totalidad entera) y a la vez diferenciada de ellas (pues ella es la totalidad, no una de las partes). Esa base de referencia es el criterio de limitación (cf. W. 1, 138; D .c., p. 47). De este modo, los elementos se contraponen entre sí cuantitativamente**’; vale decir, cada uno es limitadamente determinable por el otro411. Este tercer principio reza: «En el Yo, Yo contrapongo al yo divisible un no-yo divisible.» (W. I, 110; D .c., p. 26).m ¿Qué tiene que ver esta formulación con el principio leibni-

E sta c o n c lu sió n p u e d e resu ltar e x tr a ñ a . D e h e c h o , H e g e l e m p le a rá su s m ás p o d e r o sa s a r m a s c o n tr a e lla, a u n q u e d e h a a F lc h te - s i n d e c ir lo , c o m o e s c o stu m b r e e n tre lo s filó s o f o s - la in v e r sió n d e l o r d e n e n la ta b la c a te g o r ia l: la c a n t id a d surge d e la d ife re n c ia e n cualidad, c o m o « lim it a c ió n » r e c íp r o c a d e e le m e n to s c u a lit a t i­ v a m e n te e n fre n ta d o s (la « r e a lid a d - Y o » y la « n e g a c ió n - N o Y o » ) , y n o c o m o e n K a n t , d o n d e la c u a lid a d sigue a la c a n tid a d , s in q u e se sep a m u y h ie n p o r q u é ( sa lv o p o rq u e a s í e sta b a e n lo s m a n u a le s d e ló g i c a ) . - E n to d o c a so , la c o n c e p c ió n d e q u e e n e l te rc e r p rin c ip io se o p o n g a n « s u je t o » y « o b je t o » s ó lo c u a n t it a t iv a m e n t e tie n e

homogeneidad d e b a se ( e l « Y o » a b so lu to , c o m o s u s t r a t o ), q u e a su coextensividad y d e te rm in a c ió n rec íp ro c a d e e so s d o s n iv e le s (c o n tr a K a n t, p a r a q u ien

c o n se c u e n c ia s im p o rta n te s, p u es im p lic a u n a vez a p u n ta a u n a a b so lu ta

la in tu ic ió n fo rm a l s e n sib le restringía las p r e te n s io n e s d e l p e n s a m ie n t o , pero no a l r e v é s, c o n lo q u e se d a b a p á b u lo a las e n s o ñ a c io n e s so b re « c o s a s » a lle n d e la e x p e r ie n c ia ) . G r a c ia s e n c a m b io a su F ic h te p u e d e a firm a r la

unicidad d e l

idealismo cuantitativo.

m u n d o : « E l c o n c e p to d e re a lid ad - d i c e - e s ig u a l a l c o n c e p t o d e a c tiv id a d .

Q u e to d a re a lid a d e sté p u e s ta e n e l Yo q u ie re d e c ir q u e cod a a c tiv id a d e stá p u e s ta e n e l m ism o , y a la in v ersa; y q u e t o d o e n e l Yo se a re a lid a d q u ie re d e c ir q u e e l Yo es solam ente a c tiv o ; é l es m e r a m e n te Yo e n la m ed id a e n q u e e s a c tiv o ; y e n la m ed id a e n q u e n o es a c tiv o , e s N o - Y o .» (W. I, 1 3 8 ; D . c ., p. 4 7 ) . E sto s ig n ific a q u e

externa es eo Ipso u n a a u t o a fe c c ió n d e l Yo. Q u e e l p a d e c e r se a referib le c u a n t it a t iv a m e n t e a la •Padecer es un cuanto de actividad.» (W . 1 , 1 3 9 ; D . c . , p . 4 7 ) . A s í, lo s a tr ib u to s sep a rad o s y p ar a le lo s d e S p in o z a (se r y p e n sar) so n rem itid o s a u n a m ism a a c tiv id a d en general c o m o su medida —D ic h o sea to d a a fe c c ió n

a c tiv id a d sig n ific a q u e :

d e p a so : los tres p rin c ip io s fic h te a n o s d a n a su vez razón, d e sd e la p e rsp e c tiv a d e l id e a lism o c r ític o (p u e s F ic h te a d m ite , c o n S p in o z a , q u e la v e rd a d d a c u e n ta d e s í y a la vez d e lo fa ls o ), d e lo s tres e str a to s d e l « r e a lism o d o g ­ m á t ic o » sp in o z ista : la s u sta n c ia (a h o r a , e l «Y o » a b so lu to ), los a trib u to s d e l p e n s a m ie n to y la e x te n s ió n (la c o n ­ tr a p o sic ió n Yo - N o Y o) y los m o d o s ( la o p o sic ió n d el y o d iv isib le y n o - y o d iv isib le ). 1 E sta e s u n a m a n e ra in te lig e n te m e n te su til d e u tiliz a r el p r in c ip io d e q u e ya h e m o s h a b la d o . U n o d e lo s « la d o s » (Y o o N o - Y o )

mide se g ú n

determinabilidad m a im o n ia n o ,

d el

su e sc a la la lim ita c ió n r e c ib id a com o si é l

p u d ie ra su b sistir in d e p e n d ie n te m e n te , m ie n tra s q u e e l o tr o e le m e n to d e p e n d e ría d e é l. P ero e l o tr o a fir m a lo m ism o , c o n ig u a l d e r e c h o , lo c u a l es p o sib le só lo si a d m itim o s u n su stra to c o m ú n y c o e x t e n s iv o a lo s d o s. E n r e a lid a d , la determinabilidad im p lic a u n a d e te r m in a c ió n re c íp r o c a (tr a n s fo r m a c ió n fic h te a n a d e l g r u p o c a t e ­ g o r ia l k a n t ia n o d e la relación: su s ta n c ia lid a d , c a u s a lid a d , in te r a c c ió n ). 4" E n e l o rig in al,

Ich y Nicht-lch v a n

en m ayú scu las, p o r ex ig irlo a sí la c o n stru c c ió n g r am a tic a l a le m a n a (so n

p r o n o m b r e s s u s t a n t iv a d o s p o r e l a r t íc u lo ) . E n c a s t e lla n o n o e st a m o s s u je to s a e sa r e g la , y p o r e llo e s m e jo r e sc r ib ir « y o » y « n o - y o » e n m in ú sc u la s - d e s ig n a n su je to s e m p ír ic o s y o b je t o s e s p a c io - t e m p o r a le s , c o m o los « m o d o s » sp in o z ista s—p a r a d istin g u irlo s d e los Yo y N o —Yo « in fin ito s» d e l se g u n d o p r in c ip io

(mutatis m utandis,

lo s « a t r ib u t o s » sp in o z ista s).— P o r lo d e m á s, y a p e sa r d e to d a s las e x p lic a c io n e s , n o d e ja d e r e su lta r e x tr a ñ a la fo r m u la c ió n e n p rim e ra p e rso n a . A l p r o n to p a re c e q u e h a b ría sid o m e jo r d e c ir : « E n e l Yo, e l Y o c o n tr a p o n e , e t c .» , p a ra d istin g u ir e l Yo a b so lu to d e l y o e m p íric o . P ero e sa d is t in c ió n - t o m a d a e n se n tid o fu erte , m it o ló g i­ c o - h a b ría a rru in a d o e l siste m a fic h te a n o y lo h a b ría c o n v e rtid o e n u n id ea lism o d o g m á tic o b e rk ele y a n o (D io s, fre n te a las m en te s p o r e sa M e n te S u p re m a c r e a d a s). P ara F ic h te, yo d e b o lle g a r a ser Yo (a u n q u e n u n c a p u e d a lle g a r a se rlo p o r c o m p le t o ) p o rq u e e n e l fo n d o y a so y « Y o » - « Y o » e s m i e se n c ia -. C u a n tita t iv a m e n te , e l yo d iv isib le se d istin g u e d e l Yo a b so lu to , p e ro n o o n to ló g ic a m e n te . S u o modo, c a d a h o m b r e e s ya la H u m a n id a d

220

ziano de razón y con el principio supremo kantiano de los juicios sintéticos a priori? Bien mirado, todo. Al fin, el principio de razón surge por la abstracción de un contenido deter­ minado (sea del Yo o del N o-Yo), para atender a la pura forma -com o buen principio lógico- en que los opuestos se conciban bajo el concepto de divisibilidad. Lógicamente hablando, Nihil est sirte racione se formula: «A [es] en parte = - A » (W. 1, 111, D .c., p. 26). O sea: todo opuesto coincide en una característica con aquello que se le opone (con­ siderada desde esa «parte», es igual a su contrapuesto): esa nota común es el fundamento o base de referencia (pues para dar razón de algo es necesario que fundamento y funda­ mentado coincidan en un punto, que permite referir lo segundo a lo primero); y a la inver­ sa: todo lo que es igual se contrapone a su igual en una nota, que es el fundamento o base de su diferenciación. En efecto, equiparar dos «cosas» entre sí en base a una tercera es refe­ rir -gracias a ésta—la una a la otra; y contraponer «cosas» puestas como iguales es dife­ renciar. Y en términos kantianos, lo que el tercer principio nos dice es que la «materia» del saber (si queremos, las condiciones de los objetos de la experiencia: los «no-yo divi­ sibles») es determinable por su «forma» (las condiciones generales de la experiencia, ope­ rativas en cada «yo divisible»), es decir: que la tarea de la filosofía es la paulatina con­ versión de lo «dado» en algo «sabido» y asimilado (no en algo meramente «conocido»): del systema naturalis en systema doctrinalis; de la «naturaleza», en suma, en «ciencia» y más: en Espíritu. Y nos dice también que esa «propuesta» de absorción y asimilación se hace en base al «presupuesto» del «Yo» absoluto que ahora, al comparecer como sustra­ to de opuestos (conciliación de los extremos kantianos en pugna: libertad y necesidad), se autolimita o restringe a sí mismo. En el tercer principio está implícito (como Leibniz lo hiciera) que este proceso de «construcción racional», de síntesis, es infinito: nunca podremos hacer que los «predicados» del mundo sean «propiedades» inherentes al yo por sus acciones; y sin embargo, debemos tender a ello. Fichte no se limita a decir, con el estoico: nil humanum a me alienum puto, sino que podría afirmar: nil mundanum a me alienum puto, ya que todo lo «mundano» es ya esencialmente «hum ano»/21 Esa «esencia» no es a su vez ni «mundo» (el conjunto infinitamente divisible de los «no-yo») ni «huma­ nidad» (el conjunto infinitamente divisible de los «yo»). Contractio y expansio no son algo debido a la mera posición de sujeto y predicado, por sí mismos. Aquél no está implícito en él mismo, y explícito sin más en el predicado, como si éste fuera una «floración» de aquél (tal parece ser, en cambio, la posi­ ción leibniziana). Es en la cópula, como manifestación de la esencia única de ambos, donde está implicado el uno y explicado el otro, siendo cada uno de ellos el «otro de sí», a través de la «transitividad» de la cópula. El principio de la verdadera identidad no entre­ ga pues una igualdad estática y sin vida, algo así como la noche en cuya negrura se con­ funden las vacas, entre sí, y con la noche misma. Al contrario: «La unidad de este principio es inmediatamente creadora.» (1/7, 346). Schelling es el filósofo de la productividad, no el tedioso recogedor de muertos resultados. Y él estima que desde esta posición lógica (ya no formal, sino dialéctica) es posible alcanzar un concepto verdadero de «libertad». De acuerdo con esto cambia radicalmente el sentido de una sentencia tan «evi­ dentemente» panteísta como: «Dios es el Mundo». Ahora, quiere decir: «Dios pasa a Mundo como Fundamento de éste»; o sea, cuanto en el mundo hay de positivo procede y depende de Dios: «pero la dependencia no anula la subsistencia por sí, ni tampoco tan siquiera la libertad.» (ibid.). Y al contrario, sin entes realmente existentes, Dios no sería lo que El esencialmente es, o sea: sustancia620; sin creaturas, Dios no sería Dios, o sea: el Creador621. De lo contrario, tendríamos, como dice Schelling: «una dependencia sin [la

El ejemplo aducido por Schelling es: «El cuerpo es el cuerpo». En el sujeto (reforzado por el neutro: «Lo que») tomamos en consideración la unidad de la cosa. En el predicado, negamos implícitmente las posi­ bles diferencias (todo el ámbito de propiedades o determinaciones) que habrían podido hacer que la cosa fuera (o sea, que fuera de tal o cual manera, que es la única manera de ser). En el sujeto, suponemos un ser entero (al.: Ganzhcit) como sustrato o base de las determinaciones del predicado. De modo que lo que la cópula quiere decir es: «El cuerpo (unidad) es el fundamento de todas las notas que convengan al cuerpo». Ahora bien, la cópu­ la ¿es solamente transitiva o especulativa, como en un cerrado juego de espejos? Toda la diferencia entre Hegel y Schelling se juega, por demás, aquí: el primero intentará probar que, en el Todo, lo racional (el lado pensa­ do, del sujeto) y lo real (el lado del predicado, por el que se articula el objeto: la sustancia) coinciden, sin resto. Es decir, que la sustancia es en y para sf misma sujeto: el Ser, Idea. Por eso, «lo verdadero es el Todo» (das Wahre ist das Ganze. Vid. Phanomenologie des Gcistes (= Phá.); G.W. 9: 19). Y sólo el Todo (en el que se da un perfecto regreso a la unidad lógica, ahora «puesta» y ya no meramente supuesta o «intuida») es verdadero. Todo lo demás (o sea: todo lo particular y determinado; todo lo ente) podrá ser a lo sumo «de verdad» (wahrhaft), pero no «verdadero» (vjakr). Schelling, en cambio, afirmará que ese vaivén, esa transición, es incesan­ te (de ahí la acusación de Schaukelsystem por parte de Hegel), porque la «posición» de la realidad (si es de ver­ dad absoluta) nunca podrá ser recogida por la «suposición» de la lógica. El sujeto se «hunde» en un fondo del que, por la parte del predicado, no cabe «dar razón» por completo (justamente: es un fondo sin «fundamento», o sea: Ungrund). Es decir: lo racional (el saber, en términos fichteanos) y lo real, pensados y vividos en absoluto, no coinciden. Siempre habrá un resto inasimilable, por los dos lados (cuanto más «avanzan» las determina­ ciones predicadas, más se «hunde» el sujero; de lo contrario, no serian expresiones absolutas del Absoluto, sino que éste sería... la entera Relación -en y para sí, no para lo demás-). Sólo así cree poder salvar Schelling el misterio de la libertad humana. Así pues, para el «otro» Schelling la lógica no es (no agota) la metafísica. Por eso está interesado en aquélla sólo en cuanto «síntoma» de la radical incapacidad de lo lógico para hacer­ se cargo por entero de lo real. Y por eso no escribió nunca una «ciencia de la lógica». *® Dicho vulgarmente: ¿cómo va a haber un soporte sin nada que soportar, un sustrato sin nada que creciera, separándose y diferenciándose, de él? Sería como el Rey sin súbditos de El príncípuo, de Saint-Exupéry. Al fin, «absoluto» significa «desligado, suelto de.... . Este es un pensamiento expresado con fuerza inigualable por el místico Angelus Silesius en su Aus dem Cherubinischen Wandersmann Erstes Buch: «8. GO tt lebt nicht ohne mich. lch weiss, dass ohne mich GOtt

cosa] dependiente, una consecuencia sin consecuente (consequentia absque consequente) , y por lo tanto, ninguna consecuencia efectiva, de modo que el concepto entero se anularía por sí mismo.» (ibid.). ¡Que Dios cree el mundo desde su nada (o mejor, como veremos: desde su Fondo) no significa que el mundo mismo no sea nada! Eso no sería Creación, sino pura fantasmagoría. Con todo, es claro que la subsistencia que de este modo Schelling desea salvar no va enderezada tanto a los entes del mundo sensible, cuanto al ser humano y su libertad. Y el privilegio del hombre respecto a los demás seres consiste en que sólo él es el ente capaz de «responder» a la palabra de Dios. Más aún, los hombres son la «materializa­ ción» de la palabra divina: «El habla y ellos existen (sind da).» (1/7,347). En clarísima alusión a una conocida sentencia paulina622 afirma Schelling: «La consecuencia de las cosas a partir de Dios es una autorrevelación de Dios, pero éste sólo se puede revelar a sí mismo en aquello que le es semejante, en seres que actúan por sí mismos y cuyo ser no tiene más fundamento que Dios, pero que son, así como Dios es.» (ibid.). Por eso, extra­ polando la doctrina trinitaria sobre el amor del Padre al Hijo, afirma Schelling: «Sólo en él (en el hombre) ha amado Dios al mundo.» (1/7, 363). V.3.3.3.- Los límites del idealismo. El concepto viviente de la libertad.

Y bien, tras sortear los escollos del panteísmo y el fatalismo (y del propio gnosticismo anterior, añadiríamos por nuestra cuenta), tiene que enfrentarse Schelling -para acce­ der por fin a la entraña de la libertad humana- ¡al propio movimiento del cual surgió: al idealismo! Por un lado reconoce, ciertamente, que sólo del idealismo ha podido bro­ tar «el auténtico concepto de libertad» (1/7, 345), aunque advierte al punto que éste no consiste «simplemente en el mero dominio del principio de inteligencia sobre el prin­ cipio sensible y los apetitos» (ibid.), como podría pensarse a partir del respeto kantiano por la ley o de la carrera fichteana de «saltos de obstáculos». Pero, por otro lado, Schelling no puede dejar de reprochar al idealismo su unilateral reduceionismo y, por ende, su falta de completud. Pues si es verdad que la libertad es el hen kai pdti, «el Uno y Todo de la filosofía» (1/7, 351), entonces no basta con hacer ver que el Yo es realmente efectivo en absoluto, sino mostrar al mismo tiempo que la entera realidad efectiva es un Yo «dur­ miente» (por utilizar la expresión leibniziana). Y más: que ambos son senderos de Dios, en donde co-inciden la Libertad infinita y el En-sí de la Naturaleza. El idealismo ha sido, ciertamente: «el único capaz de abrirle el camino a la superior filosofía de nuestro tiempo y, sobre todo, al superior realismo de la misma.» (ibid.). Entiéndase bien este punto. ¡Schelling no se limita aquí a invertir simplemente a Fichte!62' Lo que él llama «realismo superior» corresponde a la Nacurphibsophie: una de las expresiones absolutas del

nicht ein Nun kan leben / Werd’ich zunicht/ er muss von Noht den Geist auff geben.... II. GOtt ist in mir und ich in ihm. GO tt ist in inir das Feu’r / und ich in ihm der Schein: Sind wir einander nicht ganz inniglich gemein?» (En: Deutsche Lyrik des Barock / Poesía alemana del barroco. Ed. de A. Quintana. Barcelona 1981, pp. 252 y 254). Ofrezco una versión propia y, en lo posible, literal: «8. Sin mí no vive Dios. Yo bien sé que sin mí Dios ni un instante puede vivir/ Si yo llego a ser aniquilado /él, de necesidad (de hambre, por necesidad de ali­ mento, me atrevería a decir: F.D.), ha de entregar el espíritu.... 11. Dios es en mí y yo en él. Dios es en mí el fuego I y yo en él el brillo (como en el inglés shining: el resplandor, lo que brilla del fuego a la vez que oculta el foco, F.D ): ¡No estamos el uno con el orro íntegra e íntimamente mancomunados'». (La expresión mnigttch gemein remte a mi ver a la avyyei'eia griega, utilizada por San Pablo en su ya cit. discurso a los atenienses). K1 Ad Romanos 8, 16: «Así pues, el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.» ' El cual había admitido por su parte, recuérdese, un «realismo superior» que, junto con el «idealismo crí­ tico», eran vías de aproximación a un Absoluto no tematizable.- Por lo demas, quienes se empeñan en comer la sopa filosófica no ya con un tenedor de dos puntas (p.e. el kantismo, o el ideal-realismo fichreano) sino con

303

Absoluto, no su culminación. Por lo demás, es cierto que Fichte ha descubierto el con­ cepto de la libertad, o sea que: «la libertad es el concepto positivo del En-sí» (1/7,352). ¡ Pero ahora es necesario ir más allá de este concepto, o si queremos, más allá de la mera «condición de posibilidad» de la libertad! Pues: «para mostrar la diferencia específica, esto es, precisamente lo determinado en la libertad humana, no basta el mero idealismo.» (ibid.). Y es que la libertad es allí conside­ rada desde la filosofía negativa, la cual logra probar solam ente que la libertad no es la cosa en sí, siendo su base la misma que el En-sí de las cosas; pero no pone ni la dife­ rencia entre libertad y cosas, ni dice positi­ vamente qué sea esa base. (Cuál es, entonces, el concepto positivo de la libertad! La definición schellingiana se ha hecho célebre. No es para menos. Es Schelling. Litografía de Caecilie Brandt, la primera vez que en la filosofía (no en la hacia 1810. religión, desde luego), se afirma que: «El concepto real y viviente [de la libertad] es, empero, que ella es una facultad (Vermogen) del bien y del mal», (ibid.) ,621A sí pues, el

un pincho (o idealismo o materialismo), aprovechan pasajes como éste para deducir -aunque Schelling no lo diga, y apunte más bien a lo contrario- que, puesto que él ya no es idealista, tiene que ser entonces materialista. Sólo que ir más allá del idealismo -porque éste no constituye «un sistema completo» (1/7, 351)- no significa ale­ jarse de «la luz más sublime (más sublime que el spinozismo, F.D.) del idealismo» (1/7, 348), sino atender al foco supremo, del que irradia esa luz... y en el que laten las tinieblas que están a la base de todo lo natural. *!** Hablando con quizá demasiada rotundidad, podríamos decir que los griegos practicaron políticamente la libertad, y vivieron en ella: pero no la (re)conocieron, y menos pensaron que ella pudiese constituir la esen­ cia del ser humano, en general (¡por no hablar de la esencia de las cosas!). Con toda exactitud, el Díctíonnaire grec-frangais Hachette, de C. Alexander (París 1878, p. 469), define eXevOfpLOTTf, como: «condición de hom­ bre libre; de buena cuna (bonne naissancc).» Olmo expresión general de la idea griega de «libertad» (un don del Destino), valgan las conocidas palabras de Heráclito (con las cuales «coquetearan» siniestramente los ide­ ólogos nacionalsocialistas, y hasta algún gran pensador descarriado; los racistas actuales ya ni siquiera leen a Heráclito): «La guerra {rroXepoc) es el padre de todos los seres, de todos el rey; pues a unos los acreditó como dioses y a otros, como hombres; a unos hizo esclavos y a otros, libres (eXevdepove).» (Diels-Kranz, ZZB53). Todavía en el Antiguo Testamento la experiencia (negativa, y bien dolorosa) de la libertad depende míticamente de la ingesta del fruto «del árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gen. Z, 17), cuya prohibición viene impues­ ta por Dios, o sea: externamente. ¡Sólo después de haber pecado («caído») saben nuestros padres que su acción había sido un acto de libertad!: «Abriéronse los ojos de ambos...» (3, 7). Y tras la Caída, Yavé Dios se dice: «He ahí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal.» (3, 22). Esto implicaría -desde la perspectiva schellingiana- que en Dios mismo ha de estar la raíz, la «posibilidad» del mal. ¡Pero la libertad schellingiana no es una mera facultad de conocer el mal, sino la capacidad de hacerlo! Hay que esperar a los Evangelios para obtener la expresión «religiosa» de lo mismo que Schelling quiere explicar filosóficamente: la interiorización del mal, la solitaria responsabilidad del hombre libre, sin demonios ni seres impuros a los que achacar sus malas acciones. Dice Jesús a la «muchedumbre» (o sea, por extensión, a todos los hombres): «Oídme todos y entended: Nada hay fuera del hombre que entrando en él pueda mancharle; lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga.» (Me. 7, 14-16; cf. Mt. 15, 11). Pero ni aun así se logró obtener en la tradición una idea de la libertad como capacidad del bien y del mal, cayendo en cada caso, por exceso o por defecto, en uno de los extremos. Algunas expresiones «excesivas» de San Pablo prefiguran el calvinismo (y en otras ocasiones, algo peor, a saber: que no hay ni un solo hombre que

»« «

bien y el mal son «hechos»625. Lejos quedan las viejas teorías ontológico-formales, según las cuales el bien no sería sino la estática correspondencia de un suceso mundano con su idea inmutable: algo así como el ejemplo de una ley (en ilícita extrapolación del pro­ ceder mecánico de la ciencia natural al ámbito ético y aun metafísico), mientras que el mal se explicaría a defectu endum, o sea como una incapacidad, propia de la cosa, para «ajustarse» a su idea. El bien y el mal son realizaciones «positivas» del hombre.626 Y desde luego, el filósofo está más preocupado por la pregunta: urtde malum? que por la del origen del bien (a ésta ya se dieron de antiguo múltiples respuestas, coincidentes en general en la idea del hombre como copartícipe, colaborador de Dios en la Creación para llevar ésta a término, «con la ayuda de Dios», como decimos coloquialmente). Con todo, es obvio que el hombre «hace» el bien y el mal; pero no los «crea». ¿De dónde le viene la fuerza, cómo es que está «facultado» para ello? Esa fuerza no puede proceder del mundo sensible (éste se halla sometido necesariamente a la ley; un ente puede ser desviado de ella por la inmiscusión de otras condiciones en su gestación como un producto natural -tal es el caso de los monstruos-, pero nunca volverse activamen­ te contra su propia ley, contra el pro-grama que lo constituye). Tampoco del hombre mismo, aun cuando en él se halle «recogida» (como una suerte de «energía potencial»). Sólo queda pues una salida, gravísima: la fuerza para la «posibilidad» (no para la efecti-

sea bueno) y, un tanto a la griega, condenan o salvan al hombre ab ovo, según su «buena cuna» atemporal en el seno de Dios: «Para los puros, todas las cosas son puras; pero para los impuros e infieles nada es puro, sino que impuros (en la Vulgata: inquinatae, «manchados», F.D.) son su espíritu (¡orig.: o vouz\) y su conciencia.» (Ad Ticum 1, 15). En cambio, la tradición filosófica «pecó» por defecto, al ver el mal como una falta de bien, mera privado boni (Cf. San Agustín, De Civituce Dei XI, 22; Santo Tomás, Sumiría contra gentes 1,71; Leihniz, Essais de Théodicée § 153: «el mal no viene sino de la privación»). Por el contrario, es curioso que fuera un griego el que avisara (sin que se aplicara su indicación a la problemática ético-religosa): «*r». (Ed. bilingüe de A. Leyte. Anthropos. Barcelona 1988, p. 137s). Claro está que Heidegger se «vengará» a su manera: «el asunto del pen­ sar es, para Hegel, el pensar que se piensa a sí mismo en cuanto ser que gira en tomo a s í . ... En realidad, hay que comenzar con el resultado, puesto que el comienzo resulta de él.» (p. 119) ”* Que prefigura ya las tres grandes escansiones de la Ciencia de la lógica: el «devenir» (lógica del ser); la «aparición» del Absoluto (lógica de la esencia); la «vida» (lógica del concepto). En este último caso ( ¡Hegel acaba de venir de Frankfurtl), la «vida», que forma el primer momento de la Idea, quedará integrada en ésta. Hegel está en 1801 todavía bajo la égida pasada deHolderlin (el «fondo común») y presente de Schelling (la Identidad absoluta de sujeto y ohjeto). En Nuremberg -y bajo una cierta «vuelta» a Fichte-, el último punto de la Lógica tomará (englobando en sí ciertamente la Objetividad) un cariz «personal», autoconsciente, en correspondencia con el Espíritu Absoluto -la conclusión enciclopédica-, del que la Idea es expresión lógica. Quizá sería más dan* ver esa Identidad («el Principio de la especulación», lo llama Hegel) en el Principio supremo de los juicios sintéticos, según el cual -como ya sabemos- las condiciones generales (vale decir: el pensar, el sujeto) de la experiencia son al mismo tiempo las condiciones de los objetos (vale decir: el ser, el objeto) de la experiencia. ”* En efecto, recuérdese que, para Kant, «ser» (dejando aparte su valor de cópula lógica) es Positrón abso­ luta. Debiera haber parado mientes, pues, en la «extraña coincidencia» del empleo de un mismo término como cópula (identidad de sujeto y predicado, siendo ambos entre sí diferentes) y como posición de la cosa (si queremos, identidad de sustancia y accidentes, siendo ambos entre sí diferentes).

De la misma manera, Fichte -tratado aquí con un respeto que desaparecerá en G lauben und Wissen- ' es alabado por haber sido el único en captar el verdadero espíri­ tu del kantismo, derribando la cosa en sí y superando el dualismo entre pensamiento y sensibilidad mediante su profundización en la función mediadora de la «imaginación productiva», amén de haber conectado razón teórica y razón práctica bajo el primado de la Libertad, abriéndose así a una problemática ético-histórica que no podía dejar indiferente a Hegel. Y sin embargo, tam poco él «se dio cuenta» de que su Primer Principio implicaba ya la Identidad de sujeto y objeto. A l contrario, él no logra aunar el último (visto como «choque», Anstoss) con el primero, de modo que, en verdad, lejos de acceder a la identidad de ambos miembros, progresa indefinidamente (en un «mal infi­ nito»; cf. 4 :4 6 ) del primero al segundo, sin posible retorno al inicio: «Yo debe ser igual a Yo» (4: 45). Esa pura tendencia (que tanto se parece al «indefinido anhelo» de los románticos) se debe, según Hegel, a que Fichte habría puesto al Yo en su forma condi­ cionada (cf. 4: 42), a saber: como «yo» de la conciencia, identificando así Razón y conciencia pura, convirtiendo de este modo a aquélla en una figura finita. El Principio fichteano es genuinamente especulativo, en suma; pero el desarrollo y explicitación del mismo tiene lugar bajo la forma de la reflexión. Fichte llega así a un Absoluto que impli­ ca ya, ciertamente, la Identidad de sujeto y objeto, pero bajo la égida de lo subjetivo (el Yo subjetivo sigue siendo Yo, sin más; en cambio, el Yo objetivo es Yo y N o-Y o) (cf. 4 :3 8 ). A sí que se estanca en una identidad de sujeto y objeto que es solamente sub­ jetiva y que, lejos de volver circularmente al Primer Principio (Yo = Yo), en donde esta­ ba implícitamente contenida la unidad incondicionada, acaba en un Yo distinto al Yo y, en definitiva, irreconciliable con él. La razón queda degradada a «regla muerta y mortífera de la unidad formal». La determinación unilateral del objeto por el sujeto, vista encima como causalidad (una categoría del entendimiento), hace en suma que «el Principio de la especulación, la identidad» sea completamente dado de lado. (4: 52s). Las conse­ cuencias que de esta falta de atención al lado natural (desatención, no a un mero «obje­ to» indeterminado, sino al sujeto-objeto desde un respecto objetivo) se derivan en el campo del derecho natural y de la ética son, en el sentir de Hegel, nefastas. Fichte habría «solucionado» el problema kantiano de la relación entre libertad y naturaleza de un modo bien simple: exacerbando la libertad como un Deber imposible de cumplir, y redu­ ciendo la naturaleza a «algo absolutamente efectuado y muerto» (4: 53). De este modo, la presunta «comunidad de seres racionales» propugnada por Fichte se torna en una insoportable «dominación del concepto», que «parte» absolutamente a los hombres en dos mitades. Por un lado, hay que considerar al otro como un ser libre y racional. Pero a la vez, él debe ser visto igualmente como «materia modificable, algo susceptible de ser tratado como una simple cosa» (4: 54). El formalismo aquí latente, pura construcción de la reflexión, no puede llevar sino a una «situación de penuria» (4: 55), que desemboca a su vez en un Estado igualmente «de penuria» (literalmente: Notstaat, «Estado de emer­ gencia»), dedicado a vigilar a los ciudadanos y a impedir cualquier tipo de transgresión; pero desde el momento en que sigue estando absolutamente indeterminado el sentido posible de las acciones, dicho Estado debe acabar por configurarse como un Estado poli­ cial, en el que «no existe acto o incitación que no esté sometido a una ley, puesto bajo control inmediato y vigilado por la policía y por los demás gobernantes en general»

’* Siendo de nuevo malévolos, hay que observar que en Di//, todavfa no se ha producido la ruptura entre Fichte y Schelling, abierta y declarada en cambio en 1302. Más al nivel del pensamiento, justo es hacer notar que entonces habrá publicado Fichte Die Bcstnninuiig des Mcrochcn, con su entrega a la «fe».

■J7K

(4:56; cf. la importante nota ad loe.) - La absoluta libertad se torna asf en despotismo: summum ius, summa iniuria.760 El propio Schelling es por lo demás criticado sutil y sibilinam ente, ya en el Differenzschrift. Desde luego, Hegel -que parece estar exponiendo la ortodoxia de la filo­ sofía de la identidad- encomia el monismo de este pensamiento que se complace en la vasta realidad efectiva y se reconoce en ella (la Naturaleza es, en efecto, la aparición del Absoluto). La contraposición de libertad y naturaleza, de sujeto y objeto, es justamen­ te real porque ambos extremos son en el fondo idénticos (no a pesar de que lo sean), ya que cada uno de los extremos se reconoce -vuelve- a sí mismo sólo a través del iter del otro. Muy justamente, advierte aquí Hegel la presencia de esa «gema» buscada por el entero idealismo: el «bello vínculo» platónico (4: 65, n.). De la misma manera, Schelling habría superado el estrecho moralismo subjetivista de Fichte, a saber, esa supuesta dominación de la necesidad por la libertad, desenmascarada al cabo como el Terror de una necesi­ dad opresora: hacia el interior de los individuos (en la ética), y hacia fuera (en el dere­ cho natural y en la naturaleza). El error de Fichte (y de Kant, llevado al paroxismo por aquél) habría consistido en tomar libertad y necesidad como factores reales, cuando ambos son ideales (4: 72). Reales son, en cambio, la inteligencia y la naturaleza, cada una de las cuales integra en sí la contraposición ideal. N o puede haber una filosofía de la libertad y, yuxtapuesta a ella, otra de la necesidad (digamos: una ética y una mecáni­ ca): «C ada sistema es, a la vez, un sistema de la libertad y de la necesidad.» (ibid.). Igualmente, la idea de captar todo el desarrollo del mundo intelectual y del real como un devenir, y el ser de ambos como una autoproducción, como una «historia», es tan schellingiana como hegeliana. Y sin embargo, no es posible apartar la sospecha de que un pensador que había cap­ tado la Vida como «vinculación de la vinculación y la desvinculación», pudiera aceptar sin más que la Identidad absoluta fuera un punto de Indiferencia. El propio Hegel «tra­ ducirá» en términos lógicos la concepción de Frankfurt, al exponer el Absoluto -en frase célebre- como «Identidad de la identidad y de la no-identidad.» (4: 64). Y esto quiere decir que la razón especulativa necesita de ¡a negatividad de la reflexión, convertida así en «instrumento del filosofar» (4: 16; se trata de integrar al «enemigo», no de dominar­ lo ni aniquilarlo). El Absoluto no puede ser una Indiferencia místicamente captada en un «intuir de la luz incolora» al que «se aferra la ensoñación fanática» (4: 63)7“ . A l con­ trario, ha de ser producido en la actividad del filosofar; producido reflexionando sobre la propia reflexión, y producido para la conciencia. El Absoluto no puede ser pues una Identidad por aniquilación de los opuestos en una masa amorfa: «En la identidad absoluta está asumido7*2sujeto y objeto; pero como ellos están en la absoluta identidad, al mismo tiempo tienen consistencia, y esta su consistencia es lo que hace posible un saber.» (ibid.).

El lector tiene todo el derecho del mundo a reprochar a Hegel que «eso» no es Fichte (y más, a la vista del «segundo» Fichte e incluso, ya antes, de la -por entonces inédita- WL nova methodo de 1798). Pero lo importante es notar que -dejando aparte pruritos académicos- Hegel está proponiendo «modelos» generales de pensar (y a los que criticar), los cuales no dejan ciertamente de tener un «aire de familia» con el pensador examinado (cita profusamente textos fichteanos, implícita o explícitamente). Lo relevante no sería si Fichte dijo esto o lo otro, sino los peligros del formalismo (la idea del Estado policial, de la opresión sobre la natura­ leza, de la mala conciencia de cada quisque frente al Super-Yo de la Ley, etc., no son por desgracia temas que puedan quedar «arqueológicamente» fijados como algo que escribió alguien entre, por caso, 1794 y 1800). 7,1 Es difícil pensar que a Schelling se le escapara esta larvada crítica a la «intuición intelectual». Pero no sabemos de ninguna discrepancia entre los amigos, en estos años. ,í! Adviértase que Hegel escribe el verbo en singular, como para subrayar la íntima compenetración de los contrapuestos.

376

Pero no sólo queda así «integrada» la reflexión, en cuanto momento negativo -d ia­ léctico- de la especulación. También la «fe», como «certeza inmediata», es recupera­ da para el filosofar. La fe no es sino la Identidad misma, pero todavía sin conciencia: una razón que no se conoce aún a sí misma. Es más: la fe -lejos de ser «lo otro» de la reflexión- no es sino la relación que la reflexión tiene para con lo Absoluto. Como se ve, lo que está haciendo Hcgel es mediar las dos presuposiciones, separadas en el «estado de necesidad» de la filosofía de su tiempo. El Absoluto, la Identidad, viene presupuesto al inicio, ciertamente. Pero ahora de lo que se trata es de «la autocons­ trucción de la identidad como totalidad» (4: 74), como organización de todos los conocimientos, siguiendo el modelo orgánico (esto es: siendo cada parte expresión del Todo, y viviendo éste sólo a través de las partes). N o hace falta insistir en lo cercano que está Hegel aquí de sus concepciones de Frankfurt: fundamentalmente se trata de un cambio radical de terminología (ahora, lógico-metafísica) y del empleo de un rigor expositivo antes desconocido. ¡Pero también esa cercanía exige su tributo! A pesar de todo, al final parece que Hegel no logra desasirse por completo de las concepciones de Eleusis. La razón, en efecto, se configurará como síntesis absoluta de «la producción caren­ te de conciencia» y de la «consciente» (4:75), o sea: como articulación sistemática de la filosofía de la inteligencia (respecto práctico) y de la filosofía de la naturaleza (respec­ to teórico) (cf. 4: 68)'*'. Se trata de un claro homenaje al System des transcendentalen ldealismus del amigo (publicado, no se olvide, en 1800), enfatizado por la polaridad de los dos ápices de esa filosofía dual: respectivamente, el «arte» y la «especulación». Ciertamente, Hegel incluye en el «arte» no sólo el producto del genio (a nivel indivi­ dual, pero cuya obra -en cuanto símbolo- pertenece a la Humanidad) sino la «religión», en cuanto producto de un «genio universal» (en recuerdo del herderiano Genio de los Pueblos, cantado en Berna) que, en cambio, atañe a cada individuo (cf. 4: 75s). En ese quiasmo de ascenso (de lo singular a lo universal) y descenso (de lo universal a lo sin­ gular) puede entreverse ya, de un lado, el Espíritu, la concepción propia del Hegel madu­ ro, que tiene en efecto su contrapartida en la Idea especulativa como universal concre­ to. Pero, de otro lado, esa «reconciliación» de teoría y praxis es demasiado estática, demasiado equilibrada, y acaba por llevar de nuevo a la Indiferencia como «esencia» y meta de toda filosofía: a un «servicio divino»164, en el que cada respecto es: «un intuir viviente de la Vida absoluta y por ende una y la misma cosa con ella.» (4:76). ¡La «intui­ ción intelectual» schellingiana (que tanto debe al amor Dei intellectualis spinozista) es puesta aquí al final, como resultado! A l cabo de la calle, la reflexión especulativa pre­ senta la contraposición sujeto=objeto subjetivo / sujeto=objeto objetivo como apari­ ción (Erscheinung) «de la razón intuyéndose a sí misma» (4: 77), bien sea como Yo (intui­ ción trascendental subjetiva), bien sea como Naturaleza (intuición trascendental objetiva). Sólo que, así, seguimos teniendo dos manifestaciones. La razón sólo puede

'' Este equilibrio -tan schellingiano- gravitará pesadamente en los primeros Proyectos de Sistema, como veremos. , Hegel utiliza este neologismo para referirse al trabajo externo (la Jrotrjcrtc), por el cual adapta el hom­ bre las cosas a sus necesidades; reserva en cambio Bitdung ímutorú mutandis: n paÍK ) para la formación cultu-

486.

universal, ese movimiento espiritual o «vértigo» en el que entran y se disuelven todas las necesidades. Sin embargo, ese estamento motor de la sociedad moderna no deja de ser «inferior»: el dinero sólo tiene el valor «lógico» de un juicio infinito; por un lado, no es sino «una cosa inmediata»'™; por otro, es la «abstracción de toda particularidad, carácter (del miembro familiar, F.D.) o habilidad, etc., del singular.» (8: 270; 220). Ante ese Moloch inmisericorde sucumbe toda existencia natural: «Fábricas, manufacturas, basan su consis­ tencia (Bestehen: un término cuantitativo y matemático, F.D.) en la miseria de una clase.» (ibid.). Por eso aquí el Espíritu: «en su abstracción, se ha convertido en objeto: como lo interno sin identidad (Selbstlose)» Y como si a Hegel le resultara insoportable esa situa­ ción, da aparentemente un «salto»1*", utilizando la conjunción en él favorita (aber: «pero»; un término «técnico» en la metalógica hegeliana) para designar un cambio de esfera: «Pero este interior es el Yo mismo (Ichselbst: el «sí-mismo del Yo», F.D.)... la figura del interior no es la cosa muerta: el dinero, sino de nuevo, justamente, Yo. O sea, al Espíritu le es el Estado en general el objeto de su hacer y de su esfuerzo, y [él, el Espíritu] es fin.» (ibid.). Com o si dijéramos: la sociedad civil tiene como fin al Estado, y éste tiene su fin en el Espíritu. ¡No al revés! Tal es el «idealismo» hegeliano.™

ral. Como veremos en la Fenomenología, Hegel comparte con Platón el desprecio hacia ese primer tipo de tra­ bajo, propio del «esclavo» -el artesano, el fiavavaaz-, que trabaja para el «Amo»: desde luego, su estatuto es con todo superior al del campesino, doblegado sobre la riena. Quienes se dedican al mero Fonnrren constituirán la «clase obrera», para la cual no hay sitio en el sistema hegeliano (salvo como una subclase de la burguesía pro­ pietaria). Frente al campesino «vegetal», el obrero sería el «animal» del Estado. Y en la edad de la «técnica», de las Guerras Mundiales y de la Superación de la-metafísica (entre 1936 y 1946), Heidegger dirá en efecto del obre­ ro -desaparecido ya el campesino- que este tipo de humanidad (Mcnscfiemum) es el heredero del animal rorionale: el «hombre» nuevo, cuya definición es: «el animal trabajador» (das arbeitende T ía). Sólo que el despre­ cio hacia esa «bestia» (contra las exaltaciones inarxistas, y las de El trabajador, de Jünger) es superior al de Platón y Hegel: no hay dialéctica del «obrero», porque tampoco hay ya «amos» (mutatis mutandis: «grandes hombres»), sino leaders. Y así: «El animal trabajador se ha abandonado al vértigo (Taumel) de sus artefactos, a fin de que él mismo se desgarre y se aniquile en la nulidad de la nada.» (Vomage und Aufsatze. Pfullingen 19673; 1,65; hay tr. esp. de E. Barjau, Conferencias y artículos. Serbal. Barcelona 1994, p. 65). Es curioso que el término Taumel (que denota aquí desgarramiento y aniquilación) sea justamente el empleado por Hegel en la Fenomenología para designar la «verdad» del movimiento fenoménico del nacer y el perecen «Lo verdadero es así el vértigo (Taumel) de las bacantes, en el cual no hay ningún miembro que no esté ebrio; y como cada miembro, al separarse, se disuelve igualmente de inmediato, él (el vértigo, FD.) es igualmente sosiego transparente y simple.» (Pha 9:35; Roces, 32). Heidegger no cree en la «astucia de la razón». Por eso confía en un dios venidero y salvador '™ Al respecto, la conversión del dinero de monedas a papel de banco, y de éste a tarjetas electrónicas o pura fluctuación en las cuentas corrientes sería un signo más de la «planetarización» del estamento comerciante. ™ No es un secreto: el «alma» de la sociedad moderna es la sociedad anónima. Un «salto», en efecto, al estamento de la universalidad (o a la Generalidad del Estado). Pero se trata de una mera apariencia (la misma suscitada al pasar en el terreno «epistemológico» del entendimiento a la razón, o en el «lógico» del juicio al silogimo). Visto desde «ahajo», desde la existencia natural, es lógico que el individuo proteste por la disolución de su presunta identidad (una identidad natural, que exige la subsis­ tencia de su cuerpo). Desde «arriba» en cambio, desde el Espíritu, la disolución de las necesidades en la cir­ culación monetaria (y de la opinión pública en la «razón de Estado») es para Hegel la única garantía de que, administrativa y regularmente, pueda descenderse de nuevo al cuerpo social (y aun al natural: política del territorio y el medio ambiente) para garantizar su subsistencia y aun promover su prosperidad. Estamos aquí en una situación análoga a la de la negación del «gran hombre» por su valer de chambre. Este conoce sus mez­ quindades particulares y juzga de ellas desde esa misma mezquindad (la que a él le compete, y en la que se estanca). Pero el «gran hombre» no lo es por esas mezquindades, sino por ponerlas al servicio de una Causa cuyo fin a menudo lo supera. Así ocurre también en Hegel con la esfera socioeconómica. Miradas estas con­ cepciones desde el ciudadano «de a pie», resultarán desde luego de un cinismo brutal. En todo caso, recuér­ dese que Hegel no quiere «justificar» ni «aprobar» nada (la moral es una parte -y bien abstracta- del Sistema, y no puede juzgarlo desde fuera), sino establecer la lógica de lo que es. Vae victis! I0MBien «realista», por lo demás. Sin el control del Estado (por débil que éste sea), la sociedad civil se habría ya despedazado (como parecía anunciar-y hasta desear- Heidegger; ver nota 1078). Y sin elconttnl de la Filosofía (o de la Cultura, por difusa que ésta sea), de la Religión y del Arte, o sea: sin todo aquello que forma

487

También en el estamento público (el Gobierno, en sentido amplio) encontramos ese doble movimiento antitético: por un lado, a través de lo público interviene lo uni­ versal en todo lo singular, a manera del sistema arterial y nervioso de un ser vivo; por otro, el ser vivo (o el Espíritu como Vida) se conserva gracias a la necesidad natural y a la «segunda naturaleza» de la eticidad, que se derraman en lo general. Esta compe­ netración recíproca está regida por tres esferas: la A dm inistración del erario (Hacienda), el ejercicio del derecho (Justicia), y el orden público.*1" 1 En los tres casos, la legislación y ejecución debería adaptarse a los respectivos estamentos inferiores, para evitar una «rígida igualdad formal» (8: 271; 2 2 1).1™ También -m uy aristotélica­ m ente- hay distintas maneras de «ser hombre» según los momentos estamentales, en gradación inversa a éstos1™1: el hombre de negocios (transformación pública del comer­ ciante), atento al trabajo abstracto y a los beneficios que redundan de éste, el hombre de letras (o más exactamente: el letrado), el administrador del derecho abstracto (fun­ dam entalm ente, de propiedad), propio de la esfera burguesa.1086 Esos dos primeros momentos corresponden a la «inteligencia» del Estado. En cambio, la «voluntad» está en manos del estamento militar, que considera al Todo del Estado com o una sola Individualidad (cf. 8: 274; 223), como un Pueblo enfrentado a otros Pueblos. El círculo se ha cerrado, así: «se restablece el estado indiferente de los individuos entre sí, el estado de naturaleza.» (ibid.). En parte, es posible la convivencia pacífica entre los Pueblos, alentada especialmente por el estamento comercial, y basada en convenios y

un «espíritu común» entre los hombres y los inclina a verse como semejantes, las guerras internacionales serí­ an continuas, sin un momento de paz. Despachar toda esa esfera como superestructura ideológica significa con­ fundir el orden de la producción de mercancías con el de la creación de un mundo comunitario. Hegel denomina a este momento: Policey (8: 271; 220). El término procede naturalmente de la woXr re ta griega, y sólo más tarde se restringió hasta designar únicamente a la policía. Nosotros lo llamaríamos «Ministerio del Interior», aunque englobando también al Ejército: las fuerzas de orden, en defensa de los inte­ reses estatales cara al exterior. ICMLlega a exigir incluso una ciencia y una religión adaptable a cada estamento, llevando así al paroxismo la doctrina averroísta de la «doble verdad» (que aquí sería triple, y hasta cuádruple, si contamos una modula­ ción superior para el estamento público): «Al igual que hay una administración especial de justicia, así una ciencia y una religión particular: a ello no han llegado todavía nuestros estados.» (8:272; 222). ““ Como es natural: en el Estado -como sistema nervioso del conjunto- el primer momento estamental (Administración y Hacienda) tiene como base natural lo recaudado por gravámenes e impuestos: el ascenso desde esta base es un «descenso» cada vez más profundo al origen (el proceso dialéctico es circular), hasta la identificación simbólica del Monarca (fundamentalmente, Jefe del Ejército, ya que en lo legislativo y ejecutivo su derecho es puramente negativo: derecho al veto) con el campesino-guerrero. El resultado es una vuelta «espiritualizada» a la Naturaleza: una «tercera» naturaleza -si se quiere, tras la primera, física, y la segunda, ética-. El Estado es al fin un Individuo, representado por la voluntad del Monarca: el único con potestad para arrogarse el «Yo» como un nombre propio, cuando firma: «Yo, el Rey»; sin embargo, tal es el momento abs­ tracto, del «saber»; el carácter hereditario de la Monarquía -como corresponde a este descenso a lo familiarseñala tanto en la pertenencia a una dinastía -los Borhones, p e.- como en la numeración ordinal -Juan Carlos I- el significado en última instancia «natural» y arbitrario de la Monarquía. Karl Marx demostró poca finura y penetración lógica al burlarse de esta «sujeción al parto» con la que se corona el Estado. I0“ Por las expresiones de Hegel (cf. 8: 273s; 222s) debiera incluirse también en este estamento del saber, obviamente, a la enseñanza. El Gelehrter no es desde luego un «sabio» (contra la tr. de Ripalda, que puede inducir a confusión), sino lo que hoy llamaríamos -sin matiz necesariamente peyorativo- un «reproductor de ideología». Así, dice Hegel que en este cuerpo del Estado se depura toda índole sensible hasta hacerla des­ cansar en su esencia: «Pero es un objeto que aparece como ajeno, un obrar que se ocupa del pensamiento (Gedanken: el resultado del pensar, manipulable como un objeto o tema, F.D.) en cuanto tal: que se enajena (o exterioriza: entáussert) a si mismo como inteligencia, no como absoluto si-mismo realmente efectivo.» (8: 274; 223). Y para que no quepan dudas, añade al margen como conrraejemplos: «Guerra, Gobierno ¡menor. Pueblo singular - Arte Religión, la Filosofía.» Por lo demás, los miembros del estamento público se comunican entre sí: en nuestro caso, la «inteligencia» actuando dentro del orden público (control y espionaje) se llama justa­ mente: «Servicios de Inteligencia» (como en el caso de la C.I.A. americana).

488

tratados internacionales.ml Sólo que esos acuerdos —al fin, una vuelta en espiral de las relaciones formales entre clanes familiares- descansan en la buena voluntad, o sea, en un mero «deber ser»10"1; no tienen fuerza ni vigor, como ocurre con los contratos civiles, refrendados por el poder estatal. Pueden ser denunciados en cualquier momen­ to, de modo que el estado de guerra -com o «paz negativa» o guerra fría, o como abier­ ta hostilidad—es la situación normal entre naciones enfrentadas; las buenas inten­ ciones de Kant sobre la paz perpetua (que él mismo iría limando progresivamente)10*9 se estrellan ante la evidencia: «U na sociedad general de pueblos para la paz perpetua sería el dominio de un solo pueblo, o bien no habría sino un Pueblo —[la] individualidad [estaría entonces] borrada- Monarquía Universal.» (8: 275; 224). Esta peligrosa enso­ ñación romántica1090 tendría como condición necesaria la «lucha final»: una Guerra verdaderamente Mundial, en la que los Estados modernos desaparecerían en cuanto tales (como está empezando a suceder, hoy, tras la Segunda de esas guerras).1091 Kant se habría quizá asombrado si hubiera podido leer a Hegel. En efecto, la «volun­ tad pura» se alcanza (según afirma éste implícitamente) en el estado de preparación béli­ ca.1092 Pero ese estado es «inmediato», irreflexivo: una voluntad sólo sentimental. La ver-

," 1 Es significativo de esta «vuelta» el mera hecho lingüístico de que, en las relaciones entre Estados, se hahle de acuerdos internacionales, y no «interestatales». El Estado vuelto a su base natural, frente a otro, se torna en natío, Nación, de la misma manera que pueden reconocerse «naciones» dentro de un Imperio o «nacionalidades» dentro de un Reino (como en España). Pero, en esencia, cada Estado es único, soberano e incomparable (de ahí las dificultades, todavía hoy, respecto al derecho de injerencia en los asuntos internos de otro Estado, sólo plausible cuando un Estado se ha desintegrado por luchas intestinas, como en el caso de la ex-Yugoslavia; o en el futuro, ¡de la extinta URSS?). “** «Tampoco la moralidad tiene nada que hacer en esta situación, pues ella es el saber vacío y carente de individualidad del deber en cuanto tal.» (8: 275; 224). Cf. mi artículo, ya citado: Natura dacdala rerum. Sobre la inquietóme defensa kantiana de la máquina de guerra. A tal Monarquía Universal aspiraban pensadores como Fr. Schlegel o Joseph Gones (este último, lle­ vado de su ansia de unicidad, soñaba incluso con una final fusión hipernovalisiana y medievalizante del Papa y el Monarca). Cf. el cap. «Teología romántica de la historia» de mi: La estrella errante. Akal. Madrid 1997.En todo caso, el caveat hegeliano debiera entenderse dirigido no canto contra Kant cuanto contra los empeños de Napoleón por lograr un Imperio Europeo (estamos en 1805/06, recuérdese: el momento álgido del águila napoleónica, con el derrumbamiento del Sacro Imperio). Pero apenas tendría que cambiar una palabra de lo entonces dicho al redactar la Filosofía del Derecho en 1820, con una Santa Alianza controlada por Mettemich (aunque con el sabio contrapeso de Talleyrand y de Castlereigh). Hegel parece desde luego optar por el siste­ ma del equilibrio de potencias («paz negativa»; la positiva sería, bien una quimera, bien un peligro mortal para la existencia de Estadus independientes) y por una política de disuasión mutua, sin hacerse demasiadas ilusio­ nes al respecto (en 1870/71 estallaría la guerra franco-prusiana). IMI Al analizar las posiciones de Hegel en el Naturrechtsaufsati y en La constitución de Alemania adverti­ mos ya de su ambigüedad: por un lado, reconoce Hegel que «en la guerra es lícito el delito, pues se hace en favor de lo universal; el fin es la conservación del conjunto [del Estado].» (8: 275; 224); además, trabajo, dere­ cho de propiedad y hasta seguridad personal se ven amenazados (cf. 8: 276; 225). Pero por otro lado, justa­ mente ese riesgo evita la «dispersión del todo en átomos», o sea: la invasión de la esfera política por la socio­ económica. N o tanto la guerra cuanto el riesgo de ella («paz negativa») sería pues algo beneficioso según Hegel, porque enseñaría al individuo concretamente, por «intuición» (8: 276; 224), que su esencia real con­ siste en su abnegación ante el poder del Estado (cuya existencia es, inversamente, el conjunto de los ciu­ dadanos) y que sólo éste es el verdadero «singular», el único que «posee su absoluta libertad, y justamente esto constituye la fuerza del Gobierno.» (8:276; 225). Es significativo que el examen del Gobierno venga después de estas consideraciones sobre la guerra. lnl Se supone: tanto interna (Policía, y en general: Fuerzas de Seguridad del Estado) para evitar la siempre inminente anarquía provocada por la industrialización maquinista (a la esfera de la sociedad civil debiera apli­ carse con rigor el momento de la lucha por el reconocimiento entre poseedor y desheredado), como extema (el Ejército) para impedir que otro Estado se aproveche de la debilidad interna del vecino y lo invada. Que Hegel llame a esta «convicción» o Gesinnung: «voluntad pura» es algo sin embargo perfectamente coherente. La voluntad se ha «purificado» aquí de toda contaminación «natural», llegando incluso a sacrificar la propia exis-

dadera voluntad libre es en cambio «consciente de sí». Tal es el Gobierno sensu lato: tanto la inteligencia volitiva que da «fuerza de ley» al derecho abstracto (legislativo o judi­ cial: Parlamento y Judicatura) como la voluntad inteligente de la «decisión, el querer sin­ gular» (el Monarca) (8: 276; 225). El Gobierno, concentrado en definitiva en la volun­ tad del Monarca (la cual descansa directamente en la «inteligencia» del Gabinete, y mediatamente en la de los otros dos Poderes), es así: «el Espíritu cierto de sí mismo, que libremente, por el [solo] Espíritu, hace lo que es correcto y obra de inmediato.» (8: 277; 225). Ahora bien, en este estadio, el Espíritu está solamente «cierto de sí», no es la ver­ dad en y para sí mismo: es «Espíritu que es consciente de sí inmediatamente» (ibid.). Por tanto, ha de superar ad extra, diríamos, esa inmediatez (ya «asumida» ad intra, por la acción del Gobierno). ¡Vamos más allá del Estado!I0,, V l.4 .3 .5 .4 - El Espíritu de Verdad: A rte , Religión, Ciencia.

Las páginas finales del Curso de 1805/06 están consagradas en su mayor parte al exa­ men de la Religión y a su posición sistemática (los temas de política y de religión son los que absorben en mayor grado, como estamos viendo, la atención de Hegel). En gene­ ral, la presentación de las tres esferas del Espíritu absoluto es más estática que en la futu­ ra Enciclopedia y en los suplementarios Cursos berlineses. Cada esfera está respectiva y «epistemológicamente» regida por el modo de acceso del sujeto al Absoluto: intuición, representación y concepto. Y parece como si esos modos, aun ordenados y asumidos dia­ lécticamente, pudieran coexistir al mismo tiempo.*1

tencia «natural» de los singulares (los cuales, como citoyens, constituyen a su vez la existencia «espiritual» del Estado), no sólo en nombre de la «vida» (el mantenimiento de las familias y de la actividad económica), sino en el del «honor» (un Estado ocupado, como Francia por el nazismo, es una contradictio in adjecto o una vile­ za intolerable: como la Francia de Vichy).- Por lo demás, Hegel está llevando a concreción -alzándola a una esfera más alta, comunitaria- la concepción kantiana del «respeto»: el único sentimiento moral (también para Hegel la disposición para la guerra es una voluntad pura inmediata), consistente en la «humillación» del cuer­ po y las pulsiones interiores en nombre de la persona, del ser racional y moral, con el consiguiente desprecio de la propia vida (mantenida, sin embargo, pero como algo subordinado al deber). De modo que la alusión a Kant no es al fin tan extraña. Sólo lo es para quien está acostumbrado a «pensar abstractamente». 1Por incipiente que sea el conocimiento que alguien pueda tener de Hegel, se extrañará del «salto» abrupto del Manuscrito de 1805/06: el Estado, ese «Espíritu existente» (8: 284; 231), parece haber desapareci­ do cuando -tras la breve consideración sobre el Gobierno- se pasa al examen del Arte. Sin embargo, la cohe­ rencia sistemática puede salvarse, aunque sea distinta de la del Hegel posterior. El Gobierno, en cuanto Estado vuelto hacia su propio interior espiritual, convierte su saber cierto de sf en un contenido, ahora abierto a todos (cf. 8: 278; 226) justamente como símbolo e intuición de la cohesión social. Tal sería el Arte. En la obra de arte, cada singular (se) intuye (a sí-mismo como) lo universal, o sea: intuye directamente que él es, inmediatamente, el Estado. ¡Pero esto parece implicar una concepción «nacionalista» del arte -y de las otras formas-, que Hegel abandonará ulteriormente! Ya vimos que pedía incluso una religión y una Ciencia especial, internas al Estado (y hasta distintas para cada estamento, al igual que parecía sugerir la conveniencia de distintas «moralidades»). En la Enciclopedia (y en las Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal), en cambio, y aun sin abandonar la esfera del Espíritu objetivo, más alto que el Estado estará el Espíritu del Puebo (Volksgeist) y el Espíritu del Mundo (Wcltgeist), con su plasmación concreta en la Historia Universal armo Weltreich o «Imperio mundial» (en el sentido de «estadio de civilización», no de directa dominación política y, menos, militar). Y las tres esfe­ ras absolutas rebasarán coherentemente toda frontera nacional, aunque desde luego se desarrollen a través del tiempo (e incluso apuntando tímidamente a distintos «tiempos»: el Pasado para el Arte, la oscilación entre Pasado y Futuro para la Religión, el Presente para la Filosofía), en una intrahiscoria más elevada que la historia política y la civilizatoria (por decirlo con términos más actuales).- Por el contrario, nuestro Curso finaliza -como veremos enseguida- con la Historia Universal (8: 287; 234), entendida como producción inmediata de unidad entre la «creación cierna... del concepto del Espíritu» y el movimiento de conversión de este Espíritu «sabio» en el universo. Es la concepción con la que acaba igualmente la Fenomenología: la «historia concebi­ da» (o el concepto devenido historia), y que será abandonada en el sistema maduro.

VI.4.3.5.4.1 - El ca rá cte r prelógico del A rte .

En las breves consideraciones sobre el Arte no encontramos en efecto anticipo algu­ no de la famosa concepción sobre el «final del arte», propia del período berlinés. Ciertamente, se insiste (en fuerte aunque tácita polémica contra Hólderlin, y quizá tam­ bién contra Schlegel)1™4 en la inadecuación de la belleza para expresar la verdad (al con­ trario, ella es: «el velo que la cubre», 8: 279; 227). Y de hecho —tras algunos escarceos en los cursos del Gymnasium de Nuremberg—la belleza no encontrará puesto alguno en la Ciencia de la Lógica. Sin embargo, dada la concepción «clasista» (y «estatalista») del último Curso de Jena, bien puede entenderse que el arte es el vehículo necesario para la presentación del Absoluto al pueblo llano, limitado a la intuición y a la imaginación. El Arte es el saber infinito del Espíritu que se da de inmediato su propio contenido, o más llanamente: el Espíritu absoluto hecho «cosa»; una cosa que es su propia obra, en la que por tanto coinciden por completo contenido sensible y forma o significado espiri­ tual (cf. 8: 278; 226). Es el interior del Espíritu, absolutamente extrovertido. Por eso osci­ la entre la «figura» y el «Yo», el «alma» de esa misma figura: «entre la plástica y la músi­ ca.» (ibid.). Y de acuerdo con la ley del «retorno» a lo inmediato y «natural» (siempre elevado empero a un estadio más alto), la poesía tiene aquí un estatuto ambiguo, como si acompañara a todas las artes, siendo algo así como su «traducción» (ya que en ella se enlaza lo plástico con lo musical). También ella oscila en efecto entre lo más antiguo, la «plasticidad de Homero»: una «intuición sensual», y la alegoría moderna: una «belleza puramente intelectual... música de las cosas», que es una «intuición mental» (8: 279; 227). Relativamente fijas en la escala se hallan en cambio la escultura (no se alude aquí a la arquitectura, seguramente englobada en la Plastik), la pintura y la música: ese «puro oír», cuya configuración es la «mera existencia de un sonar evanescente», por conjun­ ción antitética de la melodía y la armonía (8: 278; 226).10,5 Por lo que hace a la poesía -a la que atiende Hegel preferentemente-, la peor de sus manifestaciones será la poesía naturalista (pues supone infundir lo más alto en lo más bajo), y la mejor la formalista, moderna. Pero en ambos casos se cae en la contradicción (ya expresada inicialmente por la definición misma de arte: un contenido espiritual no puede identificarse jamás, hegelianamente hablando, con una forma sensible): en el naturalismo (digamos: la poesía bucólica o descriptiva), el significado se rebaja a una individualidad; y en la alegoría, la individualidad se sacrifica en pro de un significado abstracto, de manera que deja de ser arte (pues el significado de la «cosa» sensible se convierte a su vez en un mero signo con­ vencional, que puede repetirse de memoria; y si ya tenemos el concepto, ¿qué necesidad hay —al menos para el hombre cultivado- de quedarse con una imagen extrínseca?). Pero lo que sobre todo repugna al sobrio Hegel es esta «vuelta», en el arte, del «pozo de aguas sombrías» de las imágenes inconexas y oníricas: el fondo amorfo de la inteli-

, esta independencia es puramente abstracta, negativa: no es su existencia singular la libelada, sino la «esencia simple del pensamiento». Aquélla sigue dándose, mal que le pese a la conciencia del estoico. El pensamiento en general es la abstracción de la existencia, igualmente en general (por eso es tan aficionado el estoico a quitarse la vida, en cuanto ve peli­ grar su honor, o sea -y en realidad- en cuanto le van mal las cosas). De manera que cuando el pensamiento quie­ re cobrar consistencia en lo existente (que es siempre algo singular), éste se rafa con facilidad de la obtusa pre­ sión del pensamiento, que oscila así por entre las cosas, hasta confesar que no sabe lo que éstas sean de verdad. El escepticismo es este vuelco del estoicismo en la existencia diseminada. Ambos extremos pierden su verdad. Surge así una nueva figura de la conciencia: la no menos célebre «conciencia desgraciada», propia del alma cris­ tiana, que desconfía tanto del pensamiento abstracto como de la existencia sensible y se refugia en una Esencia otrora existente, pero ya no, que ella tiene intacta sin embargo... en su pnipio pecho, o sea en el recuerdo y la devoción piadosa. Y Hegel no ahorra sarcasmos contra este «pietismo» (prefiguración, todavía formal, del «alma bella»): «Su pensamiento como tal sigue siendo el informe sonar de las campanas o un tibio vapor nebuloso, un pensamiento musical que no llega a concepto, que sería el único modo objetivo inmanente.» (9:125; 132). Ella -presiente» la conciliación, pero siente que ésta sólo se dará en otro mundo y, teresianamente, muere porque no muere. Y sin embargo, para alimentar su fe no le basta la llama que arde en su pecho, sino que ha de poner ésta en algo sensible, en un recuerdo de esa Esencia-Existencia que una vez habitó entre nosotros. Esta su contra­ dicción la empuja literalmente fuera de sí, en busca de huellas que, si están en el mundo, no pueden dejar de

ñámeme segura de que ella es la verdad interna de todo lo ente. Esta autoconciencia que se sabe a sí misma como verdad de lo «otro de sí misma» es ya razón, y razón universal. Por ello, el quinto capítulo está consagrado al reconocimiento de la razón en el mundo (y a la apropiación de éste como su mundo). Pero, de este modo, la conciencia no está ya examinando en ella misma su objeto y la experiencia que de él tiene, sino que está examinándose a ella misma en el mundo. Sale de sí; y sólo entonces, paradójicamente (para el sentido común, claro está) comienza a «entrar en razón», o sea a recordar e inte­ riorizar su carácter espiritual. Cabría denominar a esto: V l.4 .4 .3 .2 - Pru eb a o n to g en é tica de la co n cien cia en « su » m u n d o .'170

O bien, como el propio Hegel llama al capítulo: V ) Certeza y verdad de la razón ."71 Obsérvese que aquí están de nuevo invertidos los términos, como si la conciencia comenzara de nuevo: sólo que, ahora, esta conciencia racional está cierta de que ella es lo sustancial de ese mundo supuestamente externo. Ha de taladrar pues la superficial cos­ tra de éste para reconocerse a sí misma. Este reconocimiento se cumple en tres niveles: A) Razón observadora - Primero, observa («repitiendo» -ya no ingenuamente- el cami­ no del cap. I) una naturaleza que ella sabe ya como manifestación ad extra de leyes racio­ nales (cf. 9: 139s; 150s); luego se observa a sí misma en las leyes que ella misma se ha dado (lógica) y en su realidad efectiva externa (psicología) (cf. 9: 167s; 180s), y en fin observa la referencia de sí como autoconciencia a su propia realidad efectiva (fisiognómica y frenología) (cf. 9: 171; 185). A sí implantada en su mundo (un mundo que ya es para ella, sin consistencia pro­ pia), pasa a: B) La realización de la autoconciencia racional por sí misma - Puesto que ella cree (en repetición «racional» del cap. II: La cosa y la ilusión) que la «cosa» verdadera del mundo es ella misma, y todo lo demás sus propiedades, intenta por lo pronto poner el mundo entero a disposición de su placer (cf. 9: 198s; 214s), olvidadiza de que ella tiene

ser mundanas, y no puramente sobrenaturales. Por eso dice Hegel, en frase feliz que condensa todo este trajín en una fase histórica determinada (las Cruzadas para apoderarse del Santo Sepulcro), que la conciencia desgracia­ da hace la conciencia de su propia falsía (se ve ella misma como «sepulcro» que se limita a guardar el recuerdo de un Muerto) cuando descubre algo banal, y que ella debería saber: que el Sepulcn) está vacío. «Unicamente al hacer esta experiencia de que el sepulcro de su inmutable esencia realmente efectiva no tiene ninguna realidad efec­ tiva, de que la singularidad desaparecida, en cuanto desaparecida, no es la singularidad verdadera, renunciará a buscar la singularidad inmutable como realmente efectiva o a mantenerla como desaparecida.» (9: 126; 133). «Nosotros» sabemos que el error de la «conciencia desgraciada» consistía en venerar a un individuo concreto, a Jesús (a quien desde luego no nombra Hegel), en vez de seguir su ejemplo: vivir en el mundo a sabiendas de que el mundo es sólo el lugar de la Palabra, y no algo con subsistencia propia, y saber morir al mundo sensible como este individuo singular. Ahota bien, saber eso es rebasar ya los límites de la autoconciencia: ésta se vuel­ ve ahora al mundo sólo para corroborar su propia fuerza universal. La autoconciencia ha domado su apetito, sabe trabajar y elevar ese trabajo a la abstracción del pensamiento, y reniega tanto del mundo presente (el escep­ ticismo) como de un «mundo» pasado que ahora habría «pasado» a otro mundo. Ella, la autoconciencia, está en este momento cierta de ser la verdad, y toda verdad. Ahora tiene que probarlo, enseñoreándose del mundo: así considerada, la autoconciencia es ya razón, y razón universal, propia del mundo moderno. Aquí se pone el acento más en el «ser» (seyn ) de la conciencia que en lo sabido (Bewusst-) por ésta. 1,11 No está de más recordar que a partir de aquí (la parte con mucho más extensa y pormenorizada de la obra) Hegel se adentra en un territorio que luego se negará a reconocer y dispersará por diversos lugares del sistema, como temeroso de que esta verdadera Fenomenología del Espíritu (pues es ahora, en la «razón», cuan­ do de verdad comienza a emerger el Espíritu en cuanto tal, como explícitamente aparecerá en el cap. VI) fuera entendida como algo que ocurte «dentro» de la experiencia de la conciencia. Aquí, en la razón, las figuras no son todavía «figuras del mundo», pero sí son figuras que se adentran en el mundo, lo trabajan interior y cien­ tíficamente (y ya no sólo por íuera, como el Formiren del Esclavo), y acaban en la identificación de la Razón con su Mundo: el Espíritu.

519

su poder sólo por haber interiorizado las leyes de ese mundo y haberse sujeto a ellas. El resultado obvio es el choque de ese placer contra la dura necesidad del mundo, que no se sujeta a su capricho. Intenta pues el camino contrario: en lugar de perderse fáusticamente en el mundo, intenta reformarlo en nombre de las leyes que ella siente (pathos) en su corazón (cf. 9: 202s; 217); es el momento del «rebelde» (ejemplificado tácita­ mente en el Karl Moor de Los bandidos, de Schiller). La conclusión es, para esta fatua autoconciencia cordial, tan catastrófica como la anterior: ese mundo que ella preten­ día reformar según los impulsos de su corazón es su propio mundo: el combate está ahora en el interior, y la autoconciencia, que ha acabado por reconocer así la «locura de la infatuación», se hace «virtuosa» y pretende adaptar a su virtud el «curso del mundo» (cf. 9: 208s; 224s): una vacua y abstracta contraposición entre los dos lados de ella misma. Sin embargo, el reconocimiento de esta doble abstracción de los extremos exige ya hacer la prueba de la razón como este individuo concreto, no como una razón formal cuyo con­ tenido es la propia naturaleza a la que se pretendía dominar (el placer), el mundo que se quería reformar (interiorizado en verdad como pathos cordial) o un «curso» del mundo que no es sino la abstracción exteriorizada de la propia razón, alienada de sí. El resultado de todo ello es la aparición de un nuevo proceso para nosotros"” : C ) La individualidad que se es real (reell) en y para sí.- Su primera figura es: El reino animal del espíritu y el engaño, o sea: la Cosa (Sache) misma (cf. 9: 216s; 23 ls). En esta figura se «recuerda», en una nueva vuelta en espiral, la «vida» de la autoconciencia (comienzo del cap. IV) y a la vez se anticipa, a un nivel todavía formal, lo que será el mundo concre­ to de la eticidad (comienzo del cap. V I).11" La encamación individual de la razón ha de hacerse en todo caso según la «disposición natural» del agente, incapaz de salir de su «reino animal»; pero, en todo obrar, la obra va más allá, por su carácter abierto y uni­ versal, de su realización particular. La objetividad que ésta encarna no es pues simple­ mente material, sino espiritual (no para quienes la hicieran, ni para el «reino» en el que estaban inscritos, sino para «nosotros», sus intérpretes). El objeto deja de ser una cosa (Ding) para convertirse en la Cosa (Sache): el tema abierto a la opinión y goce de todos, que incorpora en su interior el trabajo producido. De modo que la individualidad pro­ ductora (como el Esclavo del cap. IV) se encuentra con que su obra es pública, Cosa de

En cada estadio, la conciencia «vulgar» queda como aprisionada de su propia experiencia y es incapaz de salir de ella. Somos «nosotros» los que escarmentamos en una aparente «cabeza ajena», y pasamos -guiados por el Narrador- a una figura superior, aunque -como en la «ilusión trascendental» kantiana- estemos con­ denados (pues no dejamos de ser en todo momento cada una de esas figuras pasadas) a repetir en nuestra expe­ riencia (cada uno a su modo) todo ese pasado. Por muy «autoconciencia» que seamos, no dejaremos de tener sensaciones, de estimar que hay cosas con propiedades, que hay un tranquilo y eterno mundo de leyes enfren­ tado a este turbulento mundo fenoménico; aun cuando en nosotros se dé la razón, seguiremos sintiéndonos vivos y, por ende, llenos de deseos, teniendo que competir por su realización con otra autoconciencia a la que intentaremos dominar, etc.; y aun cuando seamos la existencia del Espíritu, seguiremos observando la natura­ leza con la «confianza» de que ésta es razonable gracias a las leyes del pensamiento, observándonos a nosotros mismos en nuestra configuración psíquica, así como seguiremos intentando hacer del mundo el lugar de satis­ facción de nuestro placer o, al contrario, querremos reformarlo para adecuarlo a la voz de nuestro corazón, etc. Y así en todas las figuras. Cada etapa es, para la conciencia y la figura objetiva que en ella toma, absoluta. Sólo para «nosotros» es relativa. Sólo para nosotros cuenta, como eslabón, una Historia; la nuestra. 11,1 En la traducción castellana se pierde la «nivelación» que la razón, entre dos extremos situados en estric­ to paralelismo, «siente» aquí, tensa entre la «vida» de la autoconciencia y la «eticidad» del Espíritu. El original dice: Das geiscige Thierreich, o literalmente: «El espiritual reino-animal». El espíritu está ya presente, pero como una atmósfera en la que se baña el individuo (al igual que el TTOÁLTTjC griego «respirará» la atmósfera espiritual de las leyes de la Ciudad, como lado «animal» de la Vida del Espíritu o del Espíritu entendido por ahora solamente como Vida).- Las demás palabras del título («...el engaño, o sea: la Cosa misma») aluden claramente a un «remonte», invertido en la acción, de lo experimentado teoréticamente en el cap. II («...la cosa y la ilusión»).

520

todos. A esa «opinión pública» ha de plegarse pues la «razón obrera»: en un doble y linal movimiento antitético de la razón: la «razón legisladora» (cf. 9: 228s; 246s) y la «razón examinadora de las leyes» (cf. 9: 232s; 250s). Ambas figuras se revelarán -por oscilar entre los dos extremos: la universalidad y la singularidad—igualmente inanes. Las «leyes» de la primera (un sarcasmo contra la «ley moral» kantiana) no dicen sino banalidades, del estilo: bonum est faciendum et malum est vitandum, mientras que el exa­ men de la segunda (igualmente un sarcasmo contra el filósofo kantiano, que libremen­ te se da la ley a sí mismo y debe escrutar constantemente ésta desde su razón) lleva a la arbitrariedad del «entendido», al que han de plegarse las opiniones de los demás. Y es que la ley no puede ni cernirse sobre un mundo a ella indiferente, como un vacuo vapor uni­ versal y evidente, ni ser examinada por un individuo «racional» (¿desde dónde llevaría a cabo tal examen?), sino que está ya en todo caso encarnada en las tradiciones históricas de un pueblo (aunque al pronto éste no reconozca en ellas su propia tradición, sino que vea a la ley como algo sagrado y válido para siempre: tal el derecho de los dioses, la «ley no escrita» de la Antígona de Sófocles; cf. 9: 236; 254). Pero con esa encamación con­ creta, histórica, se rebasa desde luego la esfera de una razón que pretendía asimilarse, desde fuera y estáticamente, un mundo primero desentrañado en su legalidad y luego interiormente «trabajado». Esta «traducción» de lo teórico en práctico (una encamación del paso del «ser» al «deber ser» que Kant y Fichte daban, sin poder explicar la disponibilidad del mundo para la acción libre humana) supone el reconocimiento de la razón como Espíritu. El enfoque predominantemente gnoseológico («crítico», si queremos) cede ahora el paso a la presentación de las «figuras» de la conciencia, no simplemente en el mundo (como en el capítulo V), sino del mundo. Cabe apreciar aquí pues un tercer momento: Vl.4.4.3.3 — Figuras históricas en las que tom a cu erp o el Mundo.

Hegel tituló sencillam ente a este capítulo (el más largo y detallado de la entera Fenomenología): V I ) E l E s p ír it u .

Sólo a partir de ahora comienzan a coincidir en sus rasgos esenciales la experiencia de esta conciencia ya sabedora de su espiritualidad con el devenir histórico. A sí, la conciencia se encuentra al pronto inmersa en una vida comunitaria (la eticidad), que es la «verdad» del Espíritu, a la que cada conciencia se atiene, por constituir su sustancia (una sustancia ética, ya no natural). Es fácil reconocer aquí a la antigua Grecia, con inolvidables páginas sobre Antígona y Edipo que presentan la tragedia de la escisión de la conciencia entre dos «masas» o extremos de esa sustancialidad aparentemente ínte­ gra: la ley de la sangre, de la familia, y la ley del día, o sea: del Estado (cf. 9: 245s; 267s). La interiorización o reconocimiento de esa íntima ruptura por parte de la conciencia, que ahora toma a su cargo esa contraposición, lleva a la fragmentación del bello mundo griego en un pulular de conciencias, solamente igualadas de un modo abstracto, formal, por su reconocimiento jurídico como personas (cf. «c. El estado de derecho»; 9: 260; 283), y mantenidas en precaria unidad de un modo tan real como violento: a través de la voluntad del «Señor del Mundo» (9: 263; 285), que domina sobre todos los indivi­ duos singulares: el Imperator. La conciencia -y nosotros, con ella- hace así la dura expe­ riencia del Imperio Romano, culminante en el «mundo de la cultura (Bildung, ya no Formirung)»: el mundo moderno, en el cual se oponen como potencias (mutación, a través del cristianismo, de la ley del día y la ley de la sangre) el poder del Estado y la acumulación de riquezas, por un lado, y la clausura de la pura conciencia, por otro, la

r) y para el ser.» Ese «lo mismo» (ro airro) -lo único que hay de verdad: das Ganze- es exacta­ mente el «Sí-mismo» (Selbst) hegeliano: no el ser ni el pensar, sino el movimiento dialéctico de los dos. El verdadero «sujeto» y «concepto» es el «Sí-mismo», que no es sin más el «Yo» (y menos, un «Yo» asoluto), pues lo «mismo» conviene a «yo» mismo que a la «cosa» misma. Por lo demás, del Selbst no se puede decir nada (es él el que hace que todo sea y se diga), salvo la proposición especulativa: «El Sí mismo es el Absoluto». Que esto sea verdad depende en definitiva de una intuición: sólo que ésta viene preparada por toda la obra de Hegel, en vez de ser cosa aceptada de inmediato, aus dar Pistóle. 1!n Cf. Schelling, Femere Darscellung aus der System der Philosophie (1802): «para el filósofo, en la cons­ trucción rigurosamente científica es la intuición intelectual o racional algo decidido, sobre la cual no cabe ninguna duda ni es preciso encontrar explicación. Ella es algo que sin más y sin ningún otro requisito viene presupuesto, y en este respecto no puede decirse siquiera de ella que sea un postulado de la filosofía.» (S.W. 1/4, 361). Y también: «Hay pues un conocimiento inmediato del Absoluto..., que es el primer conocimiento especulativo, el principio y el fundamento de posibilidad de toda filosofía. Llamamos a ese conocimiento: intuición intelectual. Intuición: pues toda intuición es equiparación (Gleichsetzen) de pensar y ser, y sólo en la

Batalla de Jena y Auerstedt 1806

miento dialéctico de la proposición, que es lo que nosotros exigim os.- La proposición debe expresar lo que es lo verdadero, pero esencialmente lo verdadero es sujeto; como tal, éste es sólo el movimiento dialéctico, este curso que se engendra a sí mismo, que se lleva a sí mismo hacia delante y que retorna a sí.» (9: 45; 43). Adviértase empero el apuro de Hegel, patente en ese «debe expresar».1279 Aunque se exponga el entero movi­ miento, éste se enunciará también en proposiciones (¿en qué, si no?; el lenguaje no da más de sí). De modo que el Todo (lo único verdadero) tendrá que ser al fin intuido, y no expresado. Si esto es así, entonces ¡no sólo el Prólogo advierte contra la escritura en general de prólogos; la entera filosofía hegeliana advierte contra la escritura y lectura en general de exposiciones filosóficas! O más bien: advierte contra la tentación de tomar al pie de la letra lo que allí se dice, en lugar de pensar el movimiento entre las frases, o literalmente: en lugar de inteligir («leer entre líneas»). Este sería, en verdad, el «secreto» y el «misterio» de Hegel: que todo (Alies) se puede decir no a pesar, sino gracias a que el Todo (das Ganze) no se puede decir: Absolutum ineffabile. Si esta interpretación es plausible: ¿qué más se puede decir? Bien, se puede y debe decir que todo lo decible sólo lo es cuando es remitido a «algo» (el Todo) que consiste en la negación determinada, dialéctica, de toda pretensión de decir definitivamente la verdad. Ésa es la verdad. Y a decir esa verdad «socrática», a probar que el Saber absolu­ to sólo sabe (pero eso lo sabe muy bien) que es imposible saber en absoluto nada deter­ minado, se encamina Hegel mientras huye presuroso de Jena ante el avance irresistible del «Alma del mundo a caballo», de aquel «gran hombre» que iba a destruir con el hie-

intuición en general hay realidad... La llamamos intelectual porque ella es intuición-de-razón y, en cuanto conocimiento, es a la vez absolutamente una misma cosa con el objeto del conocimiento.» (S.W. 1/4,368s).Es preciso reconocer la extrema cercanía aquí de Schelling a Hegel. Lo que éste rechaza es que tal intuición sea un presupuesto absoluto ( ¡ni siquiera un postulado!), en vez de ser el resultado de la consideración del movi­ miento dialéctico. Por lo demás es una pequeña «maldad» de Hegel el tildar a esa intuición de «interna» (como acabamos de leer, Schelling insiste en que sólo en la intuición hay realidad; dato que Hegel protesta­ rá ante el amigo ¡que no se estaba refiriendo a él, sino a sus mediocres secuaces!). Que el propio Hegel acep­ ta la intuición al inicio (¡pero como algo vacío!) lo prueba WdL. Tratando del «ser sin más», dice: «No hay nada en él que intuir, si es que cabe hablar aquí de intuir; o bien, él es sólo este puro y vacío intuir mismo.» (21: 69). Y que acepta al final la intuición (pero plena de la negación determinada de todas las determinaciones lógicas) lo prueba En;. Hablando de la Idea, dice Hegel de ella que: «es el eterno intuir de ella misma en lo otro.» (Enz. § 214, A.). La expresión final («en lo otro») es lo que parece olvidar Schelling, con su Punto de Indiferencia. No hay «equiparación» («poner como iguales», «igualar») del pensar y el ser en Hegel (ver la nota anterior). I!” Y ya sabemos que toda la enemiga de Hegel contra la filosofía de Kant y Fichte se basa en el «deber ser» que éstos sostienen: un «quiero y no puedo».

557

rro y el fuego un mundo decrépito, coadyuvando así al parto de ese nuevo y flamante período del que el pensamiento hegeliano sería la «salida del sol» (Aufgang): «un rayo que de golpe saca a la luz la figura del mundo nuevo.» (9: 15; 12). Esa «maravillosa espe­ ranza» (por decirlo con Platón) pasará pronto, por desdicha. Pero la luz de ese rayo sigue animando las páginas de la Fenomenología: una obra rechazada por Hegel que nunca será rechazada ni olvidada por «nosotros», los lectores de Hegel. Una y otra vez seguiremos intentando ser por un instante «inmortales» en la experiencia del Saber olvidando en lo posible las egoístas exigencias de nuestra singularidad, si es que queremos ponernos a la altura de las palabras finales del Prólogo al Sistema de la Ciencia: «el individuo, según lo implica ya la naturaleza de la Ciencia, tiene que olvidarse tanto más de sí y, ciertamente, llegar a ser y a hacer lo que él pueda, pero del mismo modo ha de exigirse tanto menos de él cuanto que él mismo no puede espetar mucho de sí, ni exigirlo para sí.» (9: 49; 48).

VI.5.- EN CAMINO AL REINO DE LAS SOMBRAS (NUREMBERG 1808/1816). La gran prueba del olvido de sí mismo (¡no del «S í mismo»!), así como de la expe­ riencia, aparece en ese monumento de la filosofía moderna que es la Ciencia de la Lógica. Sin embargo, su gestación fue lenta y dolorosa, tanto por la dificultad intrínseca de la «Cosa del pensar» como por los acontecimientos externos, decididamente poco favo­ rables a que la «aurora» se convirtiese en el claro día del presente. La experiencia en la que estaba sumido nuestro profesor extraordinario de Jena (fue nombrado para este pues­ to, junto con el odiado Fríes, sólo en 1805, a instancias de Goethe) no permitió al indi­ viduo Georg Wilhelm Friedrich Hegel su engolfamiento en el puro éter lógico al que libremente se había expedido el Saber absoluto. El mismo recuerda, en la famosa carta a Schelling en la que anuncia a éste la conclusión de la ardua tarea de la Fenomenología, que había terminado de escribir la obra «en la medianoche anterior a la batalla de Je n a »12*0 (13 de octubre de 1806, principio del fin del Sacro Imperio Romano Germánico). A l día siguiente, la calle principal de Jena (Johannisstrasse) fue incendia­ da por las tropas napoleónicas. La humilde habitación de Hegel fue saqueada, mientras éste escapaba a toda prisa. V I.5.1. - El periodista Hegel, galeote en Bamberg.

Todavía de preceptor en Frankfurt, cuando buscaba Hegel desesperadamente comen­ zar una carrera académica, le había pedido al amigo Schelling consejo y ayuda acerca de a dónde encaminar sus pasos. Así, le escribe: «yo preferiría una ciudad católica a una protestante; quiero ver por una vez de cerca esa religión.»12*1 Siete años después vería colmados con creces sus deseos. Y la experiencia no le gustó nada. Del apuro de Jena (con la Universidad cerrada y la ciudad tomada y saqueada) le vino a sacar (la «Providencia» particular de Hegel) el fiel amigo Niethammer, nombrado desde 1806 algo así como Secretario Com arcal de Educación (Landesdirektionsrat für Schul- und Kirchemuesen) del flamante reino de Baviera, creado bajo el «protectorado» de Napoleón. Sin embargo, el puesto conseguido no era nada extraordinario, y menos para un profe­ sor extraordinario (aunque eso significaba ser mucho menos que un Ordinarias) que acababa de terminar una obra extraordinaria. Se trataba del cargo de redactor del

1210Br. i , 161s. La carta está fechada ya en Bamherg, 1 de mayo de 1807. ti$t Carta de 2 de noviembre de 1800. Bt. 1, 59.

558

Iglesia e In stitu to de S a n G il en N urem berg.

Bamberger Zeitung, un modesto periódico de una vieja, hermosa y archicatólica ciudadirremediablemente provinciana. Y allá se fue nuestro buen Hegel. A l fin, tenía expe­ riencia sobrada en la edición de publicaciones periódicas. ¡Claro que el Bamberger Zeitung no era el Kritisches Journal der Philosophie! No sólo era un periódico de información gene­ ral, bien alejado pues de las altas esferas científicas, sino que estaba sometido a una férrea censura (directamente por parte de las autoridades bávaras e indirectamente por las fuer­ zas francesas de ocupación), y limitado por lo común a la reprodución de noticias ya aparecidas en otros medios más poderosos (notoriamente en el oficial Moniteur). ¡Y aun así tendrá nuestro periodista problemas con la censura!1:8213

131 Hegel se hizo cargo de la redacción en marzo de 1807. Y ya en septiembre se le acusó de haber desve­ lado secretos militares por dar noticia de la ubicación de tres campamentos de tropas bávaras. Salió del apuro demostrando que él se habla limitado a copiar lo aparecido en otros periódicos alemanes (por cierto, a partir de esas «copias» elaborará Hegel informes ligeramente comentados sobre la Guerra de la Independencia espa­ ñola). Peto en otoño de 1808 tropezaría con una dificultad aún más grave: casi un delito de lesa majestad. Y sin embargo, él se había limitado -maliciosamente, eso si- a yuxtaponer dos breves informes, sin más comenta­ rio. Con ocasión del llamado «Congreso de los Monarcas Europeos», presidido en Erfurt por Napoleón, da cuenca Hegel (núm. 300 del Bamberger Zeitung, 26 de octubre de 1808), primero, de la imposición a Goethe y Wieland por parte del Emperador de la Gran Cruz de la Legión de Honor. Y a renglón seguido se informa de la «imposición» por parte del Rey de Baviera de «un vaso de oro, adornado con perlas» a un comerciante y de «un muy bonito collar» para la esposa y otro para la hija de éste, asi como del obsequio por parte del Rey de Wilrttemberg de una «apreciable suma de dinero y de un valioso adorno» a la mujer de uno de sus consejeros áulicos. La reacción de la Corte de Baviera fue fulminante. Se exige al periódico que publique «solamente noticias oficiales de fuentes oficiales, que han de ser indicadas en todo caso al final del artfculo». La cosa fue

559

G . W. F. Hegel.

(Dibujo a carboncillo).

Los veinte meses que pasó Hegel en Bamberg no figuran desde luego entre los más hermosos de su vida, aunque fue allí done se publicó, en octubre de 1807, la Fenomeno­ logía.1283 Para no asfixiarse acepta la invitación de Creuzer de colaborar como recensor en los Heidelberger Jahrbücher der Uueratm (Br. 1, 234; sin embargo, no escribiría por enton­ ces ninguna recensión12* ) , y pide constantemente auxilio a Niethammer para que lo lleve a una «Universidad más o menos protestante», pues en Bamberg no hay nada que hacer: él no es ni «uno de aquí» (Hiesiger) ni «un católico» (Katholik): «¡Acuérdese de mí —le pide en la misma carta—en ese su Reino! N o me deje aquí, y encima en el perió-

a mayores: a pesar del absoluto sometimiento de la redacción del periódico, todavía el 4 de enero de 1809 se recibiría la orden de publicar sólo artículos ya censurados y aparecidos en periódicos de ciudades principales, y eso siempre «que no pongan en entredicho las relaciones políticas» (fuentes cits. en Br. 1, 487). Afortunadamente, Hegel había abandonado ya por entonces Bamberg. Así que a dos de los mayores pensa­ dores de Occidente, Kant y Hegel, les cabe el «honor» de haber sido amenazados por la censura. Sólo que a un ya celebérrimo y anciano Kant se le censuró por dictar concepciones abstrusamente filosóficas en materia de religión, y en cambio un pobre redactor de un oscuro periódico de provincias estuvo a pique de ser encar­ celado por hacer comparaciones (y veladas insinuaciones sobre posibles amantes) de regias personas; y ya se sabe lo odiosas que son las comparaciones. Y la ciudad bien que ha colocado -para el turismo fino- una bella lápida recordatoria en la casa en que vivió Hegel. En la inscripción no se dice empero nada de qué tal lo pasó en su estancia en la «pequeña Venecia». 1!“ S í lo haría después, en su escancia en Heidelberg-, y con dos trabajos importantes: una recensión del tercer volumen de las Obras de Jacobi (de tono y valoración bien diferentes de las belicosas críticas de Jena), y un extenso enjuiciamiento sobre las negociaciones de la Convención de Wiirttemherg en 1815, de gran inte­ rés para la historia política del momento (resp. W. 4, 429-461 y 462-597).

un

dico.» (Br. 1, 204). Se figura incluso estar preso en una galera («remando» entre gale­ radas): «Tanto más ansio verme finalmente libre de mi Zeitungs—Galeere, cuanto que recientemente volví a sufrir una Inquisición que me hizo recordar con mayor precisión la situación en que me encuentro.» (Carta a Niethammer de 15 de septiembre de 1808; Br. 1, 240). Y en fin, poco después (el 1 de octubre): «cada minuto de mi existencia de periodista (Zeitungsuiesen) es vida perdida y malgastada, de la cual Dios y Vd. tendrán que rendirme cuentas, y procurar satisfacción.» (Br. 1, 245). Por fortuna, el buen Dios y el fiel Niethammer se la procurarían enseguida, propor­ cionando a Hegel un puesto quizá no muy honroso, pero con un sueldo sustancialmente más alto (¡incluyendo vivienda!) que el de la Universidad y el periódico. N o obs­ tante, sin recurrir a la Divinidad y por lo que toca a Niethammer,*11"5 hay que decir que en su oferta habrá tanta generosidad como cálculo político (al que se avenía de grado Hegel). La protestante y fabril Franconia había sido incorporada manu militan al muy católico y agrario Reino de Baviera.11"6 Y su Secretario de Educación estaba decidido a «inyectar» en el cuerpo bávaro una buena dosis de protestantismo y de humanismo (fomento de los estudios clásicos; por eso es conocida la reforma educativa de Niethammer como «Neohumanismo bávaro»), en doble lucha contra la tradición «papis­ ta» y rural, y contra el moderno «filantropinismo» proveniente de Rousseau y Pestalozzi (convertido a la sazón en un ferviente utilitarismo que ensalzaba las enseñanzas prácti­ cas y eso que hoy llamaríamos «altas tecnologías», siguiendo el ejemplo de la Ecole policechnique napoleónica). En este delicado juego de ajedrez (que terminaría en jaque mate para Niethammer), el puesto de Rector del Aegydius-Gymnasium de Nuremberg suponía una buena «torre», ocupada por el ariete Hegel. No dejaba de tratarse de algo parecido a nuestros Institutos de Bachillerato,1187 y Hegel sufriría por ello (las clases debieron de ser una dura experiencia: para el profesor y sobre todo para los sufridos alumnos). Pero seguramente sin el relativo desahogo y sosiego1288 de Nuremberg nunca habría podido escribir la enorme Ciencia de la Lógica. V l.5 .2 - En la «Torre» de N urem berg: la P ro p ed éu tica filosó fica.

Y a Nuremberg se fue Hegel, trotamundos a su pesar (bien distinto en esto a Kant, su gran predecesor). Impartir clases de enseñanza media fue algo desde luego muy favora­ ble para el desarrollo de su carrera como profesor: no hay más que echar un vistazo com­ parativo a los apuntes de estos cursos y a los de Jena, por no hablar de la Fenomenología. El estilo «salvaje» de los años mozos, a veces críptico y otras erizado de exabmptos y 1:85 Ascendido en 1808 a lo que hoy llamaríamos «Ministro de Educación» en Munich (Zentralschid— und

Oberkirchenrat), justo a tiempo para echar una mano al amigo. Adviértase que la organización educativa incluía la inspección de la enseñanza eclesiástica, mucho más poderosa y extendida que la estatal. Y ello no podía dejar de plantear graves dificultades (Baviera era católica; y la Iglesia —y sus enseñanzas- habían de seguir las directrices de Roma). El poder e influencia de Niethammer durarían, significativamente, el tiempo que duró el «protectorado» de Napoleón. En 1816, los ambiciosos planes de reforma educativa propiciados por Niethammer fueron rechazados y sustituidos por los de Kajetan von Weiller, sacerdote católico (desde 1823, a la muerte de Jacobi, Secretario General de la Academia de Ciencias de Munich) y defensor de una tardía y aguada Ilustración contra la nueva filosofía (incluyendo en ella al otro enemigo de Niethammer y Hegel: el filantropinismo pestalozziano). ¡Pero el Espíritu Absoluto seguía velando por Hegel! Justo cuando se eclipsa­ ba la estrella de Niethammer recibiría la Ruf para ir a Heidelberg de Profesor Ordinario de Filosofía. ¡Por fin! 1188Todavía hoy pueden verse pintadas por las ciudades franconas exigiendo una «Franconia libre». II'7Sólo había dos grandes universidades en Baviera: Erlangen (ciudad francona y hugonote) y Würzburg (católica); en ambas enseñó durante un tiempo Schelling. La capital, Munich, no tenía aún Universidad. I!“ En un triple frente: el sueldo era satisfactorio, Hegel se casó con Maria von Tucher, de rancia estirpe patricial nuremburguesa, y desde 1811 dejó de impartir materia nueva a sus alumnos, repitiendo apuntes con­ feccionados entre 1809 y 1810.

crueles y certeros ataques rayanos en la grosería, adquiere la vestidura solemne, lenta y un punto pedante del Herr Professor. Todo está aquí en el mejor orden, al menos desde el punto de vista de la exposición externa. El 5 de diciembre de 1808 tomó posesión Hegel del cargo, y una semana después comenzaron las clases. El Aegydius-Gymnasium (o en buen castellano: el Instituto de San Gil) era un establecimiento que comprendía no sólo la enseñanza media, sino también la inferior, y estaba dividido en tres niveles (cosa pintiparada para el «tríádico» Hegel): el nivel elemental (para alumnos de 10 a 13 años), el Progymnasium (para alumnos de 13 a 15 años), y por fin el Gymnasium en cuanto tal (Hegel sólo impartió clases en este nivel, destinado a jóvenes de entre 15 y 20 años), dividido en Curso (Klasse) Inferior, Medio y Superior. En el Progymnasium y el Gymnasium se llevaba la parte del león la enseñanza del griego. De acuerdo con las direc­ trices de Niethammer, se intentaba proporcionar al alumno una visión completa, una Propedéutica de la cultura, entendida ésta en un sentido «clásico»: algo que se adecuaba perfectamente a Hegel, no sólo desde el punto de vista pedagógico-político, sino tam­ bién y sobre todo porque fue allí donde comenzó a pergeñar lo que sería después la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. De todas formas, Hegel se centró como es natural en los cursos lógicos, preparando —aunque fuera a un nivel sencillo y esquemático- el gran salto a la Ciencia de la Lógica. Pero aparte de los cuadernos dedicados a la lógica (véase la nota 1220), se conservan gracias a los desvelos de Karl Rosenlcranz12** los apuntes -relativamente com pletos- de ,w Rósenleranz es una suene de San Pablo del hegelianismo, o si se quiete: hizo por Hegel un servicio aná­ logo al de Reinhold por Kant, pero con más inteligencia y rigor; Rosenkranz es mucho más que un divulga­ dor. Reinhold hizo accesible el kantismo al público culto, y aguó sus aristas para que obtuviera un nihil obscat

>56?

una Enciclopedia filosófica para el Curso Superior (1808 s.; W. 4, 9-69), que puede consi­ derarse el embrión de la primera Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio (Heidelberg, 1817). En esa primera y rudimentaria Enciclopedia se comienza ya, tras una breve «Introducción», por la «Lógica», y no por la «Fenomenología». La segunda parte está constituida por una breve (poco más de ocho páginas: W. 4, 33—41) «Ciencia de la Naturaleza», dividida en «M atemática», «Física» («M ecánica» y «Física de lo inorgá­ nico») y «Física de lo orgánico». La tercera parte: «Ciencia del Espíritu»12®, es mucho más pormenorizada, y aparece -n o podía ser otra cosa- como un interesante estadio medio entre el Curso jenense de 1805/06 y la futura Enciclopedia. Se divide en tres secciones: 1) «El Espíritu en su concepto» («Sentim iento», «Representación»12’ 1y «El pensar», subdividido a su vez en: «Entendimiento», «El juzgar» y «Pensar racional»);12’2 2) El político y religioso; Rosenkranz se empeñará en demostrar que Hegel no es ni mucho menos incompatible con el progreso científico y técnico, retocando y actualizando su pensamiento con ideas propias. Por eso, y a pesar de no haber seguido cursos con Hegel, puede ser considerado como su mejor «discípulo» (y por serlo, hetero­ doxo). Baste mencionar aquí su Wissenschaft der logischen Idee, en dos gruesos vols. (Konigsberg 1858-1859; ver al respecto mi «La recepción de la Lógica de Hegel (1823—1859)», en el ya cir.; Hegel. La Especulación de la Indigencia, pp. 163-217). Añádase a ello el haher escrito una biografía seguramente insuperable (la ya cit. Hegels Leben, de 1844), y el hecho (relevante para el tema que nos ocupa) de que a Rosenkranz se deba la publicación de los cursos de Nuremberg. No sin sortear múltiples problemas. Por un lado, él no formaba en principio parte de la Verein, de modo que no era considerado por sus miembros como uno «de casa» (ein Híesiger, por usar la expresión de Hegel en Bamberg); por otro, los editores de la Verein, empeñados en hacer de esa obra un KTtpxa etc aet, un «monumento para la eternidad», no estaban dispuestos a que el buen nom­ bre del Maestro se viese «contaminado» por sacar a la luz pública su pasado como profesor de Gymnusium. Sólo los buenos y discretos oficios de la inteligente viuda lograron torcer la voluntad de los despectivamente llamados Hegelingen. Así, en 1840 pudo salir por fin a la luz la Propedéutica filosófica, que tan buenos servicios ha prestado y sigue prestando al estudioso incipiente para el siempre difícil acceso a Hegel. En español con­ tamos con dos buenas traducciones, incompletas pero complementarias: Propedéutica filosófica, tr. de E. Vásquez. Equinoccio (Univ. S. Bolívar) Caracas 1980; y Doctrina del derecho, los deberes y la religión para el Curso Elemental (ed. bil.), tr. de ]. Navarro el al. Universidad de Murcia, 1993. Ambas cubren muy bien el respecto didáctico de iniciación. Pero es de ¡amentar que no haya una edición más completa -p e., conjuntando las eds. cits. de Hoffmeister (Nümberger Schriften) y de W. 4, ya que así se proporcionaría una clara visión del «taller» de Hegel y de la trabajosa evolución del contenido y forma sistemática de sus ideas hasta alcanzar el estatuto (en todo caso provisional) de WdL y de la l 9 ed. de Enz. (1817)-. >!9° Es interesante hacer notar la inversión de rango que se producirá ulteriormente: la sola Ciencia será la «Ciencia de la Lógica» (aquí simplemente: «Lógica», y con cierta razón, ya que falta por completo la expo­ sición del desarrollo dialéctico de las determinaciones: algo que exigiría un arduo esfuerzo de comprensión y que el buen Profesor Hegel ahorró a sus alumnos), y en cambio las ahora tildadas como «Ciencia» serán rebaja­ das a «Filosofía» (y también con razón, ya que la irrupción -¡o recuperación?- de la naturaleza no sólo en su ámbito propio, sino en el espiritual, hará imposible -e indeseable- considerar a esas disciplinas «reales» como autorreferenciales, exhaustivas y metódica e internamente demostrables).- Ello no quita para que haya otras razones más a ras de tierra: quizás quería inculcar el Rector a sus alumnos (la mayoría de los cuales no iban a dedicarse luego a la filosofía, como sigue pasando hoy en el Bachillerato) que sus enseñanzas tenían una dig­ nidad especial, equiparable y aun superior a la de las matemáticas o la ciencia natural. ™ Apartado suhdividido en «Recuerdo», «Imaginación» y «Memoria».- Sobre todo es importante el exa­ men de la imaginación, porque aquí aparece por vez primera el embrión de la Antropología, con breves pero esdarecedores parágrafos sobre los sueños, el sonambulismo, la locura y la fantasía poética (§§ 151-154). ,!W¡Esto es lo único ligeramente parecido a los temas de Pha.! Hegel parece no saber muy bien cuál es el lugar sistemático de su obra, una vez «apeada» de su carácter de introducción al Sistema. G im o ya vimos en nota 1220, en los demás Cursos intentará integrarla en la Lógica, como preparación a ésta. Rosenkranz nos ha transmitido ciertamente dos cursos sobre «Doctrina de la conciencia para el Curso Medio» (1808/09 y 1809 s ): un extracto de los caps. 1—IV de Pha. , que constituye por ello el embrión de la futura parte central de la Filosofía del Espíritu subjetivo; pero en 1808/09 esa Doctrina viene entendida como «Introducción a la Filosofía» en general (¡no a la Lógica!), mientras que en 1809s. está suelta como un fragmento errante, sin conexión con otras disciplinas. De todas formas, hasta la edición académica (G.W. 10) de estos cursos (de los cuales se conservan cuadernos corregidos por el propio Hegel) es difícil hacer conjeturas precisas sobre la evolución de su pensamiento. Es incluso posible que Hegel no tratase de «Fenomenología» en la «Enciclopedia Filosófica» (para el Curso Superior) por la sencilla razón de que ya la habían estudiado los alumnos pormenorizadamen-

563

Espíritu práctico» («El derecho», «La moralidad» y «El Estado como Espíritu real).»1293La tercera sección, en fin, sigue todavía las huellas de la ordenación de Jena: «A rte», «Religión» y «C iencia».1294 También es interesante señalar que, al menos según la cronología ofrecida en las dis­ tintas ediciones de los apuntes, a partir de 1810 cesan las distintas versiones de cursos dedicados a la lógica (como si Hegel hubiera establecido ya las líneas generales sobre las que trazar el esquema de la Ciencia de la Lógica) y aparecen temas de filosofía prácti­ ca extensa y prolijamente tratados: la «Doctrina del derecho, de los deberes y de la reli­ gión para el Curso inferior» (W. 4, 204-274) y una breve pero densa «Doctrina de la religión para los Cursos Medio y Superior» (1811-1813; W. 4, 275—290). Redactada en algunas de sus partes como un borrador en estado fragmentario, es con todo muy valio­ sa: se trata de un manuscrito con notas marginales del propio Hegel, editado por vez primera por Hoffmeister y conservado en Harvard. La «Introducción» de este curso apunta ya claramente a temas que serán recogidos y desarrollados en dos importantes manuscritos berlineses: el de Filosofía de la religión, de 1821 (G.W. 17)1195 y el de las Pruebas de la existencia de Dios (G.W. 18: 215-336).1294El punto decisivo -e incisivo- de la «Introducción» estriba en su rechazo del carácter formal y abstracto de las famosas «pruebas», las cuales -contra lo ya firmemente establecido en la doctrina «especulativa»*2 te en el Curso Medio (al que corresponde la Bcwussiseinlehre), en cuanto «Introducción» general.- En el Prólogo a la Ia ed. de WdL (1812) todavía defiende Hegel -algo artificiosamente, a la verdad- la (unción «pro­ pedéutica» de Pha como primera parte del Sistema de la Ciencia (11: 8). Pero ese pasaje es corregido en la 2a ed. (21: 9); allí desecha Hegel definitivamente la división del Sistema en dos partes, por así decir (de un lado Pha. y del otro WdL-PhN-PhG): la (unción propedéutica de Pha. queda sustituida por el Vorbegriff tur Logik de Enz. (1827 y 1830) y el sueño de escribir un entero Sistema se ve rebajado a la prosaica realidad de un mero Compendio para uso de los estudiantes (tampoco Rechtsphil. deja de ser un extenso Compendio de Derecho Político, en el que se exponen solamente sus Grundlinien: sus lineamientos básicos).- La primera apa­ rición «pública» de la «defenestración» de Pha. se encuentra en 1816, en la Lógica subjetiva: el objeto de aqué­ lla encuentra su localización lógica dentro de la «Idea del Conocer». La conciencia es -se dice allí- el con­ cepto libre en cuanto «Yo esentc para sí», enfrentado aún a la ‘ inmediatez del ser», de modo que «lo ohjetual tiene aún la forma de un ser que es en sí. Este nivel es el objeto de la Fenomenología del Espíritu: una ciencia intermedia entre la ciencia del espíritu natural (el alma, objeto de la Antropología, ED.) y el Espíritu en cuanto tal (la inteligencia, objeto de la Psicología, F.D.).» (12: 197s). Los editores avisan ad loe. (12: 351) de la existencia de un cuaderno de Nuremherg (no publicado en las distintas eds. de Prop.), dedicado al System der besondem Wissenschaften (1810/11); al margen del § 65 de este apunte ha anotado Hegel la ubicación de Phit , desde entonces definitiva. Pero no es posible saber la fecha exacta de esa anotación; sabemos en cambio que en el cua­ derno (también conservado) de la Enz. propedéutica de 1812/13 no aparece aún esa articulación, por loque ésta ha de ser posterior (además, Hegel no iba a dar a la luz pública en 1812 algo en lo que él ya no creía). El cambio (y por tanto el rechazo definitivo de Pha. como primera parte del Sistema) debe haberse dado en el «gran silencio» entre 1813 y 1816 (entre la aparición de la Lógica de la esencia y la del Concepto); durante ese misterioso período, el por lo demás prolífico y activo Hegel no escribió nada (salvo cartas, claro). ' El orden seguido corresponde ya al de la futura Enz., mientras que en Phá. VI la moralidad (moderna e individualista) seguía a la eticidad (griega). Ahora, desechado ya definitivamente el ideal griego de la noXtC como una ilusión, el orden no será fenomenologías -y en aquel capítulo, también cronológico-, sino lógico: al derecho (umversalmente abstracto) le sigue la moralidad (singularmente abstracta), para culminaren la concreta eticidad del Estado (el Individuo, implícitamente universal pero existente como particular). 1194 El último pár. de esta «Enciclopedia filosófica», destinado a la definición de la Ciencia, muestra, junto con un explícito retorno a la Lógica del inicio, una curiosa oscilación entre la doctrina fenomenología del Saber absoluto y el final «clásico» de Enz., con su alusión a la vot}GLC vor)aeí¡K aristotélica: «La Ciencia es el conocimiento concipiente del Espíritu absoluto. En cuanto que éste es aprehendido en forma conceptual, todo ser ajeno queda suprimido (aufgehoben) en el Saber, y éste ha alcanzado la perfecta igualdad consigo mismo. El Saber es el Concepto que se tiene a sí mismo como contenido y que se concibe a sí mismo.» (§ 208; W. 4, 69). 1191 Hay erad, esp., incluida en la ya cit. ed. de Ricardo Ferrara. ,m En su casi totalidad, el Ms. había sido ya editado por Lasson; hay tr. esp. de esta ed., a caigo de G. Rodríguez de Echandía. Aguilar. Madrid 1970.

564

del Prólogo de la Fenomenología- parecen dejar intactos al objeto de la prueba (Dios), al medio por el cual se llega a ese objeto (el mundo) y al hombre que hace la prueba.12” Hegel insiste en cambio en que la verdadera «prueba» implica una «elevación» (Erhebung; W. 4, 276) del hombre (negativa: desaparecen las penalidades del mundo, y positiva: ascenso a Dios a través de la gratitud) y a la vez una «degradación» del mundo, que pierde todo su encanto y hechizo —prestados de todas maneras por la fatuidad y los intereses humanos—, para volver a ser lo que él es de suyo: naturaleza «fuera de sí».129" En cambio, la Religionslehre propiamente dicha está claramente ordenada en breves pará­ grafos sin numerar1299. Se examina primero el concepto de Dios.”00 Luego el de la reli­

" " En una anotación marginal queda muy ciato este punto: «Se intenta probar, en el sentido habitual de Dios, a un ser (Ein Sem: un ser individual, suelto y separado; F.D.), como el que tienen las ottas cosas del mundo.» (W. 4, 278). Por eso acusará Hegel más tarde a la refutación kantiana del argumento ontológico de Barbarei («barbaridad»): por comparar la existencia de Dios con la de cien táleros (al respecto, da igual que se afirme o niegue esa existencia; lo único relevante es que ella es tomada como una «cosa» más, sólo que «más alta» o en un «sentido eminente», cosa que sirve de contraseña pero que nadie sabe a ciencia cierta qué quiere decir). ,m Este tema, de resonancias hondamente luteranas y casi místicas (desprecio del mundo) es relevante para comprender la doctrina puramente lógica de la autodestrucción de lo finito, cuya comprehensión consti­ tuye eo ipso la verdadera infinitud. Traduzco literalmente, respetando el carácter fragmentario del Ms.: «La verdad del mundo no [es) esta inmediata aparición, no esta inmediata existencia, sino que ella es el desapare­ cer, el suprimirse ísicfi Au/beben) y retornar a su esencia; dentro de la naturaleza externa, dentro de la natura­ leza intema del hombre. ... Dios [es la] esencia (Wesen) infinita, e.d. que la finitud no permanece estancada más allá como un mundo verdadero; sino que lo finito le desaparece al Espíritu como verdad, [dado] que él [el Espíritu] solo considera como lo realmente efectivo a la esencia.- Platón. Idea [lo] Suprasensible» (W. 4, 277). Con todo, esta última consideración no deja de resultar abstracta (como si por su parte la Esencia: Dios como Ser Supremo o Htichstes Wesen pudiera existir aparte y con independencia de esa caducidad y pérdida de ver­ dad por parte del mundo). De ahí seguramente la alusión a Platón. Una nota al margen de ese texto es mucho más precisa: «a) Todo existente finito perece en (in con dativo: denota quietud, F.D.) otra existente finito; y todo existente finito surge de otro existente finito (éste es el «mal infinito»: el infinito en potencia, F.D.). j¡) Pero este movimiento es al mismo tiempo el retorno del existente /miro a (in con acus.: denota movimien­ to y dirección; F.D.) su esencia. Esta esencia (este ser, diríamos en castellano aquí; F.D.) es la unidad de la exis­ tencia finita, el término medio (Mitre) de los extremos (o sea: de los existentes que van mutuamente pere­ ciendo, el uno en el otro; F.D.). Lo que perece es el hecho mismo de ser otro (Das Andete selbst vergeht) Infinitud» (ibid.).- Por lo demás, es lamentable que ni Hegel tuviera noticia por entonces del Freiheitsschrift de Schelling ni éste (con mayor motivo; se trata de fragmentos manuscritos) de los esfuerzos de Hegel por pensar la relación entre Dios y la Naturaleza. Se trata sólo de una anotación al margen; pero leída desde Schelling alcanza todo su valor... para mejor entender al propio Hegel: «Realidad efectiva de Dios en (an ihm) él mismo - La naturaleza de las cosas mismas.» (W. 4, 278; el guión equivale normalmente a dos puntos; recuérdese que, en Schelling, el Fondo o Grund es la naturaleza... en Dios). I!” Tan breves y densos son que, o bien presuponen ya un prolijo conocimiento de la doctrina de Hegel, o bien pueden ser tomados como exposición ortodoxamente luterana de la religión (posiblemente el astuto y prudente Hegel quería apuntar a las dos cosas a la vez; en todo caso, es obvio que estos parágrafos debían ser comentados y explicitados con detalle en clase; no es tan obvio que fueran comprendidos más allá de lo noto­ riamente «sabido» por los alumnos, a saber: más allá del catecismo luterano). En los primeros §§ se expone muy apretadamente el núcleo de la lógica objetiva, que ahora resumo toda­ vía más (para su plena comprensión es conveniente acudir al apartado siguiente de este Tratado): Dios es «el ser en todo ser»; pero eso es una abstracción inmóvil. Dios es esencia: «negativa referencia a sí; reflexión que se deter­ mina a sí misma.» En cuanto que parece o brilla (scbeinz) dentro de sí, la esencia se toma en «fundamento de la exis­ tencia y aparece; se manifiesta como sustancia absoluta» (al margen, una importante anotación hegeliana, que indica lo insatisfactorio de esta concepción spinozista-schellingiana: «[lo] interior [es] lo mismo que lo exterior»; recuérdese la distinción entre «interior/ exterior» e «interno/extemo»: sólo la última es una relación esencial). Así, cuanto aparece -sea pensamiento o existencia- como separado de esa sustancia es «sólo un momento sin ipseidad (sdbsdoses) o un acciente de la sustancia única.» Por eso es ella «poder» y «necesidad». Pero (comien­ za ahora el retomo al Sujeto, al Sí-mismo; teológicamente hablando, paso de los atributos entitativos a los atri­ butos operativos) en cuanto reflexión sobre ello, la sustancia se diferencia de sí misma y es la consistencia de las cosas: «el bien absoluto’ (todavía abstracto), lod a cosa es perecedera, por estar «separada del Todo (u>m Ganzcnj»; recuérdese nuestro examen sobre «lo verdadero es el Todo», en el Pról. de Phi¡.: «Pero su consistencia es el Todo», en el que ella tiene su necesidad, y en el que se disuelve: •absoluta justicia». Pero, sigue Hegel, mientras siga sien-

565

gión en general1101 (con breves alusiones a la religión natural y a la del arte), para pasar en fin a la «religión espiritual».1102 El parágrafo de transición a esta última parte es capital para entender el concepto del Dios hegeliano en su relación con el hombre (o sea: el concepto religioso de Dios); y pocas veces ha sido expuesto con tanta claridad como aquí: «La religión espiritual, en fin, contiene la reconciliación del mundo con Dios y la expo­ sición de éste en una figura humana, a saber: la conciencia de que Dios no es algo ajeno al hombre, sino que en el interior de éste se da Dios a sí mismo la intuición de sí.» (W. 4, 284; subr. mío). El resto se dispersa en cambio en apuntes para lo que después será el estudio de la «religión determinada» (o sea, para las concepciones precristianas). Y se concluye con la Historia Universal (una herencia jenense de la que Hegel tardará en desprender­ se) y su doble interpretación: si representada aconceptualmente, sólo se verá en ella el destino o la necesidad. Si en cambio se cree que a la Historia subyace una finalidad, se ten­ drá: «fe en la Providencia» (W. 4, 289). Un final, éste, bien ortodoxo, pero poco lucido, que será matizado como veremos en las Lecciones berlinesas sobre la Historia Universal. A pesar de este apretado y parco resumen, cabe esperar se haya advertido a su tra­ vés la profundización de Hegel en temas para él obsesivos al menos desde Tubinga, así como el enorme esfuerzo de sistematización, el ahínco por alcanzar una presentación «clara y distinta» del ingente caudal de materiales que el filósofo venía manejando desde Jena: ahora, con más cuidado y matización que en la celebérrima Solana. Y sin embargo, la meticulosa ordenación y la admirable concisión se pagan1301 o bien con un aplana­ miento de la doctrina (en un loable intento didáctico por hacer comprender a adoles­ centes nuremburgueses algo a lo que todavía hoy seguimos dándole vueltas) o bien -al contrario- con un hermetismo casi insoportable (para sus alumnos, se supone; para noso­ tros, seguro). Y lo más distintivo y paradójico de la Propedéutica es que, en muchos casos,

do captado Dios como sustancia, no veremos en él sino «c lega necesidad sin finalidad ni voluntad.».- De ahí el «salto» a la lógica subjetiva: «Dios es Sujeto».- O sea, sin dejar de ser sustancia (recuérdese la «consigna» hegeliana: expresar lo verdadero no como sustancia, sino en el mismo respecto como sujeto): «tiene una existencia (Existenz) propia, libre de la accidentalidad sustancial; y en ella es él en y para sí Espíritu.» (Hegel no da aquí más explicaciones acerca de este punto crucial, despachado con harta facilidad). «Dios es el Espíritu absoluto». En este sentido, el mundo ya no es simplemente aparición suya (ésa es todavía una doctrina griega, incrustada en el cristianismo por Pablo en su Epístola a los Romanos 1,20), sino: •Creación. Que Dios sea Espíritu y Creador es lo que constituye su concepto fundamental.» Los últimos pasos en fin (que no dejan de recordar al último Schelling; véase el cap. final de este Tratado) son: 1) que Dios sea Creador significa que: «en (un) su sustancia tiene la materia como lo negativo de sí, que determina a ésta como lo exterior y que se relaciona consigo mismo como Sujeto absoluto frente a ella.» Y 2) que ese respecto puramente negativo implica a su vez una «referencia negativa (o sea: esencial; F.D.) a este su propio otro y (por ende, F.D.) la eterna reconciliación de éste consigo (o sea de la esencia -cuya naturaleza es la consistencia de lo finito y por tanto lo «otro» de Dios como Sí misrnocon el Sujeto, F.D.), la intuición de éste como de algo suyo, o sea el amor eterno.» Pero este amor es sólo eso: intuición. Dios debe aún ser «probado» (en un sentido experiencial y casi gustativo, ya no lógico o argumenta­ tivo) en y por la libertad del hombre. «Dios puede amar al mundo sólo en el mundo de los espíritus (recuérdese el final «schilleriano» de Pha., F.D.), que por propia determinación se vuelve a él.» (W. 4, 280-281). 1,01 Con una espectacular anotación de Hegel, subrayada por mí: «ILa religión] es una relación del hombre para con Dios; pero también en el mismo sentido de Dios para con el hombre. La existencia (Dasein) de Dios: Dios tiene existencia solamente en la religión - religión objetiva.» (W. 4, 282). El último inciso forma parte de la lucha enconada de Hegel contra el sentimentalismo y la religiosidad interior, «del alma». Toda verdadera reli­ gión (también pues la religión precristiana) tiene un contenido, y un contenido absoluto, expresado a nivel de representación por el credo de cada confesión. Hegel ha dado múltiples nombres al Cristianismo, una vez elevado a consideración filosófica. Así, lo llama religión manifiesta (offenbare) , revelada (gcoffenbanc). absoluta o, como aquí: «espiritual» (para insistir obviamente en que el concepto viviente y auténtico de Dios es el de «Espíritu»), l’01 Salvando esos destellos que hemos ido recogiendo y que saltan aquí y allá, sobre todo en las anotacio­ nes marginales.

566

ambas cosas (la aparente trivialidad y el aparente hermetismo) se dan a la vez en el mismo texto, lo que no deja de ser tan «dialéctico» como desesperante. Es evidente que, para explicarse medianamente, necesitaba Hegel muchas más hojas que las ocupadas por estos apuntes. Tantas hojas, al menos, como las que forman una de los obras más voluminosas y a la vez enjundiosas jamás escritas por un pensador:lw< la Ciencia de ¡a Lógica, a cuya redacción se dedica ahora, atareado e incansable, el medianamente feliz esposo de una dama principal y respetado Rector Magnífico del Instituto de San Gil: el viejo topo Hegel. Vl.5.3.- Pensar el pensamiento consignado al lenguaje: la Ciencia de la Lógica. La primera dificultad con que nos encontramos ante esa magna obra está en su misma estructura, reflejada ya en los títulos y subtítulos: la Ciencia de la Lógica está dividida en dos partes: la Lógica objetiva y la Lógica subjetiva pero aparece en tres libros, cada uno de ellos dedicado a una «doctrina»: la Doctrina del ser1303, la Doctrina de la esencia1306 (ambas, comprendidas en la lógica objetiva) y -tras tres largos años de silencio- la Ciencia de la lógica subjetiva o la Doctrina del Concepto."07 Grosso modo y mutatis mutandis cabría pen­ sar quizá que a la lógica objetiva le corresponde la «metafísica» (o más bien sustituye a ésta) y a la subjetiva la antigua «lógica».130" Pero las comparaciones no valen aquí de mucho1300: algunos de los temas tratados en la lógica subjetiva habrían sido considera­ dos tradicionalmente como metafísicos (la teleología, la Idea de la vida, o del bien, etc.), mientras que la «ontológica categoría!», propia de la lógica del ser, había sido ya con­ siderada en el Curso jenense de 1804/05 como «Lógica» tout court. Por eso es preferi­ ble atenerse por lo pronto a la división extema (secciones y capítulos, respectivamente), tal como aparece sin más en los índices de los tres libros1310:

" " Me refiero obviamente a una obra filosófica de verdad; no, por caso, a un manual de historia de la filo­ sofía, como el presente. Pues de este tipo los hay mucho más extensos, y en muchos volúmenes, aunque cues­ te creerlo. 1,03 Nuremberg 1812 (ed. acad.: G.W. 11; citaremos: SL). Ya hemos advertido que, apoco de morir Hegel, apareció una segunda edición en la famosa editorial Cotta (la misma en la que aparecerían las obras de Sehelling), muy corregida y aumentada (Stuttgart y Tubinga 1832; ed. acad.: G.W. 21; citaremos; SL1). Para complicar aún más las cosas, al título general; Wissenschaft der Logik corresponde en la página opuesta el más restringido de; System der objectiven Logik, como si Hegel hubiera querido resaltar la neta separación interior de dos «sistemas»; el de la lógica objetiva y el de la subjetiva.- Por lo demás, WdL será citada exclusivamente por la ed. acad., ya que la de A. y R. Mondolfo (Solar. Buenos Aires 1976") es desaliñada e incompleta, y por otra parte he terminado una trad. esp. íntegra (de próxima aparición en este mismo sello editorial), en cuyos márgenes se reproduce la paginación académica. Nuremberg, 1813 (incluida en G.W. 11; citaremos: WL). Nuremberg, 1816 (en G.W. 12; citaremos: BL). De hecho, Hegel siguió impartiendo cursos bajo el nombre tradicional de «Lógica y Metafísica». Sin ir más lejos, la primera lección de Heidelberg (semestre de verano de 1817) se dictó bajo el título: Logik und Metaphysik (ver el Mitschri/t de F.A. Good, ed. por K. Gloy; Meiner. Hamburgo 1992).- La primera sección de BL («Subjetividad») es un examen dialéctico de la lógica habitual; concepto, juicio y silogismo. Esta sección es pues externamente la más parecida a doctrinas tradicionales (aunque quizá internamente sea la más alejada de ellas). no'1Aunque cabe reconocer un remoto «aire de familia» con la división wolffiana en «metafísica general» u «ontología» (en Hegel, la lógica objetiva) y «metafísica especial» (la lógica subjetiva, sobre todo en su segun­ da sección: la «Doctrina de la objetividad»; una suerte de «cosmología» a la que subyace una muy extraña «teología»). Tampoco es desdeñable el parangón con la lógica trascendental kantiana de KrV; sólo que, como es «lógico», desaparece la «Estética» y la «Dialéctica» es interna a la entera «Analítica», constituyendo su motor. Con todas las precauciones necesarias, cabría decir entonces que SL corresponde a la «Deducción de las categorías», WL a la «Analítica de los principios», y que al menos la tercera sección de BL (la «Idea») toca temas expuestos por Kant en la «Doctrina trascendental del método»; una suerte de lógica major. IU° En 1832, la división que sigue está precedida por los dos Prólogos a la Ia y 2a edición, y una Introducción.Además, WdL está «tachonada» de «Notas» u «Observaciones» (Anmerkungen) que funcionan a modo de esco-

KA7

1) Lógica del ser11"

DETERMINIDAD (CUALIDAD)

MAGNITUD (CANTIDAD)

f SER l ESTAR AHÍ (Daseyn) [ SER PARA SÍ

( CANTIDAD CUANTO

RELACIÓN CUANTITATIVA MEDIDA 2) Lógica de ¡a esencia ESENCIA COMO REFLEXIÓN EN ELLA MISMA

APARICIÓN (Erscheinung)

REALIDAD EFECTIVA

í CANTIDAD ESPECÍFICA { RELACIÓN DE MASAS SUBSISTENTES"11 ( DEVENIR DE LA ESENCIA APARIENCIA ESENCIALIDADES O DETERMINACIONES DE REFLEXIÓN FUNDAMENTO í EXISTENCIA (Existen*) { APARICIÓN l RELACIÓN ESENCIAL LO ABSOLUTO1’” REALIDAD EFECTIVA . RELACIÓN ABSOLUTA

3) Lógica del ConceptoUM SUBJETIVIDAD

CONCEPTO JUICIO” ” SILOGISMO

líos con un lenguaje cercano al «representativo», y que sirven normalmente de «ayudas» para precisar términos o doctrinas, o para comparar éstas con otras concepciones. Tienen por así decir una función inversa a la del «nosotros» fenomenolbgico: en Pha., los Wir-Stücke eran apariciones del Aoyoc, ya comprometido con el Saher, que daban continuidad a las experiencias de la conciencia vulgar; en WdL, en cambio, las Notas son «obse­ quios» del piadoso Hegel, que se rebaja a «desconectarse» algunos momentos del lenguaje dialéctico-especula­ tivo para, utilizando el lenguaje «normal» de los estudiosos de filosofía, hacer ver a éstos que «aquello de lo que se trata» ya había sido barruntado por otros, aunque de manera esquinada y «torcida» (sdütf). Por eso, las «Notas» son algo así como «descansillos» de la «escalera» lógica, y van desapareciendo paulatinamente segtín avanza WdL (o sea: según desaparece la «reflexión» exterior del lector y se va fundiendo con el curso de la «Cosa misma»). Por ello abundan en SL¡ (31 notas, incluyendo las tres famosas «Observaciones» dedicadas al cálculo infinitesimal, que constituyen de por sí un extenso tratado de «filosofía de las matemáticas»; cf. 21:236-309), decrecen en WL (17 notas; la 3* sec.: «Realidad efectiva», sólo tiene una, al final del cap. Ia: «Lo Absoluto»), y casi desaparecen en BL (con una sola y breve nota -casi al inicio- al «Gincepto particular»; cf. 12:43-48). " " Tras el título general ubica Hegel un importante apartado introductorio: «{Por dónde tiene que hacer­ se el inicio de la Ciencia?», y una «División general del ser». ” u En SL1: «Medida real». Utilizamos en este caso el neutro «lo» porque este Absoluto no es por así decir «el Absoluto verdadero» (o sea: el «Todo», de suyo inefable, como ya hemos advertido; aunque en WdL se «aluda» a él como «Idea absoluta»), sino lo Absoluto tal como él «aparece» en el nivel de la esencia. Si queremos, el capítulo expone y critica dialécticamente la «sustancia» spinozista, como se aprecia ya en los títulos de los apartados: A- «La exhi­ bición de lo Absoluto». B. «El atributo absoluto». C . «El modo (Modus) de lo Absoluto», (subr. mfo). " " Tras el título aparece un breve «Informe previo» (Voiberidu) seguido del índice; tras éste, un impor­ tante apartado introductorio: «Del Concepto en general», y una «División». En el cap. dedicado al «juicio» se altera el ritmo triádico. Hegel distingue cuatro tipos de juicio: A. «Juicio del estar ahí» B. «Juicio de reflexión». C «Juicio de necesidad». D. «Juicio del Concepto».- No es el único caso dentro de WdL (ver nota siguiente).

JfiH

MECANISMO OBJETIVIDAD

Q U IM IS M O

TELEOLOGÍA IDEA

VIDA CONOCER1’1* IDEA ABSOLUTA.

Y bien, ahora se trata de adentrarse ordenadamente en este «Reino de las sombras», siguiendo el consejo de Aristóteles, y del propio Hegel1317: procederemos de lo más abs­ tracto y general (los títulos de la obra, de las dos partes, y de los tres libros), a través de lo particular (las secciones de cada libro), hasta acceder a lo más concreto e intenso (la Idea absoluta, en la que confluyen título, partes, libros, secciones y capítulos). VI.5.3.1 - ¿Por qué la Lógica es la Ciencia, y además la única «Ciencia»? Con seguridad, ésta es la primera y única vez que en la entera historia de la filoso­ fía se tilda a la lógica no solamente de «ciencia», sino que se afirma además que ella es la única Ciencia (Wissenschaft) de verdad (las otras partes del Sistema son «filosofía»: de la naturaleza, o del Espíritu; y sólo por su basamento lógico merecen ser llamadas «cien­ cias filosóficas»).” "1Tradicionalmente ha sido considerada la lógica como organon, o sea I,u Este capítulo es el menos «regular» de WdL. Está dividido en dos apartados: A. «La Idea de lo verda­ dero» (¡no lo verdadero en cuanto tal, sino sólo su «idea»!), suhdividida en dos puntos: a. «El conocer analí­ tico» y h. «El conocer sintético»; y B. «La Idea del bien» (sin subdivisiones). Es como si WdL se fuera «agu­ zando» al acercarse a la conclusión; en efecto, el cap. siguiente (y último de B L ): «La Idea absoluta», no presenta ya divisiones. 1111Toda presentación rigurosa está, para Hegel, expuesta en y como un silogismo (el cual, como veremos, no es un armazón externo a lo tratado: ¡las «cosas» mismas son, en su verdad, un «silogismo»!). Y la figura principal de éste es: A - B - E (universalidad - particularidad - singularidad). n" Ya hemos visto que, en períodos anteriores, tendía Hegel a llamar «Ciencia» -con demasiada generosi­ dad- a las diferentes disciplinas filosóficas, empezando por la «Ciencia de la experiencia de la conciencia». La dis­ tinción actual, según la cual la lógica es ciencia, y sólo la Lógica es la Ciencia, tiene raíces profundas que han ido madurando paulatinamente en Hegel: ningún saber que trate de un objeto particular puede ser de verdad «Ciencia» porque, en esos «saberes», no sólo el «significado» es considerado como extemo al «referente» (tal es el caso del lenguaje «representativo», con el que operan las llamadas «ciencias particulares», estancadas en el nivel del entendimiento; un lenguaje y un nivel que en la filosofía hegeliana está explícitamente superado y asumido: aufgehoben) , sino que tampoco el «sujeto» (el conocimiento, si queremos; no Dios, ni el hombre, ni el «yo»: ya nos advirtió Hegel al final de Pha. que no nos hiciéramos ilusiones sobre nuestra individualidad) llega nunca a identificarse plenamente con su «objeto» (en términos escolásticos: el «objeto formal» a quo no coin­ cide con el «objeto material» quod). Dicho breve y abruptamente: en Hegel, ciertamente, la realidad conocida es igual al conocimiento de la realidad (eso es lo menos que, según su concepción, puede decirse de una verda­ dera filosofía, aunque no haya en rigor una filosofía verdadera: ¡ni siquiera la propia!). O dicho de otro modo, célebre: «Lo que es racional, es realmente efectivo; y lo que es realmente efectivo, es racional.» (Rechtsphil. W. 7, 24). ¡Pero adviértase que se trata en ambos casos de neutros adjetivos sustantivados! ¡Hegel no dice que la Razón sea la Realidad efectiva! (En términos lógicos: el Concepto no es sin más la Esencia, sino la verdad de ésta, oculta para ella misma). O más llanamente, en el lenguaje de la representación: ¡Hegel no dice que Dios sea el Mundo! (lo que dice es más bien que el ser de «Dios» consiste en el no-ser del «Mundo»). A Hegel se le puede acusar de cualquier cosa, menos de pamelsta. Hablando positivamente, una disciplina puede ser considerada como Ciencia si y sólo si es autorrefercndal. Y eso lo cumple únicamente la Lógica: ¡peto no su exposición escri­ ta, u oral!; ya sabemos que todo cuanto se diga puede ser «de verdad» pero que no puede ser la Verdad; la Ciencia de la Lógica se expone -y nunca mejor dicho- en el libio así titulado, ¡pero no se identifica con él! ¿Dónde está entonces la Ciencia? En el mejor de los casos, y siempre puntualmente, en la vivida comprensión del lector o intérprete, y no en las palabras de Hegel. Y es que, para ser absolutamente autorreferencial, «científica», la Lógica ha de ser considerada no sólo como el Pensar (un acto subjetivo) del Pensamiento (un «hecho» objetivo), ni como el Pensamiento del Pensamiento (ai es como ella se presenta, objetivamente y de «cuerpo presente», en el libro WdL). Pero tampoco puede ser vista como la misteriosa ttwjoiC vor¡aeoxi que es el dios aristotélico: un subjetivo Pensar del Pensar que, por ende, no piensa nada. Eso lo sería a lo sumo el Saber absoluto, que efecti­ vamente sólo sabe que no sabe nada, pues él es puto Saber, no la Sabiduría. La Lógica verdadera, esa Ciencia que

569

como instrumento formal y preparación para la ciencia, mas no como una ciencia pro­ piamente dicha (epistéme)1319, sino como una téchne o un ars1320: una suerte de «técnica de la mente», captada ésta indirectamente en una intentio obliqua y reflexiva, ya que es notorio (Hegel diría: bekannt, y por eso no erkannt: no conocido) que el conocimiento humano está primariamente dirigido «hacia fuera».1,11 Ciertamente, Kant daría pasos

no puede ser escrita pero que está rmcríta eh las páginas de WdL y que un lector ideal debería intuir cuando acaha la lectura de la obra, habría de ser algo así como (y perdón por lo bárbaro de la expresión): «Pensar-el-Fensamientn del Pensamiento-de-Pensar». Grsa parecida entrevio Fichte. Peto, fiel al planteamiento trascendental, se limi­ tó a enunciar y desarrollar la paradoja contenida en el ténninn Thathandlung («acción-de-hechu»), Y por eso no escribió una Ciencia de la Lógica, sino muchas versiones de la Doctrina de la Ciencia. Schelling, por su parte (de creer a Hegel), «saltó» directamente con su intuición intelectual a la «Ciencia», y desde ese presupuesto inefable (el «Punto de Indiferencia») pensó que podía descender luego con seguridad a las particularidades - Ahora bien, después de todo esto, hay que afirmar que la Lógica paga bien caro su estatuto exclusivo de ser la Ciencia: pues ella se mueve entre abstracciones (incluso la Idea no es sino la suprema concreción de la abstracción del ser). Para dejarlo en lo posible claro: el «ser» no es (o bien: lo que él «es» de hecho es... nada). El «estar ahí» no está ahí. La «existencia» no existe. La «identidad» no es una cosa idéntica (no «hay» cosas idénticas). La «realidad efec­ tiva» no es una realidad efectiva. El «Yo» no soy yo. Y la «Idea» no es una idea (y menos, b idea que nosotros nos hacemos de Dios; la Idea es la clara expresión lógica del confuso nombre «Dios»), Todo esto son trivialidades (tautologías negativas, reductihles a la huera verdad de que la Lógica no es una «cosa», sino la Ciencia), pero necesarias a la vista de tantas interpretaciones al uso, que despachan de un plumazo a I legeí por ser un «idea­ lista absoluto». Ahora bien (y éste es el punto decisivo para «entrar» en Hegel y poder criticarlo luego si es pre­ ciso): si lo entrecomillado denota «nociones- que no se adecúan con su «referente» (lo no entrecomillado), sino que sólo lo hacen entre sí, remitiendo unas a otras coherentemente, ello no significa que la Lógica no dé inás de sí. ¡Es la llamada «realidad» —la «naturaleza» o el «mundo», como un conjunto de referentes o «cosas»- la que no da literalmente de sí, la que no es «Sí mismo»! ¡Pretender que Hegel haya dicho que el «ser» es (o cualquiera de los demás ejemplos) significa seguir preso del lenguaje de la representación, que separa «significado» y «referen­ te», mundo interior (pensamiento o lenguaje, o sentimiento, o lo que sea) y mundo exterior! Pero la Verdad no es ni deja de ser el Mundo: la Verdad es del Mundo y «se da» en él; y el Mundo es para la Verdad y «está» en ella. Hablar de Verdad «suelta» o aparte del Mundo (o al contrario: creer que el Mundo, bien mirado, es ya la Verdad) tiene para I legel tan poco sentido como quienes afinnan que Dios es el Mundo (o más «técnicamente»: que es inmanente al Mundo), o, al contrario, que Dios no es el Mundo (o sea: que es trascendente al Mundo). Tanto da lo uno como lo otro; se trata de una «querella de familia»: de la «familia» del «sentimiento inmedia­ to» o del «entendimiento representador», presos ambos de una identidad rígida y absoluta o de una no menos fija diferencia absoluta.- Después de tanta explicación, sólo cabe aducir un hecho, evidente: si Hegel hubiera pensado que la Ciencia es algo así como la «realidad efectiva» o el «Mundo» no se habría tomado la molestia de escribir, antes, Pha.; y después, PKN y PhG. ¡G m WdL le habría bastado! Significativamente, eso es lo que le «reprochará» Schelling (a fin de que «su Hegel» cuadre con Hegel, pudiendo así vapulearlo a placer por haber­ se «olvidado» del Existente): ¡que haya seguido escribiendo, en lugar de detenerse en la WdL! I'" Cf. Aristóteles, Anal, prior. 1,1; 24al0. La lógica es una investigación (OKet/ae ) que trata de la demos­ tración y sus elementos, pero que no es a su vez demostrable, y por ende no es ciencia. Además, sus elementos no son «entes» sino abstracciones, puras relaciones de orden: no es p.e. lo mismo el conocimiento de los prin­ cipios del silogismo (objeto de la «filosofía primera») que el de su forma (objeto de los «Analíticos»). Cf. Metaph. IV, 3; 1005b3 s. 1U> Los estoicos, primeros en utilizar el término «lógica», lo entendieron armo la cualificación de un arte determinado: XoytKT} rex VT). Santo Tomás fijaría este sentido: «Lógica non est país principalis scientiae speculativae: sed reducitur ad eam ut adminiculum sive ut instrumentum ejus.» (In Expositione super Boetium de Trinitate q.5, 1, 2m). De todas formas, el Santo no es tan riguroso en su terminología como sería de desear y utiliza srientia en el sentido lato de «disciplina» justamente cuando está definiendo a la lógica como ars. Ver la Expos. in Ar. Itb. Post. Analyacorum. Procmium. n. i: «ars quaedam necessaria est, quaesit directiva ipsius actus rationis»; n. 2: «Et haec ars est Lógica, idest rationalis scientia; n. 3: «Et ideo videtur esse ars artium, quia in actu rationis nos dirigit, a quo omnes artes pnicedunt.» 1l!l Santo Tomás, Quaest. disp. de anima, q.un., a.3 ,4ni: «Ex obiecto enim cognoscit suam operationem, per quam devenit ad cognitionem sui ipsius.» Hegel, por lo demás, no negaría en principio esta concepción, refle­ jada en Pha. como paso de la conciencia a la autoconciencia. Lo que niega es que el «objeto» quede enton­ ces abandonado -incólume e intacto antes y después- y que en b cognitio sui ipsius (e.d. en el conocimiento del •S í mismo») se entregue una pura fomia abstracta (perteneciente a un «yo-sustancia» al que también le daría igual conocer o no, conocer una cosa o conocerse a sí mismo); en esa experiencia se entrega en cambio algo más ♦ conforme a verdad».

S70

decisivos en la dirección hegeliana, al distinguir entre lógica formal (cf. KrV B XXIII) y lógica trascendental. Sin embargo (y dejando aparte el confundente lenguaje «psicologista» y de «facultades» usado por Kant), ya sabemos que esa lógica (correspondiente al uso espontáneo de la razón, sensu lato) precisa de la intuición para que alcance validez objetiva la construcción o exposición (Darstellung) de las determinaciones. N o es necesario insistir en que la Estética y la Lógica constituyen las dos partes elementales del conocimiento; pero éste se expone como Crítica de la razón pura (entendiendo por tal: que hace abstracción de un contenido sensible), no como Sistema de la ratón pura (enten­ diendo por tal: que se da a sí misma su propio contenido, ya que la vacía intuición ini­ cial en que desemboca el Saber re-flexiona sobre sus presupuestos para formarla y con­ form arla)."” Fichte, en fin, será quien más se acerque a la concepción hegeliana, al hacer coincidir en la Doctrina de la ciencia la forma del pensar con su contenido."” Y sin embargo, esa coincidencia, expresada en la «acción-de-hecho» (Thathandlung), exige un «choque» o impulso originario (Anstoss: algo así como la «X » kantiana) que sirva de obstáculo y a la vez de estímulo a la espontaneidad del «Y o»."” De manera que en Fichte sigue dándose un doble hiato: entre la Doctrina de la ciencia y la lógica formal por un lado; y entre el «Yo» y el «choque» de «X » -que lo afecta y «despierta»- por otro. El primer miembro fundamenta y da validez y sentido al segundo, ciertamente: pero lo hace como «desde fuera», mediante una aplicación o Anwendung (por usar el término usual en Kant, y denostado por Hegel). Sin embargo, fue Fichte el primero que se atrevió a exigir la conversión de la filosofía en Ciencia, y en identificar a ésta con un Todo íntegro de conocimientos (Ganzes) ■ IS!Í Estas aproximaciones históricas no deben entenderse como una mera ayuda didáctica o un ascendente hilo conductor que nos lleva a través de tanteos hasta la «verdad» de Hegel. Éste se halla convencido -una convicción tan seductora como difícil de probar en detalle- de que el curso lógico se desarrolla paralelamente al progresivo descubri­ miento histórico-filosófico de las detenninaciones lógicas y su entrelazamiento, de modo*1

" " Kant se acercó a esta «Intuición interna» o autoajección, al considerar al tiempo como «forma del sen­ tido intemo» (KrV B 153). Y literalmente en A 33/B 49: «El tiempo... en cuanto la forma del sentido intemo, esto es, de la intuición de nosotros mismos (des Anschauens unsercs sclbst).» Hegel argüiría que la forma de una Intuición interna no es a su vez una intuición, sino la expresión lógica y reflexiva de y sobre ésta: el devenir, y no el tiempo. IUI Gchalt: «contenido genuino»; no Inhale: «contenido» en general, con aparente independencia de la forma. Ver Ucber den Begri{{ der Wissenschaftslehre § 6: «la lógica debe dar a toda ciencia posible mera y sim­ plemente la forma; en cambio, la Doctrina de la ciencia debe dar no sólo la fonna, sino también el contenido genuino.» (W. I, 66). Este Cchalí (como si dijéramos: lo ob-tenido por un proceder formal; por eso significa el término, también: «sueldo, salario») proporciona a su vez los principios de las ciencias particulares, de un modo inseparable de la forma de éstas: «ella misma (la Doctrina de la ciencia, F.D.) ha de instaurar para todas las otras ciencias no sólo principios y, por su medio, su interno contenido genuino (aquello que ellas tienen de ley y valor, F.D.), sino también la forma y, por su medio, la posibilidad de combinar múltiples proposiciones en ellas. Por tanto, ha de tener esa forma en sí misma, y fundamentarla por sí misma.» (§ 2; I, 49). 1 «El Yo debe estar en tal relación con un cierto X -el cual, en cuanto tal, ha de ser necesariamente un No Yo- que sólo por el [hecho de] no estar puesto el otro deba ser puesto él, y viceversa.» (Grundlagc; W. I, 188). 1,11 Ucber den Begriff... § 1 (W. I, 38): «La filosofía es una ciencia». Es más, Fichte reconoce que el con­ cepto de «ciencia» no se limita a la fonna sistemática (conexión de todas sus proposiciones en un único prin­ cipio, como pedia Kant en la Arquitectónica de KrV). Además: «Una ciencia debe ser Una, un Todo.» (I, 40). Pero, preso del ideal deductivo, entiende que esa unificación, latente en coda ciencia y debida a un primer prin­ cipio suyo, descansa en una Ciencia suprema cuyo primer principio es incondicionado en su certeza y en su contenido genuino, de manera tal que sea posible «in/cnr de él, de una manera determinada, la certeza de las otras proposiciones » (, 43); esa Ciencia sería entonces: «la ciencia de la ciencia en general.» (ibid.). Se aprecia muy bien la impronta canesiana de esta concepción: las demás ciencias se relacionan con la «Ciencia de la cien­ cia» sólo en cuanto a su certeza, dejando intocado su contenido

que la historia de la filosofía (y de las ciencias) sería algo así como la «aparición» (Erscheinung) de la «esencia» lógica. Ciertamente, esas determinaciones deben consi­ derarse en si, implícitamente, como atemporales (no intemporales, según hemos ya seña­ lado). Pero sólo se hacen explícitas en el tiempo.1” 4 Por eso señala Hegel (y la analogía no es casual) que, al igual que para aprender el propio idioma es conveniente estar fami­ liarizado con otras lenguas, así también la persona que ha entrado en estrecho contac­ to con las ciencias particulares (y afortiori, con las concepciones filosóficas que las sopor­ tan y dan sentido) podrá entender con mayor facilidad la Lógica que quien se acerque sin otros conocimientos -digamos, libre de prejuicios- a ella.1” 7 La Ciencia de la Lógica vive de la negación determinada de las ciencias particulares, las cuales, a su vez, no se limitan a descansar en el lenguaje cotidiano (como si éste fuera una base inerte, inmó­ vil), sino que lo modifican y depuran en profundidad (convierten, diríamos, su contenido en «valor de ley»: Gehalt). Nada más «lógico» pues que los términos básicos de las cien­ cias -dialécticamente contrastados y elevados a unidad- reaparezcan en el curso lógi­ co. Bastaría echar una ojeada superficial a la Ciencia de la Lógica para darse cuenta de que ella es el estado de la ciecia (y no sólo de ella, sino también de la praxis).1328 De ahí lo inane de la crítica que acusa a Hegel de haberlo sacado todo del concep­ to. Si por tal se quiere dar a entender lo que Hegel llama «el Concepto», no hay obje­ ción alguna. Eso es lo que explícitamente defiende Hegel. Pero mediante ese término -dejado sin definición ni aclaración- se pretende hacer un guiño al cómplice lector: ya se sabe que «concepto» es lo que sale «de la cabeza», etc. (naturalmente, el crítico no explica qué quiere decir exactamente con eso). Ahora bien, y para empezar: Hegel extrae todo del Concepto, de forma pura, sólo en la Ciencia de la Lógica.1329 Pero si puede hacer tal cosa es porque el elemento del Concepto (que Hegel llama: das Logische, «lo Lógico») es la abstracción determinada de todos los ámbitos del saber (no en sus peculiaridades, sino en sus leyes y principios) constituidos en una determinada época (el presente), enrai­ zados en un pueblo histórico en estrecha conexión con otros y con el pasado común (la Historia Universal), y expresados en un lenguaje evolucionado y cultivado. Y a la inver­ sa. podemos hablar de ámbito científico, de época, de pueblo, de Historia y de lengua­ je porque hemos articulado esta totalidad (Totalitat) de sentido en un Todo (Ganzes) de ' Se trata de una especie de regla hermenéutica de rctroducción: el investigador lógico ha de proceder como si en todo momento se hubiera pensado de acuerdo a las determinaciones contenidas en WdL; aunque de hecho éstas hayan aparecido en el tiempo, no podrían ser ordenadas sistemática y metódicamente sin la pre­ suposición de que, dándose en el tiempo, no son un producto del tiempo (sustituyase «tiempo» por «expe­ riencia», y se apreciará hasta qué punto sigue fiel Hegel al planteamiento kantiano). Y ello porque, aunque surgen en el tiempo, lo explican y condensan: por eso es el pensamiento el «pasado» del tiempo: el tiempo como íntegramente pasado, remansado... hasta ahora. Hegel intenta así escapar a la vez del relativismo o historicismo y del deductivismo atemporal. WdL 11: 28: «Sólo a partir del profundo conocimiento (Kenmniss) de otras ciencias se eleva para el espíritu subjetivo lo Lógico, y no sólo como algo abstractamente universal, sino como lo universal que englo­ ba dentro de sí la riqueza de lo particular.» ' Uno de los más fáciles criterios para identificar una determinación lógica consiste en probar si ella es aplicable tanto al ámbito de las ciencias naturales como a la política o la religión. Aparte de los habituales términos lógicos u ontológicos, repárese en nociones como «mecanismo» (la maquinaria del Estado no es una metáfora tomada de la mecánica; muy bien podría defenderse lo contrario, p.e. en Hohbes), «finalidad» (tan finalístico es un sistema algebraico como el culto religioso, p.e ), «vida» (de nuevo: la vida del Espíritu no es una metáfora tomada del analogacum princeps de la vida animal), «bien» (no es ningún mero símil hablar de la «bondad» de un teorema matemático, si éste es bien entendido), etc. Pha. implica un objeto concreto: la conciencia común, que ha de ser socráticamente educada, para que saque a la luz, para que sepa y haga la experiencia de eso que la constituye esencialmente; y la filosofía real (PhN y PhG) presupone tanto el elemento lógico como el contenido de las ciencias de la naturaleza y de la acción práctica y espiritual.

572

verdad. De ahí la paradójica intemporalidad móvil de la lógica: el método se va robuste­ ciendo y estrechando, refinándose cada vez más, según se suceden conocimientos y acon­ tecimientos sociopolíticos y religiosos. La Lógica es una abstracción que rezuma vida.*1I,” 0 Pero en fin, ¿qué significa «Ciencia»? Reinhold, Fichte y Bardili habían insistido en la necesidad de hallar para cada ciencia un Primer Principio del cual, por riguroso aná­ lisis, pudieran deducirse todas las consecuencias (tal el tradicional ordo exponendi, sis­ temático). Ahora bien, mientras que las ciencias (particulares) exigen un contenido concreto, mientras que su forma adquiere solidez y certeza sólo a través de una ciencia suprema, el Primer Principio de ésta no ha de ser sólo formal, sino que ha de estar dota­ do de un «valor de ley» o Gehalt que él mismo, en su desarrollo, va descubriendo (ordo inveniendi). Hegel acepta esta idea; más aún, la toma en su radical alteridad. Es el Principio mismo el que ha de convertirse en Ciencia, por análisis retroductivo y cuestionamiento de los presupuestos en él implícitos: en ello consiste justamente la dialéctica. Por eso, y contra los autores antes mencionados, sólo al inicio es el Principio tal. El no permanece inmutable, en cabeza, dirigiendo desde arriba todo el movimiento. A l con­ trario, se entrega a él, de manera que el análisis de las nociones en él implícitas (an sich) supone a la vez la síntesis de su propia noción, al pronto vacía: pura intuición. Así, el Principio se va haciendo resultado de sí mismo (y del «S í mismo») hasta que al final retorna exhaustivamente sobre sí, fundamentando, dando razón de sí en cuanto presu­ puesto ahora, por fin, absolutamente puesto o asentado. Sólo que, si esto es así, entonces la Ciencia, sin dejar en ningún momento de ser «lógica», ciencia del pensar en cuanto tal, es a la vez y en el mismo sentido «metafísica», o sea: la ciencia de los principios objetivos del ser. De manera que los «materiales» de la Ciencia son los ya acumulados en el cuerpo del saber de la época. Pero, como ocurre en todo conocer (aun el más bajo), la reflexión y especulación sobre ellos no los deja incó­ lumes (ni a ellos, ni al cognoscente), sino que saca por vez primera a la luz la verdad del Todo de su articulación y trabazón; o sin más adjetivos: la Verdad simpliciter.1331 Hegel reconoce al respecto que de hecho: «la filosofía crítica convirtió ya a la metafísica en lógica» (WdL 11: 22).n’2 Y sin embargo, siguió otorgando una significación puramente La mayoría de las incomprensiones que suscita WdL son debidas justamente a que uno se acerca a ella «sin prejuicios», como si fuera a leer una novela. Claro está: cuando empiezan a saltar entonces términos como •afinidad electiva», «línea nodal», «juicio apodíctico» o «quimismo», el lector piensa entonces que eso es un galimatías. Debería probar más bien a familiarizarse con el estado de las ciencias y de la política (incluso en el presente, aunque sería más conveniente, como es natural, poseer conocimientos de la historia de la ciencia, la política, la religión y la filosofía de la época), y vería hasta qué punto esa contextualización permite por lo menos el «entendimiento» de la obra. Con toda razón se queja Hegel de que hasta el zapatero impide opinar sobre la confección de un zapato a aquél que, sin embargo, tiene la horma de éste en su propio pie, y sin embar­ go todo el mundo cree tener derecho a decir lo que «él piensa» en y de la filosofía y a entender de un vistazo lo que a profundos pensadores ha costado años entrever trabajosamente. De lo contrario, se irrita o se chancea. (cf. Enz. § 5, A ). I, 11En*. § 9, A. (W. 8, 53): «La lógica especulativa contiene a la lógica y la metafísica precedentes y con­ serva las mismas nociones (Gedanlcen/bnnen), leyes y objetos, pero configurándolos ulteriormente y reformu­ lándolos a la vez con categorías ulteriores.» Puede decirse analógicamente que las categorías tradicionales de la lógica y la metafísica son a las nuevas determinaciones lógico-especulativas como las figuras de la concien­ cia a los momentos fenomenológicos del Espíritu. II, 1 La afirmación hegeliana es correcta siempre que por «metafísica» entendamos oncología, sustituida en Kanr, en efecto, explícitamente por la «Analítica» (cf. KrV A 247/B 303), o sea por la parte de la lógica tras­ cendental que entrega y explícita el concepto de la verdad. Es evidente en cambio que Kant rechaza la metaphysica specialis wolffiana, aunque no menos evidente es que acepta una «metafísica» (de la naturaleza y de las cos­ tumbres), pero al precio de aplicar las categorías y principios de la lógica a un «material» externo; respectivamente: la libertad y la materia. Olmo sabemos, los postkantianos argüyeron con razón que ese «mate­ rial» no era tan externo como Kant pretendía, ya que la libertad es la mismísima razón pura in actu cxercito y la

subjetiva a las determinaciones del pensar, de modo que, por miedo a asimilar un obje­ to que constituía sin embargo la propia esencia de esas determinaciones, dejó «como resto y como un más allá una cosa en sí, un impulso inicial infinito (obvia alusión a Fichte, F.D.).» (ibid.). Por eso, sólo en la «lógica especulativa» coinciden al final, sin resto, contenido y forma. ¡Pero sólo al final! Es justamente la escisión inicial entre un contenido que aparece como absolutamente extensivo a todo (el ser) y una forma que aparece como absolutamente vacía (la intuición misma del ser como... nada) lo que pone en marcha todo este «viaje de descubrimiento», esta experiencia que el Saber hace con­ sigo mismo.1531Ahora bien, esa íntima fusión no deja de ser abstracta: lo que para la Idea -el punto culminante, indivisible, de la lógica- es ya en sí y para sí constituye solamente el basamento, el en sí (an sich) de la naturaleza; y el conocimiento de la necesidad lógi­ ca del proceso natural (no hay por definición una necesidad de la naturaleza, propia y exclusiva de ella) será a su vez el en sí del Espíritu.

materia puede «construirse» de acuerdo a un juego de fuerzas (atracción y repulsión) que el propio Kant había contado entre los predicables, los cuales eran funciones intercateyoriales de enlace. El «glotón» Hegel engulli­ rá todo este proceso: la «Estética» es suhsumida en la «Lógica» al mostrar -con la inapreciable ayuda de la intui­ ción intelectual de Fichte y Schelling- que el inicio está ya implícitamente contenido en la noción del Concepto, y le sirve pues de intuición formal (como exigía el propio Kant para la Darstellungo construcción de conceptos) y «plataforma de lanzamiento» hacia sí mismo. Y la «metafísica general» es a su vez considerada como base y con­ tenido, o sea (escolásticamente hablando): como el «objeto material» de la Ciencia (la lógica objetiva) en la cual se reconoce el «objeto formal» como sujeto (la lógica subjetiva), tomando de este modo el «Sí mismo» entera posesión de sí. Ahora bien, ese «objeto formal» a quo es a su vez la verdad (reformulada en términos lógicos) de la vieja «metafísica especial». No hace falta mucha penetración para darse cuenta cómo -en la lógi­ ca subjetiva o del Concepto- convierte Hegel en funciones de unificación y cierre sistemático las tres Ideas de la razón pura: «Alma» (en Hegel: «Subjetividad»), «Mundo» («Objetividad») y «Dios» («Idea absoluta»). De todas formas, en WdL -en cuanto Ciencia- queda salvada desde luego toda escisión extema, pues el con­ tenido se va dando fonna a sí mismo reflexionando sohre sus propias contradicciones iniciales. En el libro WdL, en cambio (según hemos insistido ya en varias ocasiones), es en definitiva insalvable la escisión entre la Darsteliung (o «construcción») que en esa obra se expone y lo que Hegel llama (con un término habitual, pero bien difícil de verter en español) el Vonrag, o sea: la exposición escrita u otal, hecha por un individuo (el hombre Hegel) y reci­ bida por otros. Dos semanas'antes de morir, al final del Ptólogo a SL!, se hace en efecto Hegel eco de la leyenda según la cual Platón habría reelaborado el Vonrag de su JIoAiTeia «siete veces». Ahora en cambio, y tratándo­ se de una obra propia del mundo moderno, que por ende tiene que elaborar «un principio más profundo (el del Cristianismo, F.D.), un objeto más difícil (el Espíritu, F.D.) y un material más rico» (la expansión en el mundo -y como mundo- de las obras del Espíritu, en el múltiple respecto tecnocienrífico, sociopolítico y religioso, F.D.), piensa Hegel que WdL habría de haber sido reescrita «setenta veces siete» y se lamenta de no haber podido hacerlo: «por la necesidad exterior y por la irremediable dispersión ocasionada por la magnitud y las muchas face­ tas de los intereses de la época» (WdL 21: 20). De todas formas, estas excusas «externas» pretenden disimular una apona de principio, a saber: que, en comparación con la certeza sensible -de la que da cuenta y a la que «asume»-, el lenguaje es «más de verdad» (das wahrhaftere; Pha. 9:65); pero, lógicamente hablando, el lengua­ je es radicalmente incapaz de expresar la Verdad (a lo sumo, prepara para la intuición final de ésta). Prueba de ello es la localización lógica del lenguaje en el quimismo (un buen ejemplo por lo demás del criterio antes aduci­ do: un término tomado de las ciencias de la naturaleza, al ser redefmido lógicamente, sirve para fundamentar tanto fenómenos naturales como espirituales). En efecto, en el quimismo (segundo momento de la «Objetividad») se da ya la comunicación entre extremos enfrentados; pero esta «comunidad» (Gemeinschaft) sigue siendo externa a ambos: «Dado que la diferencia real pertenece a los extremos (pensemos en una combinación química, pe.; F.D.), el término medio (Mitre) no es entonces sino la neutralidad abstracta, la posibilidad real de aquéllos.» Y a con­ tinuación pasa Hegel a señalar la ubicación de ese médium o elemento en los dos ámbitos de la filosofía real: «en lo corpóreo es el agua quien ejerce la función de este medio; en lo espiritual... el signo en general y, con mayor precisión, el lenguaje.» (WdL 12: 150). Más alta que el lenguaje está la Vida (en lo espiritual: la vida del Estado y de la Gemeinde cristiana); y más altos que la Vida están el Conocer y la Idea (en lo espiritual: el conocimiento filosófico dialéctico y el científico especulativo). Y sin embargo, ¡todo ello ha de ser expresado en el lenguaje! Esta contradicción es pues insalvable (adviértase por último que si quisiéramos paliarla sometiendo al lenguaje lógi­ co-especulativo a formalización lógico-matemática, como a veces se ha intentado hacer con WdL, el remedio sería peor que esta incurable enfennedad, pues ello supondría para Hegel un regreso a relaciones cuantitativas y, a lo sumo, de orden y medida, propias de SL; en el sentido literal del ténnino griego, eso sería una KaTaarfxxfir)).

Esta necesidad absoluta de complemento de la Lógica por parte de la Filosofía es lo que llevó a Hegel a formular un aserto, peligroso si es tomado abstractamente y aun al pie de la letra (o sea, fuera de contexto). Hegel se expresa primero al respecto de un modo claro y estricto1” 4: «Este pensar objetivo es pues el contenido de la ciencia pura. Por consiguiente, ésta es tan escasamente formal ... que su contenido es más bien lo único verdadero absoluto o, si se quisiera servir uno aún de la palabra materia, es la materia de verdad... esta materia es más bien el pensamiento puro, y con ello la forma absoluta misma. Según esto, la lógica ha de ser captada como el Sistema de la razón pura (¡ya no como una mera Crítica! F.D.), como el reino del pensamiento puro. Este reino es la verdad misma, tal como es sin velos en y para sí misma». Hegel escribe ahora un punto y coma e introduce la frase, tan célebre como mal entendida (a pesar de hacerla preceder explícita y cautamente por la indicación de que se trata de un símil): «cabe por ello expresarse así: que este contenido es la exposición de Dios tal como él es en su esencia eterna, antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito.» (WdL 11:21). Nosotros, tras todo lo aducido, apenas necesitamos molestarnos en explicar lo que ya sabemos. Para disipar a pesar de todo las dudas diremos, primero, que en palabras del propio Hegel: «puede ser conveniente evitar el nombre: Dios, porque esta palabra no es de inmediato al mismo tiempo concepto, sino nombre propio, fija quietud del subjeto subyacente» (Pha. 9: 4 6 )" ” , que por la voz «exposición» (Darstellung) hay que enten­ der una meridiana alusión al problema kantiano de construcción de conceptos en una intuición, que Hegel cree poder resolver con su Lógica; que en todo caso «esencia» designa un estadio intermedio del curso de la Ciencia, y no desde luego su final y cul­ minación; que «eterna» ha de entenderse aquí como «atemporal» y no como «intem­ poral» y mucho menos como «previa al tiempo» (lo cual es una contradictio ¿n terminis resuelta justamente por la dialéctica) y que, por ende, no ha de ser entendido ese «antes» en sentido cronológico sino ontológico, como el an sich de la realidad; que el término «creación» vierte Erschaffung y no Erschópfung1316; que pocas líneas más adelante critica Hegel expressis verbis el chorismós pseudoplatónico1” ’; y en fin, que la denostada e «ide­ alista» frase se da en la «Introducción» y no dentro del curso lógico, el cual prescinde por fortuna de símiles y comparaciones. Según vamos viendo, pues, lejos de ser la Ciencia un sistema aislado de la «natu­ raleza» (o mejor: de lo que las ciencias dicen de ésta) y del «espíritu finito» (los hom­ bres y sus obras, encarnadas en instituciones), al modo de un Reino aislado que se cer­ niera sobre esos ámbitos reales como el espíritu sobre las aguas, la Ciencia vive y bebe

|,MY es un hecho que, por descuido o malicia, esta primera parce del texto no es citada hahitualmence; se conoce que no es suficientemente «espectacular». >" i Es el famoso pasaje del Prólogo en el que denuncia Hegel la incapacidad del entendimiento represen­ tativo para captar lo especulativa de sus propias proposiciones. Erschaffung (de erschaffen y schaffen: «hacer, lograr») corresponde con bastante exactitud al griego irorrjoiC: hacer o conformar algo con un material dado (en el caso de la «filosofía real»: con el conocimien­ to epocal del estado de las ciencias y del momento histórico y «espiritual»). Erschópfung en cambio (una expre­ sión para la cual no hay equivalente estricto en griego, como es natural) corresponde a la creación en el Sen­ tido cristiano: creatio ex nihilo. El tantas veces citado Diccionario etimológico DUDEN advierte expresamente que schópfen (lit : «vaciar un líquido») «apenas (kaum) puede ser identificado con... “erschaffen", sino que pertenece más bien como antiguo abl. a - > Schaff en su significado “Schñpgefass”.» (p. 620, suh toce). Schópgefáss es la vasija para contener o vaciar un líquido. De ahí sólo hay un paso para entender figuradamente que la •vasija» del mundo es a su vez algo vacío, lleno por la acción creadora. WdL 11: 21: «Hay que abandonar también, por ejemplo, la extraña manera de captar las ideas plató­ nicas que están en el pensar de Dios, a saben como si fueran cosas existentes, pero en otro mundo o región, fuera de la cual se encontrase el mundo de la realidad efectiva con una sustancialidad distinta de aquellas ideas.»

575

por así decir de esas agu as."38 S i llamamos entonces, con Hegel: «lo Lógico» (das Logische)1139 al elemento en que se mueven y «son» las determinaciones,13'30 cabe decir que: «lo Lógico tiene según esto tres respectos: 1. el abstracto, o propio del entendi­ miento (verstandige), 2. el dialéctico o negativamente racional, 3. el especulativo o posi­ tivamente racional.»"41 Esta división de respectos corre por la entera Lógica, sin limi­ tarse a un libro determinado: 1) la presentación de los temas y los términos usados corresponden al acervo cultural de la lógica y la ontología de la época (son por así decir el definiendum, aunque su «definición» implicará su transformación); 2) el momento negativo, dialéctico, corresponde a la «experiencia» que las determinaciones hacen sobre su propio significado, según ha sido éste fijado por el entendimiento: y tal reflexión está*1

l,M Lo cual no significa que se deha a ellas y sea su criada (como una filosofía de la ciencia que se limita­ se a ser divulgación científica o una filosofía social que dijera en general de un modo «corriente» lo que la sociología expresa con rigor y exactitud). He aquí en cambio un ejemplo de la mordacidad de Hegel: «no es que se diga mucho cuando se afirma que la filosofía agradece a la experiencia (lo aposteriórico) su primer surgi­ miento (Entstehung) : de hecho, el pensar es esencialmente la negación de algo presente de inmediato; es como si se dijera que el comer le está agradecido a los medios de alimentación, pues sin éstos no se podría comer; ciertamente, el comer es representado en esta relación como un desagradecido, pues él consiste en devorar aquello a lo que, según se dice, está agradecido. En este sentido, el pensar no es menos desagradecido.» (Enz -L § 12, A.; W. 8,57). 1™ Dada la autorreferencialidad de la Ciencia, lo Lógico puede identificarse en definitiva con la Idea abso­ luta: una sola «entidad» purísima que engloba dentro de sí a todas las determinaciones lógicas por autoanulación dialéctica de éstas; de este modo queda solventado el problema de la metafísica tradicional, que atri­ buía a uno y el mismo Ser la perfecta unidad (ens necessarium) y a la vez la universalidad fens realissimum sive perfectissimum) : cuando se las comprende (y se las comprehende), las redientes no siguen existiendo por sepa­ rado, rígidas y con sentido propio, sino que se van asumiendo (Aufhebung) unas a otras (SL), en otras (WL) y por ocras (BL), hasta que sólo la Idea, y la sola Idea, es de nuevo el Ser del inicio: pero ahora un ser pleno, articulado y exhaustivo (justamente porque las determinaciones quedan en La Idea exhaustas). Hegel distin­ gue con todo los términos «lo Lógico» y «la Idea», y lo hace casi en el sentido mencionado: lo Lógico equivale al universo del discurso lógico (el antiguo ens realissimum, que habría de ser denominado más bien ens idealissimum, ya que toda realitos queda determinadamente negada, o sea: idealizada, en él); y la Idea remite a un «ser» que ya no es solamente «necesario», sino libérrimo, pues que rebasa con creces la definición spinozista de sus­ tancia; la Idea no sólo no necesita de otra cosa para ser y ser concebida (como si fuera concebida contradic­ toriamente «desde fuera»), sino que su «ser» consiste en concebirse a sí misma... como negación del «resto» (¡un resto que es la totalidad de las determinaciones lógicas!). ,1* «Determinación» (Besummung) es un término constantemente empleado por Hegel para evitar el uso (que aquí sería ya claramente impropio) del término «concepto», y más aún el de «representación» (cuyo con­ junto constituye el «material» bruto de las determinaciones). El término está definido con bastante claridad en el Kant precrítico (que intentó sustituir además, sin éxito aunque con razón, el uso de principium ratiorús suffidenús por el de principium rationis detetminantis): «Determinare est ponere praedicatum cum exclusione oppositi. Quod determina! subiectum respectu praedicati cuiusdain, dicitur rorio.» (Pnncipiorum pnmorum cogmrionis metaphysicae nova dilucidario; Ak. 1,391). Ya se aprecian en la definición kantiana dos respectos: por el lado del predicado, determinar es poner una nota y excluir la opuesta; por el lado del sujeto, determinar es delimi­ tar o «recortar» a éste al ligarlo a un predicado: su rano. Hegel llama a lo primen) «decerminidad» (Besttmmdiei), a saber: el «límite» de «algo», pero entendido de modo tal que ese límite -que al pronto parece ser negación de él (p.e.: «el agua es potable», donde parece que al agua le da igual que animales u hombres la beban o no)expresa justamente el único respecto interesante de la proposición (que el agua sea un elemento potable es lo único relevante del agua; todos los demás significados -incluyendo su fórmula qufmica- gravitan en tomo a este intetés; el agua no potable no es agua «de verdad», sino sólo figuradamente, y por eso ha de ser adjetivada: «agua salada», «agua destilada», etc.). La deierminidad es exactamente el límite que constituye el ser de algo, de manera que ese algo incluye su propia negación (cf. WdL 11: 69); (la noción «agua» incluye la de «pota­ bilidad», al principio distinta de la primera y negación de ésta). Por eso llama Hegel a la negación dialéctica: «negación determinada». La «determinación» (Besummung) en cambio (la kantiana ralio essendi subzccti) es el retomo de esa referencia, la determinidad, a sí: «ella es lo determinado como refiriéndose solamente a sí» (11: 70); (pues, pareciendo el no ser de otro -del sujeto- en realidad es su ser; o mejor: lo que éste debe ser). La determinación es la «huella» que en BL ha dejado el Concepto. lv" Philos. Enz. fürdie Oberklasse § 12 (I808s; W. 4, 12). Cf. también WdL 11: 7 y el Discurso de Ingreso en la Universidad de Berlín (1818), W. 10,414-416.

576

a su vez guiada por el respecto 3) la captación racional, en cada caso, de la unidad de las articulaciones contrapuestas, en la que se disuelve toda creencia en una ordenación externa de un conjunto de entidades abstractas (justamente, de «entes de razón»). La Lógica es un tejido móvil y vivo, el flujo de una melodía armónicamente escandida.1” 2 V I.5 .3 .2 - El lenguaje de la Lógica y la lógica del lenguaje.

La mera indicación de los respectos del «elemento lógico» alude ya a una suerte de metalenguaje ínsito en el propio desarrollo de la obra. A primera vista, la Lógica (espe­ cialmente en su parte «objetiva») se ocupa de los términos más usados en el lenguaje cotidiano; nada menos «técnico» y «científico» que hablar de devenir, determinación, algo, ser en sí y para sí1” ’, ser para otro, A ufhebung'3* , igualdad, negación, referencia1” 5, 1,0 En el Prólogo de P/ur. encontramos un ejemplo muy claro de este flujo: las formas se conducen entre sí, dice Hegel, como en una planta el capullo, la flor y el fruto. Parece que se tratase de momentos distintos y sucesivos, cuando en realidad se dan tan sólo como movimientos en contraposición: el capullo lo es «de veras» cuando desaparece en la floración (no en la flor, como si se tratara de cambiar una pieza mecánica por otra); y la flor lo es cuando el fruto en su «fructificar»: «define a la floración como una falsa existencia de la planta». La planta en su integridad es ese movimiento, en el que las «formas no se limitan a diferenciarse entre sí, sino que se expulsan (verdrángen; el mismo verbo utilizado luego por Freud para designar la represión; F.D.) tam­ bién unas a otras como incompatibles entre sí. Pero su naturaleza fluida las convierte al mismo tiempo en momentos de la unidad orgánica, en donde no sólo no están ya en conflicto, sino que la una es tan necesaria como la otra, de modo que esta igual necesidad constituye por vez primera la vida del Todo.» (9: 10; 8 ).- De la misma manera, entendimiento, razón dialéctica y razón especulativa no son tres «facultades del alma», que puedan darse por separado, y aun como distintas por un lado del presunto sujeto «sustancial» en el que ellas inhieren y por otro de las «cosas» (sensibles para el entendimiento, suprasensibles para la razón). Sin embar­ go, según Hegel hasta las ciencias particulares muestran en las contradicciones de sus resultados que en ellas hay más pensamiento del que se pretende -digamos, a pesar del científico- cuando se toma a sus nociones por meras abstracciones de una realidad «externa»; en verdad, esos «científicos» no son sino malos metafíisicos «realistas». Pero: «ni siquiera los animales son tan tontos como estos metafísicos; pues ellos van hacia las cosas, las echan mano, las cogen (erfassen; en contextos «teóricos», el verbo significa también «captar»; y Hegel juega aquí obviamente con esa resonancia; F.D.) y las devoran.» (Enz.-PhN. § 246, Z.; W 9, 19). Al igual que ocurre con este flujo de vida y muerte, también esos tres respectos de lo Lógico forman un solo movimiento: en él se conoce al Espíritu; y en él, el Espíritu se reconoce: «en su verdad es la razón Espíritu, que es más alto que ambos: razón que entiende o entendimiento que razona. El Espíritu es lo negativo, y constituye la cualidad tanto de la razón dialéctica como del entendimiento: niega lo simple, y pone así la diferencia determinada del entendi­ miento; pero en la misma media la disuelve y es, así, dialéctico. Pero no se detiene en la nada de este resulta­ do, sino que justamente de este modo es allí positivo, restableciendo así, por ende, lo simple primero, pero como universal.» (WdL 11: 7s). Por seguir con el ejemplo: no existe la planta y además el capullo y la flor y el fruto, sino que este último es el resultado de la negación del primero por la acción de la segunda; y, en este sentido (especulativo), el fruto es la verdad de la planta o, lo que es lo mismo, la planta en su verdad. 1M’ Estas últimas expresiones parecen extrañas sólo en su versión española (al igual que «estar ahí», que vierte el vulgarísimo término Daseyn: «existencia» en general, sin más determinación). Al margen de que enseguida revista tácitamente Hegel las voces «an sich» y «/ür sich» con significados aristotélicos {SuivifUC y evepyeia, respectivamente), escolástico-spinozistas (m se y per se) y kantianos (baste pensar en la «cosa en sí»), esos términos son empleados en el lenguaje coloquial (y especialmente en el Württemberg) para designar en cada caso algo que es «de suyo» y «de por sí». " " De nuevo, el término es bien normal en alemán: según contextos, significa «suprimir», «superar», «levantar» (y de ahí, por extensión: «conservar en un lugar más alto»). Aquí será vertido (cuando el térmi­ no tenga peso y valor especulativo) por «asumir» (en el doble sentido de «tomar a cargo» y de «ser elevado», mas no por el propio poder, sino al contrario, por inmorar en lo así elevado algo que, una vez reconocido, con­ serva a lo elevado, mas transfigurándolo de acuerdo con el nuevo nivel; piénsese en la «Asunción» de la Virgen, en contraposición a la «Ascensión» del Señor). IM! Bezichung («referencia» o, más técnicamente: «respectividad») es bien corriente en alemán: designa una relación de dirección tal, que aquello que se dirige a algo no puede ser o existir (en ese respecto) sin él, aun­ que no al conrrario. Por eso, Beziehungen significa «relaciones», en el sentido de «influencias», «amigos pode­ rosos», etc. (el «enchufe» -que también se da en Alemania- es llamado vulgarmente «Vitamin B», o sea: «vitamina de Beziehungen»), Para la escolástica tomista, las creaturas existen en referencia a Dios, pero no a la inversa: Dios podría pasarse muy bien sin ellas.

577

etc. (términos, todos ellos, propios de la lógica del ser); y luego, apariencia y esencia1” 6, identidad y diferencia, positivo y negativo, aparición1” 7y fundamento, relación1'*1, etc. (términos de la lógica de la esencia); por último, repárese en expresiones como concepto, «yo», universalidad1” ’ , particularidad, singularidad, vida, y hasta idea (términos de la lógica del Concepto). Por lo demás, todo lector primerizo de la Ciencia de la Lógica, por docto que fuere, ha pasado por la humillante experiencia de tener que decir (que decir­ se a sí mismo, claro está) que él comprende muy bien una a una todas las palabras escri­ tas por Hegel (rezongando quizá sotto voce que son demasiado triviales como para dárselas de «científicas»), y hasta que comprende cada una de las frases: pero que no entiende en absoluto el paso de unas a otras, ni comprende qué se propone tan enrevesado autor, ni qué desea probar con ello (salvo quizá la paciencia del lector). Y las más de las veces proclama (esta vez en voz alta) que, por consiguiente, la encera obra es un galimatías, el producto de una mente febril: cosas bien sólidamente establecidas (¿qué más sólido, por caso, que la sustancia o el fundamento?) que al punto se disuelven, idas y venidas de sus «lados» o «respectos», posiciones y anulaciones, identificación al final de un pasa­ je de términos que palmariamente designan cosas contrapuestas: todo ello no puede sig­ nificar sino una cosa, a saber: que eso no es ni ciencia ni mucho menos lógica, y que así le va a la filosofía. O lo que es para él lo mismo: que puesto que El no lo entiende de pri­ meras, es que no no hay nada que entender. ¿Qué puede significar todo esto? Para empezar con los términos usados en esa obra, hay que decir que la Ciencia especulativa se niega a abandonar el terreno de lo empí­ rico, comenzando en consecuencia por exponer algo así como una «lógica del lenguaje ordinario». ¡Pero no tan ingenua como algunas corrientes de la filosofía analítica de nuestros años sesenta, con su apelación al «diccionario» para la resolución de proble­ mas filosóficos! En esos términos reverberan además significados que la lógica habitual, las ciencias, el derecho, la política o la religión han ido allí consignando y depositan­ do; y la Lógica tiene buen cuidado en evitar la sustitución de esos términos ya evolu­ cionados y «crecidos», «adultos», por otros supuestamente más exactos, negándose así a mayor abundamiento a llegar al extremo de un perfecto lenguaje formal (se dice: «bien formado», como si el lenguaje ordinario no lo estuviera); un lenguaje «artificial» que, IW1 En español, «esencia» parece más erudito y culto que en alemán (aunque se habla de la «esencia» o quid del asunto, y hasta de las «esencias» de la raza (;¡) o de las «esencias», para referirse a extractos de perfu­ me). Wesen vierte desde luego el término escolástico cssentia, pero también se usa vulgarmente para referirse a «seres» en general, sin mayor especificación (das I lochste Wesen es el «Ser supremo»), y como sufijo sirve para englobar conjunros de cosas (Kraníccmvescn: la «dotación» de pacientes de un hospital, Lebewesen: los «seres vivos», o Bnutriesen: todo lo relativo a la construcción, sea de máquinas o de obras públicas). Erscheinung. Otra vez se trata de un término vulgar (se habla de la Erscheinung o «aparición» de un libro, cuando éste se publica; o cuando alguien o algo se presenta inopinadamente y sobre todo de una forma rara, se dice: «Was fiir eine Erscheinung!», como quien dice: «¡Vaya facha!»). El término queda enseguida, claro está, revestido también por el significado kantiano de «fenómeno», aunque rebasa por todos lados ese rígido valor del entendimiento. n« Verhallmss (lat. scse habere) indica una relación tal que, en ella, los dos extremos se copertenecen: no pueden ser sin el otro; la relación puede ser externa (p e. contrarios que tienen su base común en un tercero: el blanco y el negro son un color, y éste una longitud de onda), y en este caso son tratados en la lógica del ser, o interna o esencial, de modo que los extremos contrapuestos tienen su verdad en el otro, siendo su verdad la relación misma (p.e. el todo y las partes, lo interno y lo externo). Aparte de ello, la expresión es tan normal en alemán como en castellano (sich verhallcn significa además: «comportarse»). *“ Sea permitido una vez más insistir en el hecho de que nos vemos obligados a elegir términos en caste­ llano que fijan en demasía el sentido (lo rigidifica como una noción del entendimiento) para verter expresio­ nes alemanes que, además de tener ese significado, son bien normales y por ende plurívocas: Allgemeinheit sig­ nifica por lo común «generalidad» (mi Allgemeinen: «en general»); y gemein significa justamente «común, ordinario» y, por extensión, «vulgar».

578

en la univocidad de sus significados, olvida su carácter de muerta abstracción cuanti­ tativa u ordinal; olvida que su exacta armazón se debe a una injusta y unilateral castra­ ción del lenguaje vivo; olvida en suma lo que él es: un lenguaje «mecánico» que convierte a su usuario en parte de la maquinaria general.1’50 De manera que la tarea del investiga­ dor en lógica dialéctico-especulativa tiene que empezar por desmontar todo ese gigan­ tesco tinglado (las más de las veces atrincherado en los reductos académicos) y atender tanto al variopinto lenguaje común como al realmente utilizado en las ciencias parti­ culares. Ahora bien, esos dos niveles válidos (el empírico y el «científico») son a su vez asumidos por el de la historia de la filosofía, a través de la cual se ha ido sedimentando también un rico acervo terminológico, no sin fecundas huellas dejadas por la constan­ te traducción de términos entre los idiomas cultos (y por ende vivos) y las grandes len­ guas clásicas, así como por la traslación, transacciones y transiciones de nociones entre épocas, escuelas y disciplinas; huellas que se rastrean y a la vez incitan a proseguir, ines­ peradas ayudas al doblar un recodo poco frecuentado, términos de hace dos mil qui­ nientos años que súbitamente nos resultan indispensables para pensar, hoy. Todo esto configura un panorama bien opuesto a lo pretendido por el «lógico» de oficio; eso supo­ ne un continuo emplazamiento, desplazamiento y reemplazo de significados; algo que para el «lógico-matemático» no es sino una desenfrenada bacanal. ¡Y todo este movi­ miento al parecer desenfrenado está contenido las más de las veces en un mismo tér­ mino! (véanse ejemplos de ello en las notas anteriores). Pues bien, este gigantesco y efervescente acervo (fundamentalmente, compuesto de nombres; y ya sabemos de la desconfianza de Hegel hacia los nombres y su fijación como sustantivos) constituye justamente el material con el que está elaborada la Lógica. Y sin embargo, todo ello se presenta al pronto como estancado en el nivel del entendi­ miento. Ese lenguaje, ese léxico está en la Lógica: pero no es el lenguaje de la Lógica. ¿Dónde está entonces el verdadero «lenguaje» lógico? Obviamente, en las partículas. En su proceder, Hegel invierte la jerárquica distinción aristotélica entre términos categoremáticos (los que expresan una categoría y, por ende, tienen «categoría»: nombres y ver­ bos) y sincategoremáticos (los «parásitos», que sólo tienen un valor de prestado, por estar «pegados» a los primeros). Hegel hace otra cosa bien distinta (no digo que él enuncie claramente eso que está haciendo «de verdad»): dialécticamente hablando, los nombres que nos han sido legados al presente han de ser resueltos y disueltos en sus articulaciones a través de preposiciones, adverbios, prefijos y sufijos y, sobre todo (algo que no se dice explícitamente, pero que se «intuye»), mediante una cuidadosa y medida gradación de las partículas y los verbos.1’51 Es este empleo constante y fijo de partículas -y lo que es

Karl Rosenkranz lo dice muy bien: «¿Qué es la lógica para tantos lógicos? No un Hades, por el que se mueven almas deseosas de vida, sino un cementerio, en el cual están confusamente esparcidos los huesos de los cadáveres de los conceptos.» (Hegel ais deutscher Nationalphilosoph (1870). Darmstadt 1965, p. 125). 1,51 Tomemos como ejemplo el Pról. de SL!. Hegel comienza por lo común utilizando verbos que expre­ san reflexiones exteriores (reclinen: «contar», vorschweben: «echarse algo de ver», vorfinden, «toparse con algo», etc.). Se trata pues de la manipulación inmediata de lo dado. Un segundo paso se alcanza mediante verbos con valor de anticipación (como corresponde justamente a un prólogo, que avanza lo que se va a examinar a continuación); en especial, el verbo angeben («indicar»), en donde el énfasis recae en el prefijo on-, que deno­ ta exterioridad; en este caso, angeben es literalmente: «dar a... (entender algo)». Y la experiencia dialéctica transforma ese verbo en sich ergeben («resultar»), donde el prefijo er- indica reflexión (reforzada por el pro­ nombre). En estos casos (y solamente en ellos) hace su aparición lo especulativo: por así decir, se identifica en lo dicho o escrito el Vortrag (la exposición externa, la escritura) y la Daruellung (la exposición o construc­ ción: la «síntesis» de la cosa resultante). Normalmente, entre angeben y sich ergeben se intercala sich zeigen («mostrarse»: una reflexión que es ya externa, y no simplemente exterior; es la cosa misma la que se muestra o manifiesta).- Más importante aún es el empleo de las partículas sintácticas. Normalmente son introducidos los

579

más importante: de distingos, precisiones, suaves transiciones o cortes abruptos- lo que constituye el eje de la movilidad de las determinaciones lógicas: el «bastidor» sobre el que ellas van tejiendo la trama, mientras que la urdimbre está formada por las nociones del entendimiento (o sea: por términos coloquiales que, sin dejar de serlo, han adquiri­ do además un rango científico y filosófico). Esta red. sintáctica invariable (que pasa nor­ malmente desapercibida en una primera lectura) es la que permite el establecimiento del Sistema de la razón pura como una sola unidad siempre recurrente; ella es la rele­ vante, y no los sustantivos o verbos con valor «propio» (en cambio los verbos auxilia­ res, de dicción, introductorios o de anticipación, etc., son los que adquieren trascen­ dencia lógica: véase la nota anterior). ¡De esa red lingüística, de su valor sintáctico, y también de sus limitaciones, trata de veras la Lógica1. Gracias a esa textura móvil se van alterando los significados de las nociones según ley y contexto (por el emplazamiento lógico en que estén ellas ubicadas, según el libro, la sección, etc.).1’52 Sólo que esa varia­ ción conduciría a un progreso al infinito (y sería inviable la prometida circularidad del Sistema) si las partículas y su empleo gradual no fuesen constantes. Es el carácter inva­ riable de la sintaxis y su empleo lo que permite la movilidad semántica. ¿Qué otra cosa cabía esperar de una lógica? Lo «Lógico» es lo que pone en movimiento a lo «metafísico». Naturalmente, y por lo que hace al contenido, no es lo mismo el «desenvuelto» len­ guaje empleado por Hegel en prólogos, introducción y observaciones que el uso termitemas con un zuerst («por de pronto») o zurmchst («por lo pronto», pero apuntando ya a lo que sigue después: nachst). El primer adverbio alude a un respecto cuantitativo: es decir, el tema introducido va a enfrentarse con algo distinto u opuesto a él (como cuando decimos: «primero», y luego: «en segundo lugar», etc.). El segundo introduce en cambio algo cualitativamente inmediato, y que lleva ya en sí por tanto el aviso de lo precario de su posición y, por ende, de su próximo cambio de significado. El cambio puede hacerse, bien de una manera brusca y tajante (mediante la conjunción adversativa ahur: «pero»), o bien señalando un desplazamiento, ya insinuado por la imprecisión indicada en ese «por lo pronto» o «para empezar». En este caso, el adverbio uti­ lizado es viclmehr («más bien») si tal desplazamiento sucede de inmediato y en la misma frase. Si queda pospuesto, se usa en cambio iWicr («con mayor precisión o detalle», al ver las cosas «más de cerca»: el significado literal de esa partícula). Por fin, el resultado suele estar marcado (armo sabemos ya por Pha., con su distinción entre «parece» y «pero de hecho») con un in der Tal («de hecho», «en efecto»), normalmente introducida por la distinción de respectos en el significado analizado. Si se trata de un respecto de relación suele utilizarse msofem («en la medida en que»); y sí se pone el énfasis en uno de los extremos, se usa indem («en cuanto que»). Normalmente, en las tríadas (sean de libros, secciones, capítulos o apartados) está el primer momen­ to afectado de exterioridad; el segundo es el momento central y mediador, y señala una reflexión; el tercero, en fin, unifica ambos momentos en un resultado positivo. Naturalmente, el esquema se complica (pero no dema­ siado: el ors combinatoria es relativamente sencilla) cuando las respectivas ubicaciones son discordantes. P.e., es muy fácil establecer el centro de WdL: un centro a la vez en cuanto al contenido, en cuanto a la forma inter­ na, y también en cuanto al Vonrap o exposición por escrito. Basta con buscar el punto correspondiente al libro II, sec. 2a, cap. 2°, apdo. B. Gim o cabe sospechar, lo aquí tratado -correspondiente por demás con el de Pha correponde al tema crucial (nunca mejor dicho) de la filosofía, la ciencia y la religión modernas: «El mundo tal como aparece y el mundo que es en sí»; la separación y a la vez reflexión de teoría y experiencia, ley y fenómeno, mundo suprasensible y mundo sensible, etc.- En cambio, ubiquemos p.e. el tema spinozista del «atributo». Este queda expuesto y a la vez criticado (como se aprecia por el desplazamiento de significado, al añadir un adjetivo: «El atributo absoluto») en el segundo libro, tercera sección, cap. 1", apdo. B.- Bajo la guía de tal ordenación, y aun antes de examinar el punto, podemos ya asegurar que se trata de una noción esencial (es decir: de reflexión de contrapuestos, lo cual exige dos ténninos: lo Absoluto y su atributo), expuesta en gene­ ral armo resultado (está en la 3a y por tanto última sección), pero todavía como algo inmediato y presupuesto (por eso está en el cap. 1°), aunque justamente en el tratamiento del tema se va a pronunciar un juicio -por anticipación del segundo momento subjetivo de la lógica del G tncepto- sobre ese presunto valor de eviden­ cia inmediata (todo ello está indicado por su ubicación en el apartado central y mediador: B.). ¡La Lógica no es tan difícil como parece! Pero es preciso adueñarse primero de las articulaciones generales, así como parar mientes en la gradación de partículas: el cañamazo del curso lógico - Todo esto implica, por lo demás, que no tiene sentido preguntarse por lo que significa, sin más, «sustancia» (por ejemplo), yendo a leer directamente la parte correspondiente. No se entenderá nada. A la Lógica de Hegel le pasa lo mismo que a la Historia, según decía Ortega: que es una canción que hay que cantarla entera.

580

nológico preciso y cuidado del Corpus del texto, en donde se expone el desplazamiento dialéctico y el retorno especulativo. Pero el proceso lingüístico, o sea: la sintaxis que articula los libros de la Ciencia de la Lógica, queda bien explicitada ya desde el inicio. Basta leer con atención el Prólogo de la primera edición (1812). Al modo de Aristóteles (tan admirado por Hegel)1'53, Hegel sigue allí, y en general, estos pasos: a) constatación inmediata y exterior; b) explicación externa; c) exacerbación de lo insostenible de la oposición entre lo «interno»: el significado de partida, y lo «externo»: la explicación que de él se da; d) desarrollo de cada uno de los extremos, aisladamente, hasta que: e) se aprecia la coincidencia de ambos cursos. Este es el modo real de trabajar de Hegel, tan atento a las ricas inflexiones del lenguaje; algo más eclarecedor desde luego del proceso «dialéctico» que las indicaciones al uso (muchas de ellas, del propio Hegel), a veces teñidas incluso de valor «edificante» (justamente por estar situadas en prólogos o intro­ ducciones) y correspondientes en otras ocasiones a prejuicios epocales del propio Hegel, cuyas declaraciones enfáticas no siempre están a la altura de su proceder real, guiado por un profundo instinto lingüístico.1”4 Esto, por lo que hace al lenguaje de la Lógica. Pero ésta presenta además una muy relevante lógica del lenguaje1’” , al hilo de la distinción entre «representación» y «pen­ sar». Esta «lógica» viene expuesta por lo pronto en el Prólogo de la segunda edición de la Lógica del ser (escrito en noviembre de 1831). El objetivo de Hegel es hacer aparecer, a través del examen del valor lógico del lenguaje, aquello que dota de sentido al pensar y obrar humanos, y que ya hemos presentado antes como «lo Lógico». La vía seguida recuerda al proceder kantiano: el regressus trascendental de lo «dado» hasta acceder a sus condiciones de posibilidad. Ahora bien, lo «dado» en la lógica no es ya obviamen­ te lo sensible (de ahí partía la Fenomenología, cuyo resultado: el Saber, es la base segura desde la que procede Hegel). Lo aquí dado es justamente aquello que era «más de ver­ dad» que la certeza sensible (cf. Pha. 9 :6 5 ), es decir: el lenguaje. Pero, puesto que se pre­ senta como algo inmediato, podemos considerarlo como el lenguaje natural. Que éste no sea sin embargo el paradigma del lenguaje (aunque todos reciban de él vigor y ali­ mento) se aprecia sencillamente cuando se dice algo (no cuando se «mienta» una cosa). Lo dicho entonces, en cuanto «in-mediato» (el prefijo apunta ya a la reflexión negatiPero convirtiendo la epagogé de éste en algo mucho más complejo (ya que la isagogé no se queda «fuera», como una mera introducción: ella misma se introduce en y como el tema que ha de ser desarrollado). Algo así quiso hacer Heidegger en su Introducción a la metafísica, que es en realidad una introducción en la metafísica, cuestionando desde dentro el valor y alcance de ésta. " MPor ejemplo, Hegel insiste en que la jerarquía gramatical es reflejo de la jerarquía ontológica, de modo que lo más bajo serían las flexiones y declinaciones, y lo más alto los sustantivos. Sin embargo, este prejuicio (de peraltación de lo «metafísico» en detrimento de lo «lógico») queda en entredicho por el propio proceder lingüístico seguido y por el curso lógico expuesto de facto. Dicho brevemente: la lógica de la esencia (donde se da siempre una relación dual, como en los conceptos kantianos de reflexión o en las categorías, justamen­ te, de relación) pone en solfa el valor de las categorías fijas y aisladas de la lógica del ser, las cuales pagan esa «pre­ sunción» desapareciendo en la noción a la que implícitamente (an sic/i) estaban referidas. Y a fortiori, el ritmo temario de la lógica del concepto nos impide a radice fijarnos en un nombre (que sólo entregaría un aspecto unilateral de la tema): el «concepto» (subjetivo) es la trabazón armónica de sus momentos A -B -E (univer­ salidad-particularidad-singularidad); sin atender a ese juego interno no entenderemos nada de él. 1,B Como ya hemos indicado antes, el lenguaje no es recogido empero al final de la Lógica, sino que su ubicación exacta se encuentra en el quimismo, dentro de la «lógica de la objetividad». Por eso hay en la obra de 1812-1816 un lenguaje de la lógica (operativamente latente) y una lógica del lenguaje (tematizada), ¡pero no una lógica del lenguaje de la propia lógica! (y ello a pesar del prejuicio «sustancialista» que acompaña al indi­ viduo Hegel, hijo al fin de su época; si hubiera ptxlldo «saltar» por encuna de ella, seguramente habría desem­ bocado en una lógica hermenéutica, ya barruntada en Hegel por Gadamer, pero mucho más compleja y rica que la de este último, atenido sobre todo a Pha ). De modo que «Hegel» es mucho menos circular de lo que se piensa, ¡incluso en la Ciencia!

581

va de una «razón» o «fundamento» mediador), alude a algo que no está aún dicho, pero que será susceptible de una articulación más precisa en cuanto se vea la cosa más de cerca (naher).'” 6 Veamos, en efecto, más de cerca la Cosa del pensar. El libro reescrito en 1831 comien­ za tomando en consideración el lenguaje del hombre (cf. 21: 10).1,57 Es lícito presuponer pues que el objetivo de la exposición escrita (el Vortrag de la obra) quedará cumplido cuando el lenguaje resulte por completo explicitado: cuando no haya más que decir porque el lenguaje se ha hecho transparente, como un médium perfecto (aunque neutro) que deja ver sin interferencias la almendra lógica: lo «verdadero».liWY lo que el lenguaje deja ver (pero ya no puede decir, como en Wittgenstein) es justamente el «dejar ver» mismo: el puro intuir (el cual no es ya ni externo ni interno).1,59 Con ese «intuir» termina el libro «Ciencia de la Lógica» y comienza el libro titulado «Filosofía de la Naturaleza» (dentro de una obra llamada Enciclopedia, etc.). Pero no termina en cambio lo «Lógico», ni éste es sustituido por la «Naturaleza» (si así fuera, dejar de pensar sería eo ipso empezar a triscar). Y es que no es el pensar el que está «encerrado» en eHenguaje, sino más bien éste el englo­ bado y delimitado por el pensar, como si éste fuera su propia piel o borde. Un borde osmó­ tico «hacia dentro», que infunde alma y vida al lenguaje. Mas esa clausura del lenguaje en el pensar (obligado como está aquél por éste a dar «de sí» más de lo que él puede) es en el acto la apertura del pensar en la naturaleza (el lado «externo» del lenguaje). Y ello sig­ nifica algo decisivo: acabamos de presentar tácitamente un silogismo cuyo término medio y límite axial es el «pensar» (lenguaje —pensar —naturaleza). Por consiguiente, el «pen­ sar» no tiene entidad propia, separada del lenguaje (en el que se habla, por lo pronto, de un modo «natural») o de la naturaleza (de la cual surge al cabo un ser «lingüístico», capaz de hablar... entre otras cosas, del pensar).1’® El pensar es de verdad sí mismo (y ello sólo lo es el pensar especulativo) cuando se ck a su otro, sin resto (su «resto» es ya eso que es él mismo, pero como distinto de él). Por eso dice explícitamente Hegel que: «Por lo pron­ to, las formas del pensar están depositadas (herausgesetzt)"*' y consignadas (niedergelegt),M

l De nuevo, y por fuerte que ello le resulte al pensamiento habitual, acostumbrado a los dos «mundos» (el mental y el exterior), la Naturaleza no está fuera de lo «Lógico» (aunque obviamente PhN sí esté «fuera» de WdL), aunque no se identifique desde luego con ese «elemento» puro. Si estuviera «fuera» de él no se podría siquiera hablar de lo natural, sino que viviríamos en ese seno virginal como el pez en el agua; y mucho menos habría ciencias de la naturaleza ni, a fortiori, tecnología. La Naturaleza no está, repetimos, fuera de lo «Lógico», sino que es su afuera (al igual que desde hace siglos, y sobre todo en las llamadas «sociedades desarrolladas», el campo no está fuera de la ciudad, sino que constituye las afueras de la Ciudad; tampoco el «territorio nacional» está fuera del Estado, y no por ello se confunde con él).- En esto, por lo demás, no hay ningún «misterio»: ya hemos visto que la «Lógica» integra en sí los resultados de las ciencias y de la historia humana, desplegándo­ los mediante un lenguaje altamente elaborado; y las ciencias y la historia, por su parte, se mueven dentro de leyes y normas que no son sino la abstracción (cognoscitiva o práctica, respectivamente) de lo empírico (algo, a su vez, que tampoco es desde luego independiente de y ajeno a la conciencia y al pensar, como ya sabemos por Phd.). De modo que lo empírico (si queremos llamar así -inadecuadamente- a lo natural) ya está inscrito, aun­ que remotamente, en la Ciencia de la Lógica: ésta es, a parte ante, condición de posibilidad de lo empírico (¿cómo moverse a sabiendas por el «mundo» sin decir de sus «cosas» que son «algo», que «están ahí», que tienen tales o cuales «cualidades», que miden o pesan tanto o cuanto, etc.?); y a parte post, condición de existencia de lo natu­ ral (pues nada existe que no tenga su razón de ser, la cual no es a su vez una existencia, sino un principio en defi­ nitiva lógico).- Si lo que el sentido común exige es que «Hegel» (o quienes tienen su Sistema por plausible) con­ fiese que antes (hablando temporal y cronológicamente) de la Lógica hay (o mejor: había) un montón de seres naturales, de los que se tiene noticia empíricamente (la exigencia de que haya un «mundo» formado por «cosas» sería en cambio desmedida), eso es algo que Hegel concederá de buen grado y explícitamente: «No

598

método es rigurosamente analítico (todas las nociones y determinaciones lógicas surgen del Ser, de lo inmediato, sin tomar nada prestado «de fuera»).14” Ahora bien, esa «deri­ vación» altera al Ser del inicio (que está al pronto absolutamente vacío y que, por ende, deriva con el curso lógico)142*. Y es que, si todo surge del Ser (éste es universal y abstractamente todo, o sea: cualquier cosa), nada se deduce lógicamente del Ser.,4” Y es que el Ser es ya en sf el Concepto; o mejor: lo que llamamos «Ser» es el Concepto en s(. Y el despliegue

sólo tiene que concordar la filosofía con la experiencia de la naturaleza, sino que el surgimiento (Entstehung) y formación (Bildung) de la ciencia filosófica (¡en general, pues: no sólo de PhN!; F.D.) tiene a la física empírica como presupuesto y condición. Pero una cosa (Ein anderes) es el curso del surgimiento y del trabajo previo de una ciencia, y otra (cin anderos) la ciencia misma; en éste no pueden ya aparecer aquéllos como basamento, el cual debe ser aquí más bien la necesidad del Concepto mismo.» (En* -PhN § 246, A.; W. 9, 15). Así pues, y como acabamos de leer, lo que no puede exigirle el sentido común a la filosofía (y no por ser «menos» que ésta, sino porque esa exigencia sería algo contradictorio) es que antes (en el sentido lógico de lo a priori) de lo «Lógico» esté lo «Natural». Y menos, que sea independiente de aquél y no tenga nada que ver con él (aunque no fuera porque para hacer una exigencia o reclamación hay que hablar, lo cual presupone ya al elemento lógico). Eso sería tan insensato como pretender que los padres, por ser naturalmente anteriores a los hijos y haberlos engen­ drado, sean independientes y ajenos a éstos, y no tengan encima nada que ver con ellos (una pretensión raya­ na además en disparate si, como hacen los «buenos hijos» adultos, son éstos los que tienen a su cargo a los padres y cuidan de ellos, al igual que hace el Estado con la sociedad, ésta con la familia, la ciudad-agrupamiento de familias- con el campo, el Derecho privado con los bienes físicos o el individuo con su propio canicter o «naturaleza») - Una cosa, en suma, es asumir una carga (aunque esa carga contenga las vituallas para el camino; así nació el término griego ovala) y otra bien distinta es creer que la carga podría existir sin nadie que la tomara a su cargo. Adviértase que, de seguir a Hegel, la matemática, tan rigurosa y exacta, no sería enteramente analítica, ya que ella «echa mano» de modelos mecánicos, procediendo por tanteo, o bien de figuras ajenas a las del teo­ rema que está intentando demostrar, e incluso introduce en el cálculo el concepto fraudulento de «paso al límite» o un «hichito» minúsculo, al que llama «infinitésimo». Luego, al final, desecha todos esos «errores» por «compensación» y se queda con el resultado correcto. ¡Pero el método seguido había sido, no analítico ni sintético, sino más bien chapucero! Dicho sea con todos los respetos a una disciplina que, en época de Hegel, no era tan rigurosa como muchos de sus historiadores han presentado a posteriori. I,!“ Eso que Hegel llama al final de WdL «ser», y que coincide con la Idea (WdL 12: 236), no solamente es «lo mismo» que ella (todo cuanto se dice en WdL es o se refiere a lo mismo: al Absoluto), sino que realmente co-incide con ella (pues la Idea cierra el círculo del pensar, y vuelve por ende al Ser). Peto la noción del Ser coin­ cide obviamente ¡con la Idea!, no con el significado que tenía al inicio (al inicio, el Ser es literalmente in sig­ nificante). Por eso, cuando ya en la Idea se sabe lo que quiere decir «ser», ella puede despachar al Ser (y expe­ dirse con el mismo destino y determinación) como Naturaleza (la Idea es el en sí de la Naturaleza; y a la inversa: la Naturaleza es la existencia óntica de la Idea; dicho en «dialecto» hegeliano y con una «proposición especula­ tiva», se aprecia esto aún mejor: Die Idee ist das Ansich der Natur und die Natur isí das Dascin der Idee', naturalmente: la Naturaleza es el Daseín de la Idea, al igual que el tiempo -su motor intemo- es el Daseín del Espíritu). 14HRecuérdense las palabras iniciales de KrV (cuando empieza de verdad la obra: con la «Introducción»): «No hay ninguna duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. ...Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia.» (B 1). Hegel será aún más radical que Kant, cuyas palabras sin embargo «asume»: si por experiencia se quiete decir: «empi­ na» y por conocer: «pensar» (en el sentido objetivo fuerte del «pensar especulativo»), entonces hay que lle­ var la paradoja al extremo y decir: no hay duda de que el pensar comienza con la empina (no «nuestro pen­ sar-, porque no se trata de una facultad o posesión nuestra; más bien habría que decir lo conttario: el pensar fiace al hombre); pero el pensar no procede en absoluto de la empiría. Por lo demás, al viejo adagio escolástico: ni! est in mteüeciu quod prius non fuent m sensu ya le había añadido Leibniz un donoso inciso: excipe intcllcctus ipse (¡pues es un intelecto el que dice que, «antes» de estar en él, todo estaba en los sentidos!). Ahora todo depen­ de de si, concediendo que sea lo mismo lo que estaba «antes» en los sentidos y «ahora» en el intelecto (dejan­ do aparte lo bárbaro del aserto: como si el hombre pudiera sentir sin pensar o viceversa), «todo eso» quiere decir lo mismo en un «sitio» y en «ntra». Salvando desde luego lo inadecuado de las expresiones entrecomilladas, Hegel (y mucho antes que él, Parménides) concede desde luego lo primero: pues «lo mismo hay para el pen­ sar y para el ser»; o en hegeliano: lo mismo (a saber: el Absoluto) hay para el Ser y para la Idea; lo misino, también para la Naturaleza y el Espíritu absoluto. Eso es lo que hemos llamado coexistencia de niveles. Pero en absoluto admitiría lo segundo: sería arm o decir (¿quién lo dice, sin caer en la más extremosa contradicción consigo mismo?) que el «hombre» es un 70 % de agua y que por lo demás es carbono, nitrógeno, y otras sales y elementos químicos. El saber de lo que uno está compuesto no está en posesión del compuesto mismo.

de (las contradicciones del) Ser desemboca en el Concepto en y para sí. Por eso, porque el Concepto está (agazapado) al inicio de la Lógica como el Ser y (enteramente expuesto) al final de ella como la Idea, el método es analítico (va del Concepto en sí al Concepto en y para sí) y a la vez y en el mismo respecto sintético -algo que sólo el entendimiento vería como contradictorio-: pues el Concepto dice (literal y lógicamente hablando: com­ prende y comprehende) más «cosas» (más determinaciones) que el Ser (y que la Esencia), aunque su extensio sea en todo momento la misma. O como dice el propio Hegel: «El método de la verdad, empero, que comprende (begreift) al objeto, es ciertamente... analí­ tico, pues permanece absolutamente en el interior del Concepto; pero es en el mismo sentido (ebensosehr)l1,a sintético, pues a través del Concepto viene a ser dialéctico el obje­ to y a ser determinado como otro (Anderer: «como otro objeto»; o sea, el Ser y la Esencia vienen a ser determinados como Idea: el sujeto-objeto del pensar; F.D.).» (WdL 12: 248s). Puede resultar conveniente, ahora que todos los hilos metódicos han sido al cabo recorridos, establecer un apretado resumen del método absoluto hegeliano sin inmiscuir nuestras reflexiones y ocurrencias en el resumen, sino proponiendo una exposición asép­ tica, como si fuéramos hegelianos.MH Primero señalaremos: 1) Lo que no es método.—No es una invención u ocurrencia de un individuo llama­ do Hegel, ni de una comunidad de sabios, ni mucho menos el modo general de proce­ der en el pensamiento por parte de esa vacua abstracción llamada «hombre», tan men­ tada por algunos filósofos. En suma, el método no es algo «subjetivo» (en el sentido de: aplicado a y organizador de algo que está «ahí fuera» y es tildado de «objetivo»). Tampoco es un recetario de «instrucciones de uso» para «mejorar» o enmendar nuestra inteligencia o nuestro «espíritu», sean éstos lo que fuere. No es una «fundamentación» de las ciencias ni de la praxis1412, en el muy amplio sentido de ambos términos. O sea: no

14.0 Ésta es la expresión sintáctica constóme en Hegel para expresar la contradicción del entendimiento. 14.1 Entre las muchas cosas que esta filosofía tiene que enseñamos, no es la menos importante la que insta a una refutación interna del adversario. Éste dehe ser absolutamente tomado en serio y batido en lo posible en su propio terreno, de modo que la refutación tenga lugar más por superación e integración (Au/hebung) que por un abstracto enftetamiento. Pues: «una seca aseveración (Versic/iem) vale exactamente lo mismo que la otra.» (Pha. 9: 55; 53). O sea: no vale nada (ésta es la falsa tolerancia, que confunde el pensar con el capricho o la ocurrencia de «pues a mí me parece que es así, y ya está». Claro, si se lo parece a él, se tratará entonces de una apariencia, de un fantasma válido solamente para quien cree en esas «apariciones»). Pero pensar es ante todo comunicarse en y a través de la Cosa pensada, que se va «haciendo» y madurando en ese diálogo común. Por eso, tampoco tiene el menor valor ni eficacia la refutación externa: «como si el sistema verdadero se limiuisc a estar contrapuesto al falso.» Si el sistema es verdadero (o mejor, si apunta y está referido a la Verdad), ello se probará por su capacidad de aportar las razones inirínsecos de los errores y desviaciones de la doctrina refutada, la cual, si es realmente filosófica (esto es: si expresa su tiempo con el pensamiento) no puede ser sin más falsa, sino a lo sumo «torcida», unilateral y olvidadiza respecto al desarrollo de alguno de sus puntos. Por eso, el sis­ tema que sea más adecuado a la verdad, «al ser superior, tiene que contener en su interior al subordinado.» {WdL 12: 14).- Hegel lleva a tal extremo este respeto por el adversario que bien se podría decir de su obra -con una pizca de exageración- que apenas hay en ella nada nuevo y original (es decir, nada que no pueda encon­ trarse ya, incluso al pie de la letra, en un científico, en un historiador o en otro filósofo). Esto es por demás muy coherente con la idea de que la filosofía no trata de algo distinto (superior; equiparable o inferior, tanto da) al saber especializado y acumulado en un determinado período histórico, sino que es la ordenación interna de este saber, hasta hacer de un acervo (AUes) un Todo sistemático (Gantes). Ni siquiera el método hegeliano es absolutamente original: él mismo se encarga de rastrear sus orígenes en Platón, el escepticismo pirrónico, Kant o Fichte (aunque no diga una palabra de Schelling, lo cual es lamentable; aunque más lo es, por el lado de Schelling, que sus palabras alusivas a Hegel sean casi siempre ofensivas y dirigidas las más veces a una refuta­ ción externa y malévola). Lo que realmente es original en Hegel es su proceder melódico in actu exercito; algo que no se dice en dos palabras y que precisa de la lectura atenta de sus obras para seguir todos sus sinuosos reco­ rridos. Por eso dijo notoriamente Gadamer que era necesario «deletrear a Hegel» (Hegel zu buchstabieren) 14,4 Esto es: el método no es una suerte de «metaciencia» o «metapolírica», como si la ciencia o la socie­ dad tuvieran que esperar a Hegel para constituirse como tales. En su propio terreno, ambas no necesitan para nada

600

nos hace directamente mejores científicos ni mejores ciudadanos ni cristianos (o miem­ bros de cualquier otra confesión); ni siquiera nos hace mejores «personas». En suma: el método no es edificante. Visto desde quienes desean permanecer en el entendimiento1411, ya sea basto o irreflexivo (el mal llamado «sentido común») o refinado y metódico como en las ciencias, el método es absolutamente inútil. Para tranquilidad del lector, hay que advertir que no pasa absolutamente nada si uno no ha leído la Ciencia de la Lógica (hay incluso muchos «flósofos de éxito» que ni lo han hecho ni tienen la menor intención de ello, y les va muy bien en sociedad). Y por último, el método no admite más califica­ tivo que el de «absoluto». O sea: no hay un «m étodo dialéctico». Veamos ahora, en cambio: 2) Lo que sí es método - Es el movimiento intrínseco de lo Lógico (o sea: de la abso­ luta compenetración de lo racional y de lo realmente efectivo). Por ende, el método se halla explícitamente expuesto en la entera filosofía hegeliana (no sólo en la Ciencia de la Lógica) y opera implícitamente en todas las esferas del conocim iento y la vida. Sin embargo, sólo en la Lógica coinciden pura y absolutamente operatividad y temanzación, porque sólo la Ciencia expone las puras esencialidades, los pensamientos obje­ tivos.1414 En ella, el método presenta los rasgos de: sistematicidadapriori (estructura cir­ cular, por la que el resultado de la dialéctica de las oposiciones es el fundamento especulativo de aquello de lo que procede), exhaustividad autorreferencial, necesidad tete­ ológica (verdad de coherencia y conexión inmanente; cf. Enz- § 81) y holismo. Su centro y motor ( ¡pero no su verdad!) es la dialéctica de lo inmediato, esto es: la exposición de la contradicción inmanente a cuanto se presenta como teniendo sentido y existencia por sí mismo (o sea: todo lo presente) y como rechazando y repeliendo de sí a lo otro, hasta comprender en cambio que esa alteridad le es constitutiva, de modo que eso «otro» es en realidad de verdad «su» otro. La comprensión del método inmanente inmis­ cuye y compromete tanto a quien lo piensa como a lo pensado, de manera que no hay verdad posible que no sea sostenida y comprendida por el hombre; y a la vez, no hay ver­ dad que no lo sea de la cosa comprendida. En este doble movimiento quiasmático, sujeto y objeto pierden su presunta identidad (establecida fijamente por el entendi­ miento, como si se tratara de dos mundos); ambos aparecen así como meros momen­ tos, integrados y superados (aufgehoben) en el movimiento mismo. Según esto, tan uni­ lateral y «fallido» es creer que el filósofo se lim ita a seguir dócil y sumisamente el

de la filosofía. Al contrario, es ésta la que necesita de ellas para constituirse. Esto no significa, empero, que -al igual que en Kant- no pueda descubrirse un uso implícito de las categorías lógicas en las esferas de la natu­ raleza y el espíritu: una operatividad oculta que el filósofo saca a la luz y expone en su relativa pureza, justifi­ cando así no el «hecho» (quid factí) de las ciencias o de la convivencia sociopolítica, sino el derecho (quid juris) o justificación de nuestra constante e irreflexiva presuposición de un «mundo» (o sea de un todo armó­ nico de conocimientos y de vida, privada y pública), que lote a través de la variopinta particularidad y parce­ lación de la teoría y la praxis - Ni las ciencias ni el Estado se hacen «mejores» por seguir a Hegel, ni éste se arro­ ga el dar consejos sobre lo que «debería» ser una verdadera ciencia o un verdadero Estado. Al contrario, Hegel «necesita» del carácter finito y precario de esas esferas, porque lo «infinito» significa dar cuenta y razón con­ cretos de la finitud y la caducidad, sin hacerse ilusiones ni establecer proclamas y manifiestos. Hegel no pre­ tende en absoluto «mejorar» el mundo (¡desde dónde se podría lograr tan «metafísica» hazaña?) sino com­ prender lo que el mundo (su mundo) es. Ningún hombre -y menos los sedicentes «empiristas»- podría quedarse, por mucho que se empeñase, en el nivel empírico. Pues todo hombre, a sabiendas o no de ello, se expresa mediante signos convencionales (es trivial señalar aquí que también los mudos tienen su lenguaje, y que también los ciegos pueden leer). 1414 Enz. 8 24: «Los pensamientos pueden ... ser llamados pensamientos objetivos, entre los cuales hay que contar también las formas que en principio son consideradas en la lógica habitual y que suelen ser tomadas por formas del pensar consciente. Por ende, la Lógica coincide con la Metafísica, con la ciencia de las cosas cap­ tadas en pensamientos, los cuales valían para expresar las esenciaüdades de las cosas.»

601

movimiento de autonegación de lo finito, dejándose invadir tanquam tabula rasa por ese «vértigo báquico», como imaginar que el pensador ordena demiúrgicamente una «realidad» de suyo ignota y para nosotros, por ende, «caótica» (como la «pura multi­ plicidad» de la que habla Kant). En el método absoluto, la Cosa (Sache) del pensa­ miento es el pensamiento de la Cosa (en el doble sentido del genitivo, subjetivo y obje­ tivo). El expone -com o siendo una y la misma «cosa»—la realidad de verdad y la verdad de la realidad.I41’ O como ya apuntamos, el método es del Sí-m ism o ( Selbst), no del «Yo» o de las «cosas», aunque sólo se desarrolla a través de las contradicciones de las nociones que pretenden expresar la verdad de lo que «hay». Pero esas contradiccio­ nes no se deben a que pensemos «equivocadam ente», por no estar a la altura de las cosas1416 y por ser finitos (en comparación con «Dios», ese «sabelotodo»). Son las cosas —y los nombres que las «m ien tan »- las que son literalmente equívocas. Sacar a la luz esa equivocidad y aunarla en un sentido superior, ya no como «cosa» o «noción» sino como movimiento de oposición e integración de diferencias, es justamente lo que cons­ tituye el método, el cual, por hablar siempre de lo Mismo, es analítico, pero que, por mostrar en la respectividad de las oposiciones un desarrollo inmanente de la cosa-desig­ nada, es a la vez sintético. Sin embargo, como hemos indicado, esa perfecta compenetración de lo Mismo sólo se da en toda su pureza en el movimiento de la Lógica: la entera Ciencia de la Lógica es la exposición del método, aunqe sólo a su final, en la Idea bsoluta, quede éste tematizado. Por eso, la Lógica ha de ser considerada como el alma que anima y vivifica a la Filosofía de la Naturaleza y a la del Espíritu, las cuales, desde el respecto metódico, han de ser consideradas como una lógica aplicada: «El interés de estas otras ciencias no estriba pues sino en conocer las formas lógicas en las figuras de la naturaleza y del espíritu, figuras que no son más que un modo particular de expresión de las formas del pensar puro.» (En*. § 24, Z. 2; W. 8, 84). Es decir: la filosofía real no es sino la articulación lógica de lo conocido empíricamente, una vez elaborado ese conjunto de materiales en el nivel del entendimiento, y presentado como ciencias. ¡Pero es claro que en la filosofía real lo Lógico se reconoce a sí njismo sólo a través de un médium con el que no coincide ente­ ramente! Si tal coincidencia perfecta se diera, estarían de más tanto el sentido común como las ciencias y aun la filosofía real: a Hegel le habría bastado con escribir la Lógica, desechando el resto.

14,1 Es evidenre que el idealismo hegeliano poco tiene que ver tanto con el idealismo subjetivo (como dijéramos, simplistamente: que las llamadas «cosas» no son de verdad sino constructos mentales) como con un idealismo objetivo (como si creyéramos -según la interpretación vulgar de Platón- que las cosas del mundo «participan» de una estructura ideal a la que ellas apuntan y copian de mala manera; según esto, las «cosas» o eidí hiperuranias seguirían siendo «verdad» aunque ninguna mente las pensase ni ninguna vida las viviera). También sería aventurado sostener que el idealismo absoluto representa una especie de monismo metafísico, de acuerdo al cual las «cosas» y los «pensamientos» serían partes de una sola Cosa existente (llámese Idea o Espíritu Absoluto). Pues hablando en sentido estricto, lo único que existe (da ist) es... ¡la Naturaleza! Y si empleamos el término «existencia» en un sentido muy lato, habremos de decir que sólo «existe» el Mundo, en el sentido de una única realidad razonable que presenta en el fondo una estructura racional. El paso (por prin­ cipio, abierto e ilimitado) de lo razonable -el Mundo- a lo racional -la Idea- está propiciado por el desarrollo de las ciencias y la historia; y la justificación (por principio, cerrada y autorreferencial) de lo razonable en vir­ tud de lo racional está garantizada por la unicidad del método. En la filosofía como «ciencia estricta» no hay ilusiones ni errores subjetivos (algo que Kant vio ya muy bien al distinguir entre errores «lógicos» y «empíricos» y la ilusión transcendental, a pesar de que su lenguaje «psicologista» empañara ese descubrimiento y le hiciera caer en una «ternura para con las cosas»). Son las «cosas mismas- y el pensamiento que se queda al nivel de entidades autosuficientes y aisladas- las que «yerran». Y la filosofía da cuenta y razón de esa enrancia.

602

Es más: dentro de la misma filosofía real hay diferentes grados de reconocimiento metódico. Así, en la Filosofía de la Naturaleza se da un desequilibrio (progresivamente atenuado en la escritura de la obra misma) entre el proceso de los fenómenos natura­ les y la evolución de nuestra comprensión de los mismos: ciertamente, es algo propio de la «cosa» el que, por ejemplo, un ácido se combine con su opuesto alcalino para dar un precipitado neutro (la sal); pero este resultado se repite cíclicamente, porque la naturaleza misma no es dialéctica ni, por ende, evolutiva: somos nosotros los que, al comprender la necesidad intrínseca de esa combinación, progresamos científicamen­ te y establecemos el paso de lo mecánico a lo físico-químico, y de éste a lo orgánico.14” Esa es la famosa «impotencia de la naturaleza» ante el concepto, la cual garantiza por un lado el progreso de las ciencias naturales pero pone por otro límites a las preten­ siones de la filosofía en ese campo, ya que tal impotencia «conlleva empero el no pre­ sentar puramente las formas lógicas». (ibid.). ¡Lo que existe -lo que se limita a estar ahí, de cuerpo presente- no es algo realmente efectivo ni, por ende, racional! Es más: la filosofía -y la reflexión en general- surge sólo con la desconfianza respecto a lo inme­ diato, a lo «dado». En la Filosofía del Espíritu, por su parte, el desequilibrio entre lo «existente» y lo «pensante» sigue igualmente existiendo. Es verdad que aquí nos las habernos con «productos» humanos y, por ende, progresivamente reconocibles por el Espíritu. Pero, en todo caso, el movimiento de las acciones humanas se da en el tiem­ po, en la historia, mientras que el paralelo desarrollo de las nociones lógicas es atem­ poral (¡no intemporal, ya que ese desarrollo es la recapitulación del tiempo mismo, vivido y comprehendido!). Ni siquiera cabría decir que, si hiciéramos abstracción de los fenómenos naturales, de los estados de ánimo, de las instituciones sociopolíticas y del arte y la religión, nos quedaría entre las manos, de nuevo, la Ciencia de la Lógica. Se ha intentado múltiples veces llevar a cabo ese mecánico reduccionismo, sin resultado alguno. La filosofía real no es una Lógica revestida con las excrecencias naturales y espiri­ tuales, de la misma manera que la Fenomenología del Espíritu no es una mera armazón lógica y abstracta de hechos psicológicos o acontecimientos históricos, sino la ordena­ ción intrínseca de éstos con vistas al reconocimiento en el Saber de la conciencia indi­ vidual. La «lógica» interna -el método- de la Ciencia de la Lógica no es sin más trasladable a la «lógica», al método de la filosofía real, ya que las intenciones de la exposición son respectivamente muy distintas. En el primer caso, el objetivo es la reconciliación sin restos del pensar consigo mismo (o sea, con su realitas objetiva), a través de la triple escansión del ser, la esencia y el Concepto.1418 En el segundo, el reconocimiento enci­ clopédico del Espíritu con lo Lógico, una «toma» colectiva de conciencia que retorna a

w" De lo contrario, habría que admitir una suerte de «alma inconsciente» de la Naturaleza, que puja por ascender oscuramente hacia el hombre. ¡Los materialistas son más «románticos» de lo que están dispuestos a reconocer! “ * La exposición de la Lógica -el núcleo de la Filosofía- coincide (o debiera hacerlo) en todo caso con la exposición temporal del desarrollo del pensamiento, esto es: con una Historia de la Filosofía pensada. Y sin embargo, ni siquiera esa coincidencia extrema se da en el efectivo proceder hegeliano (sería inútil, por caso, intentar hacer coincidir la lógica del ser con el pensamiento griego, la de la esencia con el medieval y la del Concepto con la filosofía moderna). El propio Hegel reconoce en multitud de ocasiones que el pensamiento aristotélico o el platónico es superior al moderno (por no hablar del medieval, al que claramente desprecia, salvando a lo sumo a San Anselmo). Para acercarse a esa coincidencia, Hegel tendría seguramente que haber atendido a un filón que ya en su tiempo -a través de Schleiermacher- empezaba a despuntar: el de la herme­ néutica y la historia efectual. Así, Aristóteles es de hecho más filosóficamente relevante que, digamos, Jakob Fries porque ha sido constantemente releído y reinterpretado, de manera que su «pesencia» -a través de la historia de sus interpretaciones y de su recepción- escapa a su localización temporal en el mundo griego del

60 J

.

sí misma a través de la asunción y control -en lo posible—de la Naturaleza, de acuerdo con una ordenación que genéticamente parte de la base inconsciente —material—de la conciencia individual, integra a ésta en un mundo intersubjetivo y eleva en fin ecumé­ nicamente este nuestro verdadero mundo (una «segunda naturaleza») hasta el sacrificio artificial de lo natural en aras de lo espiritual (el arte, con la transfiguración simbólica de una cosa física) y la abnegación voluntaria y consciente de lo espiritual finito en aras de una libre communio universal (la religión y la filosofía). Ahora conocemos ya las líneas básicas del método hegeliano y estamos en disposición de mostrarlo en su pureza lógica, esto es: sin remitirlo a un distinguido «objeto» particular: nuestra conciencia (como en la Fenomenología), ni someterlo a un último objetivo: el autoconocim iento en nosotros del Espíritu como infinita libertad (como en la Enciclopedia). Sólo que, ¿por dónde empezar, si el desarrollo ha de ser enteramente inma­ nente? Parece claro que, si el método comienza siempre por la posición de algo inme­ diato, la cual -para ser comprendida- exige al punto la presuposición de aquello que a lo inmediato le resulta «otro», distinto, pero qué en verdad lo media, y si la Lógica tiene que ver con el pensar del pensar, tendremos entonces que comenzar por lo inmediato del pensar: no por el pensamiento de esto o lo otro, o sea por la noción de algo determina­ do (y por ende, mediado), sino por aquello en lo que el pensar mismo, en cuanto Saber absoluto, se engolfa de tal manera que acaba olvidándose de sí. Esto es: tendremos que comenzar por un pensar absolutamente alienado, fuera de sí. Vl.5.3.4.- «Ser, puro ser»: la cuestión del inicio. El libro 1 («El ser») de la Gran Lógica de Nuremberg se abre con un breve pero denso escrito que, literalmente traducido, reza: «¿Con qué tiene que venir a ser hecho el ini­ cio de la Ciencia?» (WdL 11: 33-42; 21: 53-65). La pregunta no es ni mucho menos baladí.MWAnte todo llama la atención el hecho de que el inicio (An/ang) haya de ser «hecho», no aceptado sin más como una revelación «evidente» ni tampoco como una presuposición hipotética a la Reinhold, como si dijéramos: a ver qué sale de ella, acep­ tándola luego pragmática y apagógicamente al observar que de la premisa postulada no se sigue contradicción alguría (pero, ¿hasta cuándo? ¿cómo sabremos que en el desarro­ llo ulterior no surgirá una contradicción?). Lo primero sería en efecto un proceder obscurum per obscurius, la aceptación de un «dato» primero que, en cuanto tal, por Alguien o por Algo ha de haber sido dado (con lo cual, el «dato» ya no sería el Inicio). Lo segun­ do nos llevaría a un pregressus ¿n indefinitum que, lejos de establecer el carpas de la Ciencia como un Sistema cerrado y autosuficiente, nos alejaría cada vez más del inicio, hundi­ do así en la noche de las vacas negras. Y es que la filosofía no goza del «privilegio» de las demás ciencias, que pueden aceptar sus objetos como inmediatamente dados en la repre­ sentación y presuponer ya el método del conocer como algo de lo que no hay que hacer-

S. IV a.C., haciendo que Aristóteles, hoy, siga siendo mucho más actual que Fries, Renouvier u Ortega y Gasset.- Lo que le falta a Hegel es la lógica de la transmisión académica de los saberes (una «lógica» que ha de dar cuenta del muy complejo entramado de esos saberes con intereses cientfíicos, religiosos y políticos, y que -sin dejarse reducir a esa «dinámica del Poder»- también ha de dar razón, entre muchas otras cosas, del inte­ rés actual por una Lógica -la hegeliana- escrita hace casi doscientos años). Cf. al respecto mi Los destinos de la tradición. Anthropos. Barcelona 1989. HWY hasta podría ser considerada como la pregunta en torno a la cual se afana (¿inútilmente?) toda filo­ sofía... desde su inicio (pues recuérdese que cuanto sabemos de Tales como nuestro «primer padre» viene reco­ gido sólo en Aristóteles). De la misma manera, las primeras palabras del Génesis no son el inicio: éste -el famo­ so Fiat lux- aparece citado solamente después; así también en el comienzo del Evangelio de San Juan, donde el Lógos no es el inicio, sino que «era» ya al inicio. Cf. M. Cacciari, Delílnizio. Adelphi. Milán 1990.

604

se cuestión (cf. En*. § 1). La filosofía, en cambio, no puede empezar con presupuestos ni apelaciones de «sentido común». Ha de empezar, lógicamente, por el inicio. Pero el pro­ blema estriba en que el inicio mismo -sea el que fuere-, justamente por ser inmediato «instaura (machí) su propia presuposición o, más bien, él mismo es una presuposición tal.» ( ibid.). El problema, con todo, no es tan espinoso para la filosofía (tomda en su sentido eti­ mológico: «amor al saber») como para la Ciencia. Vista aquélla como un preámbulo de ésta, como una suerte de kathartikón o «purgante» de los embrollos en los que cae la conciencia común cuando se plantea justamente el problema del inicio, bien puede decirse que la «filosofía» ha comenzado ya... por la «certeza sensible», en la Fenomenología del Espíritu; desde esta perspectiva, la pregunta por el inicio de la Ciencia sería retóri­ ca: en efecto, la Ciencia de la Lógica ha comenzado ya... por y con la Fenomenología. Esta debe ser pues la « introducción» 144da la Ciencia. Pero, dejando aparte la ya conocida pre­ vención que Hegel abrigaba respecto a su obra de 1807, ésta podría constituir a lo sumo una introducción negativa a la Ciencia (pues, contra las filosofías de la reflexión, mues­ tra la imposibilidad de la pretensión de hacer de la conciencia la base de la filosofía). En todo caso sería el final de la Fenomenología, esto es: el Saber absoluto, lo que consti­ tuiría el inicio, y no desde luego la certeza sensible. Sólo que ese Saber, tomado de por sí, es más bien un final, no un inicio. En efecto, la absoluta fusión de la conciencia filo­ sófica con su objeto hace desaparecer en ese purísimo éter tanto a la conciencia vulgar, obstinada en su individualidad, como al objeto de la experiencia. La variopinta parti­ cularidad de la experiencia se desvanece en una universalidad por entero equivalente a la de las diversas figuras de la conciencia. N o queda en el Saber absoluto sino la pura identidad de lo real y lo ideal. ¿Cómo puede entonces constituir ese «éter» el inicio de la Ciencia? Al respecto, puede resultar conveniente establecer algunas distinciones terminoló­ gicas. «Comienzo», «principio» e «inicio» no significan lo mismo. Lo primero alude a un punto de partida que, tomado por sí mismo, quedaría siempre «a las espaldas», alejado del desarrollo y ajeno a éste (como cuando se comienza un viaje). Ejemplos de «comienzo» serían las ciencias empíricas respecto a la filosofía, la cual surge ciertamente de ellas pero no se debe a ellas. La certeza sensible de la conciencia común es otro ejemplo de «comienzo». Tanto las ciencias como la certeza seguirán de suyo estancadas en sus pre­ ocupaciones y problemas. Por el contrario, el «principio» (gr. arché) acompaña y dirige un proceso hasta el final. Es más: él es realmente sólo al final, y como resultado, exis­ tiendo al comienzo únicamente de manera implícita, en sí (an sich), de modo que el entero proceso no es sino su explicitación. Según esto, el «principio», el hegemonikón de la Fenomenología es el Saber absoluto; el de la Lógica, la Idea; y el de la entera filoso­ fía hegeliana, el Espíritu absoluto. Ahora bien, el «principio» sólo es cognoscible en y como su propio desarrollo o despliegue, de manera que, en definitiva, él es, en cuanto ori­ gen, inefable: se muestra, pero no se dice (ya hemos aludido a esto al hablar acerca del Absoluto; ¡no al decir lo que éste es, cosa radicalmente im posible!).ml Y bien, si el140

1440 Así la considera H.-F. Fulda, cuyo pormenorizado estudio de Pha. se llama, provocativamente: Das Problem einer EinJcicung m Hcgels Wisscmchaft dcr Logik. Klostermann. Frankfurt/M 1965. 1441 En un famoso pasaje del Diffcrenzschrift, Hegel califica de «delirio» o locura (Wd/in) la pretensión de que «algo puesto sólo por la reflexión tenga que hallarse necesariamente en la cima de un sistema como principio supremo y absoluto, o que la esencia de cada sistema se deje expresar en una sola proposición que sea absolu­ ta para el pensar... El delirio se considera aún más justificado si el sistema expresa el Absoluto, que es su Principio, en la forma de una proposición o una definición, que es, empero, en el fondo, una antinomia, por lo

605

comienzo es sólo el punto de partida y el principio existe como tal principio sólo a la llegada, ¿qué será el inicio, sino la incidencia retroactiva del principio en el comienzo, aquello que impide a éste quedarse «atrás» y lo comba en cambio en círculo? La propia palabra «inicio» es compuesta, tanto en su origen latino (initium, in itiñere: el «ponerse en cam ino») como en el equivalente alemán (A nfang: el «captar o coger» algo yendo «hacia él»). Según esto, nunca se está, en ningún caso, en el inicio; ¡pero tampoco fuera de él! N i siquiera puede decirse que el inicio se recuerda. En realidad, todo inicio de verdad se presupone (por ejemplo: puesto que estamos vivos, es que hemos de haber naci­ do; pero siempre es demasiado tarde para recordar ese «hecho», si es que al naciminto lo podemos llamar un «hecho»). Todo esto nos deja, con razón, perplejos. ¿Tan difícil es iniciar algo? ¿Cuándo se ini­ ció de veras este libro que ahora se está escribiendo? Las primeras palabras escritas en él (dejando aparte el hecho de que esas palabras desaparecieran y fueran sustituidas varias veces por otras), ¿constituyen de verdad su inicio? Del vértigo del inicio no tiene modo alguno de salir el pensamiento representativo, sólo reflexivo: si uno se para a pen­ sar, el inicio es -e n el nivel del entendimiento- la contradicción pura. Tiene que ser algo radicalmente inmediato, sin presupuesto alguno. Pero ya el examen del método nos ha advertido de que lo inmediato siempre lo es para alguien, y con respecto a algo que él rechaza como lo «distinto de él», cuando constituye en verdad su mediación. Nada hay, ni en la naturaleza ni en el espíritu, que sea radicalmente inmediato, simple referencia a sí. Pero no menos obvio es que el inicio no puede ser tampoco la mediación, que es siempre una negación determinada: referencia negativa a sí. Com o el tiempo (que no es sino su intuición vacía), el inicio es cuando no es y no es cuando es. ¿No hay, enton­ ces, salida posible? ¿Ha de extinguirse la Ciencia ya desde su imposible inicio? Pero quizá hemos entendido mal la pregunta que se hace (y nos hace) Hegel: «¿Con qué tiene que venir a ser hecho el inicio de la Ciencia?». La pregunta no está dirigida a la Ciencia misma, sino a nosotros, que somos los que hemos de hacer el inicio: «De esta manera, la filosofía se muestra como un círculo que retorna a sí y que no tiene ningún ini­ cio en el sentido de las otras ciencias, de modo que el inicio hace solamente referencia al sujeto, que es el que quiere decidirse a filosofar, pero no empero a la Ciencia como tal.- O lo que es lo mismo, el concepto de la Ciencia y por ende el concepto primero -que en cuanto tal contiene la separación (Trennung) de que el pensar es objeto para un sujeto filosofante (como si dijéramos exterior)- tiene que ser comprehendido por la Ciencia misma.» (En?. § 17). Lo que Hegel nos está pidiendo es que entremos correcta­ mente en el círculo de la Ciencia, no que establezcamos el origen radical de ésta (y menos, de las «cosas» y del mundo), porque tal origen no tiene el menor sentido para Hegel. Si nosotros «decidimos» que el agua, el número, la ousía, el noüs o, por otro lado, el «Yo», la intuición intelectual o Dios son el origen, entonces nosotros, que así lo decimos, estamos «fuera» de tal origen y de algún modo somos «anteriores» a él (y si en cambio sostenemos que se trata de una graciosa revelación, entonces la Ciencia ya no empieza por sí misma, sino por algo externo a ella: obsequium fidei). A un cuando pudiéramos*Si cual se asume a sí misma, pues es algo puesta para la mera reflexión.» (G.W 4: 24; ed. RodríguezTous, p. 25s). Si hay una filosofía refractaria a toda romántica nostalgia por el origen o a la anticipación utópica de la vuel­ ta de éste como Grande Fínate, ésa es la hegeliana. Siempre es demasiado tarde para captar el origen; no por­ que nosotros seamos finitos (y en cambio Dios, p e., pudiera hallarse firmemente establecido en sí mismo como origen), sino porque el Absoluto mismo es procesual: querer captar el Absoluto «original» es locura, porque el Absoluto en sí mismo ha pasado ya... para El mismo. Él es el Pasado eterno, el «antes» irrecuperable. Así enten­ dido, el prius hegeliano no está demasiado lejos del «ser inmemorial» [unvordenldisches Seyn) de Schelling, a pesar de los denuestos de éste contra el antiguo amigo. Véase el cap. siguiente.

606

identificarnos con el «ojo» y la «voz» de «D ios», ¿tiene acaso sentido que este supues­ to Ser solitario se dijera un buen día -sea eso lo que fuere-: «Qué solo me encuentro; voy a crear un mundo para no aburrirme»? Y aunque lo dijera, esa decisión constituiría el origen del mundo, no el origen de Dios, no el absoluto origen del Absoluto. Este siem­ pre podría preguntarse -com o ya apuntaron Haller y Kant, y repetirá luego Schelling-: «¿De dónde vengo yo?» (Woher bin ichl; literalmente: ¿De dónde soy yol). Esta pregun­ ta no tiene respuesta. Pero no porque ésta se hunda en los insondables abismos de la Divinidad, sino simplemente porque está mal planteada. Presupone algo así como una «cosa» o entidad aislada,1” 2 a la que «luego» se añade una actuositas hacia fuera. Pero si se trata de un añadido, entonces ya no había al inicio una cosa, sino al menos dos (antes disyuntas -com o la chóra platónica y el mundo de las ideas- y ahora conectadas). Y si es algo que estaba «dentro» de la cosa primordial (como en el huevo órfico) entonces esa cosa estaba ya escindida desde el inicio y no puede ser por tanto el Inicio, tout court. En una palabra: Hegel se hace (y nos hace) esta pregunta para iniciar él -y nosotros con é l- la investigación, la andadura escrita -el Vortrag- del libro Ciencia de la lógica, no para que retrocedamos per impossibilem al seno de Dios o al magma primordial del Big-Bang. Y algo al menos sabemos: tenemos que representamos (pues se trata en efecto de una «representación», no de un pensamiento determinado) el inicio del pensar como algo «enteramente abstracto, enteramente universal, enteramente forma sin ningún contenido» (WdL 21: 60). Así que: «no hay nada presente más que el inicio mismo, y habría que ver lo que él es.» (ibid.). Pero en fin, dirá el lector impaciente: es cosa bien sabida cuál es el inicio de la Lógica. Se trata desde luego del ser. Primero está en efecto el «ser», luego viene la «nada», y después el «devenir». ¿No es verdad? N o es verdad. El inicio no es el ser, aunque el ser se halle al inicio. ¿Qué dice en general la palabra «ini­ cio»?: «A ún no es [no existe o no hay] nada, y debe llegar a ser [o a haber] algo.»*1441* Contra Parménides (si es que él quiso decir de veras lo que la tradición le atribuye), el inicio no puede ser el ser, porque, si ya lo fuere, no sólo no tendría el menor sentido hablar en efecto de movimiento y cambio (cosa que admite de grado Parménides), sino que menos sentido tendría aún decir o mentar que el ser «es» y la nada en cambio «no es». Si es de verdad inicio (aun inicia de sí mismo) entonces todavía no es nada (toda­ vía no hay nada), y por lo tanto él, el inicio, no es (no es -se sobreentiende—nada con­ creto, determinado). Y si el inicio no es inicio, por más que nos lo ordene la Diosa no podremos decir ni pensar que el ser «es», porque allí no hay nada que decir ni pensar. No hay en efecto nada de nada. O mejor: sí que hay «algo» (si así cabe expresarse): hay la violenta abstracción de toda determinación, el resultado de una operación mental: un pensamiento puramente negativo, una vacua intuición que se niega a sí misma y se cie­ rra sobre sí misma. A eso lo podemos llamar «ser» si y sólo si olvidamos nuestra propia operación abstractiva, el proceso por el cual nos hemos quedado in albis, empeñados como estábamos en ser buenos iniciados y en hacer caso a la Diosa. Pero, ¿por qué ese empeño en hacer abstracción de toda realidad en el pensamiento, en borrar todo este mundo coloreado de las flores y quedarnos con la «flor negra» de la Lógica? A esta pregunta no puede responder Parménides, pero sí Fichte. La prodigiosa

1441 Empedramos las casas si queremos llamarla «sustancia», pues el término significa «lo que está debajo ile...» alga. Ya Kant había señalado que la segunda categoría de relación, si esquematizada, no es sin más la sustancia, sino el par ordenado: «sustancia / accidentes». 1441WdL. 21: 60. En la traducción española se pierde el sujeta: el impersonal es, «ello». Ese «ello» que aún no es nada (ni jamás llegará a ser solamente nada) pero ya na es ser (ni nunca ha sido solamente ser), ese paso eterno del Pasado al Futuro y viceversa, es el Absoluto todavía larvado, en sí.

607

potencia de lo negativo, esa «irrealidad» que, para el mundo presente, significa una con­ dena a muerte, es el primer y necesario paso para la libertad del pensamiento, que no se siente obligado ni ligado a nada. De lo contrario, ¿cómo podría ser absoluto? Según esto, ¿será entonces el «Yo absoluto» el tan anhelado inicio? Pero aquí nos encontramos -por el lado subjetivo- con la misma aporía y olvido que en el lado «objetivo», griego. Pues si el «Yo» no es sino la autoconciencia de la unidad universal de toda la pluralidad de determinaciones objetuales, «mundanas», entonces deja de tener sentido hablar aquí de «Yo», como si quisiéramos per impossibile anular toda conciencia de objeto y mantener a la vez la conciencia propia: conservar un sujeto puro, sin objeto alguno. ¡Tanto queremos a nuestro «yo» que estamos dispuestos a aceptar una conciencia inconsciente! Pero la verdad es que: «Ese acto no sería propiamente sino la elevación al punto de estancia (Standpunfct) del saber puro, en el cual ha desaparecido la diferencia de lo subjetivo y de lo objetivo.» (21: 63). La «autoconciencia» (si así queremos seguir denominando al Saber absoluto, al punto de llegada de la Fenomenología) ya nada tiene que ver con el «Yo», sino con el «Sí mismo», es decir: con la intuición de la pura identidad de lo subjetivo y de lo objetivo, de lo ideal y de lo real1444145. ¡Esta no es una intuición intelectual (y menos, claro está, una intuición sensible), sino una intuición pura de sí, o sea una intuición absolutamente vacía, en la que incluso el paso del tiempo ha desaparecido! Pero no el paso, en general, a saber: el paso o transición del acto de intuir al «hecho» intuido. Ese paso -u n paso ya de siempre pasado, para nosotros y para la «co sa»- es el Inicio. ¡Vamos más allá del realismo y del idealismo subjetivo! ¿Qué es lo que nos queda, pues, como puro inicio? N o la tan precipitadamente mentada (sea como alabanza o como denuesto) identidad entre el ser y el pensar, sino la identidad del paso: tanto del paso del ser a la nada y de la nada al ser, como del paso de (la acción de) pensar al (hecho del) pensamiento y de éste a aquél. N o se trata de un paso doble, sino de uno y el mismo paso. El, el paso, es lo único que hay: un Inicio en el que se recuerda el Principio (la Idea) y en el que se recoge el Comienzo (el Ser). ¡Pero entonces, el Inicio no es ni el ser ni la nada, ni la intuición (el pensar vacío) ni lo intuido (el pensamiento puro), sino el movimiento en el que ambas parejas (aquí, da exactamente igual hablar de un par o del otro) se vuelcan e intercambian función y sentido, ya de siempre! Desde luego: a esa misma conclusión habíamos llegado al examinar el método y el triple proceso de lo Lógico. El Inicio, un inicio de siempre incesante y para siempre pasado, es el movimien­ to mismo, o sea: el devenir.l14, Bien está. Pero todavía cabría preguntarse: ¿y por qué comenzar —no «hacer el ini­ cio»—con el ser, y no con la nada? O lo que es lo mismo: ¿por qué comenzar con la intui­ ción vacía del Saber absoluto, en vez de comenzar con el puro pensamiento intuido? ¿Acaso, como decía Leibniz, no es «la nada más simple y más fácil que algo»?144®Hegel concedería desde luego que la nada es más simple y fácil que quelque chose (y en efecto,

1444 Hegel distingue -cosa poco hacedera en astellano- entre ideell (algo subjetivo, «mental», si queremos) y rcell (algo que se da en el mundo), por un lado, e ideal y real por otro. En este último caso, se trata de deter­ minaciones lúgicas. En el punto que nos ocupa, habría que hablar pues de la desaparición a la vez de lo ideell (un «hecho de conciencia») y de lo redi (algo óntico). 1445Ya sabemos que Werden significa (según acompañe a un participio o a un infinitivo) tanto algo pasado y pasivo como algo futuro. Empleado en absoluto, y no como un verbo auxiliar, Werden (el devenir que viene a ser) es lo único de verdad presente: ¡la única presencia (Gegemvort, no Vorhandenhcit) es la movilidad pura! 1444 Principes de la nature et de la gríce, fondés en raison. j¡ 7. Esa afirmación sigue notoriamente a la pre­ gunta que será capital para Schelling y para Heidegger (y no, significativamente, pata I legel): «Pourquoy il y a plustót quelque chose que ríen' Car le ríen est plus simple et plus facile que quelque chose.» (En Kleine Schriften zur Mctaphysik I Opúsculos métaphysiques. Ed. de H. H. Holz. Insel. Frankfurt/M. 1965, p. 426).

608

«algo» es una categoría lógica más compleja que «nada», como veremos). Pero no admi­ tiría que ella sea más simple que «ser». A l contrario, ser y nada son enteramente rever­ sibles en el inicio: éste «contiene a ambos, ser y nada; es la unidad de ser y nada; o sea es no ser que a la vez es ser y ser que a la vez es no ser.» (WdL 21:60). Pero eso hace enton­ ces la pregunta más punzante: ¿por qué el comienzo (no el inicio) es «ser» y no más bien «nada»? La verdad es que Hegel no se plantea siquiera esa pregunta (como en cambio lo hará, con toda radicalidad, el último Schelling). Y este presupuesto impensado tiene gra­ ves consecuencias en el sistema. Para empezar (estamos todavía aquí, en el inicio), la famosa fórmula y contraseña de la filosofía hegeliana sale de aquí: «El análisis del inicio daría con ello el concepto de la unidad del ser y del no ser: o en forma refleja, la unidad del ser-diferenciado y del no-ser-diferenciado, o sea la identidad de la identidad y no-identidad. Este concepto podría ser visto como la primera y más pura, o sea más abstracta definición del Absoluto.» (ibid.). Y aunque al punto nos pone en guardia Hegel contra la literalidad de la expre­ sión («como sería de hecho si se tratara en general de la forma de definiciones y del nom­ bre del Absoluto»), lo cierto es que el resultado final (aunque venga expresado de una forma «torcida») es el de la identidad de las diferencias entre lo diferenciado (el ser) y lo indiferenciado (la nada), y no el de la diferencia de la identidad y la no-identidad. Hegel piensa pues la diferencia desde la identidad, no al revés. Todavía no ha atravesado el pensamiento el desierto (más hórrido y espinoso que el del «reino de las sombras») del nihilismo. Lo Otro no deja de ser lo distinto de sí-mismo. Desde esa Unidad piensa Hegel. Lo mimo cabe decir de la «primacía» del acto de intuición (por vacuo que sea) sobre la vacuidad de lo intuido, o si queremos: el hecho (que permanece inexplicado) de que el comienzo acaezca por el pensar y no por el pensamiento.IW Hegel había comenzado la Fenomenología por la certeza de la conciencia, no por aquello de lo que se tiene concien­ cia. De manera que, al fin, se trata del «puro Saber», no de lo «sabido»: del Su je­ to-Objeto, o sea: del Pensar, y no de un O bjeto-Sujeto, es decir: del Pensamiento. Lo inconsciente es en todo caso un déficit del pensar (la impotencia de la naturaleza), en vez de ser el pensar consciente una excrecencia imaginaria y narcisista de un «pensa­ miento inconsciente». En un sentido desde luego más hondo que el del idealismo sub­ jetivo, Hegel sigue otorgando pues (sería irónico añadir: «inconscientemente») la pri­ macía al Sujeto, entendido ahora como una fusión perfecta del hypokeímenon griego (el subjectum o sustrato) y del Subjekt idealista (la acción-acto de Pensar), y no como un mero constructo mental. Todo ello puede apreciarse muy bien en el famosísimo comienzo de la primera sección («Determinidad» o «Cualidad») de la lógica del ser, cuyo primer capítulo es significati­ vamente titulado: «Ser» (y no, por caso, «N ada»). Lo primero que hay que decir es que las fiases iniciales de los dos primeros apartados no son proposiciones ni son reductibles a un juicio, sino que aparecen como muñones: «ser» y «nada» no son pues verdaderas categorías lógicas. Todo lo que se dice de ellos procede de un efecto retroactivo de la lógi-*

MOHegel utiliza siempre para referirse al proceso lógico el verbo sustantivado Denlcen («pensar»), y en cambio -llevado también por la fuerza del lenguaje alemán- ve al pensamiento como un «producto» pasivo del pensar (Gedanfcc es en efecto «lo pensado», más que el pensamiento). Bien puede ser que, desde el punto de vista lógico, no sea «yo» quien piensa (y que hasta mi «yo» sea un mero Gedanfce). Pero en definitiva Alguien o Algo piensa lógicamente. La actividad prima sobre la pasividad, al igual que la identidad (mediada y diferenciada, eso s() prima sobre la diferencia. En esto, como en tantas otras cosas, Hegel es un hijo de su tiempo. Ya había hablado Kant del «Yo, o El, o Ello (la cosa) que piensa». Kant (como Hegel) estaba dispuesto pues a sacrificar al «yo», pero no a la acción de pensar. Por eso dice que «eso» no es otra cosa que: «un sujeto tras­ cendental de los pensamientos» (KrV A 346/B 404).

609

ca de la esencia sobre este comienzo (de lo contrario, inefable). En efecto, la explicación utiliza determinaciones de reflexión (inmediatez - mediación, forma - contenido, igual­ dad - diversidad), que sólo en el segundo libro serán tematizadas. De suyo considerados, «ser» y «nada» no son pensamientos o nociones, sino presupuestos del pensar, abstrac­ ciones que sólo tienen sentido en su unidad quiasmática (por eso la verdadera frase pri­ mera del proceso lógico es la inicial del tercer apartado: «C . Devenir»). Si aislamos enton­ ces los dos primeros anacolutos y la primera frase, tenemos: 1) «Ser, puro ser» (11: 43; 21: 68); 2) «Nada, la pura nada» (11; 44; 21: 69). Y por fin: 3) «El puro ser y la pura nada es lo mismo» (11:44).1448 Es esa unidad, el devenir, lo que constituye pues el puro inicio. Ahora bien, lo interesante es aquí la explicación esencial, Hegel procede en dos pla­ nos: primero el objetivo («ontológico», diríamos) y luego el subjetivo («lógico-episte­ mológico»). En el primer nivel queda privilegiado el momento de la unidad, de la igual­ dad y en suma del sí mismo, frente al de la diversidad y la alteridad: el ser es «igual a sí mismo» y «no-desigual frente a otro», sin «diversidad» hacia dentro ni hacia fuera. Nada hay que lo diferencie de sí: por eso es «la pura indeterminidad y vacío»; por su parte, la nada es: «simple igualdad consigo misma, perfecta vacuidad, carencia de deter­ minación y de contenido». En esencia son pues exactamente lo mismo. En el segundo nivel, el subjetivo «epistemológico», salta igualmente a la vista el momento de la acción de pensar, frente al hecho de que «hay» pensamiento (todos los sustantivos correspon­ dientes son infinitivos sustantivados): del ser se dice que «nada hay en él que intuir, si cabe hablar de intuir; o sea, es sólo este puro, vacuo intuir mismo... sólo este puro pen­ sar»; y de la nada, que: «En la medida en que pueda aludirse aquí a intuir o pensar, hay que hacer valer la diferencia de si viene intuido algo144* o nada. Nada intuir o pensar1450 tiene pues un significado; [la] nada es, [está]14511452en nuestro intuir o pensar; o más bien1451 es el vacío intuir y pensar; y [es] el mismo vacío intuir y pensar que el ser puro.» (11: 44). A l fin, Descartes (cogito sum) y Kant (el «Yo pienso») han ganado por ahora -gra-

" En SU (21: 69) afiade un significativo: also («El puro ser y la pura nada es pues lo misino»), para refor­ zar la apariencia de un razonamiento, cuyos elementos han sido «importados» de la lógica de la esencia. I44VAdviértase que Hegel ha sustituido aquí tácitamente «ser» por «algo». 1450Adviértase la violencia que hay que hacer en castellano pata que resalte la positividad de lo que quie­ re decir Hegel. En nuestro idioma seríamos más «nihilistas». En vez de decir: «Nada intuir o (nada) pensar» (o sea: «nada» es un contenido del pensar: un Gedankc, aunque sea vacío, y dehe ser diferenciado de esa acción, de la cual es producto) tendríamos que verter: «N o intuir ni pensar nada...», alcanzando entonces la prima­ cía la carencia de todo pensar (Hegel habla siempre de falta de contenido, no de falta de forma): la nada será entonces un pensamiento (una expresión para la que no hay equivalente exacto en alemán) que Nadie (ni Yo, ni El, ni Ello, ni la Cosa) piensa. Lo que queda entonces de relieve es la nada, cuya pavorosa aparición anula todo intento de pensar o intuir, como en el i! y a («hay») de Maurice Blanchot: la alteridad absolutamente refractaria a todo tranquilizante ser-pensar. I4!' En el original: Nichts ist. De esta manera, puede Hegel hipostatizar esa «nada» y decir que ella es o exis­ te en nuestro pensar; de este modo queda exorcizada toda «nada» ajena o distinta al pensar consciente. La «nada» es simplemente un Gedankc o pensamiento, producto de nuestro pensar. Por si no estuviera sufi­ cientemente claro, en SV agrega: «ambos (o sea: de un lado la expresión «nada» y del otro «pensar e intuir», F.D.) vienen diferenciados, de modo que es (existe: existirt) nada en nuestro pensar e intuir.» (21: 69). La nada tiene así una existencia vicaria, mientras que el ser era identificado con el «puro, vacío intuir». En el inicio está ya oculta pues la avSpeta del ser-pensar y la condena de la «naturaleza», esa rebelión nihilista y frenéti­ ca contra la hegemonía del sujeto. Ya desde el principio (la Idea, el Espíritu) la razón ha vencido de siempre a la sinrazón, la cordura a la locura, la Vida del Espíritu a la muerte en el alma. 1452 En esta «transición fácil» se juega toda la argumentación. Hegel pasa del producto (el Gedankc «nada») al productor (el vacío Denken o «pensar»). Puesto que se trata de un contenido vacío (o más bien, de una carencia de contenido) no queda sino la pura forma: la acción de pensar. Es el Sujeto el que se pro-pone a sí mismo como Objeto. Forma dac esse rerum: con este viejo adagio (que retoma Kant) está ya todo decidido de antemano.

610

cías a Hegel- la partida al viejo Hamann, empeñado en su: Esc, ergo cogito. Pues Hegel diría, corrigiendo y mejorando a sus ancestros: Cogitare, ergo Est el ego cogito-sum. El picante Abate Fonténelle dijo una vez algo parecido a esto: «los metafísicos son como los amantes; concededles el primer principio y estáis perdidos.» Hegel pasa de matute su petitio principa, y desde ahora ya sabemos que el Inicio, el Devenir, acabará lle­ gando necesariamente a buen puerto, a pesar de todas las asechanzas (en el fondo ina­ nes) de la nada en Lógica y de la naturaleza en la filosofía real. La Lógica es en este sen­ tido un seguro de vida. Sólo que esa Vida es la del Espíritu.14” Toda la negatividad está puesta al servicio de una identidad más alta que la abstracta del comienzo. Pero al fin, es la identidad la peraltada, no la diferencia ni la negatividad. La dialéctica producirá dese­ quilibrios constantes en favor de la especulación: en favor del espejo en el que se ve el Sí-mismo. El Ser es el Concepto en sí (an sich), agazapado ya en el Inicio. Por eso, a pesar de toda su riqueza, la verdad de esa unidad del ser y la nada que es el devenir no juega del todo limpio, nos atreveríamos a decir. En la presentación primera del devenir, dice Hegel en frase famosa: «Lo que es verdad no es ni el ser ni la nada, sino que el ser, no es que pase a la nada y la nada al ser, sino que ha pasado (übergegangen ist).» En ese Pasado primordial se da la diferencia absoluta entre ambos, de modo que «cada uno desaparece en su contrario.» (21: 69). Se tiene aquí la neta impresión de un equilibrio en la diferencia (una diferencia que inmediatamente se anula a sí misma). Pero cuando, a través de los momentos del devenir (el «nacer» y el «perecer»), se pasa a una categoría más alta: el Daseyn o «estar ahí» (la existencia óntica, diríamos), se apre­ cia perfectamente quién manda. Pues la dialéctica de esos momentos tiene como resultado su «desaparecer» (un Verschwundenseyn): «pero no como nada». Según Hegel, eso sería una «recaída» en una de las determinaciones anteriores (o sea: en la nada). Ese resul­ tado es, dice Hegel: «la unidad, que ha llegado a ser quieta simplicidad, del ser y la nada.» Hasta aquí, seguimos en el equilibrio. Pero a renglón seguido corta Hegel la argumen­ tación con el clásico aber («pero», que indica un «salto» abrupto), y afirma: «Pero la quieta simplicidad es ser, de manera sin embargo que ya no es para sí, sino como deter­ minación del Todo.» N o se ve ciertamente por qué no se da en este caso una «recaída» en una de las determinaciones anteriores, a saber: en el ser. Y por si hubiera todavía alguna duda, Hegel insiste: «Así, el devenir, transición a la unidad del ser y la nada, uni­ dad que es en cuanto esente (seyend)... es el estar-ahí.» (21: 94). Ya podemos entrever que el «comienzo», alentado astutamente por el Principio, acabará por adueñarse del Inicio. Pues ya en el devenir «pesa» más el momento del ser que el de la nada. Al fin, también en castellano traducimos werden como «llegar o venir a ser». VI.5.3.S.—Eppursi muove: las categorías transitivas. De este modo nos encontramos ya in medias res: la Lógica comienza por el ser (aun­ que su inicio y motor sea el devenir, y su principio la Idea, que al cabo retornará al comienzo, como ser pleno y perfectamente articulado). El ser es: 1) el objeto más gene­ ral del pensar puro; en cuanto vacío de todo contenido y determinidad, se identifica *

El proceso de la Naturaleza comienza por el espacio (trasunto redi del éter del Saber fenomenológico y del Ser lógico) y no por el tiempo, que ya desde el inicio está vencido (no hay que esperar a un improbable fin del mundo para ello; en cada instante de comprensión lógica y espiritual queda el tiempo -horrado», como sabemos). Muerte, ¿dónde está tu victoria? El pobre individuo -cada uno de nosotros-, expulsado de las altu­ ras de la lógica y de la comprehensión espiritual absoluta, musitaría, quizá un punto avergonzado: «Esa victo­ ria está en mí, y en todo lo que yo amo». De veras es difícil (no sé siquiera si deseable) elevarse al amor Dei mulleauohs spinozista y hegeliano.

¿I I

con el acto mismo del pensar que, en cuanto único e inmediato (de acuerdo con la con­ cepción kantiana), aparece como inuición: la base de construcción o Darstellung del Absoluto1454; 2) la forma más general de toda realidad, presupuesta en toda dicción: aun­ que nunca pueda ser objeto de sensción, percepción o imaginación, es la condición de posibilidad de todo conocimiento; 3) purísima abstracción indeterminada, pero por ello mismo es lo absolutamente determinable en general, de modo que todo el desarrollo ulterior de la Lógica no será sino una explicitación del ser; ninguna diferencia hay en él, ni fuera de él. Justamente por esa absoluta indeterminidad e indiferencialidad es equi­ parado, como hemos visto, con la nada,14” pero justamente en cuanto que ambos están absolutamente contrapuestos. Así, el comienzo mismo de la Lógica parece «congelarse» apenas iniciado. Si ser y nada son iguales, ¿cómo extraer de allí todas las formas de lo decible y pensable, que son a la vez -dado que nos movemos en un ámbito absoluto- las categorías de lo real, de lo ente? Sólo que en esta pregunta queda olvidado que la igualdad es la de la transición recí­ proca del ser y la nada, no la de estas formas, tomadas aisladamente y por sí mismas (por sí mismas no son nada, en efecto). Ser y nada se dan en el devenir: ellos son los vacuos extremos de esta referencialidad (Beziehung), en virtud de la cual cada uno es sí mismo solamente en su contrapuesto. Ahora bien, el mismo devenir no es todavía sino la forma vacía de la referencialidad, el caso más abstracto de la cransicividad, por el cual cada forma lógica pasa a (geht über) ser su opuesto, y a tener en él su verdad. La entera Doctrina del ser está regida por la lógica de la transición:1456 cada categoría está por así decir fuera de s( y -dicho figuradamente- sufre la humillación de estar absolutamente referida a lo otro sin verse reflejada en él, o sea sin «comprender» aún que esa alteridad le es constituti­ va (una comprensión que se alcanzará en la Lógica de la reflexión: el pórtico de la Doctrina de la esencia). Hay variaciones significativas entre las distintas versiones de la primera Sección («Cualidad») de la Lógica del ser hegeliana, que aquí no podemos sino reseñar en nota.1457

1454 De esta manera evita ya ah inicio Hegel el dualismo kantiano (intuición / receptividad versus concep­ to / espontaneidad). El ser es ya la intuición... del pensar mismo en cuanto receptivo; por ende, es igualmen­ te el Concepto, pero todavía implícito, an sich. Con ello puede cumplirse además el requisito exigido por Fichte para la Ciencia: el desarrollo inmanente de las determinaciones. La Estética trascendental kantiana queda así fuera de juego; nos podemos mover desde el inicio en el campo puro de la Lógica. Y las intuiciones sensibles (aunque puras): espacio y tiempo, constituirán el correlato del ser y la nada en la Filosofía de la Naturaleza. I4!! No sin la añagaza lingüística de tomar como sinónimos Nichts («nada») y Nichtseyn («no ser»), con lo cual la nada queda rebajada a una relación interna al ser: es el ser con su negación. En realidad, parece que habría sido más correcto conjuntar «nada» y «ser» (abstracta negación y posición), por un lado, y «algo» y «no ser», por otro, ya que «no ser» implica una negación determinada («no ser» esto o aquello, o sea: no ser algo, sino otra cosa). Pero de esta manera, el ya indicado desequilibrio en favor del ser permite la transitividad lógica. 1444Y ello explica el hecho de que las categorías matemáticas kantianas (el modelo que está siguiendo Hegel) se expresen monódicamente, frente a las categorías dinámicas (mutatis mutandis, las determinaciones de refle­ xión de la Lógica de la esencia), expuestas mediante pares ordenados. Igualmente llama la atención aquí la inversión del orden kantiano: en Hegel, la cualidad precede a la cantidad, porque no es posible establecer nin­ gún enlace de composición de lo homogéneo sin atender primero a la igualdad o desigualdad genérica, vale decir: sin establecer primero el campo de la realidad, la negación y la limitación (las categorías kantianas de cualidad), en cuanto base de toda disposición y ordenación cuantitativas. 1457 1) En las tres obras publicadas (SU, SL1y Enz -L .) la Sección («Determinidad o Cualidad») está divi­ dida en tres capítulos: «Ser», «Estar ahí» y «Ser para sí».- 2) Los cambios de mayor alcance entre las dos edi­ ciones de WdL se encuentran desde luego en el Segundo capítulo (Daseyn o «Estar ahí»). En SU, los aparta­ dos son: A. «Estar ahí, en cuanto tal» (1. «Estar ahí, en general», 2. «Realidad» y 3. «A lgo»); B. «Determinidad» (1. Limite», 2. «Determinidad», 3. «Alteración»); y C. «Infinitud (cualitativa)» (1. «Finitud e infinitud», 2. «Determinación reciproca de lo finito y lo infinito», 3. «Retorno a sí de la infinitud»). En SL',

An

La Sección trata de las determinaciones más generales que cabe atribuir a algo, tanto afirmativa como negativamente. Y por ello no es extraño que, tras el examen del capí­ tulo primero (sobre: «ser, nada y devenir»), en el capítulo segundo («Estar ahí») ven­ gan tematizados justamente: 1) el sentido y función de «determinidad» y «determina­ ción»; de «estar ahí algo»; de su «realidad», de su «negación», y del «lím ite» que constituye la verdad de esos extremos; 2) la «finitud», propia de tales determinaciones y de las entidades que les competen; y 3) la dialéctica de lo finito y lo infinito, con espe­ cial atención al progressus in indefmitum o meramente potencial (llamado por Hegel: «mala infinitud»). Por su parte, el capítulo tercero («Ser para sí») constituye una tran­ sición a la filosofía hegeliana de las matemáticas («el uno y lo múltiple») y de la diná­ mica («atracción y repulsión»).1” * La dialéctica del ser y la nada había mostrado que la base móvil de transición era el devenir. Los momentos de éste son el nacer y el perecer: llegar a ser y dejar de ser, res­ pectivamente. Ahora bien, es el tránsito lo aquí importante. En cada caso, como ya insi­ nuamos, es el ser mismo lo aquí puesto en juego. Pero ya no el ser en general, sino un ser determinado (un «ente», diríamos), o sea negado por el paso. Esta primera determi­ nación del ser lo ex-pone y entresaca por así decir del movimiento general, fijándolo precariamente como «lo que está ahí» (Da). Daseyn es la categoría general para la exis­ tencia óntica, sin que ello implique una posición espacio-temporal (ajena desde luego al ámbito lógico), sino un resalte o distinción, una cierta estabilidad en el flujo del deve­ nir (como en el caso de nuestra propia vida).'4WAhora bien, es evidente que, al deter­ minar el ser desde la nada, escandida en cada caso por el devenir, hemos fijado el «estar ahí» y desatendido la determinidad misma, gracias a la cual queda determinado (nega­ do) el ser. Esa determinidad es en general la cualidad. Y si ahora recogemos tal cualidad,*

en cambio, y denao del apdn. A, «Realidad» es sustituida por «Cualidad». Por su parte, el apdo. B queda ente­ ramente reformulado, ya desde el titulo general («La finitud», en lugar de «Determinidad»): a. «Algo y otro», h. -Determinación, disposición y limite», c. «La finitud». En el último apdo., el tercer punto (-Retorno...») es sustituido pon c. «La infinitud afirmativa», añadiéndose además como colofón un texto sobre «La transición», remodelando profundamente la «Observación» de SL', y agregando otra muy importante (Obs. 2) sobre el sentido del idealismo. Los §§ correspondientes de Enz.-L. (§§ 89-95) están más cerca de la ordenación de SL1, y muestran en general una línea progresiva más clara: «Estar ahí», «Cualidad - Algo», «Realidad/Negación - «Ser pata otro/Ser en sí», «Límite - Finitud», «Mala infinitud del progreso - Deber ser», «Infinitud de ver­ dad - Lo otro de lo otro». 3) El tercer capítulo («El ser para sí») presenta algunos cambios menores entre los subapartados de las dos eds. de WdL, aunque en líneas generales se mantiene la ordenación. Es más clara y completa la de SL2: A. «El ser para sí en cuanto tal», B. «Uno y mucho», C. «Repulsión y atracción». La importante Obs. a A.b. («Ser-para-uno»), sobre la «Idealidad», constituía en cambio un subapartado en SL': A.2.C. «Idealidad». En Enz.-L. queda reducida la temática a sólo tres breves parágrafos (§§ 96-98), que tra­ tan respectivamente del «Uno», «La repulsión del Uno como posición de muchos Uno» y «Repulsión y atrac­ ción», con una relevante Obs. sobre el atomismo (lo lleno y lo vacío) y el juego de fuerzas de la Dinámica kantiana. usa Hay que recordar que, aunque la terminología y los ejemplos aducidos se refieren fundamentalmente a la matemática y las ciencias naturales (la entera Lógica del ser puede ser considerada como una fúndamentación de la matemática, de la física y de la química) las categorías oncológicas correspondientes son operativas tanto en el ámbito de la Naturaleza como en el del Espíritu (rasgo éste común a todas las determinaciones lógicas). Así, en Enz. § 98, A., al hablar Hegel de la atracción y la repulsión hace una interesante aplicación de esas categorías a la esfera de lo político (el contractualismo presente p.e. en los escritos revolucionarios de Fichte). En la perspectiva atomista, dice: «la voluntad de los singulares en cuanto tales es el principio del Estado; lo atrayente es la particularidad de las necesidades e inclinaciones: y lo universal, el Estado mismo, es la relación exterior del contrato.» {W. 8,207). ' * Ello es loque nos permite hablar (tanto en alemán como en nuesrta lengua) de la «existencia» de cua­ lidades, de los números, de constructos científicos y aun de seres ficticios, sin que ello implique un compro­ miso con la existencia «física» o mundana de tales entidades: todo lo que «existe» fácticamente está ahí, a far­ aón. Pero no a la inversa.

no como algo accidental y externo a esa «existencia óntica», sino como aquello que la hace ser cal o cual «cosa», el resultado de esa primera reflexión (efectuada gracias a la retroacción de categorías de la esencia sobre las del ser) es un ente, «algo». «A lgo» es un ser determinado, no por una cualidad en general (válida también para otros seres), sino por una determinidad propia, distintiva. Pero entonces, esa determinidad rechaza otras posibles (que a su vez son vistas como su negación), y por ende alcanza realidad (en el sentido de la realitas objectiva cartesiana y de la primera categoría kantiana de cuali­ dad).1460 Y a su vez, la determinidad propia alcanza un doble sentido: a) en cuanto apropiada, no es ya una cualidad más entre otras que podrían convenirle a «algo», sino que es la determinación de éste, aquello por lo que éste es; b) pero en cuanto que «algo» es cal o cual, es decir: algo distinto a él mismo, la cualidad lo entrega a algo ajeno y apa­ rentemente externo; ella es pues su ser—para—otro, el lado por el que «algo» se expone a los demás seres.1461 Sólo que esa exposición y «entrega» permite comprender igualmen­ te dos respectos: a) el ser de la cualidad, distinguido y separado de su referencia a otro, constituye el ser en sí (Ansic/iseyn); b) en cambio, la referencia misma ya no le viene a «algo» de fuera, por así decir, sino que es su referencia: su disposición o «hechura» (Beschaffenheit), el modo en que se manifiesta o revela algo cualitativo. A sí pues, algo es «en sí», sólo si «sale de sí» y se manifiesta.1462 Pero eso significa que «algo», lo ente, no es por un lado «en sí» y por otro lado un «ser para otro», sino que es la transición entre esos respectos. En una palabra, el verdadero «ser» de algo, aquello en loque algo «es», es el límite. Esa es su verdadera constitución (ya anticipada por Kant, cuya tercera cate­ goría de cualidad era justamente la «lim itación»). La peraltación del límite como categoría fundamental del «Estar ahí», de la existen­ cia óntica, constituye uno de los rasgos más originales de la filosofía hegeliana (y per­ mite comprender de antemano la atención con que estudiará el cálculo infinitesimal, centrado justamente en la noción de paso al límite)1*6'. «Algo» existe, no dentro de sí (m sich) ni fuera de sí, sino en su límite o frontera (Grenze). Al pronto, parece que el lími­ te le viniera impuesto a «algo» desde fuera, sufriendo así esa limitación; pero sólo desde esa imposición retorna «algo» a sí mismo; deja de ser an sich, ensimismado, para «cen­ trarse» dentro de sí: in sich. Ahora, es igual a sí mismo: pero esa seipseigualdad es de naturaleza negativa, es lo que recorta o delimita a algo. De manera que el ser-otro (el

l4"1De nuevo, adivértase que «realidad» significa simplimente positividad de una distinción como propia de algo. Según esto, todo lo empírico es real, pero no a la inversa: esa categoría se extiende a toda afirmación con sentido; con harta simplicidad, podría decirse que la «realidad» es el significado o contenido de una nota lógica (así, un ateo podría aceptar que la oscilas es una determimtio realis en «Dios» por el simple análisis de ese concepto, aunque niegue su referente o «realidad efctiva»: Wirldichkeit). 1461 La «rojez» de esta rosa roja distingue a esta rosa de las demás; pero al mismo tiempo permite la com­ paración con otras rosas (y aun con otras cosas, en general), con tal de que sean rojas. Mí- Esta es la primera premonición (todavía en el ámbito transitivo del ser) de la dialéctica entre el fun­ damento y el fenómeno o «aparición» (Ersc/ieinimg), gracias a la cual puede despachar Hegel el espinoso pro­ blema kantiano de la «cosa en sí». «En sí» no es sino el respecto interior, implícito, de una acción a¿ extra. Con esto se disuelve la rígida oposición entre dos «mundos»: uno supuestamente allende la experiencia, y otro empírico (una oposición, por lo demás, que tanto en la matemática del infinito como en la dinámica ya había dejado de tener sentido). Hegel se sirve ya en estos pasajes del ejemplo de las fluxiones, descubiertas ya en la primitiva matemá­ tica de los pitagóricos: el punto no es solamente el lugar en que la línea termina, como si ésta fuera algo que está más allá del punto, sino el inicio de la línea misma (una preciosa indicación para comprender mejor lo que Hegel quería decir al hablar del «inicio»), y constituye el elemento en el que ésta se mueve («fluye»); así tam­ bién la línea con respecto a la superficie, o ésta con respecto al volumen: «Estos límites son así, a la vez, el prin­ cipio de aquello que ellos delimitan; igualmente, el Uno es p.e. límite como [número) cien, pero también el elemento de la entera centena.» (WdL 11: 69).

•no-ser», que le es propio a «algo»), es en realidad lo que le constituye. Hegel se expre­ sa al respecto con claridad meridiana: «El límite no es pues diferente del algo; este no ser (que es en verdad su propio no-ser, F.D.) es más bien su fundamento, que hace de él lo que él es; el límite constituye su ser, o sea: su ser no sobrepasa su ser-otro, su nega­ ción.» (WdL 11: 69)." MEs el límite el que hace de algo un «algo» determinado a ser otro y, por ende, lo convierte en distinto, en «otro de sí mismo.»116’ El límite de algo, pues, se hace objetivo solamente en otro. No cabe insistir bastante en la importancia que esta concepción tiene para romper con las viejas y rígidas distinciones entre, p.e., percep­ ción y cosa percibida, átomos y cuerpos, individuo y Estado, Mundo y Dios. Tendemos a pensar (con el entendimiento) de una manera fíjista y «sustancialista»: como si cada una de las entidades contrapuestas fueran «ladrillos» mutuamente refractarios y excluyentes, y a lo sumo compuestos por una fuerza externa a ambos. Con ello, empero, la expli­ cación de su conexión se dispara indefinidamente (tal el «infinito malo»). Pero la referen­ cia externa de «algo», su estar volcado y entregado a ello, es lo que constituye su propio Ansichseyn: su ser implícito o «en sí».H“ Aquí, la referencia (el estar apuntando a algo siempre distinto de sí) se comba por vez primera (anuncio de reflexión): lo que llamamos «cosas» está hecho en realidad de reflejos; y la interiorización de éstos es lo que hace por vez primera de algo que sea «esto concreto», pero como lo «otro de sí» (un primer anuncio, también, de la definición hegeliana de «libertad»: ser libre es estar absoluta­ mente entregado a aquello que me constituye). Nada hay que resulte indiferente y refrac­ tario a lo demás (en ese caso, no estaría «ahí», expuesto): «algo no está enfrentado a otro de una manera indiferente, sino que en sí (an sich) es el otro de sí mismo y, por ende, se altera. En la alteración se muestra la contradicción interna con la cual el estar-ahí, por naturaleza (von Haus aus), está afectado; y esta contradicción impulsa al estar-ahí a sobrepasarse, a ir más allá de sí.» (En*. § 92, Z.; W. 8, 198). Este reconoci­ miento del propio límite es, a la vez, el sacrificio del «estar-ahí» como finito y la promesa de que su verdad es para él: que lo infinito no le es algo ajeno (entonces sería otra cosa, a su vez finita) sino que es su propio ser. En la almendra de la finitud se halla ya la infi­ nitud; no «fuera», sino intimior intimo meo, como decía San Agustín. En definitiva, algo se conserva a sí mismo sólo por su referencia a otro, siendo en y por aquello que él no es (baste pensar en la referencia del varón a la mujer, o del hombre

"MEn Enz. § 92, Z. (W. 8, 197) se encuentran algunos ejemplos muy ilustrativos. Después de insistir en que: •Algo es sólo en su límite y por su límite lo que él es», Hegel distingue claramente entre el límite cualitativo (del que aquí se trata) del cuantitativo. Así, una tierra tiene «tres jornadas» de longitud, y tal es su límite cuantitativo (esto es, establecido desde una medida ajena y uniformadora, según el tiempo que tarda un hom­ bre en arar esa tierra). Pero además y sobre rodo es una «pradera y no bosque o estanque»; sólo sobre esa base de dístmcián puede ser luego objeto de cómputo (malamente podría ararse un bosque o un estanque).- Igualmente es importante la alabanza que Hegel hace aquí de la finitud: «En la medida en que el hombre quiera ser real­ mente efectivo, tiene que estar-ahí, y delimitarse con vistas a este fin. Quien le hace ascos a lo finito acaba por no tener ninguna efectividad, sino que se estanca en lo abstracto y se extingue paulatinamente dentro de sí.» (Recuérdese al «alma bella», denostada en la Fenomenología). m Hegel recuerda al respecto que en latín (aunque también en alemán), para distinguir y comparar dos res­ pectos, no se dice: «lo uno y lo otro», sino: «lo otro y lo otro», aliud - aliud: «El otro, que está enfrente de algo, es él mismo un algo, y por eso decimos: algo otro [distinto]; de la misma manera, por su parte, el primer algo, enfrentado al otro determinado como algo, es él mismo un otro.» (Enz. 8 92, Z.; W. 8, 198). M“ Recuérdese que Grcnze (aquí vertido como «límite») tiene un uso bien normal en alemán: significa sobre todo «frontera». La verdad de un Estado está en sus fronteras. Ha de protegerlas de una invasión (de lo contrario, desaparece como Estado) pero, al mismo tiempo, vive a través de esas fronteras, ya que por ellas se establece el comercio con los países vecinos. Un Estado autárquico es una utopía que se consume a sí misma, del mismo modo que el mejor modo de hacer desaparecer paulatinamente un Estado consiste en decretar el bloqueo, como otrora intetara hacer Napoleón con Inglaterra y ahora Estados Unidos con Cuba.

I

615

a la Naturaleza o a Dios). Pero eso significa que, para ser sí-mismo, se ve precisado a dejar de ser constantemente él mismo (ya que su mismidad está en su límite o frontera). En una palabra: algo, en su límite, se altera”67. La alteración es la primera concreción del devenir: lo primero que permite dar cuenta y razón de algo.M“ Y cuando la alteración deja de ser vista como una irrupción externa en algo, sino como constitutiva de éste; o sea: cuando el límite es visto como inmanente a algo, éste es entonces entendido como finito (cf. WdL 21: 116). Un ser finito no está simplemente delimitado desde fuera (en realidad, no hay «fuera» absoluto, ya que los otros seres tienen igualmente su existencia óntica en el límite o fron­ tera que toca y afecta a «algo»): «sino que más bien el no-ser constituye su naturaleza, su ser.» Y así con acentos melancólicos, más barrocos que románticos, Hegel sentencia: «el ser de las cosas finitas consiste en cuanto tal en tener el germen del perecer como su pro­ pio ser-interior (lnsichseyn), la hora de su nacimiento es la hora de su muerte.» (ibid.). Ahora todo depende de si también eso que hasta ahora era considerado como el «límite» (la regulación de las transiciones, el paso y el peso del pasado) es a su vez caduco y pere­ cedero o si, en cambio, es el perecer mismo lo que acaba pereciendo (cf. 21: 117). Para empezar, el límite, visto desde el algo al que afecta y en el que inhiere, es una limitación (Schranke).1469 Como señala con toda precisión Hegel: «Algo se conserva en la alteración de su disposición [o hechura].» (WdL 11: 73). Es decir: la hechura no sufre alteraciones, sino que ella es la alteración misma (baste pensar en la superficie corporal humana, y especialmente en la piel). Por ende, la determinación de algo como algo es a la vez su propio no-ser, su limitación. Pero entonces, esa misma determinación, en cuan­ to constitutiva del «en sí» de algo, o sea: referida a sí como limitación, no es ya simple­ mente «ser» (puesto que está «pendiente» de la referencia a la limitación) ni simple­ mente «no ser», sino que está toda ella determinada a ser”70. Es, pues, «deber ser» (Soílen). En este sentido (y contra Kant y el sentido común, aunque no contra Platón, por ejem­ plo) nada finito es, sino que «debe ser» aquello que constituye su determinación o des­ tino. Su existir es un sobrepujarse continuo: «Lo que debe ser, es y a la vez no es. Si lo fuera, no debería simplemente serlo. Luego el deber ser tiene esencialmente una limita­ ción .- Sólo que, además, esta limitación no le es ajena. Aquello que debe ser es la deter­ minación, esto es, la de'terminidad de la determinación misma,M71 la cual no es.» (11: 74). Se trata de una alteración cualitativa (la aWoiuOlQ aristotélica), no de una variación cuantitativa (avCqcnc) o de un movimiento de traslación (tfiopa). Así, una pradera lo es si resiste y a la vez se deja pene­ trar por el bosque colindante o por las tierras encharcadas que la nutren de agua. Es solamente en esa inte­ racción, vista todavía desde ella (estamos todavía en la perspectiva de la «existencia óntica») como una con­ tinua alteración de su estado. M“ Recuerdo una de las historias del Sr. K, de Bertolt Brecht. Un amigo ve al Sr. K después de muchos años y le saluda diciéndole que se conserva como siempre, que no ha cambiado nada. Ante este «halago», dice Breche: «El Sr. K palideció». Schranke significa normalmente «barrera», algo que incita a ser saleado. En este sentido, la «limita­ ción» es el límite visto por así decir desde dentro, como cuando hablamos de las limitaciones de una persona no demasiado hábil o inteligente. La distinción Grenze / Schranke se halla ya en Kant: «Los límites (Gren;enj... presuponen siempre un espacio que se halla fuera de un cierto sirio detenninado y lo circunda: las limitacio­ nes (o mejor, aquí: «restricciones», Schranken) no precisan de esto, sino que son meras negaciones que afectan a una magnitud, en la medida en que ésta no tiene una absoluta completud.» (Prol § 57; Ak. IV, 352). Las restricciones o limitaciones son móviles, esto es: pueden y deben ser rebasadas; no así los límites (que, en el caso del conocimiento, han de ser fijados a priori: ésta es justamente la tarea de la Crítica. Cf. KrV B 7 ^ A 761). Las ciencias están siempre restringidas en su saber; por eso se ven precisadas a avanzar; por el contrario, el límite de lo cognoscible y de la experiencia posible es fijo e irrebasable. En castellano, al igual que en alemán, «determinación» (Bestimmung) significa igualmente «destino», visto «desde dentro», como cuando decimos que estamos determinados, decididos a hacer tal o cual cosa. 1,11 Gim o acabamos de leer, Hegel está anticipando aquí nociones propias de la Lógica de la esencia (cica p.e. que el deber ser tiene esencialmente una limitación). La determinación, en este sentido fuerte de «destino»,

616

Como se ve, limitación y deber ser son inseparables. Destruir lo uno sería destruir lo otro. Y es este impulso a salir de sí, que constituye el sí-mismo de lo finito, lo que abre las puertas a la infinitud. Vl.5.3.5.1 - D even ir infinito.

Bien puede decirse que toda la filosofía clásica alemana se ha planteado en el fondo una sola pregunta: ¿cómo puede lo finito elevarse a lo infinito, sin abandonar su propia y constitutiva finitud? Y viceversa: ¿cómo se abaja lo infinito a lo finito, sin dejar de serlo? En esa pregunta se anudan a cuestiones metafísicas y epistemológicas (¿cómo puede la conciencia elevarse al Saber?) problemas de matemática y de ciencia natural (el cálculo infinitesimal, la relación entre cuerpos y fuerzas), de política (la relación entre los individuos y sus necesidades con la sociedad y el Estado) y de religión (¿cómo es posible que Cristo sea un hombre sin dejar de ser Dios?). Y en torno a esa cuestión se decide el destino del idealismo hegeliano. Lejos de todo reduccionismo de lo físico a lo mental, de la materia al espíritu y demás banalidades, afirma Hegel: «El idealismo de la filosofía no consiste sino en no reconocer a lo finito como un ente de verdad. Toda filo­ sofía es esencialmente idealismo, o lo tiene al menos como principio suyo... Por consi­ guiente, la oposición entre filosofía idealista (idealistischer) y realista carece de sentido. Una filosofía que atribuya al estar—ahí finito, en cuanto tal, un ser de verdad, último y absoluto, no merece el nombre de filosofía; principios de antiguas o modernas filosofías como el agua, la materia o los átomos son pensamientos, [cosas] generales, ideales, no cosas (Dinge) tal como se las encuentra de inmediato, esto es, en singularidad sensible, ni siquiera el agua de Tales lo es; pues, aunque sea también agua empírica, es además, a la vez, el en sí o la esencia de todas las otras cosas.» (WdL 21:142). La cita es importan­ te, y despeja muchos malentendidos. Decir algo de algo es ya dar razón de ello, no que­ darse estancado en su mostrenca apariencia. Y si todo lo ente es o existe solamente en su límite y, por ende, en su rebasamiento de sus propias limitaciones en pos de lo que él debe ser, entonces todo lo finito es, en el fondo, ideal, puesto que su realidad está en su propia negación.1472 Pues bien, la infinitud cualitativa (que es la verdad del límite, como éste era la ver­ dad del devenir) es ya el principio de la idealidad: en ella y por ella, Hegel se siente por fin en su casa: en la casa de la filosofía. En efecto, lo infinito «puede ser visto como una nueva definición del Absoluto» (21: 124), mucho más concreta que aquella primera, inicial y abstracta, de la «identidad de la identidad y la diferencia». Sin embargo, múl­ tiples peligros acechan al filósofo en tomo a la esquiva noción del «infinito». Pues podrí­ amos creer que el infinito es algo trascendente a lo finito, algo que nada tiene que ver con él: una pura negación abstracta de la finitud, que deja a ésta inalterada... en apariencia (pues todo lo finito ha de perecer: y esa descomposición y muerte no es un duro «desd­

es 11aparición -todavía en el ámbito óntico, del ser—de la esencia, o sea de aquello por lo que una cosa es lo que u. Iero, vista desde un ente finito, aparece como un duro -destino», como algo impuesto que amenaza su pro­ pia existencia (sin advertir que esa existencia consiste en determinarse y destinarse, en la entrega a lo otro). Por n • se muestra al pronto como una «determinidad», o sea como una cualidad que parece irrumpir desde fuera Vobligar a un ente a «salir de sus casillas» (algunos anoréxicos y abúlicos piensan que la precisión de comer es cuino un «destino» inmerecido, y sueñan con liberarse de lo externo absteniéndose de la comida; también la ligera paloma kantiana soñaba con liberarse del aire y su resistencia para volar más alto; en ambos casos, pare­ es que la libertad sería no tener trabas ni precisar de lo otro, cuando la verdadera libertad es ser sí mismo sólo cab, lo otro, interiorizado). " " Recuérdese que «negación» no es para Hegel «aniquilación», sino al contrario: «determinación», de arurrun al apotegma spinozista: omnis determinado negado est.

no» impuesto desde fuera, arbitrariamente). O bien, al contrario, cabría entender que lo infinito no consiste sino en la incesante descomposición y caducidad de lo finito, obligado a pasar siempre a lo otro de sí. Lo primero puede llamarse el «infinito metafísico»: la ensoñación de una Entidad allende la experiencia, y que ni siente ni padece, fija y ensimismada en sí misma. Algo tan imposible como impensable, y a lo que sólo cuadra la ironía de Epicuro: si los dioses existen pero habitan en trasmundos y no se cui­ dan de nosotros, ¡allá ellos! Tampoco el hombre se cuidará entonces de los dioses. En realidad, esa supuesta infinitud aislada no es sino una «hinchada» finitud, pues que pre­ senta todos los rasgos de lo finito: exclusión de lo otro, a lo que queda enfrentado como algo que está «fuera» de esa Entidad, y significado puramente negativo (referencia nega­ tiva a sí): lo «infinito» sería... lo que no es finito, o sea: otro ser finito. Lo segundo es la «mala infinitud» del progressus in indefinitum, tal como lo encontramos ya en las anti­ nomias kantianas: un paso continuo de unos entes en otros, de unas determinaciones en otras, sin principio ni fin: un abismo ante el que se siente, en vez de terror, tedio ¿Cuál será entonces «el infinito de veras» (das vuahrhafte Unendliche)? (ibid.).'471 Bien, ya conocemos suficientemente la dialéctica como para vislumbrar la respuesta: una pre­ sunta determinación fija y bien establecida (el límite, por caso, en cuanto verdad de lo finito) se hiende en dos determinaciones opuestas (aquí, la limitación y el deber ser) para, a través de una inversión quiasmática de cada extremo, convertirse en una categoría más compleja: en este caso, la infinitud. En efecto, el límite es, en cuanto limitación, la determinación invaginada, curvada sobre sí: una exclusión de lo otro que, por ende, es referencia a lo otro (y referencia negativa a sí mismo). Tal el caso primero: la oposición de lo finito y de lo infinito como si éste fuera trascendente a aquél: como lo Otro (Dios sería, por caso, lo que no es el hombre; y si el hombre es mortal, entonces Dios consiste en ser inmortal o eterno). Ésa es la determinación simple (y abstracta) de lo infinito: «lo afirmativo, en cuanto nega­ ción de lo finito» (ibid.). Pero también es el límite, en cuanto deber ser, la determina­ ción puesta fuera de sí, en un otro, y así al infinito. De manera que aquí el infinito se des­ pedaza en un estéril «quiero y no puedo» -que se limita a negar cada paso finito, como no siendo todavía él mismo (al igual que Ortega se quejaba de los distintos gobiernos patrios diciendo: «no es esto, no es esto»). Ese «infinito» no sería sino la «determinación recíproca con lo finito... el infinito abstracto, unilateral.» {ibid.). Por consiguiente, el infi­ nito de verdad será la «autoasunción» (Selbstaufheben) tanto de este «infinito malo» como de aquel ser finito que se obstinaba —villano en su rincón—en estancarse contradicto­ riamente en sus limitaciones, en lugar de rebasarlas como debe ser (al respecto, tanto da que esas restricciones sean puestas por otro o por sí mismo, ya que aquí, como sabemos, el sí—mismo no es sino «lo otro de sí» ).1474 Y esa doble autosuperación constituye «un solo proceso» {ibid.). Aquí, en el infinito cualitativo, nos encontramos con la primera circularidad: vuel­ ta al comienzo, al ser, pero a través de la negación de la negación (ha quedado negado

Ya hemns advertido en varias ocasiones que Hegel evita utilizar el adjetivo wahr («verdadero»); y más, como en este caso, cuando se trata de categorías del ser, sujetas todavía a una transitividad irreflexiva. Desde esta perspectiva, al ente finito le parece (y con razón, desde su querida identidad) que él desaparece, como tra­ gado por el infinito. Recuérdese a Machado: «caer como gotas en el mar inmenso...».- Por eso utilizamos para wiihrhaft los giros: «de verdad» o «de veras». " 4 Wolff entendía a Dios como una Selbstschrankung, una «autorrestriccion», para dejar sitio a los entes finitos (algo así como la «retracción» o zim zum de Dios en la cabala medieval: un modo ingenioso, pero poco lógico, de explicar la Creación; Dios se contrae y deja tras de si un vacío, su sombra, en la que vivirán los hombres).

AIR

rfl efecto tanto lo finito: ese ser que consiste en tener su ser fuera de sí, o sea, en no-ser, canto la negación abstracta -infinita por indefinida- de la finitud: ese in-finito que se «gota en no—ser lo finito): «Lo infinito es la negación de la negación, lo afirmativo, el ser que se ha restablecido de su limitabilidad. Lo infinito es, y con un sentido más intenmi que el ser primero, inmediato; él es el ser de verdad, la elevación desde la limitación.» (21- 125). Y Hegel añade que, aquí, por vez primera, se le enciende una luz al espíritu, puesto que él (el espíritu finito, tanto del autor como de los lectores de la Lógica) «se eleva hacia sí mismo, a la luz de su pensar, de su universalidad, de su libertad.» (ibid.). Ahora bien, ¿en qué consiste ese infinito «de veras», que merece tantos ditirambos? N o puede ser ni un «Más A llá» que siempre lo estará, por más que nosotros debamos acer­ carnos a él (cf. el «progreso» kantiano del género humano hacia «lo mejor», como la zanahoria que hace andar al burro), ni una «recaída» continua de algo (aliud) en otro (aliud), sino: ¿qué otra cosa, más que la coincidencia consigo mismo de—uno—y-otro en cada alteración y por cada alteración? Este «S í mismo», este «ser» restablecido, no es sino el movimiento mismo de lo (apa­ rentemente) inmediato: el «algo», y de su «detenninación» como «lo otro». Es el retor­ no a sí desde lo otro: ya no simplemente «lo otro de sí» (ésta era la determinación de lo finito) sino: «lo otro de lo otro» (En? § 95).1415 Ahora bien, en esta doble alteridad, en esta negación de la negación, ¿no desaparece acaso toda diferencia, como en la noche de los gatos pardos? Sólo que ésta es una pregunta capciosa, propia del entendimiento, empe­ ñado en fijarse ora en un extremo, ora en el otro, en lugar de atender al genitivo, a la pre­ posición «de». Naturalmente, esos extremos (lo finito en cuanto tal, y el «mal infinito») quedan asumidos (aufgehoben) en la génesis de uno y de otro; ¡pero la génesis misma, el movimiento que vive de esa autosupresión, no queda neutralizada, sino todo lo contrario: ahora es cuando, por vez primera, el devenir retoma al ser!1476Lo que es, lo que es de verdad, es el movimiento mismo, la «vida» (si así queremos expresamos) que retoma a sí a cada instante, recogiéndose de su caída en lo otro; así, por ejemplo: no somos sólo manifesta­ ción a otro, sino la recogida en nosotros del parecer del otro cuando éste corresponde a esa manifestación: ahora, por vez primera, de verdad nuestra. Pero, ¿qué es de verdad «nuestro» aquí, sino el circuito completo de expresión-correspondencia-impresión?"* 1 14.5 Piénsese p e. en la circulación de mercancías, contractualmente regulada. Cada hombre ha de satisfa­ cer sus necesidades (absolutamente propias e intransferibles: ellas constituyen su limitación) a través de los pro­ ductos elaborados por otros (aquello a lo que se tiende como «aquello que me está destinado: como mi deber ser»). Mientras pongamos la atención, ora en el consumidor o en el productor, ora en el artículo (como «bien de consumo» o armo «producto»), no saldremos del círculo vicioso del infinito malo. En esta infinita varia­ ción, una sola «cosa» queda fija: la ley del mercado, que vive y se «nutre» de esas fluctuaciones. Ella, la circu­ lación auto-regulada, es lo único permanente. Por ella, consumidor y productor (por no hablar del interme­ diario) quedan reducidos a «partes contratantes», y las «cosas» contratadas a meros «signos». Ahora, el «ser» (el Todo del mercado) ya no es an sich ni in sicfi (dos determinaciones igualmente unilaterales y fallidas) sino que lo es «de por sí» o «para sí» (für sich). 14.6 O, si se permite el pequeño trabalenguas, expresivo sin embargo: ahora es cuando el ser viene a ser el ser, a través de la nada y de sus secuelas negativas. 1,11 Adviértase la importancia que estos pasajes tienen pata entender correctamente la teoría hegeliana de •« sociedad y el Estado, más allá del individualismo atomista (la fijación de los individuos, como si la socie­ dad o el Estado fueran algo impuesto, que puede y debe ser rechazado anárquicamente) y del totalitarismo (la «mala infinitud» de una «razón de Estado» inalcanzable, como una «unidad de destino en lo universal»).—Errol E. Harris, en su Lire la Logtque de Hegel (Lausana 1987, p. 140), ofrece un ejemplo muy claro de este punto, al compararlo con la filosofía heideggeriana: «La experiencia de sí, en tanto que crudamente inmediata, sin embargo, como Heidegger ha comprendido, no es más que ser determinado, existencia, estar-ahí (éstos son los dis­ tintos sentidos del Dasem hegeliano, F.D.); algo que implica al oiro y al consiguiente sentimiento de estar arro­ jado en el mundo. Si se explícita esta noción, revela de nuevo al sí como en conflicto con Otro -el cual es tam­ bién por su parte un sí mismo-, y que más tarde va a reconciliarse con este Otro a través de un respecto mutuo

A í 9.

Esa completa circulación de la «cualidad», ese infinito «de veras», es llamado por Hegel ser-para-sí: la referencia a sí mismo a través de todas las mediaciones negativas. O más fácilmente expresado: el «ser para sí» es la síntesis del «ser» y del «estar ahí», a través de la reintegración a sí de la diferencia o determinidad. Él es: «la cualidad consumada (vollendete: perfecta y acabada, ED.) y, como tal, contiene dentro de sí al ser y al estar-ahí como momentos ideales suyos.» (En?. § 96, Z.; W. 8, 203). Ya no se trata de una simple referen­ cia a sí (como el «ser» del comienzo) ni de la determinación del ser (como era el caso del «estar ahí» o Daseyn), sino del ser autodeterminado como lo Uno, que, por lo pronto, excluye de sí a lo otro (cf. En?. § 96). Con el ser-para-sí, la infinitud de veras, la categoría de «realidad» (y nosotros, los lectores de la Lógica, con ella) se ha elevado a la idealidad filosófica, la cual: «no [es] algo que se dé fuera y junto a la realidad, sino que el concepto de la idealidad consiste expre­ samente en ser la verdad de la realidad; o sea: la realidad, puesta como lo que ella es de suyo (an sich), se prueba a sí misma como idealidad.» (En?. § 96, Z.; W. 8, 204). Ahora bien, el ser-para-sí, en cuanto lo Uno147*, parece al pronto excluir de sí -por ser una referencia negativa a sí- a lo otro de sí, sin poder ser a su vez excluido por nada ajeno, ya que nada hay fuera de lo Uno, aparentemente aislado en su majestad inalterable. Pero esa inalterabilidad solitaria es una vacía abstracción: la exclusión de sí de lo otro por parte de lo Uno dejaría a éste absolutamente vacío (como el En sof trascendente, de la cabala judía), a menos que... a menos que éste recuerde que él consiste en ser la génesis de toda alteridad y la religación de los «otros» entre sí. Por ende, vista reflexivamente por nosotras, esa «repulsión» de lo otro es eo ipso «posición» de una indefinida pluralidad de «U no»1479. Cada uno de éstos no deja de ser «uno»: un ser-para-sí (al igual que, en el «Yo» kantia­ no, cada «yo» lo es tanto como el que más, sin que exista un «Yo absoluto» aparte). Aquí no hay sino una reduplicación externa, en la que cada uno repite la repulsión primor­ dial, excluyendo de sí al otro.14*0 La referencia, hasta ahora puramente interna (p.e. de «algo» a su «límite»), se hace aquí por vez primera relación141". Sólo que esta relación es puramente externa (como la de los compuestos en la monadología hegeliana), de modo que la referencia a la naturaleza cualitativa parece perderse. La determinación de los muchos «uno» entre sí varía ahora independientemente de la cualidad. Cada uno es para sí, pero eso lo es solamente en sí (an sich), no en referencia a su otro. El universo (y el universo del discurso) se hace así homogéneo. Es como si volviésemos a la absoluta indeterminidad del ser-nada, pero a través de la asunción de todas las mediaciones: lo múlti­ ple es lo Uno repetido indefinidamente, repeliéndose de sí, a la vez que es atraído por eso que implícitamente lo constituye: lo Uno. Y todas las categorías de la cualidad (del

(P/lG B, IV A) [debe tratarse de una errata por Pha IV.A.: dialéctica del amo y el esclavo; F.D.]. El Otro y el sl-mismo se revelan en última instancia como lo mismo, especialmente en la medida en que el mundo obje­ tivo se desarrolla en una sociedad con la cual el individuo puede identificarse. El sí-misino está entonces en casa, cabe sí mismo, en su otro, y es en un sentido eminente para sí.» " " No es necesario recordar aquí el profundo sentido del Uno en la meditación neoplatónica. ' " Hegel escribe siempre: Eins, en singular. En efecto, el Uno repetido no deja de ser «uno». Por eso, aun­ que la expresión resulte dura en español, es conveniente hablar aquí de «muchos uno». Un viejo adagio alemán, recogido por Werner Herzog como mono para su Kaspar llauser, reza: «Jeder filr sich, und Gott gegen alie» («Cada uno para sí, y Dios contra todos»). " " La referencia (Beziehung) es típica de la Lógica del ser: cada categoría apunta a otra como a su verdad, a la que pasa (p.e., en el tomismo, la Creación está toda ella referida a Dios; pero Él no lo está a la Creación -no se siente ob-ligado por y hacia ella-). La relación (Verháhnis) es en cambio propia de la Lógica de la esen­ cia, aunque externamente se presenta ya en la Doctrina del ser. En ella, cada uno de los términos contrapues­ tos se refleja en su otro, de modo que la verdad de la relación es esa recíproca reflexión (piénsese, p.e., en la relación orgánica entre el todo y las partes).

620

ser tal o cual cosa), recogidas negativamente en este indiferente equilibrio de atracción y repulsión, se «vuelcan» en la categoría de cantidad: el reino de la matemática. VI.5.3.5.2 - H aciendo cuentas: la filosofía de la matemática.

La segunda sección de la Lógica del ser trata de la magnitud (Grosse) o cantidad.IW> Se trata de una compleja y rica exposición crítica de la «metafísica» subyacente a las entidades matemáticas, así como a la cosmología (astronomía) y física matemáticamente tratada. En esta exposición, esa «metafísica» se ve forzada a abandonar sus quimeras (como la creencia en la existencia de entidades ideales como los «números», de partí­ culas infinitésimas o de un «espacio» y «tiempo» absolutos), adoptando más bien la forma -m ás humilde- de una «ontología categorial»; y por su parte, la matemática es por así decir obligada a confesarse como algo superior a lo que ella misma estima que es (una elaboración, por caso, de las figuras o formas posibles de las cosas, una elucubración mental que, Dios sabe por qué, «funciona» bien en la realidad, a pesar de sus artificios y trampantojos). Y ello muy especialmente por lo que afecta a la «matemática del infi­ nito»: el cálculo infinitesimal, el cual opera con un concepto de infinitud valorado por Hegel como más alto que el del mal infinito cualitativo (o «metafísico»). La sección está dividida en tres capítulos: «La cantidad» (pura y abstractamente considerada, propia de la matemáica finita), «Cuanto» (como paso del número al grado y, por ende, a la mate­ mática del infinito), e «Infinitud del cuanto» (que trata de las «relaciones» o «razones»). La cualidad era la determinidad en cuanto «afección» del ser en general. La dialéc­ tica del «algo» había llevado, a través de la categoría de «límite» y del «progreso al infi­ nito», a la igualdad del ser consigo mismo en cuanto «ser para sí» (convertibilidad de lo uno y lo múltiple a través de la relación de repulsión y atracción). Así, el U no que rechazaba de sí lo otro, se convierte en «otro de lo otro» (ya no «otro de sí mismo») y recae en unidad consigo, pero como un «ser fuera de sí» (AMSsersichseyn)1*", o sea: como el «puro ser, en el cual la determinidad no está puesta ya como siendo una [sola cosa] con el ser mismo, sino como superada (aufgeboben) o indiferente'**.» (En*. § 99). La can­ tidad es, pues, la determinidad misma,1485pero ya no como determinidad inmediata, sino como supresión de la determinidad; es la cualidad: «que ha llegado a ser indiferente l* 1Hn Enz- § 99, A. señala Hegel la inconveniencia de utilizar el término alemán Grosse (sustantivación del adjetivo gross: «grande») para Quantum, ya que el primero alude a una cantidad determinada, introducien­ do así subrepticiamente una valoración cualitativa (en efecto, aunque nuestro término •magnitud» se emplea normalmente en sentido cuantitativo, como adjetivo se usa para valorar algo no solamente grande, sino supe­ rior a la norma: p.e. en el caso de Alejandro Magno a en el de una conocida marca de coñac; al menos como sustantivo, sin embargo, cabe diferenciar bien en español entre «magnitud» y «grandeza»). De modo que en el término Grfisse está anticipado ya el «destino» de la cantidad: transitar a la categoría de «medida».- De todas formas, aunque de acuerdo con su observación titula Hegel el resumen enciclopédico: «B. Quantitat», en las dos eds. de WdL el título general es «Grosse. (Quantitat)». En SL1 se amplió considerablemente la Amnerlaing al cap. 2, C.3 («Infinitud del cuanto») y se añadieron otras dos extensas Notas sobre el cálculo diferencial e inte­ gral. Las tres famosas Notas constituyen de por sí una densa exposición crítica de la «metafísica del cálculo» (si queremos usar la conocida expresión de Carnot, actualizada por Abraham Robinson). Cf. WdL 21: 236-309. También la naturaleza tendrá como rasgo característico el «estar fuera de sí» (según la vieja definición escolástica de partes extra partes), lo cual explica el éxito de la aplicación de la matemática a la naturaleza. IW«Indiferente» vierte siempre, hasta que no se señale otra cosa: glekhgükig (lit.: «equivalente», «que da igual»). En WdL no se añade nunca nada «nuevo» a las determinaciones lógicas anteriores, sino que salen a la luz las contradicciones internas de cada esencialidad. Todo (el) ser es cualidad, cantidad, etc. hasta la Idea misma. Ésta es la ya tantas veces señalada «coextensividad de los niveles». Véase este significativo pasaje: «Dado que la cantidad es en general la cualidad asumida y que ella es en sí misma infinita, no está presente en su movimiento ninguna transición a un ser distinto en absoluto, sino que su determinar consiste justa y solamente en la puesta de relieve de los momentos ya presentes en ella.» (11: 123).

621

[equivalente] al ser, un límite que precisamente en el mismo sentido no es límite algu­ no; el ser para sí, que es sencillamente idéntico al ser para otro.» (WdL 21: 173). Se trata pues de una mediación que se presenta al pronto como una contradictoria media­ ción inmediata,1486de un «ser» que aparentemente puede ser aumentado o disminuido ad libitum (cf. 11:110) sin dejar de ser lo que él es: pura determinabilidad, «materia» lógi­ ca que coincide absolutamente con la «form a».1487 Pues, en efecto, aquí la determina­ ción formal viene puesta como algo variable al infinito sin que varíe la materia. Así, el límite cualitativo de un campo viene dado por lo que está «fuera» de él (por el pueblo cercano, el bosque colindante, etc.), y sin embargo lo hace ser lo que él es -lo hace refe­ rirse negativamente a sí mismo-; pero un campo puede tener 3 hectáreas o 3.000, sin dejar por ello de ser un campo. Por esta su «cualidad» de indiferente aumento o dismi­ nución (o sea: por esta cualidad suprimida), la cantidad se presenta de inmediato como una magnitud continua. La continuidad recoge en su definición el comienzo y el final de la lógica de la cua­ lidad: es en efecto, por un lado, simple referencia a sí misma (como el ser); y por otro, igualdad consigo (como el ser para sí). Pero esa unidad se debe a la exterioridad recí­ proca de los muchos «uno» que, en cuanto indiferenciados (cada uno es cada uno, como se dice en Castilla), se presentan de una manera ininterrumpida, constante. Ahora bien, es claro que esa constancia se debe a esa pluralidad de indiferentes «uno», de modo que lo que tenemos aquí es lo «U no» en cuanto «muchos», o sea: una cantidad discreta. Así, la supuesta cantidad en general, en toda su pureza, no es sino la reflexión de esos dos momentos: continuidad y discreción, que sólo por el entendimiento abstracto son sepa­ rados como si fueran toto cáelo distintos (cf. 11:11 ls ) .14a“ A sí que los dos momentos,14

14* Seguramente por esta ratón colocó Kant a las categorías de cantidad en el primer lugar, en correspon­ dencia con la necesidad de contar con una intuición pura (esto es: con la forma inmediata de todo objeto posi­ ble) para la construcción o exposición de los conceptos. Hegel no precisa ya, en cambio, del espacio y el tiem­ po como formas a priori en las que alcanzan validez objetiva los conceptos, ya que ha sido la dialéctica inmanente al concepto de «determlnidad» o «cualidad» la que hace pasar todo su campo categorial a la cantidad. ,4” Enz. § 99, A.: «El Absoluto es cantidad pura: este punto de vista coincide en general con el que da al Absoluto la determinación de materia, en la cual ciertamente está presente la forma, siendo ésta empero una determinación indiferente (o equivalente, F.D.).» '**“ La exposición de los dos primeros momentos de la cantidad viene seguida por dos importantes Observaciones: la primera, sobre los dos sentidos de «cantidad» en Spinoza (si aprehendida por la imaginación, vista como finita y compuesta; si por el intelecto, como infinita, única e indivisible) y sobre la identificación de «cantidad» y «materia» en Leibniz (distinguibles serlo por el modo de consideración: bien como pura deter­ minación del pensar -o sea, como categoría lógica-, bien en su existencia exterior); la segunda Observación, mucho más importante, está dedicada a la Segunda Antinomia kantiana (sobre la divisiblidad de la materia). Hegel rechaza de la presentación kantiana de las antinomias, en general, la «mezcolanza» (WdL 11: 115) de determinaciones puras del pensar con representaciones entre cosmológicas y sensibles como el mundo, el espacio o el tiempo, o la materia, así como la arbitraria reducción de las antinomias a cuatro, por el afán arqui­ tectónico kantiano de encasillarlo todo en la famosa tetralogía: cantidad, cualidad, relación y modalidad. Si entendemos en cambio lo antinómico como lo «dialéctico», es claro que, al ser toda noción una unidad de momentos contrapuestos, «podrían ser establecidas tantas antinomias como conceptos lo hayan sido.» (11: 114). En realidad, según Hegel, Kant no hace en sus antinomias sino presentar por separado (a nivel del encendimiento) momentos que sólo pueden ser comprendidos (y comprehendidos) en la unidad de su dife­ rencia. En el caso de la Segunda Antinomia, toda la dificultad se reduce a presentar aisladamente, sea el momento de continuidad, sea el de discreción (sacándolos además violentamente de su locus naturalis: la can­ tidad, presentándolos dentro de un respecto cualitativo, aludiendo además a la noción de sustancia, de mundo, etc-, y revistiendo la prueba de un «nxleo apagógico» que no hace sino mareare impide ver la oposición). La presunta contradicción de la Segunda Antinomia (que en Kant, como sabemos, es desenmascarada como mera contrariedad, siendo tesis y antítesis falsas) se resuelve según Hegel haciendo ver «que ninguna de estas determinaciones tiene verdad aisladamente tomada, sino sólo su unidad.» (11: 120). Así, desde la discreción, nociones como materia, sustancia, etc., están efectivamente divididas, pues su principio es el Uno; desde la con-

622

I continuidad y discreción, están inseparable e inmediatamente unidos en la noción de cantidad. Pero si lo están (¡atiéndase al momento reflexivo, de retomo!), entonces toda cantidad tiene como determinación primera el ser una unidad, y por tanto es una mag­ nitud continua. Es decir: la cantidad, que era el resultado concreto de unir dos abstrac­ ciones, dos momentos, queda ahora «marcada» por ese resultado —la unidad—y signada como un continuum, con lo que deja de ser cantidad en general para devenir esta canti­ dad determinada (o sea: una «magnitud»); y, por su parte, la «determinidad» de conti­ nuidad se transforma así, al inherir en la cantidad, en «lo continuo». Lo que era sola­ mente un momento se da ahora, de modo esencial, como un «Todo» de la cantidad: «La continuidad no es por ende solamente momento, sino precisamente en la misma medi­ da cantidad íntegra; y ésta, en esa unidad inmediata, continua incluso, no es tanto can­ tidad cuanto magnitud; magnitud continua, por tanto.» (11: 121 ).14* Ahora bien, ésa es tinuidad, en cambia, esas nociones son infinitamente divisibles, ya que el Uno está aquí asumido o supera­ do: ¡pero superado justamente porque la continuidad presupone el momento del «átomo» -el cotumuum es una sola «cosa»-, de la misma manera que la discreción presupone que los muchos «uno» son equivalentes entre sí -pues cada «uno» simple es lo mismo que el otio: a saber, «uno»-! De modo que cada momento con­ tiene en sí al otro y no puede ser pensado sin él. La verdad es pues la unidad de esa contraposición: lógica­ mente, la cantidad pura. Se ha acusado a veces a Hegel de pasar subrepticiamente -aprovechando las ambigüedades del len­ guaje- de determinaciones generales («lógicas») a cosas o entes, o más sencillamente: de pasar de los signifi­ cados a sus referentes. Asi, el ser, al ser determinado, alcanza la categoría de «estar-ahí» o «existencia óntica» (Doseyn): algo que, evidentemente, no «existe» (la categoría de «estar» o «existir» no existe: o sea, no es un ente). Pero como Dasein (según la escritura actual) significa babitualmente «una existencia», se habría pasado por transición fácil de una determinación a un ente (como a fortion -sentencia el crítico- se aprecia muy bien cuando -en movimiento paralelo en la cualidad a lo que ahora estamos examinando en la cantidadel «estar-ahí» revierte a su vez sobre el ser y lo «marca», conviniéndolo en «algo», o sea: en tal o cual «cosa»). Sólo que esa crítica está a su vez presa del prejuicio de los dos «mundos» (detenninaciones del pensar venus cosas reales), que Hegel pretende haber eliminado de una vez justamente con su lógica. La diferencia entre «ser» (o «estar-ahí») y «algo», al igual que la existente entre «cantidad» y «magnitud continua», estriba solamen­ te en que la segunda es más compleja que la primera, a la que engloba y dota tetroactivamente de sentido. Pero tan determinación del pensar y a la vez rasgo del ser (categoría ontológica) es la una como la otra. Y Hegel no tiene empacho de decir que ejemplos, más precisos, de «cantidad pura» son el espacio y el tiempo, la materia, la luz, ¡e incluso el yo! (cf. 11: 113). Digamos que es ya demasiado taide para «quejarse»: el comienzo mismo de WdL equipara «ser» y «pensamiento» (aunque vacío, o sea: «intuición»); y la entera Fenomenología no había sido sino una formidable educación de la conciencia, una introducción a este «éter» puro en el que deja de tener sentido la separación (propia del entendimiento y de su irreflexivo «precipitado»: el sentido común) entre la mente y la realidad, entre noción y cosa. Esa distinción deja de valer, no en favor de uno de los lados (como en el idealismo vulgar, subjetivo, o en el realismo), sino en pro de su «fondo» común: en pro de lo Lógico. De manera que la ambigüedad del lenguaje no debe ser «corregida», yendo en pos de la presunta uni­ vocidad y exactitud de un lenguaje perfecto, sino profundizada y sondeada para descubrir en ella una catego­ ría lógica. También en castellano hablamos del «ser» y de «un ser»; y la lengua -como de costumbre- es más veraz que sus sabihondos «corregidores lógicos»: un ser no es sin más un ente («ente» es «algo» que interiori­ za retroactivamente su determinidad de «estar-ahí» y la convierte en su determinación), sino un ser cual­ quiera, en general, al cual -desde esa abstracta y generalísima indeterminación- le conviene «ser», sin más (cf. lo Uno y los muchos «uno»); la presunta evidencia del sentido común multiplica en cambio las entida­ des sin necesidad: si la tomamos en serio, tendríamos que conceder que «hay» por un lado -no se sabe bien si en la cabeza o en un trasmundo- el «ser» o la «cantidad», en general, y por otro -«aquí», en este «mundo», sea eso lo que fuere- «seres determinados», muchos «algo», plurales «uno», y «magnitudes»; dos lados -el de los pensamientos y el de las «cosas»- que después habría que adecuar -tampoco se sabe bien cómo-; pero aunque no fuere sino por seguir el principio de parsimonia, ¿no sería acaso más sencillo considerar que «ser» o «can­ tidad» en general no es sino «un ser» o «una magnitud» abstracción hecha de su determinación, y viceversa: que la magnitud es simplemente la cantidad determinada, no una «cosa» a la que le acaece azarosamente ser además «cantidad»? Por lo demás, en la mismísima expresión «cosa» -expresión que se nos viene al pronto a las mientes para «defendemos» de esa supuesta subreptio, de ese «escamoteo» de lo real «que se ve y se toca»alienta una determinación lógica, aunque mucho más complicada que las anteriores (aparece, como veremos, sólo en la lógica de la esencia). En realidad, de seguir a Hegel, lo que llamamos vulgarmente «cosa» no es sino una representación: una noción confusa, producto de la coyunda del entendimiento y la imaginación y, pot

¿12

justamente una unidad inmediata; en cuanto reflexionamos>w, nos damos cuenta de que la determinación operativa en el paso de la cantidad en general a la magnitud continua es justamente el «Uno» excluyente: de modo que, puesta ahora, o sea reconocida y asen­ tada esa determinación como tal en la magnitud, convierte eo ipso en magnitud discre­ ta a esta «cantidad íntegra», pues ella: «está esencialmente mediada, siendo negativa en sí misma, en la determinidad del Uno; es por lo pronto una pluralidad indetermina­ da de [los] uno.» (ibid.). Pero entonces, la verdad de la magnitud no está en ser vista ad libitum como conti­ nua o como discreta (con un ejemplo más preciso y actual: como «onda» o como «cor­ púsculo»), sino en el paso por inversión de lo uno a lo otro, o sea: en el límite, que ahora reaparece en el nivel de la cantidad como unidad puesta con su negación (a saber: con lo Uno) y a la vez como negación determinada de lo Uno, de modo tal que el límite cuanti­ tativo no sólo está referido a la unidad (al continuum) y a su negación (el U no discre­ to), sino que, a través de esa inversión de momentos, está igualmente referido a sí mismo: en esta referencia negativa a sí, se impulsa continuamente a dejar de ser discreto, o sea: en cada caso «uno», y sale de sí (repetición en «espiral» de la dialéctica cualitativa de la limitación y el deber ser), haciendo de la magnitud una cantidad no simplemente limitada, sino determinada (es decir: que interioriza como su propio límite sus determinidades de continuidad y discreción). Esta determinada unidad de la magnitud conti­ nua y discreta es el cuanto (Quantum): el equivalente cuantitativo del estar-ahí y, en definitiva, de lo finito. El cuanto es en general la cantidad con un límite (cf. 11:124); ahora bien, la canti­ dad no era sino el cualitativo «ser para sí», pero asumido - o sea, devenido equivalente, indiferente a su «ser otro»-. Por ende, ese límite le es igualmente indiferente a la canti­ dad, la cual puede, al parecer, extenderse o «encogerse» ilimitadamente, sin dejar de ser can­ tidad. Pero, ¿puede hacerlo también sin dejar de ser una magnitud determinada, o sea un cuanto? Ciertamente no puede, porque el límite le es indiferente a la cantidad, pero no a sí mismo: él se refiere a sí cuando «marca» al cuanto, el cual no es sino la operación de «paso al límite» de los «uno» -recíprocamente exteriores- a la «unidad» que los cons­ tituye y «atrae». Cada «uno» tiene la entera «unidad» dentro de sí; y viceversa: la «uni­ dad» está expuesta, repetida, en cada «uno». De modo que el cuanto, como determina­ do en sí (an sich) no es sino este movimiento «vibrátil» de proyección y retracción: en una palabra, es el número. Este, a su vez, por ser una pluralidad de «uno», separados y como «recortados» («circundados», dice Hegel) por su límite (el Uno «numerador», si quere­ mos), es en cada caso un determinado «valor numérico» (Anzahl): 12, 7, etc.HS" Cada uno de ellos es uno (un «doce», un «siete», etc.): por eso hablamos de números «enteros». Pero justamente por ello, cada valor numérico implica una «unidad», la cual está «nega­ da», determinada por ese valor (se trata de «un» doce, «un» siete, etc.). «Valor numéri­ co» y «unidad» son pues los momentos del número; respectivamente, reflexión por inver-

ende, algo mucho más abstracto y etéreo que una determinación lógica, la cual encuentra siempre su lugar y su definición. I h u m a n i d a d » e s l a m i s m a q u e la r e f e r e n c i a « h o m b r e - > h u m a n i d a d » , p a r a l o c u a l h a r í a f a l t a u n n u e v o

quid e n

tertium

e l q u e c o in c id ie r a n la s d o s r e fe r e n c ia s , y a s í a l in f in io . E l e r r o r e s tr ib a e n t o m a r lo s n o m b r e s « C a y o » y

« h o m b r e » c o m o s ig n o s d e « c o s a s » p e r f e c t a m e n t e d e te r m in a d a s d e n tr o d e s í y a is la d a s e n tr e sí. C u a n d o ese p r e su p u e sto se sa c a

reflexivamente a

la lu z , b i e n s e v e q u e t o d o e l e s f u e r z o p o r a p r o x i m a r t a n « e g o í s t a s » e n t i d a d e s

e s in ú til. S ó lo q u e e s a s e n tid a d e s s o n v a c u a s a b s tr a c c io n e s d e la ú n ic a r e la c ió n c o n c r e ta , a sa b e r : q u e C a y o p r u e b a q u e e s u n h o m b r e p o r su s a c c io n e s , y q u e s e r h o m b r e e s - e n t r e o tr a s c o s a s - e s o q u e h a c e C a y o , sin q u e e x is t a n « C a y o » u « h o m b r e » a p a r te d e e s a m u tu a r e fe r e n c ia lid a d o r e sp e c tiv id a d .

"MC f . Monadología, §

9.

648

esta reflexión para caer en la cuenta de que la verdadera diversidad le pertenece al «algo» mismo: ella es -com o decimos en castellano- su distinción. U n hombre «distinguido» es aquél que pone todo su ser en ser distinto de los demás. Pero entonces, los demás se ven obligados a hacer lo propio y a hacerlo propio, o sea: a apropiarse de ese «ser-distinto» y a hacerlo a su vez distinto, de manera que la posición del uno es la negación del otro en el primero, y viceversa. Ahora, la comparación ya no es exterior, sino que pertene­ ce a cada uno que, de este modo -por negación de la negación- no es sólo distinto del otro, sino distinto de sí. El verdadero principio de diversidad dice, pues: «que todo es divaso» (En?. § 117, A .). O sea: cada uno es diverso de sí, y la totalidad es la diversidad. O esencialmente hablando: negatividad de la respectividad a sí. La diferencia está ahora en ella misma, y no en un lado o en el otro: es una diferencia determinada. Cada lado o respecto de la reflexión toma ahora sobre sí esa diferencia de la esencia (ese diferir que es la esencia). Cuando la aplica a «sí mismo» (viéndose pues como «ser reflejado en sí»), esa diferencia lo transforma en algo «positivo» («repetición» reflexi­ va del «ser para sí»). Cuando la aplica a lo «otro de sí» (viéndose pues como «ser pues­ to»), queda transformado por la diferencia esencial en algo «negativo» («repetición» reflexiva del «ser para otro»). Y aquí también el olvidadizo entendimiento comienza por poner ambos términos (la reflexión y el reflejo) como si nada tuvieran que ver entre sí: lo positivo es positivo, y nada más; y lo negativo, negativo. Pero enseguida se echa de ver (basta con «recordar» el curso seguido y con «reflexionar» en él) que lo diferen­ te (a saber: lo positivo que no es negativo, y viceversa) «no tiene frente a sí a un otro en general, sino a su otro... cada uno es así su otro del otro.» (Enz. § 119). O sea, los térmi­ nos no están simplemente opuestos (contrarios entre sí; para ello, deberían tener un fundamento común pero distinto a ambos), sino que están contrapuestos (entgegengesetzt): puestos por así decir a la contra. Cada uno es, no sólo él y su otro, sino el otro de su otro en él: lo positivo tiene a lo negativo dentro de sí, y viceversa. Cada uno es idén­ tico en su diferencia (piénsese por ejemplo en la diferencia sexual). Si ahora se expresa este principio de contraposición en su forma habitual: «De dos predicados contrapuestos le conviene a algo solamente uno, y no hay ningún tercero» (Enz. § 119, A .), una sencilla reflexión (pero ya no externa, sino determinante) deja ver enseguida que, contra lo que parecía, el principio de «tercio excluso» contradice expresamente al principio de iden­ tidad (o a su expresión negativa, como principio de no contradicción). Éste decía (en su formulación más abstracta): «A = A »; y ahora se afirma que: «(A ^ A ) a (A = +AV-A)». De modo que el principio del tercio excluso (algo perfectamente correcto, si con ello se entiende que haya un tertium quid exterior a la reflexión) es el verdadero principio de con­ tradicción, o sea: la expresión cabal de la contradicción en que necesariamente cae el entendimiento cuando quiere evitar una contradicción que estaba ya implícita desde la primera formulación de «algo» como «algo», y nada más (como cuando se dice: «al pan, pan y al vino, vino»), y que había salido a la luz al yuxtaponer dos principios que pre­ sumían de ser, cada uno, el «primero»: el principio de identidad y el principio de diver­ sidad.IMI Así que la proposición de tercio excluso dice la contradicción: dice «que no hay147 1147 Es más: las dos formulaciones del principio de identidad se contradicen entre sí. Una dice: «A = A». La otra (como no-contradicción): «A - - (- A )» . Pero si «(-A )» significa: «absolutamente diferente de A» (según exige la ley de identidad), entonces «A = -(- A )» no sólo es distinta a «A * A-, sino que es su con* tradictoria. Si ella es verdadera, entonces la primera (la ley de identidad) es falsa. Y a la inversa. En efecto, la negación de la negación de *A » viene puesta aquí de una manera abstracta, indefinida, que habría de ser expre» sada justamente por un juicio negativo infinito: «-(A es -A )» , a su vez expuesto por otn> infinito positivo: •A es -(-A )», donde la cópula venía disimulada por el signo cuantitativo de la igualdad. Y la negación abstracta de una negación abstracta no es en absoluto una afirmación restablecida, sino el inicio de una deriva infinita

un tercero que sea indiferente frente a la oposición (+AV-A; F.D.). Pero de hecho hay en esta misma proposición el tercero, que es indiferente frente a la oposición, a saber: el mismo A ( I A I ; F.D.), que está allí presente. Este A no es ni +A ni -A , y precisa­ mente así es tanto + A como —A... El tercero que debiera ser excluido es pues el algo mismo.» (WdL 11: 286). Sólo que ese «tercero» no es naturalmente tal, sino lo «mismo», puesto de manera abstracta y unilateral ora como positivo, ora como negativo, mien­ tras que la esencia de ambos es la unidad de su mutua contraposición.1548 Tal unidad ( I A I ) es vista ahora como el fundamento, en el que identidad y diversidad, positivo y negativo, entrecruzan sus destinos y remisiones. Un fundamento que, visto desde cada uno de los extremos de la reflexión, es en sí mismo contradictorio (es contradictorio, en efecto, que lo queramos ver como una identidad, sin diferencias, o como una diferen­ ciación que de nada difiere). N o es pues Hegel quien se «salta» el «sacrosanto» principio de no contradicción, para luego establecer ad libitum todas las ocurrencias que salgan de su enfebrecida cabe­ za, sino la formulación proposicional de ese mismo principio la que es contradictoria, a la luz de las exigencias puestas por el propio entendimiento.1'” Es éste el que se contra­ dice, precisamente al intentar evitar a todo trance la contradicción. Pero no se contra­ dice porque, digamos, se piense «mal» o se esté equivocado, sino porque la noción de una «cosa en sí» como base o sustrato indiferente de identidad o diversidad es de suyo contradictoria (sería como quedarnos con I A I , olvidando que ella lo es ssi: I AI = + A a- A ) ‘” “. Hegel no dice que «todo» sea contradictorio (y menos que el Todo sea con­ tradictorio)1” 1, sino que: «Todas las cosas son en sí mismas (an sich selbst) contradic'orias»; y añade: «frente a las otras (frente a los otros principios, F.D.), esta proposición expre-

d e n e g a c io n e s . D e c ir d e D io s q u e É l e s e l « n o - n o - D i o s » , le jo s d e r e s ta b le c e r e l v a c u o : « D io s e s D io s » (q u e a l m e n o s s e o b s t i n a b a e n n o s e p a r a r s e d e « D i o s » ) , a l e j a c a d a v e z m á s a D i o s d e l o q u e E l p u e d a s e r . N o e s lo m is m o d e c ir : « D io s D io s =

no es n o - D i o s »

( o , p o r c a s o : « D i o s n o e s e l m u n d o » , i.e .: n o e s e s o q u e c o n s is t e e n « n o - s e r

s e r m u n d o » : y e n e s o e s t r i b a p r o p ia m e n te 4 a f in it u d y

distinción d e l

m u n d o ), q u e d e c ir : « D io s e s el

n o - ( n o - D i o s ) » ( o s e a : É l e s e l n o - m u n d o : a lg o p u e s e x tr a m u n d a n o ; c o n lo c u a l a l m u n d o le e s in d ife r e n te q u e D io s s e a o n o s e a , y q u e se a o d e je d e se r lo q u e se a , s in q u e n i D io s s e p a e n to n c e s si É l e s , y q u é e s É l). ” * S i e n te n d í c o r r e c ta m e n te u n a e x p o s ic ió n o r a l d e E m m a n u e le S e v e r in o e n N á p o le s , é s te s e e m p e ñ a b a e n d e f e n d e r q u e n o e x i s t e , p .e ., la « l á m p a r a » , s i n o la « l á m p a r a - e n c e n d i d a » o la « l á m p a r a - a p a g a d a » , y q u e a m b o s e r a n « o b je t o s e t e r n o s » , s i n p o s ib il id a d d e s a l t o o t r a n s ic i ó n d e u n o a o t r o . P e r o a la lu z ( v a l g a la re d u n ­ d a n c i a ) d e lo e x p r e s a d o p o r H e g e l, c l a r o e s t á q u e e x i s t e la « l á m p a r a » . S ó l o q u e é s t a n o e s « l á m p a r a » s in m ás ( e l l o s e r ía u n a v a c u a a b s t r a c c i ó n , a l a m p a r o d e la s u s t a n t iv a c ió n p r o p ia d e l le n g u a je ) , s in o : « l á m p a r a - e n c e n ­ d id a — o s e a — n o - a p a g a d a y a la v e z l á m p a r a - a p a g a d a — o s e a — n o - e n c e n d i d a » . E l e n c e n d id o e x p lic a a la v ez e l a p a r e c e r d e la lá m p a r a c o m o a lg o p o s it iv o , y la e n t e r a r e f le x ió n d e la lá m p a r a c o m o r e f e r e n c ia n e g a tiv a a sí (u n a lá m p a r a a p a g a d a , s e a p o r e s t a r r o ta , d e s e n c h u fa d a o s im p le m e n te n o e n c e n d id a , n o e s u n a v e rd ad e ra l á m p a r a ) . P e r o e l a p a g a d o e x p l i c a t a m b i é n a la v e z e l a p a r e c e r d e l a lá m p a r a c o m o a l g o n e g a t i v o , y l a e n te r a r e fle x ió n d e la lá m p a r a c o m o n e g a tiv id a d d e la r e fe r e n c ia a s í (u n a lá m p a r a e n c e n d id a q u e e n n in g ú n c a so p u d i e r a s e r a p a g a d a n o s e r í a u n a v e r d a d e r a l á m p a r a , n i d i r í a m o s d e e l l a q u e e s t á « e n c e n d i d a » , c o m o n o lo d e c i m o s d e l s o l - a p e s a r d e q u e la c i e n c i a n o s a v i s a q u e a l g ú n d í a l e j a n o s e a p a g a r á - ) . L a lá m p a r a e s a s í su c ir ­ c u ito

y su

c o r to c ir c u ito : to m a d a d e su y o ,

an sich, e l l a e s l a c o n t r a d i c c i ó n d e s í m i s m a . Historísche Dialekcik. d e G r u y t e r . B e r l í n 1 9 7 7 ,

IWI G i m o s e ñ a l a a g u d a m e n t e W . J a n k e ,

p . 1 7 : « L a m á x im a

h e g e l ia n a n o e s t á d ir ig id a e n a b s o lu t o c o n t r a la p r o h i b i c ió n d e c o n t r a d i c c ió n , s i n o c o n t r a e l a b s t r a c t o p r in c ip io d e i d e n t i d a d y c o n t r a la p r o p e n s i ó n a p e n s a r d e u n m o d o u n il a t e r a l, e . d . , t o m a r u n l a d o p o r e l t o d o , e l e v a r a lg o r e l a t i v o a a b s o l u t o y m e n o s p r e c i a r l a o p o s i c i ó n a l a q u e t o d o s e r e s t á a b i e r t o e n s u v i v a c i d a d y e n s u d e v e n i r .» T ó m e n s e e n t o d o c a s o e s t a s fó r m u la s c u m g r a n o

salís, y a

q u e e x p r e s a n m a te m á tic a o ló g ic a m e n te (p e ro

c o m o ló g ic a f o r m a l o a b s t r a c t a , d e l e n t e n d im ie n t o ) a lg o q u e q u ie r e h a c e r v e r la c o n t r a d i c c ió n ín s it a e n to d a s e s a s o p e r a c io n e s.

«Todo», así abstractamente formulado (tal como se expresaba en el sujeto del principio de identidad) no da aún la talla para ser contradictorio; todavía no está suficientemente «crecido» para hacer ver la contradictoriedad. En cambio, el Todo (das Gante) está por encima de lo contradictorio y se «nutre» infinita­ mente de esas contradicciones finitas.

sa mejor la verdad y las esencia de las cosas.» (ibid.). Ahora bien, que ella sea compa­ rativamente una expresión mejor de la esencia no significa que diga sin más la esencia (y menos, la verdad) de las cosas. La contradicción ha de ser resuelta (y de hecho se resuelve en y como el fundamento); pero no por huir de ella, refugiándose en un pro­ greso al infinito, o disolviendo todas las determinaciones en nada (adviértase que ahora estamos «repitiendo» en el nivel de la esencia el estadio de la A ufhebung del mal infi­ nito y, por ende, del establecimiento del verdadero infinito a través de las contradic­ ciones en que caía la «metafísica del cálculo» con el método de las ultimas Totumes: el cociente diferencial), sino manteniendo firme la contradicción (un nivel muy alto del pensar, aunque no él más alto) y manteniéndose afincado en ella, medrando desde ella.1” 2 Tal es el pensar verdaderamente especulativo (cf. 11: 287). La unidad de la identidad y de lo diferente, en la cual se resuelve la contradicción resultante de pretender tomar dos principios como siendo cada uno de ellos el prime­ ro, es el fundamento. En esta esencialidad, la esencia está puesta como totalidad (cf. Enz. § 121). Pero, al pronto, al entendimiento le parece que el fundamento es de una posición neutral, de indiferencia, en la que tanto da decir que el fundamento es la uni­ dad de la identidad y la diferencia como que él es la diferencia de la identidad y la dife­ rencia (cf. Enz■ § 121, Z.\ W. 8, 248). En este nivel de abstracta universalidad, en el que se intercambian indiferentemente explanandum y explanans, se estanca al decir de Hegel la explicación científica: «lo esencial que ellas (las ciencias empíricas, ED.) pro­ mueven y producen son leyes, principios generales, una teoría: los pensamientos de lo pre­ sente.» (En?. § 7, A .). Aquí, por así decir, todo ser puesto se convierte en ser puesto (cf. WdL 11: 282). Y se aprecia muy bien el carácter de «recomposición» y «recogida» de la esencia dentro de sí a través de sus determinaciones de reflexión en esta definición general, que nosotros «localizamos» utilizando paréntesis: «L a esencia (esto es: el ser, asumido) se determina a sí misma (mediante una reflexión determinante concretada como contradicción de identidad y diferencia) como fundamento (llegando así a ser esencia determinada y retornando de este modo, no al ser del comienzo, sino al senti­ do del ser).» (11: 291). Adviértase que hemos abierto el examen del fundamento señalando que éste, esen­ cial y reflexivamente tomado (y no de manera abstracta), es la unidad de la identidad y de lo diferente (¡no de la diferencia!). Una cosa es en efecto el real proceder de las cien­ cias y otra es lo que ellas mismas postulan como ley del pensar, a saber: el desequilibrio entre el fundamento y lo por él fundado, según se expresa en el celebérrimo principium grande leibniziano: nihil esse sine r a t i o n e Este decisivo retomo de la negatividad y dife-

Hegel no admite al respecto escapatoria alguna. Cada determinación lógica, al igual que cada cosa con­ creta, es la unidad de momentos, no sido diferentes entre sí, sino diferenciados y diferenciantes de si, de manera que para ellos, de suyo considerados, no hay «salvación». Lo que queda es el circuito de «cortocircuitos»: la reflexión íntegra (incluso en un nivel mucho menos complejo: el del devenir, éste no era, de una parte, sólo nacer; y de otra, sólo perecer, sino el perecer-en-el-nacer y viceversa). Cada nivel recoge al anterior dentro de sí: pero lo acoge como lo que esencialmente es, como algo roto y contradictorio. La contradicción se resuelve siempre «hacia arriba», no en su propio estadio (de lo contrario no se trataría de contradicción, de tragedia, sino de una burguesa comedia de enredo, en la que al final todo vuelve a estar en su sitio): «Las cosas finitas, en su indife­ rente variedad multiforme, son por tanto en general esto: ser en sí mismas contradictorias, estar rotas en sí y regresara su fundamento.» (WdL II: 289). Y ya sabemos que «hundirse en el fundamento» significa perecer. :lil « E x h is p ro p te r n im ia m fa c ilít a t e lo su a m n o n sa tis c o n sid e r a tis m u lta c o n se q u u n tu r m a g n i m o m e n ti. S ta tim e n im h ic n a s c itu r a x io m a r e c e p tu m : n ih il e sse s in e ra tio n e , seu : n u llu m e ffe c tu m e ss e a h sq u e c a u sa . A lío q u i v e rita s d aretu r, q u a e n o n p o sse t p ro h ari a p rio ri, s e u q u a e n o n re so lv e r e tu r in id e n tita s, q u o d e st c o n tra n aru ra m v e rita tis, q u a e se m p e r v e l e x p r e sse v el im p lic itc id é n tic a e s t .» (Primae Veniales, e n Opuscules et fragments inédits, e d . L . C o u t u r a t . P a rís 1 9 0 0 - r e e d . H ild e sh e im 1 9 6 6 - , p . 5 1 9 ; la ú ltim a fra se m u e str a d a r a -

651

rencia a la identidad esencial de lo diferente óntico proporciona la base interpretativa del principio de razón suficiente por parte de Hegel: «‘Todo tiene su fundamento suficiente”, es decir: la verdadera esencialidad de algo no es su determinación como idéntico ni como diverso, ni tampoco como meramente positivo o como meramente negativo, sino el hecho de que algo tiene su ser en otro que, como su idéntico-consigo, es su esencia.» (En?. § 121, A.; últ. subr. mío). Aquí se halla, por así decir, el núcleo duro del idealis­ mo hegeliano: la autonegación de lo finito en su propia diferencialiad constituye la ver­ dadera identidad, primero -e n un nivel todavía formal-, de la esencia como principium essendi (el genuino «principio del ser»); después, en la cúspide del universal concreto como Idea, del Absoluto como principium veritatis (algo desde luego mucho más alto que el mero principium cognoscendi de la gnoseología, y que engloba articuladamente dentro de sí al principium essendi -la esencia como fundamento- y al principium fiendi -la reali­ dad efectiva como causalidad-). En la 3* Observación al punto C . («La contradicción») del 2° cap. sobre las determinaciones de reflexión (que hemos estado considerando hasta ahora), y como transición al 3er. tap., dedicado al fundamento, señala Hegel como de pasada, al hilo de una crítica a la prueba de la existencia de Dios a contingentia mundi'” \ algo que podría ser considerado un apretado resumen de toda su doctrina, su solución del espinoso problema fundamental de la metafísica (condensado en la famosa pregun­ ta leibniziana: ¿por qué hay algo más bien que nada?, que es justamente el corolario del principio de razón suficiente): «En la inferencia habitual -dice H egel-1” 5 aparece el ser de lo finito como fundamento de lo absoluto; porque lo finito es, por eso lo absoluto es. La verdad es, empero: porque lo finito, la oposición en sí (an sich) misma contradictoria, no es, por eso lo absoluto es. En el primer sentido, la conclusión suena así: i I ser de lo finito es el ser de lo absoluto; en el último sentido (el hegeliano, F.D.), empero, así: El no ser de lo finito es el ser de lo absoluto.» (WdL 11: 290).1554 La dialéctica del fundamento constituirá la explicitación lógica de esa conclusión «ontoteológica» (si queremos decirlo con el conocido término heideggeriano). Tal como

m e n t e e l e m p e ñ o d e L e ib n iz p o r p r iv ile g ia r la id e n t i d a d f r e n te a la d if e r e n c ia , c o m o h a r á t a m b ié n H e g e l ) . C f. t a m b ié n P r in c .

de la Nature etd ela G race

§ 7 , y M . H e id e g g e r ,

La proposición del fundamento. S e r b a l .

B a r c e lo n a

1 9 9 1 . E l lo c u s c la s sic u s s e h a l l a e n A r i s t ó t e l e s z l 1 , 1 0 1 3 a l 7 , e n d o n d e s e d is t i n g u e n t r e s s e n t id o s d e a p o q u e , m a n if ie s t a m e n t e , ir á s ig u ie n d o H e g e l e n su a r g u m e n t a c ió n : 1 ) « s e r » d e a lg o , 2 )

principium fiendi:

principium essendi: f u n d a m e n t o o e s e n c i a d e l principium cognoscendi: l a « r a z ó n »

la c a u s a d e l e n g e n d r a m ie n t o d e a lg o , y 3 )

p o r la q u e a lg o e s p u e s t o e n su v e r d a d . ,!s * S e t r a t a , c o n m a y o r p r e c i s i ó n , d e l a r g u m e n t o

cosmológico,

q u e c o n o c e m o s y a p o r K a n t , y q u e p r e te n d e

i n f e r i r e l e n s n e c e s s a r iu m a p a r t ir d e lo c o n t i n g e n t e ( e n u n n i v e l e s e n c i a l , in f e r e n c ia d e la i d e n t i d a d a p a r t ir d e lo d ife r e n t e ) . H e g e l a r g u y e q u e t a l a r g u m e n to p r e s e n t a u n a fa la z in v e r s ió n

(vorepov rrporepou) d e l

fu n ­

d a m e n t o y lo fu n d a m e n ta d o : s e to m a a r m o fu n d a m e n to d e la p r u e b a a l se r c o n tin g e n te , d e já n d o lo ta l c o m o e s tá (c u a n d o p r e c is a m e n te lo f in ito y c o n tin g e n te e s lo c o n tr a d ic to r io e n sí, d is o lv ié n d o s e e n c u a n t o ta l c o n l a r e s o lu c ió n d e la c o n t r a d i c c ió n ) , y d e a l l í s e d e d u c e u n s e r n e c e s a r io , a l q u e s e d e ja t a m b ié n in t o c a d o , c o m o s i su n e c e s id a d tu v ie r a q u e v e r s ó lo c o n é l y fu e r a u n a p r o p ie d a d in h e r e n te ,

ad ¡ñera,

s i n r e f e r e n c i a a l g u n a a lo

c o n t i n g e n t e ( o s e a , a s u C r e a c i ó n ) . P e r o e l s e n t i d o v e r d a d e r o d e la p r u e b a - o c u l t o t r a s l o d e f e c t u o s o d e su p r e s e n t a c ió n ló g ic a - e s tr ib a e n q u e e s lo c o n tin g e n te lo q u e , d e su y o , r e g r e sa a su f u n d a m e n to y e n é l q u e d a su p e ­ r a d o y a su m id o , d e m a n e r a q u e « n u e s t r a » e le v a c ió n p a r a la s c o s a s , su p r o p ia a s u n c ió n o

(Erhebung)

a D io s c o n y a t r a v é s d e la p r u e b a r e p r e se n ta ,

Aufhebung.

I5!s S e e n c i e n d e : l a i n f e r e n c i a d e u n s e r n e c e s a r i o a p a r t i r d e l o c o n t i n g e n t e . 15“ N a t u r a l m e n t e , H e g e l s e a c o m o d a a q u í a l a t e r m i n o l o g í a m e t a f í s i c a h a b i t u a l , p r o p i a d e l a l ó g i c a d e l se r, lo c u a l p r e s t a e s p e c ia l d r a m a t is m o a la c o n c lu s ió n . Y e n e f e c t o , e n e l n iv e l e s e n c ia l, e l S e r S u p r e m o

-Hochstes Wesen- s e se sa c r ific a n

m u e s tr a c o m o u n M o lo c h q u e n o n e c e s it a siq u ie r a d e v o r a r a su s c r ia t u r a s , y a q u e é sta s

por fuerza

( a u n q u e n o d e g r a d o ) p o r m o r d e e s o q u e , e n e l la s , e s lo « i d é n t i c o a s í » y q u e v iv e d e l

in tr ín s e c o « s u i c id io » p r e e s ta b le c id o ( ¡u n a « a r m o n ía » b ie n c r u e l !) d e r o d o lo f i n i t o .- D e a c u e r d o e n c a m b io c o n lo s té r m in o s « t é c n i c o s » d e la ló g ic a d e la e s e n c ia , la c o n c lu s ió n te n d r ía q u e h a b e r s e e x p r e s a d o m á s b ie n a sí: « E l s e r d e lo f in ito ( e s t o e s: d e lo a p a r e n te , d ife r e n te ,

ptr) ou) e s

¿O

la e s e n c ia

(ovruC ov) d e

lo a b s o lu t o » .

el entendimiento o la reflexión ponente lo toma, el fundamento aparece al pronto como absoluto, o sea como mediación de la esencia consigo misma en su última esencialidad o determinación de reflexión; por esta su localización, la reflexión deja de ser abstracta, esto es: deja de aparecer en un otro que al punto se disuelve como pura apariencia, sin prestar resistencia alguna (cf. 11: 292). Ahora, la esencia está enfrentada a ella misma, pero como esencialidad completa (el fundamento, en el que se resuelve la contraposi­ ción de lo positivo y lo negativo). De manera que por un lado tenemos a la entera esen­ cia, autodeterminada como indeterminada'*57, y por otro el ser asumido, pero «vaciado» por así decir de toda determinidad ajena a la esencia: un ser fundado absolutamente en otro (no en otro en general, sino en su otro: en su propia esencia). Lo primero es pues el fun­ damento, pero vuelto a la esencia: lo no-puesto (pues el fundamento no tiene a su vez fundamento, sino que se instala en su propio «fondo»). En la segunda posición ella misma, la esencia151*558: «es lo fundamentado, lo inmediato que, empero, no es en y para sí: el ser puesto como ser puesto.» (11: 294). Ahora bien, esta neta distinción entre «fundamen­ to» y «consecuencia» (recuérdese la segunda categoría kantiana —no esquematizada—de relación) queda al punto matizada: esa mediación de la esencia consigo misma implica en efecto la «repetición» -invertida- de la dialéctica de la reflexión ponente y presuponente. El fundamento, en sí mismo esencia indeterminada, se convierte en presupuesto de todo lo por él fundado. En una palabra (bien castellana): toca fondo y se hace fondo, sustrato indiferenciado. Y lo fundamentado, por otra parte, no tiene más «entidad» que la con­ ferida por el fundamento, de modo que sus determinaciones son pura forma. Tal es la pri­ mera oposición, interna al fundamento absoluto: la oposición entre forma y esencia.1559 Ahora bien, sólo en la consideración abstracta de la reflexión ponente está la forma puesta, determinada, por su presupuesto (la esencia como sustrato), de la misma manera que sólo abstractamente (esto es: primando el lado de la identidad y obviando la intrínseca diferencialidad) puede entenderse a la esencia como indeterminada. Si así fuera, no habría relación posible entre ambas posiciones, o tendría que ser puesta por un «tercero». En rea­ lidad (o mejor: en la realidad, según la reflexión externa), la forma no está determinada

1551Al igual que, en Pha., la «figura» de la autoconciencia (brotada al final del cap. III, al que correspon­ de el nivel lógico en el que nos encontramos), constituía al mismo tiempo la disolución o Aufhebung de todas las configuraciones de la conciencia «gnoseológica» y, de consuno, la disolución de la oposición entre lo «cono­ cido» y el «cognoscente», así también ahora la última determinación de reflexión o esencialidad es a la vez el retomo de la esencia a sí misma, ya no determinante de nada ajeno (presupuesto por ella), sino reflexivamente determinante de sí misma pero en general, sin alcanzar aún concreción, o sea: como fundamento absoluto. 15S* Recuérdese siempre que las dos «posiciones» son posiciones de lo mismo (una mismidad absoluta que acabará por revelarse como Concepto e Idea), como lo mismo hay para el ser y para la esencia. Toda la esen­ cia está presupuesta (y por ende: no puesta) como fundamento (y eso es en efecto el fundamento: por ahora, un presupuesto para el pensar; más adelante -como causa- un presupuesto del ser efectivo) y toda la esencia, sin resto, está puesta como lo fundamentado: ambas posiciones dicen y son lo mismo; pero no da igual tomar una por otra (al igual que no daba igual lo positivo que lo negativo). No hay confusión posible (o a las claras: no hay riesgo de panteísmo en Hegel), porque en cada una de ellas prima un respecto: el fundamento es la uni­ dad idéntica de lo diferente, y lo fundamentado la unidad diferenciada de lo idéntico. El error en el proceder de las ciencias empíricas -según Hegel- consiste justamente en tomar ad libitum lo uno por lo otro (como si dijé­ ramos: la experiencia confirma la teoría porque ésta no hace sino describir en general lo empírico, y la teoría se «verifica» en la experiencia porque establece generalidades que a la fuerza han de concordar con un «mundo» que es tomado en general). Por el contrario, el error de las interpretaciones vulgares de la metafísica (y a/ortiori, de la gnosis y de tantas sectas religiosas fanáticas) consistiría en separar de tal modo el fundamento (diga­ mos: Dios) de lo fundamentado (digamos: la Creación) que lo primero acaba por asfixiarse en su aséptica pure­ za de ipsum esse y lo segundo por dispersarse en una variopinta multiplicidad sin ton ni son: en una nadería, dejada de la mano de Dios. 1559De claro sabor schellingiano: recuérdense esas distinciones en los escritos del período de la Identitütslehre, y especialmente en el Bruno y en Religión und Philosophie.

653

(como si le hubiera sido dada desde «fuera»: por el buen Dios, digamos), sino que es determinante: ella se refiere a su propia identidad; es más: ella confiere identidad (de ahí el viejo adagio escolástico, tan caro a Kant: forma dat esse reí). Pero esa identidad es su otro: lo que «algo» es, en el fondo. Y a la inversa: la esencia no está sin más indeterminada, sino que, en cuanto reflexión a sí en su otro (en lo diíerente de ella, y por ella funda­ do), es lo determinable. Justamente eso que la tradición llamaba la materia."60 Aquí no se da un desequilibrio entre posición y presuposición, sino un juego doble de presuposi­ ciones (como corresponde a una reflexión externa)*1561: al ponerse a sí misma, en vista de su identidad esencial, la forma presupone a la materia (o sea: la pone de antemano). Y a la inversa, la materia presupone a la forma (al disponerse, como lo determinable, a reci­ bir la forma c o n v e n ie n te ).C o m o se ve, en esta nueva oposición («forma y materia») se han cambiado las tomas: la materia (que «antes», como esencia enfrentada a la forma, era lo simple activo: indeterminada posición de determinidades, al igual que las plan­ tas brotan de la negra tierra) es lo determinado por la forma, pero indeterminado como algo indiferente a ella, como algo pasivo. Y la forma («antes» enfrentada a la esencia como ser—puesto, determinado) es lo activo, la determinación de la materia. Se «repite» aquí pues, a un nivel más complejo, la contraposición entre lo positivo y lo negativo: también la materia y la forma se contradicen, pues cada una es esencial­ mente lo contrario de lo que ella dice ser. La resolución de esta contradicción es el con­ tenido: materia formada y forma materializada (cf. 11: 298). El fundamento adquiere así consistencia: la forma, enfrentada al contenido concreto, se convierte en lo general y «extem o» (como si fuera una «materia hacia fuera», o sea: como una figura)'561, mientras que el contenido es la forma anterior (la flopm Lo posible, así formalmente considerado, es tomado por el entendimiento como sinónimo de «pensable», «inteligible», por el lado objetivo; y como idéntico al «concepto», por el lado subjetivo. Lo posible es -como ya decía Kant, y antes de él Leihniz y Wolff- aquello que es coherente y compatible consigo mismo (o sea, con sus propias determinaciones, expresadas como notas lógicas del concepto en un juicio analítico). Además, lo posible puede existir, o puede no existir. Para establecer su decisiva distinción entre «filosofía nega­ tiva» o racional y «filosofía positiva» o de lo existente, Schelling (véase cap. 7a, espec. 3.1 y 3.2) partirá de esta «posibilidad» de lo posible, que según este filósofo no puede estar desde luego en manos de éste, porque lo posible es «impotente»; y Schelling nunca perdonará a Hegel el haber «saltado» de esta posibilidad de pura coherencia a la existencia real. Pero se trata de un malentendido. Hegel no salta «ahora» de una cosa a otra (en todo caso saltó ya desde el comienzo, desde el «ser» -visto a la vez como base indiferente y universal de cuan­ to es, y como vacía intuición del pensar-; «más tarde» es ya inútil reprocharle nada). Al contrario de lo criti­ cado por el amigo de antaño, Hegel ve a lo posible como una pálida abstracción de lo realmente efectivo (que en cuanto existencia inmediata, es igual de abstracto) y no como una posibilidad a la que todavía hubiera que añadir algo: ¿quién -para Schelling, Dios- y de dónde -para Schelling, de su propio «fondo» o «en sí»- iba a añadirle algo a lo «real», si éste es ya lo Absoluto (auto)determinado? i»7 Puesto qUe se queda al nivel del entendimiento, y luego apela a una Voluntad «fuerte» capaz de poner en la existencia a algo que, de suyo, es meramente posible, habría que designar a ese racionalismo más bien con el nombre de «intelectualismo voluntarista», aludiendo el sustantivo a la esencia (lo posible) y «expli­ cando» (si es que un «golpe de mano» explica algo) el adjetivo la existencia de la realidad. '** De modo que, siguiendo a Aristóteles y las críticas de éste a la {íe ra ^ a a tc e ta aXXo yevoc, y anti­ cipándose a la distinción analítica entre lo verdadero o falso, por un lado, y el sin sentido por otro, también para Hegel es un sinsentido decir que algo es o no posible sin fijar primero su «esquema de referencia», el nivel (p e. enciclopédico) en que se inscribe la ocurrencia de su dicción. Un caballo alado es imposible en la Orgánica

,7

la realidad efectiva formal, o sea: «ser o existencia en general» (11: 383). Lo posible es una existencia no especificada. Y siempre podremos ir haciendo abstracciones para que­ darnos con algo posible, hasta llegar a la última posibilidad del ser y el pensar, a saber: el ser, sin más determinación. En su noción o dicción (en su pura formalidad) no hay pues nada imposible; basta con que hagamos un distingo para que la aparente imposi­ bilidad se desvanezca. En cambio, la contradicción de lo efectivo no es reductible por añagaza alguna, de manera que es falaz confundir lo imposible con lo contradictorio. Lo contradictorio es la corroboración del vigor de lo real, y se «supera» ascendiendo a su través, no desechándolo. Lo imposible en general es en cambio el indiferente rever­ so de lo posible en general (piénsese en la noción de «nada» y de «ser»); es lo inefable e inexpresable dentro de un nivel (pero no por tratarse de un Ser estupendo, sino por ser una nadería; precisamente porque se excluye en él la posibilidad de decir algo real de lo real, o sea: algo dialécticamente conflictivo); ad limitem, lo imposible «desustancia» todos los niveles de la realidad efectiva: no es sino la base muerta de ésta, su identidad negativa; o sea, y de nuevo: lo imposible en absoluto es lo posible en absoluto (el no ser esto, ni lo otro, ni lo de más allá; como una esencia que se empeñase en ser solamente eso, esencia, excluyendo todo el ser como apariencia). Y al contrario, lo posible de ver­ dad es solamente lo efectivo, de manera que hay que saber primero qué sea lo efectivo para después abstraer de él algunas de sus condiciones y elevarlas unilateralmente a posibilidad. Lo posible es la abstracción de lo real, algo secundario frente a la efectiva reali­ dad, y no a la inversa.16™ Esta acerada crítica a la posibilidad de pensar lo «posible» (en realidad, es imposi­ ble pensar lo solamente posible, pues en eso no se piensa absolutamente nada) se ve acompañada por la crítica a la noción de lo «contingente» (en su unilateralidad, res­ ponsable de que pensemos que, puesto que algo existe, pero podría no existir, su opues­ to es «posible», o sea: no existe pero podría existir). Está empero claro, como dijimos al inicio, que «contingente» no es sino el nudo externo de unión del múltiple y dife­ renciado estar-ahí de la realidad efectiva y de la abstracta y negativa identidad de la reflexión en sí de la esencia. La oposición entre lo contingente y su opuesto: lo posible, es pues absolutamente abstracta; si lo que «es» pudiera realmente no ser, entonces no es una realidad efectiva, sino un mero «estar ahí, o sea: algo a su vez posible (el plus de su existencia queda al albur, bien porque no interese fijarlo: y recaemos entonces en una reflexión exterior, bien porque se ponga en algo ajeno a la esencialidad de la cosa; por ejemplo, en la voluntad de Dios; pero entonces, que exista esa cosa «posible» no es algo contingente, sino un milagro, que nada tiene que ver con la filosofía). La verdad es que en eso que llamamos «contingente» se alternan dos respectos; y es fácil confundir el uno con el otro. En cuanto inmediata realidad efectiva, lo contingente ni puede ni deja de poder ser o no ser, sino que es, sin más; «no tiene ningún fundamento» (11: 384). La rosa de Silesius es caduca y se marchitará, de acuerdo. Pero esa caducidad es suya: es lo que la constituye como esta rosa; de modo que pretender «salvarla» diciendo de ella que es -obviamente-fanerógama y de tal o cual orden y familia sería justamente su «muerte» simbólica: un abstracto negarse a tomarla en consideración como ella misma, y no como

de la Filosofía de la Naturaleza, pero es hien posible en la «semiótica» de la Psicología (Filosofía del Espíritu sub­ jetivo) o en la Estética, incluso un «hierro de madera» es posible (e.d.: pensable como noción coherente con­ sigo), en cuanto usado como oxímoron, como un ejemplo retórico y no como signo de un referente físico. “w Con esto, Hegel no hace sino restaurar el orden aristotélico, a saber que: evepyia rrpoTepov rr¡t Sw afiet, que la «enérgeia» (o sea, la Wirldichkeii hegeliana) es «antes» (lógica y otológicam ente hablando, añadiría Hegel) que la «dynamis» (la MoglicWciü't hegeliana).

un casus datae legis. Por el otro respecto, lo contingente tiene ciertamente un funda­ mento: ¡pero no en cuanto existente, sino en cuanto que es un ser-puesto, o sea: en cuan­ to que es posible! Es, en efecto, algo que puede ser, sin que su existencia como tal quede explicada. A sí que, como dice Hegel con una punta de ironía contra todos aquellos que se apresuran a ver por todas partes «contingencias» para subir enseguida al Creador, al único «ente necesario», que nada tiene que ver con esas fruslerías: «Que lo contingen­ te no tenga por tanto nungún fundamento se debe a que es contingente; y, en la misma medida, que tenga ciertamente un fundamento se debe a que es contingente.» (11: 384). Lo contingente no es sino la expresión de la contradicción consistente en yuxtaponer dos respectos en una cosa externa e indiferente a ambos (una operación del entendimiento que ya conocemos). Sólo que ese aislamiento y distinción de respectos es artificial: la inmediatez de la realidad efectiva es el resultado de la completa reflexión de lo externo en lo intemo y viceversa; y la referencia a la posibilidad no es sino esa misma reflexión, en cuanto mediación de contrapuestos. Por lo tanto, un respecto pasa a su otro (repercute aquí de nuevo la transición, propia de la lógica del ser) y sólo allí coincide consigo. Y la identi­ dad de los respectos de lo contingente y lo posible es la necesidad. Pero esta necesidad es puramente formal, y por ende indiferente a sus posiciones: en cuanto que es realmente efectiva, existe como «algo» inmediato y sin fundamento. La necesidad está concen­ trada en él: sólo él es ens necessarium. Pero lo es por ser el resultado de la reflexión en sí: luego tiene su necesidad, no inmediatamente en sí, sino en esa reflexión, que es dis­ tinta de él. O sea: algo es necesario si tiene fuera de sí el ser necesario. A sí pues, no es absolutamente necesario (contra la hipótesis), sino sólo relativamente. Así, y como en el caso del enfrentamiento de los dos «mundos», tenemos ahora una identidad indiferente en contenido (pues le da igual enfrentarse a las determinaciones formales) frente a una forma igualmente indiferente a todo contenido, y por ende des­ parramada en múltiples determinidades diversas. En suma: un incoloro «bloque» de igual contenido (a saber: la negación de toda diferencia en contenido), enfrentado a una mul­ ticolor diseminación de formas: la necesidad relativa, frente a la realidad efectiva real (11: 385).1610 La última noción designa desde luego al mundo existente; pero éste es ya un mundo más «correoso» y obstinado en permanecer que el mundo que aparece. Pues la realidad efectiva se conserva en la transición de unas realitates a otras; y su exterioridad es una relación consigo misma. Vista como tal relación, la realitas que tiene por así decir su «ocasión» para «efectuarse» o «ponerse en obra» en esa exterioridad es -com o ya Kant había entrevisto- una posibilidad, pero real. La posibilidad real no es sino el «ser en sí» de la realidad efectiva que está-ahí. Por eso no es su propia posibilidad (si lo fuese, se trataría de una mera posibilidad formal, consumida en su interior como un «alma bella» que se niega a ser «efectiva»), sino la posibilidad (la oportunidad, diríamos)... de lo real, obviamente. Tomada pues por el lado de sus efectos, la posibilidad real no es sino la totalidad de condiciones: un conjunto de realidades efectivas, pero dispersas, todavía no reflexionadas entre sí (cf. 11: 386). Pero, por el lado de su acción, la posibi­ lidad real niega ser un conjunto de cosas, que a su vez son condiciones de una cosa. No. Como ya sabía Kant, la posibilidad real (y para Kant, todas las determinaciones lógicas lo son, siendo su trabazón única la posibilidad de la experiencia) es la condición de posi­ bilidad de «algo»; es lo que hace que algo pueda ser, o no ser. Pero entonces, ella misma, 1,111Nn se trata de una redundancia, a pesar de su apariencia en castellano. Oriy : reate Wtrklichkeil. O sea: una realidad efectiva que tiene la propiedad cualitativa de ser positivamente real, o sea de distinguir contenidos mediante formas diversas.

la posibilidad real no puede no ser. De manera que la posibilidad real, que tiene ya «en (un) ella el otro momento, la realidad efectiva, es ya ella misma la necesidad. Por consi­ guiente, realmente posible es aquello que no puede ser de otra manera; bajo estas con­ diciones y circunstancias no puede seguirse otra cosa.» (11: 388). Sólo que, como acabamos de leer, esa necesidad real es relativa (relativa en efecto a las condiciones y circunstancias que «hacen al caso»): su punto de partida es lo contin­ gente, presupuesto pues por esa necesidad. Tiene pues fuera de sí aquello de lo que quie­ re «dar razón»: sólo en la forma son idénticos (en efecto, tanto lo contingente como lo necesario real coinciden en ser «posibles»); pero sus contenidos respectivos son distin­ tos, y enfrentados de una manera indiferente. De manera que esa necesidad real es tam­ bién a su vez, por esa oposición, algo contingente (recuérdese la dialéctica del infinito y lo finito, y su fallida resolución en el «infinito malo»). Para ser de verdad necesidad absolu­ ta tendría pues que tener dentro de sí a su propio otro, a lo contingente: así tendríamos por fin un retomo de la reflexión a lo otro como sí mismo (mientras que hasta ahora se tra­ taba, bien de una yuxtaposición, como en la relación absoluta: reflexión en sí y refle­ xión en otro; o bien de una asimilación de antemano, que no concede derechos a lo otro: la exhibición de lo Absoluto). Tendríamos pues una verdadera manifestación: un movi­ miento que no va ya de nada a nada (como la reflexión del inicio de la esencia), sino un retomo de sí misma (de la realidad efectiva en cuanto inmediata y, por ende, necesaria) a sí misma (a la realidad efectiva en cuanto puesta y, por ende, contingente). Esa uni­ dad de la necesidad y la contingencia es la «realidad efectiva absoluta» .(1 1 : 389). En primer lugar, en esa realidad absoluta no se «toma» la contingencia como desde fuera, para yuxtaponerla a la necesidad (ni tampoco, obviamente, al revés). La contin­ gencia llega a ser, deviene en esa realidad efectiva absoluta, pues ésta no es sino una determinación vacía: «es» de hecho cualquier cosa que «pueda» ser; es la posibilidad absoluta, indiferente a su ser o a su no-ser: pura contingencia sin más. Y al contrario: ella se determina a ser como contingencia. Su en-sí consiste en repelerse de sí como ser-pues­ to. Por tanto, el movimiento completo, cabal, es la transparencia del ser negado, la trans­ parencia a sí de la esencia por penetración de toda diferencia (la serenidad ínsita en el delirio báquico, aludida en la Fenomenología). Por tanto, la realidad efectiva absoluta también es necesidad absoluta, en la que ha desaparecido al fin toda diferencia entre forma y contenido. Que lo posible sea efectivo y viceversa, y que ambas referencias constitu­ yan una sola unidad, presupone a su vez: «la Cosa plena de contenido» (11: 390), sin que en esta ocasión la forma de la necesidad se derrame sobre un contenido variado y exte­ rior. La necesidad absoluta es «la reflexión o forma del absoluto» (11: 391). O bien: es el Absoluto en la forma de la reflexión, el Absoluto visto todavía desde la perspectiva de la esencia, que exige una dualidad de momentos. Aquí, simple inmediatez (como el ser del comienzo) que es a la vez negatividad absoluta (como la esencia manifiesta). Por lo primero, sus diferencias no son ya meras esencialidades, sino realidades efectivas dife­ renciadas, libres y sueltas.16" Por lo segundo, la necesidad absoluta es la negación de

Si queremos, toda la abigarrada realidad efectiva del mundo. Adviértase que, tras estas áridas proce­ siones dialécticas, se está ventilando un problema capital para la religión, la metafísica y, en general, la cul­ tura de Occidente, a saber: la relación entre el mundo y Dios, la Creación. Y Hegel acentúa al máximo el carác­ ter realmente efectivo de este mundo, precisamente por ser contingente, y a la vez la necesidad de que sucumba a su destino, a manos de la ciega necesidad absoluta (la cual cumple así, a su vez, su destino). En la doctrina de la esencia no es posible sino apuntar a esa armonía de contrapuestos que se elevará a unidad y a libertad en la lógica del concepto. Pero ya es importante señalar que, incluso en el ámbito de la dura necesidad (de la piotpa), las cosas son realidades efectivas porque son mudables, «comercian» y se relacionan unas con otras, son caducas y mueren (y no a pesar de que lo sean). Eso no se debe al capricho ni al designio de ningún Dios, sino que es

codas esas diferencias (como es justo, ya que a su vez cada una de ellas es diferente de las demás sólo por su forma de ser indiferente a ellas; de manera que todas coinciden -tie­ nen su esencia- en ser la indiferencia de las diferencias, o sea una unidad negativa). Y la necesidad absoluta tendrá que ajustar cuentas con sus diferencias. Se trata de uno de los pasajes más estremecedores de Hegel: «Esta esencia es lo que aborrece la luz (das Lichtscheue), porque en estas realidades efectivas no hay ningún parecer (ningún res­ plandor en otra, F.D.), ningún reflejo, por estar puramente fundadas en sí, configuradas de por sí, por manifestarse sólo a sí mismas.» (11: 392). Pero este «egoísmo trascenden­ tal», como podríamos denominarlo, tiene fatales consecuencias: «su esencia despuntará en ellas y revelará lo que ella es y lo que ellas son.» (ibid.). Este destino ciego engulle pues a toda realidad efectiva, cumpliéndose así de verdad lo que esas realidades son, a saber: lo contingente. Pero, en cuanto esencia, esa necesidad se consume a sí misma en ese devorar. El traspaso de la una en las otras y viceversa representa su recíproca supresión. Entonces, después de tantos esfuerzos, ¿hemos ido a parar, nosotros (y lo que es peor: «Dios» y el «mundo» en su rodar) al nihilismo? Ese movimiento de retorno de la reali­ dad efectiva a sí, ¿supone en cambio su aniquilación? En absoluto. Lo que ha sido supe­ rado (y «asumido», pues que se conserva en un nivel superior) es el carácter «libre» de los dos respectos que configuraban la única «realidad efectiva». Es el paso del uno al otro, su referencia mutua, lo que constituye esa única «realidad», y no la suma de dos «cosas». Algo hemos aprendido: no existe la necesidad (y menos, un Ser Necesario) y enfrente la contingencia (y menos, seres contingentes), sino, por lo pronto, realidades efectivas indiferentes entre sí frente a la necesidad absoluta y diferente de todas ellas («Cada uno de por sí y Dios contra todos», como dice el refrán alemán); y de hecho, esa recíproca indiferencia significa justamente la muerte por consunción de cada una de esas realidades -efectivas tan sólo cuando, obviamente, ejercen efectos en otras-, de la misma manera que la necesidad absoluta no tiene otra función y entidad que la ciega destrucción de esa supuesta independencia. ¿Qué es lo que queda, entonces? Queda naturalmente la interdependencia de la identidad (negativa de sí como diferencias) y de la diferencia (afirmativa de sí como identidad de cada caso). Y en general queda el movi­ miento mismo de la identidad del ser en su negación como esencia y de la esencia en su afirmación de ser. Ese purísimo movimiento es la sustancia: la unidad necesaria en la contingencia (cf. 11: 392). Y la necesidad pasa a ser, dice Hegel al final de este denso capítulo segundo, «la propia exhibición del Absoluto». Propia, porque ahora no es un neutro absoluto el que hace exhibición de sí y de su fuerza (sus atributos) en su otro, o sea: en los modos, sino una kínesis teleta: un movimiento cabal que va a sí sólo cuando y porque se exterioriza y manifiesta. No es sólo que el ser se diga de muchas maneras, como quería Aristóteles; sino que ser de verdad, ser sustancia, es tener buenas maneras y mostrarse en ellas. Saber relacionarse, en una palabra. Ser todo él relación y nada más que relación: ser la relación absoluta. La relación es absoluta porque el ser (tal cosa, o sea: «algo que está ahí») es puesto absolutamente como ser (tal cosa, o sea: «un ámbito de circunstancias»; En?. § 149, A .),

su programa: el de ellas, y el de la necesidad absoluta (ambas se copertenecen, en cuanto respectos de la única realidad efectiva absoluta). O dicho de otro modo: es perfectamente racional que las cosas -y nosotros mis­ mos- se descompongan y perezcan. Lo otro, su presunta «durabilidad» a prueba de contingencias, no es sino una posibilidad formal: una abstracción que nada dice y a nadie contenta. Por decirlo crudamente (ya que de esto, en el fondo, se está hablando aquí): cuando se dice que mi alma es inmortal, ¿qué quiere decirse con ello? ¿Qué habrá quizá una «cosa» descarnada y separada de todas las circunstancias y condiciones que yo conozco, y que me «ponían» en la existencia? ¿Qué tiene que ver entonces ese «alma» conmigo?

en una suerte de «tautología rellena» de reflexión, resultado a su vez de una doble y con­ trapuesta referencialidad. La inmediatez es mediación y viceversa: «el ser que es porque es el ser como la mediación absoluta de sí consigo mismo.» (11: 394).16,í De manera que al cabo de la calle circular de la esencia, no tenemos una esencia que ponga a un ser apa­ rente como un «ser-puesto», sino una absoluta autoposición o, lo que es lo mismo, la autoposición del Absoluto1611: «esta interpretación (o exhibición: Auslegen: F.D.) de sí (o sea: de lo Absoluto; F.D.) es su propio ponerse-a-sí-m ism o; y él no es más que este poner-se.» (11: 393). En una palabra: exteriorizarse (o más dramáticamente dicho: ena­ jenarse) es encontrarse a sí mismo con toda razón; y viceversa, uno se está donde está sólo al estar fuera de sí: en sus circunstancias y condiciones, en su situación. Esta circulación absoluta es la manifestación de sí, ejemplificada por Hegel en la «luz de la naturaleza»1614 ,M! El despliegue dialéctico de la relación absoluta es el estadio más alto al que puede llegar la doctrina de la esencia, regida por la necesidad y siempre escindida (de modo que su expresión lógico-subjetiva es la del juicio) No es extraño, al respecto, que la metafísica griega sea una metafísica de la sustancia, como corresponde a un mundo que intenta evitar el azar, la r vj(q, reintroduciéndola «desde arriba» como fíoipa o avayKT). como des­ tino ciego que a todo sujeta pero que, en justa correspondencia, tampoco es él mismo «sujeto» (pues que se des­ tina totalmente en sus destinos), sino pura circulación. Y sin embargo, como dice Hegel, la actitud griega ante el mundo y sus dioses constituye más una apertura a la libertad que un sentimiento de no-libertad. Para que éste se diera, en efecto, sería necesario constatar que lo que es no debería ser. «En cambio, en las convicciones de los antiguos se asienta lo siguiente: porque eso es tal [o cual], entonces es [existe], y tal como ello es, así debe ser. Aquí no hay pues ninguna oposición presente y por ende tampoco ninguna no-libertad, ningún dolor y ningún sufri­ miento.» (Enz. § 147, Z.; W. 8, 290). Es obvio que este «fatalismo» no conviene en absoluto al mundo moderno, auque lo prepara; pero tampoco la modernidad con su religión del «consuelo» y de la compensación vive ya en libertad, sino más bien en la no-libertad (p e.: aquí y ahora ha ocurrido algo que no debería ser; o bien, para seisinceros: me ha ocurrido algo malo, perjudicial para mis intereses; luego debe haber una compensación, sea pata mí mismo -en otro «mundo»-, o para mis hijos, o para la humanidad futura, etc. -según la imaginación y capa­ cidad expansiva de amar de cada uno- que sirva de consuelo). La verdadera libertad, para Hegel, será la unión sin­ tética (por contraposición y superación) de la necesidad y del sentimiento de no-libertad expresado en el Sollen (en el deber ser que, por ser tal, nunca es, de veras). Por ende, la superación dialéctica del desuno y del consuelo: ambas posiciones tienen en común la entrega del individuo (sea a un destino, a un pathos presentido, sea a una causa), bien para que se restaure el circuito de la especie, del grnpo (la traAtc), etc., bien para que ese sacrificio se vea después compensado (si es posible, además, dando ciento por uno). Gim o cabe apreciar, en ninguno de estos casos salimos de la relación, de la reflexión de sí en el otro. En cambio, la subjetividad recoge en su concatena­ ción (silogística) los extremos de la relación (a un lado el individuo, al otro lo universal, según los casos: lo que tiene que ser o lo que debe ser) y los identifica en base a las particularidades (las circunstancias, condiciones e inte­ reses) que eran la condición de posibilidad de la relación, pero que permanecían ocultas: «la subjetividad con­ tiene empero dentro de sí el momento de la particularidad, de modo que ni siquiera nuestra particularidad se vea meramente negada como una cosa abstracta, sino reconocida a la vez como algo que hay que conservar.» (loe.cu.; W. 8, 291). Esta es una formulación más detallada y concreta de la misma declaración general de principios en Hegel: aprehender y expresar lo verdadero no meramente como sustancia sino a la vez como sujeto. En el caso ejem­ plar de las acciones humanas, esto significa que la verdadera libertad no estriba ni en la resignación de recibir conscientemente un castigo por una falta inconsciente (siempre es demasiado «tarde» para pecar, dentro de una concepción griega) ni en la esperanza de compensación por recibir un castigo inmerecido (el mrxlemo cree en cam­ bio que siempre es demasiado «pronto» para pecar, y que son los demás -desatentos, presurosos o atolondradoslos que pecan... contra uno mismo), sino en que «el hombre reconozca que cuanto le ocutre es sólo una evolución de sí mismo y que él no hace sino portar su propia culpa (Sc/iuld: significa también «deuda», F.D.); entonces se com­ portará como un ser libre y tendrá en todo cuanto le salga al encuentro la confianza de que no le va a suceder ninguna injusticia.» O con un antiguo refrán: «cada uno es forjador de su propia dicha» (ibid.). " " Si quisiéramos llevar nuestros distingos al extremo, habría que decir: la absoluta autoposición de lo Absoluto como el Absoluto. Pues la «interpretación» de la necesidad absoluta (de lo Absoluto, puesto como Absoluto en sus diferencias: las realidades efectivas «libres») es su propia exhibición como relación (y no comí Algo que domina a algo que está puesto como distinto y aparte de sí). Esa relación, en cuanto tal (o sea: en cuanto escisión-conexión de dos extremos contrapuestos), no es todavía el Absoluto: pero en ella y sólo en ella se reconoce el Absoluto. El sujeto no es ya la sustancia, pero la presupone como la manifestación de lo que él ya de siempre es, a saber: Sí mismo y su otro. " Tal como la experimentan fenomenológicamente los hombres en convivencia entre sí y con su entor­ no, y no como la presenta la ciencia natural.

ton

que no es ni «algo» (un ente, según la lógica del ser) ni «cosa» (según la lógica del fun­ damento): «sino que su ser no es sino su parecer» (ibid.).m' Nos hallamos pues en el nivel de una reflexión determinante que, habiendo pasado a través de una reflexión de la exhi­ bición (una reflexión que se interpreta1616a sí misma), se manifiesta como autodetermina­ ción de la reflexión (y, por ende, como autosuperación del ámbito reflexivo de la esencia). En la relación absoluta, el parecer de la necesidad de ser (y de dejar de ser) queda puesto como apariencia de la esencia, de modo que el punto de partida de este segundo libro se ha invertido, habiendo recorrido enteramente su circuito: cada uno de los extre­ mos de la relación es una totalidad, o sea: es él mismo y su opuesto (puesto dentro de él como opuesto suyo o lugar de su manifestación). N o es que -com o antes- la identidad o lo positivo tenga su verdad en la diferencia o lo negativo, o bien lo interno y lo exter­ no sean lados que se traspasan uno a otro, como en una membrana osmótica, sino que la necesidad se manifiesta como necesidad en su propio parecer contingente y la contin­ gencia se manifiesta como tal al quedar puesta -asentada y negada- por su propia nece­ sidad de ser tal, o sea: contingente. Este traspaso (unión de transición y transposición) incesante del Todo a sí y en sí mismo (pero acentuando en cada caso como esencial uno de los momentos: el del ser inmediato o el de la mediación de la esencia) es la sustancia. t>esde luego, no hay que entender por «sustancia» sólo el tóde ti aristotélico (los indi­ viduos ónticos) ni tampoco el principio kantiano de permanencia en el cambio (una categoría de relación), ni tampoco el alternarse del uno en el otro (ese alternarse corres­ pondía a la necesidad absoluta), sino la unidad e identidad de ambos. Sólo que esa uni­ dad no está aún puesta en absoluto (sí lo está relativamente: cada extremo -que es ya de por sí el Todo- se pone en su opuesto, como momento a él subordinado). De un lado, el Todo esencial «manifiesta» que él sólo «es» (que sólo consiste) en sus determinacio­ nes y en el cambio de éstas (¿quién ha visto jamás una «sustancia» en el sentido kan­ tiano?). De otro, el Todo óntico, del ser (¿quién no ha visto sustancias por todas partes, en el sentido aristotélico?), «manifiesta» que su significado, conviniéndole desde luego a él como esta sustancia individual (o «sustancia primera»), es una abstracción (o sea: una reflexión negativa) de lo que él y otros como él son (a saber: «sustancia segunda» o eidos). La dialéctica de estos lados de la sustancia (unos respectos que son, cada uno a su modo, la entera sustancia y lo otro de la sustancia, que aquí y ahora despunta: el Concepto) con­ sistirá pues en poner la unidad (es decir: la unidad de la reflexión en sí como reflexión en otro, la unidad de la manifestación) en sus determinaciones, y en poner por ello esas deter­ minaciones a la vez como el Todo que ellas mismas son y presuponen, y como determi­ naciones puestas por el Todo. Cuando esta posición de posiciones, esta relación (Verhalmis) de relaciones, esté puesta absolutamente, de modo que sólo se relacione—y-comporte (sich verhalt) consigo mismo, la esencia se concebirá1617 entonces como el Concepto.*lo La trad. de scfteinen por «parecer» viene en este caso muy a cuento. La manifestación (o manfestaciones) de una persona es su «parecer»: esa apariencia (el aparecer de lo que ella dice y piensa) refleja «ahí fuera» lo que esa persona en «encía es. En la luz, el parecer es llevado al extremo: toda su esencia -sin resto- es pare­ cer y dejar aparecer... lo que no es ella, pero que sólo «es» a su luz. IM>Entiéndase el término aquí también en un sentido teatral o musical, como cuando un autor interpre­ ta su propio texto o cuando Richard Strauss interpreta la Sinfonía doméstica. 16,7Aunque el alemán no admite la ambigüedad españoLi del concebir y la «concepción», es la Cosa misma la que parece pedir que se entienda la automanifestación de la esencia como Concepto en un sentido diría­ mos «biológico», como si se tratara de una «inmaculada concepción» que fuera a la vez una «partenogénesis», ya que aquí es el Todo el que se engendra a sí mismo en su otro interiorizado, sin resto interno y sin apor­ tación externa (hasta la reflexión exterior -míticamente hablando, el Angel de la Anunciación—está aquí de más), oficiando de «padre» la Esencia (das Wescn) y de «madre» el Ser aparente o la Existencia; y siendo el «hijo» -como debe ser—más alto y concreto que aquello de lo que resulta.

La sustancia es la realidad efectiva de verdad (aunque no sea todavía la verdad de la realidad efectiva: eso lo será el Concepto). Y como ocurría con la realidad en general, esencialmente hablando hay una sola sustancia (lo cual es obvio: hay una sola relación absoluta). De manera que cuanto hace al «caso», cuanto acaece, no es sino ac-cidente de esa sustancia, la cual no es por otra parte más que la unidad formal (negativa) de la accidentalidad en todas sus variantes y variaciones. La sustancia es así la «potencia abso­ luta» (absolute Machí) de los accidentes (11: 395). Ahora bien, la presencia de la pre­ posición de genitivo anuncia ya la anfibología conocida en casos anteriores. Esa poten­ cia no es un Poder que se ejerza desde fuera, sobre los accidentes (como el de un Señor sobre sus siervos o criaturas), ni tampoco un poder que tendría cada accidente contra su sustancia. Ninguno de estos casos tiene sentido (los dos lados son vistos como sus­ tancias cerradas, o sea, separadas entre sí, y a la vez como influyendo unilateralmente el uno en el otro, o sea: como una referencia sin retorno ni correspondencia, y no en cambio como una relación). La potencia es de los accidentes: está en ellos, pero ni se confunde con ellos ni está en su poder; al contrario, cada uno puede afirmarse en sí a través de ese poder a él tras­ pasado. Pero entonces, a su vez, los accidentes lo son de la potencia: es ella la que se despliega (como negación de sí) en los accidentes. La sustancia es la cohesión y articu­ lación determinada: la estructura de cuanto hace al caso (es decir: de lo que «marca» este caso: «algo que está ahí», algo ente), o sea: del ser para sí que está dentro de sí, de las cosas existentes con propiedades variadas, del todo constituido de partes, de las fuerzas que se solicitan recíprocamente, etc. Todo eso, puesto, se vuelca y se manifiesta en este ser inmediato, concreto y singular. Pero tal ser singular viene puesto de manifiesto en la entera reflexión de todas las determinaciones anteriores. Y sería fallido decir que lo pri­ mero (esto singular) es la sustancia y lo segundo (aquello por lo que él es lo que es) algo meramente accidental. Con igual derecho (y con igual unilateralidad) cabría decir que «esto concreto» (y la conjunción de una pluralidad de estos individuos) no es sino un «accidente», una excusa.u ocasión óntica para el lucimiento de la verdadera sustancia: algo universal que «brilla por su -necesaria- auseticia» y es conocido sólo por los efectos que ejerce su poder.1611’ Lo único de verdad que sale aquí en cambio a la luz es que -como buena y suprema contradicción (o más bien contradicción de contradicciones)- la sus­ tancia singular es verdadera si y sólo si la sustancia segunda, esencial, es falsa (o mejor: la primera «luce» si y sólo si la segunda se oculta). Y viceversa. El contenido («esto») se hunde para dejar que se luzca la forma («ser tal y cual», estar determinado así o asá, hacer o padecer esto o lo otro), y al revés. Cada uno presupone al otro cuando se pone a sí mismo. Y lo único permanente de veras es este incesante tra­ siego: eso es la sustancia, la cual: «eternamente se escinde en estas diferencias de la forma y del contenido y eternamente se purifica de esta unilateralidad, pero, en esta purifica­ ción, ella misma ha recaído en la determinación y la escisión.» (11: 395).1619El «lugar»*16

1,11 Aunque se trate de una concepción dietética ampliamente superada, correspondiente a una economía agraria que se permitía pocas «alegrías» con la carne, ha quedado por extensión en el lenguaje cotidiano la expresión: «algo tiene sustancia», para indicar el meollo, consistencia y verdad de una situación compuesta de muchas cosas, pero hien rrahada, enjundiosa, sin que sea posible distinguir y separar con precisión los compo­ nentes y la «sustancia» (porque ésta no se identifica con ninguna de las cosas presentes, sino más hien con la compenetración esencial de unas en otras). Todo esto puede resumirse en el caso del castizo y sustancioso coci­ do madrileño, o mejor: en el de unos buenos callos. 161'1Permirásenos añadir, con brevedad y hasta con un cierto temor: éste es el sentido del tiempo humano, del tiempo realmente vivido. En él surge lo otro del tiempo, por el cual y para el cual es el tiempo, como la fisura o la grieta del tiempo, el intersticio «eterno» que separa y da sentido a los tiempos, y que no consiste en

682

de purificación-escisión es la sustancia en cuanto identidad de forma (o sea: la unidad de la posibilidad real y de la realidad efectiva). Y el trasiego mismo es la totalidad de lo existente, pero como mera «accidentalidad» (cf. 11: 394). Y el movimiento de ésta es la «actuosidad de la sustancia, como quieto brotar de ella misma» (ibid.). N o todavía la cau­ salidad (que implica la posición de un ser externo como externo), sino un manifestarse que es a la vez inicio de sí y posición de lo otro de sí como ser-puesto. Ahora bien, repáre­ se en que la actuosidad no brota de la sustancia (entendida como identidad formal sim­ ple): brota del intercambio de los accidentes y de ella, a su vez, brota la sustancia: ella es potencia absoluta por la actuosidad que opera en sus diferencias y que ella «asume» alternativamente, haciendo que se hundan en el fondo de esa su identidad emergente. Sin embargo, no es el accidente en cuanto tal el que dispone del poder (del poder de poner­ se y conservarse a sí mismo a expensas de los demás); ese poder lo detenta la potencia íntegra (la omnímoda determinado) que está ínsita en cada accidente y lo impulsa así a superar su opuesto, mas también eo ipso a encaminarse a su ocaso. En ese carácter «actuoso» se aprecian las limitaciones de la relación de sustancial!dad. A pesar de lo indicado en general sobre la relación absoluta, aquí parece al pronto como si la identidad formal de la sustancia dejara todo el juego del nacer-a-perecer (¡no nacer y perecer!) en manos de la potencialidad ínsita en los accidentes, conservándose a sí misma en ese juego, pero sin intervenir en él.1620 Sólo que ella es ese juego: la réde­*lo la secuencia monótona del nacer y el perecer, sino que en todo lo ente hace que cada uno sea esencialmente un «nacer» (o sea, un comenzar) a la muerte, un incesante pasar-a-perecer (donde aquello que «pasa», pasa y traspasa hacia lo otro y los otros, sin quedar en «uno», mientras que la muerte, tejida de y con esas «viven­ cias» o «accidentes» sería lo único propio y exclusivo, la única sustancia de «uno»), Y a la vez, hace que cada uno sea existencialmente un «perecer» a lo otro, un dejar de ser para llegar o venir a ser, incesantemente (donde aquello que llega a ser, viene de lo otn> y los otros, sin quedarse en ellos, de modo que la vida tejida de y con esos «desprendimientos» o «accidentes» sería lo único propio y exclusivo, la única sustancia de «uno»). Lo único que a uno le desasosiega de esta interpretación de la incesante purificación/escisión de la sustancia hegeliana es que ésta es única y «eterna», absoluta (como absoluta es su relación). Perneada uno de los relato: cada uno de los relacionados y relatados (yo mismo, sin ir iníis lejos) no puede por menos de pmtestar por ser tan sillo uno de los componentes -y bien secundario, por lo demás- de esa relación. O sea: la sustancia permanece en su cambio incesante gracias a que, al igual que les pasa a otras cosas, yo nazco porque voy muriendo y para morir­ me del todo, y muero -constantemente, en incesante desprendimiento- por haber nacido e ir «naciendo», sien­ do relativamente nuevo en cada caso y vivencia, al punto pretérita y siempre vencida de antemano ante el futuro de mi muerte. De modo que aquí, en mi caso (y en todos los demás, que me importan menos -lo cual muestra lo irreflexivo que soy, y me condena de antemano-), se va a interrumpir ciertamente la circulación reflexiva e íntegra del pasado de la esecia en el futuro del concepto para engendrar y dejar salir así al ser al presente como lo presente (yo bien quisiera sufrir -como una «sustancia»- pequeñas muertes cotidianas y renacimientos minúsculos que se compensaran y homologaran en equilibrio incesante; pero la verdad es que lo primero va venciendo a lo segundo, o dicho a la llana: que me estoy haciendo viejo). En mí y por mí se dará seguramente -si Hegel tiene razón- la relación absoluta de la sustancia consigo, pero yo soy una mera referen­ cia, casi una nota a pie de página del completo relato. Y eso no me parece bien. Lo que Hegel nos pide en cam­ bio es que salgamos de nuestra limitada perspectiva, que nos pongamos en el lugar del «Ser -Wesen- supre­ mo» (hablando figuradamente) y nos hagamos «cargo» de tan tremenda situación y de su difícil «papel»: Muerte que recae en la Vida, Vida recayendo en la Muerte. Y así in aetemum. Menos mal que siempre nos que­ dará el Concepto. ,l!0 Por eso, este estadio (propio de una reflexión ponente) en el que la sustancia (en cuanto esencial: eiSoc) permanece incólume como algo interno, mientras entrega su lado externo a la descomposición y la caducidad, es propio de una razón (pues en la relación absoluta hemos abandonado ya el ámbito lógico en el que se movía a placer el entendimiento: el del fenómeno, las condiciones, las cosas y, en definitiva, lo Absoluto -que no era sino la sustancia en abstracto-) que todavía no «da razón» de sí, sino que se aprovecha astuta­ mente de lo otro. Es justamente este actuoso quedarse en sí mientras pasa y se muda lo otro de sí (pero ya inte­ grado dentro de sí como momento subordinado y «material» de realización) en su accidentalidad lo que Hegel denomina astucia de la razdn. Así, p e. en la historia (cambiando «sustancia» por «Idea universal», por tratar­ se de la evolución inás alta del Espíritu objetivo): «Es lo particular lo que combate y se desgasta recíproca­ mente, estando condenada una parte de él a úse al fondo ( = a perecer, F.D.). No es la Idea universal quien

xión negativa de la referencia de cada accidente a sí. La accidentalidad, en sf, es la sus­ tancia (cf. 11: 396). Y la sustancia es para sí sólo en cuanto que se recoge incesante­ mente a sí de esa su diseminación actuosa. Este desequilibrio1" 1 se hace patente en y como relación de causalidad. Se ha podido apreciar que la actuosidad de la sustancia ni queda dentro de sí, ni sale fuera de sí (una relación absoluta no tiene ningún «fuera»). ¿Qué hace entonces esa potencia absoluta? Obviamente, se pone a sí misma como ser-puesto. De manera que toda la esfera de la accidentalidad, de la contingencia, no es sino la sustancia misma, íntegra, pero en cuanto puesta: el efecto. Y en cambio, la sustancia que es para sí es lla­ mada causa, a saber: la reflexión del paso de ella misma a sí como accidentalidad. En la causa se «repite», en un nivel más complejo, el estatuto de la C osa.16” Y de la misma manera que, en la Cosa, la diferencia entre fundamento y condición era solamente /ormal, así también la causa comienza distinguiéndose de su efecto sólo desde ese punto de vista y no por el contenido, pues el efecto no contiene nada que no esté contenido ya en la causa1" ’ y viceversa (cf. 11: 399). Causa y efecto difieren pues formalmente: la una es lo existente en sí y el otro lo existente como ser—puesto. Sin embargo, esa dife­ rencia no es real, sino obviamente sólo formal, abstracta: la causa sólo lo es mientras actúa, o sea, en el ininterrumpido paso y conversión de su acción en su efecto (ambos términos son el mismo en alemán: Wirkung). Y al revés: el efecto lo es mientras dura en él el «efecto» de esa «acción»; de lo contrario, sería algo cuya constitución hemos examinado ya: una realidad efectiva «suelta», indiferente a la necesidad absoluta que

está en oposición y lucha, quien se halla en peligro; ella se mantiene incólume e intacta en el trasfondo. Hay que llamar a esto la astucia de la Tazón, a saber que ésta deja actuar en su favor a las pasiones, de modo que aquello por lo cual ella se pone en la existencia, es lo que sufre expiación y lo que sufre el daño. Pues se trata del fenómeno (Erschcinung), una parre del cual es nula y otra afirmativa. Lo particular es la mayoría de las veces demasiado minúsculo frente a lo universal, y los individuos vienen a ser sacrificados y abandonados.» (Voris. Phil. der Weligcschichte; W. 12, 49).- De todas formas, ésta es una visión unilateral (justamente, «astu­ ta») de la sustancia: como si ésta fuera la permanencia del devenir (cf. WdL 11: 396), por cuya superficie se agitasen las gotas del mar de lo accidental y devenido. 1.11 Formado, como se ve, por una inversión de factores: por el lado del contenido, la contingencia es en sí la sustancia (la cual, como relación absoluta, es ya en y para sí); y el poder absoluto es para sí esa misma sus­ tancia; en cambio, por el lado de la forma, la contingencia es el para sí de la sustancia (ella vuelve a sí desde ese su reflejo); y en cambio el poder absoluto (la actuosidad) es el en sí de la sustancia. 1.11 No es extraño que en castellano «causa» y «cosa» remitan al mismo término latino: causa, entendido en un sentido que brilla aún en el lenguaje judicial (como cuando se dice que «queda abierta la causa», o que «alguien está encausado») o moral («luchar por una buena causa»). En todos estos casos, una acción queda «vista para sentencia» justamente por ser considerada un caso (casus: probable etimología de causa) no tanto de una ley (ésta irá surgiendo de la repetición de causae, en cuanto que ésas sientan jurisprudencia) cuanto de un conjunto de circunstancias y condiciones (una situación) a la que debe corresponder el caso «encausado». De manera análoga, «G isa» en alemán (Soche) significa como ya señalamos «asunto», «terna»; lo que hace al caso. Y «causa» es Ursache, la Cosa primigenia (recuérdese que la Grsa era la identidad del fundamento y la con­ dición en su referencia recíproca y que, por ello, era lo Incondicionado). La Causa es la G rsa primera, lo Incondicionado que no se limita a poner lo condicionado, sino que lo pone como su propia condición; mas no como una sustancia inmóvil y astutamente separada de los accidentes, sino como la cadencia o trayectoria completa de todos los casos (como si la Ley estuviera fonnada por la totalidad de las causas que han sentado juris­ prudencia sobre los distintos casos). Hegel hace referencia a esta (dudosa) etimología al señalar que: «La sus­ tancia es causa (Ursache) en la medida en que ella está reflejada en sí frente a su pasar a la accidentalidad, y así es la Cosa originaria (utspriinglicfic Sache), pero precisamente en el mismo sentido suprime la reflexión-en-sí o su mera posibilidad, se pone como lo negativo de sí misma y produce así una Wrdamg (a la vez «acción» y «efecto», según desde donde se mire; F.D.), una Wirldichkeit (una realidad efectiva, F.D.) que, de este modo, no es más que una realidad efectiva puesta, pero que, por el proceso del WiHcen (del actuar u obrar, F.D.) es al mismo tiempo necesaria.» (En;. § 153). '*1' Grmo admite el propio Santo Tomás: «omnis effectus aliqualiter repraesentat suam causam, sed diversimode.» (S.T. I, q. 45, a. 7).

684

se agita bajo ella, en el tenebroso subsuelo. Esto no significa que la causa sea sin más idéntica al efecto; ella es en efecto idéntica a sí misma; es decir: la causa es causa en su efecto (cf. 11: 398). Pero entonces, ni la efectividad de la causa es puro poder de negar lo otro (puesto que ella es la que pone afirmativamente a la causa, no en sí -que era una posición abs­ tracta y formal—, sino realmente en su otro) ni el efecto un mero resultado pasivo de la causa, sino que él es lo que determina a ésta, tanto en contenido como en forma. La causa es, así, causa determinada: gana por un lado concreción (pues en cuanto poder abso­ luto era sólo eso: la abstracción -com o «poder»—del efectivo trasiego de unas contin­ gencias en otras), y ahora es por vez primera sustancia realmente efectiva; pero por otro, es real (reale; o sea, afectada de una determinidad cualitativa) y, por ende, finita (cf. 11: 399) l6MY aquí se repite la ambigüedad propia del fundamento formal: en efecto, dado que la causalidad de la causa se despliega como una diferencia exterior, y sólo por una reflexión exterior queda esta diferencia fijada como un determinado ser-puesto (o sea: como un efecto), el que en un asunto (una situación global o Cosa) se infiera la causa desde el efecto o se derive éste de aquélla es una «consideración tautológica de un enten­ dimiento subjetivo» (11: 400). Si se distingue entre la causa y el efecto es porque, en esa referencia tautológica, ellos tienen todavía un contenido diverso.1®5 Pero justamente esa diversidad de contenidos es lo accidental y exterior a la relación misma (y ello tanto desde el lado de la acción como desde el del efecto); en suma: esa diversidad no interviene en la relación de causalidad como tal. Esta, la relación, es puramente tautológica (algo,

Hegel afirma con tuda decisión que la relación de causalidad real es siempre finita (y con razón, pues ello se sigue analíticamente de la definición de realitas). Pero esa de-cisión acaba de un golpe con una creencia secular (y derivada seguramente de relaciones sociales despóticas y absolutistas), a saber: la creencia de que el Poder absoluto era la necesaria manifestación de una Sustancia absoluta (absolutamente potente), impuesta sobre entes (a los que sólo «de prestado» cabría calificar de «sustancias») que no podían hacer otra cosa sino recibir en su carne la marca de ese Poder. O como dice con envidiable concisión Brunu Liebrucks: «El poder de la Ur-sache (de la Causa, como la Primera de todas las cosas, F.D.) era una apariencia. Milenios han esta­ do prendidos de la fascinación de esa apariencia.» (Sprache und Bewusstsán, 6/2: Der menschliche Begñff. Hegel: Wisscnschaft der Logik. Das Wesen. Frankfurt/M. y Berna 1974, p. 418). De modo que en la doctrina hegeliana no hay sitio (como lo habrá en cambio en el último Schelling) para explicar la Creación como el acto libé­ rrimo de una Causa primera que saca íntegramente al ser de la nada. Peto no hay sitiu lógico para ella, no por­ que la Creación sea algo sobrenatural, inaccesible a la limitada inteligencia humana, etc., sino porque, pues­ ta al menos en términos de causalidad, la Creación es algo ininteligible para el pensar y por tanto algo inviable en la realidad. A lo sumo (puesto que la verdad da testimonio de sí y de lo falso) puede ser explicada esa «Creación» como una inadmisible extrapolación y generalización de las relaciones de la causalidad determi­ nada. Por lo demás, el comienzo mismo de WdL hacía ya de antemano inviable e impensable una acción pre­ via a todo inicio, porque Hegel identifica ser y nada en un devenir sin origen (el supuesto origen alternativo: el ser o la nada, es en cada caso una abstracción unilateral del devenir, al que ya de siempre ha pasado el paso mutuo de ser y nada). Como veremos en VI.5.3.7.3., la «libre expedición» de la Idea a la Naturaleza y como Naturaleza podría ser entendida como un ensayo de explicación lógica (difícil ensayo, en todo caso, ya que la •expedición» está ya, en destino, fuera de la Lógica y de toda lógica) de la Creación. Pero en ningún caso podría ser pensada ésta, scnsu hegeliano, como efecto de una Causa. Hegel pone como ejemplos la humedad de mis ropas, producida por la lluvia; el pigmento -en sí o en una pintura- como causa de un color, o la convicción interior y la acción extema resultante, como causa de un hecho. Hegel no cae en la falacia de afirmación del consecuente porque ? él no le interesa probar aquí que, p.e., mi ropa esté mojada porque haya llovido, sino sitio que el agua que como humedad empapa la ropa es la misma que la que como gotas cayó de las nubes (o sea: piensa en la simultaneidad de la acción de llover y del efecto de mojar); el pigmento es un efecto de color que a su vez es la causa de ese color determinado; y mi con­ vicción es la misma cuando está en mi fuero interno (y entonces es «causa» de un hecho) que cuando está «ahí fuera», de hecho (y entonces es el hecho mismo: el efecto). En todos estos casos se aprecia que lo que en verdad es lo mismo no es ni la «causa» (lluvia en las nubes, pigmento en la paleta, convicción interna) ni el «efecto» (humedad de la topa, pigmento en la pintura, hecho extemo) sino el paso «de ida y vuelta» de uno al otro: la reflexión de la Wirkung.

sl68S_

de nuevo, patente en el hecho de que sea un mismo término: Wirkung, el que indique la relación propiamente dicha).1426 Ahora bien, esa tautología (obtenida como se ve por despreciar como algo accesorio la diversidad de contenidos en la causa y en el efecto, haciendo abstracción de ellos) es a la vez el resultado de una abstracción, el producto de una reflexión exterior; pero de hecho, si es verdad que la Wirkung es la misma1427, también su contenido exterior (diver­ so sólo en los extremos: en la causa y en el efecto) habrá de ser considerado como la «identidad» exterior de ambos, o sea como una cosa inmediata, existente, que tiene muchas y variadas determinidades; entre ellas, el respecto de servir en cada caso (según cada determinación de forma) como causa o como efecto. O sea: es el sustrato común a ambos, sobre el cual «corren» las causas, en busca de causas más altas, o los efectos, enla­ zados con efectos más bajos (apréciese que se está «repitiendo» la antinomia de la con­ dición y lo condicionado). Lo mismo da progresar de causa a causa que regresar de efec­ to a efecto. En ambos casos tenemos el infinito malo de la causalidad.1428 La causalidad se pierde y disipa por contenidos variados, o inhiere en un sustrato que no es sino la iden­ tidad (por reflexión negativa) de ese mismo contenido. Por esta su doble acción, no sólo la causa tiene un efecto, sino que ella misma es efecto; y no sólo el efecto tiene una causa, sino que él mismo es causa. Pero lo son justamente en respectos diversos, de mane­ ra que la Wirkung se enfrenta a sí misma como contrapuesta a sí misma (por un lado es la acción de una causa->efecto; por el otro, la acción contraria - o sea: la reacción—de un efecto->causa).1429 Así, la causalidad determinada, finita, se abre a la doble referen­ cia de la acción y la reacción. Si la causa es realmente diversa del efecto, será necesario presuponer algo perma­ nente sobre lo cual pueda incidir la acción causal y ser vista por ese algo como «efec­ to» en él (cf. 11: 404). Por tanto, debe haber otra sustancia, enfrentada a la causa (que obviamente es también sustancia). Hay pues dos sustancias: la activa y la pasiva (el sus­ trato anterior, ahora determinado como determinable; cf. 11: 405). La primera es resultado de la mediación, relación negativa a sí, mientras que la segunda se presenta como algo inmediato: como un ser. Sin embargo, la causa llega a ser causa solamente en el efecto, de modo que en él es realmente causa de sí misma: causa sui. Y el efecto sólo lo es al ser causado (al verse «encausado» por la causa). Luego también él es efecto de sí mismo: effectus sui, si pudiera decirse así. Sólo que lo es en la causa, reaccionando causalmente contra ella (del mismo modo que la causa sólo lo es en el efecto, volviendo a sí por y16

1616 Y precisamente esa tautología, revestida y disimulada por realidades adjetivas (o sea: por las circuns­ tancias de la acción y del efecto, diversas en cada lado, aunque el límite sea común: la W'irlcung), muestra lo inadmisible de emplear la relación de causalidad determinada (o sea: finita) para los cambios de la esfera de la vida o del Espíritu, en donde, en virtud de lo tautológico de la relación se equiparan esos contenidos diver­ sos como si pertenecieran a un mismo orden y tuvieran el mismo rango por el lado de la «causa» y por el del «efecto». De ahí las paradojas (en el fondo, como diría Aristóteles, fruto de una [íerafiaoLC ftc aAAo y e u x ) de decir que el alimento sea «causa» de la sangre; o, peor aún, que el clima jónico sea la «causa» de las obras de Homero o la ambición de César la «causa» del fin de la república romana (cf. 11: 400). “ 2* Como también era siempre la misma la reflexión de la esencia, en cuanto reflexión, aunque pareciera ser reflexión ponente y de hecho fuera reflexión determinante. ií:k Frente a este mal infinito no valen de nada las paradas bruscas, del estilo de: así que tiene que haber una Causa primera; eso constituiría un parón tan ininteligible como si se quisiese afirmar que tiene que haber un Efecto último; una afirmación que nunca se ha hecho, porque a ningún Poder le interesa limitar su capacidad de ahondar en lo existente y de poner en ello su marca, y en cambio sí está muy interesado en establecer fáci­ les analogías de poder a Poder (del tipo: lo que Dios hizo en lo universal, yo -su delegado legítimo- lo hago en mis dominios). Por mor de la brevedad, se omite el lado correspondiente -e invertido- de la Wirkung como efecto, y no como acción.

686

como «efecto» del efecto producido). Cf. 11: 407. La apariencia de infinito malo (sea como progressus de efecto en efecto o como regressus de causa en causa) queda así eli­ minada. En cada efecto, la causa se posee íntegramente a sí misma como causa. Y lo mismo le ocurre el efecto, al venir «encausado». Además, la posesión de la causa por sí implica un salir de sí, un «fluir» a lo otro de sí y, por ende, un hacerse efecto. Y vice­ versa, la toma de posesión del efecto por sí mismo implica una acción causal que es un «refluir», un remontar su caída en y como otro efecto. Lo que se da en este incesante flujo y reflujo no es ya una línea vertical, ascendente o descendente, sino un círculo: el circuito cerrado de la relación absoluta, ahora restablecida y articulada en su interior; ese circuito16” en el que todas las funciones resultan intercambiadas es «un infinito interactuar, que retoma a sí.» (11: 407; cf. En?. § 154, A .). La interacción (Wechselwirkung)l6)l era, como es sabido, la última de las categorías kantianas de relación (y su correlato en la modalidad era la necesidad).16)2 En la interac­ ción se da el verdadero infinito de la relación absoluta, porque cada cambio de estado en uno de los lados (el de la sustancia activa) es a la vez causa y efecto del cambio de esta­ do del otro lado (el de la sustancia pasiva). Ambas sustancias se presuponen y condi­ cionan mutuamente, de manera que la una es y se considera activa sólo en la otra (vista en consecuencia como pasiva), y la pasiva a su vez sólo en la otra (únicamente por ello vista como activa). De manera que la diferencia entre ellas no es sino una distinción de su recíproco parecer (Schein). En verdad, la exterioridad entre esas «dos» sustancias no es sino proyección de una reflexión exterior sobre el proceso de la causalidad. Es la acti­ vidad la que (se) pone (como) pasividad, y viceversa. De modo que en la interacción la causa se niega a sí misma (reniega de sí) y se hace efecto. Y sólo por tal «deponerse» ella se «repone» como causa.I6J1 Del lado del efecto ocurre lo propio: su perecer es su pare­ cer, coincide consigo sólo al negarse como causa. Pero entonces, este «reponerse» como lo que él es no se ha negado a nada a él externo, sino a sí mismo. Luego el efecto es causa de su ser-efecto, no una condena del «destino». Ahora la necesidad absoluta, el «destino», queda puesto como lo que él es: la identidad -todavía interna- del entero proceso de la sustancialidad o relación absoluta (no la iden­ tidad de la sustancia activa y la pasiva, sino de la relación biunívoca y quiasmática entre ambas). Es decir, la necesidad es, esencialmente hablando, la identidad de la autonomía o subsistencia de suyo (que era el núcleo «sustancial» de la lógica de la medida y, por ende, del ser) y de la infinita referencia negativa a sí (que es la característica presente en todas las transposiciones de la esencia). O dicho de otro modo, la lógica de la esencia (en cuanto que a la vez es motor oculto de la del ser) ha consistido en probar la necesa­ ria identidad de la «sustancia primera» aristotélica (este individuo, subsistente de suyo) y de la «sustancia segunda» (el eídos, que explica a este individuo a la vez que lo niega Hegel lo llama, muy expresivamente: Umbcugung (En?. § 154, A ,). Beugen es «curvar», «doblarse», mientras que el prefijo um- significa «en derredor», «en torno». No es todavía la reflexio completa (el térmi­ no alemán correspondiente sería más hien: Zuriiclcbeugung), ya que ese doblarse de la causa en sí y del efecto en sí se da en cada punto del contrario (como en el caso de las trayectorias curvas, en las que cada punto se halla bajo la tensión de dos fuerzas contrapuestas, corrigiéndose así infinitamente como curva lo que parecía exten­ derse en una línea recta). Dado que Wirlíung es tanto acción como efecto, W'ec/iseliwrkung debería ser leído también como «interefectuacióm» o«relación de efectos recíprocos». 16,1 Es fundamental atender a esa correlación, ya que en la «realidad efectiva» se exhibió primero lo Absoluto como necesidad (formal, relativa y absoluta) y ahora, tras la completa reflexión en sí de la «relación absoluta», ésta desemboca de nuevo en la necesidad, pero ahora como una necesidad puesta, sentada y establecida. Léanse todos estos pasajes como trasfondo del problema de la Creación (relación entre Dios como «causa» y el mundo como «efecto» suyo).

687

determinadamente, afirmándose a sí mismo como eidos sólo en ese su negar lo otro de sí). Ahora, a través de la «interacción» de la causa en sí como efecto y del efecto en sí como causa, queda puesta esa identidad como una «infinita referencia a sí mismo» (En*. § 157). O más brevemente: queda puesta la identidad absoluta del ser y de la esencia. Sólo que, tquién o qué ha puesto esa identidad? Podríamos quizá decir que se ha pues­ to por sí misma, necesariamente, y que ésa es la única necesidad y a la vez la única iden­ tidad que conocemos (a saber: que darse a lo otro, presuponiéndolo como lo otro, signi­ fica ponerse a sí mismo; que sólo se es, en suma, en cuanto restableciéndose de lo otro). Y no nos faltaría razón. Pero con esa mismísima razón deberíamos reconocer que la única necesidad que conocemos es la de la alteridad (a saber: que es lo otro lo que nos presupone como siendo lo mismo, y que sólo de este modo se retrae como lo otro y, así, nos niega: se niega a ser nosotros). Y de esa oscilación no hay manera de salir (ella es la que posi­ bilitaba desde el inicio la reflexión de la esencia). N o hay manera de salir... reflexiva­ mente. Pero ahora no se trata de seguir la trayectoria de la esencia (configurada por infi­ nitésimos giros o ¡ncurvaciones de referencias contrapuestas), sino de pararse a pensar. Esta brusca retención del pensamiento le conduce (y nos conduce) al centro mismo de la necesidad: saca a la luz el hondón del que ella brotaba. La sustancia absoluta, habíamos dicho, reflexiona en sí desde su propia determinidad de ser en cada caso efectiva en otro. Por lo tanto, su poner lo otro (y ponerse en lo otro) significa su estar puesta en ese otro como siendo idéntica consigo. Eso: ser idéntica consigo, lo es pues sólo si se niega a sí en lo otro y niega a lo otro en sí. A pesar de su enrevesada formulación, esta identidad no le es nada extraña al pensamiento; es más, ella es el elemento del pensamiento: es lo universal.1634 Ahora bien, ese «otro de sí» de la sustancia absoluta (entendida como uni­ versalidad eidética, negativa) es justamente la inmediatez subsistente de suyo: esta sus­ tancia determinada, algo singular. Y ahora, basta parar mientes (dejando de «darle vueltas» a la Cosa) en que la misma identidad hay para lo universal y para lo singular, y en que, por esa mismísima razón, la identidad no puede estar ni de un lado ni de otro, sino que ha de participar en el reco­ nocimiento del uno por el otro. En una palabra: lo sihgular contiene por una parte el momento de la determinidad universal; y lo universal contiene por otra parte el momen­ to áe la reflexión en sí singular. Ahora bien, esa distinción de partes es propia de una reflexión exterior. Esa «parte» es la misma en uno y el otro lado; es más, ella es la que los separa como diferentes y la que los reúne como idénticos. Tal posición de parte es la particularidad, ese tertium quid que parecía excluido del pare­ cer de la esencia en la apariencia en cuanto movimiento de nada a nada, excluido de los «primeros principios» para evitar la contradicción de la identidad di-ferente de sí, excluido de la relación entre lo interno y lo externo, lo mediato y lo inmediato, lo acti­ vo y lo pasivo. Todo ello, pura apariencia (apariencia, por demás, a cuya luz aparecía la esencia). Pero ahora, la apariencia inmediata y la mediación de todo aparecer ha quedado especificada (como se decía al final de la lógica del ser), realizada (como se dice en este final de la lógica de la esencia y, con ella, de la entera lógica objetiva). Y esa especifi-16

1611 Piénsese en cualquier noción o concepto finito, aunque sea empírico: «mesa» no es esta ni aquella mesa, ni la de más allá; todas ellas quedan determinadas, o sea negadas en ese concepto, y por ende puestas en él. Vale decir, sólo teniendo en mente ese concepto puedo identificar algo presente como siendo una «mesa». Ahora bien, ese concepto no es obviamente una mesa (ni menos la Mesa o la Meseidad: una jerigonza usada por el gusto de enredar) sino la reflexión negativa de todas las notas que, en lo presente, podrían convenir a algo así como mesa. Y en esa reflexión, y por ella, no sólo cada mesa es idéntica a sí misma (o sea: es identificable arm o mesa), sino que también el concepto es por vez primera él mismo.

cación realizada, efectuada, es una particulanzación, un tomar parte de lo singular en lo universal (de lo inmediato en lo mediato, del ser en la esencia) y viceversa. Lo que ahora ha salido a la luz es por así decir la reflexión de la reflexión: la «especulación» o reverbe­ ración pormenorizada de la totalidad de la reflexión y de cada uno de sus reflejos. Pues singularidad, universalidad y particularidad son respectivamente16” : «una y la misma refle­ xión que, como referencialidad negativa a s(, se diferencia en esas dos (referencias, a saber: la referencia a otro como determinidad universal, y la referencia a sí como singularidad; F.D.), pero como en una diferencia perfectamente transparente... Esto es el concepto, el reino de la subjetividad o de la libertad.» (11: 409). Estábamos, ciertamente, preparados ya desde hacía tiempo para este asombroso «salto» (asombroso, al menos, para el entendimiento separador y «fijista»). Pero cómo pueda surgir internamente la libertad de la necesidad, el «sujeto» de la sustancia, el «pensar» de la esencia; es más, cómo sean uno y lo mismo, a saber: el Absoluto... todo eso debe estar ya implícitamente, en sí, operando en la lógi­ ca objetiva. Y ahora basta con atender a lo que de suyo, por su propia fuerza, ha salido a la luz: la liberación del concepto de su inmersión en la necesidad; por ende, el concep­ to de la libertad; y, en suma, el Concepto, en cuanto tal. Vl.5.3.7- Un Sujeto que sólo se sujeta a sí mismo. El propio Hegel reconoce que la transición de la necesidad a la libertad o de lo real­ mente efectivo al concepto es «el más duro» de los pasos (Enz. § 159, A ; W. 8, 305). Y ello, probablemente no sólo desde un punto de vista teórico, sino por la «humillación» que sufrirá en este caso la sustancia causal... y nosotros mismos, cuando nos tenemos por tales (recuérdese, como antecedente de esa posición, la crítica kantiana a la idea de la sustancialidad del alma). De te fabula narratur. La doctrina de la esencia exponía la alternativa separación y reunión de dos polos al parecer irreconciliables, en cada una de cuyas transformaciones o avatares se reflejaba en cada caso, integrada en el proceso, la doble característica del ser: inmediatez externa y simple referencia a sí. De un lado pues la esencia, la identidad, el fundamento, lo interno, la sustancia, la causa; del otro la apariencia, la diferencia, la aparición, lo externo, el accidente, el efecto. Y por fin, dentro de la relación absoluta, el último enfrentamiento: la sustancia activa versus la sustancia pasiva. Pero, como hemos visto, en la acción recíproca ambos extremos, sien­ do cada uno de ellos la totalidad, forman quiasmáticamente un Todo autorreferencial, en el que la manifestación de cada sustancia es la revelación del Todo. Revelación, no tanto de un «tercer» Todo añadido a la relación absoluta, sino revelación de la relación qua relación, es decir: en cuanto autoespecificación de la íntegra relación en cada momen­ to, entendido como la totalidad y por tanto asumiendo a su otro como momento de su rea­ lización, en el que él se distingue, detalla y «particulariza» (casi diríamos: «se explaya»). Y ésta era la función -latente en el desarrollo y ahora emergente—de la particularidad. Pues bien, la verdad de esta última determinación-de-reflexión de la lógica de la esen­ cia (y por ende, la última categoría de la lógica objetiva), a saber: la verdad del Todo en cuanto autorrevelación especificada y pormenorizada en lo otro de sí, es algo que no

Es decir: 1) según el respecto del «ser», puesto en la esencia como reflejo inmediato de la reflexión; la «apariencia» o brillo de ésta; 2) según el respecto de la «esencia», puesta en su propia posición de sf como refle­ xión o retorno a sí desde el ser aparente; 3) según el respecto del movimiento íntegro de la reflexión, que sólo puede ser considerado, sin embargo, como particularizado en el primer o en el segundo respecto. Por eso no salía a la luz en toda la lógica objetiva, aunque la posibilitaba desde dentro. Es verdad que es la totalidad de estas determinaciones conceptuales -universalidad (A), singularidad (E) y particularidad (B)—la que consti­ tuye el Concepto; pero éste se prueba y verifica siempre a sí mismo en la particularidad.

689.

puede ser de ningún modo entendido dentro del esquema rector de esa lógica, es decir: no puede ser entendido como algo regido por la necesidad. Entiéndase: necesario es el resultado por el que la esencia en general acaba concretándose (a sí misma, y a su ser) como acción recíproca. Pero la posición del proceso, aquello para lo cual tiene lugar éste y que se hallaba operativamente oculto ya desde el inicio, no tiene que ver con la nece­ sidad, sino que es un acto de libertad. Esa libertad exige pasar por la necesidad y recogerla interiormente, asumiéndola como propia. Nada más duro que la sumisión al destino, a la necesidad absoluta, de la sustancia causal, del ser para sí que, ahora, es visto como ser—puesto, dentro del juego de la interacción. Nada sin embargo más necesario para poder ser de verdad libre. Es decir soy «yo» mismo quien me pongo en mi existencia como «ser-puesto», lo cual implica evi­ dentemente una «humillación» respecto a toda megalomanía delirante que confunda el saberse de la libertad (en el hecho de «estar determinada-destinada») con la superio­ ridad respecto de todo lo exterior, y aun con el dominio e imperio sobre esa exteriori­ dad. Para ser libre hay que aceptar primero la sujeción a la necesidad, aprendiendo a ponerla como sujeto de la propia acción. Ahora bien, servirse de aquello a lo que se está sujeto como de un «sujeto» o sustrato para propulsar y promover la propia acción es, en general, pensar. Luego, a mayor abundamiento, pensar la sujeción a la necesidad es ya estar liberado de ella: no por estar «fuera» de ella (ya no hay ningún «afuera»), sino por sentirse en ella como en casa (o sea: como el lugar en que resuena y se expande la pro­ piedad de ser sí-m ism o). En verdad, al sujetarse libremente a la necesidad en cuanto «sujeto» o sustrato del despliegue de sus propias acciones, el sujeto no está haciendo otra cosa que sujetarse a sí mismo, ser para sí el verdadero infinito, en lugar de caer en '.a trampa de una ilimitada actividad (el obrar arbitrario) en la que se pierde toda determi­ nación y todo sentido (y por ende, toda posibilidad de retorno y de reconocimiento). De hecho, el ser que se revela a sí en sus manifestaciones y a ellas se sujeta responsable­ mente (o sea: cuando al exteriorizarse y ser en lo otro da cuenta y razón de sí y de lo otro) es eo ipso un ser libre (porque no está determinado por nada ajeno y exterior a él, sino que se determina a sí mismo en su propia alteridad, en la cual precisamente se particu­ lariza y viene a la existencia) y un ser autoconsciente (porque no forma parte de la refle­ xión absoluta como uno de los extremos, sino que pone esa relación y se pone en ella). Ese ser pensante, libre y consciente de sí es lo que Hegel denomina el Concepto (y, por excelencia, la Idea): una noción que, por lo demás, se hallaba ya m nuce en el cogito cartesiano. En efecto (y en términos esenciales), ser autoconsciente significa poner la pro­ pia existencia -presupuesta al pronto como algo que aparece de inmediato- como resul­ tado de una reflexión en la que la negación de lo otro -a través del proceso de la dudaredunda en la afirmación de sí (esto es: cogito sum). Pero Hegel es más audaz y más humil­ de a la vez que Descartes: la reflexión no va simplemente hacia sí desde lo otro (desde un mundo puesto en duda y sólo recuperado por el «desvío» divino), sino que está «en casa» -cabe (bei) sí- solamente al estar en (in) lo otro, el cual está a su vez puesto en su subsis­ tencia propia como momento de realización de ese ser reflexivo que, al volver en sí, se pone a sí mismo como sujeto, como «Yo» que sólo es -existe o literalmente se da- como objeto o «No-Yo». Éste, a su vez, no ha quedado absorbido por aquél, sino que él es jus­ tamente el propio contenido del sujeto, aunque diferenciado y distinguido de él. Literalmente, un contenido apropiado (en el doble sentido de que viene apropiado por el «Yo» y de que le resulta propio al «Yo», porque éste sólo en aquél es y existe). Por lo demás, adviértase que esta explicación en términos de «Yoidad» sólo es apro­ piada como introducción en la temática. Sería mejor evitar el término «Yo» en lógica, para no introducir en el desarrollo estrictamente nocional elementos psicológicos, teñi-

690

dos de emotividad y -lo que sería más grave- identificados sin más con este individuo señalado, temporal y aun mortal que soy «yo». Sin embargo, igualmente fallido y uni­ lateral sería creer que la temática del Concepto trata de no sé qué aérea entidad que nada tendría que ver conmigo, con mi pensar y actuar y con mis relaciones con los otros. El tercer libro de la Ciencia de la Lógica expone una lógica de la libertad, que puede resultar además muy fecunda para la interpretación de fenómenos sociopolíticos.16’6 De manera que en ningún momento del desarrollo de la lógica subjetiva habrá de perderse de vista que aquí también -y sobre todo- está en juego mi propio yo, y que yo soy -n o sólo «Yo es»- la primera concreción real del Concepto. La definición de éste es, como ya sabemos: «la coincidencia en el otro de sí consigo mismo». Y este identificarse a sí mismo en el otro es para Hegel la libertad de la necesidad por asunción interna de la necesi­ dad misma. Es pues: «la liberación, que no es la escapatoria de la abstracción, sino el tener su propio ser y su propio poner en otro ser realmente efectivo, con el cual lo [primero, a su vez un ser] realmente efectivo está concatenado por el poder de la necesidad. En cuan­ to existente para sí, esta liberación se llama Yo; como desarrollada en su totalidad, espíri­ tu libre; como sensación, amor; como fruición, dicha (Seligkeit).» (En*. § 159, A ; W. 8, 305). Sin embargo, todo esto (no en vano relegado a una Observación) no deja de cons­ tituir el modo y manera de concreción espiritual del Concepto; éste, en su sentido estric­ tamente lógico, ha de ser concebido como un singuiare tantum. Y ahora, tras tantas idas y venidas, podemos finalizar nuestro ya largo recorrido por la lógica objetiva apuntando a la emergencia de esta identidad de lo Lógico consigo a partir del movimiento de su aparición y manifestación objetivas como lo otro de sí: 1) en la esfera del ser, cada categoría (monódica) pasa a otra, de manera que su curso está abierto a la exterioridad; 2) en la de la esencia, la determinación de reflexión (dual) transpone o «traduce» cada extremo en el otro, de manera que el proceso viene deter­ minado por la necesidad; 3) en la del Concepto, en fin, la determinación conceptual (triádica) desarrolla la identidad de sí mismo en cuanto expuesto en su otro (como momento o «cam po» de su realización).1*17 Y el desarrollo de esa exposición o auto­ construcción del Absoluto está orientado por la libertad (saberse y ponerse a sí mismo en la autodiferenciación, autodeterminación). De todas formas, y para paliar la impresión -albergada seguramente por más de un lector- de que, a pesar de todos los intentos del sufrido tratadista por aclarar el sentido de un «paso» que Hegel da en la Gran Lógica sin explicación alguna"™, y a pesar de la segura aplicación y atención del lector a tan extraordinario «paso», pueda seguir sin serle «evidente» el «hecho» de que pensar la necesidad (o sea: ponerla como necesi­ dad) sea ya la libertad, o lo que es lo mismo: que en el juego interactivo de la relación de la sustancia con sus «reflejos» haya despuntado ya el sujeto que se las ha consigo sólo en su otro, quizá le resulte consolador pensar que el mismísimo Hegel necesitó tres años “ * Véanse al respecto Hinrich Fink- Eitel, Dialektik und Sozialcthik. Kommeruierende Umersuchungen zu Hegels ■ Logik •. Hain. Meisenheiin/Glnn 1978; y Michael Theunissen, Sein und Schem. Die kritische Funktion der Hegelscfum Logik. Suhrkamp. Frankfurt/M. 1980 (espec. «V. Perspektiven» y «Ausblick: Logik, Rechtsphilosophie und Marxsche Kritik», pp. 301-486).- De análogo modo, la lógica del ser podría ser también utilizada como una densa filosofía crítica de la matemática -sin reducirse obviamente sólo a esa función- y la de la esencia como una filosofía de la física y la química, además de servir de excelente exposición crítica de las posiciones filosóficas de la modernidad: metafísica, empirismo y criticismo. Con lo cual se cumple -dicho sea de paso- la exigencia kantiana y fichteana de construir el concepto (e.d., de exhibirlo en la intuición: en lo otro del concepto). '** Y quizá con razón: «basta» con leer entre líneas -con inteligir- esa unión del ser y la esencia devenida en la interacción no sólo como el resultado necesario de un proceso ya sido, sino como «propuesta» de sus­ trato para un desarrollo de la libertad que está por venir.

691

(entre 1813 y 1816: años de los que, por lo demás, no se sabe de él ni de su obra nada de particular)16” para habérselas consigo en su libro, o sea para explicarse a sí mismo esa pas­ mosa identidad en la diferencia que es el Concepto, y ser de este modo capaz de escribir la lógica subjetiva, en la que se expondría el reino prometido, la tierra de los hombres libres en donde resuena la Palabra de Dios. V I.5 .3 .7 .1 - Movilización y relevo de la lógica formal.

Externamente considerada, o sea en comparación con las obras filosóficas al uso, la lógica objetiva hegeliana (doctrina del ser y de la esencia) correspondería mutatis muíandis a la ontología (categorial y trascendental), mientras que la lógica subjetiva o doc­ trina del Concepto correspondería a la lógica propiamente dicha: la primera sección («Subjetividad») a la lógica formal (o en términos escolásticos: lógica minar); la segun­ da («O bjetividad») a la parte de la lógica majar denominada «lógica material o aplica­ da»: una fundamentación lógica de los conceptos básicos de las ciencias; y la tercera («Idea»), a la lógica majar en cuanto «metodología» (doctrina de la definición, la divi­ sión y la demostración).1660 Y ciertamente, todo ello está de algún modo presente en la obra, como «material» de elaboración ofrecido por el entendimiento. Diríamos que es la letra de la Doctrina del Concepto, mientras que su espíritu se halla en el desarrollo dialéctico de las determinaciones conceptuales.1661 Sobre esa base ha de trabajar el Concepto, y por ella necesariamente ha de comenzar, pues como señala Hegel: «en el pensar, en la lógica, justamente lo más abstracto es lo más fácil de todo, pues es ente­ ramente simple, puro y sin mezcla.» 1662 Es más: si leemos la primera sección («Subjetividad») de manera lineal, sin aten­ der al desplazamiento del significado de las nociones en ella contenidas, y nos fijamos más bien en las divisiones, bien clásicas (concepto, juicio y silogismo), no nos que­ dará otra cosa en las manos que una exposición correcta -quizá más completa—de la lógica clásica tradicional, como reconoce el propio Hegel: «En la lógica especulativa está contenida la mera lógica del entendimiento, que puede ser realizada al punto a par-*24

' líw Para hacer aún más espectacular este silencioso retraimiento hegeliano, recuérdese la febril actividad puhlicfstica y la acumulación de proyectos de sistema en Jena: una tarea incesante prolongada por Pha y los cur­ sos de la Propedéutica, redactados y revisados hasta 1810/11. Después, casi sin solución de continuidad (1812-1813), salieron los dos primeros libros de WdL (y hasta le dio tiempo a Hegel a casarse). Luego vienen esos tres años en los que no «pasa» nada, seguidos por una nueva «explosión»: en 1816 aparece por fin el ter­ cer libro, y en 1817 la Enciclopedia de Heidelberg. IM0 Cf. el informe privado para Niethammer: Über den Vorlrag der Philosophie auf Gymnasien (1812); W. 4, 405s. Hegel equipara allí explícitamente Lógica y Metafísica (amparándose en el precedente de Kant) y más precisamente lógica objetiva y ontología (o lógica trascendental, sensu kantiano). Significativamente, no dedica espacio ni explicación alguna a la lógica subjetiva (que por ese tiempo estaba ya impartiendo en Nuremberg, pero sin ir mucho más allá de la presentación habitual de la lógica minor). Ver también carta a Niethammer de 5 de febrero del mismo año, donde Hegel le anticipa las líneas generales de WdL según la parte ya aparecida, adviniéndole que los folios impresos «no contienen todavía nada de la lógica, según la denominación habitual, que [en cambio] son la lógica metafísica u ontológica.» (Br. I, 393). 1MI Esa presencia es necesaria (en lógica, y en cualquier otra ciencia), pues el pensar filosófico vive de la dialéctica inmanente al pensar científico (o «filosófico», pero contagiado por el modo fijista y reflexivo de las ciencias, propio del entendimiento) y que la lógica saca a la luz, especulativamente. Por ende, entrar en la lógi­ ca hegeliana significa adueñarse de la lógica habitual -y superarla desde dentro-. Cf. carta a Niethammer de 24 de marzo 1812: «Por un ejercicio práctico en el pensar especulativo yo no sé entender otra cosa que el tra­ tamiento de los conceptos realmente efectivos, puros, en su fonna especulativa, y esto no es sino la lógica misma en su sencido más íntimo. Al pensar especulativo le puede o le tiene que preceder el pensar propio del entendimiento, abstracto, en su determinidad (o sea: ponnenorizado y detallado, F.D.); peni la serie de la misma es, de nuevo, un rodo sistemático.» (Br. 1, 397). '«■ Carra a Niethammer de 10 octubre 1811 (Br. I, 390).

692

tir de aquélla; no se precisa más para ello sino dejar de lado lo dialéctico y lo racio­ nal; de este modo se convierte en lo mismo que la lógica habitual, una historia (Historie, recuento o compilación externa, F.D.) de variadas determinaciones del pensamiento yuxtapuestas, y que en su finitud son estimadas como algo infinito.» (En?;. § 82, A .). Pero es claro que tal estimación es verdaderamente desconsiderada, y aun bárbara. Todavía cabe comprender (que no justificar) que el sentido común adscriba las deter­ minaciones naturales a un mundo exterior e independiente de la conciencia.1611 Pero creer que las propias determinaciones del pensamiento vienen recogidas «de fuera», como si dijéramos de un mundo ideal de «significados puros» (algo así como el Tercer Mundo de Popper) al cual se «enchufara» el sujeto pensante como a un ordenador, equivale a imaginarse un pensamiento que no piensa: algo así como un «arsenal» de ideas a disposición de los hombres, al que lo menos que cabría objetarle sería su radi­ cal incapacidad para explicar la trabazón y armonía de sus propias determinaciones y nociones, que no andan sueltas por ahí, sino que forman algo así como un único «espa­ cio lógico». A menos que se suponga que las conexignes y separaciones (necesarias, si queremos hablar de una estructura o «mundo» lógico) las pone por su parte el suje­ to pensante, con lo cual tendríamos un bonito progressus in indefinitum de las deter­ minaciones.16,4 En una palabra: aunque genéticamente haya alcanzado trabajosamente la lógica su «mayoría de edad» a través de Kant (a pesar de que éste deslindara la lógica formal de la trascendental, sin cuidarse de explicar la apariencia de la primera desde la esencia de la segunda), dialécticamente habría que reconocer que el sentido y la función de la lógica habitual, del entendimiento, son comprendidos sólo desde la Ciencia de la Lógica (la cual es resultado -histórico, también- de un proceso al que, a su vez, fundamenta). La lógica formal no es sino la abstracción -la muerta arm azón-de la lógica dialéctica, un cadáver cuya apariencia de vida se debe a que en él se ha insuflado -com o en la pirá­ mide egipcia- un ser ajeno: consideraciones psicológicas, sociológicas, pedagógicas, etc. Pero lo peor es la mala metafísica encubierta por tan aséptico y árido «cuerpo» doctri­ nal: un reino más fantástico que el de Camelot (y más aburrido, también). Se trataría en efecto de una aplicación externa de determinaciones conceptuales a un mundo igual­ mente externo (tanto a esas llamadas «normas de verdad» como a los sujetos de carne y hueso que hablan y piensan). De este modo, la «verdad» surgiría por una aséptica coinci­ dencia entre una determinación (vulgarmente: un concepto) y un contenido (vulgar­ mente: la esencia o significado de una cosa) recíprocamente externos e independientes entre sí, sin que el sujeto pensante (el supuesto «descubridor» de esa correspondencia,

Al fin, ésta no deja de ser un producto del proceso de la naturaleza: la conciencia (o mejor: el orga­ nismo vivo y consciente) es el lugar reflexivo, la invaginación en donde la naturaleza misma se explaya y dice su verdad, a saber: que ella no es sino la manifestación externa y alterada de la Idea. Nada pues más «natural» que el hecho de que la conciencia tenga por lo pronto -en una actitud ingenua, justa y exactamente «natural»la creencia de que aquello que aparece ante ella es distinto de ella (lo cual, bien entendido, es algo justísimo) y, por tanto (una consecuencia, en cambio, falaz), independiente de ella y existente por propia cuenta. Bastaría con que esa conciencia «natural» se parase a pensar en que, si algo aparece, debe aparecérsele a alguien (de lo contrario, sería una apariencia con término a quo, pero noadquem), para que pusiese en entredicho esa supues­ ta existencia aparte y «en sí» de las cosas (sin que ello comporte en lo más mínimo -como se ha repetido ya hasta la saciedad- la creencia insensata de que la realidad material ha surgido por un arbitrario acto mental de un Sujeto poderoso, dando igual al respecto que sea llamado Dios u Hombre). “ Al cual ya había puesto término Kant de una vez para siempre al demostrar que los conceptos empíri­ cos descansan en categorías que son puras funciones de unificación, modos de enlace que remiten a una síntesis última: la unidad de la autoconciencia, alabada por Hegel con razón como «una de las más profundas y justas intelecciones» del criticismo (cf. WdL 12: 18).

693

a su vez separado de y ajeno a esos otros «mundos») tuviera otra cosa que hacer allí sino contemplar arrobado la «verdad».164' Y sin embargo, por más que estos prejuicios, una vez desenmascarados, le suenen a cualquiera a «cuento», es preciso reconocer la resistencia que el sentido común presenta -y seguramente presentará siempre- contra la terminología hegeliana (pues más allá de los términos no pasa tan corto entendimiento, desde luego). Y es que denominar «Concepto» (así, en español) al principio que inmora en la realidad y hace que las cosas sean lo que son y así se manifiesten1646 parece denotar un acto subjetivo y mental, en y por el cual se escamotea la realidad extema. La terminología está, en todo caso, ya bien fija­ da y no puede ser cambiada. Pero, atendiendo a la función que importa a Hegel y a la pro­ pia etimología del término original (Begriff), bien haríamos en dejar resonar bajo el nom­ bre de «concepto» también la idea de «comprehensión» (o «comprensión»), en cuanto reflexión e interiorización del «aprehender» (o del «aprender»... a pensar).1647En efecto, eso que al pronto parece ser «tomado», «cogido» o «aprendido» de fuera (así parecen las transiciones de las categorías del ser) es considerado -cuando nos paramos a pensar—como reflejo, apariencia o manifestación de un interior «esencial» y, de este modo, entendido (pero todavía no completamente comprendido). Y por fin, la propia dialéctica de esos extremos en desequilibrio (preponderancia de la reflexión en sí sobre la reflexión en otro) lleva al desarrollo de la entera respectividad -cada una por su lado, uniláteralmente-, hasta que ambos extremos pasan quiasmáticamente y sin resto el uno en el otro: tiene lugar aquí una verdadera compenetración en la que lo «tomado» o «cogido» no es sino el movimiento mismo de «cierre», en una palabra: de com—prensión, en donde es justamen­ te el prefijo (el cum de la conjuntación) el que pasa a ser sujeto o sustrato del entero movi­ miento de entrecruzamiento (repárese en términos afines, como conciencia o cogitado). La entera Ciencia de la Lógica atraviesa tres momentos de la «realidad» (tres modos de ser -y de ser concebida- una y la misma «C osa»), que podríamos llamar con termi-*164

,M' A eso le llaman todavía hoy afamados «teóricos» de la ciencia como Mario Bunge: «conocimiento objetivo». Pero más que «objetivo» debiera llamarse a tan extraordinaria coincidencia «conocimiento mila­ groso», ya que en cada caso se reúnen como por arte de magia tres instancias ajenas entre sf y sin embargo conjuntadas para la ocasión (el mundo ideal, el físico y el mental), a la vez que se afirma -de lo contrario, no habría «mundo» en ninguno de los casos- que gracias a esa conjunción se engrosa «nuestro» conocimiento de los tres mundos (¡así que tendríamos «cuatro», no tres!). IM‘ Enz. § 163, Z. (W. 8: 313): «El concepto es más bien lo primero que es de verdad, y las cosas son lo que son en virtud de la actividad del concepto que inmora en ellas y se manifiesta en ellas.» 1641 Resulta ciertamente fácil ridiculizar a Hegel poniendo bajo su pluma frases delirantes como: «El Concepto soy Yo» (algo aún peor -y menos excitante- que: «Napoleón soy Yo»), negándose a entender con esos términos otra cosa que, respectivamente: «representación mental» y «esto que habla aquí y ahora y que tiene un cuerpo» (sin entrar en más honduras, desde luego: también el loro, la radio y la TV cumplen esas caracte­ rísticas). Probemos en cambio a pensar por un momento que eso tan extraño y a la vez cercano que «soy» yo sea, en cada caso, la comprensión de todo lo aprendido, o sea de todo lo que empezó siendo externo y ajeno pero que. en virtud de esa comprensión, resulta ahora interconectado y coherente, sujeto a y en unidad. O más personalmente: «yo» soy cuanto he aprehendido y aprendido, siempre que lo haya comprendido, es decir: unificado y centrado cohe­ rentemente en y como sujeto. No sólo el «yo»; todas las cosas son vistas, así, como sujetos de inhesión. Pero sólo una «cosa» se ve a sí misma como tal sujeto (y de consuno, reflexionando, su-pone que todo lo demás es algo aná­ logo): el «yo». Esta concepción puede haber sufrido -y con razón- serios embates (pocos aceptaríamos hoy la plena razonabilidad del mundo, y la posibilidad -al menos, lógica y ética- de elevar absolutamente todo a concien­ cia). Pero no puede negarse su plausibilidad (e incluso su conveniencia, todavía, como principio regulador y heu­ rístico, al menos). Esa idea ha constituido el sueño y dirigido ocultamente los esfuerzos de todo el pensamiento occidental, de Descartes a Habermas, a McLuhan e INTERNET (y hasta saris le savoir alienta todavía -aunque degradada y prostituida- en el quídam que, p.e. ante un Picasso, dice: «Esto a mí no me dice nada»; es decir: que pretende que todo le esté sujeto -sin hacer empero el menor esfuerzo, al contrario del Sujeto hegeliano- por «volcarse» en la comprensión del Objeto).

694

nología habitual: Naturaleza (lo exterior e inconsciente), Experiencia (tener concien­ cia en sí de lo otro de sí) y Libertad (conciencia de que lo aparentamente distinto a la conciencia y enfrentado a ella como objeto es a la vez e inescindiblemente la «casa» o lugar de la conciencia de sí o autoconciencia; o sea, tener conciencia de que la única y verdadera determinación es la autodeterminación). Pues bien, es importante hacer notar que, en la división en secciones de la lógica subjetiva, se «repiten» estos tres momen­ tos: la Subjetividad se muestra como la «naturaleza» del pensamiento (allí donde éste se halla como alienado de sí), la Objetividad como la «experiencia» de éste (en donde toma conciencia de su trabajo configurador de «mundo»), y en fin la Idea como la «liber­ tad» del pensar (libertad incluso respecto de sí mismo, o sea de su carácter abstracto, no comprometido con su origen y condición «natural»). La libertad es así el télos, el omega de todos los esfuerzos hegelianos (y ello, tanto en la lógica como en el entero sistema). Pero una libertad, como hemos visto, que asume desde dentro su propia necesidad: una libertad revelada como sujeto a partir de la inte­ racción de la sustancia. Y quizá no esté de más añadir que, así como en general ser, esen­ cia y Concepto son lo mismo: momentos del desarrollo y autoconocimiento de lo Lógico, así también -y más precisamente- la sustancia es en sí exactamente lo que el Concepto es en cuanto manifiesto, de modo que el movimiento mismo de la sustancia es ya «la génesis inmediata del concepto» (cf. 12: 11). Lo que en ella aparecía todavía como un «destino» impuesto, como algo necesario, es ahora explicitado de suyo (y no meramente considerado por «nosotros») como acto supremo de libertad. Esto quiere decir, ni más ni menos, que en este nivel y estadio es falaz la separación y distinción entre el «yo» y la «cosa». O si se quiere decir con términos kantianos: el «yo» (en cuanto Concepto pura­ mente subjetivo y, como tal, abstracto respecto a sus propias determinaciones) es la única y verdadera «cosa en sí», y viceversa. Pero que el «yo» es mucho más que una «cosa» (a la cual sin embargo asume) es algo que se mostrará en el propio desarrollo del Concepto (y a costa de las «ilusiones» solipsistas del mismísimo «Yo», que ha de trans­ figurarse en Objeto para resurgir luego en la Idea como síntesis del «yo» teórico y del «yo» práctico). Vl.5.3.7.1. 1.— C o n ce p to del C on cepto.

El Concepto en su inmediatez, tal como se expone al pronto en la Subjetividad, es todavía algo meramente formal: algo así como el «verdadero interior» o «esencia» de las cosas, frente a la «exterioridad» fenoménica. Es, diríamos, la aparición de la Razón, pero malentendida al punto como entendimiento (p.e. en Kant y en Fichte). De ahí que las determinaciones del Concepto subjetivo se muestren como operaciones bien establecidas y fijas, independientes entre sí y dependientes todas ellas de una supuesta entidad sustancial y básica: la «m ente», de la cual concepto, juicio y silogismo serían actos separados. El movimiento dialéctico de la Subjetividad consistirá en borrar esta apariencia de recíproca exterioridad de las determinaciones, de modo que al fin, recogidas todas las diferencias en perfecta identidad, el Concepto subjetivo se desfonde, una vez lleno de sentido y de contenido su fundamento formal o ratio (en los distintos niveles de mediación: la particularidad, la cópula, el término medio), en la Objetividad. Así, y por lo que hace a la inmediatez de la aparición subjetiva, la mera noción o concepto1618 del Concepto se divide en tres momentos: universalidad, particularidad y '** Vertemos como «noción» el término Begriff cuando éste se refiere al concepto en el sentido habitual, e.d., a lo tenido por He|¡el como simple determinación y representación abstracta (así: «silla», «mesa», etc ). Cf.Enz. §164, A.; W. 8, 314.

singularidad. Y aquí debe proceder Hegel -por lo que hoy se ve, sin mucho éxito- a des­ mantelar una creencia arraigada durante siglos y procedente del dualismo habitual (mundo externo versus mente). En efecto, por «concepto» se entiende por lo común solamente el respecto universal16*': una representación abstracta, válida para conocer mediatamente un conjunto de elementos del mismo género (cf. Kant, KrV A 320/B 377). Mediatamente, se entiende, porque en Kant —como es sabido—para que se logre ese conocimiento hay que construir el concepto en una intuición, la cual es por su parte una repraesentatio singulans (cf. Kant, Logik; Ak. IX, 91), referida inmediatamente a un objeto (cf. KrV A 320/B 377). Bien se ve que Kant separa así nítidamente universali­ dad y singularidad, restringiendo exclusivamente la primera al concepto y la segunda a la intuición, y ello solamente en virtud de su capacidad respectiva para poner un obje­ to en presencia de la mente. De manera que el entero basamento de la Lógica depende de algo extralógico, a saber: de la representabilidad de un mundo no-consciente ante y para una conciencia que no forma parte del mundo, siendo sin embargo el «lugar» o territorio en el que «mundo» viene a presencia. Más escurridizo y ambiguo aún es en esta concepción el estatuto de la particulari­ dad, adscrito por Kant en todo caso a las nocas o «características» de algo. Pero éstas son definidas unas veces como «representaciones parciales de la intuición s e n s i b l e » y otras -saltando ya al tratamiento del juicio- como «m arcas» (Merkmale) del predica­ do (essentia, attributa, modi, relaciones; cf. Ueber eine Entdeckung.. . Ak. VIH, 229), con lo que la particularidad es referida ahora no al objeto «exterior» sino al sujeto de la predicación; o sea, queda especificada como conjunto de notas pertinentes para el con­ cepto, las cuales han de ser consideradas, en su relación con los objetos a los que indi­ rectamente «marcan» - o sea, en su extensio o denotación-, como universales; y en cam­ bio, en su referencia al concepto en el cual inhieren, han de ser vistas como particulares por ser de menor comprehensión -o sea por tener menor connotación o mtensio- que aquél. Como se ve, la base de la lógica tradicional (transmitida y refinada por Kant) no podía ser más frágil. Por un lado se cree en la existencia de objetos cxtralógicos singulares e individuales, captados en una intuición igualmente singular (al respecto, da igual si pura o empírica: también el espacio y el tiempo son para Kant «objetos» singulares). Péfo este sentido común metido al oficio de lógico admite que esos objetos (y las intui­ ciones correspondientes) son susceptibles de «particularización».1651 Por otro lado acep­ ta la «existencia mental» (sea ello lo que fuere) de determinaciones abstractas y uni­ versales, admitiendo a la vez que hay «universales» que lo son menos que otros, o sea que comparados con ellos son universales... «particulares» («U ngulado» es, si referi-*1650

lw Así, en Kant, un concepto es «una representación universal» (KrV A 713/B 741). Por lo primero, apa­ rece como un «producto» de la conciencia, teniendo además un «referente» extemo, al cual justamente «repre­ senta» en general. Por lo segundo, la universalidad, es considerado como una «repraesentatlo per notas communes», reflejadas sobre una base o fundamento, sobre el cual discurren; es visto pues como una «representación refleja (repraesentatio discursiva)» (Logik. 1* Sec. S 1.; Ak. IX, 92). 1650 Kant, Ueber eine Encdeckung... Ak. VIII, 219. Esta «definición» es tan vulgar y hacedera para la ima­ ginación (podemos fijarnos en la cabeza de alguien, desatendiendo el resto) como poco comprensible desde el punto de vista lógico. Si la intuición (sea empírica o pura: el ténnino kantiano Sinncnanscfiauung es redun­ dante, pues toda intuición es sensible) es representación inmediata y singular de un objeto (captado también por ende como singular), ¿en virtud de qué puede ser luego particularizada tanto la intuición como la cosa, que por lo demás son, aquí, indistinguibles? Un trozo de carne de un kilo es, considerado de inmediato -o sea, haciendo abstracción de la situa­ ción en que se ofrece-, una cosa singular; referido a la res de procedencia, en cambio, algo particular sensible (una «parte» de la res); y referido a su peso, la nota particular de un concepto; por ello, no deja de ser empe­ ro universal (se trata de «un kilo» de algo).

-/o /

do a caballos, burros, etc., un concepto universal; pero referido a «mamífero» es un concepto particular).'6” Todo ello se plasmó en una famosa y donosa «ley», según la cual la comprehensión o connotación (la compenetración del significado global, o sea: de muchas notas entre sí, para formar un concepto) es inversamente proporcional a la extensión o denotación. Así, ad limitem (porque, como se sabe, idividuum esc ineffabile), esta cosa concreta de aquí (yo, sin ir más lejos; o la «sustancia primera» aristotélica) necesitaría de todas las notas (¿o conceptos?) del espacio lógico (tomadas positiva o negativamente) para ser exhaus­ tivamente explicada (existencia omnimode determinata). De modo que, aquí, la abundan­ cia de conceptos compenetrados conduce ¡a la desaparición del concepto mismo!16” Y a la inversa, el concepto «ser» tendría una extensión universalísima y una comprensión absolutamente paupérrima, más aún: vacua. Vale para todo, pero con ese «concepto» no se representa uno nada. De modo que, en el fondo, tampoco es un concepto. Bien puede decirse que la entera Lógica hegeliana está enderezada a acabar con este montón de pseudoproblemas (basta darse cuenta de que, al inicio de la Lógica, el «concepto» o determinación abstracta «ser» equivale exactamente a la «intuición» «ser», que sólo es Concepto virtualmente, o sea: en sí). Esta lógica no admite, desde luego, la supuesta pro­ porción inversa entre connotación o intensión y denotación o extensión. A l contrario, la proporción entre « significado» y •referente» es directa'™: el concepto-intuición «ser» es el más generalísimo y vacuo en comprensión, y por tanto es igualmente el de menor extensión (en puridad, de nada ni de nadie puede decirse simplemente que él «es», sin más: así que el ser no tiene referente concreto).16” A l cabo de la calle, el Concepto (y a fortiori, la Idea) vuelve a ser «intuición», pero del Absoluto único como universal concreto y a la vez singuiare tantum: la única Verdad, que es eo ipso lo único verdadero: el Todo.1656

IM! De todos modos, Kant -y tras él, perfilándolo y extremándolo, Fichte- había dado ya un paso de gigan­ te (que Hegel desde luego aprovecha) al descubrir conceptos puros -las categorías- que, a pesar de ser «parti­ culares» respecto a sus rubros (la sustancia es «particular», o sea: es una «especie» del género «relación») y a /ortiori respecto a su foco último (la unidad sintética de la apercepción, la autoconciencia), son absolutamen­ te coextensivos entre sí y con su foco, bien sea que tengan como «referente» modélico y como criterio al Yo (algo que hizo ya Leibniz) o bien que sean especificaciones, determinaciones precisas del propio «Yo» (como hará Fichte). Kant tenía razón al insistir (p.e-, en los paralogismos) en que el «Yo» no es una sustancia. Pero no la tenía al situarlo entonces aparte, en un estatuto vago e impreciso (como «vehículo lógico» o cosas así). El «Yo» consiste en no ser (en negar activamente) la «sustancia», o sea en asumir a ésta (y a las demás categorí­ as) como su propia particularidad o especificidad. A un nivel más prosaico: decir que «yo» no soy mi cuerpo significa eo ipso asumir mi corporalidad y determinarme, hincarme y fundarme en ella (lo que implica tam­ bién responsabilizarme de ella y de cuanto ella «toca»), en lugar de hacer flotar al «yo» en un éter cogitante que no sería en definitiva sino imagen de una corporalidad gaseosa, «sutil». Esto es; cuantos más conceptos se traben entre sí, tanto más dejan de ser universales -o sea, van dejan­ do de ser conceptos- para tornarse en una aproximación infinitamente asintótica en la intuición de algo sin­ gular. Un ejemplo sencillo -y exasperante- es el de los apellidos que sería necesario enumerar para definir exacta y genealógicamente a un individuo. Éste tiene la sensación sin embargo, y con razón, de que cuanto más se extiende la cuenta hacia atrás más se evapora su maciza carnalidad: el hecho de existir «aquí» y «ahora». I6S< Siempre que por «referente» dejemos de entender -como es obvio- una cosa sensible y existente inde­ pendientemente del pensamiento. Sólo las arduas especulaciones escolásticas (Dios como ipsum esse, actus essendi, etc.) han podido reser­ var para el Individuo Supremo la sola característica de «ser». En el lenguaje cotidiano de Castilla, en cambio (poco «contaminado» -al menos en este caso- por la filosofía), el máximo insulto es llamar a alguien «ser» («Ese es un ser»), seguido notoriamente (algo ya extensible a otras regiones) por el epíteto «individuo»; una estrecha afinidad descubierta agudamente por la lengua. A veces puede resultar más conveniente prestar oídos al idioma (expresión de todo un pueblo en su vida y su historia) que a los libros. "" Hablando con suma impropiedad, podría decirse que la Idea tiene un «referente» absolutamente con­ creto (Dios, en lenguaje representativo), pero por ello inseparable e indistinguible de otros -él consiste en la negación determinada de todo lo «otro»-; de manera que, bien mirado, tampoco la Idea tiene referente. Como

Ambos extremos: el Ser y la Idea, son pues inefables (el uno por defecto; la otra por exceso). Entre medias discurre empero todo el decir del mundo. La primera Crítica, en su integridad, da cuenta de la desazón que en Kanc producían todas estas paradojas. Reflejo de esa inquietud es la siguiente afirmación, tomada de las Lecciones de Lógica: «es una mera tautología hablar de conceptos universales o comu­ nes: una falta basada en una incorrecta división de los conceptos en universales, parti­ culares y singulares. N o son los conceptos mismos los que pueden ser así divididos, sino sólo su uso.» (Logik; Ak. IX, 91). Hegel aprueba esto: universalidad, particularidad y sin­ gularidad no son sino momentos (en cuanto tales, fallidos si tomados aisladamente) del Concepto único. Pero justo por ello es imposible (y el propio Kant enseñó a Hegel a pensar así, como se ve en su deducción de las categorías) separar el sentido del concep­ to de su uso. Al contrario, Hegel estaría de acuerdo avant la lettre con Wittgenstein y su famosa consigna (á la inglesa: «don't ask for the meaning; askfor the use»).Y más: como hemos apuntado, el uso se da a la vez connotativa y denotativamente, de modo que la supuesta «aplicación» del Concepto a algo «exterior» va siendo progresivamente corre­ gida, y a la vez va dejando aquél de ser considerado como una representación universal y abstracta para concretarse como singular. Para mostrar este ejercicio dialéctico basta tomar cualquier noción y atender al desa­ rrollo inmanente de su significado.16” Sea, p.e., la noción de «protón». Es evidente que, en términos habituales, se trata para empezar de un «concepto universal» (una repre­ sentación mediata referida a muchas cosas comunes, constatables al menos indirecta­ mente por observación). En este sentido, puede decirse que su universalidad (digamos: A, inicial de Allgemeinheit) disuelve toda particularidad (B, de Besonderheit), es decir: con independencia de que cumpla otras propiedades, «protón» es aquella partícula que satisface determinadas condiciones. Según esto, por un lado, el protón es una partícula entre otras y, por ende, una «particularidad» (o especificación: una especie) del género «partícula elemental». Pero por otro lado, no es este particular -com o quería K ant- por ser una «representación parcial de una intuición sensible»,1658sino por tener una cierta carga y una cierta masa que le son propias. O mejor: que le son propias si y sólo si lo dis­ tinguen de este modo, p.e., del electrón, con el cual se combina para formar un neutrón o, al contrario, mantiene en órbita a aquél para formar con él un átomo de hidrógeno. De manera que, en cuanto partícula A, el protón lo es solamente en cuanto especifica­ do (B) en su relación con otra partícula, con la cual forma un singular concreto (E, de Einzelheit) que «niega» determinada, específicamente, cada uno de sus componentes y su carácter contrapuesto. Este protón E es pues partícula A si y sólo si es núcleo del hidró­ geno, ión del hidrógeno y al mismo tiempo la unidad dialéctica de todas esas especifi­ caciones B. Y a la inversa: la partícula elemental (lo universal) sólo lo es de veras si*Ii

es lógico: tener un referente es juscamente entender al concepto como «representación», que es justamente lo refutado por Hegel. Para hablar con mayor propiedad, habría que decir que lo Mismo «hay» para lo que la reli­ gión llama «Dios», la filosofía real «Espíritu absoluto» y la lógica «Idea». Lo que no hay es «Idea de Dios», como si se pudiera tener además idea de muchas otras cosas (confundiendo «idea» con noción o representación abstracta), y como si «Dios» pudiera existir aparte de su «Idea». Ii’' E inescidiblemente, de su «referente»; no se olvide en ningún caso que la lógica de la subjetividad es también -y quizá con mayor razón- metafísica. De hecho, el Sujeto de este Concepto (aquí, claro: concepto subjetivo) es en el fondo «Yo»; el sujeto cognoscente y autoconscienre. ¡Es la «partícula elemental», en general, una intuición sensible’ Adviértase que el problema es aquí lógico, no físico. Para el caso, tanto da -por tomar el famoso ejemplo hegeliano- preguntarse si la «fruta», en general, corresponde a una intuición (o sea; si se puede comer fruta en general, y no esta pera o esta manzana).

goa

especificada de tal o cual manera y concretada en tal o cual núcleo o átomo.,',í'' O dicho abstractamente: A es la negación de B (una partícula en general no es ni protón ni elec­ trón, ni...). Pero entonces se niega a sí misma.1660 O sea, A consiste en ser negación de sí al negar a B (esencialmente hablando: reflexión en otro). Y B sólo lo es cuando se niega como tal (cuando reflexiona en sí), equivaliendo entonces a A. Hay pues un sujeto o sustrato común para ambas negaciones, por las que cada extremo se hace determinada, precisamente el otro. Ese «sujeto» E no es algo estático, separable e independiente de ese doble «vuelco», sino que es este solo y único movimiento (negación de la negación), en el que los extremos A y B dejan de ser abstractos (han sido abstraídos en efecto del E resultante, que es su fundamento). Cada uno de ellos ha vuelto en sí desde el otro, de manera que no tenemos ya aquí una mera reflexión (aunque sea doble) sino el desa­ rrollo (Entwicklung: «despliegue») de una y la misma «C osa». Tal es en efecto el ritmo de la lógica del Concepto (que recoge y concreta en ai y para sí la transición -propia del ser- y la reflexión -propia de la esencia-). En términos del propio Hegel: «Lo concreto y verdadero (y todo lo verdadero es concreto) es la universalidad, la cual tiene por objeto lo particular, el cual empero está por su reflexión en sí igualado con lo umversl —Esta unidad es la singularidad'MI, pero no en su inmediatez como uno -ta l como se da la singularidad en la representaciónsino según su concepto... o sea, esta singularidad no es propiamente otra cosa que el Concepto mismo.» (Rechtsphibsophie § 7, A.; W. 7, 55). En una palabra: la universalidad sólo lo es de veras si concretada como Singularidad (lógicamente, este término es un singuiare tantum).166! Sólo aquí, en este sujeto que ha asumido todas sus particularidades, está el Concepto puesto como totalidad, o sea: sólo aquí se activa el Todo a sí mismo (cf. Enz. § 163, A .; W. 8 ,311). Stásis del éxtasis: purísima retención del movimiento, transparencia en y de la suma diversidad. Comprensión de la experiencia de la apariencia. El Concepto es la íntima verdad del ser y la esencia, y la Singularidad la verdad del Concepto: «lo libre, en cuanto poten­ cia (Machi) sustancial existente para sí» (En?. § 160). Que la potencia de la sustancia exis­ ta para sí significa que sólo en la autodiferenciación se genera constantemente identidad; o lo que es lo mismo: que sólo en la conciencia de lo otro se da la conciencia de sí.’“ ’*Si

He tomado el ejemplo de Errol E. Harris, L iré la Logújue de Hegel (op.cit., p. 257). Adviértase, con todo, que este ejemplo es ilustrativo sólo en cierta medida. Com o es obvio, las concepciones hegelianas valen lite­ ralmente para codo, pero no con igual intensidad ni extensión. En última instancia, el ejemplo de universal concreto -o sea de Singularidad subjetiva- de veras adecuado sería el del «Yo ahsnluto» fichteano (o al menos, tal como lo entendió Hegel) negando al No-Yo y especificándose en él, hasta concretarse absolutamente (cosa que, por demás, no puede hacer del todo ese «Yo»: ha de pasar por y convertirse en el «Objeto» schellingiano). 1M0 Sólo es partícula si «particularizada»: éste es es justamente el estadio correspondiente a la reflexión de la esencia, al que apunta el texto hegeliano citado a continuación de este párrafo. 1861 Es muy interesante la nota marginal manuscrita de Hegel: «mejor, subjetividad». La subjetividad es la del «Yo»: una de las notas (aunque no la más alta) del Absoluto. La Singularidad es aquello que en la lógica del ser aparecía como «U no»: el repliegue del ser-para-sí que posibilitaba toda cuenta y razón; en la lógica de la esencia, la Singularidad se m anifestaba com o el «Fundamento» (siendo la Universalidad la Identidad y la Particularidad la Diferencia): el fondo único de toda realidad. A la vez, razón y abismo, Si (literalmente a redrotiempo) quisiéramos refutar y a la vez rendir homenaje a Rimhaud tendríamos que decir, en lugar de: «Je est un Autre», «D as Andere ist das Ich»; «El Otro es Yo», o sea: yo soy solamente en cuanto que me comprendo a mí mismo al aprehender lo otro de mí y, así, reconocerlo en sus derechos como lo distinto a mí (y como la sustancia que me ha engendrado, y en la que me sostengo). Com prensión de sí es co ipso reconocimiento de la irreductible alteridad de aquello en lo cual me comprendo (también en el senti­ do de «estoy comprehendido»: yo soy la existencia del Concepto; y ai mismo tiempo, mi esencia, el contenido lógico de mi libertad, está en el Concepto, no en mi mano).

Y sin embargo, esta cumplimentación cabal del Concepto (subjetivo) significa igual­ mente la decaída de sus presuntos derechos para expresar y manifestar el Absoluto (o más brevemente: lo defectuoso de la definición “fichteana" «El Yo es lo A bsoluto»). En efecto, ¿cuál es la conclusión a que se ha llegado? Justamente a algo tras lo que se afanaba Kant (y con él, la entera metafísica), pero que no podía menos de desechar como nido monstruoso de contradicciones: el Ideal de la razón, a saber, que lo univer­ sal (A ) sea singular (E )I6M. O también: que Dios sea a la vez ens summum et necessarium y ens realissimum u omnitudo realitatum; lógicamente hablando: que el concepto sea intui­ ción. ¿Qué dice en cambio el concepto del Concepto, una vez enteramente desplegado?: «El singular1665 es el universal'666.» (Enz. § 166, A .; W. 8, 316). Palmariamente, esto es un juicio.16*7 Es decir, la determinación del Concepto en sus momentos constituyentes (estando aquí la particularidad latente bajo la cópula) implica que la noción del Concepto (que era en apariencia perfectamente explicable en y de por sí) se ha dirimi­ do. Su verdad es pues el juicio. V l.5 .3 .7 .1 .2 .- El C o n cep to , llevado a juicio.

En 1795, Friedrich Hólderlin escribió un pequeño ensayo de poco más de una pági­ na, titulado Urtheil und Seyn («Juicio y ser»), surgido en medio de los debates entre el fichteanismo y el spinozismo. El brevísimo trabajo puede ser considerado como la célu­ la de la que surgiría (no sin una profunda modificación, y hasta inversión) la ¡dentitatsphilosophie jenense de Schelling y Hegel. Aunque todas las cautelas al respecto sean pocas, parece seguro que la Vereinigungsphilosophie («filosofía de la unificación») contenida enjuicio y ser influyó decisivamente en las concepciones idealistas. Uno de los hilos conductores del trabajo es el siguiente: Todo aquello que se puede decir es sus­ ceptible de ser reducido a la forma del juicio. Y éste separa como sujeto y objeto aque­ llo que, en cuanto «ser», se encuentra unido (aunque no confundido en una masa infor­ me, sino reconocido como sí mismo sólo a través de la superación -dialéctica, diríamos nosotros- de una oposición interna). Las palabras iniciales del ensayo hólderliniano se han hecho famosas: «Juicio (Urteil) es en el sentido más alto y riguroso la partición ori­ ginaria (die ursprüngliche Irennung) del Objeto y del Sujeto, íntimamente unificados en la intuición intelectual; [es] aquella partición por la cual vienen posibilitados por vez primera Objeto y Sujeto: la proto-partición (Ur-Teilung).»'666 Hegel será siempre fiel a esta idea del amigo ( Urteil como Urteilung). Y hasta alude a la «significación etimológica del juicio en nuestra lengua» (En?;. § 166, A.; W. 8 ,316)I6W: un sentido más profundo del habitual (juicio como relación entre dos conceptos). Por elSi

"" KrV A 568/B 596: «Pero aún más lejos de la realidad objetiva que la idea parece estar eso que yo llamo el Ideal, bajo el cual entiendo la idea, no meramente in concreto sino in individuo, es decir como una cosa sin­ gular (etn einzelnes... Ding), determinahle o incluso determinada únicamente por la idea.» Si determinahle o incluso determinado únicamente -como exigía Kant- por el universal. ““ Lo es, en cuanto que determina al singular por negación de sus particularidades (recuérdese la «refle­ xión determinante» de la lógica de la esencia, aquí «revisitada»). Por eso añade Hegel, al poco: «o más precisamente: »e! sujeto es el predicado« (p.e. »Dios es espíritu absoluto»).» (W. 8,317). ' Fr. Hólderlin, Sftmtlirhc Werke und Briefe. Ed. de J. Schmidt. DKV. Frankfurt/M. 1994; 2, 502-503. Hay tr. esp. del opúsculo en E n s a y o s (ed. de F. Martínez Marzoa). Peralta/Ayuso. Pamplona/Madrid 1976, pp. 25-26La etimología (de Ur-, «originario, primigenio»; y -teil: «parte») es sin embargo falsa. Urteil (y urteilen) es derivación fonética de erteilen: «conferir, conceder, atribuir», y enseguida pasó a significar: «veredicto del juez», fallo o sentencia. Sólo en la edad moderna (seguramente por influjo jurídico y filosófico) comenzó a ser empleado el término como «manifestación de una opinión sobre algo». Vid. DUDEN Herkunftswdrterbuch, sub voce; ed. cit., p. 733.

contrario, si: «el juicio es el concepto en su particularidad» (ibid.), esta base particular (que en el concepto quedaba oculta, permitiendo el paso de la singularidad a la univer­ salidad, y que en el juicio late bajo la cópula) deberá ser entonces paulatinamente desa­ rrollada hasta que sea enteramente puesta en ella la identidad recíproca de los extre­ mos.^16,0 Se trata, en suma, de construir aquello que parecía sernos dado en una intuición intelectual (recuérdese el texto de Hólderlin). Recuérdese por lo demás (aquí, y en las demás determinaciones conceptuales) que no nos las habernos con meras entidades lógi­ cas, con algo que «estaría, digamos, en mi cabeza» (ibid.), sino con la estructura íntima de la realidad. Si «juicio» significa un desgarramiento originario entre la identidad y la diferencia (diferencia, sin embargo, indispensable para ser y para manifestarse) entonces todas las «cosas» (y yo mismo, ante todo) son un juicio.'611 El juicio no es sólo la forma general (y sin embargo fallida) de decir y pensar la realidad, sino también la forma de ser (igualmente fallida) de toda realidad... finita.1672 Por tanto, el movimiento dialécti­ co del juicio habrá de poner enteramente a la luz este «fallo»: la realización del Concepto precisamente a través de las pretensiones del Sujeto de ser él la única y exclusiva reali­ dad, relegando al Objeto al estatuto de un mero No—Yo. Por eso representa el juicio una salida del Sujeto de su espléndido aislamiento, en cuanto que el juicio refiere el Concepto a la realidad. El desarrollo dialéctico del juicio recorre así (a redro tiempo, por así decir) las dis­ tintas formas de decir y de ser por las que ha pasado la Lógica, juzgando así literalemente del valor de verdad de esas formas.16,1 Así, encontramos una suerte de metalógica de la lógica del ser, representada por el juicio del estar-ahí (Daseyns), de la lógica de la esen­ cia (juicio de reflexión y juicio de necesidad), y en fin de la propia lógica del Concepto: jui­ cio del Concepto.,tM

16,0 En el juicio, cada extremo (Sujeto = S y Predicado = P) está puesto como ser-para-sí, y por tanto como idéntico a la entera relación judicativa. Pero S y P no están puestos como recíprocamente idénticos. Al contrario, al menos al pronto (en el juicio abstracto o según la noción del juicio) S parece representar una cosa fija y estable (una sustancia o una determinación esencial) y P una determinación universal (un «con­ cepto), que puede convenir por ende a muchas otras cosas. Esto es especialmente claro en el caso del juicio sintético kantiano, cuyo S es una intuición, P un concepto y la cópula el lugar en el que se construye éste en aquél. En el fondo, tal es lo que venía a decir también Hegel, al sostener que la verdad del concepto (o sea: el juicio) era: el singular (lo dado en una intuición) es el universal (un concepto). En;. § 167: «rodos los cosas son un juicio-ed. son snigulares que son en sí (msidi) una universalidad o natu­ raleza interna, o un universal que está singularizado; la universalidad y la singularidad se diferencia en ellas, pero es al mismo tiempo [algo] idéntico.» I,,; Dejemos por ahora a un lado la sospecha de si la única realidad efectiva (Wñklichkeit) de veras no con­ sistirá sino en la compre(he)nsión global del carácter finito (y por ende caduco y fallido) de toda realidad. Todo esto ha de tomarse cum grano satis. La distinción que Hegel hace entre juicios y proposiciones (éstas: «contienen una determinación acerca de los sujetos que no está en relación de universalidad con ellos: una situación, una acción singular y cosas así»: Enz. § 167, A.; W. 8, 319) deja indeciso el estatuto mismo de la escritura o Vortrog de la obra, difícilmente reconducihle a las formas judicativas tradicionales y a fortiori absolutamente irreductible -dado su contenido- a formas proposicionales. Supongamos con todo, benévola­ mente, que WdL está escrita de forma cercana a la judicativa. ' Adviértase que en este caso (no será el único) se rompe el habitual esquema tripartito: hay cuatro for­ mas de juicio. Hegel intenta dar razón de ello de un modo a la verdad no muy convincente: «Según esto obte­ nemos por lo pronto tres formas principales del juicio, correspondientes a los niveles del ser, de la esencia y del concepto. La segunda de estas formas, al corresponder al carácter de la esencia -el nivel de la diferenciaestá a su vez en sí doblada.» (Enz- § 171, Z.; W. 8,322). Si ésta fuera la razón, también tendría que estar enton­ ces dividida en dos WL (los juicios de reflexión parecen ordenar lógico-subjetivamente las Reflexionsbestimmungen y los de necesidad la «doble reflexión» o manifestación, propia de la WMichkeit, mientras que la parte media de WL -«Aparición»- queda indecisa en su «enjuiciamiento»). Para mayor confusión, mientras que el juicio del estar ahí corresponde claramente a los juicios kantianos de cualidad (y es por tanto lógico que rija SL), los de reflexión corresponden en cambio a los juicios de cantidad, siendo sin embargo adscritos por

7rtl

El juicio del estar-ahí (o de la existencia óntica)16" es el juicio inmediato y, por ende, el más abstracto (cf. WdL 12: 59-70). Dice en efecto: E es A , tomando E como una cosa subsistente de suyo en la cual inhiere una determinación universal, pero de un modo casual e indiferente (en «La rosa es roja» lo importante es el sujeto; el predicado enun­ cia una cualidad accidental). Esta primera forma del juicio es denominada tradicionalmente «juicio afirmativo» (en Hegel: «juicio positivo»; 12: 60s). Basta un momento de atención para darse cuenta de que la verdad del juicio positivo está en su conversio: A es E. En efecto, la cosa singular («rosa») es considerada aquí como sustancia, o sea como totalidad de sus propiedades, una de las cuales es su color rojo. Ahora bien, esa «verdad» niega el enunciado primero del juicio, escindido ahora en dos: 1) E no es A (a saber: «La rosa no es [la única cosa que es] roja»); en efecto, si el color rojo era una determina­ ción universal sólo de modo contingente inherente en el sujeto «rosa», se sigue que «lo rojo» tiene una mayor extensión que «rosa», de modo que el P (predicado) no se agota ni mucho menos en su determinación del S (sujeto). Pero no menos cierto es que: 2) A no es E (contra la conversión del juicio primero). En efecto, la rosa (entendida como sustancia: A ) no es [no consiste en ser únicamente] roja; es muchas otras cosas, y puede además ser considerada como rosa aunque no sea roja. Ahora bien, ese doble juicio nega­ tivo en el que ha desembocado el positivo ya muestra a las claras la verdad (o mejor: la falta de verdad) del juicio del estar-ahí, en general. En efecto, la relación entre S y P es absolutamente accidental. Cada extremo sigue siendo lo que él es: completa indife­ rencia respecto a lo que el otro «diga» o «piense» de él. Pero entonces es falso que aquí se dé un acuerdo entre concepto y existencia. Lo rojo es rojo, sea o no inherente a la rosa; y la rosa es rosa, tenga o no la cualidad de roja. De modo que el juicio desemboca en un juicio infinito, en el que las esferas están totalmente disyuntas. Positivamente enun­ ciado, se trata de un juicio idéntico: 1) E es e; 2) A es a.167‘ Parece al pronto que se trata­ se de una mera tautología. Pero ni siquiera llega a eso. Más bien es la supresión del cono­ cimiento, cuando éste pretende «ser verificado» en la sensación o la percepción (dicho sea de paso: varapalo hegelinno ni «verificacionisino» empirista y positivista). En efec­ to, no tenemos el menor derecho a afirmar: «La rosa es esta rosa» (o: «El rojo es este rojo») mientras no especifiquemos qué características particulares percibidas en esta rosa ti Heyel a la «metalrígica» de WL, y no de SL, como cabría esperar); además, los llamados «juicios de necesi­ dad » corresponden a los kantianos de relación (que no tienen desde luego a su base la categoría de necesidad) • Y por fin, los juicios del Concepto corresponden a los kantianos de modalidad, cuyas cateyorías fueron tratadas dentro de «Realidad efectiva» en WL, y no en BL. Ante tanta disparidad y dislocaciones, una salida fácil (poco honrosa para Heyel, ciertamente) sería la de señalar simplemente que él no tuvo otro remedio que acomo* darse a la tabla usualmente viyente, tetrapartita (si quería de verdad exponer críticamente y superar dialéctica* mente -desde dentro- la lóyicn habitual). Mucho más complicada y sugestiva es la interpretación de V. Vitiello, según la cual las tres primeras formas judicativas alcanzarían sólo -como en Aristóteles- a la especie ínfima, no al individuo, mientras que el juicio del Concepto sí llegaría al sujeto individual, pero concibiéndolo como «fin» (es decir, como aquello que debe ser). De modo que habría un «salto» entre las tres primeras formas y la cuarta. Vitiello enlaza igualmente este salto (que implica además un «vuelco» del pasado esencial al futuro del concepto) con la limitación de la validez de la lógica de la reflexión (la cual, según la tesis de P.-J. Labnniére y G . Jarczyk, regiría todas las escansiones de WdL). Ver al respecto: La riflessione tra cominciamemo e £iudizio (en V. Vitiello, ed., Hejcel e ¡a comprcnsione della modenutd. Guerini. Milán 1991, pp. 83—105, espec. 92-95) y Suü’essenza nellú lógica hegehana. IL PENSIERO XXII (1981) 165-177 (cf. también IL PENSIERO XVIII (1973) 104-109). De Labarriéie y Jarczyk, ver las respectivas Presentaciones a sus excelentes traducciones de la Doctrine de l'étre (Aubier Montaigne. Parts 1972) y de la Doctrine de l'essence (ibid. 1976). ,4” En Enz , acomodándose al lenguaje habitual, llama Hegel a este primer tipo de juicio: «a . juicio cun* lirativo» (W. 8, 323), como epígrafe de los §§ 172—173. mi Las minúsculas denotan una cosa o una determinación concreta, física o psíquica. Para el caso: «La rosa es esta rosa de aquí», «El rojo es este rojo que estoy viendo ahora-».

(o en esta mancha de color) convienen a la sustancia «rosa» en general o a la cualidad «color rojo». El resultado es un juicio infinito negativo, que, en su insensatez16", signifi­ ca en realidad la supresión de toda esta forma inmediata del juicio. Este dice en efecto: E (por ser e) es no-A; y A (por ser a) es no-E. O sea: «La rosa es [la rosa,] no-rojo»; «El rojo es [rojo,] no-rosa».I67a ¿Qué hemos sacado en limpio? ¿Acaso no queda destruida de este modo toda forma judicativa? En absoluto. Al repeler cada extremo al contrario (y sólo por ello) ha vuel­ to en sí, ha reflexionado. Bien puede ser que e, a (esta rosa, la rojez) no existan; pero inclu­ so para negar esto hay que presuponer la existencia del género «rosa» o «color rojo», ahora surgido por identificación de instancias con su «clase» y por rechazo de su perte­ nencia a otra clase. Ahora, la base de esta nueva forma de juzgar: el juicio de reflexión, no es ya el singular (como al inicio) sino el universal, (cf. WdL 12: 71-77; Enz. §§ 174—176). Aquí, los extremos son pensados como determinidades reflejas que poseen en sí su referencia al otro, de modo que es esta referencia doble la que sale ahora a la luz como necesaria. El juicio de reflexión (o de cantidad) puede ser singular, particular y uni­ versal (como se ve, las determinaciones del Concepto subjetivo son ahora las que regu­ lan la referencia de S a P). El juicio singular dice: eE (esta cosa singular) es A, siendo A (el P) el que, teniendo la máxima extensión, conecta el S (de mínima extensión: «esto concreto») con otro eA de distinta clase. P.e.: «Esta planta es curativa» (se sobreen­ tiende: «para este hombre enferm o»); «Este instrumento es útil» (se sobreentiende: «para este m úsico»). Com o se ve, S es aquí la variable y P representa al concepto de relación, fijo en cuanto A. Y se aprecia al punto que esta relación general entre indivi­ duos deja eo tpso fuera a otros individuos: la planta es curativa para un tipo de enfermos, pero no para otros; y viceversa: hay algunas plantas (varios tipos de ellas) que son bene­ ficiosas para este enfermo, y otras que no lo son. De modo que la explicitación del juicio singular lo convierte al punto en juicio particular: Algunos E son un A (o al revés: Algunos E no son un A; en este juicio es válida la conversión inmediata del juicio positivo al negativo y viceversa, quedando excluida la subalternación). Aquí, el singular (e) deja de serlo: si está mentado con otros es porque todos ellos son de la misma clase, referida a su vez a otra (la clase «planta» a la clase de «lo curativo»). Pero la relación entre ellas sigue siendo externa: se debe al efecto (P) que S ejerce sobre determinados individuos. La base de relación está ciertamente en P (= A ). Pero la relación misma es contingen­ te: es un hecho que la manzanilla es digestiva, pero nos gustaría saber por qué razón. En

16,1 Este es el destino del juicio de «percepción». Para evitar la contradicción de afirmar que una determi­ nación abstracta, aislada y consolidada sólo en sí es sin embargo, al mismo tiempo y en el mismo respecto (o sea: justo en el «esto concreto» percibido aquí y ahora), otra detenninación de iguales características (así: «[En esta rosa-roja que yo veo aquí ahora,] la rosa [en general] es roja [en general]»), el sentido común prefiere «rom­ per la baraja» y caer en el contrasentido de: «Al pan, pan y al vino, vino», con lo cual ni siquiera sabemos que el pan no es vino (tendría entonces su «verdad» en esa negación de lo otro), sino solo que es no-vino, de fonna que así no sabemos qué es lo uno ni qué es lo otro. '** Adviértase que el juicio infinito dirime la indecisión en la que se hallaban el juicio positivo y el nega­ tivo, pasando siempre el uno en el otro. Decir que la rosa es roja implica que es muchas otras cosas que no son rojas (lo positivo requiere pues de lo negativo). Y decir que la rosa no es roja implica que es de otro color (o sea, que al menos genéricamente implica un juicio positivo). Pero decir que la rosa es no roja (o que consiste en no ser roja) conlleva la destrucción de toda referencia de S a P, y viceversa. De manera harto interesanre, señala Hegel que el juicio infinito negativo se encarna en el derecho civil como crimen, ya que aquí-aunque la acción sea realmente efectiva- lo negado es el derecho en cuanto derecho, sólo dentro del cual una trans­ gresión tiene sentido. Por ello, el crimen (y, en general, el juicio infinito) es literalmente un contrasentido (cf. WdL 12: 69). Otro ejemplo importante de juicio infinito negativo es la muerte. En ella, «como se suele decir, se separan cuerpo y alma, e.d. el sujeto y el predicado caen enteramente cada uno por su lado.» (Enz. (¡ 173 Z.;W. 8,325).

703

todo caso, si restringimos la «cantidad» denotada en S a la «cualidad» connotada pot P (y viceversa), obtenemos un juicio universal: «Todas las flores de manzanilla son diges­ tivas»; (A = ei + ez + e3...+ e„)E son un (E = a. + az + a3...+ a„)A. Bien se ve que la relación viene dada aquí por una universalidad discursiva o generalidad (Gemeinschaftlichkeit) y no por una verdadera universalidad (Allgemeinheit). En efecto, cada uno de los casos (tanto en S como en P) han sido agrupados como del mismo géne­ ro sólo por comparación entre ellos de acuerdo a una nota o marca común que está en el otro extremo. Así: «todos los E» no significa sino la suma total (A llheit) de distintos individuos de aspecto parecido y con iguales efectos. Si hay una flor igual pero que no es digestiva, entonces decimos que no es manzanilla. Por el otro lado, la relación no es menos contingente: la marca común («ser digestivo») es «universal» solamente si res­ tringimos la digestividad a los síntomas derivados de beber tal o cual infusión de man­ zanilla. De modo que tanto da decir que los juicios universales son válidos sólo si táci­ tamente dejan de ser considerados como universales,18” como afirmar al estilo empirista que su enunciado es válido mientras no aparezca una instancia en contrario. Así que lo que el juicio de reflexión presupone -pero no puede dar- es que lo uni­ versal del S esté fundado en un verdadero género, en lugar de reducirse a una mera suma total (Allheit), como en las ciencias particulares, o a una mera convención apriórica, como en las matemáticas (donde se decide de antemano lo que significa, p.e., «trián­ gulo», y con ese baremo arbitrario se comparan luego casos particulares). La universali­ dad esencial ha de contener a lo singular como algo por ella omnimede deiermmaium, de manera que los casos sean «reflejo» del género y éste exista a su vez únicamente en los casos. O en términos aristotélicos: que la esencia (tí én einai) sea al mismo tiempo la forma (eídos), de modo que, constituyendo el «ser» del singular, tenga sentido solamente en y por él (p.e.: «Los ciudadanos constituyen la existencia del Estado, y éste la esen­ cia de los ciudadanos»). Tal es el juicio de necesidad (cf. WdL 12: 77-83; Enz■ § 177), en donde la cópula expresa la necesidad de que el contenido de S y P sea el mismo (i.e.: que ambos pertenecen al mismo género): S(A ) es P(A ). El primer tipo de juicio de nece­ sidad es el categórico, cuya base es una universalidad sustancial que aparece de inmediato tanto en S como en P. Pero precisamente esta inmediatez (falta de reflexión) constitu­ ye la limitación de este tipo de juicio. El debería ofrecer una definición esencial de algo (en el sentido aristotélico de gemís et differentia specifica, siendo aquél el P y ésta el S). Ahora bien, siendo la conexión necesaria y universal (o sea: sustancial), sin embargo lo enunciado se impone sólo dogmáticamente, ya que el fundamento de la conexión permanece oculto. Los hombres de: «Todos los hombres son mamíferos», ¿son acaso exactamente los mismos «hombres» de: «Todos los hombres son mortales»? N o hace falta ser heideggeriano para negar esto. Los respectos son distintos. Y la coincidencia de ambos se da sólo en una existencia singular y contingente, que está fuera del juicio. En el suje­ to no ha quedado sino una entidad gaseosa y abstracta a la que se han quitado todas las propiedades no convenientes, hasta que «cuadre» con ella lo dicho en el predicado. Así que este juicio implica, presupone una existencia, pero no la pone: «Si hay hombres (en el sentido de una especie animal afín a otras), entonces serán mamíferos». «Si hay hom­ bres (en el sentido de ser vivo en general, o en el del Dasein arrojado y resuelto: todo depende de lo que se entienda por «muerte») entonces serán mortales». Como se apre­ cia, la moderna logística refrenda lo aquí señalado: que los juicios universales (categóP.e.: «Yo no me refería a la ayuda a la digestión en general, sino sólo a este tipo concreto E, producido por la infusión de manzanilla»; o bien: «Esto que tiene toda la pinta de ser manzanilla no lo es, porque behido en infusión no es digestivo»

ricos) no son juicios de existencia, y que se resuelven inmediatamente en un juicio hipo­ tético. En éste queda ciertamente suprimido el carácter inmediato (presupuesto, externo al juicio) de la referencia. Al contrario, antecedens (S) y consequens (P) están intrínse­ camente ligados: la relación es pues verdaderamente necesaria. Pero sólo ella lo es. Los extremos implican en cambio existencias externas y «a su aire», cosas a las que les resul­ ta indiferente haber entrado en esa relación. «Si llueve, la calle se moja» es un juicio universal y necesario; pero no sabemos qué distinción especial tiene la calle para mojar­ se al recibir la lluvia (también se moja al ser regada) ni la lluvia para caer precisamen­ te en la calle (también llueve en el campo). Para que la relación de necesidad sea pues­ ta en ambos extremos hace falta pues que el género denotado en el S despliegue exhaustivamente todas sus connotaciones (todas sus notas) en el P. En una palabra: hace falta que salga a la luz la particularidad (B), presupuesta en todas las formas ante­ riores de juicio y latente en la cópula, mostrando así el paso entre E y A. La relación puede ser: a) positiva; las especies están contenidas en su totalidad en el género, y la rela­ ción se expresa mediante las partículas «tanto... como»: «Tan mamífero es el caballo, el perro, el mono, etc. como el hombre»; b) negativa, pues la relación anterior implica que ninguna de las especies equivale al género: «ni el caballo ni el perro, etc. son el hom­ bre». Como se aprecia, aquí resurge la paradoja esencial del principio del tercio exclu­ so. Claro está que hay un tertium inclusión: el género «mamífero», que es el que permi­ te la comparación y constituye la unidad negativa de cada término contrapuesto. En el primer caso llamamos a juicio a la identidad (que ya conocimos en la lógica de la esencia): el género (S) es idéntico a la totalidad de sus especies (P). En el segundo, queda juzga­ da la diferencia: la simplicidad genérica se encuentra aquí distribuida en las diferencias específicas, de modo que son las relaciones negativas entre cada una de ellas (o sea: sus particularidades) lo que constituye de verdad el género. Este, el Concepto (la identidad A de sí - E - en sus diferencias B), no está ya en los extremos, sino en su unidad, o sea: en la cópula. Y lo que ahora toca juzgar es justamente el valor de verdad (es decir: de realización concreta) del Concepto mismo. El juicio de necesidad desemboca así en el jui­ cio del Concepto. El juicio disyuntivo presentaba el defecto de que, aunque la universalidad concreta se hallaba ya presente, no estaba puesta como idéntica con la unidad negativa de las determinaciones. Para ello es necesario que la primera se exponga (en cuanto natura universalis: aquello que una cosa debe ser) en esas determinaciones (las dispositiones par­ ticulares en que la cosa se da a ver). Tal es la tarea del juicio del Concepto: verificar hasta qué punto la reunión de esencia (de universalidad concreta) y existencia (de disposi­ ciones particulares del singular) se manifiesta como realidad efectiva. Esa verificación es encomendada al sujeto pensante, que es el que decide y estima aquí. El juicio del Concepto (cf. WdL 12: 84-89; En?. §§ 178-180) es pues un juicio de valor.14™Kant había ya refe-

Un lógico ortodoxo objetaría seguramente a Hegel que al pasar de los juicios de necesidad a los jui­ cios del Concepto está cometiendo una /alacia naturalista (pasa del ser al deber ser). La contestación sena segu­ ramente igual de sencilla: no se trata de dar ningún paso, sino de comprobar la emergencia necesaria del «motor» del desarrollo de las formas judicativas. Desde el principio intentaba el juicio dar razón de la exis­ tencia, en la existencia misma, sin añadir nada por «nuestra» parte. Ahora no hay realmente conversión del juicio en un juicio de valor, porque ya desde el inicio se estaba juzgando sobre el valor de verdad aun de lo exemo y contingente (p.e. si la rosa es roja). El error estriba en confundir una proposición con un juicio, cuyos requisitos: necesidad y universalidad, provienen en definitiva de la propuesta de cumplimentación de una fina­ lidad. Y como ya apuntó tímidamente el propio Kant en KU y se mostró esencialmente en la lógica de la refle­ xión hegeliana, el juicio reflexionante es previo al determinante (aunque resulte genéticamente de él), de la misma manera que la filosofía es previa y superior a las ciencias (de las que resulta) o la libertad más alta que

705

rido el valor de la cópula «al pensar en general» (KrV A 74/B 100). De este modo, podía adscribirse el juicio asertórico al entendimiento, el problemático a la facultad de juzgar y el apodíctico a la razón. Pero Kant insistía en que esos juicios no aportan conocimiento alguno respecto al contenido, agotado en la cantidad, cualidad y relación. De este modo subsistía el hiato entre lo An-sic/r de la cosa juzgada y su aparición o fenómeno, salvado sólo precaria, subjetivamente y «como si» por un juicio estimativo o de valor. Lo que ahora hace Hegel es conectar ambas esferas mediante la capacidad de juzgar del sujeto pensante: una solución sugerida por el propio Kant en la tercera Crítica, pero que él deja­ ba fuera del ámbito lógico, como si las máximas subjetivas de enjuiciamiento en nada cambiaran el significado del objeto enjuiciado. Para Hegel, por el contrario, la subjeti­ vidad -que ahora vuelve a emerger: la última forma judicativa es el restablecimiento del Concepto, pero ahora ya articulado, clauso en sí- es la determinación de la Cosa misma (Sache, no Ding).m' A sí que la presencia del sujeto enjuiciador enriquece desde luego el contenido de lo juzgado. Una casa no es la misma casa si es habitable (si está bien dispuesta) o si no lo es. La forma general y abstracta del juicio del Concepto sería: E es, en B, A. (Adviértase que, de este modo, la cópula queda «cargada», henchida de sentido, apareciendo por vez primera la particularidad -se adivina ya aquí la estructura general del silogismo: E - B - A, siendo B el terminus medius- Esta forma corresponde al juicio asertórico. Aquí, el sujeto es E («Esta casa») y el predicado está formado por la reflexión del estar-ahí, de la existencia particular y óntica, sobre su A, o sea sobre su naturaleza intema («Esta casa es habitable»). Ahora bien, la reflexión es efectuada aquí por un «tercero»: el sujeto que compara esta cosa e con su concepto A. Por eso, el juicio asertórico es propio de quie­ nes presentan sus doctrinas de una manera dogmática, sin ofrecer razones al respecto (así sucede en Jacobi, con su «saber inmediato», y en general en toda forma de imposición, sea credencial o de sentido común: «Todas estas formas convierten de la misma mane­ ra la inmediatez -tal como se encuentra un contenido en la conciencia, un hecho en é sta- en principio.»; cf. En?. § 63, A .; W. 8, 152). Y ya en un famoso paso de la Introducción a la Fenomenología había señalado Hegel que un aserto (o aseveración: Versic/iem) «vale empero precisamente tanto como otro», contrario al primero (Pha. 9: 55; 53). De modo que el juicio asertórico se torna necesariamente en problemático, que «repite» y juzga el contenido del juicio particular y del hipotético. Aquí, el contenido del predicado es la referencia del sujeto a su concepto. Y lo problemático consiste justa­ mente en si esa referencia está enlazada o no con un cierto sujeto que, por ello, es con­ tingente (cf. WdL 12: 86s.). Así: «Esta casa es o no habitable según esté dispuesta en cada caso.» Es decir, a través de su disposición (Beschaffenheit) se juzga en qué medida algo existente encama una determinación (según la lógica del ser), una necesidad (según la de la esencia), un género (según la de la doctrina de la subjetividad). En el juicio prola necesidad - Adviértase pues que Hegel está siguiendo la ordenación habitual de los juicios de modalidad, peni la está interpretando desde la teleología y la libertad. Esta es una vía fecunda que lleva al pragmatismo y a la fenomenología (espec. a Ser y tiempo, de Heidegger). La verdad de las cosas se da siempre en una situación o asunto (Sache) teñido por la presencia y acti­ vidad del sujeto. El llamado «mundo objetivo» es aquél en el que el sujeto toma conciencia de si, de su posi­ ción y su com-posición con todo lo demás. Puede pensarse (aquí, en un sentido más kantiano que hegeliano: o sea, de un modo abstracto) lo subjetivo sin lo objetivo (ejemplo palmario de ello es la existencia de la propia lógica formal), pero no al revés (esto, en el fondo, es una trivialidad: pensar es una actividad subjetiva; pode­ mos no parar mientes en ella: pero sería un sinsentido sostener que se está pensando algo absolutamente «obje­ tivo», en el sentido de «carente de toda subjetividad»). Ciertamente, ambas esferas se copertenecen. Pero lo subjetivo tiene la primacía, por ser el factor de organización y unidad (de la misma manera, en el ámbito de la esencia prevalecía la identidad -por más que asumiera dentro de sí rodas las diferencias- sobre la diferencia).

blemático se enfrentan, de un modo decisivo, esencia (destinación, finalidad) y exis­ tencia, dentro del mismo sujeto: de él se exige que contenga el fundamento, la razón de que sea como debe ser. Y la decisión de si la cosa «responde» o no (si «da razón de sí») viene enunciada en el juicio apodíctico, cuya definición es: «Todas las cosas son un géne­ ro (su determinación y fin) en una realidad efectiva singular de una disposición particu­ lar.» (Enz■ § 179). Aquí, el sujeto pensante («yo») enuncia y sostiene una conexión que está fundamentada en la Cosa misma. Y el P ( = A ) es ya igual en contenido al S (= E), con lo que se ha cumplido la definición general y primera del juicio (E es A ), que deja ya de ser abstracta, gracias a la impleción de la cópula: es en ésta donde se mues­ tra la razón de la concordancia del singular («esta casa») y del universal («esta casa»). Y sin embargo, todavía aquí siguen siendo S y P distintos entre sí: su identidad está en un tercero, que aparece por demás como algo exterior a ambos. Con esta limitación última e irrebasable de la forma judicativa (al fin, su nivel más alto sigue aludiendo al Sollen, a lo que debe ser, y al «buen juicio» del evaluador: el phrónimos aristotélico), Hegel ha puesto término a un persistente sueño de la filosofía, pro­ cedente también de Aristóteles, a saber: que el juicio sea el locus veritatis. En efecto, como acabamos de señalar, el fundamento de la concordancia de los extremos está «fuera» de la relación judicativa: ésta la presupone -com o empezamos ahora a entre­ ver-. Pero es incapaz de «ponerla». El juicio es el lugar de la escisión del Concepto. Al cabo de su desarrollo, cada extremo se ha escindido a su vez y formado un juicio de por sí. Pero la concordancia de estos dos nuevos «juicios» les resulta ajena a ambos (recae por así decir en el sujeto enjuiciador de un lado y en el llenado de la cópula por otro, toda­ vía separados entre sí de lo que «él mismo» -pues se trata de uno y lo mismo- debe ser: Sujeto-O bjeto). Es un hecho (o mejor, tal como está la vivienda hoy, una suerte o un milagro) que esta casa sea habitable por cumplir todos los requisitos de lo que debe ser una casa. Pero esa cumplimentación es obra, no sólo de la disposición de la casa (sus mate­ riales, el terreno, su ubicación, etc.: todo lo B ), sino también de un tercero (el arqui­ tecto, de acuerdo con el constructor y el afortunado comprador). Y que el finís operis y el finís operandi coincidan es algo meramente contingente. En suma, los juicios sirven para enjuiciar (y, como veremos al punto, para condenar) a toda realidad efectiva finita, es decir: a todo lo que llamamos «ente». Pero son tal para cual. Tampoco el juicio puede dar más de sí (recuérdese que las cosas mismas son un juicio: nadie —ni Dios ni el hom­ bre- las juzga «desde fuera»; son ellas las que se exponen y despliegan sus propiedades, a fin de llevar a identidad su tó dé ti (su sustancial «ser esto concreto») y su eidos (su forma sustancial). En vano, porque esa identidad se cumple «fuera» de ambos respec­ tos, a saber: en el mundo, en el que están particularmente dispuestas, conectadas o sepa­ radas así o asá: «y su finitud consiste en que lo particular de las mismas puede estar a la medida del universal o puede no estarlo.» (En?. § 179). N o es el juicio (como si dijéra­ mos: una operación del sujeto valorador) el que «fracasa». El fracaso es el de la Cosa misma (en la que estamos todos nosotros, lamentablemente, inmiscuidos). Es ella la que no da más «de sí». La Lógica se limita, implacable, a presentar la formulación abstracta de esta terrible razón de la sinrazón, de esta «justa» condena a muerte de todo cuanto hay: «la verdad de la misma (i.e.: de la Cosa, F.D.) es que ella está, en sí, rota en su deber ser y en su ser; éste es el juicio absoluto sobre toda realidad efectiva.» (WdL 12:88). La Cosa (y afortiori las pobres cosas humildes de todos los días, incluyendo a esos extraños indi­ viduos que se autoproclaman «hombres») queda así sentenciada, puesta en su lugar: aban­ donada a su suerte. Pero no queda con ello sentenciado desde luego el Juez, el Sujeto que pronuncia ese duro veredicto. El no está roto: al contrario, se restablece en sí mismo como Concepto (pero ahora plenificado, articulado) gracias a esa tremenda rotura. El,

esta móvil y redonda identidad concreta, no es la Cosa, sino «el alma de la Cosa» (ibid.): algo que no muere, sino que vive y se corrobora a sí misma a través de esa continua recomposición y descomposición de lo real: el Alma del Mundo, el Silogismo. V I.5 .3 .7 .1 .3 - El silogismo: una conclusión que es una apertura.

El silogismo es la culminación y a la vez el acabamiento de la Subjetividad. En él se cumple —a nivel todavía formal- la divisa general de la lógica hegeliana: que el Absoluto se deja ver como unidad de la identidad y de la diferencia. Y en efecto, el silogismo es por un lado identidad simple, restablecimiento del Concepto, al cual -com o Concepto cumplido- retornan las diferencias formales del juicio. Ahora bien, esta retroducción del sentido —del concepto o noción- del Concepto es a la vez proyección y avance de la entera esfera subjetiva en su verdad inmediata: la Objetividad, adelantada ya en el silo­ gismo, en cuanto que éste es posición de la realidad (Realitat) del Concepto, en virtud de la diferencia de sus determinaciones. Como cabe advertir, la esfera del Concepto se presenta de este modo como un terminas medias entre dos sentidos de la objetividad, lo que permite entender igualmente la doble función (teórica y práctica) y a la vez la unicidad de la razón: en efecto, el Concepto parece ser resultado de la dialéctica de la «objetividad» esencial (la Wirldichkeit de la Doctrina de la Esencia) y, a tavés de su desarrollo, acaba por producir la «objeti­ vidad» conceptual, expuesta en la segunda sección de la Lógica del Concepto.1610 La dificultad de este último capítulo de la Subjetividad es de la misma índole -pero acrecentada- que en el caso del Concepto y del Juicio. Siempre nos resultará extraño leer que: «Todo es un silogismo» (En*. § 181, A.; W. 8, 331).I68) Naturalmente, la extrañeza puede paliarse en parte recordando que el término alemán Schluss significa «conclu­ sión», «cierre», etc., con lo cual parece más plausible afirmar que toda cosa está con­ clusa y cerrada en sí (ahora todo depende de lo que sea ese «sí mismo»): otra manera al fin de afirmar, con los wolffianos: existentia est omnímoda determinado. Ahora bien, recuérdese que lo que a Hegel interesa en todo momento (y más aquí, en una lógica subjetiva) es acabar con el hiato entre «pensamiento» (y sus formas) y «realidad» (y sus regiones). Por ello, interesa recalcar que Schluss no deja de significar aquí «silogis­ mo», en el sentido tradicional y «técnico» de la lógica. Y el examen a que va a someter Hegel sentido, función y figuras del silogismo sigue de cerca las divisiones bien esta­ blecidas en los manuales de su época, de modo que -com o de costum bre- hemos de atender simultáneamente a la crítica de la lógica del entendimiento y al desarrollo dia­ léctico del Concepto hasta hacerse su propia Realidad, siendo ambos aspectos de un

llR La correlación con la epistemología se sigue de inmediato: la conciencia teórica parece ser el resulta­ do de una afección del «mundo externo» (por eso todo conocimiento aparece al pronto como algo pasivo, algo recibido umquam m tabula rasa), mientras que la conciencia práctica parece igualmente imponer al mundo sus propias leyes (por eso todo saber -y saber hacer- aparece como algo activo, como pura espontaneidad del Yo). Es significativo señalar que esta definición (que recoge y asume en sí las anteriores: «todas las cosas son un juicio, o un Gmcepto, etc.») es presentada en ese texto por Hegel como una definición real del Absoluto (aunque sea naturalmente fallida y unilateral: es el Absoluto, desde el punto de vista del sujeto). Que «Todo es un silogismo» implique (aunque ello no se explicite): «El Absoluto es un silogismo» es algo que, una vez más, deja ver a las claras la posición fundamental de Hegel: no hay por un Lado el Absoluto (infinito, perfecto, etc.) y por otro las cosas (finitas, perecederas, ere ). Y, sin embargo, el Absoluto no es (no es sin más, romo si se tratara de una identidad o mejor igualdad abstracta) las cosas: es la comprensión y comprehensión de la ínti­ ma autonegación de éstas -como acabamos de ver por el juicio apodíctico- lo que constituye el Absoluto. Por eso, aunque todas las cosas sean un silogismo, lo son justamente por negarse corno «cosas», o sea: como esto con­ creto, individual y separado del resto. Eso es por Jemas loque dice todo silogismo: que el singular, a través de su particularidad, es universal.

mismo Método y de una misma Cosa: aspectos del Absoluto, en trance de abandonar la perspectiva subjetivista. De acuerdo con esto, que «Todo sea un silogismo» significa a la vez: 1) que la exis­ tencia óntica (Dasein) del Concepto estriba en la diferenciación de sus momentos (jui­ cio) y que esa diferencia retorna esencialmente a sí por reflexión negativa de los extre­ mos; y 2) que lo realmente efectivo es algo singular (E) que se eleva por su particularidad (B) a universalidad (A ) y que, en ella, se torna idéntico a sí mismo (cf. En?. § 181, A.; W. 8, 332). De aquí proviene la fórmula geeral del silogismo: E -B -A (la cual, como es patente, no es sino el resultado del poner a la luz el fundamento del juicio apodíctico, encerrado en la cópula). O sea: el silogismo no es sino el juicio con la explícita posi­ ción del fundamento de sus extremos, siendo a su vez el juicio el Concepto dirimido. Así que el silogismo consiste en poner de relieve el fundamento de adecuación (o sea: la raíz de la verdad) de lo distinguido en el juicio como sujeto y predicado. Y es intere­ sante señalar que todo ello había sido ya visto por el Kant precrítico.161,4 Es evidente que las posiciones hegelianas chocan frontalmente con la consideración formalizante del silogismo como un mero instrumento de ordenación de conocimientos ya dados, o sea como algo perteneciente al ordo exponendi (hoy se habla más bien de «contexto de justificación»), pero nunca al ordo inveniendi (hoy, en americano: «context of discovery»).161,5Justamente, como ya sabemos, en la Dialéctica trascendental de ,m En Dic falsche Spitgfindigkeit der vier syllogistischen Figuren (1762) había adelantado ya Kant programá­ ticamente (como dilucidación de nociones leibnizianas, que yo añado entte paréntesis en el texto siguiente) los rasgos generales de lo desarrollado por Hegel en la lógica de la subjetividad, a saben «que un concepto pre­ ciso (cognitio distincta) es posible solamente mediante un juicio, mientras que un concepto completo (cognitio adaequata) no lo es sino mediante un silogismo racional.» (Ak. I, 58). De este modo, como en Hegel, juicio y silo­ gismo no sino formas de explicitar el Concepto. Por eso acusa con razón Kant a la lógica habitual de defec­ tuosa cuando ésta trata de los «conceptos precisos y completos» antes de examinar los juicios y los silogismos, «aun cuando aquéllos son posibles solamente por ésros.» (ibid.). Kant reduce así a una problemática exquisi­ tamente lógica aquello que, desde Descartes (ideae clame et distincuie), venía entreverado de consideraciones psi­ cológicas y hasta antropológicas. Hegel tenía ya cumplida noticia en su época de la aproximación de matemática y logística a la que estaban procediendo autores como Leihniz, Lambert o Ploucquet; y se declara frontalmente contrario a todos esos procedimientos, en general, y a la (hoy llamada) cuamificación del predicado, en particular, lo cual pone a WdL, evidentemente, en una posición difícil respecto a la triunfante lógica matemática y computacíonal de hoy día. Seguramente Hegel no tendría que decir nada en contra del tratamiento «técnico» de los lenguajes formales, pero sí mucho de la «metafísica» (para él, ingenua y propia de un entendimiento casi infantil) que estaría a la base de ese calculus. Valga como epítome de su posición la crítica que lanza a Ploucquet (para los alemanes, el verdadero fundador de la nueva lógica; fue profesor en el Stift de Tuhinga, y aunque Hegel no lo pudo tener de maestro -acaba de sufrir una parálisis que lo invalidó para la docencia- sí que estudió sus teorías a través de Repetemen y profesores auxiliares -¡Bardill entre ellos!- (ver R. Pozzo, Hegel: • Introducto in logicnm». La Nuova Italia. Florencia 1989, pp. 66—77), y trabajó muy a fondo en la compilación: Sammlung der Schriften, welche den logischen Calad Herm Prof. Pbucquets betreffen, mit neuen Zusalzen (Tubinga 1773). En WdL saca agu­ damente Hegel las consecuencias de esta «sumisión» de la lógica al cálculo, concretada ante todo en la «reificación» como identificación abstracta (o más bien equiparación en extensión) del sujeto y del predicado. La primera consecuencia no deja de ser buena ocasión para desenmascarar la presunta asepsia de esta novísi­ ma lógica matemática. Plnucquec había argumentado así: •Omnis Christianus est homo, Judaeus non est Christianus. Calculus exhibet hanc formam: Xh ]>X adeoque ]>h, seu h>J, hoc est Nullus Judaeus est quídam homo, seu quídam homo non est Judaeus.» (Sammlung, p. 65). Según las reglas de la silogística tradicional, de esas premisas no se seguiría nada, porque el P está tomado en la premisa mayor particularmente («homo» es una de las notas que inhicren en «Christianus») y en cambio aparece con valor universal en la conclusión (en cuanto P de una proposición negativa); p.e., ad absurdum: «Todos los hombres

la primera Crítica había dirigido Kant todos sus esfuerzos a probar que «por una irre­ mediable apariencia», la metafísica cae en la falacia de otorgar «realidad objetiva» a silogismos raciocinantes (es decir, aquéllos cuyas premisas no son empíricas), engendrando así por una subreptio transscendentahs (tomar por objetivo lo que es sólo subjetivo) esos famosos «monstruos» de Dios, el Alma y el Mundo. Por ello distinguía Kant (aunque luego, a la verdad, no dejaba muy en claro la razón de la homonimia) entre «razón» desde una perspectiva lógica (o sea, como facultad silogística, de inferencias mediatas; KrV A 330/B 386), «razón» en sentido trascendental («facultad de la unidad de las reglas del entendimiento bajo principios»: A 302/B 359), y finalmente «razón» (que será desenmascarada como sinrazón) en sentido metafísico, o sea: en su uso trascendente (A 781/B 809). Por lo demás, es innecesario insistir en que Hegel no está en absoluto inte­ resado en hacer revivir a esos monstruos por no se sabe qué conjuros mágicos. A l con­ trario, él será el primero en probar que, cuando se trata de conocimientos finitos, el silo­ gismo a ellos adecuado (el silogismo del estar-ahí o del Daseyn) no conduce sino a una tautología, en la que la quatemio terminorum es evitada sólo a costa de que esta forma exterior del silogismo se autoanule. Lo que a Hegel interesa aquí (como en la entera Lógica) es probar que, desde una consideración absoluta, forma y contenido lógico (no empírico, ni «científico» ni trascendente) van siendo asumidos dialécticamente en sus esfuerzos por definir el Absoluto. En una palabra: mediante el silogismo la razón no conoce nada... pero se sabe a sí misma, entra en posesión de su estructura esencial y, así, sale de la cerrazón de la consideración subjetivista para presentarse como el sentido de veras de la realidad y del mundo. Terminológicamente bien puede decirse que Hegel representa, en su examen del silogismo, un retorno a las fuentes aristotélicas.16,6 Pero, en frase certera de Errol E.

son mamíferos; los monos no son hombres; luego los monos no son mamíferos», lo cual va contra la norma: «Los términos en la Conclusión no deben tener más extensión que en las Premisas.» (J. Maritain, El orden de los conceptos. Club de Lectores. Buenos Aires 1965, p. 242). Aquí, en camhio, el P ha sido cuantificado con independencia de la forma proposicional. Sólo que el resultado es o bien absolutamente vacuo: «Ningún judío es algún hombre» (es decir: no pertenece a la clase particular de «hombres» formada por los cristianos) o bien perverso (sea que se tome en cuenta o no la comprehensión del concepto «homhre»). De las secuelas de esta «particularización» del P «homo» no hay sino un paso para inferir que, puesto que hay dos modos distintos de ser «hombre»: como cristiano y como judío, el cristiano (muíaos muinnáis, el alemán de supuesta raza aria o el norteamericano del New World Order) no podrá sino identificarse con su «ser homhre» y negar ese su propio «ser» al judío (o al vietnamita, al hispano, etc.), como desenmascara ya el propio Hegel: de «ningún judío es cristiano se sigue entonces la conclusión -la cual no ha hecho recomendable para Mendclssohn este cálculo silogístico-: Luego ningún judío es hombre (a saber, no es aquel [tipo de) hombre que los cristianos son).» (WdL 12: 110). La segunda consecuencia es tanto más criticada por Hegel (cuya Lógica -n o lo olvidemosinvolucra al sujeto pensante y agente, en su totalidad) cuanto alabada es en nuestra época, a saber: que para hacer lógica no es ya necesario pensar, porque todo sucede de un modo mecánico, de modo que «posse etiarn rudes mechanice totam logicam doceri, uti pueri arithmeticam docentur». A lo que replica Hegel: «Esta reco­ mendación, a saber que gente inculta pueda adueñarse mecánicamente por el cálculo de la entera lógica, es ciertamente la peor que decirse pueda de una invención relativa a la exposición de la ciencia lógica.» (ibid.) Y eso que Hegel no conocía INTERNET ni leído lo que allí se ofrece. '* La «traducción» que ofrece Hegel de la definición aristotélica del silogismo (vertiendo Aoyoc como Grund, «fundamento») delata claramente el camino «esencial» que se está aquí recorriendo: de la «identi­ dad» del concepto a la «diferencia» del «juicio» y, por fin, al «fundamento» silogístico, en el cual efectiva­ mente «se va al fondo» la subjetividad y emerge como su Erschcinung o manifestación la Objetividad. Esta es la (aquí de nuevo traducida) versión de esa famosa definición: «El silogismo es un fundamento (higos) del cual, una vez establecido algo, se desprende necesariamente otra cosa que no es la establecida.» (Lees, fuslor, filos. Trad. W. Roces. FCE. México 1977; II, 324; cf. Aristóteles Anafyttcapriora 1, 1; 24b 18-20; Tópica 1,1; 100a25-27). No olvidemos por lo demás que en el original griego los «términos» del silogismo son opoi, «límites». Más exactamente: el término medio es el límite común de los extremos (recuérdese la función fundamental del límite en la lógica del ser). Por otra parte, la estructura formal del silogismo es la siguiente: «Siempre que tres

Harris, lo que Hegel está haciendo aquí es verter vino nuevo en odres viejos.1667 Lo que a él realmente le mueve es refutar internamente a Kant, vivir de la propia fuerza de los argumentos de éste -astutamente dirigida en su contra- y, sin volver en absoluto a la vieja metafísica trascendente, cumplir con toda coherencia y rigor el paso de la lógica a la metafísica que estaba ínsito tanto en la definición kantiana del Ideal de la razón: un ser efectivo que (per impossibile) es a la vez singular y universal, como en la fórmula del argumento ontológico: la transición del Concepto al Ser, mutatis mutandis: de la Subjetividad a la Objetividad. En esa transición se cumple y logra la razón. Es más: el silogismo no es sino la razón que se es objeto para sí misma, siendo el término medio la propia objetividad en la que la subjetividad se reconoce así misma (algo así como el Objeto trascendental kantiano). Es en el silogismo donde se resuelve el problema de la doble posición del «Yo» en cuanto «representación» subyacente a toda proposición: la posición, en efecto, del «Yo» como pensante («este Yo, o El, o Ello -la cosa- que pien­ sa») y como pensado («un sujeto trascendental de los pensamientos... = x»; cf. KrV A 346/B 404). Es el mismo problema, como ya sabemos, que había intentado solventar Fichte colocando al inicio de la filosofía la famosa intuición intelectual161", pero que tro­ pezaba con el carácter inmediato de esa intuición y, por ende, con la ulterior necesidad de «importar» un Anscoss o choque que explicase el carácter determinado del «yo». Ahora, en cambio, la autorrespectividad (¡y no una mera autoposición, como en Fichte!), o sea la referencia negativa a sí mismo del Yo pensante con respecto al Yo pen­ sado es una unidad mediata (mediada, justamente, por el medio o Mi'tte), lo cual per­ mite a Hegel escapar a la vez del Scilla formalista (un idealismo trascendental que deja intacta una supuesta realidad sicuti est) y el C aribdis trascendente (una metafísica en la que el ser es previo al pensar). La entera Doctrina del silogismo descansa en la idea de que en éste, en cuanto «cir­ culación de ta mediación de sus momentos» (En?. § 181, A.; W. 8,332), los extremos E y A han de ocupar también la posición media, ocupada al inicio por la particularidad B, de modo que el M ittelbegriff o concepto medio (el fundamento o lógos del silogismo) alcance universalidad concreta.16*' términos (opoi) se hallen dispuestos recíprocamente de modo que el último (el S de la minor, F.D.) esté con­ tenido en el medio como siendo éste un todo, y el medio lo esté o no lo esté en el primero (el P de la minor, F.D.), es necesario que se forme un silogismo perfecto con los extremos. Llamo medio al término que, estando él mismo incluido en otro, incluye por su parte a otro, haciéndose entonces medio por su propia posición.» An. pr I 4; 25h32—36). Ahora bien, Hegel no admitirá la posibilidad de que el Mine no esté como un todo en el tér­ mino mayor, ni exige que el silogismo sea perfecto, ni tampoco que exista necesidad en todos los silogismos (contra lo mantenido por Kant: «Un silogismo racional es el conocimiento de la necesidad de una proposi­ ción por la suhsunción de su condición bajo una regla general dada»; Logik $ 56; Ak. IX, 20; el propio Hegel se atenía todavía a esta norma en el curso de 1804/05, 7 :93s). De lo contrario, habría que desechar los silogismos de inducción y de analogía.

op.cu., p. 275. Cf. Zweite Einl. m die WL. $ 5.; S.W. 1,463ss: «Llamo intuición intelectual a este intuir de sí mismo que se le pide al filósofo cuando realiza el acto por el cual surge para él el Yo. Ella es la conciencia inmediata de que yo actúo y de lo que yo estoy haciendo; es aquello por cuyo medio sé algo porque lo hago.» Cf. Doirina de la Ciencia nova mohada § I (Postulado): «el concepto de YO se lleva a cabo sólo a través de la actividad que regresa a sí... En tanto que se observa esta actividad que regresa, se es inmediatamente coscienre de ella, o se pone como ponente. Esta, en tanto que única conciencia inmediata, es el presupuesto de la explicación de toda conciencia posible, y se le llama intuición originaria del YO.» (Ed. de J.L. Villacañas y M. Ramos. Natán Valencia 1987, p. 17). El procedimiento general es el siguiente: la última determinación conceptual (cemunus motor) se pone en la siguiente figura en lugar del teiminus minor. Así: Ia Fig.: E -B -A (siendo A el maior); 2‘ Fig.: A -E -B (con A como minor y B como motor); y 3a Fig.: B -A -E (donde el tcnnmus maior anterior ha pasado a minor y el minor inicial - E - está ahora en posición de términos maior, habiendo ocupado en la 2a y 3a fig- los extre-

Las divisiones de esta última esfera de la Subjetividad siguen de cerca la escansión que ya apareciera en el juicio, y aglutinan y asumen -com o en ese ám bito- las determina­ ciones del ser: 1. silogismo del estar-ah í, y de la esencia (en su doble respecto de reflexión en sí -vuelta al sujeto- y reflexión en otro -transición al O bjeto-): 2. silogismo de refle­ xión y 3. silogismo de necesidad. Parece que faltase un cuarto modo (algo así como el «silo­ gismo del Concepto»), por analogía con la división del juicio. De hecho, existe tal «cuar­ to modo»: es la cuarta figura del silogismo del estar-ahí (A -A -A ).IW0 Vale decir: cuando el silogismo pretende reflexionar sobre sí mismo en una cerrazón subjetivista y «egoísta», el resultado es la destrucción del silogismo y la conversión de éste en una tautología. Ahora bien, esta salida «en falso», abortada nada más empezar, viene subsanada al cabo por una verdadera salida o «eclosión» del silogismo (recuérdese que el término signifi-

mos E y A la posición intermedia, según lo requerido). Atiéndase además a que, para esquematizar las figuras del silogismo, Hegel está utilizando determinaciones conceptuales («términos»), y no juicios. De todos modos, como acabamos de ver, la «traducción» es fácil: el primer término corresponde al S de la conclusión (terminus minor¡ el S de la premisa menor); el segundo al término medio (en B a r b a r a , la forma del silogismo por antonomasia, S en la premisa mayor y P en la menor, mientras que está ausente obviamente de la conclusión); y el tercero es el tennmus maior: el P de la premisa mayor. O sea: lo que hace Hegel es condensar el silogismo en la conclusión (de hecho, para «silogismo» y «conclusión» se emplea el término Schluss; cuando es necesa­ rio diferenciarlos se usa Schlussalz para «conclusión»). Con estos prenotandos, cabe señalar ahora la tabla general de variaciones silogísticas expuesta por Hegel: Esquema general del silogismo: E -B -A 1. Silogismo del estar-ahí (de cualidad o de inherencia) Esquema general: E -B -A Ia Fig.: E -B -A . 2a Fig.: A -E -B (según Enz.; en WdL: B -E -A ) 3a Fig.: B -A -E (según Enz.; en WdL: E -A -B ). 4a Fig.: A -A -A (es el llamado «silogismo matemático» o de igualdad: una tautología, en la que se resuelve el silogismo formal o abstracto). 2. Silogismo de reflexión (o de cantidad) Esquema general: B -E -A (formalmente, 2.’ fig. de 1. en WdL) Silogismo de la omnitud o suma total (Allheit): E -B -A Silogismo de inducción: A - (e, e, e) - B Silogismo de analogía: E -A -B 3. Silogismo de necesidad (o de relación) Esquema general: E -A -B (formalmente, 3." fig. de 1. en WdL) Silogismo categórico: E -B -A Silogismo hipotético: A -E -B Silogismo disyuntivo: E -A -B (su fórmula recoge tanto la 3a fig. de 1. -según WdL- como el tercer tipo de 2.; aquí, el universal queda al fondo -como Mitte-, posibilitando que lo singular se exponga y desplie­ gue en sus particularidades: apertura infinita a la esfera de la Objetividad). No debe confundirse esta fórmula con la de Barbara (la tradicional Ia fig., perfecta, aristotélica), en donde la vocal «a» significa «proposición universal afirmativa». A Hegel no le interesa la eventual y {ácuea coincidencia de la extensión de las premisas (cuantificación del sujeto) y de su comprehensión (afirmación o negación de la referencia judicativa en las premisas), sino la función general de los términos según su posi­ ción en el silogismo. Así, Barbara (que Hegel acepta armo esquema general -fonnal-) se resuelve en realidad en E -B -A . Según el ejemplo famoso: «Todos los hombres (tennmus medius) son mortales (P = A: terminuj maior). / Cayo (S = E: terminus minor) es hombre (rerminus medius). / Luego Cayo (S = E) es (por pertenecer a la clase particular de «ser hombre»: medius = B) mortal (P = A). Si atribuimos a la cópula de la conclusión (en la que late -como fundamento- el lemunus medius) el valor B es porque, en la premisa mayor, el término medio -que hace en ella de S - es según su comprehensión (no según la extensión, que es evidentemente uni­ versal) particular (el concepto «hombre» queda subsumido bajo el concepto general de «mortalidad» como un caso particular o especie de ese género), mientras que en la premisa menor el término medio ha sido toma­ do en extensión igualmente particular («hombre» es la «nota» que distingue y particulariza aquí al sustrato «Cayo», al inherir en él como P; tal es la característica distintiva de la proposición universal afirmativa).

ca también: «cierre» o «conclusión») que bien podría ser tomada como su «cuarto» modo, a saber: la integra esfera de la Objetividad, en cuanto realización y asunción (Aufhebung) del Concepto.IW1 Es obvio: la reflexión del sujeto sobre sí mismo lo lleva a reconocer la necesidad de su posición doble (como pensante -conceptas subjectivus- y como pensado -conceptas objectivus- ); y esta autorrespectividad negativa «abre» el silo­ gismo y transforma su circularidad en el plano infinito (al pronto, como árida llanura del infinito malo del mecanicismo) de la Objetividad. Queda así compensada -por inver­ sión perfecta- la transición de la realidad efectiva (Wirklichkeit) al Concepto, a través de la necesidad. Ahora es la concatenación de la necesidad la que hace abrirse al Concepto en su realidad (Realitat).'**2 VI.5.3 7.1.3.1 - El silogismo de la existencia óntica. El silogismo del estar-ahí (o de la existencia, en el nivel del ser) es el silogismo tra­ dicional, formalista y formulario: su típico esquema A —B —E viene ordenado de este modo: maior M p mínor S M conclusio s P (siendo M = terminus medius) El sentido de este razonamiento es el siguiente: un individuo E (en cuanto tal: sim­ ple referencia a sí) emerge por una particularidad B a la existencia A, entrando así en una relación externa con otros individuos. Sin embargo, este silogismo inmediato, propio del entendimiento, deja mucho que desear. El individuo es tomado de modo empírico y escogida arbitrariamente la cualidad particular mediadora (cualquier otra, de las muchas inherentes al S de la conclusión, podría haber servido), por lo que el enlace con el P es absolutamente contingente. Lo único que puede ofrecer este silogismo es corrección en la derivación lógica. Nada más.169’ El razonamiento es subjetivo y válido exclusivamen­ te para las cosas finitas, consideradas de forma abstracta, o sea aislando las determina­ ciones conceptuales que las configuran. Por lo demás, que la 2* y la 3a figura tradicionales puedan reducirse a la Ia (el téleios syllogismós aristotélico) significa que se trata de meras La Ohjetividad configura igualmente un Silogismo: pero éste será un silogismo literalmente «hecho -por ser real- y derecho -por ser el Concepto realizado-»: realizado como Mundo. Es la contestación hegeliana a la Antinomia kantiana de la razón, resuelta ahora dialécticamente y ligada a la Analítica de los principios. La distinción de los términos (y Hegel es especialmente cuidadoso en el persistente mantenimiento de esta distinción) indica ya a las claras que el Concepto no retorna sin más a la realidad efectiva de la que «surgiera» hasta identificarse absolutamente con ella: al contrario, en esa reflexión, él es el fundamento de aquélla. (Si se diera tal identificación, como algunos desatentos creen leer en Hegel, no hahría literalmente ya nada que hacer ni que pensar: sería un derre total e irremisible de todo ser y de todo obrar; todos nosotnis estaríamos de más: yo no hahría podido escribir esto, y nadie podría en todo caso haberlo leído). La realidad efec­ tiva (y yo mismo, sin ir más lejos, soy tal «cosa») no es totalmente «redimible» por el Concepto (como no lo es el fenómeno respecto a la ley que él observa, en la medida de lo posible). Cuando la realidad efectiva se hunde en este su fondo, ella misma se torna justamente en un inagotable «fondo de provisión» —y tainhién de desechos inasimilables-; la Ohjetividad no es pues la recuperación de la entera realidad efectiva, ahora mági­ camente «transfigurada», sino la reconstrucción raciono! de ésta en las líneas generales de su pensabilidad obje­ tiva (como en Kant, Hegel se pregunta, respecto a la validez ohjetiva de lo pensado: quid lunsí; no quid fací i'). En virtud de la particularidad del término medio pueden surgir incluso conclusiones contrarias entre sí, pero igualmente correctas: 1) El automóvil -por acercar puehlos y ciudades entre sí- es una invención filan­ trópica. 2) El automóvil -por causar numerosas víctimas en carretera, acrecentar la competitividad y el aisla­ miento, etc.- es un enemigo púhlico. (Cf. En? § 184, A.; W 8, 336). Cuanto más concreto (en el sentido vulgar, sensible) sea algo, tantas más particularidades posee, que podrían servir como término medio; y para saber qué particularidades son más esenciales que otras hahría que proceder a razonamientos distintos para cada caso, y así al infinito (cf. En?. 5 185; W 8, 337).

:< i

degeneraciones de esa fórmula general, en lugar de constituir el desarrollo dialéctico de ella. En cambio, atendiendo a la posición de las determinaciones conceptuales en su referencia recíproca -com o hace H egel-sí es posible constatar ese desarrollo. En efec­ to, la 2.a figura: A -E -B es la verdad de la 1.a, pues la posición de la singularidad como medio muestra el carácter contingente de la prueba anterior (cf- Enz. § 186, A .; V7. 8, 338). Y la 3.“: B - A - E 16'11, formula la verdad de la 2.a, a saber: que la particularidad es una especificación del universal (como se ve por la conclusión de la 2.a fig.: A [a tra­ vés de E] —> B ): universal que ahora -por reflexión—figura como término medio de la 3.a figura. La prueba del silogismo cualitativo (la demostración, diríamos, de la necesidad de la contingencia) no procede deductivamente, si por tal se entiende una progresión de la condición a lo condicionado, sino de un modo circular. Así: ] Figura: E -B -A Prueba de la minar (donde S = E) por la 2.a fig. (donde M = E). Prueba de la maior (P = A ) por la 3.a fig. (M = A). 2 1 Figura: A -E -B Prueba de la minor (S = A ) por la 3.a fig. (M = A ). Prueba de la maior (P = B) por la 1.a fig. (M = B). 3 J Figura: B - A - E Prueba de la minor (S = B) por la 1.a fig. (M = B). Prueba de la maior (P = E) por la 2.a fig. (M = E). Queda así demostrada la dependencia recíproca de los momentos y cerrado el cír­ culo (a la vez que se disipa el peligro de progreso al infinito). Com o dice Hegel: «coda momento, en cuanto determinación conceptual, llega a ser él mismo el Todo y el funda­ mento mediador.» (Enz. § 187, A.¡ W. 8 , 338s). Ahora bien, desde el momento en que las determinaciones conceptuales (A , B, E) se han mostrado enteramente intercambiables, han desaparecido también las diferencias cualitativas entre ellas (propias del silogismo del estar-ahí). Surge así una igualdad abs­ tracta, mecánica. Es el llamado «silogismo matemático»; «Si dos cosas o determinaciones son iguales a una tercera son entonces iguales entre sí.» (WdL 12: 104; Enz- § 188). Tomado como axioma (es decir, como proposición indemostrable, pero evidente de suyo) por la matemática, la laboriosa prueba anterior del silogismo cualitativo muestra en cambio a las claras la inexistencia de tal axiomaticidad (al igual que en la lógica del ser, también aquí surge la cantidad por la igualación exhaustiva de diferencias cualitativas).1MSEn realidad,

' L a s f ó r m u l a s d e la 2 * y 3 a f ig u r a s h a n s i d o t o m a d a s d e la v e r s i ó n d e

Enz-, n o

de

WdL.

A unque, com o

s e v e r á in m e d i a t a m e n t e , e n e l s ilo g is m o c u a l it a t i v o la s p o s ic i o n e s d e lo s m o m e n t o s c o n c e p t u a le s s o n i n t e r ­ c a m b i a b l e s ( d e m o d o q u e la d e r i v a c i ó n p o d r í a h a b e r s e h e c h o p e r f e c t a m e n t e d e s d e la s f ó r m u la s d e c e d e s d e l u e g o m á s c o h e r e n t e , e i n t u i t i v a m e n t e m á s s e n c i l l a , la f o r m u l a c i ó n d e E n

im E l

« a x i o m a » e s la p r im e r a d e la s

Koivai euvotat ( o Elementos. L i b r o s

V i d . la v e r s - a n o t a d a d e M a L u i s a P u e r t a s :

WdL), p a r e ­

z-

n o c io n e s c o in m u n e s ) d e lo s

Elementos d e

E u c lid e s .

1—1V . G r e d o s . M a d r i d 1 9 9 1 , p . 1 9 9 : « 1 . L a s c o s a s

ig u a le s a u n a m is m a c o s a s o n t a m b ié n ig u a le s e n tr e s í.» ( D e b o la in d ic a c ió n a l P ro f. J o r g e P é re z d e T u d e la ) . P o r lo d e m á s s e ñ a la (¿ ir ó n ic a m e n t e ? ) E rro l E . H a r r is

(op.cit.,

p. 2 8 0 ) q u e , a l m e n o s a q u í, p u e d e d e c ir s e q u e

H e g e l e s t á d e a c u e r d o c o n F r e g e y R u s s e ll, d a d o q u e d e d u c e la m a t e m á t ic a d e la ló g ic a . S i n e m b a r g o , y p o r o t r a s v ía s , e s e p r im e r ís im o a x i o m a d e la s m a t e m á t ic a s h a b ía s id o y a c o n s id e r a d o e n ló g ic a c l á s ic a - e n c u a n t o P r in c ip io s u p r e m o d e l s i lo g is m o - c o m o u n a d e r iv a c ió n e n su fo r m a p o s itiv a d e l p r in c ip io d e id e n tid a d , y d e l

este supuesto silogismo constituye la destrucción interna de toda concatenación cuali­ tativa, ya que las diferencias de los miembros han desaparecido por entero. Aquí no hay analogía ni reflexión, aunque sí utilidad practica: las cosas se dejan «manipular» al anto­ jo de la técnica y la ciencia. Lo que resta es la árida abstracción: A—A —A. Ello no significa empero la disolución del silogismo, en general. Com o siempre, eso acaecería si se atendiera únicamente al resultado (¡un resultado que los clásicos situa­ ban como inicio!) y no al proedimiento seguido, a saber: a) que en cada determinidad -al pronto, abstracta- está puesta su contraria y, por tanto, se ha convertido en una deter­ minación concreta; b ) que la mediación no está fundada en algo externo e inmediato, sino que resulta a su vez exhaustivamente mediada; y c) que el término medio deja así de ser una particularidad abstracta para «ponerse» como unidad refleja de las determi­ naciones E y A, de las cuales es unidad. Ahora es, pues, esa reflexión la que sale a la luz como segundo modo del silogismo. V l.5 .3 .7.1.3.2.- Silogismo de reflexión.

Su esquema general es: B -E -A . En efecto, el resultado positivo del silogismo cuali­ tativo consistió en la prueba de que el término medio era E determinado como A por B. A sí pues, B pasa a ser ahora el sujeto presupuesto, siendo puesto A mediante indivi­ duos concretos ei, e2, e„.1696 Bien se ve que el desarrollo consistirá en probar que esos individuos constituyen en suma el singular lógico E. El primer silogismo (de la suma total o Allheit: E -B -A ) intenta corregir el carácter externo de la conjunción E -A (tal como aparecía en la proposición conclusiva de la 1 figura del silogismo cualitativo), ejemplificando todos los casos B en que se da la cone­ xión. P.e.: la particularidad de ser profesor de la Universidad Autónoma de Madrid tiene como rasgo general el ser español. Fulano, Mengano, Zutano, etc. cumplen ambos requi­ sitos. Luego cada profesor (E) de la Autónoma (B ) es español (A ). Ahora bien, si la enumeración es completa, entonces la conclusión está ya incluida en la mayor, con lo que se da una petitio principa (es la conclusión la que fundamenta al silogismo, en vez de resultar de él). Y si no lo es, no hay tal silogismo: siempre puede aparecer un profesor extranjero. En ambos casos, es obvio que la «suma total» (Allheit) no es una verdadera universalidad (Allgemeinheit), sino que es producto del albur. Esa deficiencia queda corregida en el silogismo inverso: el de inducción (que repite reflexivamente la segunda figura: B -E -A ). Aquí se busca la concordancia objetiva de todos los individuos percibidos (ei, ej, e„, que funcionan como término medio) con la universalidad: Fulano, español, trabaja en la U A M ; Mengano, español, trabaja en la U A M ; Zutano (y tutti quanti), etc. Luego trabajar en la UAM implica en general el ser español. El defecto de este silogismo es patente: el individuo (medio) es tomado una vez como algo presente, aislado y concreto y otra como ejemplo de una clase universal (la «españolidad»). En suma, se pasa inconsideradamente de la pluralidad: e¡, ez, e„ al

de tercio excluso en su forma negativa. Vid. ]. Maritain, opcit., p. 235: «Toda la virtud del Silogismo y del arte de deducir depende de este principio supremo, evidente por sí mismo: Dos cosas idénticas a una misma tercera son idénticas entre s(; y dos cosas, de las cuales una es idéntica y la otra no idéntica a una misma tercera son diversas entre sí.» En\u versión latina: Quae sunt eadcm uní temo, sunr queque eadem ínter se. No pueden tomarse como la singularidad (E) sino como cosas «sueltas», según el resultado negativo del silogismo cualitativo, a través de la llamada «cuarta figura».

singuiare tantum E: es un puro fundamento externo el que los liga. En el fondo, se inten­ ta pasar subrepticiamente de la igualdad hallada por experiencia entre los individuos y su españolidad A a una pertenencia esencial de aquéllos a ésta.1697 Tal presunción tiene sin embargo su fundamento: la conjunción de que Fulano sea español y trabaje en la Autónoma es contingente; pero no lo es cada una de estas deter­ minaciones por separado. Por ello resulta posible colegir que si Zutano tiene similares características a Fulano (es profesor, español, vive en Madrid, etc.) también trabajará en la UAM . Bien se ve lo falaz de esta analogía'm, basada en un silgismo E -A -B (como en la 3® figura), siendo A al mismo tiempo una Allheit o suma total de singulares (los diversos profesores de los que tengo experiencia) y una universalidad abstracta (el rasgo común de españolidad).1699 C on todo, aquí la tan deseable como imposible transición entre igualdad e identidad está puesta en la universalidad, con lo que la singularidad e inmediatez ha quedado asumida en el desarrollo de esta forma silogística. La reflexión, hasta ahora subjetiva, deja de ser así una reflexión exterior, como muestra la transfor­ mación del fundamento en cada silogismo de reflexión: primero B (una falsa universa­ lidad, mera suma de rasgos particulares: Allheit), luego E desmenuzado en individuos percibidos, y por fin A en cuanto completud de la Allheit y de la universalidad abstracta. Esa completud presupuesta como fundamento no es ya ni un conjunto de individuos ni una noción abstracta, sino lo «universal ensimismadamente existente» (WdL 12:' 118): el género1700, que en el modo del silogismo de la necesidad habrá de ser puesto como tal (como si dijéramos: el silogismo engendrará el género y lo ex-pondrá objetivamente). Vl.5.3.7.1.3.3.—Silogismo de la necesidad. Estos silogismos de relación fueron notoriamente los examinados por Kant en su Dialéctica trascendental, a fin de desmontar la ilusión del descubrimiento por vía racio-*§ Lo cual es obviamente falso. El requisito de la españolidad para ser profesor (numerario) de una uni­ versidad española no sólo es contingente, sino que dejará enseguida de tener validez. '** El ejemplo propuesto por Hegel («La tierra tiene habitantes / La luna es una tierra / Luego la luna tiene habitantes») no es menos falaz; y lo era ya en su tiempo (sin que hiciera falta ir a la luna para comprobarlo), porque la semejanza de ambos como cuerpos celestes (rasgo común: A) no puede ser equiparado sin más al cúmulo de características que hacen de la tierra esta Tierra. Curiosamente, una traducción cuidadosa del ori­ ginal (en alemán todos los sustantivos van con mayúsculas) habría evitado ab ovo la apariencia silogística: «La Tierra (este astro singular) tiene habitantes / La Luna es una tierra (o sea: un astro parecido a la Tierra) / Luego... no se sigue nada. O bien la Tierra agota todos los casos posibles de «tierra» (y entonces, de la exten­ sión singular no se sigue nada), o bien hay quatemio rcnmnorum (la Tierra no es sin más una tierra, en general; tiene características que la convierten en única e incomparable). Con todo, Hegel reconoce el gran papel que la analogía -si controlada cuidadosamente- juega en las ciencias experimentales: «Es el instinto de la razón el que hace barruntar que esta o aquella determinación, empíricamente hallada, se funda en la naturaleza interna o en el género al que corresponde un objeto.» (En?. § 190, Z.; W. 8, 343). Al punto reconoce también, empero, que la NaturphUosophie de su época ha caído mere­ cidamente en descrédito por abusar de lo que por mi parte cabría llamar «el demonio de la analogía». Con respecto al proceder primero, he aquí un texto bien significativo de Lavoisier, en su Mcmocre de 1783 (Oeuvres. París 1862; II, 337): «Anteriormente había reconocido que en roda combustión se formaba un ácido, que este ácido era el vitriólico si se quemaba azufre, el fosfórico si se quemaba fósforo; el aire fijo, si se quemaba carhono... la ana­ logía me llevó irresistiblemente a concluir que la combustión del aire inflamable debía producir igualmente un ácido.» (Subr. mío). ,m Orig.: Gattung. Esta universalidad concreta aúna pues dentro de sí el carácter lógico de generalidad con el despliegue de sus diferencias en cuanto Dasein. Por eso, siempre que hablemos a partir de ahora de «género» habrá que tener en cuenta este matiz «existencial», patente por demás en expresiones como el «géne­ ro humano», la diferencia entre el «género masculino y el femenino» (hoy abundan las obras feministas sobre Gcnder Lutcrature), y sus derivados como «generación», «engendrar», etc. G m el «género» sale a la luz pues la realidad de lo Lógico.

716

nal de objetos trascendentes (las Ideas). Baste este apunte para darse cuenta del para­ lelismo —y claro desafío—del proceder hegeliano. El esquema general es: E—A—B (o sea, según lo indicado: el universal, puesto esencialmente; si queremos, se trata ya de la obje­ tividad, vista desde la subjetividad; este término medio ya no es una «totalidad», como antes, sino una verdadera relación o sese habere, un «habérselas consigo» el Concepto, desarrollado en el despliegue de sus diferencias). El primero de esta clase es el silogismo categórico, en donde el término medio es una sustancia, un sustrato común al S y al P de la conclusión (y que aparecen pues como accidentes de ella), de manera que un singular E está determinado esencialmente por su género A por estar puesto efectivamente de tal o cual manera B .1701 De este modo se repite el esquema de la Ia figura (E—B—A ); pero ahora el término medio es la naturale­ za misma del singular, no una cualidad o determinidad cualquiera, así como tampoco es la universalidad del P algo abstracto, sino «lo específico de la diferencia del género» (WdL 12: 120). Por lo primero, el término medio presenta una identidad de contenido de los extremos; pero falta aún la identificación en cuanto a la forma, ya que S y P siguen teniendo aquí la forma de entidades subsistentes y recíprocamente indiferentes, sólo conectadas interna, sustancialmente. Por lo segundo, la diferencia específica se encama como atributo de un sujeto que es E: un individuo (frente a las limitaciones de la lógi­ ca aristotélica, detenida en la species ínfima). El segundo silogismo, el hipotético, tiene como término medio el singular, entendi­ do como un ser inmediato y efectivo, de modo que la necesidad esencial de la cone­ xión se da sólo en la premisa mayor, en la prótasis («S i llueve, la calle se m oja»). En la menor se «pone» en la existencia el término medio («A hora bien, llueve»). En la conclusión («L a calle está m ojada») resulta pues la íntima unificación de esencia y existencia, ¡en virtud de la adición de un ser inmediato, de un «hecho»! La lluvia posible de la prótasis y la consiguiente humedad se relacionan como E y A (m edian­ te un juicio hipotético). La lluvia efectiva de la apódosis pone por su parte la totalidad de las condiciones (recuérdese: cuando todas las condiciones están presentes, la Cosa entra en la existencia; cf. WdL 11: 321). Y la conclusión inferida por implicación denota a la vez una realidad efectiva (por el lado de la esencia) y un ser, pero ahora puesto: elevado a universalidad A. Si es puesta en fin esta universalidad como siendo por un lado la totalidad de parti­ cularidades y por otro singularidad excluyente, alcanzamos el más alto de los silogismos y, a la vez, la «implosión» de éste: el silogismo disyuntivo. En el hipotético había todavía un resto de contingencia («llueve»), que posibilitaba paradójicamente la universalización de la efectividad de la consecuencia. Ahora, en el silogismo disyuntivo (esquema: E -A -B ) se borra toda traza de contingencia, porque el término medio, sin dejar de ser A (el género), es también B (la totalidad de sus especies) y E (alternativamente, uno de los individuos), de modo que el Concepto queda íntegramente restablecido, pero como una articulación completa, o sea: como una estructura de negaciones determinadas, en la que las posibilidades alternativas se van excluyendo recíprocamente, a la vez que cada una de ellas está determinada por todas las demás. Los ejemplos famosos ((oliendo ponens y ponendo tollens, respectivamente) son:

1,01 P.e.: «El ser humano (en cuanto eiSoc o Sevrepa Olm a ) es (= se distingue y especifica por ser) capax monis. I Pero yo (en cuanto roSe ti o irptanj ovoia) soy un ser humano (ésa es mi esencia: ro n tjv civai). I Luego yo (como cwvoXoi') soy capax monis.» Aquí, «ser humano» es la sustancia (el UJTOKeifievoi') que, a través del silogismo, se ha elevado al Gmcepto.

717

«A

es o B o C

P ero A Luego A

o D

es B n o es ni C

ni D.

A e s o B o C o D P ero A

no es C

ni D

L u e g o e s B .» (W d L

1 2 : 1 2 4 ).

Aquí, A no es ya simplemente el sustrato (la sustancia solamente intema) ni la condicionalidad (una hipótesis «puesta» en la existencia desde fuera, por un suceso), sino el entero principio de organización y autoespecificación. Aquí, el todo (el silogismo) se expre­ sa a través de las partes (los términos), y éstas constituyen a su vez el todo. El contenido uni­ versal está ahora íntegra e intrínsecamente especificado, de modo que el contenido inter­ no -la «naturaleza» de la cosa- no es indiferente a una forma impuesta (como ocurría aún en el silogismo hipotético), sino que se presenta y aparece sólo en la diferencialidad formal. Sólo que, entonces, ya no existe diferencia entre el término medio y los extremos.1702 A sí como el desarrollo de los juicios estaba abocado a una impleción o «llenado» de la cópula, en donde sale a la luz el significado de lo juzgado y dirimido, igualmente el curso del silogismo está enderezado a la concreción del término medio1707, que es prime­ ro en efecto un término (en el silogismo cualitativo, de la existencia óntica), luego una determinación de relación (en el silogismo de reflexión) hasta constituir (como deter­ minación formal) la unidad de los extremos, a los que pone, diferenciada y circunstan­ ciadamente. Según esto, bien puede aventurarse un Schluss (un silogismo y a la vez una conclusión) del Concepto (subjetivo). Éste era: 1 . P r o d u c c ió n y d e s p lie g u e d e la p r o p ia d if e r e n c ia li d a d ( m o m e n t o s ) .

2. Constitución de la propia objetividad por parte del sujeto. 3 . C o n c i li a c i ó n e id e n t if ic a c ió n d e 1 . y 2 . ( r e s p e c t iv a m e n t e , d e la in f in it a r e fe r e n c ia a s í y d e l c o n o c im ie n to d e sí).

Aquí, al cabo del corso o Ring (porque no es una «calle») del silogismo, el Concepto (el Sujeto) se sabe como ser que existe en y para sí; se sabe como Objeto. Y el ser no es ya un presupuesto del pensar, sino el resultado de la autoposición del pensar (Spinoza, reconciliado con Fichte para solucionar el problema de Kant:: cómo puede el Sujeto hacerse Objeto de sí mismo, cómo es posible construir absolutamente -y no meramente aceptar por intuición inmediata- la autoconciencia).1,04 Ahora este ser—Yo (este yo que es Ser) es ya un Todo determinado. En terminolo­ gía hegeliana (heredada de Kant), es el Objeto (Objekt).'m «O bjeto», en primer lugar,

,x>' No existe, ahora, por exceso; no como en el «silogismo matemático», donde todo se hundía en la indi­ ferencia de lo cuantitativo, por defecto. En alemán: Mine. Cuando Hegel quiere aludir a su carácter formal, emplea el latín: terminus medius. En castellano no hay más remedio que emplear: «término medio» (hay demasiados competidores para la voz «medio»: Miltel, el medio en relación con los fines -que verteremos en efecto como «medio»-; o médium, el ele­ mento en el que una cosa se desarrolla y disuelve, como el medio ambiente o el medio acuático). De todas for­ mas, atienda el lector al hecho de que, según avanza el curso del silogismo de necesidad, Mitte va dejando de ser «término» para convertirse en lo que también resuena en esa voz: «centro cordial», «núcleo» (p.e. Stodtmiite es el centro de una ciudad, no un término de ésta). I,M Autoconciencia como ser conocido del Concepto, en el doble sentido con que podemos jugar en espa­ ñol: 1. como el Ser, pero ahora absolutamente conocido («puesto») por el Concepto; 2. como el hecho de ser-conocido el Concepto por el Yo, como la íntima esencia de éste. " Traducimos siempre Objekt pot «Ohjeto», con mayúsculas. Ese Objeto es el universum: «el mundo obje­ tivo en general, Dios, el Ohjeto absoluto.» (Enz. § 193, A.; W. 8, 346). Es el Concepto realizado, el resultado

718

por cumplir las condiciones de universalidad y necesidad (más aún, por servir de baremo de ellas). «O bjeto», en segundo lugar, por constituir un «ser subsistente completo dentro de sí» (ein... in sih vollstandiges Selbstandiges: Enz■ § 193, A .; W. 8 ,3 4 6 ), es decir: un Todo (en cuanto unidad de totalidad de particularidades y de singularidad) que es concreto y estable: en una palabra, racional1™. Pero es «O bjeto» también, en tercer lugar (esta vez, negativam ente), porque su diferencialidad está solam ente en él (an ihm), o sea: ha sido producida, sacada a la luz por la autoconciencia del Sujeto, de manera que esa diferencia aparece como indiferente, al no deberse todavía a la dia­ léctica inmanente del Objeto mismo, al no estar dentro de él (in ihm) ni ser para él. A sí que, al inicio, en estas diferencias se «desmenuza» y dispersa el O bjeto en una multi­ plicidad indeterminada (en un mundo), siendo cada una de estas singularizaciones, empero: «tam bién un O bjeto, una existencia óntica autónoma, completa, concreta dentro de sí.» (ibid.). Y la tarea será ahora la inversa a la de la Subjetividad. Mientras que en esta primera esfera de la Doctrina del Concepto se iba éste realizando y exteriorizando, hasta «reificarse» y abrirse en canal por el «medio» (¡sin metáfora!), el Sujeto concebido en y como el Objeto está al principio, consecuentemente, como perdido y alienado, totalmente engolfado en la consideración de «lo objetivo»IM, mientras que, como Concepto, «se ha ido al fondo». Y la dialéctica de la Objetividad consistirá justamente en la paulatina emergencia de la conceptualidad latente, en una «recuperación» del Sujeto en su Objetividad, reconocida ahora como propia, y de la que él se cree (en vano) dueño y señor, en cuanto supuesto «fin final» (por usar el término kantiano), es decir: como fin subjetivo del mundo entero. V I.5 .3 .7 .2 .- Encarnación objetiva del C o n cep to .

Los dos primeros libros de la Ciencia de la Lógica comprendían, recuérdese, la «Lógica objetiva». Allí operaba ocultamente el Objeto, entrevisto en la emergencia del estar—ahí como «ser determinado», en la aparición del fundamento: «cuando todas las condicio­ nes de una cosa están presentes» o, en fin, cuando se muestra velándose como das Lichtescheue, «lo que aborrece la luz»: el topo de la necesidad absoluta. U na necesidad ciega, que no sabe lo que hace. Pero es la efectividad misma de su hacer quien niega esa ocultación: la esencia absoluta se disemina en sus obras, y en ellas se manifiesta. A ese punto había llegado Hegel ya en Jena, según el curso de 1804/05. Encontrá­ bamos allí una «metafísica de la objetividad» correspondiente al despliegue del funda­ mento como totalidad real (síntesis de los momentos del conocer), según los tres vene­ rables asuntos de la metaphysica specialis: Alma, Mundo y Esencia suprema (nosotros diríamos, en castellano: Ser supremo). Es importante hacer notar por lo demás que, aparte de la obvia resonancia de esos referentes como objetos máximos de la tradición

de la determinación del Sujeto. Por tanto, no debe confundirse nunca «Objeto» con «objeto» (Gegenstand), un término epistemológico que denota cualquier contenido de conciencia. G im o es «lógico», Hegel habla cons­ tantemente en Pha del «objeto» y nada del «Objeto», y hace lo contrario en WdL (donde Gegensiand está ausente del corpus y aparece por lo común Sillo en las partes «exotéricas» de la obra). Lo es por estar más allá tanto de las abstractas separaciones y fijaciones del entendimiento como de las conexiones más o menos arbitrarias de la imaginación, y por dar a la vez cuenta y razón criticas de ambas ope­ raciones. ,m Hasta el punto de que algunos cientificistas (y hasta «científicos») entienden -si así puede llamarse a tamaña insensatez- que «objetivo» es aquello que existe aparte, con independencia del sujeto; y más: que es lo que de veras existe, pues no parece que el sujeto «exista», sino a lo sumo como pálida huella de la impronta obje­ tiva. Recuérdese la divertida teoría del «reflejo», sostenida por algunos positivistas decimonónicos... por Lenin y, con algunos afeites formalizantes para encubrir las vergüenzas, por Mario Bunge.

metafísica, existe una profunda identidad estructural entre la transformación jenense de la psychologia y cosmología rationalis y el examen nuremburgués del mecanismo y el quimismo. Por el contrario, la exposición de la Esencia suprema -faltando todavía aquí la consideración de la teleología, que sólo hacia la mitad del período de Nuremberg va saliendo trabajosamente a la luz- oscila entre la necesidad absoluta (típica de la lógica de la esencia) y la idea de la vida (que constituirá el primer momento de la Idea, en Nuremberg). Y es bien significativo que la reflexión de esa suma Esencia se agote en la «em anación de la singularidad», «una vacua noción» (W S 1804/05; 7: 154) que conduce a una nítida oposición entre dos modos de ver el mundo: luz y fulgor desde y para la Esencia, tinieblas desde el mundo mismo, iluminado y determinado por Alguien que le es ajeno. El carácter objetivo del mundo descansa en última instancia en una construcción realizada por el «Yo». Y por eso corona el edificio de Jena una «metaísica de la subjetividad». No es éste el caso en Nuremberg, donde es el Objeto quien está a la base del Sujeto (un Objeto que estaba presente en efecto al inicio como realidad efectiva) y quien lo particulariza y «asum e». De este modo se logra además una precisa correspondencia arquitectónica, que asegura la íntima trabazón de la Ciencia. La objetividad, en efecto, es el desarrollo conceptual de la entera lógica objetiva, la prueba inmanente de su vali­ dez. Así, el objeto del primer capítulo de esta Segunda Sección de la lógica subjetiva: el mecanismo170*, constituye la cumplimentación de la lógica del ser y, más exactamen­ te, del quantum específico (cf. WdL 11: 192). El quimismo del segundo capítulo «repite» a un nivel más trabado la lógica de la esencia y, precisamente, la relación esencial (cf. Enz- § 202; W. 8, 358). Y la teleología en fin se hace cargo de la tensión de la relación absoluta hacia el Sujeto, y especialmente en Las escisiones de la relación de causalidad, cuya verdad es (cf. WdL 11, 396, 404s, 408). El fin es (de atrás hacia delante, por así decir) la causa misma, pero libre de su necesidad (cf. 12: 160); y a la vez (de adelante hacia atrás), el Concepto puesto en su existencia (cf. 12: 154). Y dentro de la propia lógica de la subjetividad, la noción.del Concepto anticipa en y como conciencia el mecanismo (cf. 12: 133), así como el juicio anticipa el quimismo (cf. 12: 148) y el silogismo la teleología17™: todos esos momentos del Sujeto no eran sino la base lógica y la organización interna de la objetividad. Por último, y en referencia a la «filosofía real» enciclopédica, es el propio Hegel (bien que en una adición de Michelet) quien nos señala claramente la conexión entre O bjetividad y Filosofía de la Naturaleza: «S i la primera parte de la Filosofía de la ™ De nuevo puede resultar extraño hablar en una «lógica» de «mecanismo». Parece que, al movernos en estas consideraciones abstractas, debería tratarse de mecanicismo, esto es de la teoría que explica el mundo desde el modelo de la máquina. Contra ello, todavía será necesario insistir de nuevo en el hecho de que la lógica hegeliana está primordialmente dirigida contra ese dualismo de las teorías «en la cabeza» y las cosas «en el mundo exterior». El mecanismo no es una explicación «mental» (sea ello lo que fuere) de algo «exter­ no», sino la estructura general de un Objeto que, con diversos niveles de complejidad, aparece lo mismo en el proceder habitual de los lógicos que en la relación del estado con la sociedad; lo mismo en el modo de apren­ der «de memoria» p.e. cuanto se dice en estas páginas que en la construcción de máquinas para la industria; lo mismo en fin en la constitución del cuerpo animal que en la del sistema solar. Ya antes advertimos que podía tomarse a la Objetividad como una «cuarta» división del silogismo, ahora ya realizado. Q>n más precisión, es la teleología la que constituye el «silogismo del Concepto», en per­ fecto correlato con el «juicio del Concepto», el cual juzgaba del ser de las cosas -recuérdese- según su con­ cepto, naturaleza interna o «deber ser». No se trata de una metáfora ni de un símil más o menos afortunado. Si «todas las cosas son un silogismo», con mayor razón lo será este completo circuito del yo y los objetos que constituye la finalidad: «La referencia finalística es por ello más que juicio, es el silogismo del Concepto libre y consistente de suyo, el cual se concatena consigo mismo mediante la objetividad.» (WdL 12: 159; debe enten­ derse aquí «objetividad» en el sentido restringido del mecanismo y el quimismo).

Naturaleza fue [o estaba basada en] el mecanismo y la segunda -en su culminación- en el quimismo, esta tercera parte lo es [o lo está en] la teleología.» (En*. § 337, Z.; W. 9, 339) 1710 Ya sabemos, con todo, que las determinaciones lógicas han de ser subyacen­ tes tanto a lo físico como a lo espiritual. En esta última esfera encontraremos tam ­ bién, pues, y con una mayor complejidad, ejemplos del mecanismo (memoria, siste­ ma de las necesidades en el «Estado» de la sociedad civil), del quimismo (impulsos, lenguaje) y de la teleología (especialmente por lo que hace a la «astucia de la razón»: dialéctica del amo y el esclavo1711, historia mundial1712). Adviértase en todo caso que no se trata de «aplicaciones» de la lógica a «la realidad»17” , sino de la explicitación de una misma estructura (la lógica, obviamente) en los diversos niveles materiales y espi­ rituales de este único mundo. A sí que, tanto contra las críticas aberrantes1714 de Feuerbach y Marx (basadas en una idea bastante simplista y mecánica de lo que significa pensar) como contra el ensayo de rectificación «kantianizante» de Karl Rosenkranz, que traslada la O bjetividad a la Filosofía de la Naturaleza y coloca (recoloca, más bien: así se venía haciendo tradicio1.10 Con todo, la analogía parece algo forzada en su punto extremo. La teleología implica una conciencia de separación absoluta del mundo «físico» que está todavía ausente de la Orgánica de NpH, a la que en cam­ bio parecería convenirle mejor la Idea de la Vida (primer momento de la Idea). Cf. WdL 12: 165s y En*. § 435; W. 10, 224. 1.11 Cf. En*. §§ 550-551. F. Lasalle supo ver agudamente esta conexión en su Dre Hegelsche und Rosenkranzische Logik urxd die Grundlagcn der Hegelsc/ien Geschichtsphilosophie im Hegelschen System (1859): «Historia concebida no quiere decir en I legel sino la historia, concebida como objetiva autonealización del con­ cepto.» (En Gesammelte Reden und Schnften. Ed. por E. Bernstein. Berlín 1919; VI, 42; y sobre la eficacia del fin en la historia, ver VI, 49). " " E l Objeto es ya real (reales): es la realización del Concepto. Y proviene mediatamente de la «realidad efec­ tiva»: es la reconstrucción racional de ésta, su comprensión conceptual. Y si se forzase a Hegel a declarar cuál es el Objeto que mejor cuadra con su definición diría sin ambages que... ¡esa misma definición de Objeto! Aunque no del todo; por desgracia, ni siquiera el Objeto coincide por entero con su definición... por culpa del Objeto: lo contrario de lo que cree el sentido común; es el Objeto el que en definitiva no da «la talla» -si la diese, ya sería el Absoluto-: la definición es de mayor rango ontológico (no sólo lógico en el sentido habitual) que el Objeto por ella definido. Gim o veremos, las definiciones -propias de la Idea del Ginocer- tienen a la base la Vida, y por ello pueden arrogarse el título de seres vivos con mayor razón que un leopardo o una zanahoria.- Así pues, el Objeto de la Lógica no es una «noción» (recuérdese lo que hemos dicho del mecanismo; además, si lo fuere tendría su lugar en la doctrina de la subjetividad), sino algo tan «objetivo» como (en verdad, más objetivo que) el sistema solar, el Estado o la memoria. Se trata de diversas manifestaciones, cuyo analogatum princeps (por así decir) es el Objeto de la Lógica, o mejor: la Lógica como Objeto. Entiéndase: el Objeto no es solamente lo explicado en la Doctrina de la Objetividad, sino la entera Ciencia de la Lógica cuando se la interpreta como un todo presente de inme­ diato y a la vez compuesto de partes («mecanismo»); como una estructura legaliforme regida por un núcleo alar­ gado en hilo conductor que se muestra por doquier y siempre de un modo distinto («quimismo»); o como obra de un autor, el cual se propone con ella ral o cual cosa («teleología»).- Algo muy distinto sería empero pretender (cosa que Hegel no hace) que ese Objeto (o cualquier otro) tiene ya, sin más, realidad efectiva. Habría que decir, con toda franqueza, que la va teniendo; pero ya no como Objeto, sino como «fabricado» o «producto» (en cuan­ to «mundo» de artefactos debidos a la industriosidad artística, tecnológica y sociopolítica humana y, afortiori, como componente «material» de esos productos). Que todo lo objetivo se transfonne sin resto en «realmente efectivo» es algo tan imposible (no todo se puede construir ni «reciclar» porque, como ya sabemos, el juicio apodíctico sobre toda efectividad finita revela la rotura interna de ésta entre concepto y existencia) como indeseable: repárese en que el final de la Objetividad «repite», recoge, asume y asienta el final de la Lógica objetiva: la V/ecfiselunícung. Si el desarrollo de lo Lógico acabase ahí, tendrían entonces razón Weber, Horkheimer y Adorno cuando hablan de la «razón instrumental», de la falta de una finalidad última, etc., y de sus secuelas: la «jaula de hierro», el «mundo administrado», la racionalidad técnica habermasiana. En todos estos casos, la libertad subje­ tiva resulta subordinada al progreso indefinido recnológico-humcrático, y está presente a lo sumo como las «liber­ tades firmales» de las llamadas «sociedades desarrolladas». Peni Hegel apuesta en cambio decididamente por la liber­ tad. Y precisamente por ello se «salta- en WdL de la esfera tecnológico-objetiva a la esfera ideal de la Vida. 1,14 En el sentido literal del término y por ende sin animus injuriandi. Se trata de una aberrado a centro, de una falta de cuidado o de tacto para darse cuenta del núcleo cordial de la Lógica y por ende de la entera filo­ sofía hegeliana: la lógica de la esencia y su «repetición» en la doctrina de la objetividad.

nalmente) la teleología a continuación de la causalidad esencial1715, es preciso señalar con toda fuerza que el hecho de que la objetividad pertenezca a (la lógica del) Concepto y no a la (de la) realidad efectiva (¡pero por haber superado este nivel, no por no haber llegado todavía a él) significa según Hegel que la verdad del conocer y del obrar (de la actividad humana en y sobre la naturaleza, en suma) no se encuentra en la correspon­ dencia extrínseca del Sujeto sobre el Objeto (si así fuere, todo el desarrollo de la doc­ trina de la subjetividad habría constituido una gigantesca falacia, un vano engaño), sino en la coherencia inmanente de ambos niveles desde un presupuesto ya operativo en ellos, pero aún no generado por su dialéctica interna: desde la Idea. Y desde los estadios ante­ riores: lo que es o está ahí (Dasein), la cosa, la sustancia... todos ellos son estadios, no completos aún de por sí, de aproximación al Concepto... objetivo.'716 Y así como -co n ­ tra el idealismo subjetivo- el ser, el estar ahí o la existencia no pueden ser deducidos del Concepto (como si fueran notas suyas, extraídas por análisis de ese sustrato subjeti­ vo), así también, al contrario, la verdad de esos estadios que se presentan como inme­ diatos es el Concepto, puesto por el curso dialéctico de aquéllos. Ahora, en cambio, la tarea es la inversa: para el Concepto, dar razón de sí mismo significa resurgir a la luz desde y en el fundamento propio de lo objetivo y, por ende, poner o asentar ese presu­ puesto inicial, «material», si se quiere.1717 Desde esta perspectiva cabe empezar a entrever el sentido de la alusión a las prue­ bas de la existencia de Dios con la que se abre la Doctrina de la Objetividad en la Gran *I

11,5 Wissenschaft der ¡agáchen Idee. Kónigsberg 1858-59. Cf. I, 25, 28 y 29; y también mi «La recepción de la Lógica de Hegel (1823-1859), en Hegel. La especulación de la indigencia. Gninica. Barcelona 1990, pp. 163-214; espec. 202-208 - Rosenkranz volvía así decidida y abiertamente al dualismo kantiano, abriendo el camino (desde dentro del hegelismo) a los neokantianos. I'l,: Esto es tan banal por un lado como difícil de entender correctamente por otro. A l pnmto estaríamos ten­ tados de decir que ninguna sustancia coincide con su definición, porque está ligada a muchas otras circuns­ tancias contingentes, imprevisibles, etc., mientras que esa definición es puramente lógica, «abstracta». Por eso -spinozistamente hablando- la definición es eterna (y nosotros losotnqs con ella, cuando la pensamos y con­ cebimos), pero no lo definido por ella. Y aunque esta concepción tiene apoyo en los propios textos de Hegel (sobre todo cuanto trata de filosofía natural y habla de la impotencia de la Naturaleza frente al Cincepto), otra comprensión más sutil sería aquélla que reconociera que cualquier sustancia coincide en general con su definición, y que por ello (¡no a su pesar!) tanto la sustancia como la definición son cosa huera y fallida cuan­ do se las toma aisladamente; la definición lógica precisa de toda la WdL para ser entendida (sólo se la com­ prende «entretejida» con el todo lógico) así como una sustancia precisa de toda la naturaleza y toda la histo­ ria para ser «localizada» correctamente. Es obvio que lo primero es más hacedero que lo segundo; pero en lo primero, en la definición, están incluidas (en general, claro) las contingencias y «achaques» que hacen de la sustancia justamente eso: sustancia, y no por caso Objeto o Idea (no por tratarse de «cosas» distintas, sino por ser considerada la Misma y única C isa desde distintas perspectivas). Y en lo segundo, en la «cosa», está inclui­ da sin embargo toda la racionalidad que la levanta como sustancia (y no, por caso, como un ente que está-ahí). De modo que contingencia y racionalidad quedan en general compensadas. Con lo cual volvemos a la bana­ lidad del inicio. Esa compensación en general es justamente lo que define a la sustancia (frente al desequilibrio en favor de lo indeterminado en el caso del Daseyn yen favor de lo determinado en el del Objekt). 1,11 Esa posición implica nada menos que la disponibilidad de lo «material», de lo mecánico-químico, respecto a la acción teleológica subjetiva (cumpliendo así el programa de la Modernidad, en la cual no en vano se ligan la interpretación libre del Génesis -que pone a la tierra bajo el dominio del hombre- y la expansión planeta­ ria de la tecnociencia). WdL no hace sino dar razón (aunque a algunos les parezca ciertamente que esa «razón» se acerca más a la «racionalización» freudiana) de este gigantesco prejuicio moderno. En una palabra: si lo teleológico -lo «humano», si queremos hablar así- surge de lo «objetivo» anterior -de la «naturaleza», vaya-, ello se debe a que ya de antemano ha ordenado el Gincepto subjetivo (generador de la objetividad, no se olvi­ de) una «realidad» a su medida. Así no es extraño que luego se deje ésta «penetrar»; en realidad, la argumen­ tación era de «vaivén», por así decir.- Más vale, en todo caso, hablar de «retruécano» y «círculo» en Hegel (¡no sería él quien se quejara de eso!) que de «magia», «artificio» o «escamoteo» de lo real, como dirán luego Schelling, Trendelenburg y los marxistas. El Concepto subjetivo es el resultado del movimiento dialéctico de la realidad efectiva, de igual modo que el Concepto ideológico (el Trabajo, por decirlo a las claras) es el resul-

722

I

Lógica. Recapitulando en efecto las transiciones del abstracto ser del inicio (estar-ahí, esencia, fundamento, existencia, sustancia, concepto) añade Hegel: «Es de suyo evidente (erhellt) que esta última transición, según su determinación [y destino], es lo mismo que, de otro modo, aparecía en metafísica como inferencia (Schlwss) del concepto, a saber del con­ cepto de Dios, a su existencia (Daseyn), o sea como el denominado argumento oncológico de la existencia de Dios.» (WdL 12: 127). Sin embargo, a primera vista nada hay menos «evi­ dente» que la equiparación de las diversas Weltanschauungen o cosmovisiones que la Modernidad ha tenido del Mundo (y no sólo de la Naturaleza) con la prueba de la exis­ tencia de Dios. En vano buscaremos por demás un tratamiento explícito de esa prueba en la Doctrina de la Objetividad.111* Así, esa referencia inicial parece oscilar entre una vaga afirmación analógica (el argumento ontológico pasa del concepto al ser, mientras que aquí se pasa del silogismo al Objeto) y una peligrosa y precipitada identificación panteísta de Dios con el Mecanismo, el Quimismo y la Teleología; en suma, una identificación de Dios o bien con el mundo físico o bien con el trabajo humano. Con todo, si compren­ diésemos bien la estructura del pensar hegeliano -algo a lo que es difícil no sólo llegar, sino sobre todo mantenerse- sí que podríamos decir que la equiparación entre esa «últi­ ma transición»17"’ y la prueba ontológica es algo «evidente». En Hegel, la existencia de una cosa es en efecto de esa cosa, pero no es sin más y absolutamente esa cosa. Así, en ejemplo posterior -y de hondas consecuencias para una filosofía política—nos dice Hegel que la «realidad» (Realitat) del Estado «es los individuos autoconscientes» (WdL 12:175). O sea: los individuos no son el Estado, ni tampoco «forman parte» de él, sino que son la realitas, la disposición externa o Beschaffenheit del Estado (y a la inversa: la esencia -o a este nivel, la Idea- del Estado, sin realidad, sería una mala idea: un estéril «deber ser», válido a lo sumo -y ya es mucho- para espolear las conciencias individuales). Mutatis mutandis puede decirse que un «Dios» concebido -según se hace aquí- como un Objeto absoluto (una Esencia en la que reverbera desde el fondo la racionalidad conceptual) se manifiesta en y a través de la objetividad, sin agotarse empero en ella. Al revés, esa obje­ tividad -culminante en el trabajo humano- debe servir de «lanzadera» que nos conduz­ ca -elevándonos con la «prueba»- a la Idea, que está más alta que la mera conceptualidad abstracta (lo que en términos metafísicos habituales se llamaba «esencia») y que la obje­ tividad tecnocientífica (en esos términos, como se ve bien poco matizados: «existencia»): un «D ios» desde luego más excelso que el Ens necessarium et perfectissimum de la

lado del proceso de la objetividad. Ahora bien, esos «resultados» eran el fundamento, la operatividad latente del proceso (la comprensión (¡enética de algo es inversa a su comprensión racional). «Leer» de corrido, en prosa, nos lleva a niveles más altos, siempre al parecer «nuevos». Pero luego es preciso «leer» al revés, para comprender que las conexiones del proceso se hacían adelantando el final. Dicho con toda la claridad posi­ ble: porque hay Trabajo, por eso hay Objeto y Sujeto, realidad efectiva, cosas, entes y ser. Ahora hien, con la Teleología no se acaba la Lógica: el Trabajo no es lo más alto. El es a su vez una abstracción de la Vida del Espíritu, mucho más concreta y rica.- Este proceder hermenéutico puede llevar en buena medida a prescindir del enojoso dualismo entre lo empírico y lo teórico. También lo empírico está en la Lógica, a su modo (o sea: asu­ mido, comprendido y elevado a determinación). Así que no es nada externo a la Lógica (entre otras cosas, porque también lo «externo» es algo lógico, y sólo dentro de la Lógica se enriende). Y por eso tiene la objeti­ vidad su «pasado» y su «porvenir» en lo subjetivo (su lugar está exactamente en el centro de la lógica subjetiva, y da razón de la lógica de la esencia, que era a su vez el centro de la entera WdL) También su manifestación inmediata: la filosofía de la naturaleza, está en medio de En;., entre un pasado esencial (la lógica) y un porvenir espiritual (la filosofía del espíritu). Para ello hay que acudir a las Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios, de 1829 (G.W. 19, 228-317; G. Rodríguez de Echandía prepara una vers. esp. para este sello editorial). 1,111 Que es en efecto la última (el último avalar del ser) en WdL. La Idea no implica en absoluto un paso al ser. Ella misma es el ser... de verdad. Tan de verdad que se volcará enteramente en y como Naturaleza.

.723

Modernidad, «expuesto» crípticamente en estas páginas y «resuelto» al final de la Teleología como vida de la Idea e Idea de la Vida.17” V l.5 .3 .7 .2 .1 - El O b je to de la co sm o v isió n m ecánica.

De acuerdo con lo anterior, cabe ahora apreciar que aquí se nos expone (a la vez que se critica y «asume» en el nivel conceptual) la «repetición» en general del argumento ontológico. En particular, y siguiendo las ya conocidas indicaciones de Kant, según las cuales obtenían las demás pruebas su aparente fuerza probativa a partir de la ontoteología, la exposición del mecanismo corresponde al argumento cosmológico (o con mayor pre­ cisión: al punto en el cual convergen la theologia racionalis, basada en la causalidad, y la ciencia moderna de la naturaleza). El mecanismo es de hecho el Objeto en su inmedia­ tez: la realidad del Concepto, pero solamente an sich. Él es la verdad «balbuceada» en el Ser parmenídeo y en el Uno neoplatónico, el Objeto que no tolera cabe sí a otro, al que con­ dena por tanto al «no ser». Pero por ello mismo —y de acuerdo a una dialéctica que ya conocem os- esta identidad ensimismadamente existente (encerrada en sí como negra indiferencia a partir de la superación de toda diferencia) se «parte» en su doble y contra­ dictoria determinación: ser a la vez la totalidad in sich, dentro de sí, y ser para sí misma una unidad inmediata. Su consistencia consiste en su absoluta falta de consistencia: cualquier cosa puede ser tomada al pronto como Objeto que sólo se atrae a sí y que repele a todo lo demás. Su unidad es puntiforme, plural.1771 Y el camino de «regreso-y-ascenso» consistirá en pasar -com o en la prueba cosmológica- de esa pluralidad indiferente e inconsistente a un Objeto central, a un individuo en tomo del cual gira literalmente todo (cf. 12: 144). El mecanismo1722 va siendo conocido (y se va conociendo a sí mismo) en un proceso que es primero formal1713 y luego real1724, hasta desembocar en el mecanismo absoluto, regi-*172

1,!° Vid. mi Uoggetivitá come atio logico di tra-duzione delia teología neUe scienze modeme. (En: V. Vitiello, ed., Hegel e la comprensione delia Modemitá. Guerini. Milán 1991, pp. 59-81. Cf. también La lógica de la objetividad y la asunción de la teología. PENSAMIENTO vol. 48, núm. 191 (19927, 257-278). Ella es la «responsable» de la dificultad kantiana respecto a la distinción entre la «cosa en sí» (que debe poder ser afirmada como única y singular) y la «multiplicidad» (la base «caótica» de la experiencia). Con buen acuerdo, I legel remite esta íntima contradictoriedad del Objeto a la mónada leibniziana: cada una de ellas es el Mundo entero, y sin embargo hay una indeterminada pluralidad de mónadas (cf. En;. § 194, A.; W. 8, 350). La alusión es desde luego más acertada que la referencia al atomismo: a ningún átomo cabría atribuir en efecto la representaávidad del Todo (cada uno es lo que es y por ende distinto de los demás, y así ad infmitum). Y además, en la mónada leibniziana está escondida ya la subjetividad (recuérdese: sus características son la perceptio y el appetitus), de la misma manera que la almendra del Objeto es el Concepto. Y por eso traza la Objetividad como veremos un completo silogismo. 1772Que es -en cuanto Objeto- a la vez un modo de pensar, una realidad objetiva global y una cosmovisión (como si dijéramos: el mecanismo aglutina concretamente al mecanicismo -o positivismo-, al «mundo-máqui­ na» y a la cosmovisión cartesiano-galileano-newtoniana, típica de la física moderna y extendida como tal cosmovisión a todas las áreas de la realidad, incluyendo la relilgiosa). Y es importante señalar que Hegel no «sustituirá» ese Objeto por otro más «correcto» o mejor «probado»; ese «mundo-concepción» seguirá exis­ tiendo a su nivel y servirá a su vez de base material y de instrumento para la autocomprensión de lo teleología) (de modo análogo a la validez que sigue otorgándose hoy -restrmgida a lo mesocósmico- a la física newtoniana y a la química de Lavoisier-Dalton). Recordemos que en el sistema hegeliano nada se crea y nada se destruye: cada nivel se transforma y viene recogido y asumido en un estrato superior. 1121Corresponde a una consideración meramente foronánvca, «escalar» y prenewroniana del universo: lo que llamamos «cosas» son unidades aglutinadas sólo externamente por otras «cosas» indiferentes a esa unidad e indiferentes entre sí, de modo que aquí todo se es recíprocamente exterior y toda eficacia se debe a la llama­ da (llamada ulteriormente y como reproche, claro) vis morrua de la presión y el choque. Cf. WdL 12: 137-140 y Enz. § 195. En la nota a este § podemos encontrar como ejemplos de este «mecanismo formal» la memoria o el obrar mecánicos, la devoción basada en meras ceremonias y el «consejero espiritual» o confesor (puyas contra el catolicismo, como es habitual en Hegel). I,MCf. WdL 12: 140-142. En Enz. § 196 es denominada esta etapa: «mecanismo di-ferente (differen-

do por la Ley (WdL 12: 143-147; cf. En?. §§ 197-198). En éste se establece un triple silogismo: 1) E -B -A ; el Individuo ocupa el centro absoluto, siendo la verdad de todas las relaciones y, por ende, el ser en y para sí de la totalidad; este centro ha de dar razón de la multiplicidad dispersa (A abstracta, correspondiente a los Objetos del proceso formal), a través de centros relativos, caracterizados por reunir dentro de sí -com o en el proceso real—centralidad para los demás e inconsistencia de suyo, y que tiene por ende el valor lógico B .172’ 2) Cada uno de los objetos cuya suma total es A pasa a ser ahora el término medio (E, o mejor: ei + ei +... e„) en el que se prueba «por experiencia» la comunicación entre el centro absoluto (que ahora, como conclusión del silogismo anterior, es A ) y los centros relativos B. El silogismo es pues: A -E -B .1726Este momento de imposición de la dura lex sobre los pobres y «abnegados» individuos se invierte empero espectacular­ mente en el último silogismo: B -A -E , en el que se cumple lo antes señalado, a saber: que el universal (si ha de ser concreto) sólo tiene existencia y realidad en cada uno de los individuos (a los que pasa y en los que «vive»), y que ese universal concreto no es a su vez sino la concreción de un conjunto de particularidades que se niegan determina-

ter).» Recuérdese lo dicho de la Indiferencia al final de SL: lo di-ferente no es aquello que se distingue de otro por una determinación externa a ambos (como en el mecanismo formal) sino por su reciproca compenetración-y-contraposición. En efecto, todo Objeto está al pronto concatenado consigo (o sea: silogísti­ camente trabado en sí; ya no se trata de la mera referencia a sí, sea positiva -ser- o negativa -esencia-) sólo por negar toda dererminación, que se muestra como una «agresión» externa. O insiste pues en no tener con­ sistencia alguna (ésta es la paradoja de la que no supieron salir los atomistas, que oscilaban entre la necesi­ dad de admitir «partes internas» como Epicuro —no sin clara incoherencia- o bien remitir el «interior» a una negra e incognoscible duritics). De este modo consigue empero centralidad y un primer atisbo de subje­ tividad. En efecto, ahora es posible distinguir entre una cosa (que descansa en sí misma) y todo lo demás (lo exterior, sobre lo cual obra esa cosa). Ahora bien, lo exterior solo lo es desde esa cosa (así ve el mundo p.e el egoísta y el defensor del solipsismo). Cada uno de los «puntos» que reciben la determinación de aquélla son vistos CO ipso a su vez como «centros», aunque subordinados, relativos (pero, precisamente por ello, el proceso es enteramente reversible; cada uno de los puntos «determinados» puede ser tomado como centro). Los ejemplos de Hegel en la nota del jj citado son bien claros: la caída de los graves, el apetito (Begicrde) o la sociabilidad. " !! Hegel ilustrará en En?. § 198, A. (W. 8, 356) el triple silogismo con los Objetos máximos de la esfera natural (el Sistema Solar) y de la espiritual (el Estado). E -B -A significa aquí, según esto, que el Sol (centro absoluto) se «comunica» con satélites y cometas (universalidad abstracta en el sentido de la Allheit: e, + e, +... e.) a través de los planetas (centros relativos). O bien que la persona E se comunica con el derecho ahstracto, las leyes positivas del gobierno, etc. (A como un agregado de normas sueleas y aparentemente exteriores, como el pago de los impuestos) a través de las necesidades de esa persona en sociedad y de su satisfacción (B). No es extraño pues que el Estado esté ubicado al final de la Filosofía del Espíritu objetivo. Pero ello no significa claro está que el Estado sea lo más alto del espíritu (como tampoco el Sistema Solar lo es: para el Hegel maduro, limpio ya de todo contagio naturphiíosophisch, cualquier ser vivo es más alto y complejo que ese Sistema y que la totalidad de las estrellas del cielo): la prueba está en la disolución o recomposición «químicas» que sufre el Individuo-Estado mediante la guerra civil y en su utilización como «instrumento» de la astuta razón, tanto en la fundación o destrucción de Estados por parte de los «grandes hombres» como en la guerra internacional. Así, la Historia Universal (y su referente asintótico: «lo humano», en general) constituiría el momento de rebasamiento tanto del Estado como de su contradictorio referente: el bourgeois-citoyen. Que de acuerdo a estos pasajes sea el Estado -en sus relaciones con el individuo- un mecanismo (bien que absoluto) permite comprobar lo refractario que es el pensar hegeliano a cualquier tipo de totalitarismo (cf. Rechtsphil. §§ 260-261). Ello no obsta para que, considerado de suyo y en su verdad, el Estado sea visto como «Organismus» (cf. § 259 y espec. $ 269 A.). I,!‘ Por seguir con los ejemplos: es posible verificar la comunicación del Sol (o más exactamente, de la atracción de la gravedad, absolutamente centrada en él) a los planetas B por medio del mantenimiento en sus órbitas de satélites y cometas (cada uno de ellos, considerado como pura negatividad inconsistente: su deter­ minación les viene impuesta; por eso son, cada uno de ellos, E). O en la esfera espiritual: las nonnas y leyes del derecho y del gobierno corroboran y fomentan la satisfacción de las necesidades particulares solo a través de los individuos, los cuales parecen existir aquí como mera «correa de transmisión» entre el Estado-Máquina y p.e. la familia, siendo ellos de suyo inconsistentes.

725

damente entre sí.1727La Ley, en su identidad real, se ha hecho ahora determinación inma­ nente: el «alma» de la totalidad objetiva (WdL 12: 146): el alma del mundo.’™ V l.5 .3 .7 .2 .2 — El M undo « q u ím ico » .

Con ese interior ha surgido por vez primera un exterior: su propio exterior: el Mundo del cual la Ley (primera reaparición del Concepto subjetivo) era el alma. El Mundo (según la denominación de la Metafísica de 1804/05) es la verdad del mecanismo: el químismo. En él, cada Objeto es la contradicción entre su estar puesto de inmediato (como algo existente y diferente) y su propio concepto inmanente (su «naturaleza», en la cual él existe). Por lo primero, el Objeto (considerado como químico) existe solamente en cuanto referido a otro, con el cual tiende a entrar en combinación, o al cual rechaza (de modo que sólo violentamente puede ser considerado como un Objeto aislado, y no como componente de una combinación). Ahora bien, la tensión en la que, por su impulso (Trieb), existen estos Objetos no está en ellos sino que se da a través de ellos como uni­ versalidad de la ley química (las propiedades definidas). Una ley que, así desplegada y expuesta, niega su propia interioridad en una «repetición» del silogismo disyuntivo (cf. 12: 152). El resultado general es la supresión de la consistencia de los elementos que entran en la combinación, y la nulidad de la presuposición de inmediatez de esos Objetos: «Por esta negación de la exterioridad e inmediatez en la que estaba sumido el Concepto como Objeto, es puesto libremente y para sí frente a esa exterioridad e inmediatez: pues­ to como fin. (Enz. § 203). Esta transición a la relación teleológica implica pues una com­ pleta inversión del punto de partida de la objetividad: lo m ecánico-químico es visto ahora como una realidad inesencial, absolutamente penetrable por la actividad de un sujeto encarnado individualmente: el/in. V I.5 .3 .7 .2 .3 - La finalidad del Trabajo .

Los pasajes dedicados por Hegel a la Teleología17” revisten una importancia funda­ mental, y siguen y aun radicalizan la senda abierta por Eichte, esto es: la primacía y anterioridad ontológica de la praxis sobre la contemplación (¡algo insólito para una «lógica»!): una preeminencia que tendrá su colofón en el coronamiento de la Idea del Conocer (o sea: de la verdad) por la Idea del Bien. Ahora bien, la robusta vena realista (y aun experimentalista) que anima el pensar hegeliano lleva a éste a ubicar la praxis

Así, son las interacciones (las proporciones entre masa y distancia) de los planetas las que constitu­ yen la centralidad del Sol; y éste agota su sentido y existencia en el paso de esa fuerza a lunas y cometas. Y en el Estado: el sistema de las necesidades es autocontradictorio y constituye una referencia negativa a sí mismo; la comprehensión concreta del conflicto es el Estado (aquí, no sólo terminus medius sino también, ya, médium: elemento de transfusión, transfonnación y disolución de las formas de la sociedad civil-burguesa); y su referen­ te real (su existencia) está en los individuos o ciudadanos. Estamos ya a un paso de la consideración «química» del Objeto. " * Hegel concentra así, en una apretada fórmula, la base última de conexión de la monadología leihniziana, del sistema newtoniano del mundo, de la sustancialidad de la vieja psychologia rationalis y de su asun­ ción en el escrito schellingiano de 1798: Von der Weltseele. Pero ante todo cumple suo modo el criterio kan­ tiano de cientificidad (expuesto en la «Analítica de los principios» de KrV): el mecanismo -en cuanto presupuesto de las ciencias físicas- es la exposición (o construcción, según lo exigido por Kant) del juicio del Concepto en la inmediatez objetiva, penetrable por las líneas de fuerza de los axiomas racionales. El meca­ nismo es pues el juicio objetivo del Concepto: por él se explica que toda realidad efectiva esté rota (o en len­ guaje físico: que sea «porosa» y se deje penetrar por fluidos imponderables «externos» a ella, y que a la vez se presente de inmediato como siendo ella misma). ,7WUna inteligente interpretación, virada hacia el marxismo, se encuentra en Jacques D'Hondt, Teleología y praxis en la « Lógica ■ de Hegel (en: J D’Hondt, dir., Hegel y el pensamiento moderno. S. XXI. México 1973, pp. 3-29).

ñ i-

(y aun la teoría, vista como una determinada práctica) en un nivel mucho más concre­ to y «material» que el kantiano o el fichteano. Aquí, al cabo de la Objetividad, bien puede adelantarse la tesis audaz a la que se acogerá el marxismo1710: es el trabajo el que crea de consuno, y diferencia, Sujeto y Objeto: hombre y naturaleza; él es el que esta­ blece qué deba entenderse por «objetivo»; él en suma el que asienta la primacía de lo artificial sobre lo natural y explica esto último por lo primero. Com o es sabido, las causas finales habían sido desterradas de la filosofía y la ciencia por Descartes y -sobre todo- por Spinoza hasta su inteligente restauración a manos de Leibniz, mientras que Kant había convertido después a la finalidad en una forma sub­ jetiva y reflexionante de la conciencia con la que poder cerrar por analogía los órdenes de lo real, que las ideas de la metafísica habían intentado en vano coronar. Y como de costumbre, Hegel se muestra sorprendentemente de acuerdo con todos ellos en cierto punto, y en abierta discordancia con todos ellos en cierto respecto. En efecto, Hegel se burla de los intereses teológicos (mejor sería decir «eclesiásticos») puestos hipócrita­ mente como base de la idea de una finalidad rabiosamente utilitaria, gracias a la cual todas las cosas del mundo estarían sabiamente ordenadas y dispuestas en beneficio del hombre (y, se supone, de éste en beneficio del Hacedor).17,1 Ciertamente, la finalidad externa existe y es propia de lo finito (cf. En?. § 205); pero quien ordena y dispone así a lo mecánico-químico (y de este modo lo hace existir como tal) es el Concepto realiza­ do y encarnado en una existencia libre: en una palabra, el hombre. Es él (o más exac­ tamente: el ingeniero moderno) el que se ocultaba donosamente tras la pompa del argu­ mento físico-teológico; él quien alentaba tras el Segundo Principio del Basamento fichteano de 1794. La exterioridad del mundo es la corteza fenoménica de la actividad de este renovado Sujeto, este «punto de unidad negativo» que tiene en él mismo la determinidad de la exterioridad (en un sentido completamente literal: la finalidad extema supone que el hombre se encuentra con un material preexistente al que da forma - formiert- externa, a fin de adecuarlo como medio a sus fines particulares). Esta arrolladora preeminencia inicial del fin subjetivo sobre los medios de su rea­ lización se tornará empero in actu exercito en implacable destrucción de la vanidad del moderno ingeniero tecnócrata (también y sobre todo en el ámbito social). En efecto, el Objeto no presenta en principio resistencia alguna a esa acción; ¡pero eso no es nin­ gún privilegio para el Sujeto, sino al contrario: indiferencia plena del Objeto respec­ to a aquél, como justo correlato al carácter absolutamente indeterminado de la activi­ dad egoísta! La determinación para la acción no puede venirle pues al Sujeto desde fuera: es él quien tiene que determinarse a actuar, rompiendo decididamente desde den­ tro ese círculo en el que él oficiaba a la vez de origen oculto de lo objetivo (como Concepto) y de su horizonte trascendental (como fin final donador de sentido).17'2 Y esta resolución significa también una eclosión y un esclarecimiento (A ufschluss) de lo otro de sí. La verdadera autoposición es así una apertura infinita a la alteridad, una exposición a ésta y de ésta que tacha y humilla al individualismo subjetivo y exclusivista

Cf. Karl Marx, Oelumomisdi-jdiilosophisehe Manuskripce. MEW. Erganzungsband I. Berlín 1956, p. 517: •Justamente en la elaboración del mundo objetivo se corrobora a sí mismo el homhre verdaderamente como un ser genérico (Gatiungstecscn). Esta producción es su vida genérica fabril. Por ella aparece la naturaleza como obta suya y como su realidad efectiva.» Cf- WdL 12: 156 y Enj. § 205, Z. (W. 8 ,362s), donde Hegel alude a un jocoso Xenien de Schiller, titu­ lado «El Teleólogo»: «¡Cuánto respeto merece el Creador de los mundos, el donador de gracias / que al crear el alcornoque inventó al punto igualmente el tapón!», (cir. en la ed. acad. de WdL ad loe.: G.W. 12: 348) ,rc Algo parecido quiere decir el término alemán: sich entsdiliesscn («resolverse» a actuar); recuérdese que Schluss significa «silogismo» y «cierre». El Enrschluss es pues la ahrupta apertura del «cierre».

del punto de partida.1’” El mundo, así herido, afectado por la acción primera, comien­ za a narrar una historia: la narración de cómo lo convirtió el fin subjetivo en un con­ junto de medios encaminados a dar un contenido determinado (particular) a un deseo infinito (universal). Tal medio es en efecto un verdadero intermediario (y cumple en la práctica teórica la función encomendada por Kant al esquema -pero sólo en la esfera del conocim iento-). Por un lado es ya un artefacto, un producto técnico; pero por otro no deja de ser un Objeto, y por ello puede transmitir mecánicamente la actividad finalística. Tenemos de este modo una inversión de la primera figura del silogism o formal: A -B - E . El fin subjetivo A se enlaza con un O bjeto singular cualquiera a través de un útil o instrumento B. A sí es como el fin se realiza. Mas a costa de convertirse él mismo en algo finito: E, mientras que el Objeto al cual ha pasado el fin se convierte en una «cosa» indiferente y enfrentada a ese vacuo Concepto (empeñado en seguir «debien­ do ser»); convertido pues en algo que se limita a estar-ahí en general (y que se ha tor­ nado por ende en: A ). Y el medio B, dado que no deja de ser Objeto, recibe igualmente la actividad subjetiva como desde fuera. La relación finalística es pues al pronto pura­ mente exterior (cf. WdL 12: 160). Ahora bien, la consideración anterior era literalmente irreflexiva y cuasi-mecánica. Si el fin subjetivo pone su determinación en un Objeto, éste deja eo ipso de serle indiferente. Es más, hablando con propiead deberíamos decir que sólo por poner la pro­ pia determinación en una cosa se transforma ésta en Objeto (o sea: en el locus naturalis de conservación del Sujeto y de su mantenimiento en el cambio). Pero entonces, lo que constituye la verdad de la relación teleológica es el medio de transformación de la cosa y de realización del fin, y no (contra lo presupuesto) el fin subjetivo ni la cosa conside­ rada como «objetivo» a cumplir. O sea: a) El fin se refiere inmediatamente al medio (A - > B ), recibiendo éste la potencia subjetiva como un destino ciego, extemo; b) El medio se refiere inmediatamente al Objeto (B - > E), así afectado violentamente. Y c): el fin se hace Objeto (A - > E ), con lo que parece que deja de ser fin y se reifica, se convierte en una cosa más entre las cosas, rea­ lizando de este modo el fin lo contrario de lo que él se proponía. Sólo que ésa es una concepción lineal, transitiva (propia de la lógica del ser). En ver­ dad, el fin no se convierte en lo otro de sí, sino que se transpone y tra-duce a sí mismo (en el sentido literal del Übersetzung, «esencial»; cf. 12: 167) más allá de su inane posi­ ción subjetivista inicial. Lo que está puesto en el fin cumplido no es sin más un Objeto, sino la propia exterioridad del fin subjetivo: su Erscheinung o aparición, por decirlo con términos de la lógica de la esencia. Allí, en la manifestación acabada, es donde se con­ serva el Concepto, no en su abstracta clausura subjetiva. Y de modo recíproco, el Objeto sólo lo es de verdad en la actividad finalística que en él inmora. Ahora bien, esta inver­ sión de funciones y respectos no tiene lugar en los extremos del Sujeto y el Objeto, sino en el medio. Sólo aquí se mantiene la verdad de la relación. Y el medio (el instrumento, el útil) es ensalzado por Hegel consecuentemente y elevado tanto sobre el extremo del Sujeto (de por sí tomado, encerrado una y otra vez en sí mismo y al mismo tiempo corriendo desalado en pos de la satisfacción de un fin que, naturalmente, nunca podrá satisfacerle por entero) como sobre el del Objeto (disperso en cada caso en una plurali­ dad de cosas cuyo valor les es siempre impuesto, ajeno). De ahí la celebérrima afirmación: " " Hegel juega al respecto con maestría sohre los diversos registros de schbessen, según los prefijos: «por este su excluir (Ausschlicssen) ella (la subjetividad singular, F.D.) se resuelve (eruschliesst) o se abre y esclarece (scfiliessc sich auf), porque eso (el repeler de sí a lo otro, F.D.) es un autodetermmctr, una posición de sí mismo.» (WdL

12: 162).

«En sus instrumentos posee el hombre poder sobre la naturaleza exterior, aunque por sus fines esté más bien sometido a ella.» (12: 166). Sin embargo, y enfriando un tanto los excesivos ditirambos que los intérpretes marxistas han vertido sobre estos pasajes (paralelos, y no en vano, a los de la dialéctica fenomenológica del amo y el esclavo), hay que apresurarse a decir que en esta relación téc­ nico-práctica no cabe encontrar satisfacción duradera por ninguna de las partes (si queremos: el hombre, como productor-consumidor; y las cosas, como bienes de consu­ mo), por la sencilla razón de que el razonamiento antes expuesto no configura un ver­ dadero silogismo, sino una quatemio terminarían. Se da el caso de que en un mismo Objeto (el medio) coinciden el estar conforme a la actividad finalística y el ser algo mecáni­ co-químico, sin que se vea al pronto cómo unir ambos respectos, salvo por el precario como si de la inferencia analógica kantiana. Remedando a Euclides: dos cosas (Sujeto y O bjeto) se corresponden mutuamente cuando están ordenadas a una tercera (el Entendimiento divino). Sólo que esto nos reconduce a la teleología externa, que se ha ganado a pulso el «reproche de banalidad», y frente a la cual es siempre preferible la seriedad del mecanismo (cf. WdL 12: 156). Y el Objeto (el producto) en el que se encar­ na el fin cumplido sufre por su parte una doble violencia: la del medio (que no deja de ser un Objeto que choca contra otro y lo presiona) y la del fin subjetivo. ¿Deberá pues desecharse por engañosa toda relación teleológica? En absoluto. Las consideraciones anteriores eran propias del entendimiento, que separa y aisla Sujeto, Objeto y Medio (viendo a éste, además, como dos cosas distintas y reunidas violenta y arbitrariamente en un solo Objeto). La verdad es que estamos aquí en presencia de un proceso, en el cual todos los miembros van alterando su significado y forma de ser según el lugar que van ocupando en dicho proceso (y no sólo eso: van redefiniendo las fun­ ciones ejercidas anteriormente). Ni siquiera al inicio era el fin subjetivo un puro Sujeto, sino una unidad centralizadora de necesidades negativas respecto del Sujeto -negati­ vas, por tener su verdad fuera de s í- y que están recíprocamente contrapuestas (alen­ tando en su interior, el Sujeto es entrevisto así como el «alma» del proceso mecánico). El Objeto sólo lo es de verdad (dejando aparte su «materialidad» básica: lo mecano-quí­ mico) cuando se torna producto valioso, mercanía. Y el medio es la constante maquina­ ria de tra-ducción universal de necesidades en productos: la máquina, en el nivel físico; el mercado, en el espiritual. En su transformación de lo exterior, la máquina misma se desgasta (cf. 12: 169). Sólo que en ese desgaste le va literalmente la vida al Sujeto: el ser del hombre está enteramente volcado a la ocupación con las cosas que colman sus necesidades, a través del útil. Y él mismo (y los productos) experimenta un salto cuali­ tativo al confiar esa ocupación a la máquina / mercado, que transforma en algo cuanti­ tativo y homogéneo todas las diferencias. El fin subjetivo ha de aprender a atravesar esta «muerte», esta irrealidad de lo cuan­ titativo, sólo para reponer la diferencialidad desde la propia medida, en la que él -e l Sujeto- reconoce la verdad de la copertenencia de su naturaleza interna (manifiesta a tra­ vés del deseo y la necesidad) y la exterioridad objetiva. Y Hegel va aquí avant la lettre mucho más lejos de las quijotescas meditaciones de Ortega y de su exhortación a salvar las circunstancias para salvar al «yo». La objetividad no es un cúmulo de circunstancias, sino mi estancia: el mundo en que habita el hombre. Un mundo que -com o hemos vistoestá configurado por la interacción del Concepto consigo mismo (o sea: del fin subjeti­ vo -presupuesto- con el fin cumplido) a través de la disponibilidad de la infraestructu­ ra mecánico-química. El problema de Kant (cómo conciliar libertad y necesidad, suje­ to moral y naturaleza) parece ahora resuelto, sin necesidad de establecer puentes subjetivos y «reflexionantes». La libertad del sujeto no es una liberación del ámbito

J3S

«objetivo», sino la realización de una «segunda naturaleza» en ese mismo ámbito, y aprovechándose de él: algo sólo posible porque si el fin subjetivo es el alma (el punto singular y negativamente central) del mecanismo, por su parte el mundo (no un agre­ gado de elementos ni una fórmula de combinaciones químicas, sino la sede incesante del proceso «medios / fines») no es algo externo a ese «alm a», sino que constituye el propio exterior de ésta: su determinación y destino, allí donde se expone y construye la existencia del Sujeto. Y por último, eso que la metafísica mentaba con el nombre de Dios no es sino la universalidad disyunta en la doble mediación del juego deseo-satisfacción (a través de la máquina) y de reconocimiento del Sujeto en y como su propio Objeto (a través de la corriente de la Vida universal). Así, los tres «objetos» de la metaphysica specialis quedan a la vez suprimidos y conservados en el proceso leleológico. Ahora bien, esa doble mediación ha lugar a través de una «artimaña» que nosotros conocemos ya desde Jena: la «astucia de la razón» (List der Vemunft). Es verdad que su presentación inmediata en la Enciclopedia (§ 209) parece sugerir que el individuo (el sujeto) se mantiene a sí mismo en el proceso teleológico en virtud del desgaste y friccio­ nes entre los dos Objetos: el que sirve de medio y aquél que debe encamar el fin. Pero se trata de una ilusión (ver § 210): lo que se mantiene no es ni el sujeto (unilateral y ais­ ladamente tomado) ni el Objeto en cuanto algo consistente, enfrentado primero al suje­ to y luego «base de operaciones» -por así decir—de éste. Lo único que se mantiene es el proceso mismo, el movimiento de retroalimentación del Concepto en su Objeto. Un proceso que, si visto en la realización en cada caso del fin objetivo, se dispara natural­ mente al infinito malo (donde cada Objeto es medio o material para un fin, sin fin último que valga, porque el sujeto está también mortalmente expuesto en esa tediosa cade­ na). La solución es empero clara: lo que en el proceso teleológico tiene en verdad lugar (aunque el sujeto individual no lo perciba) es la asunción doble de la irrisoria clausura ego­ ísta del sujeto y de la consistencia autónoma del Ojeto. Si el fin cumplido no es sino la totalidad de las transiciones (la Máquina del Mundo como engranaje incesante de medios y materiales), entonces el Objeto-es «una cosa en sí nula, puesta sólo de manera ideal (ideelles).» (Enz. § 212), y desaparece por entero la diferencia entre el contenido y la forma (pues el fin saca a la luz su propio contenido sólo a través de la superación de las determinaciones formales objetivas; y a la inversa, es la actividad formal -y formativadel Concepto la que expone el contenido de lo mundano). Lo que de este modo resulta puesto es la unidad de lo subjetivo y de lo objetivo, pero ya no solamente en sí (an sich), como en la esfera de la objetividad con su relación esen­ cial entre lo interno (el «alma» del mundo) y lo externo (lo mecanoquímico), entre el todo (el fin) y las partes (los medios). Ahora la unidad existe de por sí (für sich), resol­ viéndose así el silogismo de la objetividad y yendo decididamente más allá de la esci­ sión del Sujeto y el Objeto (y, por ende, de todo lo finito). La entera Ciencia de la Lógica desemboca así en la Idea.17’4

' Todavía una última observación, relativa a la «astucia de la razón». Así como el hombre «utiliza» a las fuerzas naturales para satisfacer necesidades igualmente naturales, siendo esa utilización (y el proceso con­ ducente a ella) lo único aquí literalmente sobrenatural, espiritual, así en un importante Zusatz de Henning (a Enz. § 212) se nos advierte de una más alta (y más dolorosa, para la vanidad humana) «astucia de la razón»: la que la Idea (en lenguaje representativo: «Dios») realiza con las aspiraciones de los hombres por cumplir el «fin infinito»: el Bien. Pero en realidad el Bien no necesita esperar a nuestras decisiones subjetivas para cum­ plirse, sino que está ya cumplido eternamente. Sin embargo, sin esa «ilusión» (Tauschung; significa literal­ mente algo así como «cambiazo»: poner una cosa en lugar de otra, fomentando la confusión) no podríamos vivir, dice Hegel: ella es la que mueve al mundo y a los intereses de los hombres. Pero, así como La «astucia de la razón» no servía en definitiva a los caprichos de un individuo «astuto», sino a la autoconservación del pro-

Z20

V I.5.3.7.3.— La Idea, cum bre y precipicio de la Lógica.

En el Prólogo de la Fenomenología había adelantado Hegeb «Lo verdadero es el Todo.» (Pha. 9: 19; 16). Y fiel a esta divisa, las diferentes definiciones del Absoluto que hasta ahora habían resultado de suyo en el curso lógico eran a lo sumo «de verdad» (wahrhaft), pero no «verdaderas» (wahr). Pero ahora, «la definición del Absoluto, a saber: que él es la Idea, es absoluta.» (En?. § 213, A .; W. 8, 367s). Esta es pues la única definición verdadera del Absoluto. Pues éste, según ha resultado del curso lógico, es la Idea; y ésta, la Verdad. Para empezar, de acuerdo con la propuesta del Prólogo la verdad sólo puede ser una y única. Como de costumbre, Hegel acepta también a este respecto la termino­ logía habitual para transformar su sentido desde dentro. Así, la verdad es adaequatio. Y por eso llama a la Idea, nada más comenzar esta última Sección de la Lógica: «el Concepto adecuado, lo verdadero objetivo, o sea lo verdadero en cuanto tal.» (WdL 12: 173). La pri­ mera expresión remite al ámbito subjetivo, la segunda al objetivo, y la tercera -que ofi­ cia de conclusión- a la perfecta compenetración y unidad de ambos respectos. Analicemos cada punto brevemente: 1) El Concepto no es adecuado a (como en la vieja fórmula: adaequatio mentís ad rem), sino que se adecúa consigo mismo (indicando el prefijo ad- la elevación y transformación de la mera igualación por indiferencia entre la cogitado -conceptas subjectivus- y la notio, y aun entre ésta como realitas objectiva o conceptas objectivus y la cosa existente como realitas formalis). Ya las conclusiones de los distintos pasos de la lógica subjetiva nos avi­ saban de esta final y absoluta adecuación: el universal concreto (en cuanto singular par­ ticularizado), el juicio y el silogismo disyuntivos, el fin cumplido de la teleología (que se mostrará enseguida en la Vida como Diremtion del género en sus especies): todos ellos son preparaciones para esta adecuación del Concepto consigo mismo a través del des­ pliegue exhaustivo de sus determinaciones. Así, el contenido del Concepto adecuado, de la Idea, no es sino la exhaustiva articulación de sus formas. 2) En la expresión «lo verdadero objetivo», «objetivo» oficia de adjetivo calificativo. El Concepto produce su propia realidad objetiva, y no al revés (aun cuando aquél ha emergido a su vez en virtud de la completud de la acción recíproca de la realidad efecti­ va, formando así un perfecto bucle de retroalimentación). Por lo demás, sería engañoso pensar en una expresión paralela como: «lo verdadero subjetivo». Es doctrina constan­ te de Hegel que lo interno (la esencia, el fundamento, la noción) ha de aparecer: sólo existe en y como su propia exposición. Algo solamente subjetivo es pues un muñón, una ceso objetivo, tampoco la «astucia del Bien» -en un nivel absoluto, infinito- sirve a los «intereses» de la Idea (como si ésta fuese una Cosa, pero más alta: un Ser Supremo), la cual desviaría para su provecho las fuerzas espirituales de los hombres, p.e. técnicas y sociopolíticas. No. Es la Idea la que «en su proceso se hace ella misma esa ilusión, pone frente a sí a un otro, y su obrar consiste en suprimir esa ilusión.» (ibid.). Y es el pro­ pio Hegel el que equipara ese proceder con un «error», sólo del cual puede surgir «la verdad». ¿Qué puede que­ rer decir tan extraño texto? En la realización del bien, lo presupuesto como fin objetivo no es ya un Objeto exterior, sino un alter-ego, un Objeto-sujeto en el que sea salvaguardado mi «yo», manifiesto como sujeto-Objeto. En este encuentro sería estéril y puramente formal el que fin subjetivo y fin objetivo se recono­ cieran como meros sujetos (o hablando kantianamente: como «fines en sí mismos»), Al contrario, tal reco­ nocimiento sólo puede darse si se utilizan mutuamente: el Otro se entrega voluntariamente como instrumento de mi realización, y yo hago lo propio. El fin absoluto, el Bien, estribaría pues en la solidaridad de fines que son, visto cada uno desde su contrapuesto, medios (piénsese en el correlato fenomenología) del «perdón de los pecados»; Pha. 9: 361). Pero entonces, el fin absoluto es la irreductible altendad, no del sujeto-Ohjeto sub­ jetivo ni del Objeto-sujeto objetivo, sino de la oscilación incesante, del intercambio (Austausch) del uno por el otro, siendo una ilusión (Tauschung) la fijación en uno de los extremos. El Absoluto sería entonces la impe­ netrabilidad en la que se da toda compenetración, la imposibilidad que hace posible toda posibilidad: el cora­ zón opaco de WdL, refractario a toda lógica (e.d. a toda razón, relación y proporción). Sobre el tema, véase mi: La lógica del fin cumplido. ER 6 (Sevilla, 19S8) 73-96, espec. 9455.

abstracción unilateral. En cambio, y en el estricto sentido hegeliano del término, no puede haber algo «meramente» objetivo, porque el Objeto es la (auto)posición del Sujeto. Ahora bien, lo objetivo por sí sólo (al igual que ocurre con su correlato esencial: el fenó­ meno o Erscheinung) da la impresión de estar separado del Sujeto, pero como algo ine­ sencial y disponible, a la mano de la actividad teleológica que, sin embargo, está exte­ riorizada, alienada en el Objeto al que ella tiende. Falta aún el reconocimiento último: pero éste sólo se dará a través del curso dialéctico de la Idea misma. Ahora, al inicio, sabemos al menos algo, a saber que: «lo verdadero» está por «Concepto adecuado». Esto, lo «subjetivo», es el sólido sustrato en el que inhiere lo «objetivo», pero todavía como si se tratase de un añadido, de una combinación «sintética» en el sentido kantiano.17” 3) Por el contrario, la expresión final (unida a las dos anteriores por la disyunción inclusiva oder) adelanta ya la solución tautológica: «La Idea es... lo verdadero en cuanto tal.» Lo verdadero ha de ser pues exhaustivamente autorreferencial, causa sui (aunque aquí la voz «causa» se quede corta). Recordemos que la entera Lógica está im—plicada en una absoluta incurvación de la referencia: a) todo tiene una simple referencia a sí (lógi­ ca del ser); b) cada cosa se distingue de las demás por ser una referencia negativa a sí misma y, ulteriormente, por estar reflejada en sí sólo en su reflexión a lo otro, formando una relación de referencias contrapuestas (lógica de la esencia); el Todo se refiere a sí sólo al desarrollar cada referencia refleja (ahora denominada, respectivamente: subjeti­ va y objetiva) como constituyendo su propio contenido, negativa, determinada y pre­ cisamente asumido. El respecto «en cuanto que» (típico para la formación de juicios: t( katá tinos) se incurva sobre sí mismo y hace coincidir perfectamente predicado y sujeto, inhesión y subsunción.17’6 ”” De todas formas, hay que encender aquí «subjetivo» en un sentido unilateral, como enfrentado e indi­ ferente a lo objetivo. En cuanto realizado en el Objeto y alentando en él, en cambio, la Idea puede verse como un restablecimiento pleno del Sujeto (que aun desplegado enteramente en el Objeto mantiene a éste bajo su control y, por así decir, «vive» en él y de él). En este sentido, más profundo, Hegel no ha cambiado sus posi­ ciones «metafísicas» de 1804/05, cuando a la metafísica de la objetividad le seguía la de la subjetividad, divi­ dida en «Yo teorético, Yo práctico y Espíritu absoluto»: mutatis mutandis, la «Verdad (del Gmocer), el Bien y la Idea absoluta», de 1816 - Si se quiere, y con un término empleado por Heidegger para revelar el funda­ mento que opera ocultamente en toda la metafísica occidental (y no sólo en la Modernidad), podríamos decir que la Idea, en cuanto unidad de lo subjetivo y lo objetivo ya no es subjetividad, pero sí absoluta Subjetidad. Al fin, el libro coronado por la sección dedicada a la Idea se llama Lógica subjetiva. im Algo que no logró Aristóteles (pero quizá no fuera un defecto; quizá deseaba que no se lograra -como precaución ante toda vppic- y hasta seguramente sahía -muy socráticamente- que no podía lograrse) al pre­ sentar la filosofía primera como autorreferencial, según la fórmula famosa: «Hay cierta ciencia {em cm jfii) r¿c) que considera (fle ru p e t) lo ente en cuanto ente (ro ou T¡ oís) y cuanto le compete de suyo (iraff a v ro ).» (Metaph. IV, 1; I003a21s). Pero cabe conjeturar que tan ambiciosa tarea (digamos: el pendant grie­ go de la Ciencia hegeliana) no podrá llevarse enteramente a buen puerto por lo que se nos dice al inicio del siguiente párrafo: «Ahora bien, lo ente se dice ciertamente (X eyerat) de muchas maneras (rroÁÁa£úx:).~ (IV, 2; 1003a33). Y aunque esas maneras apunten de hecho (por sus referentes) a un analogatum princeps (la otxná), son de derecho inconmensurables entre sí, de modo que por lo que hace a su sentido (aunque no a su referencia) debiera hablarse de equivocidad más que de analogía (algo que se repite escandalosamente en el interior de la propia ovata, cuya escisión en roSe TI y en f l S x es equiparable a la hegeliana entre el Ser y la Idea). Para el tema en Aristóteles sigue siendo un clásico insuperable Pierre Aubenque, Le problémc de Pitre chez Ansióte. P.U F. París 1962 - Hegel cree haber probado con su WdL que ha reducido el primero a la segunda y a la inversa: reconducido la Idea al Ser; por eso se ufana de haber constniido un Sistema, o mejor: el único Sistema posible Más aún: no sólo habría autorreferencialidad (probando que «lo verdadero es todo y sólo lo verdadero»), sino «autosignificatividad» («la verdad es toda la verdad y sólo la verdad») y hasta compenetración absoluta del significado y de la referencia (como si dijéramos: «la verdad es lo verda­ dero, y lo verdadero es la verdad», sin resto). Para hacer ver lo desmesurado del empeño hegeliano (el sum­ mum de la contradicción para el entendimiento), imaginemos que Aristóteles hubiera dicho: «la Ciencia que considera lo ente en cuanro enre es también y en el mismo respecto lo ente de verdad; y a la inversa: no es que lo ente en cuanto ral sea susceptible de tratamiento científico, sino que lo ente (qua TO oistcüC

Así, la Idea es a la vez, inescindiblemente, la Verdad y lo Verdadero.17" Podemos considerarla al respecto como la compenetración dialéctica de las concepciones de Platón y de Kant. Para el primero, la idea1738es la esencia pura, verdadera, eterna de cada cosa, una ve: purificada ésta de todos sus accidentes: aquello que «es lo mismo respecto de sí mismo»: auto kath' auto hó esti (Phaedo 65c y s.; 75c—d ).17” Por el contrario, es sabido que el cartesianismo y el empirismo coincidieron en rebajar el término «idea» hasta referirlo a cualquier contenido de conciencia, a una representación (no sin guardar empe­ ro una pálida «idea» del uso primitivo, ya que la voz sigue denotando completud y auto-

ov, claro está) es la Ciencia.» Asi, la filosofía hegeliana sería (remedando la frase paulina) escándalo para los cristianos (pues muchas almas pías que no han leído a Hegel piensan que éste, en su insensata soberbia, quiso ponerse en el lugar de Dios, o al menos ser su lugarteniente) y necedad para los gentiles, que nunca aceptarí­ an que T O [ivorppiov TOV KCXjpov fuera algo no sólo públicamente revelahle, sino susceptible de expli­ cación lógica. Las características generales de la Idea en Hegel son, en resumidas cuentas: 1) Que la Idea no es una representación subjetiva o mental, sino la realización plena del Concepto, o el Concepto adecuado a sí mismo: la Idea es verdadera o mejor: es la Verdad. 2) Que la idea no tiene ningún ente como referente, pero no por ser ella algo formal, sino al contrario: porque lo existente y finito no da todavía la «talla» de la Idea, la cual se da sólo en una consideración bolista. 3) Que la Idea no es nada abstracto, salvo que entendamos por tal que «todo lo no verdadero se deshace en ella» (En;. § 213, A.; W 8, 368), por lo que -véase el punto 2- no se le puede atribuir ningún ente fijo, aislado (porque entonces sería tal cosa -p.e. Dios-, pero no tal otra -p.e. el mundo-). 4) Que la Idea es concreta, en el sentido del concrescere: ella arracima, dispone y orde­ na toda realidad, sin injerencia externa alguna. 5) Que no es trascendente ni está separada de los seres par­ ticulares, sino que ella se despliega en estas particularidades y a la inversa: éstas se componen y descompo­ nen en ella; ver punto 3. 6) Que la Idea no es un ideal (algo que «debe set» realizado, como en Kant); es cierto que es tremendamente activa, pero actividad y práctica (sensu kantiano) son cosas más bien antité­ ticas. La Idea es un movimiento perfecto, acabado en sí (n i'ry n c reXeta), como en Aristóteles. Y 7): que las determinaciones internas de la Idea (Vida, Conocer) son racionales, pero no por ello se limitan a regu­ lar nuestro conocimiento del mundo (dejando la constitución de la experiencia al entendimiento), sino que «permean» al mundo: le dan sentido y existencia. Como en la Objetividad, pero aquí con más «razón» (son las maneras de decirse y darse la razón), la Idea de Vida está viva; y lo está en mayor grado que cualquier ser de los habitualmente llamados «vivientes», ya que éstos tienen su límite en el surgir y en el perecer, mientras que la Vida recoge y asume en sí ambos momentos liminares. El término remite a la sustantivación de tSetv, infinitivo aoristo segundo de opaat («ver»), y que toma sus formas del verbo (ya en desuso en la época clásica): etSai (de donde procede, naturalmente, el famoso eiSoc, de hecho, y coloquialmente, tSea y etS(K son sinónimos: «apariencia, aspecto, forma»). Por lo demás -y yendo más allá del griego- la conjunción entre «ver» {opaco), «saber» (otSa) y subjetivismo («Yo») se apre­ cia con poco esfuerzo -y por vías bien retorcidas, y hasta irónicas- incluso en el castellano «americanizado» actual. La raíz idg. id- da en efecto por un lado «idea» y por otro «vídeo», un sustantivo formado por inde­ pendencia del prefijo empleado para diversos aparatos y enseres electrónicos («videojuegos», «videocintas») y que remite literalmente a la primera persona del verbo latino para «ver»; video («yo veo»). " wLa idea es así lo que se da a ver (el adspectum puro de algo) y lo que da qué pensar, pero no es un pen­ samiento en el sentido -digamos- de un acto «mental», cosa seguramente ininteligible para un griego; sí defien­ de Platón, en cambio, la inmortalidad del alma -o si queremos, de nuestro «yo»- (ver Phaed. 103b—107b) por participación en la Vida, lo cual será recogido mutatis mutandis por Hegel: la Vida es la Idea en su inmediatez, en sí. Platón admite una pluralidad de ideas (las más famosas: la Verdad, la Belleza y el Bien, constituirán el núcleo de los trascendentales escolásticos). Pero en un celebérrimo pasaje de República deja entrever que el objeto más excelso del saber: rj t o v ayaBou tSea (VI, 505a): la Idea del Bien, recoge en sí y posibilita a todas las demás ideas (como lo bello, lo justo o lo decoroso), confiriéndoles así sentido (esencia) y existencia (o sea: efectividad). No hace falta pensar mucho para darse cuenta de hasta qué punto está caminando Hegel en WdL por la senda platónica. Y más: Platón llega a sosrener que esa suprema Idea está «más allá de la esencia» ( c T r í K e L v a t t j c o i k j l c k ) porque la supera en dignidad y en poder (509b). Hegel, por su parte, culminará también el penoso ascenso al «Monte Carmelo» de lo Lógico con la Idea del Bien, que cumplimenta y sobre­ pasa al Conocer: es lo último que cabe decir (al límite del balbuceo) de verdad (y de la verdad), pues la «Idea absoluta» no es ya una determinación del Absoluto, sino éste mismo, real en su napovata como recapitulación y cierre metódico del Todo lógico recorrido (es dudoso que, además de esto, la Idea absoluta sea otra «cosa», del mismo modo que en el ámbito de lo efectivo no es seguramente el Espíritu Absoluto sino la comprehensión de la «trituración» de todo lo relativo y finito).

suficiencia, como en: «idea clara y d istin ta»).1740 Kant lleva al extremo este carácter representativo1711, mas aquí lo «representado» es la razón ante sí misma (la idea es un con­ cepto de razón, pero en el sentido subjetivo y objetivo del genitivo) con lo que cons­ cientemente vuelve a aproximarse a la noción griega de «idea». La idea kantiana no tiene referente, ni en la experiencia ni fuera de ella1742 (Alma, Mundo y Dios son -com o es sabido- subrepciones a partir de las tres funciones de cierre del silogismo de relación), aunque sí pueda usarse como principio regulativo de la experiencia. Sólo la idea de liber­ tad alcanza notoriamente un estatuto de realidad objetiva (convirtiendo en hecho su propia acción: el camino que recorrerá Fichte), de modo que otras ideas (como la de Dios o la inmortalidad) sólo alcanzan valor y sentido a través de ella (en evidente para­ lelismo con la función omniposibilitante de la idea platónica del Bien).174' IWEs significativo que en el español coloquial usemos el término sin referente cuando se trata de algo positivo, como si fuera la idea la que engendrara acción y conocimiento («Tengo una idea: vamos a hacer tal y cual cosa...»), y en cambio rija siempre genitivo al ser usada la voz negativamente («No tienes idea de lo que pasé». «No tienes ni idea de Hegel»). 1.41 Dentro del género supremo Vorstellung, la idea ocupa el lugar más alto, más alta que el concepto puro (la «noción»): «Un concepto de nociones que sobrepasa la posibilidad de la experiencia es la idea, o el concepto de razón.» Y con un impulso «aristocrático» que compartirá también Hegel, cuntinúa Kant: «A quien se ha acostumbrado una vez a esta diferenciación le tiene que resultar insoportable oír llamar idea a la representación del color rojo.» (KrV A 320/B 377). Por lo demás, si la idea o concepto de razón es un «concepto de nocio­ nes», si «noción» es un concepto puro «que tiene únicamente su origen en el entendimiento» (o sea: una cate­ goría), si todas las categorías tienen su unidad y foco último en la «unidad sintética de la apercepción» y ésta en fin es la autoconcienda, se sigue necesariamente (aunque Kant nunca afirme tal cosa a las claras) la identidad, primero, de autoconcienda y razón; y en segundo lugar, de la idea misma (en cuanto especie suprema que, en su pureza, coincide con el género «representación», lo cumplimenta y pleniftca) con la razón, siendo todo ello el modo de decir (y de decirse) el «Yo». En efecto, Kant señala: «La apercepción es ella misma el fundamento de posibilidad de las categorías, que por su parte no representan otra cosa que la síntesis de lo múltiple de la intui­ ción, en cuanto que eso múltiple tiene unidad en la apercepción.» E inmediatamente después identifica (táci­ tamente) apercepción y autoconcienda, y hace de ésta (explícitamente) «representante» del «Yo», al que tilda de «incondicionado» (adjetivo que conviene por antonomasia a la razón): «Por eso -dice- es en general la autoconcienda la representación de aquello (el «Yo pensante», como se sigue del contexto) que es condi­ ción de toda unidad y que sin embargo es ello mismo incondícionado.» (KrV A 401).- Así que Hegel es más «kantiano» que el propio Kant cuando afinna: «La idea puede ser comprendida como la razón (éste es el sen­ tido propiamente filosófico de razón)... porque en ella todas las relaciones del entendimiento están contenidas, pero en su infinito retorno a sí e identidad en sí (el único m sich del original ha sido vertido aquí en dos res­ pectos, F.D.).» (Enz. § 214). 1.42Claro está: ello no es el menor desdoro para la idea. Kant piensa en un sentido muy platónico cuando se escandaliza de que haya filósofos que apoyen la «populachera apelación» a una experiencia aparentemen­ te contraria a una idea (aun cuando ésta sea derivada, como cuando Platón combina la naturaleza humana con las ideas para forjar una imagen «divina» del hombre; cf. Rep. VI, 501b). Es más, esa supuesta experiencia de lo contrario ni siquiera existiría si no fuera medida (y condenada) por la verdadera idea, que es el criterio (p.e. de un Estado perfecto). Cf. KrV A 316s/B 373). 11,1A poco de empezar el Prólogo de KpV sentencia Kant: «Ahora bien, el concepto de libertad, en la medi­ da en que su realidad está probada por una ley apodíctica de la razón práctica, constituye la clave de bóveda (ScMusstein; y recuérdese que ScMuss significa también «silogismo», ED.) del entero edificio de un sistema de la razón pura, incluida la especulativa; y todos los demás conceptos (como los de Dios y la inmortalidad) que, en cuanto meras ideas, quedarían sin sostén, se enlazan con (scMússen... an) él, y con él y por él obtienen consis­ tencia y realidad objetiva, e.d. la posibilidad de los mismos viene probada por el hecho de que hay efectivamen­ te libertad.» (Ak. V, 3s.). Y en KU § 91 da Kant un paso más y llega a contara la libertad entre las Thatsachen (los «hechos», en este caso a partir de «datos» procedentes de la pura razón, sin que se vea empero cómo expo­ nerlos en una intuición) e incluso entre los scibüia (en verdad, es lo único scibde, esto es: algo cognoscible ente­ ramente por la sola razón a priori y que, sin embargo, es realmente efectivo). El propio Kant es consciente del paso que tímidamente está dando ahora (y que Fichre recorrerá en seguida a zancadas): «Pero lo que es muy notable es que entre los hechos se encuentra incluso una idea de la razón (de suyo incapaz de exposición en la intuición y por ende tampoco de prueba teórica alguna de su posibilidad); y ésta es la idea de libertad, cuya rea­ lidad se deja exponer... por leyes práctias de la razón pura y, en conformidad con éstas, en acciones realmente efectivas y por ende en la experiencia - Es la única, enrre rodas las ideas de la razón, cuyo objeto es un hecho,

Tenemos así dos respectos: objetivo (platónico) y subjetivo (kantiano), de un mismo Absoluto. Y ambos coinciden en privilegiar la actividad frente a una pasiva contem ­ plación. N o es extraño pues que Hegel una decididamente esta doble senda y haga desem­ bocar la Ciencia de la Lógica en una abierta apoteosis de la actividad (según lo ya pre­ figurado en el final de la Doctrina de la Esencia: la «acción recíproca», y en el de la Objetividad: la «teleología»).1744 Y la exposición hegeliana de la Idea consistirá en pro­ bar (¡pero sólo, obviamente, en ideal) la absoluta identidad de esos respectos.1,45 Primero, muy a la griega, el de la Idea como Vida. Y luego, como buen «kantiano», el de la Idea como Conocer y como Bien.1146 Recuérdese en todo caso que aunque el propio Hegel habla de la Idea de la Vida, de la del Conocer, de la del Bien y de la Idea absoluta1741 no hay sino una sola y única Idea (siendo las anteriores determinaciones, aproximaciones que van de lo inmediato y abstracto a lo absolutamente mediado -y en cuanto mediado sólo por sí, restablecido como inmediato- y concreto).*14

y tiene que ser contada entre los scibilia.» (Ak. V, 468).- Así que no es extraño que Hegel enlace al fin la idea de Bien platónica con la kantiana de la libertad como último paso y transición a la Idea absoluta. En efecto, en la actividad subjetiva concretada en acciones realmente efectivas (según lo exigido por Kant) resulta: «pues­ ta la Idea del concepto determinado en y para sí, sin estar ya meramente en el sujeto activo, sino existiendo igualmente como una inmediata realidad efectiva, mientras que ésta, a la inversa, existe, según está en el cono­ cimiento, como objetividad que es de verdad {uvhrhaftseyende). Con esto ha desaparecido la singularidad del suje­ to..., que existe aquí en el acto (iljl) como libre, universal identidad consigo mismo.» (WdL 12: 235). 1,44Quizá cabría objetar que ése será en todo caso el final de la lógica «finita» o de las determinaciones de la Idea (donde efectivamente el Conocer se realiza enteramente en el Bien, de modo análogo a como el Sujeto se encarnaba en y como el Objeto, el cual culminaba en el Trabajo), mientras que la última sección, dedicada a la «Idea absoluta», supondría un retorno a la pura teoría y, por ende, un definitivo triunfo de ésta. Sin embar­ go, la objeción no se sostiene: la recapitulación del Métcxlo sería -hegelianamente hablando- el ejemplo supre­ mo de práctica teórica (no hay que esperar a Altbusser o a Foucault para encontrar esa noción que, si no con esa expresión, está ya claramente en Hegel... y luego en Peirce), ya que involucra activamente al lector, el cual -análogamente a lo citado en nota anterior- debiera hacer completa dejación de su individualidad e identifi­ carse con esa libre identidad de la Idea, capaz por lo demás de expedirse feblemente en y como la Naturaleza en una verdadera creado ex ¡ct a] mhilo sui et subjecti (si entendemos aquí por «nihil» la negación determinada de todas las determinaciones lógicas, que es en lo que consiste la Idea). ¿Puede haber acaso mayor actividad que ésa? (No hay que confundir por lo demás esa actividad -la kínesis teleta aristotélica, alimentada perversamente en Hegel de todos los movimientos imperfectos- con la actividad práctica kantiano-fichteana, que -al decir de Hegel- es literalmente un «quiero y no puedo», un vacuo «deber ser» incesantemente renovado). 1144Ya sabemos que para Hegel el paso de la Subjetividad a la Objetividad expresaba la verdad latente en la estructura del argumento ontológico. Por eso no es extraño que ahora la identidad de lo subjetivo y lo obje­ tivo que es la Idea se exprese en los términos con que la tradición metafísica definía a Dios: «La Idea puede .. ser comprendida como aquello cuya naturaleza (e.d., cuya esencia, F.D.) sólo puede ser concebida como existente.» 1,41 La impresión de que la Idea tiene sólo dos determinaciones o respectos (Ideclles y ReeUes), y que no se «cierra» por tanto en un silogismo (¡cuál sería su término medio?) se ve reforzada por el final de la nota al § 214 de Enj.: «La Idea es el juicio infinito (en En?. A § 162 se añadía [F.D.]: el cual es desde luego tan sencillamen­ te idéntico que) cada uno de sus lados es la totalidad autosubsistente, y que precisamente por el hecho de que cada uno está allí cumplido-y-acabado ha pasado igualmente al otro.» A su vez (y como si en este punto extre­ mo las tríadas habituales dejaran de tener sentido), la Idea del Conocer está dividida en dos (lo Verdadero y el Bien) y la Idea absoluta surge como síntesis de estos dos respectos, encarnados en el Yo teorético y en el Yo práctico (como en 1804/05, por demás). Y sin embargo, su identidad objetiva es «inmediata»(como es obvio: ¡quién o qué la iba a mediar, si ella es la condensación última e intensísima de lo Lógico?) y, en ese respecto, es «retorno a la Vida» (WdL 12: 236). Así, la Idea absoluta sigue manteniendo diyuntas sus esferas (como un juicio infinito), aunque «nosotros» sepamos que la Vida por un lado y el Método por otro son una y la misma cosa (o sea, sabemos que el juicio es idéntico, que expresa una tautología). La perfecta compenetración (asíntótica; Hegel no se hace al respecto la menor ilusión) de ambas esferas in actu exercito requerirá empero una «salida» de lo Lógico, que se pondrá a sí mismo como estando fuera de sí: como Naturaleza. 1,47 Hegel ha insistido en que la Idea no ha de ser desde luego tomada como «una idea de algo, del mismo modo que no hay que tomar al Gmcepto como mero concepto determinado.» (En*. § 213, A.; 8, 368). No hay Idea de la Vida, como si ésta pudiera existir sin aquélla (la cual, a su vez, sería su reflejo). Por eso sería mejor hablar de la Idea-Vida o de la Idea como Vida.

735

Vl.5.3.7.3.1.- Vivir. La Vida174'1es la unidad inmediata, existente, del Sujeto-O bjeto; en ella se da una clara tensión entre ambos polos, de modo que el primero (el Concepto), en cuanto «fin en sí mismo» (Selbstzweck) tiene al segundo como medio: es en ese «campo» donde él se realiza y cumple como fin, y donde se es idéntico a sí mismo (recuérdese la definición de libertad como «ser cabe sí en lo otro de sí»). Aparece así el Concepto como interio­ ridad subjetiva, o sea como Alma, y la exterioridad inmediata como el Organismo (el Mundo como único Organismo). La forma de existencia de la Idea es, dada su inme­ diatez, la singularidad (sólo existen seres vivientes «sueltos», aislados en apariencia: la Vida en general no existe; frente a esos individuos, y también en apariencia indiferen­ te a ellos, la Vida es lo universal, sólo concepto). Cf. WdL 12: 177. Como se ve, «repe­ timos» así el esquema del Concepto subjetivo (mientras que la Idea del Conocer corres­ ponderá al juicio - a la protopartición- de la Idea). Y tendremos que encontrar lo particular: las funciones específicas del proceso vital, a fin de apreciar cómo el Concepto convierte «la exterioridad en universalidad, o sea cómo pone su propia objetividad como igualdad consigo mismo.» (ibid.). Tenemos pues los tres momentos: E (el individuo, el ser vivo); B (las funciones vita­ les: sensación, excitabilidad, reproducción), y A (el género).1749Considerado como tal, el individuo presenta la contradicción en sí de ser un conjunto de miembros y de órga­ nos recíprocamente diferentes (en el sentido fuerte de different: que se diferencian acti­ vamente entre sí y di-fieren de los otros), pero de tal modo relacionados que funcionan alternativamente como fines y como medios unos de otros. La unidad que enlaza todos esos miembros —su vida o su «alma», en el sentido griego de psyché: unidad interna de movimiento- es puramente negativa (es para sí en cuanto reflexión infinita desde cada uno de los miembros presuntamente independientes). En una palabra: el cuerpo cons­ tituye una unidad orgánica porque se despliega en una diferenciación funcional. Pero si, de este modo, el Alma singulariza al cuerpo en cuanto conjunción unitaria -en cada caso- de actividades, ella misma, el Alma (o sea: el Concepto), sigue siendo algo uni­ versal y, por ende, separable del cuerpo: «es esto -concluye Hegel- lo que constituye la mortalidad del ser vivo.» Sólo que -contra toda tentación platónica o cartesiana- tiene buen cuidado de añadir: «Pero sólo en la medida en que él está muerto son esos dos lados de la Idea componentes distintos.» (Enz- § 216).17,0 La conexión de ambos respectos se aprecia con toda claridad en el examen de las funciones vitales. Como momento universal (A ) de todo ser vivo, en él es la vitalidad, Se trata naturalmente de la Vida lógica, de la cual es un pálido remedo la vida «biológica» y orgánica de la Filosofía de la Naturaleza. Sin embargo, y siguiendo un proceder habitual en él (y que recuerda a la esco­ lástica vía eminemiae), Hegel utilizará con profusión términos y conceptos de la incipiente biología de su época (Blumenbach, Treviranus, John Brown, etc.). 1.49Orig.: Ganung. Desde luego resultará extraño hablar de los «géneros» -y no de las «especies»- anima­ les, como es habitual. Pero es mejor soportar esa extrañeza (en los casos necesarios, es fácil hacer resonar «espe­ cie» dentro de la voz «género») que perder la conexión -tan conscientemente buscada por Hegel- entre el género lógico y el vital (mientras que las llamadas «especies» en el sentido lógico son, en cuanto diferencias, fun­ ciones específicas, particularizadoras). 1.50 Hegel despacha aquí tácitamente de un plumazo el por entonces espinoso problema de las relaciones entre el alma y el cuerpo y, consecuentemente, el no menos espinoso de la Inmortalidad del alma. Es obvio que la Vida, en general, es «inmortal»; pero lo es porque, así tomada, es una abstracción: por sí sola, sin «encar­ nación» singular, no existe, desde luego; o si se quiere: la Vida no está viva (recuérdese que la Idea no es nada trascendente ni separado de los particulares). Vivo lo está solamente el individuo. Y la consideración en él del alma y del cuerpo como entidades separables es puramente abstracta: el Alma es el Concepto en cuanto iden­ tidad inmediata (a partir de la contraposición de las diferencias funcionales); y el Cuerpo es el Objeto en cuan­ to unidad negativa de sí. Son pues dos respectos de lo mismo que sólo existen de forma conjunta, concreta.

736

para empezar: «puramente tan sólo un vibrar dentro de sí misma»: sensibiliad. (WdL 12: 185). La sensación representa la primera Er-innerung, el primer «recuerdo» o inte­ riorización de la naturaleza externa (por esa interiorización, vista por vez primera como externa, o sea: como separada del organismo vivo). Por así decir, es la organización de lo inorgánico, la centralización de lo diseminado. Por la sensibilidad la universalidad del Concepto (la Vida, en general) se da una existencia óntica; y a la inversa, el cuerpo se hace semiente: tiene «sentimiento de sí mismo» (Selbstgefühl; ibid.). Pero con ello surge el momento de la particularidad (B ), en donde queda puesta, asentada, la diferencia entre mi cuerpo y los cuerpos. Es la negatividad, la inversión del sentimiento como «exci­ tabilidad».1751 De este modo, el sentimiento se vuelca hacia fuera y se convierte en impul­ so (TWeb; cf. 12: 186). Ahora bien, por esa función especificadora el ser viviente es ahora, de una parte, una «especie, entre otras especies de seres vivos»; y la reflexión de esta diversidad indiferente es el «género formal»; pero de otra parte esa particularidad niega la determinidad primera (el estar dirigido hacia fuera) e incurva reflexivamente la vita­ lidad hacia sí, concentrando al ser viviente como singular (adviértase que, de este modo, se han invertido quiasmáticamente los momentos -antes abstractos-de la singularidad y la universalidad). Sensibilidad y excitabilidad son empero momentos abstractos; la Vida se concreta únicamente en la ceflexión-en-sí que niega la aparente inmediatez mostrenca del indi­ viduo y lo enlaza, bien con su singularidad a través de lo universal (la naturaleza exte­ rior), en cuanto unidad sensitiva (reflexión teórica) o bien con su universalidad a tra­ vés de otra singularidad, de modo que la objetividad exterior no es ya algo encontrado sino un producto de la relación de individuos de una misma especie en un determinado ambiente (reflexión real): reproducción, el momento en el que lo viviente se pone a sí mismo «como individualidad realmente efectiva» que es a la vez «referencia real hacia fuera» (12:1 8 6 ). El individuo se ha configurado así totalmente dentro de sí mismo. Este primer proceso: la configuración del individuo, equivale en el nivel de la Vida al supuesto señorío del mundo objetivo por parte del fin subjetivo en la Teleología (y en el respecto fenomenológico, a la aparición inmediata de la razón, la cual tiene la cer­ teza de que el mundo a ella exterior es algo nulo e inconsistente de suyo, y que se dispone a convertir en verdad esa certeza). Ahora, el individuo configurado ha de probar que el mundo es su mundo, su ambiente y, a la vez, que en cuanto individuo está en él sólo de manera ocasional y efímera. Tal es el «Proceso vital» (ver 12: 187-189). Su primer momento corresponde a la verdad del sentimiento, es decir: a la necesi­ dad.1™ El ser vivo se siente a sí mismo como falta de aquello que él justamente niega como lo exterior: se refiere pues negativamente a sí y se determina a equiparar a sí mismo ese su exterior. Esta su autodeterminación tiene la forma de una exterioridad objetiva (por lo tanto, justamente lo que él no es). Y sin embargo, sólo en esa exterioridad es

El término es tan poco apropiado como el original que intenta verter, y que hoy es completamente desusado: ImuibiliuU (actualmente hablaríamos del reflejo estímulo-respuesta). Hegel toma aquí la terminología y sigue las concepciones de un muy influyente discurso de Cari Friedrich Kielmeyer (1793): Ueber die Vcrhdtrmse der organischen Kr&fte utuer einander in der Reihe der verschiedenen Organisationen, die Geseze (sicí) und Fo(gcn dieser Verhdmisse. (SUDHOFFS ARCHIV FÜR GESCHICHTE DER MEDIZIN 23,3 (1930) 247-267: repr. Wiesbaden 1965). Para Sensibiliuu, ver p. 252s.; para Reizbarkeit (o indistintamente: Irricabiliuü), p. 254s.¡ para Reprodukiiomkraft, p. 257s. Orig.: Bedürjhiss. No dehe confundirse naturalmente con la necesidad lógica. En español, el término resulta inequívoco en plural: «las necesidades». En cualquier caso, el contexto no pennite ninguna ambigüe­ dad. Hegel se está refiriendo a ese peculiar estado por el que nos sentimos sujetos de una carencia, de algo externo que debiera ser nuestro, de lo que debiéramos apropiarnos para asimilarlo.

737

idéntico a sí mismo. El ser vivo es esta contradicción de estar escindido, roto dentro de sí; recuérdese al respecto el juicio apodíctico sobre toda realidad efectiva; sólo que ahora el individuo vivo siente esa escisión. Ese sentimiento es el dolor. Y Hegel celebra en frase inolvidable esta aparición primera del dolor (¡en un libro de lógica!), ya que sólo por él siente el individuo que él es el Concepto existente, o sea que sabe de su naturaleza como negatividad de sí mismo y, a la vez, que esa negatividad es para él, que él se conserva en ese su ser-otro. El dolor es pues la primera separación de la naturaleza exterior y de la propia naturaleza interior o concepto: «Por eso -dice Hegel- el dolor es el privilegio de las naturalezas vivientes.» (12: 187). Añadiríamos: el dolor es el juicio en el que se diri­ me internamente la Vida. Ahora, este dolorido sujeto de necesidades se enfrenta al mundo como si éste fuera un complejo mecanoquímico sobre el que ejerce coerción (cf. 12: 188). Ahora bien, al igual que en la Teleología (o en la dialéctica fenomenológica del amo y el esclavo), su acción sobre esa muerta objetividad no le reporta beneficio alguno; lo inorgánico en cuanto tal es inasimilable... á menos que el propio sujeto se exteriorice, se ponga como instrumento de sí mismo y sea su propio medio de realización, de manera que el Objeto deja de ser indiferente a esa acción (antes agresiva) y el Sujeto a su vez sólo se recono­ ce a sí mismo al hacer de su subjetividad sustancia; de su propia subjetividad, Objeto. La finalidad deja así de ser externa (la única que la Teleología conoce) para hacerse ínti­ ma, vital: es la asimilación. De esto se sigue -en una espectacular «reiteración» a nivel vital de la preeminencia del instrumento en la teleología- que la Vida de verdad no se encuentra ni en el extremo singular del cuerpo como manojo de impulsos ni en el extre­ mo universal del mundo objetivo como Objeto del deseo, sino en la transición particu­ lar de uno a otro, o sea en la asimilación. Y, se supone, también en la deyección, en los residuos: en efecto, la «reorganización» de lo inorgánico interiorizado tiene como con­ trapartida ineludible la recaída del cuerpo en el proceso mecanoquímico: «un comien­ zo de la disolución de lo viviente.» (12: 189). Aquí, la producción de sí deviene transi­ ción a lo otro. Pero lo que.se mantiene es el proceso mismo: un proceso ya no simplemente producido, sino reproducido. Y lo que ahora se reproduce no es el indivi­ duo de una especie, sino la conservación de éstas a través de la vida y muerte de los indi­ viduos. De este modo, el proceso vital especificador se torna en el universal concreto: el género. El género es la identidad del ser viviente con su propio ser-otro y, por ende, la dupli­ cación del individuo: de un lado presupone una objetividad como siendo genéricamen­ te idéntica a él (tal es la diferencia sexual); del otro se comporta consigo mismo como si él fuera otro ser viviente (tal es la relación de paternidad). En otras palabras: el géne­ ro muestra la contradicción (tan necesaria como irreparable, en el nivel de la Vida) entre el universal y el individuo concretamente existente. Este es ciertamente el géne­ ro, la sustancia universal. Pero sólo lo es en sí. Y en cambio el género, que existe como realmente efectivo sólo en los individuos, lo es en función de la reproducción de éstos. Este es «inmortal» en el desgaste y muerte de los individuos; y sólo es además reconocible en la generación de la prole. Ahora bien, con la desaparición del individuo como este singular inmediato desa­ parece igualmente el carácter de inmediatez con el que se presentaba la Idea. Esta, en cuanto Vida, no está ya sometida al albur de la generación y corrupción de los indivi­ duos, como una abstracción de éstos. Y no lo está porque, recuérdese, la reflexión por la que se iba constituyendo el proceso vital era también teórica: del sentimiento al impul­ so, de éste al dolor, y del dolor al conocimiento de sí en el reconocimiento del otro de sí (diferencia sexual). Ese es un camino concomitante y, por así decir, inversamente pro-

738

porcional al del «aprendizaje» de la asimilación, la reproducción1’5’ y la muerte por parte del individuo. La declinación de éste es al mismo tiempo la elevación del ser vivo a conciencia de sí (en su relación justamente con lo distinto de sí). Tal es la emergencia del hombre: el solo individuo que sabe de sí como identidad que difiere de su especie; por ende, el único individuo que se sabe mortal. El saber es, así, desde el inicio, saber de la mortalidad. Conocimiento y muerte son el anverso y el reverso de un mismo proceso: «La muerte de la inmediata vitalidad singular es la emergencia del espíritu.» (Enz- § 222; cf. el pasaje paralelo de PKN\ Enz. § 375).1754 Vl.5.3.7.3.2- Conocer y querer. En el Conocer tiene lugar la «recurrencia» de la Objetividad en la Idea; el Conocer (o sea: la Idea, determinada como Conocer) es el conocimiento objetivo, universalmente válido y necesario: el ámbito del saber y de las ciencias, donde la subjetividad (antes, concentrada en el individuo viviente) ha de elevarse, abnegada (guardándose pues sus opiniones y creencias subjetivas), a universalidad. Y sin embargo, precisamente por ser un conocimiento objetivo (es decir: que no es saber absoluto), la Idea se encuentra aquí escindida, dividida dentro de sí. El Conocer es pues, igualmente, la «recurrencia» del juicio en la Idea. Y en este sentido, sigue estando afectado de finitud. El Conocer es ya, en efecto, la unidad consciente del Sujeto y del Objeto: pero lo es para «nosotros», los lectores de la Lógica. Aún no ha reconocido esa unidad que ella misma se da en la autoconciencia. Por ende, el Sujeto comienza aquí por entender al Objeto (Objela) como objeto (Gegenstand)'n\ es decir como algo a él enfrentado y que atesora la verdad «obje­ tiva» del mundo. Tal parece en efecto que, al pronto, el Sujeto se topara con las estruc­ turas racionales del mundo objetivo, consistiendo entonces su quehacer en «grabar» esas estructuras en su subjetividad finita («finita», justamente por precisar de lo otro de sí para existir), como si ésta fuera una tabula rasa, pero ya no receptora de impresio­ nes sensoriales, contingentes y efímeras, sino de nociones teóricas, o sea de conoci­ mientos objetivos. Es obvio que el Conocer cae así en una contradicción interna (cuyo mejor ejemplo es el dualismo kantiano). Y la primera manifestación de la contradicción se entrega en el acto: en el acto del conocer mismo; esto es, en la intuición, la cual niega eo ipso la cre­ encia primera, a saber: que hay de un lado un «mundo objetivo» lleno y del otro una «conciencia subjetiva» vacía y enteramente susceptible de ser pasivamente determina-

Orig.: Begauung (cf. WdL 12: 191). Con nuestra versión se pierde esta conexión del género (Gauung) con su propia referencia (indicada por el prefijo: Be-). El término significa habitualmente «coito», aparea­ miento sexual. I,MEn el Addendum al § 381 de Enz. (ya en PhG) matiza Hegel estas expresiones, para evitar macabros malentendidos (del tipo: si los individuos mueren, ¿quién es entonces el que conoce?; o: ¿acaso el espíritu nace sitio cuando muere el individuo?, ¿deberemos matar o al menos mortificar la «carne» en nosotros si queremos alzarnos a la Idea de la Verdad?): «Cuando en el § 222 se dijo que la muerte de vitalidad meramente inme­ diata y singular era la emergencia del espíritu, hay que entender que esa emergencia no es carnal, sino espiri­ tual; que no es una emergencia natural sino un desarrollo del Concepto, el cual supera (aufliebi) la unilateralidad del género que no llega a realización adecuada, sino que más bien se muestra en la muerte como poder negativo contra esa realidad efectiva, y que [a la vez] suprime la unilateralidad -enfrentada a esa otra- de la existencia animal ligada a la singularidad, asumiendo [a las dos unilateralidades) dentro de la singularidad uni­ versal en y para sí o, lo que es lo mismo, en la universalidad que existe para sí de una manera universal, a saber: el espíritu.» (W 10, 25). No es pues extraño que en este capítulo reaparezca un vocabulario fenomenología) y que Hegel empren­ da una fuerte crítica contra las formas finitas del entendimiento, a las que las ciencias (y la propia filosofía de la reflexión) se atienen en su proceder.

739

da. Pues en toda intuición coinciden sin resto, como si se tratase de una y la misma «cosa», un contenido cualitativo de conciencia y un mundo objetivo en el espacio y el tiempo. Ahora bien, en la intuición no es posible mantenerse porque, al ser unidad inmediata de lo cognoscente y lo conocido, en ella -por sí tom ada- no se conoce toda­ vía absolutamente nada, no hay «distancia» para reconocer lo intuido, sino un sordo engolfamiento del sujeto en el objeto y una completa indiferenciación de ambos (algo significativamente muy parecido a la muerte): «una universalidad idéntica» (En?. § 223). Por eso es necesario reflexionar sobre esa intuición. Es claro por demás que esta «reflexión» no es una mera operación subjetiva, sino la flexión de la totalidad misma de la Idea sobre sí. El resultado de este juicio (recuérdese la lógica de la reflexión; ahora la Idea va a recorrer en un nivel superior el mismo circuito que la esencia) es la presu­ posición de un mundo objetivo como un conjunto de fenómenos, dotados de existencia singular, y a la vez la posición de la Idea subjetiva como siendo para sí ella misma y su otro (su mundo, del que tiene conciencia: pues sólo en ella tiene el mundo realitas objectiva). La Idea -que rechaza de sí el ser totalidad y se pone unilateralmente como Sujeto de reflexión—tiene pues la certeza de la identidad de la subjetividad reflexiva (y, por ende, elevada a universalidad) y del mundo (que no es ya algo externo e independien­ te de la conciencia, sino el exterior de ésta). La Idea como Conocer abriga así la creencia de que el mundo es el lugar en el que la subjetividad encuentra su propia verdad, y se lanza como razón al mundo a fin de elevar su certeza a verdad, es decir: de concebir el mundo objetivo y eliminar en él su presunta separación de la conciencia, ya anulada en sí por la reflexión.'” 6 Estamos al pronto en una suerte de juicio infinito negativo: el Sujeto consiste en no ser Objeto y viceversa. Pero la Idea tiene el impulso (Trieb) a salir de la finitud de esta oposición contradictoria (cada extremo dice que él no es su opuesto, y sin embargo nece­ sita de él para ser y para tener sentido). Y lo hace por dos vías antitéticas y al fin com­ plementarias.1” 7O bien se trata de superar la unilateralidad subjetiva recogiendo en sí al mundo existente como lo objetivamente verdadero, representándolo en el pensar y dando así contenido de verdad a la certeza, antes formal y abstracta, de éste (tal es el impulso del saber hacia la Verdad: una actividad teórica).l,a O bien se tiende a superar la unilateralidad del mundo objetivo, visto como un mero agregado de objetos contingentes y que no son como debieran ser (o sea: no son como su concepto exige, cosa que sólo sabe el Sujeto, identificado con el Concepto). Aquí, el Sujeto sale de sí y marca, determina con su acción esa exterioridad contingente, llenando así de contenido ese mundo inane y engañoso (tal es el impulso a realizar el Bien: una atividad práctica). Cf. En?. § 225. Ya es posible vaticinar que ambos intentos subjetivos resultarán fallidos, y se queda­ rán en mero esfuerzo (del Yo teórico en un caso; del Yo práctico en el otro). En efecto, se trata de un «volcarse» en lo otro de sí, el cual, por esa alteridad acoge indiferente­ mente y literalmente sin alterarse sea la verdad del mundo, sea la acción del Yo. De modo

1,11 Cf. En?. § 224. El paralelismo con el comienzo del cap. V de Pha. (la razón que se lanza al mundo) es aquí evidente. Sólo que ahora no se trata de figuras concretas de conciencia, sino de la referencia lógica del Suhjeto y del Objeto dentro del juicio de la Idea. ,,n De ahí la bipartición de la Idea del Conocer en Idea de lo Verdadero e Idea del Bien. La primera no desemboca en la segunda, como si ésta fuese su verdad: al contrario, ambas se corroboran mutuamente y encuen:ran la síntesis de sus esfuerzos (siendo cada uno, si unilateralmente tomado, fallido y finito) en la Idea absoluta. " * Este es el sentido en el que lo «subjetivo» es visto como algo no fiable: una ocurrencia particular, coningente, que debe ser verificada según su adecuación o no a lo verdadero (identificado sin más como algo ■ objetivo», es decir: universalmente válido y necesario, con independencia de toda opinión, vista como una njerencia en la Cosa misma).

7idA

que no hay retomo: la acción no revierte en quien la ejecutó, quedando así éste alienado de sí mismo, perdido en lo exterior. En efecto, por lo que toca al impulso hacia la Verdad, se trata de una asimilación (recuérdese lo dicho al respecto, al hablar de la Vida) de un «material» dado, ajeno, que tiene ya empero la forma de las determinaciones conceptuales (de lo contrario no sería reconocido como «verdadero» por parte del sujeto, que sin darse cuenta se está «leyendo» a sí mismo en eso «dado») y sin embargo se recibe como si constara de cosas exteriores a la conceptualidad y encima diversas e indiferentes entre sí (como la po/ymathía contra la que luchaba ya Heráclito: saber algo de matemáticas, de física, de filo­ sofía, de corte y confección, etc.). La razón se rebaja aquí a sí misma a entendimiento; y, como si de un Midas del conocimiento se tratase, cuanto ella toca se le convierte en algo tan sólido y firme en apariencia como finito y fallido en verdad. Tal es el conocer de la reflexión, que a su vez no llega a reflexionar sobre ella, sino que -com o un meca­ nismo de vaivén- pasa del sujeto a los objetos y enlaza a éstos (sin parar mientes en que ésa es su acción) en ristras de condiciones que ascienden al infinito malo del nihi­ lismo. Sin embargo, que ella misma (la razón solamente reflexiva, entendedora) barrun­ ta que tanto la Cosa como ella tienen un sentido más alto que el de hacer de «lanzadera» es algo que queda claro cuando se ve cómo se contrapone a esa finitud (aunque se la alabe burguesamente como ganancia segura) una infinitud que estaría más allá del conocimiento (alusión a Jacobi y su «fe») o descansaría solamente en sí (palmaria alu­ sión de Hegel al agnosticismo que, partiendo del kantismo, se había ido extendido por Alemania). Dos caminos sigue esta razón degradada, atenta sólo a lo que puede dominar y comprehender: 1) método analítico: toma lo concreto y singular como punto de partida y pro­ yecta sobre sus cualidades inesenciales la identidad formal, abstrayendo de aquéllas las condiciones de posibilidad de la cosa concreta (cf. En*. § 227). Com o se ve, en este ars inveniendi consistente en la resolutio queda latente la operatividad del sujeto (al contra­ rio, la subjetividad es vista como puramente receptiva, pasiva, para «garantizar» la obje­ tividad del análisis), cuando es la actividad subjetiva la que transforma las cualidades aparentes en géneros, tipos de fuerza o leyes a la luz de su identidad. Por eso, ciertamen­ te el singular queda elevado y explicitado; pero su universalidad es puramente abstracta: la cosa misma queda desechada en su concreción, y lo que se obtiene son meras esencialidades obtenidas de un modo en definitiva arbitrario, y que además van cada una por su lado, sin que pueda explicarse cómo es que se daban de consuno en una misma cosa. 2) método sintético: parte de las «razones» o fundamentos y progresa desde ellas a las consecuencias (Hegel sigue en este punto a Kant: Prol. Ak. IV, 276, A.; cf. Logik § 117; Ak. IX, 149). El método sintético es sin duda superior al analítico (a pesar de que tra­ dicionalmente se viera en él un mero ars exponendi, una compositio de elementos sim­ ples, abstraídos de lo «dado»). Y lo es porque en él no se aprehende simplemente algo existente, sino que éste es elevado al nivel del concepto. Mediante una exposición crí­ tica de la antigua lógica majar o metodología, Hegel examina como diversos momentos del método sintético la definición (cuyo punto de partida es el resultado del análisis)11” ,

l,# La definición tiene por objeto unificar las determinaciones conceptuales en una universalidad con­ creta considerada como la omnímoda determinado de la objetividad. Lógicamente hablando, pasa de A (gentes pToxrnivm) a E (el definiendum) a través de B (quaiitas spticifica). El problema es que, en el ámbito finito, nunca es posible estar del todo seguro de si el género es o no «próximo» (pues ha sido obtenido generalizando notas sensiblemente recurrentes). Y en cualquier caso, E sigue correspondiendo a una cosa inmediata que yace supues­ tamente fuera del concepto, de modo que la definición nunca cuadrará a él, sino a su species ínfima.

la división y clasificación"*, y el teorema (que ha de ser probado - o sea, «construido»en base a la conjugación de definiciones y divisiones)1761. El defecto del método es con todo patente: en primer lugar, su punto de partida: la definición, reposa en cualidades abstractas y, por ende, tiene siempre el peligro de la arbitrariedad (escoger una cualidad en lugar de otra y elevarla a abstracción mediante la formalización subjetiva); en segundo lugar, el juego de conexión y de separación repo­ sa en postulados o axiomas dogmáticamente escogidos y supuestamente evidentes (en una verdadera petitio principa), de manera que las pruebas de los teoremas resultan, en el mejor de los casos (como en la Ethica de Spinoza), un formalismo innecesario, un armazón que puede ser fácilmente dado de lado; y en el peor, un artificio pedante y vacuo que da apariencia de cientificidad a los temas más banales, como en Wolff."62 Y en ter­ cer lugar, en fin, es cierto que el método sintético (piénsese en los Elementa de Euclides, que era el modelo por excelencia del método compositivo) conecta entre sí las diferen­ tes determinaciones conceptuales; pero las considera como determinaciones de un Objeto dado y que presentan un contenido igualmente dado, sin relación pues con la actividad intelectiva. Por tanto, el Sujeto se siente afectado por una necesidad supuestamente pro-

' La división es la exposición de la conexión de un universal A con su B inmanente, a fin de conocer E (piénsese por caso en el método diairético usado por Platón en El sofista para localizar lógicamente a ésre o al pescador de caña). IKI El teorema (Lehrsatz, lie.: «proposición doctrinal, dogmática») implica la demostración del singular E como esto concreto. La demostración sigue sin embargo dos etapas independientes y hasta incongruentes entre sí. Primero la construcción, realizada de por sí, sin la subjetividad del concepto (como cuando Arquíinedes construía tentativamente un cono inscrito en un cilindro, o cuando Wesunghouse construía sus modelos mecá­ nicos). Y luego la prueba que, al contrario, es un obrar subjetivo sin objetividad, como un armazón que luego se retira, dejando intacta a la cosa (piénsese en la «prueba» del Teorema de Pitágoras por levantamiento de cuadriláteros sobre los lados del triángulo). De un lado tenemos pues una necesidad brotada de la Cosa y tra­ bajosamente captada por triol and error, que dicen los conductistas; y del otro una libertad que en el fondo es arbi­ trio. Que, a pesar de todo, el método sintéjico haya prestado grandes servicios en geometría y en álgebra (como reconoce Hegel) se debería a una tautología de fondo: las figuras geométricas y los signos algebraicos son a su vez constructos arbitrarios, abstracciones al servicio de una mente engolfada con sus propias elucubraciones y desinteresada de las cosas concretas - Y ya se ve lo que aquí falta: la perfecta compenetración e identidad de la necesidad (posición de la conexión de las determinaciones diversas como concreción del Objeto) y de la libertad (autorreferencialidad del Sujeto cognoscente en lo conocido, en cuanto producido por él). En la Idea absoluta, esa unidad Sujeto-Objeto no será ya objetiva (tal es en cambio el nivel en el que se mueve la Idea del Conocer), sino subjetiva (aunque se trate aquí de un sujeto potenciado, que ha pasado por la pnieba de la «muer­ ta» objetividad e inmota en ella, haciendo de ella su «casa»). I,H Con cierta malevolencia resalta Hegel los aspectos más ridículos del empeño wolffiano por sistemati­ zarlo todo. Quizá habría sido generoso por parte de I legel haber hecho una mínima alusión a los grandes ser­ vicios prestados por Wolff a la filosofía, a la ciencia y en general a la vida intelectual alemana; pero como Némesis tiene larga y justiciera mano, sarcásticamente tildará el archienemigo Schelling de «nuevo wolffianismo» a la filosofía hegeliana. Y lo hará constar por escrito en 1834 públicamente (ya había hecho esa denun­ cia en 1827, pero sólo para los oyentes de sus lecciones) en el prólogo de un libro de fácil comprensión, para garantizar así la difusión del dicterio: Vorredc einer philosophischen Schrift des Herm Víctor Cousin (S.W. 1/10, 212).- Volviendo a las críticas de Hegel a Wolff en WdL, la elección del «blanco» fue tan certera que el mali­ cioso acusador no necesitó apenas sino reproducir lo escrito por el profesor de Halle, como nosorros hacemos también ahora: «P.e. Elementos de arquitectura, de Wolff. Dice el: Octavo Teorema Una ventana tiene que ser lo suficientemente ancha como para que dos personas puedan estar allí sin problemas una al lado de otra. Prueba Pues es frecuente costumbre el ponerse a la ventana con otra persona, para mirar en como. Ahora bien, dado que el arquitecto debe satisfacer en todo las intenciones principales del dueño del edificio (§ 1), tiene que hacer entonces la ventana lo suficientemente ancha como para que dos personas puedan estar en ella sin pro­ blema una al lado de otra. Q.e.d.» (WdL 12: 229,*).Sin comentarios.

cedente del Objeto. Pero nosotros sabemos (¡última alusión a «nuestra reflexión»!: WdL 12: 230) que esa necesidad es producto del Concepto, la realidad que éste se ha dado a sí mismo libremente. Por tanto, la Idea tiene que hacer que sea para sí lo aquí visto sola­ mente como en sí o «para nosotros», a saber: que la determinación del Concepto por el Objeto es en verdad una autodeterminación, como cuadra a la libertad. Y tal es la tarea de la actividad práctica, del querer.176’ Lo que «nosotros» sabemos es que: «La Idea subjetiva, en cuanto determinada en y para sí, es el contenido simple e igual a sí mismo: el bien.» (Enz- § 233). La actividad práctica, en cambio, cree que el Bien es el Objeto último, literalmente el «objetivo» de su deseo, y pone todo su afán en llegar a él, ansiando «licuarse» en él como en una unió mystica.1764 Por eso comienza por entronizar al Deber e intentar realizarlo en el mundo a través de la buena voluntad (recuérdese el inicio kantiano de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres). Ahora bien, es evidente que ninguna cosa finita puede valer como Deber, porque entonces éste se evaporaría (las cosas son lo que son, no lo que deben ser). A sí que debe acabar reconociendo (con Kant y Fichte, y contra Platón y Spinoza) que tan excelso deber es un ideal subjetivo (un ideal emanado de la propia buena voluntad) que nada tiene que ver con la mostrenca presencia de los objetos mun­ danos. Es más: tiene que seguir siendo ideal, porque si se cumpliera, la voluntad y el impulso hacia el Bien dejarían de tener sentido. Luego esta actividad es contradictoria: quiere realizar el Bien (la «existencia» y sentido de la voluntad se agotan en ese su que­ rer)1765 y no quiere que se realice (porque entonces la voluntad estaría de más y el Bien no lo sería ya, sino que sería una cosa presente). Como es notorio, Kant y Fichte pre­ tenden eludir la contradicción desplazando la consecución del Bien asintóticamente, ad calendas graecas, acentuando así el carácter finito del agente moral. Pero con eso no hacen sino acentuar la contradicción y llevarla además al mismísimo agente: si éste es racional (y la moral kantiana tiene como referentes a seres racionales, no simplemente a hombres) no se ve cómo pueda ser finito (estar «ligado» a un cuerpo y sumido en la naturaleza no debiera ser obstáculo, sino justamente ocasión de lucimiento de la razón, que no puede existir desencarnada). Y si son finitos, entonces no son realmente seres racio­ nales, salvo por «intermitencia»: unas veces sí y otras no, según coincida casualmente su acción con un bien objetivo (sólo que si es «objetivo» se alza de nuevo la objeción: ya no es el Bien, porque es, en vez de «deber ser»). Ya podemos adivinar la solución (a la que hemos hecho además tangencialmente alusión), pues es extremamente coherente con todo el desarrollo dialéctico: el Bien está ya de siempre realizado porque consiste en el proceso mismo, en el esfuerzo por despren-

1,61 En WdL llamó Hegel a este subcapftuln de un modo objetivo y platonizante: «La Idea del Bien» (12: 231-235). Es un texto tan breve como poco satisfactorio, sobre todo si lo comparamos con la densa e influ­ yente Teleología de la «Objetividad» (de la que el texto es una suerte de generalización, en parte; y por otra parte, se repiten temas del final del cap. VI de Pha., sobre el estéril enfrentamiento fichteano de los dos «mun­ dos»; el del ser y el del Yo). En Enz., en cambio, quiso -con buen acuerdo- primar el carácter subjetivo (al fin, se trjta de las andanzas del «Yo» práctico), y llamó a su exposición: «El querer» (Das Wollen). Cf. §§ 233-235. " MLa cual apenas si podría ser diferenciada del amor incellectualis Dei de Spinoza o de la desaparición del sujeto en el Caos de la Divinidad, según el joven Schlegel del Gespritch über die Pocsie (1800). 1,MAdviértase que la expresión corresponde a la sustantivación de un verbo en infinitivo. Hegel no quie­ re hablar de «voluntad», como si se tratara de una facultad (y aun una parte de la «facultad desiderativa», como en Kant) determinada de un Sujeto: algo que éste tendría a su disposición (el hombre se serviría enton­ ces de su voluntad como se sirve de su entendimiento -o eso cree el Kant de Was ist Aufklarung’- o de una cuchara para comer sopa). Ad libicum. Pero hacer algo por capricho, «porque sí», es precisamente lo contrario de querer (como pone por demás de relieve la resonancia erótica del término, en español, cuando el «objeto» es... otro sujeto).

743

derse de lo inmediato, presente y a la mano, y por hacer que revierta en la propia sub­ jetividad como material de realización de ésta. Éste es pues un esfuerzo que se corrobo­ ra y retoma constantemente a sí, como en un bucle de retroalimentación. A sí rezaba también la última Proposición de la Ethica de Spinoza: Beatitudo non est vinutis praemium, sed ipsa virtus. (Pars V. Pr. XLI1). La felicidad es la virtud: y ésta es el ejercicio constante y denodado del Bien (recuérdese el «perdón de los pecados», con el que con­ cluía el cap. V il de la Fenomenología). Así pues, el Bien no se da en el acto ni en un acto (digamos, final y definitivo); pero tampoco es la actividad puntual (en la que se da enteramente, como en un nisus, el sujeto finito). El Bien es la concatenación determina' da del entero proceso de determinación de lo objetivo por lo subjetivo. Y por tanto no puede darse sin lo finito, aunque desde luego no se agote en él ni sea su suma total o Allheit. En una palabra, el Bien es la reconciliación de lo infinito y lo finito, de lo Incondicionado y lo condicionado: no porque se trate de dos «cosas», sino porque lo condicionado, relativo y finito es la expresión determinada, en cada caso, de lo Infinito, que en ella vive y «existe». Ahora bien, en esta reconciliación suma (que se está dando renovadamente en sí desde el inicio de los tiempos sin esperar a que un filósofo la explique, pero que ahora está en trance de llegar a ser para sí en y a través de ese filósofo y de «nosotros», que con él vamos) se cambian las tornas: el Sumo Bien resulta Conocimiento Sumo, y viceversa. En efecto, la actividad práctica desconfiaba -con razón- del mundo porque lo presuponía como algo presente e inmutable, mientras guardaba en su cordial interior la idea de cómo debía ser el mundo (o sea: la idea de hacerlo a su imagen y semejanza). ¡Pero en verdad el mundo está siendo constantemente hecho el mundo, sin reposo, a «imagen y semejanza» nuestra!1766 Y esto es lo que de verdad se conoce, y la verdad de lo conoci­ do. Lo que llamamos «cosas» son cristalizaciones de la actividad técnico-práctica, que a su vez sirve a realizaciones más altas: sociopolíticas, artísticas y religiosas. Un pensar his' tórico—dialéctico disuelve así la costra de la mera presencia a la mano y concibe la reali­ dad como el resultado siempre reytovado de una narración gigantesca, en la que el autor se dice sin resto en el libro sin ser el libro (como en un «metarrdato autobiográfico», por decir­ lo con términos postmodernos). Conocemos la encarnación (siempre a medio hacer y a medio madurar) de nuestras acciones (tras las huellas de quienes nos precedieron y barruntando en las limitaciones del hoy los trastornos de los venideros). Pero son las acciones de todos, y afectan al Todo (en realidad, eso es el Todo). El profeta, el revolu­ cionario y aun el hombre de buena voluntad tienen toda la razón cuando pretenden cambiar un determinado estado de cosas injusto (si, por lo demás, no hubiera tal, tam­ poco habría nada justo; ni, en el fondo, habría nada de nada). En ese caso se trata de acciones finitas sobre situaciones finitas, que forman parte (junto con el estado de cosas Ahora todo depende de quiénes sean - o seamos- ese «nosotros». Pues el mismísimo Dios se autodenominó «nosotros» en una ocasión señalada: «He ahí al hnmhre hecho como uno de nosotros, conocedor del hien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida, y comiendo de él viva para siempre (se sobreentiende: como nosotros; F.D.).» (Génesis 3, 22). «Nosotros», ¡significa simplemente la Humanidad como conjunto de todos los hombres (ícticamente existentes a su debido tiempo, incluidos -por seguir con el tópico- Judas, Franco y Hitler? ¡O será el «nosotros» solamente una «idea», un principio regulador, como la Humaniuu de Herder? ¡O acaso se condensará en la abstracción «Hombre» (con su igualdad y su fraternidad), o sea: en ese invento reciente, según la famosa acusación de Foucault! Pero «nosotros» no necesitamos ya refu­ tar todo lo anterior, ni tampoco dar una respuesta «correcta». Ya hemos seguido a Hegel demasiadas páginas como para repetir algo que insistentemente ha venido exponiéndose desde todos los ángulos posibles: que cada «cosa» es ella misma y su oiro, y que el límite de separación y conexión (oculto aquí tras la irtelevante conjun­ ción «y») es más «de verdad» que cada uno o que los dos juntos. También «nosotros» somos nosotros los hom­ bres, y nuestro otro. ¡Y dónde, o cuál, o qué, o quién, será el límite, la conjunción copulativa?

744

injusto) de una totalidad que se nutre de las disarmonías y discordancias de las partes: la Idea «finge» por así decir obstáculos por doquier para irse reconociendo de este modo cada vez mejor a sí misma en el mundo. Y la máxima paradoja estriba en que ese proce­ so de realización en el mundo no puede ni debe cumplirse por entero (ha de seguir sien­ do finito), porque lo infinito sólo se reconoce en lo finito, porque lo Absoluto se da sólo en lo relativo; la Idea, en los seres (¿dónde, si no?)-1767 La Lógica acaba, y encuentra su cumplimentación, no a pesar de que el mundo existente diste de adecuarse a la perfección a lo Lógico, sino precisamente porque no se adecúa. Si lo hiciera, no solamente estaría de más la filosofía real (y las ciencias, obvia­ m ente). Estarían de más la mismísima Lógica y, lo que es más grave, este nuestro Mundo.176* Pues la Lógica es la razón de la sinrazón; ella misma no es sino el entrama­ do negativo de todas las determinaciones, de todas las definiciones que se esfuerzan en vano por expresar el Absoluto. Ahora bien, la omnitudo negationum de esa vanidad es ya el Absoluto. Por eso, cuando Hegel presenta la Idea absoluta (a la que por fin acce­ demos) no nos habla de reposo, quietud y acabada solidez, sino todo lo contrario: dice que la Idea es la unidad de la «síntesis de esfuerzos» (WdL 12: 236) contradictorios que son, aisladamente tomados, el Yo teórico y el Yo práctico: cada uno es una «síntesis de esfuerzos» antitéticos que ve como un más allá respectivamente a la Verdad o al Bien, cuando en realidad estos lados de la Idea única no son sino en.su ejercicio; son solamente a la contra: el Bien lo es en su continua imposición sobre el M al;17® y la Verdad lo es en su dar cuenta del Error.1770 La Idea absoluta es así una perpetua tensión, la más alta con­ junción de todas las tensiones (ya recogidas y asumidas, por lo demás, en cada respec­ to: teórico y práctico, del «Yo» ). Y su presencia, su parousía, consiste en la emergen­ cia y demolición implacables de todo lo presente. La Idea absoluta es en suma la movilización general: la autoconciencia del pólemos de Heráclito, o el pólemos en cuanto autoconciencia. VI.5.3.7.3.3 - Entregarse. El último capítulo de la Ciencia de la Lógica es el único que no presenta división externa, lo cual es muy lógico. La Idea absoluta no tiene ya nada fuera de sí ni puede ser explicada por nada ajeno a ella. Es la identidad de la (determinación de la) Idea (como teórica) y de la (determinación de la) Idea (como práctica), de modo que si per*5

lw O sea, los denostados Kant y Fichte tienen razón con su Solicn, Pero no la tienen por quedarse embobados contemplando el hiato insalvable entre el ser y el deber ser, lamentando la finitud del homhre y alabando (sobre todo, el último Fichte) la inefable infinitud de Dios, en lugar de darse cuenta (¡alabado sea Dios!) de que en toda actividad está ya en s( salvado de golpe ese hiato, porque «ser» y «deber ser» no son «cosas» estáticas, sino determinaciones móviles de un proceso incesante, pero que a cada «golpe» se da en absoluto, en el acto. I5“ Perfecto nihilismo hiperparmenfdeo: un Ser perfectamente coincidente con el Pensar (cosa que el ide­ alismo admite y defiende) que sería a la vez todos los seres en perfecta coincidencia con todos los pensamien­ tos habidos y por haher (algo que no es que sea difícil de lograr, sino que es tan indeseable como imposible: un sínsemído; pues los seres consisten en negarse unos a otros -como el lobo al cordero o el hombre a todo lo dejnás, incluyendo a los demás- y en unirse y en separarse según respectos, por fortuna nunca del todo conci­ liables; y de los pensamientos, y de su mutua contraposición y disolución de sus presunciones «absolutistas» no hace falta hablar, después de haber ido siguiendo el largo río en meandros de WdL). IWGracias al cual hay desde luego hien, y que no es a su vez, paradójicamente, sino la vacua abstracción del Bien, en general: la llanura negativa y tediosa de todos los deseos y frustraciones sueltas de los agentes, cada uno de ellos peraltándose, fatuamente hinchado, como si fuera el Todo. mo La Verdad, si tomada como aquí en absoluto, como Idea, no es en general otra cosa que la negación determinada del Error, el cual es a su ve2la abstracción en general de la negación inmediata y huera, cicatera, del Todo como Posición en nombre del supuesto «derecho», de la «verdad» de una parte: una negación obte­ nida por la desatención a las conexiones y separaciones concretas de los entes.

impossibile fuera hacedero verla «desde fuera» (algo imposible, a menos que ella misma decidida libremente «volcarse hacia fuera») sería vista como lo inmediato indetermi­ nado, o sea: como el Ser del inicio. Pero dentro de sí es la Idea omnímoda determinación (es la encarnación absoluta de este Principio, hilo conductor y a la vez objetivo último de la gran metafísica alemana). Y más: purísima libertad, ya que esa determinación es autodeterminación. Pero si el capítulo no presenta divisiones explícitas, sí es posible hallar en él una clara articulación: 1) el movimiento inicial recoge en la Idea, y valora desde ella en mirada retrospectiva, todas las determinaciones finitas de la Lógica, definiendo a la Idea como «Persona»: una expresión que aúna y sintetiza los mejores esfuerzos de la tradi­ ción metafísica y de la ética kantiana; 2 ) se establecen, desde la Idea, las relaciones entre la filosofía y las otras posibles configuraciones absolutas de aquélla: el arte y la religión; 3) en clarísima alusión al Evangelio de Juan y su lógos endiathetós (verbum interius), Hegel establece la división interna de la Idea, como preparación a la «entrega» final de ésta a su exterior (y como su exterior) y a la vez como corroboración final de la clave de su pensamiento: la identidad plena como reconciliación de la distinción en sí de sí mismo; 4 ) tras esta protoescisión se despliega la Idea absoluta como el método seguido en la Lógica, recogiendo y aunando en verdad los esfuerzos contrapuestos (y a lo sumo yux­ tapuestos) de la filosofía y la ciencia: el análisis y la síntesis; 5) por fin, y en movimien­ to complementario al del inicio (ahora como mirada y palabra prospectivas), la Idea se entrega por entero a lo otro de sí o, mejor: para ser real y efectivamente, para ser explí­ citamente lo que ya de siempre virtualmente era, es decir: Espíritu, la Idea se vuelca en su ser-otro. Fuera de la Lógica y como extraversión de lo Lógico, la Idea se pone a sí misma fuera de sí como lo otro de sí, quedando al fondo de esa absoluta alteridad super­ ficial como una traza o huella que irresistiblemente se irá adueñando de su propia alteridad, hasta resurgir cabalmente en el mediodía del Espíritu absoluto: allí donde cada determinación, cada cuerpo finito recoge y asume dentro de sí su propia sombra y queda de este modo juzgado y sentenciado. 1) Difícilmente se hallará en filosofía algo comparable al párrafo inicial (WdL 12: 236) de este capítulo postrero: un texto tan majestuoso en su forma y andadura como enigmático en su contenido. En el interior del pensamiento (un pensar activo, y más: autogenerativo) se unifican los esfuerzos de la vita activa y de la vita contemplativa para sacar a la luz la Idea absoluta. En ella y para ella (¡y sólo para ella!) cesa esa búsqueda sin término de la Verdad, ese frustrante anhelo por realizar un Bien que, como el horizon­ te, se desplaza cada vez que uno intenta aproximarse a él. Ya no hay «más allá buscado» ni «meta inalcanzada». La Idea absoluta es el límite de todo saber y de todo obrar, un límite que recoge en la infinita referencia a sí su propia e infinita alteridad.1” 1 Ella, la Idea, es el fundamento, la razón del movimiento del que procede. En cuanto tal resultado, se muestra de inmediato como un flujo de suprema in-diferencia (en el sentido fuerte de Indifferenz) en el que se diluye toda posición, toda resistencia. Pura corriente, la Idea es en este respecto «el retorno a la Vida». La Idea infunde retroactivamente vitalidad, fle­ xibilidad y capacidad de movimiento y alteración a las determinaciones -de lo contra­ rio, acartonadas- lógico-m etafísicas.11" Pero por otro lado es la Idea condición de sí*17

1711 Y como todo límite, la Idea pondrá igualmente un «fuera» (la Naturaleza), que no será ya saher ni obrar, sino el campo en el que se reconozca a sí misma la verdad al destacarse de él, y el material de elabora* ción del Bien, consumido por éste. 1777Una vitalidad -no lo olvidemos- que la Idea ha tomado a su vez (diríamos, «vampíricamente») de la fricción y la «sangría» intema de las distintas determinaciones, en su pugna por expresar el Absoluto (o sea, por

misma, implosión absorbente de todas sus posibles predicaciones: próte ousía, individum ineffabile. Por eso no es ella «solamente Alma» (como se entreveía -centro latente y ope­ rativo- en el Mecanismo y surgía en la Idea de Vida, enfrentándose a todo lo viviente y juzgándolo como naturaleza interna).17" Ella es el Concepto, pero en cuanto retornado a sí (y por ende, de nuevo y remozadamente subjetivo) al retener y asumir dentro de sí toda objetividad. Por eso es libre (no sólo, negativamente, por no depender de nada; sino, positivamente, porque todo depende de la Idea). Pero también y en el mismo res­ pecto es la Idea Concepto práctico y, en cuanto tal, objetivo (puesto que asume y disuel­ ve en sí toda subjetividad finita). Hegel denomina «persona» a esta perfecta fusión teórico-práctica.1774Nada hay más allá de ella. Pero eso no significa que toda alteridad haya*lo

ser cada una de ellas sólo ella misma y relegar a las demás a subordinación inesencial). Los dioses de la Epopeya de Gilyamesh tuvieron que poner abrupto punto final al diluvio -y desechar definitivamente su decisión de acabar con los hombres- porque se morían de hambre al no poder aspirar el humo de los sacrificios hechos en su honor. La Idea es más astuta que esos dioses: míticamente hablando, alienta y hace proliferar los sacrificios por doquier para corroborarse a sí misma, sin que se le ocurra desde luego ninguna «solución final» para aca­ bar de una vez con una pugna plural e innúmera de la cual ella, la Idea, vive y con la cual medra. No hay final, ni del movimiento lógico (siempre cambiando, recomponiéndose y descomponiéndose en el interior: el edifi­ cio lógico no tiene ventanas) ni del movimiento histórico, en y por el cual sigue pasando Dios sobre la tierra como un Angel Exterminador y a la vez como Espíritu que sopla -infunde vida- donde quiere. ' " La noción de «alma» tiene siempre un regusto griego en Hegel, y no cristiano. Alma es el principio interno del movimiento, la «naturaleza» de un ser al que mueve y domina desde dentro, pero sin salir toda­ vía ella misma a la luz. Es pues la inversión exacta -y el correlato subjetivo- de la necesidad absoluta, a la que horroriza la luz. Por eso, el Alma constituirá el nivel más bajo del Espíritu, cuando éste se halla aún revestido de Naturaleza y el Alma (la psique, en el sentido del psicoanálisis) puede recaer una y otra vez dentro de esa tene­ brosa Madre. Cf. la Antropología de la enciclopédica Filosofía del Espíritu, y espec. §§ 388-406.- Dicho sea de paso: por eso -y contra la interpretación habitual- no le hace Hegel un gran honor a Napoleón cuando lo llama Weltseele («Alma del mundo»; cf. Carta a Niethammer de 13 octubre 1806; Br. 1 ,120). El Alma no sabe nunca a ciencia cierta qué hace y por qué lo hace, sino que obra por impulsos. I7,< Hegel reúne aquí el sentido metafísico de «persona» con el ético en Kant. Según la clásica definición de Boecio: «Persona est rationalis naturae individua substantia.» (De duabus naturis, C. 3; cf. Santo Tomás, Summa theologia 1 q. 29, a. 1, ad 1m.), entendiendo «sustancia» como supposítum e hypostasis (o sea: como «suje­ to»). En esta última «definición» del Absoluto, Hegel estaría muy de acuerdo con las sutiles matizaciones del Aquinate, que sitúa a la persona por encima de la essenrta y aun como subsistencia csseruiae. Así interpreta el Santo la definición de Boecio: «Deus potest dici rationalis naturae, secundum quod ratio non importat discursum, sed communiter intellectualem naturam (cf. la Idea de Verdad, F.D.). Indtviduum autem Deo compelere non potest quantum ad hoc quod individuationis principium est materia: sed sulum secundum quod importat incommunicahilitatem. Substantia vera convenit Deo, secundum quod signicat existere per ser.» (1 q. 29, a. 3, ad 4m.). Por eso parece preferible la definición de Ricardo de San Víctor: divinae naturae mcommuntcabilis existentia (De Trin. |. 4, c. 22; cit. ibid.). La contradicción entre natura (o esscnúa: universalidad común) e incommunicabilitas (aludida en el texto hegeliano al tildar a la Idea de «subjetividad impenetrable, átoma») corres­ ponde a la que encontramos entre la Doctrina de la Esencia y la Doctrina del Concepto: justamente, la transición entre la universalidad A y la singularidad E - Aparte de ello, es importante notar que Hegel llama «persona» a la Idea en cuanto concepto «práctico», lo cual remite directamente a Kant, cuyo «dualismo» es en esta ocasión brillantemente interiorizado por Hegel («persona» como cohesión íntima y control de aquello de lo que ella misma resulta y a lo que «niega determinadamente»). En KpV, Kant se pregunta un tanto enfáti­ camente por la raíz del deber, por aquello que hace de él algo noble y sagrado. Y encuentra esa raíz en la per­ sonalidad, definida como: «la libertad e independencia del mecanismo de la entera naturaleza, considerada esa libertad sin embargo al mismo tiempo como facultad de un ser que está sometido a leyes puras prácticas que le son propias, o sea dadas por su propia razón; la persona, pues, como perteneciente al mundo de los sentidos, está sometida a su propia personalidad en la medida en que pertenece al mismo tiempo al mundo inteligible.» (Ale. V, 87). Si cambiamos aquí «mundo de los sentidos» por «Objetividad» y «mundo inteligible» por «Subjetividad», y si entendemos la doble pertenencia como cocxrensiva, y la independencia de la «naturale­ za» (e.d. de lo objetivo) como integración y posición de ésta como disponibilidad para la propia realización, cahe apreciar muy bien la raigambre kantiana de todo este pasaje.- Y sin embargo, en otras obras (espec. en Pha. y en Rechtsphil.) tiene el término «persona» un uso más bien peyorativo (persona es el sujeto abstracto, los «áto­ mos- del Derecho, sin interior alguno, y por ende intercambiables). Hegel llega a decir al respecto (siguiendo un giro lingüístico alemán, hoy en desuso) que «tildar a un individuo de persona es expresión de desprecio»

247

desaparecido. A l contrario, la alteridad está resguardada, «puesta en su sitio» donde debe estar: en la mismidad de la Idea, que «en su otro tiene a su propia objetividad por objeto.» Todo lo otro es pues espejo de su gloria: pura especulación. Ahora bien, salvo la «devolución» de la imagen en que se mira la Idea (literalmente: la impresión que le causa su propio aspecto, como Divino Narciso), ¿qué puede ser de suyo eso que es distinto de la Idea? A l respecto, la sentencia de Hegel es implacable (una vuelta de tuerca de la condena del juicio apodíctico): «Todo el resto -d ice- es error, turbiedad, opinión, esfuer­ zo, arbitrio y caducidad.» ¡Pero aquí, «todo el resto» es exactamente todo... y nada, pues que nada hay fuera de la Idea. Pero, ¿cómo pueden devolver tan malos «espejos»: erró­ neos, turbios, y arbitrarios, la imagen del Absoluto? Sólo pueden hacerlo si ésta, a su vez, no es sino la omnímoda recomposición y trabazón negativas del error, la turbiedad, etc. Y no hay que salir de la Lógica para encontrar tan deformes entidades (la Lógica es autosuficiente y autorreferencial y no puede ser explicada por nada ajeno a ella; por eso es la única Ciencia de verdad). ¿Qué será «todo el resto», sino todo lo que resta, todas las determinaciones lógicas anteriores, en su presunción de valer por sí mismas, de ser y decir la verdad? No hace falta esperar a la salida de lo Lógico como Naturaleza. La Ciencia de la Lógica es ya el desecho de sí misma (como es natural: está «compuesta» de todos los temas fijados por el entendimiento, y en los que éste se afana). La Lógica es un perfecto reciclaje de residuos (o eso al menos cree Hegel, consumado «ecólogo»). Todas las deter­ minaciones expuestas en esta obra, y afonori toda posible palabra, pensamiento y acti­ vidad inteligente es el resto de lo Lógico, y sólo por él y en él alcanza verdad y sentido. Extra logicam nulla salus. Por eso: «sólo la Idea absoluta es ser, vida imperecedera, verdad que se sabe a sí misma, y es toda verdad.» El final se enlaza así perfectamente con el inicio: la Idea es el Ser, pero el ser cumplido, absolutamente articulado y reflejado en sí, hasta el punto de que sólo se sabe a sí... y a lo distinto de sí como su propio resto; un montón de residuos presuntuosos del que sólo la Idea, que es toda la verdad y nada más que la verdad, sabe dar cuenta.17” 2) La Idea, dice Hegel: «es el único objeto y contenido de la filosofía.» (WdL 12: 236). Sólo que ésta -com o el ser de Aristóteles- no sólo se dice de muchas maneras (la Lógica es la ordenación y valoración de todas esas «maneras») sino que se configura igualmente de muchas maneras1776. Éstas pueden resumirse en dos respectos, coextensi-

(Pila. 9: 262). La expresión es, así, antitética: tcxlo depende de si, como lo ve el entendimiento, las relaciones que distinguen a un individuo han de ser puramente formales, externas (de modo que tan «persona» es Hegel como una sociedad anónima o RTVE), o al contrario, como es de razón: si la persona es la integración de rela­ ciones interiorizadas, de modo que si ella es libre, impenetrable e incomunicable es porque todo está ya en su interior y a ello se atiene. De todas formas, no olvidemos que esta acepción de «persona» sigue teniendo un regusto formal y abstracto (hasta por su etimología: «máscara», «persona» remite siempre a «representación», a estar en lugar de otro: de Dios, de la Humanidad, de la Ley y el Derecho, etc.). También aquí ha de ser vista la introducción del término «persona» como una manifiestación inmediata de la Idea absoluta; en el curso del capítulo va a irse socavando de tal modo la significación habitual que, al final, la Idea absoluta será pura communicatio y entrega, en lugar de personalidad áioma (una íntima conversión que está en obvia concordancia con la profunda doctrina trinitaria de 1legel, apuntada ya aquí por la alusión al Verbo que se percibe a sí mismo).- Sobre este tema de la persona, en general, ver mi: Al di la delta persona. II tempo della liberta nella comtmiti1. En: M. D’Abbiero / P. Vinci, Individuo e modemitá. Guerini. Milán 1995, pp. 253-269). Y aquí concuerda de nuevo Hegel con su admirado Spinoza: «Sane sicut lux seipsam, & tenebras mani­ festar, sic ventas norma sui, & falsi est.» (Educa. P. 11. Pr. XL11I, Scholium). 1,16 De las cuales es la Idea «abstracción» solamente en el sentido de que ella es la complexión de sus nega­ ciones, a las que literalmente pre-cisa, en cuanto que todo lo comunicable y generalizable resulta de una distinción que revierte sobre sus «sujetos», marcándolos como a una res -recuérdese la dialéctica del ser viviente y del géne­ ro-. Pero ésa es una distinción que se pliega a la actividad humana y resulta de ella. Poca ternura para con las cosas mostraba Hegel cuando decía: «El esfuerzo de los hombres está dirigido a conocer el mundo, a apropiárse-

lu a

vos'111 entre sí y con la Idea: la Naturaleza y el Espíritu, como «maneras diferentes de exponer su estar-ahi». Ahora bien, así como la Idea expresa la perfecta «inmiscusión» (aunque jerarquizada) de lo natural y lo espiritual, así también hay dos maneras de com­ prender la relación entre esos respectos, pero invirtiendo la jerarquía y sin emplear explí­ citamente lo Lógico (aunque opere, irremisiblemente, dentro de esos modos). Así, lo espiritual «materializado», sujeto a una forma en definitiva natural y como «recortado» por ella, no deja de tener (pues que «todo» es espiritual) un contenido absoluto; pero su forma es, según lo dicho, unilateral. Lo Absoluto queda por así decir preso de una intui­ ción sensible. Ese primer modo es el Arte. Y por otro lado (más alto: no se olvide que, axiológicamente, el Espíritu es superior a la Naturaleza aunque «coincida» con ella), es posible representar lo natural como negado, traspasado y transfigurado por el Espíritu. Un modo de comprender que tiene igualmente un contenido absoluto (pues que «todo» es natural), pero cuya forma es igualmente unilateral y finita, porque lo espiritual es visto sólo como negación de lo natural y, por tanto, como algo a su vez natural, pero negado.17” Tal modo es la Religión.17™Arte y Religión son así los dos «rivales» de la Filosofía. Y ciertamente, ésta no podría existir sin ellos (que mostraron antes que ella a los hombres -y siguen haciéndolo- el contenido absoluto de verdad, pero bajo una forma inapropia­ da). Pero también se da la inversa: las formas artísticas y religiosas son finitas e inade­ cuadas a lo que quieren expresar. Sólo la filosofía concibe a la vez tanto esa inadecuación como lo que «de infinitud y santidad» se expone a duras penas en ellas. Y por tanto, recoge y asume dentro de sí la verdad de esa doble comprensión del Absoluto. 3) Tras la inicial «teoría de los residuos» y la todavía inadecuada comprensión de la relación entre lo infinito y lo finito que brilla en esas determinaciones en cuanto resto de la Idea, Hegel se vuelve ahora a la autocomprensión del camino recorrido, como si se tratase de una gigantesca expresión polifónica.17” Así: «la lógica no expone el automo-lo

lo y sometérselo; y, ni final, la realidad del mundo tiene que estar como si dijéramos exprimida (gerquetscht: como se exprime la pulpa de un limón, F.D.), e.d. tiene que llegar a estar idealizada.» (Enz- § 42, Z. 1; W. 8,118). Aún no hemos llegado a ese estadio: pero la infonnatización de una «realidad» cada vez más prevista y prefigurada simulacralmente parece indicar que vamos en «buen» camino, mientras los residuos crecen vertiginosamente. La idealización hegeliana del inundo corre parejas con el desencajado Angelus Novus de Klee y Benjamín. 17,1 No se olvide nunca este punto, decisivo para entender a Hegel. El Espíritu no existe aparte de la Naturaleza. Es más, si tomamos la expresión en su sentido exacto, el Espíritu existe en y como Naturaleza (sea primera: la «naturaleza» física, o «segunda»: la eticidad). Y la Naturaleza no tiene sentido sin el Espíritu. O más exactamente: su único sentido (dirección, utilidad) es el espiritual (en el sentido lato: toda actividad inte­ ligente, pensada, y tendente a su realización práctica). ,m La muerte del héroe o del Dios-Homhre, la destrucción -simbólica o real- de lo físico en el sacrificio, o la mortificación de los deseos naturales: todo ello es presentado como algo táctico y como un suceso histó­ rico, o sea como representación de algo que sólo la filosofía puede concebir, al decir de Hegel. ” * Desde luego, y en el nivel lógico (o sea: en el nivel de verdad), apenas si es comparable el Arte y la Religión. El primero no encuentra lugar en la lógica (como ya sabemos desde el Curso de 1805/06). El paso comentado aquí es el único en que aparece incluso el término «arte». En cambio, la Religión tiene: 1) el mismo propósito y objetivo (al menos, como medio para acceder a la Verdad) que la lógica, a saber: separar de lo sen­ sible y hasta hacer que el hombre «muera» a lo sensible dentro del mundo sensible mismo; 2) la misma fina­ lidad: la exposición de la Verdad como algo compartido y vivido, y no como mero objeto de contemplación teó­ rica; y 3) el mismo contenido: el Absoluto. Cf. WdL 12: 21 - Sólo en el último punto coinciden Arte, Religión y Filosofía (sensu lulo). Por lo que hace al punto 1, el arte se empeña en plasmar lo Absoluto en una cosa sen­ sible, en lugar de elevar ésta (mediante su negación y hasta destrucción, claro está) a lo inteligible y espiri­ tual; y con respecto al punto 2, el arte no logra jamás disipar la sensación de que se trata de una ficción, de una alegoría a lo sumo que puede ser contemplada e interpretada, pero difícilmente vivida (salvo que al espec­ tador le ocurra como a Don Quijote con el Retablo de Maese Pedm). Es más: de creer a Brecht, el arte debie­ ra potenciar esa sensación de distanciamiento, subrayar que la vida está en otra parte. Ésta es la grandeza, y también la miseria -si queremos, humana y demasiado humana- de la Lógica. La Palabra de Dios, la Palabra que es Dios, resuena en todas las palabras; y, con mayor razón, en esos epítomes de

749

vimiento de la Idea absoluta sino como el Verbo (Wort) originario, una extemalización (o manifestación: Áusserung, F.D.) que es empero de tal índole que, al ser externa, ha desaparecido inmediatamente de nuevo, nada más ser; la Idea es (existe, F.D.) solamente en esta autodeterminación de percatarse de s( (sich zu vernehmen).» (WdL 12: 237). Es evidente la utilización hegeliana pro domo de las especulaciones teológicas (que, a su vez, tanto debieron a los estoicos) del Evangelio de Juan (I, 1-3) sobre el verbum interius, ese «diálogo» silencioso de Dios (el Padre) consigo mismo (como H ijo).1781 Con todo, la alusión a la Áusserung de la Idea como Palabra sitúa al texto en el nivel de la «refle­ xión externa» y de su correlato fenoménico: la relación esencial de la fuerza y su «externalización» (Áusserung; WdL 11:359s.). De ahí el desequilibrio entre la Idea y la Palabra en que ella se expresa; de ahí la «desaparición» de las palabras, su «transparencia» abne­ gada, cuando dejan ver en su dialéctica el flujo de lo Lógico.1™2 Digamos: esa abnegación se hace «en favor» de lo mundano, de lo empírico;1781pero todavía no deja ser efectivamente a lo empírico, porque no es la Idea misma, sino sus «representantes» finitos, lo aquí entregado. Significativamente (y eso no puede ya extrañamos, si hemos seguido los veri­ cuetos del pensar hegeliano) hará falta un vaciamiento absoluto (como la kénosis johánica y paulina) de lo más alto: la Idea, para que lo más bajo (los entes mundanos, empí­ ricos) pueda existir. 4) Un paso más hacia el interior1784 es dado por Hegel en esa formidable recapitula­ ción y condensación del flujo lógico y sus escansiones que es la exposición del método

las palabras que son las expresiones lógicas. Pero esa Palabra inmortal, imperecedera, aunque puede desde luego decirse (es la «Idea»), no puede comprenderse ni pensarse aparte del entero desarrollo lógico. Ella es la «quintaesencia», la «pulpa» de todas las palabras, al ser éstas «exprimidas», idealizadas. La Palabra no admi­ te pues mayor precisión, aclaración ni determinación, pues ella ha surgido por in-diferenciación (Indiffercnz) de todas las determinaciones (que al cabo se habían reducido a dos referencias, como sabemos: la Verdad, en cuanto asimilación del Mundo por el Yo; y el Bien, en cuanto vaciamiento del Yo en el Mundo). 11,1 Véanse los muy importantes opúsculos de Santo Tomás: De natura verbi intellectus y De differentia verbi divini et humani (Op. XX 111 y XXIV de: Opuscula phiksophica et theologica (M. de María, ed.). Roma 1913, pp. 492-498 y 499-501, respect.). Espec. en Op. XXIV, donde el Santo señala las dos características de toda pala­ bra («quod verbum est semper aliquid procedens ab intellectu, et in intellectu existens: et quod verbum est ratio et similitud» rei intellectae»), se pone al respecto la objeción («S i autem aliud sit intellectus et intellectum; tune verbum non est ratio intelligentis, sed rei intellectae»; con lo que, en términos hegelianos, nos quedaríamos en el nivel de necesidad de la lógica de la esencia, F.D.), y la resuelve así: "Sed quando intellectus imclligit se, tune tale verbum est ratio et similitudo intellectus." (p. 500; suhr. mío). Y después de esta sutil apro­ piación pro domo de la uotjok: uoqcreoc aristotélica (a través del De Trámate agustiniano), Santo Tomás puede concluir, triunfalmente: «hoc autem verbum, de quo Joannes loquitur, non est factum, sed ornnia per ipsum facta sunt.» (ibid.). Además, la identificación de la Verdad y el Ser en y como la Idea está ya adelanta­ da en Santo Tomás (aunque éste se refiera obviamente a Dios): «In Deo autem ídem est intelligere et esse.» (p. 501). Véase también S-T. 1 q. 34, a. 1: «Utrum Verbum indivinissit nomen personale*.-En otro respecto, es interesante hacer notar que éste es el único pasaje en que Hegel, en concordancia con una idea herderiana de la que ya hablamos al exponer la Metacrítica de éste, atiende al sentido original de «razón» (Vemunft, de: vernehmcn) como «percibir», «escuchar atentamente» (traducimos aquí literalmente el «sich vernehmen» del texto como «percatarse»). Por eso, y del mismo modo que en WL la «relación esencial» no alcanza todavía el estadio de la «rea­ lidad efectiva», también aquí esa comparación es en definitiva fallida (corresponde a la diferencia-insupera­ ble- entre la exposición material o Vortrag y la presentación de la Cosa misma o Darstellung; ya se aludió a este hiato al comentar el Prólogo a SL‘) . Es la Ausserung de la Fuerza divina de la Idea, cuando llega hasta el Ser inicial y lo hace brillar, «espon­ jado» y articulado, desde dentro, lo que permite comprender ulteriormente lo empírico y atender a su relativa transparencia (desde luego, nunca tan pura como la conseguida mediante el lenguaje). Por eso, y aun acep­ tando la «impotencia» de lo natural, dice Hegel que: «lo empírico mismo, sin embargo, solo puede ser com­ prendido por medio de la Idea y partiendo de ella.» (WdL 12: 196). Y por ende, hacia el exterior de sí: recuérdese que, en WL, tras la relación esencial «Fuerza /Áusserung» aparece la de «Interno / Externo»: el último paso antes de acceder a la Realidad efectiva. De este modo podemos

ZfiQ

especulativo. Sin embargo, nosotros podemos caminar ahora con botas de siete leguas sobre ello porque ya atendimos a este problema casi al inicio de nuestro examen de la Lógica (ver supra V I.5.3.3.). El breve esquema siguiente recoge la versión de la Enciclopedia, mucho más escueta (cf. §§ 238-242). a) El primer momento del método constituye naturalmente el inicio: pero un comien­ zo visto ahora a redropelo, desde el final y, por tanto, ya no considerado como lo inme­ diato o el ser sin más determinación, sino como autodeterminación, como negación de toda solidez y duración: el Concepto, pero solam ente en sí, sin consideración de su ser-otro (en el cual y sólo en el cual podría ser idéntico a sí mismo). S in más determi­ nación que la inmediata negación de toda determinidad exterior, el ser del inicio es visto como lo singular (lo concreto, como basamento de todo análisis) y como lo universal (punto de partida del conocer sintético). b) Si el ser era el Concepto de la Idea, pero ahora puesto, asentado, el proceso es el juicio de la Idea. Y su forma abstracta es distinta, según la manera en que en general «se diga» la Idea: en el ser, cada paso es un ser-otro respecto al precedente, y la forma es la transición; en la esencia, el aparecer en lo contrapuesto; y en el concepto, la diferencialidad del singular respecto de la universalidad (universalidad empero que, justamente por serlo, se da sólo en el singular, mientras que éste se desarrolla por intususcepción de par­ ticulares -diríamos, kantianamente- hasta su identidad con el universal, el cual, por tal identidad, es ahora el universal concreto). c) La inmediatez del ser, su manifestación en la esencia, y viceversa: la aparición del ser en la esencia y el desarrollo de ésta hasta poner por entero al ser, constituye un movi­ miento doble en el que cada esfera corrobora a la otra a la vez que la integra y asume dentro de sí, alzándose de este modo por ambos lados a la totalidad. La Idea ya es en sí (o para nosotros); pero todavía aparece de suyo unilateralmente: bien en la esencia retor­ nada al ser (y por tanto como E), bien en el ser referido negativamente a sí como esen­ cia (y por tanto como A ). d) La contradicción (E = A ) se resuelve al mediatizarse el Concepto (en cuanto en sí) con su propia diferencia e integrarla dentro de sí, siendo de este modo para sí en esa su distinción. Es el Concepto realizado, libre en su otro que, ahora, está completamente puesto por el movimiento mismo del reconocimiento conceptual. La apariencia de inme­ diatez del ser (como si fuera algo que le viene de fuera a lo Lógico), por un lado, y la de la Idea como un resultado, un producto del proceso, por otro, quedan así eliminadas. Y lo Lógico se ha probado y corroborado a sí mismo en su círculo. Todo está consumado y no hay ya nada más que decir, porque la forma (el movimiento conceptual) y el conte­ nido (todas las determinaciones metafísico-lógicas) están ya puestos como siendo una y la misma cosa. 5) La Idea es la verdad explícita, enteramente puesta, del Ser. Este es, pues, el pre­ supuesto de la Idea (y en efecto, ha sido ahondando, «recordando» en el Ser mediante la reflexión de la Esencia como hemos accedido a la Idea). Pero como, a su vez, la Idea es en realidad de verdad, en y para sí, lo que el Ser era sólo virtualmente, entonces es éste el que presupone a la Idea. Este es un círculo, ciertamente. Pero no da igual recorrerlo en un sentido o en otro. Reconocemos el primero (del Ser a la Idea): es la lectura line­ al de la Ciencia de la Lógica. Pero el avance hacia la Idea (como ahora sabemos y antes barruntábamos) era un retorno al Ser, una diferenciación y articulación de las determi-

apreciar una vez más la compleja armazón (de ida y vuelta) de los distintos estratos de la Lógica, así como la preparación para el gran «salto» hacia la Naturaleza.

751

naciones implícitas en éste. ¿Acaso es el «Ser» al que ahora hemos llegado, ese «Ser» idéntico a la Idea, el mismo «Ser» que el del inicio? En sí, desde luego es lo mismo. Pero no para sí, ni para la Idea: su relación con ésta se ha invertido, porque ahora el Ser está enteramente puesto por la Idea como autoposición de ésta en su otro. Pero la posición ínte­ gra (vale decir, metafísicamente hablando: la omnímoda determinado) es ya la existen­ cia. Ese Ser enteramente puesto como separado de la Idea (o al revés, la Idea como resto o desecho de sí misma) es la Naturaleza. Al hablar de lo Lógico que se percata de sí mismo a través del Verbo originario, seña­ laba Hegel que esa «voz» se desvanece, nada más ser sentida. Y añade que ello se debe a que la Idea, aun sabiendo de lo otro de ella, sigue estando «en el puro pensamiento, en el que la diferencia no es aún ningún ser otro, sino que es y sigue siendo perfectamente transparente a sí.» (WdL 12: 237). La Palabra no ofrece resistencia a la Idea porque, en el interior de la Lógica, las determinaciones le son a la Idea su otro (todo el resto), no un ser-otro. Pero tienen que llegar a serlo (o hablando en puridad: han tenido que llegar a haberlo sido, ya de siempre), pues de lo contrario el error, la turbiedad, la caducidad, toda la sinrazón intralógica lo sería solamente en apariencia, como un juego banal de la Idea consigo misma. La resistencia que ella -y nosotros con ella- ha encontrado para su depuración como Idea y para su absoluto retorno al y como Ser cumplido se daba ciertamente dentro de la Lógica, pero no se deducía de lo Lógico. Las expresiones en que se va configurando la exposición de lo Lógico no sólo varían de significado según el con­ texto, según reciban en sí la anticipación de un desarrollo o proyecten fuera de sí la obs­ tinación de una marca, sino que no pueden ser exclusivamente lógicas, es decir: resolubles sin resto en la estructura conceptual. S i lo fueran, obviamente la Idea no encontraría cabe sí ningún resto, ni estas determinaciones podrían ser juzgadas y sentenciadas y al fin desechada su presunta consistencia. Y por eso no se limitan a diferir unas de otras, sino que difieren de sí mismas.mí Pero si esto es así, entonces la mismísima Idea absoluta (fuera de la cual, recuérdese, no hay nada ni nada es pensable ni decible), que se hace cargo de todos esos desechos, se «juzga y condena» apodícticamente a sí misma a ser su propio resto (un «resto» tan íntegro como ella: la Naturaleza es también todo, aunque sólo valorada desde la Idea pueda ser vista como el Todo). Al final de la Lógica, Hegel dice al respecto algo prima facie tan extraño como cohe­ rente con toda su concepción. La cumplimentación sistemática de la Idea es la com­ prensión (o mejor: el saber de sí) del Concepto, realizado en su Objeto y morando en él. En cuanto tal, esa cumplimentación es Ciencia (y más: la única Ciencia); pero «sólo del concepto divino» (12: 253; entiéndase aquí Begriff como «sólo concepto» o «noción»). Al cabo, como bien sabemos, la Idea está absolutamente puesta (y puesta en y de por sí) como unidad del Concepto y de la realidad de éste. En cuanto tal unidad colmada, es absolutamente inmediata, única e indeterminada (por negación determinada de todas las determinaciones de las que resultó). Ahora bien, esas características sólo cuadran a algo de lo que al principio tuvimos noticia, aunque no conocimos de verdad. Cuadran en efecto a la intuición del ser, o al ser como intuición. Esta inmediatez absolutamente pues­ ta es la Naturaleza. ¿Acaso la Idea ha pasado aquí a hacerse Naturaleza? El propio Hegel

Recuérdese que cada esfera lógica se continúa y prolonga en las demás, aunque su forma quede subor­ dinada a la forma procesual de la esfera en la que se encuentra Esto es por demás banal: si no hubiera «tran­ sición* también en BL no seria posible pasar del Sujeto al Objeto, y de éste a la Idea. En el respecto que aquí interesa, ello quiere decir que la difcrcnaalidad intrínseca, el di-ferir cada noción de si misma (y no sólo de la contrapuesra a ella), es una ónmdoperaúon que atraviesa toda la WdL, hasta hacer que se abra infinitamente la Idea, di-firiendo de si misma como Naturaleza.

parece luchar con el lenguaje, ya que se apresta a «hacer aún una alusión a esta tran­ sición.» (ibid ; subr. mío). Pero se corrige al punto: la Totalidad en la forma del estar-fuera-de—sí de la Idea no es, dice: «ni un ser-devenido ni una transición». Y no puede serlo, porque la Idea no tiene ya a dónde ir (al contrario, ha retornado -enrique­ ciéndolo y esponjándolo interiormente—al punto de partida: al Ser). N o hay paso de la Idea a la Naturaleza (como si se tratara de dos regiones, que a su vez debieran descansar en un género común), sino que: «la Idea se expide libremente (sich frey entlasst)'m a sí misma, absolutamente segura de sí y reposando en sí.» Y poco después (siempre en 12: 253) dice que se trata de una «resolución» (Entschluss), de una salida de la clausura o de su propio silogismo. La Idea, que era en y de por sí persona impenetrable e indivi­ sible, se libera a sí misma como lo absolutamente penetrable y divisible. Este purísimo ser—para-sí recogido, interiorizado y «recordado», se olvida de sí y se hace exterior, no sólo a la Idea, sino exterior a sí mismo. Su determinación es la de la locura: el estar fuera de sí (Aussersichseyn): no algo que estuviera separado del pensar, sino lo refractario al pensar, lo impotente frente a él. Sin embargo, las palabras finales de la Lógica anuncian el futuro perfecto -en ver­ dad, ya ha pasado y está pasando actualmente- de la «redención» (sería inútil negar el sabor cristiano de estos pasajes; tan inútil como querer reducirlo a una glosa seculariza­ da de verdades cristianas). Avisa Hegel de que el Concepto, desde la exterioridad en que libremente ha «caído», vuelve «en sí» y: «lleva a cabo por sí mismo su liberación en la ciencia del espíritu.» ¿Qué pensar de esta promesa de reconciliación? ¿Se trata de un mero consuelo, de un ardid estratégico? Probemos, con todo, a ser fieles a Hegel, y pensemos más bien de forma lógica. En primer lugar, la erranda de la Naturaleza no le es algo propio: se da en la Naturaleza, pero es de la Idea (genitivo subjetivo, únicamente). Y del mismo modo que las determinaciones lógicas experimentaban a su pesar la nece­ sidad de estructurarse en la trama de la negación infinita, perdiendo su presunta significatividad de suyo, así también los entes naturales han de interiorizar su propio origen (¡la Naturaleza «nace» de la Idea!), de manera que la fuerza lógica de la negación es su propia negación: la configuración de un Mundo racional tiene como componentes seres que son efectivamente turbiedad, arbitrio y caducidad. La racionalidad del Mundo está hecha de la autonegación de esos «materiales», así como la Idea surgía de la autonegación de las determinaciones lógicas finitas (una redundancia: toda determinación es finita, pues que determina a algo distinto de ella y en el que tiene su verdad). Pero el reconocimiento en el Mundo y en la Historia de la libertad en la necesidad, de la verdad en el error, de lo imperecedero en la caducidad: la constatación de que se trata de una y la misma estructura constituye el retomo del Espíritu a la Idea, vista ahora como su pro­ pio «ser». Eso es lo que dicen justamente las palabras finales de la Ciencia de la Lógica: que el Espíritu al fin «encuentra el Concepto supremo de sí mismo en la Ciencia lógica, en cuanto Concepto puro que se concibe a sí.» Afrontemos por último la vexata quaestio que más de un lector, impaciente, se esta­ rá planteando: ¿cabe colegir o no de todo esto que lo Lógico crea la Naturaleza como el • Entiesen significa efectivamente «expedir» (como una carta echada al Correo; claro que, en este caso, el remitente y el destinatario sería el mismo: el Espíritu; la escritura sería la Lógica; pero sólo se entendería perfectamente -y tendría que llegar n ser leída y entendida por cualquiera—si pasara por todos los lugares y todos los tiempos del mundo; mientras esto no suceda -que no sucederá- tendremos que conformarnos con ir interpretando esa escritura, en la medida de nuestras fuerzas y en la situación en que nos hallemos). Entlassen significa tamhién «despedir» a alguien del trabajo, echarlo fuera: a la calle. Y literalmente, sich entlassen sería algo así como «dejarse ir de sí mismo», entregarse a su propio ser-otro.

U3

buen Dios creó el Mundo? ¿Se trata en suma de una abstrusa transcripción en términos aparentemente «científicos» de la vieja creencia cristiana? N o es fácil dar una respues­ ta definitiva a esta pregunta. Pero sí cabe interpretar el sentido de las crípticas y conci­ sas expresiones hegelianas de un modo mucho menos «místico». Lo Lógico no crea nada, porque no tiene nada que ver con la fuerza o con la existencia efectiva. Com o se ha señalado tantas veces, la determinación «fuerza» no es fuerte, la de «existencia» no exis­ te, etc. ¿Qué significa entonces esta expedición en y como Naturaleza? Significa -el pro­ pio Hegel ha insistido en ello- un retomo. Pero un retorno no solamente al puro ser, sin más (el «ser» del lado de acá de la Lógica). Todo comienzo se da en un límite: propone algo aún no existente y se desprende de aquello de lo que toma inicio. El ser puro se des­ prende de todo eso que nosotros llamamos empina, pero también ciencias; y además vida tecnológica, actividad sociopolítica, cultural, etc.: todo eso a lo que llama Hegel eticidad. El ser es la abstracción de todo ese magma, que es el barro, a veces sucio y aun ensan­ grentado, pero siempre fecundo, de donde surge la filosofía, y de donde ésta sigue nutrién­ dose y medrando, revolviéndose desagradecida contra ese claustro materno. Ahora, al cabo del circular Corso lógico, con la reposición por parte de la Idea del Ser, queda pues­ to eo ipso todo el abigarrado campo del que el ser es epítome generalísimo y denomina­ dor común. La Idea no crea, sino que restablece el mundo: este mundo nuestro, coti­ diano y tenido a primera vista por sensible. Pero lo «pone» ¡como su propio presupuesto! Es decir, como el ser-otro (o literalmente: como lo otro del ser... intralógico) de ella misma, de la Idea. No hay aquí pues creación, sino un perfecto bucle de retroalimentación: lo que ahora es llamado «Naturaleza» no es sino la multiplicidad extralógica del ser: el borde «exterior» del inicio de la Lógica, cuando igualmente una «resolución», un Entschluss subjetivo nos incitaba a salir de nuestras casillas y a pensar libremente. Ahora volvemos a casa (volvemos a donde siempre estamos cuando no filosofamos). Pero sabe­ mos ya que los cimientos de esa «casa» que es el mundo son lógicos; sabemos que tras la dispersión de lo natural alienta una disposición lógica que nosotros, los hombres, vamos trabajosamente elaborando (y no meramente descubriendo, como si no hubiera otra cosa que hacer sino «desenterrar» verdades que nos esperan, intactas, bajo el polvo de la «fal­ sía» cotidiana; nada más lejos de Hegel que tan altiva fatuidad). Y es que si la Lógica dice algo (y dice mucho, ciertamente) del mundo es porque procede de ese mismo mundo que ahora está dispuesta a esclarecer. Su libre expedición era una vuelta, ciertamente. Pero las vueltas de Hegel no son nunca estériles, sino que transforman, nos transforman y se transforman en cada giro, en cada flexión. Ahora estamos aparentemente «ahí fuera», donde estábamos antes de filosofar: arrojados a la Naturaleza. Pero eso es solamente una apariencia. Las determinaciones lógicas están impregnando y sosteniendo esa vasta superficie natural. Y nosotros, por haber leído (con ardua fatiga, ciertamente) la Ciencia de la Lógica, sacamos a la luz esas huellas, sine ira et studio. Ahora bien, por esta nuestra acción, tales huellas -sin dejar de ser las de la Lógicason también la impronta de nuestra propia Historia; o mejor pensado, aunque peor dicho: de la Historia de «Nosotros». Las huellas del Espíritu en el Mundo. V I . 6 - E L M U N D O E N U N C O M P E N D I O : E N C IC L O P E D IA D E L A S C IE N C IA S F IL O S Ó F IC A S ( H E I D E L B E R G , 1 8 1 7 ).

Mientras que la Idea lógica cumplía la estupenda hazaña de negarse a sí misma y de entregarse, alienada, a lo otro de sí para fecundarlo y ordenarlo por de dentro, aquél que en el mundo histórico fuera saludado por Hegel como Alma del Mundo se negaba tam­ bién a sí mismo, víctima de su ambición, y sucumbía ante su propio destino. Pero en

754

Ciudad y Castillo de Heidelberg, en 1784.

esta ocasión -y mal que le pesara a Hegel- tan formidable caída no parecía promover en absoluto el curso de lo Lógico y su exaltación de la libertad, sino que acababa más bien con los sueños de progreso, justicia y renovación social abrigados por tantos inte­ lectuales. Y de paso, frustraba para siempre el anhelo de Hegel de contemplar una nación reunificada bajo la protección francesa y con la ayuda de las consignas liberales que movían a las bayonetas del Imperio.'™7 Con la estrella de Napoleón se vinieron tam­ bién abajo muchas ilusiones: «Es un prodigioso espectáculo -escribe a Niethammer el 29 de abril de 1814- el contemplar cómo se destruye a sí mismo un enorme genio.- Eso es lo tragikotacon [lo más trágico] que existe. La entera masa de lo mediocre sigue pre­ sionando sin descanso ni tregua con su absoluta gravedad plomiza hasta derribar lo más alto y ponerlo a su nivel o por debajo de ella.» (Briefe; 2, 28). Esa masa mediocre era la Santa Alianza, constituida oficialmente en septiembre de 1815. Por otro lado, ya desde octubre de 1814 tenemos noticias de que Hegel (a la sazón, no sólo Rector y Profesor del Instituto de San G il, sino Consejero M unicipal de Educación) no se encontraba a gusto en Nuremberg y ansiaba volver a enseñar en una Universidad. Y el cambio de clima político e intelectual en Baviera (con un Niethammer De todas formas, Hegel siempre tuvo suerte, con respecto tanto a situaciones políticas de gran calado como a las de su entorno personal. Mientras que la caída de Napoleón conllevaba un fulminante deterioro de las libertades políticas (¡y especialmente en el campo de la instmcción y la religión!) en Baviera (que había sido hasta entonces un Estado «satélite» del francés; basta leer la base del obelisco de la Catolinenplat: de Munich pa?a darse cuenta de ello), en cambio en Prusia (que de 1802 a 1813 había sido objeto de desconfianza y aun de desprecio por parte de Hegel), y como consecuencia de unas guerras de «liberación» que el filósofo -para su coleto, claro- seguramente no aprobaba, se fueron estableciendo una serie de reformas -ya aludiremos a dias­ que hicieron cambiar radicalmente la opinión de Hegel sobre Prusia y acrecentaron su deseo de servir a tan flamante monarquía liberal.- Por lo demás, Hegel no tenía buena impresión de los «teutómanos» (y con razón, a la vista de la lluvia de sangre que vendría mucho después) y se burlaba de esos hipemacionalistas de la Deutschtums («Alemanidad»), predicadores de «la tierra prometida des Deuuchdumms.» (Carta a Paulus de 9 de octubre de 1814; Br. 2,43)- El cambio de letra (inapreciable fonéticamente) convierte a la consigna patrió­ tica en algo así como «imbécil teutón».

755

cada vez menos influyente),1788junto con sus deseos de «liberación de las miserias de la escuela, de los estudios y de su organización»,1789 le hicieron poner los ojos en tierras protestantes. De hecho, Heidelberg, Berlín y Erlangen (que, sin embargo, no dejaba de pertenecer a Baviera, como Nuremberg, aunque fuera un irreductible bastión hugonote) establecieron contactos con nuestro siempre descontento Profesor (de Enseñanza Media). Sin embargo, para acceder al ansiado puesto de Catedrático de Universidad tuvo que luchar Hegel con un poderoso enemigo interno: la mala fama que había dejado en Jena como docente. El mismo lo reconoce, cuando, acariciando la idea de volver a la Celebérrima Salaria, escribe a Frommann el 14 de abril de 1816: «Mi primera experiencia de enseñanza en Jena ha dejado allí algunos prejuicios en mi contra. Me consta, por­ que yo mismo lo he oído decir. Es cierto que yo era por entonces un principiante, que aún no tenía las ideas bien claras (¡ ¡, F.D.) y que en la exposición oral me pegaba a la letra de mis apuntes.» (Br. 2, 73). Preciso es en cambio añadir al punto que, afortuna­ damente, los ocho años de clase en el Gymnasium habían sido decisivos para la correc­ ción de esos típicos defectos de principiante. El tremendo esfuerzo de acomodar abstru­ sas doctrinas a jóvenes alumnos de bachillerato dio sus frutos, tanto en la claridad de exposición escrita1790 como en la facilidad para la expresión oral.1791* De acuerdo con el «autobombo» preceptivo en esos casos, el filósofo comunica en efecto a su amigo Paulus, con vistas a un posible nombramiento en Heidelberg1797: «ocho años de ejercicio en la enseñanza secundaria me han procurado al menos una mayor facilidad de exposición, que en ningún otro sitio podría haber adquirido mejor, y me han conferido además un aceptable grado de claridad, de modo que también en este punto creo poder estar segu­ ro de mí mismo.» (Br. 2, 75). Esta seguridad, y la mediación amistosa de Paulus y de Daub, condujeron las negociaciones a buen puerto.1793*Hegel pudo volver al fin a la uni-

l7l# Uno de los puntos capitales de la llamada Reforma-Niethammer había sido la introducción de cursos de matemáticas y de filosofía en el Bachillerato. Ello levantó —tras la caída del Empereur, claro- la ira y el vocerío de los teólogos católicos, hasta el punto de que el Rey suprimió por decreto la dohle enseñanza en junio de 1816 (justo a tiempo para que Hegel -que siempre se salvaba por los pelos- pudiera dejar con todo honor Nuremberg y volver a la Universidad, esta ver de Catedrático). ,7WCarta a Niethaminer, de 11 de agosto de 1816 (fir. 2, 111). Esta ver no es una petición de socorro (de todas formas, el pobre Niethammer no habría estado ya en ningún caso en situación de ayudar a Hegel), sino un suspiro de alivio, porque para esa fecha ya estaba decidida la marcha a Heidelberg.- Hay que reconocer que Hegel (hasta su nombramiento como Herr Professor en Berlín) es uno de los filósofos que más se han lamentado de su suerte y más ayuda han pedido. En eso no era nada estoico. 1790Como podemos comprobar hoy, tanto a la vista de las lecciones agrupadas como Propedéutica filosófica como leyendo incluso WdL (mucho más accesible, a pesar de todo, que los Cursos jenenses). 1791 De creer en sus propias manifestaciones, pero también según se aprecia por el creciente número de alumnos que se matricularon desde entonces en sus clases y también, en último pero no ínfimo lugar, por los apuntes de lecciones que se han conservado, y que ahora comienzan a ser publicados lM' H.E.G. Paulus (1761—1851) es una figura menor, pero que en algunas ocasiones influyó decisivamente (para bien y para mal) en las vidas de Hegel y de Schelling. Fue Stifder de Tubinga, como éstos, y Repitcm del Convictorio, como luego lo sería Schelling. También lo encontramos en Jena, todavía amigo de nuestros toda­ vía amigos (Hegel colaboró en la edición de las obras completas de Spinoza, dirigida por Paulus). Se enemistó luego con Schelling (Paulus era demasiado sobrio y racionalista como para aguantar las veleidades «místi­ co-religiosas» de aquél) y fue antecesor de Hegel en el Gyfmuuium de Nuremberg. Profesor desde 1810 en Heidelberg, influyó poderosamente -junto con el PtotcIuot, Cari Daub, amigo a su vez de Creuzer- para traer a Hegel a su Universidad. Pero Paulus tuvo además la rara «virtud» de enemistarse con todos. Con Creuzer, porque Paulus se pasó, con Voss, al bando de los filólogos rancios y ortodoxos. Con Hegel, a propósito de la Constitución del Württemberg. Y con Schelling, primero en Würzburg y luego, muchos años después, en Berlín, cuando amargó para siempre la existencia del viejo Schelling al publicar clandestinamente y con comentarios sarcásticos el Curso berlinés de Schelling de 1841/42, como ya sabemos (véase la nota 491). 1791 No así en Berlín, donde el Ministro von Schuckmann seguía mostrando reticencias respecto a la cali­ dad docente de Hegel, dudando de si: «Vd. será capaz de enseñar su disciplina de un modo vivo y penetrante...

756

versidad179\ dejando a sus espaldas dos libros sin parangón posible (ni aun para el propio Hegel que, cargado de clases y deberes académicos1795, no volvería a escribir nunca más un libro, en el sentido estricto del término).17911 y de estimular y guiar el espíritu de los jóvenes, especialmente a través de una enseñanza actual y viva.» (Carta de 15 de agosto de 1816; Br. 2, 112). Y aunque Hegel aseguró -en ténninos parecidos a los de la carta a Paulusque esos años de Nuremberg «han sido para mí más útiles seguramente que incluso una cátedra universitaria» (a von Schukmann, 28 de agosto; Br. 2, 123), la ansiada cátedra que Fichte había dejado vacante siguió sin ser cubierta (posiblemente por motivos ideológicos, y no sólo de calidad docente). Pero el reaccionario minis­ tro no sospechaba por entonces que le quedaba menos de un año en el cargo, y que en 1818 Hegel iba entrar en Berlín con todos los honores. 1794 Los términos en que se expresó Cari Daub para animar a Hegel no pueden ser más halagadores; «Si Vd. -le escribe- aceptase nuestra llamada, Heidelberg tendría por vez primera desde la fundación de su Universidad (¡hacía 430 años!, F.D.) un filósofo (como Vd. seguramente sahrá, Spinoza fue invitado a enseñar aquí, pero en vano).» (Carta de 30 de julio de 1816; Br. 2, 95). La ciudad del Neckar no se podrá quejar des­ pués de sus filósofos; Karl Jaspers y Hans-Georg Gadamer, entre otros. IW! En Heidelberg, durante el SS 1817 y el WS 1817/18 dictó Hegel 16 horas semanales de clase. Tenía además que redactar lecciones para disciplinas nuevas, que apenas habían encontrado unas líneas en En*., como la «Historia de la Filosofía» o la «Estética». 1,,s Aparte de los «manuales» que serán ohjeto de nuestro examen (la Enciclopedia y la Filosofía del Derecho), sí que redactaría Hegel extensos artículos de revista. En este breve período heidelbergienese escribiría dos ver­ daderos ensayos, ambos publicados en los HE1DELBERG1SCHE JAHRBÜCHER DER L1TERATUR. El pri­ mero enjuiciaba las Verhandlungen m der Versammlung der Landstande des Komgsreicfis Württemberg im Jahre 1815 und 1816 (ahora en W. 4, 462-597). Curiosamente, fue el único de sus escritos estrictamente políticos que tuvo inmediato influjo público (aunque quizá suscitara la sospecha de apoyo ideológico al poder): el gobier­ no de Wíirttemberg mandó difundir separatas (a un precio muy módico) del artículo, que, armo señalara agu­ damente Niethammer, servía a una mala causa con argumentos buenos. En efecto, I legel subraya el carácter pro­ gresista del derecho abstracto burgués, frente a los privilegios tradicionales de la Dieta, levantada contra el monarca. Pero éste se había aliado con entusiasmo a la restauración del viejo régimen, y ese punto no lo toca­ ba Hegel. Sin embargo, y más allá de la ocasión (y el posible «acomodo»), el escrito sigue teniendo valor. De él se recuerdan, claro está, las invectivas contra los parlamentarios que querían volver al guíes altes Recht (el «buen derecho de antes»), y la comparación de los miembros de los Landstande con los emigrantes que vol­ vieron, triunfales, a Francia (los llamados: Remigranten), y que: «No han olvidado nada ni aprendido nada.» (W. 4, 507). El segundo trabajo fue una extensa recensión del vol. 3 de las Werke letzter Hand de Jacohi (W. 4, 429-461), que marcó la reconciliación con el por entonces muy poderoso Jacobi (era Presidente de la Academia de Ciencias de Baviera), como cuadra a un Catedrático, lejos ya de los fogosos días de la Privatdozentur. Puestos a ser maliciosos, tampoco cabe desechar la hipótesis de que este «hacer las paces» supusiera un solapado apoyo a quien había atacado pocos años atrás al ahora enemigo, Schelling, el cual lo había vapuleado a su vez con su Denkmal (ver infra, nota 2104). Una vez expresadas todas estas cautelas (o maledicencias), hay que recono­ cer que la recensión sigue siendo muy importante para entender las complejas relaciones entre el idealismo hegeliano y la Glaubemphilosophie, en un momento en que la influencia de Baader (y a su través, de Bohme) se hacía sentir fuertemente no sólo sobre Schelling -bien predispuesto por demás a ella- sino también sobre Hegel, que encontraba así igualmente un medio de renovar sus queridos estudios de juventud sobre la religión, pero ahora de un modo mucho más simpatético para con la teología más o menos establecida. La cosa irá a más (influida también por el ambiente político; como diría el sereno de La verbena de la Paloma: «¡Son cosas de estos tiempos!»). Ello se aprecia muy bien en los Prólogos a las distintas ediciones de En*. Mientras que Prólogo e Introducción de la de Heidelberg (1817; la denominaremos: A) están dedicados a las relaciones de la filosofía con las ciencias particulares (previniendo además contra los «aventureros» del pensamiento: segu­ ramente los Naturphilosophen schellingianos o, por seguir con la malignan, contra Jacob Fries, el archienemigo que enseñaba también en Heidelberg), tanto el extenso Prólogo de la 2® ed. (ya escrita en Berlín, pero publica^! en Heidelberg, 1827; cit.: B), como el más breve de la 3a (1830; como las anteriores, publicada en I leidelberg; cit.: C) se centran casi obsesivamente en las muy conflictivas relaciones (de rivalidad, y a veces de apoyo mutuo) entre la filosofía y la religión.- Y a propósito de la Enciclopedia: acaba de aparecer una exce­ lente edición española de C a cargo de Ramón Valls Plana (Alianza. Madrid 1997). Aunque ha llegado a mis manos demasiado tarde para aprender de las numerosas notas y para utilizar esta versión en las citas (la pri­ mera que -¡a 147 años de distancia!- merece este nombre; la antigua de Portúa, México, era casi ilegible), hay que dejar constancia aquí de este importante hito. Solamente cabe lamentar que no se hayan incluido las adiciones (Zusntzc), aunque la omisión se deba a buenas razones: las unas, con seguridad filológicas (no se trata de las ipsa verba de Hegel, sino de compilaciones de dudoso tigoi, según ya hemos advertido en este tratado; y además están empezando a aparecer lentamente ediciones de apuntes de lecciones de Hegel, mucho más fia-

757

Sncgclopnbi c

pbilofopfoifcíKn

S8 írfenf®flften ím ©ninbrifíe, 2um Qíbtútjtí] fíintr SBúilrfungíd

ti* i ©r. Scorg ÜBilfjdm gtiebrid) í>cgf!, mo se ve, la intuición hace aquí de término medio

799

En este recuerdo,*1* 2 la inteligencia intuitiva se presenta a sí misma de nuevo, como «volviendo en sí». No es pues ya una mera «presentación» (la cual corresponde siempre a algo nuevo, ajeno y desconocido) sino una representación de sí en lo otro de sí.1* ’ La representación es el segundo momento de la inteligencia y el que mayor interés ha sus­ citado, con razón. En la densa exposición hegeliana (§§ 451—464) se ofrece como in nuce todo un tratado de semiología de muy alta relevancia. En la representación, la inte­ ligencia se separa de la singularidad del objeto para relacionarlo con la abigarrada «uni­ versalidad» del sujeto (la cual es al pronto abstracta; más valdría hablar aquí de una fantasmática Allheit o suma de «cosas» inconexas). En efecto, por el recuerdo (el primer nivel de la representación), el contenido «sentido» es ingresado en la interioridad de la inteligencia y allí «tra-ducido» «al propio espacb y al propio tiempo de ésta.» (§ 452).1W M Como se ve, el proceso está íntegramente orientado a la liberación de la «servidumbre» de todo lo inmediato y externo, empezando por el médium formal en el que la inteli­ gencia se halla ya de antemano, a priori, y que Kant aceptaba como inmediato e indeducible: el espacio y el tiempo. Ahora bien, esa interiorización de las formas posibles de todas las cosas no deja a éstas desde luego incólumes. A ese interior transpuestas, las cosas pierden en consistencia y presencia lo que ganan en claridad y distinción, como si quedaran «radiografiadas», convertidas en puras imágenes. Las imágenes son producto de la imaginación (el segundo y más complejo momento de la representación).1* 5 Y la imaginación es a su vez: a) reproductiva, b) productiva y c) fantasía hacedora de signos. La primera, en cuanto sustrato de las imágenes, es presenta­ da por Hegel con una metáfora inolvidable. Hay que comprender, dice: «La inteligencia entre lo racional (pero puramente formal): el enlace, y el contenido de base: lo múltiple. La inteligencia se ve a sí misma en obra (y en eso tenía razón Fichte, al peraltar al Yo); pero se ve como su propio exterior (y en eso tenía razón Schelling, al peraltar a la Naturaleza). La intuición es este contradictorio estar en sí estando fuera de sí, peto ya desequilibrado en favor de la vuelta a sí, en virtud de la atención. 1W!Un recuerdo que, más que interiorizarse, se «involucra» a sí mismo y crea por vez primera algo así como un interior del exterior mismo (y no un interior enfrentado a un ajeno exterior, como en el caso de la concien­ cia frente al objeto). lw Véase esta muy clara definición de representación: «Esta síntesis de la imagen interior con la existen­ cia (Dasein: con la cosa existente, F.D.) recordada es la representación en sentido propio, en cuanto que lo inter­ no tiene también en él la determinación de poder ser emplazado (gestellt) ante la inteligencia, de tener exis­ tencia en ella.» (En?. § 454). I'"4 En el correspondiente Zusatz (W. 10, 259), Hegel acaba con una de las distinciones psicológicas más manidas (y falaces) que haber pueda, presente en Descartes y presupuesto todavía por Kant: la creencia de que el espacio sólo existe «ahí fuera», en el mundo de las cosas que no son «yo», y de que el tiempo existe ante todo «aquí dentro», en mi sentido intemo, siendo proyectado luego por mí en las cosas, que gracias a ello lite­ ralmente se «animan» (cobran un «alma» prestada). Pero, como dice Hegel: «dado que la inteligencia, según su concepto, es la infinita idealidad para sí esente o la universalidad, el espacio y el tiempo de la inteligencia es entonces el espacio universal y el tiempo universal». Es evidente que existe un «espacio mental», en el cual no se precisa de la presencia y afección de las cosas para componer o descomponer las imágenes de éstas según sus formas de enlace (y no, sin más, a capricho). El propio Kant insinuó que debía existir un espacio tal (jus­ tamente, el espacio ideal de la geometría), medido y escandido por un tiempo «normal» que no es sino la nega­ ción abstracta de los distintos tiempos. Cf. KrV B 155, A - Esa diversidad en la consideración de los tiempos se muestra en cambio con toda su fuerza cuando ponemos en relación nuestra subjetividad puramente formal, carente de contenido, con este último. Si es considerado como intuido, entonces existe una proporción inver­ sa entre lo intuido y la atención formal: si hay mucho que intuir, el tiempo se hace corto; si poco, la atención decae y el rato (Weile) se nos hace largo (lang): de ahí el fenómeno del «aburrimiento» o Langcu/eile. Por el contrario, en la representación se da una proporción directa entre lo representado y la Inteligencia: los tiempos en los que hemos estado ocupados de muchas maneras (en los que hemos «hecho» muchas cosas) nos resultan largos, y en cambio cortos aquéllos en los que hemos tenido poca ocupación (como en vacaciones, cuando uno se limita a «estar distraído», en lugar de «ocuparse» en lo que hay que hacer). 1805 No en vano había presentado Hegel ya en Jena (WS 1805/06) a las imágenes como el germen del Concepto (cf. G.W. 8: 185-191).

800

como este pozo nocturno, en el cual está guardado un mundo de innumerables imágenes y representaciones, sin que ellas estén en la conciencia.» (§ 453, A .). N o sólo no están en la conciencia: tampoco existen, en cuanto tales. Es la chóra inconexa del subcons­ ciente, el nido de virtuales pensamientos aún no pensados ni vividos y que necesitan de una intuición concomitante para recibir de nuevo fuerza y sangre (como ocurría con la «vivacidad» de las ideas humeanas). Ahora bien, esto que por un lado es un «retomo a la vida» es por otro una corroboración del «yo». En efecto, lo que la imaginación reproductiva reproduce no es la imagen (a la que se «transfunde» la sangre de lo intuido) sino «la emergencia de las imágenes a partir de la propia interioridad del Yo, el cual les dota desde ahora de poder.» (§ 455).1906 Lo reproducido es pues un contenido que, en cuan­ to extraído de ese pozo general, tiene a su vez una representación universal que se ha tornado en «referencia asociativa de imágenes» (ibid.). A sí transformada la determinidad primera en puro respecto, la inteligencia tiene ahora poder sobre estas imágenes y sus representaciones: es ella, la inteligencia, la que se muestra como esquema o red última de referencialidad, o sea como: «Fantasía, im aginación simbolizadora, alegorizadora o poetizadora.» (§ 456). Imaginación pro­ ductiva, en definitiva, en la que todavía el material concreto de la representación procede de la intuición, siendo el contenido universal todavía algo puramente inte­ rior.1907 El último paso consistirá pues en la liberación por parte de la inteligencia de toda sujeción a lo «externo» y natural. A sí como ha dado forma universal a una ima­ gen, ahora se determinará ella misma a ser, a existir como una «cosa», «produciendo intuición». La inteligencia es así: «Fantasía hacedora de signos» (§ 457). Éste es el punto clave de toda la argumentación: «El signo -d ice H egel- es una intuición inmediata cualquiera, que representa un contenido enteramente distinto al que ella tiene de por sí: la pirámide, en la cual se ha depuesto y guardado un alma extranjera.» (§ 458, A .). El símbolo todavía guardaba algo de su aroma y consistencia naturales; pero la inte­ ligencia ha socavado por entero el interior de la cosa y la ha hecho transparente, vehículo de su poder, instrumento de su expresión. La suerte de la naturaleza está, así, echada: toda ella está destinada a ser una «naturaleza muerta», una cáscara a cuyo través brilla el espíritu. El ejemplo más puro de esta exteriorización de un interior es para Hegel la voz, articulada para alzar a representatividad universal en un sistema a todas las imágenes y representaciones simbólicas y alegóricas. Ese sistema es el len­ guaje, el cual presenta una segunda existencia más alta que la primera, puramente natural y sometida al azar y la caducidad (cf. § 459; recuérdese que con esta superación de lo sensible a través del lenguaje se iniciaba la experiencia de la conciencia, en la Fenomenología). Y Hegel, en la extensa nota a este parágrafo, expone una apretada génesis de los distintos tipos de lenguaje hasta llegar al lenguaje alfabético conven­ cional (apropiación griega de lo extraño y oriental: de lo fenicio), alabando esta escri­ tura puramente desligada de lo sensible y, por ende, capacitada para la expresión de la

1906Literalmente: ivelcha nunrnehr deten Machi ist, «el cual es desde ahora su poder». La versión hahría sido sin emhargo confundente: el poder de las imágenes les viene insuflado, inspirado por el espíritu, que se repro­ duce y se corrobora en ellas. En el sentir de Hegel (el cual sigue adscrito, a pesar de todas sus críticas, a una teoría «romántica» de la expresión), una imagen sería tanto más potente cuanto más dejara ver en su configU' ración y en su disposición la fuerza del espíritu que la ha producido y que en ella se expresa (como si dijéramos: por sus obras los conoceréis; no es lo mismo esculpir J prigioni que copiar una vez más el Laocoante). ,m El final del Zusaiz contiene una importante alusión al arte. La imaginación productiva («poética» en el sentido griego de donación de sentido universal a una cosa singular, extema): «configura lo formal del orle; pues el arte presenta lo de veras universal, o sea la idea, en la forma de la existencia sensible, de la imagen.* (W. 10, 267).

ciencia.1908 El ideal estriba para Hegel en que la costumbre acabe por borrar (tilgen) y hacer olvidar la apoyatura sensible (de ahí el carácter primitivo, abstracto, de lo ¡có­ nico, y la necesidad de su progresiva depuración en lenguaje ideográfico, jeroglífico, silábico, hasta llegar a la perfección de la estilización y convención pura, donde la base material queda sutilmente «adelgazada» como vibración sonora, o como trazos sin significado propio sobre una superficie uniforme), a fin de que el lenguaje sirva de comunicación cuasi directa de un espíritu a otro espíritu. Un primer paso se da en el hecho (de sabor tan bíblico) de dar nombre a las cosas: no tanto para reconocerlas sino más bien para reconocerse a sí mismo en ellas, para elevarlas a signo y separarse de ellas como el señor de los signos. Ahora bien, el nom ­ bre (en cuanto: «conexión de la intuición producida por la inteligencia y el significa­ do de aquélla»; § 460), sigue estando ligado a algo exterior (la intuición) y, por ende, cambiante y perecedero. Sólo su repetición lo fija y, según lo dicho, hace olvidar ese su sustrato sensible para hacer resaltar exclusivamente el significado y la actividad general significante. La exterioridad queda así «recordada», interiorizada en la memo­ ria. La memoria es esta identidad de la cosa—signo exterior y del significado interior; una identidad al pronto puramente formal: aun vaciadas de sentido, inesenciales y convertidas ad limitem en pura cáscara, las «cosas» naturales, los referentes de los nom­ bres siguen existiendo ahí fuera. Pero el proceso implacable de esta máquina de depu­ ración de lo natural que es la Psicología hegeliana continúa: la memoria es así, pri­ mero: actividad de retención de nombres (parangonándolos aún con sus referentes); después, memoria reproductora (la cual «rconoce en el nombre la Cosa, y con la Cosa el nombre, sin intuición ni imagen»; § 462); y por fin, memoria mecánica: «esta poten­ cia como subjetividad enteramente abstracta: la memoria que es denominada mecánica (§ 195) por mor de la entera exterioridad en la que los miembros de tales series [inne­ motécnicas, F.D.] están unos frente a otros, y porque ella misma es esta exterioridad, aunque subjetiva.» (§ 463). El vuelco, por espectacular que parezca, no puede extrañar: la depuración de lo sensible e inmediato, del carácter referencial que acompaña a toda representación, y la interiorización de toda esa «naturalidad» tiene por resultado final... ¡la plena exteriorización como «cosa», y como cosa mecánica, de la inteligencia misma! (Pues en efecto, y como ya sabemos, algo únicamente interior es eo ipso únicamente exterior). Y justamente en este momento de máximo peligro, cuando parece que la actividad inteligente ha de reducirse a la mecánica repetición, positiva o negativa, de lo idéntico (como en el cómputo de Hobbes o en el «realismo racional» de Bardili), convirtiendo

En*. § 459, A. (97. 10, 276): «De lo dicho se sigue que aprender a leer y escribir un lenguaje silábico ha de ser considerado como un medio infinito -y nunca suficientemente apreciado- de formación, en cuanto que conduce al espíritu desde lo sensiblemente concreto a la atención a lo más formal, a la palabra sonora y a su elemento abstracto, aportando algo esencial para fundamentar y depurar el suelo de la interioridad en el sujeto.».- Gimo cabe apreciar, Hegel se enfrenta tanto a las teorías románticas sobre el lenguaje (con su ape­ lación -ya en Leibniz- a una linguu adamica, perdida tras el diluvio y cuyos restos debieran ser trabajosamen­ te descifrados para tornar a ese prodigioso origen) como a las evolucionistas. Por lo demás, la apelación al carácter «insensible de los sonidos» (97. 10, 277) en el lenguaje está en perfecta concordancia con la noción del «sonido» en PhN como doble negación de lo material: «La negación de la consistencia (extrínsecamente recíproca) de las partes materiales viene a ser tan negada como el restablecimiento de su ser-en-reciprocidad-extrínseca y de su cohesión; es una sola idealidad, en cuanto permutación de las determinaciones que se van asumiendo (aufltebertden) mutuamente, la vibración interna del cuerpo dentro de él mismo: el sonido.» (Enz § 299).- Es evidente que estas consideraciones tenían que llamar la atención de Jacques Derrida, postestructuralista y cuidadoso lector de Ferdinand de Saussure. Véase su El pozo y la pirámide, en la recopilación ya cit. de Jacques d’Hondt, Hegel y el pensamiento moderno.

la abigarrada manifestación del mundo en el desierto de lo cuantitativo,1*" se revela de nuevo la Grundoperation de la dialéctica hegeliana, a saber: si nos quedásemos con el resultado final, olvidando todo el proceso y, sobre todo, pasando por alto el motor de ese proceso, no tendríamos sino un cadáver entre las manos: el mundo, reducido a reglas mnemotécnicas. Pero lo que sale a la luz a través del desarrollo de la representación es la inteligencia representativa misma, la cual no es solamente esta objetividad exterior, mecá­ nica, sino el significado propio del proceder puro de la inteligencia.11"0 Es pues la posición como identidad de lo que parecía distinto: la objetividad significada y la significación significante.*190911 En esa identidad, la interioridad de la inteligencia está enteramente expuesta, se da como un ente (seiend); y por ende, lo subjetivo (la significación) no es ya algo diverso de la objetividad. Y así, a través de la negación de la coloreada multiplicidad sensible merced a la memoria, brota la flor negra del pensamiento, cuya actividad, según señala Hegel: «no tiene ya ninguna significación» (§ 464). Es decir, no apunta ya a nada: es un signo que se niega a sí mismo; no tiene una referencia exterior.1912 El pensar es así la razón, ahora ya plenamente identificada con el sujeto (recuérdese que había comenza­ do por aparecer como la determinación o criterio «objetivo» del mismo), cuya activi­ dad es; o a la inversa: el sujeto plenamente identificado con la razón, cuya existencia es. Se accede así al tercer y último nivel del espíritu teórico: el pensar, escandido en los momentos del entendimiento19'3, juicio y razón; pero «razón formal, entendimiento silogfstiVid. 8 463, A. (W. 10, 282): «A punto está uno de considerar a la memoria como una actividad mecá­ nica [al servicio] del sinsentido, encontrando su justificación, digamos, sólo por su utilidad y quizá hasta por ser imprescindible para otros fines y actividades del espíritu. Pero de ese modo se ha pasado por alto su significa­ do propio, que ella tiene en el espíritu.» Y en efecto, en la nota del $ siguiente recordará Hegel (muy á la Herder), la cercanía -denotada ya en el lenguaje- entre «memoria» (Geddchmis) y «pensamiento» (Gedanke). 1910Hegel salva de este modo el doble escollo del «trascendentalismo» kantiano y del «realismo- ingenuo, que toma al lenguaje como un medio absolutamente transparente para mostrar una realidad que, sin ese medio, seguirla existiendo tranquilamente, tal cual. Por poner un ejemplo: una conocida boutade de Mayo del 68 decía: «Cuando el dedo apunta a la playa, el idiota mira al dedo.» Dejando aparte resonancias utópico-revolucionarias, diríamos que esa actitud sería justamente la de un kantiano (para el caso, un «socialdemócrata», que se para a pensar primero si las circunstancias son favorables, cuál es la correlación de fuerzas, etc., hasta perder­ se en el mar de los detalles y no actuar jamás), mientras que la de quien mira a la playa gracias al dedo, pero haciendo completa abstracción de él, sería el realista. Por el contrario, un hegdiano se esforzaría por mantener unida la estructura «dedo-que-apunta-a-la-playa» y por desvelar el movimiento y ritmo del paso, reflexión y despliegue de los distintos elementos del conjunto. 19,1 Dicho sea de paso, a tenor de la Psicología resultaría confundente la terminología saussurenna, es decir la distinción interna al signe entre signi/iant y sígní/íé. Realmente, lo «significante» (la acción de significar) corresponde a la inteligencia, no a la cosa material intuida que hace las veces de signo; y lo «significado» sería reconocible en la cosa, aunque desde luego no se identificaría con ella; ésta se limita a ser su icpusciiGiuSn; justamente, a ser signo de la instancia significante. 1911De este modo, Kant habría tenido razón -en un sentido bien distinto al por él mentado- al insistir en que las ideas puras no servían para conocer nada; nada, excipe intellectus ipse, habría contestado leihnizianamente Hegel. En el pensamiento, el espíritu comienza a saberse a sí mismo («conocer» era en cambio cosa -bien contradictoria, por demás- de la conciencia). Puede parecer extraño que el entendimiento reaparezca ahora en un plano más complejo, cuando había emergido ya en la experiencia fenomenología (cf. § 422). Pero allí era el entendimiento una «figura» general y abstracta de la conciencia, mientras que ahora «existe» como entendimiento particular de un sujeto (así, se dice de alguien que tiene poco o mucho «entendimiento»), y además se muestra efectivamente a través de la propuesta de teorías científicas en favor de la experiencia, que diría Kant, implícitamente recordado por Hegel aquí al decir que es el entendimiento el que «elabora las representaciones recordadas -interiorizadas- hasta hacer de ellas géneros, especies, leyes, fuerzas, etc., y en general hasta elevarlas a categorías, en el sentido de que la estofa material tiene por vez primera en estas formas del pensar la verdad de su ser.» (§ 467). Veremos cómo se «repiten» ahora las formas lógicas y fenomenológicas (entendimiento, juicio y silogismo), pero no para dar cuenta del objeto exterior, sino «recogiéndose» y «condensándose» para corroborar la verdad del sujeto, el cual no será ya una mera «unidad sintética de la apercepción» (es decir, una «X» vista como función cognoscitiva, por mor del objeto), sino la voluntad: la puntualización intensísima del sujeto como verdad formal de lo ente.

803

co» (§ 467). Esto es, una razón que ha superado toda determinación de forma y puesto la actividad del pensar en perfecta identidad con lo pensado, como «centro al que regre­ san los opuestos como a su verdad.» (§ 467, A .). Pero una razón también que, en cuan­ to inteligencia, se ha liberado de todo contenido «material» y se sabe solamente a sí misma, como distinta de iodo ese mundo residual («todo el resto», como se decía en la presentación de la Idea absoluta) del que ella se ha ido «purificando», y que ahora se alza frente a ella como un gigantesco montón de escombros. La toma de posesión del espíritu por parte de sí mismo en la teoría, ahora completada, sigue siendo pues unilate­ ral. Ahora el espíritu, existente como una totalidad singular, como «esto concreto» que sabe de sí como la verdad del ser de las cosas en la negación de ellas, ha de tomar pose­ sión de sí en lo distinto de sí, en esas «cosas-deyecciones», las cuales deben estar absolu­ tamente abiertas a la penetración del sujeto como lugar de su «realización». En una pala­ bra, la liberación de la inteligencia de toda determinación es eo ipso autodeterminadón: voluntad, espíritu práctico. Vl.7.2.3.2.- Pasión y libertad: la Voluntad. La voluntad no es una «facultad mental», yuxtapuesta (y a veces incluso enfrentada) a la inteligencia, sino que es ésta misma, «sabiendo de sí como lo determinante de un contenido que es tanto su propio contenido como algo determinado en cuanto existen­ te (seiend).» (§ 468). Y la tarea del espíritu práctico consistirá en eliminar esa doble determinación, en hacer del mundo caja de resonancia de sus hazañas, y a la vez en hacerse ella misma «mundo»: una segunda naturaleza, más alta que la primera, física, por estar absolutamente transida de significatividad. El desarrollo del espíritu práctico puede mostrarse en el ya conocido silogismo: E -B —A , que ahora pasamos a examinar brevemente. I9) La voluntad aparece primero singularmente, como determinada en su naturaleza interna y teniendo su contenido (que es ya racional) por algo «natural», o sea acci­ dental y subjetivo. Luego, ese contenido se dirime y particulariza, pudiendo ser visto alternativamente o como algo determinado por las necesidades, la opinión, etc., o como algo adecuado a la razón. De esa oscilación lo saca el sentimiento práctico, que pone todo su corazón (y no es metáfora; cf. § 471, A .) en la unificación de los impulsos e inclinaciones, pero que por ello mismo queda a su vez ex-puesto como un conjunto de determinaciones particulares mutuamente diferentes. La salida «natural» es la reflexión del espíritu práctico (como totalidad) sobre sí mismo, pero concretando su existencia (hasta ese momento, desparramada entre las múltiples determinaciones subjetivas) en una sola inclinación. Ese acto de insuflar la entera vivacidad del espíritu a una incli­ nación particular dota de tal energía a ésta que pone a todas las demás a su servicio: la razón pulsional queda así fijada como pasión. La alabanza de Hegel a la pasión (que luego tendrá un papel fundamental como paso histórico de la acción de un hombre a la hazaña de un héroe en la que un pueblo se identifica y realiza) se ha hecho justamen­ te célebre: «La pasión contiene en su determinación el hecho de estar restringida a una particularidad de la determinación de la voluntad, en la cual está sumida la entera sub­ jetividad del individuo, sea cual sea el tenor de esa determinación. Por mor de este carácter formal, la pasión no es empero ni buena ni mala; esta forma se limita a expre­ sar que un sujeto ha puesto en un solo contenido el entero interés viviente de su espí­ ritu, talento, carácter y goce. Nada grande ha sido realizado, ni puede llegar a ser rea­ lizado, sin pasión. N o es más que una moralidad muerta, y demasiado a menudo hipócrita, la que se desembaraza de la forma de la pasión en cuanto tal.» (§ 474). Al respecto, es altamente relevante señalar que, para Hegel, el examen de los impulsos,

804

las inclinaciones, necesidades y pasiones humanas, si juzgado y valorado todo ello en su tenor objetivo de verdad (y no de acuerdo a una mera «buena voluntad», a una inten­ ción subjetiva), constituye ya: «la doctrina de los deberes jurídicos, morales y éticos.» (§ 474, A .; W. 10, 297). De este modo se enlaza lo que el trascendentalismo kantiano-fichteano había separado, condenando así los respectos del «ser» fáctico y «psí­ quico», patológico, y el de la razón práctica (abstracto y presupuesto como lo que «debe ser») a una estéril confrontación y una lucha entre lo «lleno» (pero insustancial) y lo «vacío» (una razón práctica meramente formal). 2S) La reflexión del sujeto apasionado sobre el objeto de su pasión le hace ver por así decir el carácter «fetichista» (la denominación es mía) de ese objeto: en él se hace paten­ te en efecto una ausencia, la del sujeto mismo, el cual, aleccionado por la «vanidad» de su pasión, se alza sobre toda determinación y se presenta como libertas indifferentiae, como capacidad ad libitum para elegir la realización de cualquiera de sus deseos, ya que lo único importante es esa capacidad de elección, ese libre arbitrio (Willkür; cf. § 477). Sin embar­ go, esta omnímoda posibilidad de elección y decisión (tan celebrada luego por Sartre y Ortega), conduce en el acto -nunca mejor dicho: en cada acto de elección- a un pro­ greso in infinitum. El «yo» volitivo quisiera en efecto captarse a sí mismo en su querer: quisiera querer querer. Pero está condenado a querer siempre algo determinado y distin­ to de lo anterior (repitiéndose así en el nivel del «deseo» o Wunsch lo que ocurría en el caso de la fenomenología del «apetito» o Begierde, y antes en la lógica del «fin cumpli­ do»). La voluntad realizada está desde luego en cada deseo satisfecho, y existe en él; pero en absoluto se identifica con él, por lo que se reproduce la tediosa dialéctica del deseo, hasta que ese conjunto innumerable de intuiciones deseadas viene elevado a representación universal: a felicidad, en la cual es la propia voluntad pensante la que se pone a sí misma como fin.l9M 3 2) N o es que la felicidad sea algo inalcanzable, y reservado sólo a lo divino, sino que -bien mirada- es cosa absurda si considerada a nivel humano, e impensable en el divino. Por «felicidad» entiende esa voluntad reflexiva, en efecto, la «representación de una satisfacción universal», de manera que los impulsos particulares han de ser nega­ dos en su unilateralidad y puestos a lo sumo como medios para conseguir ese fin gene­ ral; sólo que, con ello, el propio sujeto sacrifica su existencia, dispersa anteriormente por esos impulsos, en una repetición paroxística, absolutamente llevada al extremo, de lo que ya le ocurría al hombre apasionado, que tenía que renunciar a todo para con­ centrarse únicamente en el cultivo neurótico de su pasión. Pero, por otra parte, «feli­ cidad» no es sino una representación abstracta -por «suma total» o Allheit- de todos y cualquiera de los instintos, pulsiones, pasiones, etc.: son ellos los decisivos, y no el «yo» (que quiere ser feliz, o sea: asimilarse al mundo, por él deseado como el entero bien que le falta; él no es más que eso: falta o carencia... de todo). De manera que la decisión cae del lado de los impulsos, y no del «yo» volitivo, siendo así más bien «el sentimiento subjetivo y el capricho (Belieben), lo que ha de pronunciar el fallo de en dónde poner la felicidad.» (§ 479). De modo que esa universalidad se despedaza de nuevo en fragmen­ tos, cada uno de los cuales es formalmente el todo, ya que cada uno se arroga -y con razón- ser condición de la felicidad. Por eso «entendemos» (más o menos) qué sea eso de «felicidad» siempre que no se cumpla. Ha de permanecer en un espléndido «más allá», '*h Decir; «Yo no quien) tal o cual cosa, sino ser feliz en general» equivale por lo pronto a decir: «Yo sólo quie­ ro ser yo, sin alteración ni cambio alguno procedente del exterior». O sea: «Quiero que lo exterior -el mundo entero- se pliegue por completo a mi voluntad.» Una propuesta tan estúpida —según vamos a ver- como las de los malos tebeos «para adultos», en donde siempre hay algún sabio maligno que quiere adueñarse del Mundo.

J305

como algo que «solamente debe ser» (§ 480) y que, por eso mismo, no «debe» ser (pues, en cuanto fuera, esparciría los deseos subjetivo-objetivos en una miríada de puntos inconexos). ¿Cuál es la verdad de todo ello? Adviértase que, de nuevo, «repetimos» la órbita de la memoria mecánica (por señalar tan sólo el último recurso de esta incesante espiral), sólo que ahora en la existencia. Y como allí, la reflexión sobre esa vacua reñexión lleva a la superación, a la vez, tanto de esa particularidad caprichosa y saltarinamente coloca­ da en objetos deseados (deseados como espejos, no por sí mismos) como de ese insen­ sato «Príncipe Elector», el arbitrio singular. Resultante de esa doble superación por quiasmo es la autodeterminación de la voluntad, la libertad. Por ser acto de determinar, la voluntad es actividad, Concepto; pero por recibir esa acción y quedar determinada por ella, la voluntad es O bjeto que entra en la existencia. De este modo, en la libertad se aúnan espíritu teórico (inteligencia como encarnación del Concepto) y espíritu prác­ tico (voluntad como realización del O bjeto). Su unidad es la «voluntad efectivamente libre» (ibid.): el último momento de la Psicología.1,15 V I.7 .2 .3 .3 - L ib e rta d para ser.

De ese espíritu libre poco tiene que decir Hegel, salvo que es «la voluntad racional o en sí la Idea, y por ende sólo el concepto del Espíritu absoluto.» (§ 482). Pero la Idea tiene que aparecer -digamos, por recordar el famoso texto paralelo de la Doctrina de la EsenciaNo basta con querer; es preciso hacer y, en la acción, hacerse a sí mismo (y a lo distin­ to de sí como lugar de esa realización). Ese contenido, del que al pronto está cierto el sujeto en una práctica que sólo es teórica, debe ahora ser expuesto como el «estar ahí» de*187

1,15 Un momento por demás controvertido. A (1817) y B (1827) coinciden en terminar el examen del espíritu práctico con esta pura aparición de la libertad (al respecto, los §§ correspondientes, 399 y 481, son más o menos idénticos y desembocan en lo mismo: «voluntad objetiva, espíritu objetivo en general»; cf. respect. Jubil. VI, 280 y G.W. 19: 351), mientras que el texto paralelo de C (§ 480) termina -según hemos ya citado- con: «voluntad efectivamente libre». Obviamente, ni en A ni en B es la clasificación igual a la de C. En 1817 y 1827, la división es bipartita (en confonnidad con la bipartición de la «Idea del Ginocer»: Verdad y Bien, en WdL); y en B, el espíritu práctico se subdivide en: a) Sentimiento práctico; /3) Impulsos; y) Arbitrio y feli­ cidad. En 1830, como hemos visco, la división es tripartita (Inteligencia, Voluntad, Libertad), subdividiéndo­ se el segundo momento en: á) El sentimiento práctico; /3) Los impulsos y el arbitrio; y) La felicidad - No creo que la razón sea meramente arquitectónica (debida al empeño hegeliano de hacer tríadas por todas partes). Qnno ya hemos señalado, ese paralelismo entre Psicología y Lógica puede poner en entredicho la continuación de la Enciclopedia (recuérdese que la Idea absoluta era la unión de la síntesis de esfuerzos del Yo teórico y del Yo práctico). Y el Espíritu acabaría también como la Idea: teniendo cabe sí -como lo distinto de sí- «todo el resto» de escombros (turbiedad, caducidad, arbitrio, etc.) dejado de la mano de Dios, por así decir. Al respec­ to, la importante nota al § 482 (naturalmente, exclusiva de C) arroja mucha luz sobre este punto. Al igual que al final del cap. V de Pha. la razón se «hacía» ella misma «mundo», al ponerse históricamente como espíritu, también ahora, al final de esta verdadera «Psicología racional», la libertad se muestra por dos caminos: el uno, el propiamente psicológico, ya está realizado. Pero esa libertad es todavía puramente fonnal: todo su contenido ha quedado liberado de determinación, y el espíritu sédala razón a sí mismo, ¡pero se la ha de dar en y como la existencia, y no en su vacua formalidad! (De lo contrario, lo único que tendríamos serta un «Kant-Fichte» desengañado y desesperado de la esterilidad de su acción: una nihilista alma bella). Por eso, la nota anuncia (realmente, se trata de una anticipación del examen histórico, al final ya del espíritu objetivo) que la libertad se ha realizado, y se está realizando efectivamente a lo largo del tiempo, y atravesando diferentes etapas, y que por tanto no es un mero «fenómeno psíquico» del que el sujeto fuera sabedor en su interior, sino algo efecti­ vo, y más: lo supremamente efectivo.- Pero precisamente por ello, la nota no deja de tener un carácter ad hoc, de ser un añadido (casi como un Wir-Stück) que permita la continuación del desarrollo enciclopédico. Al res­ pecto, quizá no sea demasiado descabellado pensar que, si Hegel hubiera podido revisar para la segunda edi­ ción WL y BL, la «Idea absoluta» de ese último libro habría conocido un desarrollo objetivo, histórico, en lugar de fijarse en una «personalidad átoma» (trasunto lógico de una síntesis psicológica), que luego se limita a ser­ vir de recapitulación metódica de todo el recorrido lógico.

la Idea, o sea: como realidad efectiva, que sólo de sí surge y sólo a sí va. Es el momento reflexivo, esencial del Espíritu en general: el espíritu objetivo. La muy importante nota de este parágrafo conclusivo es al respecto una suerte de Filosofía de la Historia in nuce: basta -dice H egel-con que los individuos y los pueblos hayan alcanzado una vez -aunque sea representativamente—el concepto abstracto de la libertad191' para que éste se imponga irresistiblemente (quizá sea ésta una alusión a la Revolución Francesa y a las reformas de Prusia, aunque por la fecha —1830—debiera tra­ tarse más bien de un pium desiderium). Y ha de imponerse, dice, porque «ella es la esen­ cia propia del Espíritu»191’, y por ende su realidad efectiva. Que no se trata de una dota­ ción «natural» del ser humano (nadie menos que Hegel podría creer en una naturaleza humana fija, sin ser tampoco, sin embargo, un relativista cultural) se aprecia en el hecho de que: «continentes enteros, Africa y el Oriente, no han tenido jamás esta idea ni la tienen aún».19111Es más, ni siquiera -sigue audazmente—la tuvieron los griegos o los roma­ nos ni la conocieron Platón o Aristóteles, porque ellos ligaban «el hecho» esencial de la libertad a una arbitrariedad natural, debida al nacimiento (una indicación, dicho sea de paso, que hizo difícilmente utilizable a Hegel por parte del nacionalsocialismo) o al carácter, o en todo caso a una determinación adquirida, debida a la educación o inclu­ so a la filosofía (como en el caso del estoicismo). La primera aparición del concepto abs­ tracto, universal de la libertad ha tenido lugar en cambio con el Cristianismo: «según el cual el individuo como tal tiene un valor infinito». (W. 10, 302). Hegel seguirá siem­ pre fiel a este punto de partida (otra incompatibilidad de su pensamiento con el tota­ litarismo estatal). Pero esa idea (sin dejar de tener su sede última en cada individuo) no ha dejado de encarnarse en formaciones siempre más complejas, como la familia, la sociedad o el Estado, articulando y concretando así su carácter abstracto en la particu­ laridad existente de las instituciones sociales y políticas. Todavía un último punto, antes de ingresar en el segundo apartado de esta Filosofía del Espíritu: muy en conformidad con su pensamiento general, señala Hegel que el saber de esta ¡dea de la libertad, o sea: el que los hombres (todos los hombres, en concreto; no la entidad «hombre») sepan que ella es «su esencia, fin y objeto», es lo que constituye su verdadera realidad efectiva. En el ámbito especulativo, saber (y saber de sí) es eo ipso saber-hacer, realización de sí. Por eso -y este punto es decisivo para entender a Hegel en general, y su Filosofía de la Historia en particular-: «esta idea es ella misma en cuanto tal la efectiva realidad de los hom­ bres; no porque ellos la tengan, sino porque ellos lo son.» (ibid.). El hombre no tiene libertad (como pudiera tener un trabajo, un coche o una ocurrencia). El hombre es (la existencia concreta, singular de la) libertad. La idea de la libertad exige la conciencia de esa misma libertad; y la conciencia de esa libertad implica a su vez la realización de la

1,16 En este momento, I legel ha expuesto en efecto sólo el concepto abstracto de la libertad. Pero lo ha hecho por medios racionales, y no representativos. La concesión (que sea posible acceder al concepto por la vía de la representación) es importante: de lo contrario, Hegel tendría que admitir que no ha habido libertad en el mundo hasta que él la ha deducido especulativamente, al final de la Psicología. Lo cual confitma nuestra indicación anterior sobre la «reiteración» de la Doctrina de la Esencia, la cual desemboca en efecto en la «Realidad efectiva», al igual que la Filosofía del espíritu objetivo acabará en la Historia Universal como «interacción» (violenta, por lo común) entre las «sustancias»-Estados. Ivl" W. 10, 301.- Esta realista afinnación podría dar pie a pensar que Hegel admitiría la esclavitud. Nada más lejos, sin embargo, de su intención y de sus concepciones generales. Todo hombre es libre en sí, aunque toda­ vía -en el tiempo- no haya desarrollado esa su virtualidad constitutiva. Al contrario, es una infamia aprove­ charse de esa situación para retardar u obstaculizar la conciencia de la libertad (que al presente existe sólo en sí, o sea para nosotros, según la conocida ecuación de Ph¿i ). Lo que sí en cambio admitirá, como veremos, es el «protectorado» colonialista, aunque a la verdad con cierto aire de cinismo (le preocupa más el aliviar la pre­ sión social interna de Europa que el ayudar a pueblos irredentos a alzarse a libertad consciente).

libertad. Éste es seguramente el momento más alto del idealismo hegeliano (latente desde luego en las doctrinas marxistas sobre la alienación y en la obra lulcácsiana Historia y conciencia de clase). Por la libertad en acto, o sea por la realización del Espíritu regresa­ rá ahora en carne y sangre la Idea al Ser.1919 A sí habló Hegel: «Este querer de la libertad (y a la vez: este querer la libertad, F.D.) ya no es un impulso que exija su satisfacción, sino el carácter: la conciencia espiritual, devenida hasta convertirse en el ser, libre de impulsos.» (ibid.). V l.7 .3 - In stitu ció n y co n stitu ció n del E sp íritu : Líneas fundam entales de Filosofía del D erecho o Com pendio de D erecho N atural y de Ciencia Política.

Com o indicando cuáles eran los intereses fundamentales de la época (que por lo demás posiblemente sigan siendo los nuestros), la exposición de todas las ciencias filo­ sóficas enciclopédicamente ulteriores a la Psicología rebasó con mucho los estrechos límites de la Enciclopedia y gozó de publicación independiente, a cargo de la Verein: son los famosos cursos de Filosofía de la Historia, Estética, Filosofía de la Religión e Historia de la Filosofía. Sin embargo, la Filosofía del espíritu objetivo destaca de todos ellos por ser el único grupo de lecciones para el cual preparó el propio Hegel un manual, en fecha tan temprana como 1820.1,20 Fue el único «libro» que publicara en Berlín, aparte de las ediciones de la Enciclopedia.'921 ,m Y ya no meramente por una síntesis de los antiréricos esfuerzos unilaterales del «Yo», como parecía en WdL y reaparece en Enz -A y B. Hemos señalado el título en el epígrafe. La obra apareció con fecha de 1821. Insólitamente, hay tres excelentes traducciones: la de Juan Luis Vermal en EDHASA (Barcelona 1988;), la de Eduardo Vásquez en la Universidad Central de Venezuela (Caracas) y la de Carlos Díaz en Lihertarias/Prodhufi (Madrid, 1993). Esta última es la más completa, al incorporar todas las notas marginales del durchschosscnes Handexempbtr de Hegel (anotaciones de los 88 1-181), siguiendo la ed. de K.-H. llting del vol. II de las Vorlcsungen übcr Recfusphilosqpliie ( 1818-1831). Frommann-Holzboog. Stuttgart-Bad Cannstatt 1973-1974 (4 vols ). Este tremendo empeño académico por parte de llting va más allá del puro interés filológico, llting quería mostrar que, en su publica­ ción «oficial», Hegel se había «mordido la lengua» (o la pluma), intentando así capear la ola de conservadurismo que se había abatido sobre Alemania por entonces (como veremos enseguida). Es decir: se quería mostrar un Hegel más «progresista», en base a la edición de Naduduiften de los oyentes. Es verdad que en esos apuntes se encuentran aquí y allá expresiones más audaces que en ReduspM., pero la tesis de la «acomodación» (por no decir de la hipocresía) de Hegel a los poderes tácticos es difícilmente sostenible, para bien o para mal. Además, con esa edición de los de Saarbrücken se rumpió el acuerdo tácito, según el cual sólo el Hegel-Archiv de Bochum debía publicar nuevas ediciones de Hegel. Rota la veda, no sólo llting: también Dieter Henrich edi­ taría Die Vorlesung von 1819/20 in einer Nachschrifí. Frankfurt/M. 1983; en esa misma fecha (¡un verdadero record!) volvería a la carga llting, editando en Fmmmann: Die Mitsdiri/ten Wannemonn (Heidelbcrg ¡817/1818) und Homeycr (Berlín 1818/19), mientras que el Hegel Archiv reaccionaba por fin como un solo hombre (nunca mejor dicho), editando «A la Fuenteovejuna» el Nachschrift Wanncnumn: C. Becker, W. Bonsiepen, A. Gethmann-Siefert, F. Hogemann, W. Jaeschke, Ch. Jamme, H. Ch. Lucas, K.R. Meist, H. Schneider (eds.), Vorlesungen übcr Nacurrecht und Staatswisseruchaft Heidelberg 1817/18, mit Nachtrágcn aus derVodesung 1818/19. Nachgeschrieben von P. Wannemann (lntr. de Otro Póggeler). Meiner. Hamburgo 1983.- G im o cabía esperar de tal invasión de cursos y lecciones, el estudio de Redusphil. se ha hecho hoy más complicado y prolijo, y corre el riesgo de tomarse en una especie de pequeña Barde of ihe Boola entre hiperespecialistas. Para moverse con algu­ na soltura por esta selva, cf. H.C. Lucas / O. Póggeler (eds.), Hcgels Rechtsphtlosophie im Zusammenhang der europaischen Verfassungsgeschichte. Frommann-Holzboog. Stuttgart-Bad Cannstatt 1986 - A todo ello (o malé­ volamente: contra todo ello) hay que añadir la edición -todavía hoy, excelente- de E. Gans para la Veremsausgabe (Berlín, 1833, 18402), con numerosas e importantes adiciones (ZusAize). Una buena reedición de esa obra es la de Hennann Klenner para Akademie-Verlag. Berlín 1981; seguramente es la más útil para todo aquél que no esté obsesiva y exquisitamente dedicado a la Filosofía del Derecho hegeliana, ya que recopila como Apéndice numerosas Anmerkungen a los §8 (págs. 389-645), proporcionando así certeras y concisas citas de los diversos cursos, textos de otros autores, precisiones político-filosóficas, etc., ofreciendo además una cuidada contextualización histórica y un informe sobre el surgimiento y resonancia de la obra (junto con bibliografía e índices). Más sencilla, pero igualmente fiable, es la ed. de W. 7, por la cual venimos citando.- Después de tanta prolife­ ración de ediciones, no deja de ser irónico que -al menos a nivel introductorio- la monografía poco menos

El momento de aparición del compendio no era muy oportuno. La Europa postna­ poleónica, tensa entre los extremos «liberales» y un tanto cínicos de Castlereagh en Inglaterra, de Metternich en Austria y del Zar Alejandro en Rusia, no parecía dis­ puesta a seguir las reformas prudentemente iniciadas en Prusia por Stein y Hardenberg. Todavía en 1818, cuando llegó a Berlín, podía hacerse Hegel ilusiones -com o ya hemos visto- sobre la nueva Alianza del Trono (constitucional, eso sí: pero en Prusia no hubo constitución) y de la Ciencia. Sólo que la «Alianza» era otra, y no científica ni filo­ sófica, sino «S an ta». Sólo un año más tarde, en 1819, Karl L. Sand, un estudiante nacionalista perteneciente a las Burschenschaften (asociaciones universitarias patrió­ ticas con cierto sabor nostálgico medievalizante a «gremio», existentes todavía hoy), apuñaló al poetastro y peor dramaturgo A.F.F. Kotzebue -m ás aburguesado que faná­ tico del Anden Régíme, a la verdad-, de quien se decía era espía del Zar. La reacción no se hizo esperar. Reunidas las cabezas coronadas en Karlsbad, pusieron en vigor para toda Alemania los famosos Decretos (Karlsbader Beschlüsse), que, entre medidas «sani­ tarias» de todo orden, desencadenaron la llamada «Persecución de demagogos» {Demagogenverfolgung), con la «depuración» de buena parte de las catédras universi­ tarias (ya antes, en 1817, por haber apoyado la reunión nacionalista en el Wartburg, el odiado J. Fries había sido expulsado de la enseñanza; tras la «Persecución» le seguirí­ an numerosos profesores, entre ellos un colega berlinés de Hegel, el teólogo W.M.L. de Wette). Nadie se sentía seguro en esos momentos (aun cuando el propio Hegel, que gozaba del doble favor del Kronprinz y de Altenstein, no fue atacado, sí lo fueron dis­ cípulos y allegados).1,22 De modo que para muchos tuvo que sonar a sarcasmo que pre-*192 que «canónica» sobre Rec/itsp/ii!. sea ¡de 1972!: Shlomo Avineri, Hegel's Thenry of the Modem State. Cambridge Univ. Press (¡sigue sin haber trad. al español!). Gabriel Amengual, por otra parte, ha prestado un gran servicio a los estudiosos españoles de Filosofía del Derecho (sin restricción, desde luego, a la obra y los cursos de Hegel) al compilar -junto con una excelente y extensa Introducción- una serie de artículos relevantes, dando la sola mención de los autores una idea bastante precisa del campo actual de investigación: E. Angehm, N. Bobbio, B. Bourgeois, C. Cesa, K.H, llting, G. Marini, Z.A. Pelczynski, A. Peperzak, M. Riedel,). Ritter, L. Siep, Estudios sobre la Filosofía del Derecho de Hegel. C.E.C. Madrid 1989. 1921 Se conservan manuscritos en estado fragmentario, que muestran la intención de Hegel de publicar como libros independientes: a) la «Filosofía del espíritu subjetivo» en forma de compendio, al estilo de Rec/itsphil.; el plan -acaric iado hacia 1822/1823- de publicar la Psicología se remonta nada menos que a 1811, según testimonia una carta a Niethammer del 10 de octubre de ese año: -Espero poder sacar a la luz mi tra­ bajo sobre la Lógica en la próxima Pascua; después le seguirá mi Psicología.» (Br. 2, 389). Ya vimos por lo demás la efectiva conexión existente entre WdL (sobre todo en la sec. Anal: «La Idea») y PhC -Aruhr./Psych..El Ms. ya ha sido editado como: Fragmem zur Philosophie des subjektiven Geistes (redactado en §§, aunque sin numerar), en G.W. 15: 207-249; h) la «Filosofía de la Historia Universal», con seguridad en forma de tratado (así lo editaría después la Verein) y no como compendio; se conservan dos Ms.: una breve Inrr. de 1822-1828 (G.W. 18: 121-137) y sobre todo otra Intr. extensa (muy cuidada, como para entregar a la imprenta), corres­ pondiente al Curso 1830/31 (G.W. 18: 138-207), y que sirvió de base a G . Lasson para su ed. de Die Vemun/t in d a Geschichte (el título es de Lasson), publicado en Meiner. Leipzig 1930, como vol. I de Die Philosophie der VPellgeschichu; c) las Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios (junto con la Historia de la Filosofía, se trata del único curso no recogido explícitamente en Enz , aunque -al igual que para la Historia- la inci­ tación puede hallarse en el Vorbegriff que en 1827 antepusiera Hegel a la Lógica enciclopédica); el texto es el más completo, cuidado y extenso de todos (cf. G.W. 18: 228-336, incluyendo Zum kosmologischen Goctesbeweis). Salvo por lo que hace a algunos fragmentos, se han perdido los manuscritos. Sin embargo, en la Vaemsausgabc fueron publicadas estas Lecciones como Apéndice a la Filosofía de la Religión (vol. XII, ed. por Ph. Marheineke y B. BAuer); han sido luego editadas aparte por G. Lasson, Vorlesungen uber die Beweise vom Dasein Gottes. Meiner. Leipzig 1930 (se halla en curso una tr. esp. de G. Rodríguez de Echandía para este sello editorial) 1912 Una buena prueba del clima de la época, y también de la inusitada expectación que suscitaban las lec­ ciones sobre Filosofía del Daecho, aunque no impartidas por el propio Hegel, sino por Eduard Gans (en base obviamente al manual de Rechtsphil., pero con comentarios propios) está en el creciente número de alumnos que las seguían, y en las consecuencias de ello derivadas. En el curso 1829/30 asistieron con regularidad 200 alumnos. Peto, según ]. D'Hondt, el número crecería después hasta llegar a los ¡1.500! (Hegel in seiner Zeit

809

cisamente entonces se celebrase al Estado como sustancia ética, como «lo en y para sí racional» (Rechtsphil. § 258), «la efectiva realidad de la libertad concreta» (§ 260), y demás lindezas. Los críticos no podían entender (para muchos sigue siendo difícil «entenderlo») que Hegel rechazara por igual la mera descripción empírica, histórico-positiva, de un Estado concreto y la ensoñación moralista y «edificante» de lo que el Estado en general debiera ser idealmente (un ideal abstracto, y a nivel del entendi­ miento, desde el cual poder criticar la situación política efectiva), y que el «Estado» que él deducía «a partir del Concepto» no era sino la ordenación lógica de las nociones básicas del Derecho y la C ien cia Política entonces imperantes, y que ofrecían al Concepto algo así como el «m aterial» de elaboración, todavía en forma de «repre­ sentación». En fin, sea como fuere, esta obra sigue siendo desde entonces la más leída, comentada, criticada y debatida de Hegel, sin haber conocido épocas de «eclipse», como les ocurriera a las otras grandes publicaciones de Hegel. La estructura general es la misma en Enz. y en Rechtsphil., sólo que en el primer manual viene expuesta la temática de forma harto concisa, frente a los extensos desa­ rrollos de 1820.192' Está dividida en tres partes: «El Derecho Abstracto», «La Moralidad» y «La Eticidad». En la primera, la voluntad singular de la persona refiere a sí toda la rea­ lidad, conquistada o asimilada primero como posesión, adscrita luego legalmente a un sujeto como propiedad suya y en fin, enajenable a través del contrato, para todo lo cual es preciso el Derecho, entendido como la existencia (Dasein) de la voluntad libre, y que puede ser vulnerado, suscitando así el correspondiente castigo, lo cual implica una con­ creción y particularización de la ley (hasta entonces, abstracta), así como una repercu­ sión en el transgresor: el restablecimiento de la ley a través de la interiorización de la pena como «honra» del delicuente supone una interiorización de estas relaciones pura­ mente abstractas, cuasi mecánicas, en el sujeto: la persona jurídica, que a través de ese «recuerdo» se alza a sujeto moral universal.1921 En la Moralidad (momento central y, por (Berlín 1818—1831). Berlín 1973, p. 53, n ). Tan entusiasta acogida intranquilizaba desde luego a las autori­ dades, temerosas -y con ratón- de que las clases de Gans no íueran simples repeticiones de las ipsissimn verba del maestro. El propio Kronprinz (el futuro Federico Guillermo IV que, diez años después de la muerte de Hegel, llamaría a Schelling a Berlín para «acabar con la semilla del dragón*) se quejó ante Hegel, según cuenta Amold Ruge: «Es un escándalo -le dijo- que el Profesor Gans convierta a todos nuestros estudiantes en republica­ nos. Sus lecciones sobre la Filosofía del Derecho de Vd., Señor Profesor, son seguidas siempre por muchos cientos de personas, y es bien conocido que él [Gans) riñe su exposición de un color completamente liberal, es más, republicano. ¡Por qué no imparte Vd. mismo esas lecciones?-. (A. Ruge, Aus /rühercr Zeit. Berlín 1867; IV, 431 s.; recogido en Fr. Nicolin, Hegel in Beríchten seiner Zeitgcnossen. Berlín 1971, p. 437, y también en la «Observación de la Redacción» a W. 7, 526). Hegel se disculpó diciendo que no sabía nada del asunto y pro­ metió dar él mismo esas clases. Sin embargo, en el curso 1830/31 las cedió a K.L. Michelet (menos sospecho­ so ante las autoridades), y en el de 1831/32 avisó a Gans de que las lecciones serían impartidas por él en per­ sona. El discípulo tuvo la bienintencionada idea de «recomendar» a los estudiantes de Derecho la asistencia a las clases ¡de su propio maestro!, y de fijar el anuncio correspondiente en el tablón de anuncios de la Universidad, sin decirle nada a Hegel. Hegel montó en cólera y envió a Gans un Billet, entre sarcástico y doli­ do, el 12 de noviembre de 1831, justo dos días antes de su muerte. El texto está reproducido en W. 7, 526$. Es lamentable que ésta sea su última manifestación escrita (el Prólogo a S U , escrito dos semanas anres, resulta más apropiado para servir de sabio final al final del sabio). De rodas formas, parece que antes de morir había hablado Hegel con Gans y que ambos se habían reconciliado. El propio Gans (nacido en 1797) seguiría lamen­ tablemente pninto a su maestro (en 1839), no sin haber seguido dando clases sobre Filosofía del Derecho. A las del curso 1837/38 asistiría un alumno llamado Karl Marx. Si incluimos los Zusaize de Rechtsphil. (obviamente, la parte correspondiente de Enz. no tiene adicio­ nes), esta obra de 360 §§ ocupa 512 páginas -según la -ponía (aquello que él tenía ante los ojos como fin de una acción suya en el mundo) hasta el foco esencial del que sur-

818

tido de esa existencia inmediata que él «recortaba» como su propósito. Y tiene desde luego derecho a que se le juzgue según su pura intención, sin contaminación con lo efec­ tivamente acaecido (ésta es, por así decir, la «ética de la convicción», de raigambre kan­ tiana, donde lo único que vale es la buena voluntad). Pero por otra parte, la existencia de la libertad (pues, como señalamos antes, para que un hombre sea libre tiene que estar desde luego vivo) exige que el contenido de la acción convenga en su conjunto a las necesidades, intereses y fines particulares del agente, o sea: que en el límite se adecúe por entero a su bienestar.E n s e g u id a se aprecia la colisión entre la intención general y el bienestar particular. Cuando el agente declara sus intenciones, ha de decidirse por lle­ var a cabo una serie de cosas «buenas» y de obligaciones, dejando de hacer otras, e inclu­ so entrando en conflicto con determinidades opuestas entre sí, pero vistas, si tomadas aisladamente y de por sí, como buenas. Y sin embargo, todas esas determinidades deben ser concordantes, porque el Bien es uno, y porque cada una de ellas es, a su manera, íntegramente el bien. Esto, por el lado de la acción. Por el del sujeto se presenta igual­ mente la contradicción de que él, por estar en el mundo como un ser particular, no puede por menos de poner como fin esencial y preceptivo su interés y su bienestar (sin la con­ secución del cual la libertad sería un mero ente de razón, no algo efectivamente existen­ te). Pero en cambio, por mor del Bien a realizar (que no es nada particular, sino la uni­ versalidad de la voluntad), el individuo debe hacer generosa dejación de su interés, sin permitir que éste se inmiscuya en la acción. En ambos casos entran pues en conflicto el ser y el deber ser. Y sin embargo, deben armonizarse ambos respectos, ya que tanto la acción (en cada caso) como el agente son únicos y singulares. La humillación que en nombre del respeto hacia la ley moral pretende infligir Kant a lo patológico es vista desde luego por Hegel como algo a su vez «patológico». Com o él había ya señalado en el ámbito de la Psicología: «Este momento de la singularidad tiene que obtener satisfac­ ción aun en los fines más objetivos; yo, en cuanto este individuo, ni quiero ni debo pere­ cer en la realización del fin. Tal es mi interés.» (En*. § 475, Z.; W. 10, 298).” ” Vistas luego las cosas desde el lado exterior, desde el mundo, la contradicción no es menor: por un lado, el mundo es algo que tiene consistencia propia, y por ende le es enteramente indiferente concordar o no con los fines subjetivos de la moral (recuérde­ se el cuadro de Goya en el que, al pie de un esbelto árbol -de ramas armónicamente sobresalientes del azul celeste- dos sujetos riñen con ibérica ferocidad). E igual de indi­ ferente le resulta que el sujeto encuentre en el mundo su bienestar o no (o más exacta­ mente, le da igual que el bueno sea desgraciado o que al malo todo le vaya bien). Pero, gía coda propuesta: la voluntad general, lo sustancial, la hase de toda existencia querida. Por el contrario, el término correspondiente español: «intención», apunta a que es la «cosa» la que, desde sí misma, concentra y atrae toda nuestra atención, de modo que entremos en ella como la verdad. De este modo, el principio moder­ no de la subjetividad se pierde por entero: seguimos presos del «objetivismo» clásico (dando al respecto igual que lo in-rendido sea algo empírico o un valor «ideal»). I9WWohl no es simplemente «felicidad», sino realización placentera del individuo en conformidad con lo que éste se representa como «justo». Ivl1 Contra el rigorismo kantiano se había pronunciado ya donosamente Schiller: Escrúpulo de conciencia Con gusto estoy al servicio de los amigos, mas lo hago, ay, por inclinación. Y así me roe a menudo por dentro, el que yo no sea virtuoso. Decisum Ahí no cabe más consejo: has de intentar despreciarlos, Y hacer entonces con aversión lo que el deber te ordena. (S ® Berliner Ausgabe. Berlín 1980; 1, 341; cit. por H. Klennercomo Anm. al § 124, A. de Rechtsphil., en su ed. cit., p. 453s).

AIQ

por otro lado, el mundo debe permitir que en él se lleve a cabo lo esencial, que las bue­ nas acciones sean llevadas a buen término, que el agente bueno se encuentre bien en el mundo y mal el malvado (cf. En*. § 510). Y debe permitir todo eso, porque lo que llamamos «mundo» alcanza su sentido, como ya sabemos, a partir de una consideración teleológica, basada en última instancia en la moral. En efecto, el «absoluto fin último del mundo» (§ 507) es la verdad de todas esas particularidades relativas al bienestar y a la vez el contenido de la voluntad general, o sea: el bien, que debe ser considerado por el sujeto agente como su sola intención (literalmente: como el foco a partir del cual él mira) y que debe producir en el mundo mediante su actividad. Según se aprecia, tanto por el lado subjetivo como por el objetivo tropieza la Moralidad con una misma contradicción, la del deber, ese extraño «ser absoluto que a la vez, sin embargo, no es.» (§ 511). En esa contradicción se hunde el espíritu subjetivo, cuando reflexiona sobre su propia objetividad. El no es solamente un individuo parti­ cular que ha de realizar lo universal de ¡a voluntad, sino que tiene también la certeza abs­ tracta de ser sí mismo (una mismidad constituida, como estamos viendo, por la mutua referecnia de determinaciones contradictorias entre sí). El sujeto está en efecto cierto de que la voluntad general (el bien), el derecho, las obligaciones, todo ello depende de su decisión y elección (el bien no existe de suyo; el bien lo hace -o lo debe hacer- el sujeto en el mundo). Todo se funde pues en la propia universalidad abstracta, que puede rechazar por consiguiente la universalidad del bien (no menos abstracta, y encima impotente) y rebajarla a pura apariencia, al servicio de su interés personal. Así, los extre­ mos contrapuestos de la intención y el bienestar resultan quiasmáticamente compene­ trados en el último «par ordenado» de la Moraidad (no olvidemos que estamos en aguas de la Doctrina de la esencia: de ahí el carácter dual de estas categorías), a saber: la conciencia moral'9*0 y el mal. Hegel no ahorra elogios a la conciencia, «esta unidad del saber subjetivo y de aque­ llo que es en y para sí, un santuario cuya violación sería un sacrilegio.» (Rechtsphil. § 137, A .). Pero esa unidad es todavía puramente subjetiva, y por ende puede «dar un vuelco» e invertirse como «m aldad».1941 De un lado, en efecto, la conciencia no es separable del contenido que ella debe realizar (aquí, los criterios formales son a todas luces insufi­ cientes). Pero de otro, ese contenido cuya universalidad es el bien se deja a la decisión del sujeto particular (realizar ese contenido es, en efecto, el deber de éste). El sujeto sabe de sí mismo como aquél que, en última instancia, decide. Pero decide hacer, ¿qué? El peligro es obvio: como buen particular, decide hacer aquello que constituye su interés •particular, revistiéndolo de la formalidad abstracta del bien. Ese hipócrita revestimiento es el mal. O más exactamente: es la conciencia moral la que es malvada cuando se erige en criterio último del bien. La argumentación de Hegel se tom a ahora en algo tan difí­ cilmente refutable como escandaloso (y de hecho, Hegel suscitó por esto contra sí las iras de los biempensantes). Seguimos el razonamiento de En*. § 512: el punto extremo del fenómeno de la voluntad (Phanomens, casi en sentido óptico: la voluntad general, objetiva, reflejada en la subjetividad, que ignora ser reflejo y se tiene por la sola verdad) consiste en la presunción de no estar «mancillado» por nada objetivo, de estar cierto 1,10 Traducimos Gcutsscn (lie.: recolección del saber, su interiorización y centralización) como «concien­ cia moral», o simplemente como «conciencia», cuando el contexto no permita equívocos con el homónimo «conciencia» (en sentido fenomenología»: Bewusstsem; lit.: estar apuntando a algo sabido). Maldad, en todo caso, del espíritu, como ocurre con el bien; el «luterano» Hegel sabe que el bien y el mal dependen del espíritu del sujeto, y inás: que son su exposición, su manifestación; peni el «spinozista» Hegel sabe igualmente que la condición de posibilidad del bien y del mal es objetiva y procede de la vida ética, no del arbitrio del individuo.

820

absolutamente de sí «en la nulidad de lo universal». Es evidente que esa presunción es mala, pues convierte lo objetivo y universal en una pura apariencia, en una ocasión de lucimiento de la subjetividad. Ahora bien, basta un punto de reflexión para caer en la cuenta de que esa «m alicia» es exactamente la misma cosa que «la buena convicción (Gesinnung) del bien abstracto», enderezada sólo a una universalidad formal que torna en nulo todo bien concreto, determinado. Summum ius summa iniuria. La «buena volun­ tad» kantiana, tomada absolutamente, es la «furia de la destrucción» (Rechtspbil. § 5, A.; W. 7, 50): purísima maldad. El bien era la negación determinada (y por ende, la ver­ dad) de las determinidades particulares. Negadas abstractamente éstas, el bien se torna inmediatamente en la vaciedad del sujeto, que nada ve en el mundo que sea digno de la vacía universalidad que alienta en su pecho. Y Kant se torna en Robespierre. El resul­ tado de esta dialéctica es doble. Por un lado pone límites a esta «locura de la infatua­ ción», por la cual el sujeto intenta realizar en el mundo y contra el mundo un «bien» absolutamente indeterminado; al contrario, lo que de este modo se muestra es la «nuli­ dad» (Nichtigkeit) tanto de un querer que sólo quiere para sí como del bien en abstrac­ to. Pero por otro lado, el positivo (una vez elevado el desarrollo al nivel conceptual), se ve que ese «aparecer» (Scheinen) del bien abstracto no era solamente apariencia, sino también un «brillar» por parte de la voluntad universal; o por seguir con el símil cono­ cido: una voz de la conciencia, que estimula a la subjetividad a configurar y desarrollar el bien en el mundo como lo que le es propio al «mundo» mismo. El bien ya no está situa­ do en un «más allá», en la contradictoriedad del «deber ser» que no puede ser; al con­ trario, se realiza cotidiana, efectivamente a través de una subjetividad expuesta objeti­ vamente. Cae así (va cayendo, a través de la vida comunitaria y el trabajo del hombre) la oposición entre la subjetividad de un lado, y el bien, del otro lado; del ser, por una parte, del deber ser, por otra. El bien deja así de ser visto como una exangüe entidad abstracta1942 para tomarse en la sustancia ética; es la vida de la comunidad en sus usos, cos­ tumbres, leyes e instituciones la que ahora resulta, pasando así a ser fundamento del sujeto moral. Es el tercer y último momento del espíritu objetivo: la eticidad.'*" VI.7.3.3 - La carne viva de la «segunda naturaleza»: la Eticidad. La vida ética es la categoría omniabarcante de todas las relaciones interpersonales, ya se deban al vínculo del amor (familia), al interés y ganancia económicos (sociedad) o a la libre obediencia a los poderes fácticos (Estado). Su correlato lógico es la «reali­ dad efectiva», de la Doctrina de la esencia. Y Hegel alude a ello casi explícitamente, al definir a la eticidad como: «la libertad o la voluntad que es en y para sí como lo objeti­ vo, el círculo de la necesidad, cuyos momentos son las potencias éticas que rigen la vida de los individuos y que tienen en éstos, entendidos como accidentes suyos, su representaw! Los escolásticos decían aquello tan irrefutable de: Bonum est [aaendum et malum est vicandum. Todo el mundo estaría de acuerdo en que esto es tan verdadero como inocuo, mientras no se especifique qué hay que hacer, y qué hay que dejar de hacer. Sin embargo, con toda su vaciedad dice la fórmula algo importante (e inquietante, para una consideración demasiado pía del asunto), a saber: que el bien y el mal no existen, sino que los hace el sujeto. Por ende, no se dan ni natural ni sobrenaturalmente. Son literalmente artificiales (inclu­ so los «bienes» jurídicos: las propiedades, eran el resultado de un pacto contractual, y no algo presente de inmediato). Dios, según esto, no sería bueno ni sería el bien, a menos que los estuviera (que se estuviera) haciendo constantemente (a través nuestro, diría Hegel). 1'"' Recuérdese siempre que Sittiichkeit es el sustantivo abstracto de Sute, «costumbre» (en el sentido obje­ tivo de tradición o ley no escrita; no en el subjetivo de «hábito»). Si recordamos la vieja etimología de rjdoc como «casa» o «morada», quizá no esté mal entonces la traducción de aquel término por «eticidad»: la vida comunitaria por la que se hace del mundo (la naturaleza técnicamente trabajada) la morada del hombre, enrai­ zando a éste en una segunda naturaleza, más alta y compleja que la física.

821

ción, su figura que aparece y su realidad efectiva.» (Rechtsphil. § 145; subr. mío, salvo «potencias éticas»). La clave de la intelección de la «ciencia política» hegeliana estri­ ba en su realista afirmación de que la conducta ética de los individuos no se debe a la representación de un deber tan ideal como abstracto, sino a «las leyes e instituciones en y para sí existentes» (§ 144). O dicho abruptamente: el obrar moral tiene a la base un interés de conservación y promoción del todo social, aunque es innegable que Hegel se da ya perfecta cuenta de que es la burguesía industrial y el capitalismo la clase emer­ gente, destinada a subyugar o integrar a las otras.1,44 E incluso podría entenderse la erec­ ción de la última instancia, exquisitamente política: el Estado, como un medio de control y conciliación de las contradicciones engrendradas por la sociedad civil.1945 V l . 7 . 3 . 3 . 1 L a familia, reino animal del espíritu objetivo.

Las esferas de la eticidad son: a) la familia; b) la sociedad civil, y c) el Estado. La familia representa por así decir la animalidad del espíritu objetivo. Siendo su base la mutua atracción sexual, queda ésta purificada de su inmediatez a través de la institución del matrimonio. Debiendo igualmente la familia su origen a la satisfacción de necesida­ des en un medio hostil, ella utiliza también un medio rudimentario pero poderoso para elevarse cualitativamente del azar y las contingencias materiales: el patrimonio familiar. Y por fin, la línea de la reproducción de la especie y la de la acumulación primitiva del capital coinciden en la educación de los hijos y la herencia de la fortuna paterna (cf. § 178). De este modo se garantiza el carácter cíclico de la estirpe (no en vano denomina­ da Geschlecht, como el sexo por abajo o la especie por arriba). Sin embargo, esa base «natural», inmediata, es centrífuga. Constantemente arroja fuera de sí a vastagos que, si por una parte se enlazan con los de otras familias, perpetuando así el entramado comu­ nitario, por otra precisan establecer para ello todo un sistema de intereses e intercambios (simbólicos, y también económicos), de manera que el resultado de la disolución de la familia acaba por revelarse -paradójica pero consecuentemente- como el sustentáculo reticular de ésta: de modo que si ta sociedad tiene su fondo y raíces en la familia, ésta se halla a la vez espiritualmente fundamentada en la sociedad. También cambiará en con­ secuencia la figura individual rectora: la pietas femenina, garante del derecho nocturno de la sangre, guardiana de las tradiciones familiares (recuérdese a las Erinnias), será sus­ tituida por la actividad viril, ya prefigurada en el pater familias. V I.7 .3 .3 .2 .- El hom bre, el burgués y la máquina: la sociedad civil.

Baste recordar los tormentos (a veces, tragicómicos) del pobre Hegel, arrastrando trabajosamente sus hinchados pies por los Alpes berneses, para darse cuenta de que él poseía un espíritu profundamente urbano: ciudad, civilización y civismo son términos estrechamente emparentados que Hegel habría hecho suyos. Máquina, Ley y Libertad*lo l'*MSalvo quizá por lo que respecta al estamento militar, dada la incapacidad radical del burgués para empu­ ñar las armas y matar o morir en defensa de sus propios intereses. Prefiere que lo hagan otros: la clase de la «valentía», porque, habiendo él cifrado su vida en el aumento del capital y en el goce de bienes de consumo para él y para su familia, no tendía sentido ofrendar su vida o exponer la de los suyos en algo que impediría a radice esa transformación cuantitativa y ese disfrute. Considerado desde el punto de vista enciclopédico, pues, el «burgués» constituirá un tipo humano fomentado y alentado desde el Estado (es la base material de éste), pero tendente sin cesar hacia «abajo»: hacia la esfera familiar y jurídica. IWOrig.: bürgerliche Geseüschaft. Sería sobrecargar el término entenderlo como «sociedad burguesa»; por lo demás, como veremos, y aunque Hegel concede una función predominante a la nueva clase «maquinista» y empresarial, hay que advertir de que en la sociedad civil están inregrados el campesinado como estamento «natural» (Rechtsphil. § 203) y el estamento «universal» (funcionariado), que es el reflejo y la proyección del Estado sobre la sociedad (§ 205).

Unter den Linden. Grabado hacia 1810.

823

también marchan de consuno (aunque con fricciones de las que Hegel se dará cuenta): «El individuo en el estamento de la industria (Gewerbes) apela a sí mismo, y este senti­ miento de sí está conectado del modo más estrecho con la exigencia de una situación jurídicamente establecida. A ello se debe que el sentir en pro de la libertad y el orden haya brotado fundamentalmente en las ciudades.» (§ 204, Z.; W. 7, 357). Ahora bien, esa apelación desliga al hombre de todo vínculo inmediato, dado. En la sociedad civil «desaparecen la fe, las costumbres sencillas, lo religioso.» (Adición de la ed. Klenner a § 182; p. 474). Aquí está el hombre a solas consigo mismo, como sujeto espiritual de necesidades (primero, físicas; después, e in crescendo, culturales y espirituales). No es un átomo intercambiable como la paradójicamente impersonal persona jurídica, ni tampo­ co parte en un contrato, ni sujeto de una ley universal, ni tampoco miembro de una fami­ lia. Aquí está remitido solamente a sí: a su conservación y a su medro. Y por ello, con un espectacular golpe de mano que borra siglos de beatería antropoteocéntrica, afirma Hegel que sólo en este nivel (y más exactamente, en su momento inicial: el «sistema de las necesidades») es el ser humano un hombre en el sentido más estricto del término1’16: «aquí, en el punto de vista de las necesidades, se da el concretum de la representación denominada hombre; así pues, sola y primeramente aquí y también sólo propiamente aquí cabe hablar de hombre en este sentido.»(§ 190, A.; W. 7, 348). La relación propiamente humana del «hombre» con la naturaleza consiste en consi­ derar a los productos de ésta (especialmente, formados y elaborados por el trabajo) comomedios para la preservación y auge de las fuerzas del individuo. La categoría resultante es pues la utilidad. Ahora bien, ésta sólo puede medrar si mediada socialmente.IW*Y es aquí donde al individuo se le aparece por vez primera lo universal del pensar: aquí, en el violento inicio (un inicio siempre renovado) de la sociedad civil como «sistema de las necesidades»: ese conflictivo lugar (que el entendimiento confunde con el Estado y es el objeto de la «economía política») en el que se consolidan y agravan radicales diferen­ cias entre individuos según la posesión de los medios de producción de mercancías (ya no de propiedades agrarias o de bienes de consumo) mientras que se fomenta a la vez la for­ mación (Bildung) integral del individuo como tal.1’" Aquí es donde cada individuo se considera (contra el espíritu del famoso dictum kantiano) como fin sólo en y para sí mismo,*Si L o c u a l im p lic a q u e e l « h o m b r e * es la h ase m aterial p ara a c titu d e s y fo rm as d e v id a e sp iritu al q u e , te n ie n ­ d o e n é l su e x iste n c ia y realid ad e fe c tiv a , so n sin em b arg o su p eriores, c o m o e l « c iu d a d a n o » , e l « a it is c a » , e l «r e li­ g io so » y, d e sd e lu eg o , e l « filó s o fo » . T o d o s e llo s so n , e stric ta m e n te h a b la n d o , a p a r ic ió n d e lo su p r a h u m a n o e n el h o m b r e . S o n , si se q u ie re , ulcrahombres ( l o c u r io s o e s q u e e l « b u r g u é s » ta m b ié n lo se r ta ; v er n o ta sig u ie n te ). A d v ié r t a s e q u e , e n la e n u m e r a c ió n in m e d ia t a m e n t e a n t e c e d e n t e , H e g e l h a d ic h o q u e « e n la s o c ie ­ d a d c iv il e n g e n e r a l [es] e l burgués ( e n c u a n t o b o u rg e o ú ).» P a re c e p u e s q u e e l « h o m b r e » a p a r e c e d e sp u é s d el « b u r g u é s » . E l p u n to se p re sta a c o n fu s ió n , d a d o q u e e l « s is t e m a d e la s n e c e s id a d e s » e s e l m o m e n t o in ic ia l d e la « so c ie d a d c iv il» , y p o r ta n to la s e c u e n c ia c o n e c t a e s: l s ) « h o m b r e » (e n c u a n t o d ife re n te d e l a n im a l, p o r su c a p a c id a d p ara ro m p e r to d o n ic h o e c o ló g ic o y c o n v e r tir se e n u n « n ó m a d a » , u n ser « e c u m é n ic o » in v e n to r d e n u e v a s n e c e s id a d e s y a u n d e lu jo s, c o m o lu e g o se ñ a la r ía ta m b ié n O r t e g a ) ; 2 ° ) « b u r g u é s » , e n c u a n t o h o m b r e q u e c o m ie n z a a reg u lar su s c o n flic to s c o n o t r o s se re s h u m a n o s a tra v é s d e la « a d m in is tr a c ió n d e ju s t ic i a » : 2 a m o m e n to d e la s o c ie d a d c iv il, y d e la « p o lic í a ( a d m in is t r a c ió n m u n ic ip a l y lo c a l, sc n su loto) y la « c o r p o r a ­ c i ó n » : 3 er. m o m e n to . S i c o m p a r a m o s e s t a s d o c tr in a s c o n lo s p a s a je s p a r a le lo s d e l c a p . V I d e P ha , p o d r e m o s a p r e c ia r q u e , se g ú n H e g e l, e l « h o m b r e » p r o p ia m e n te d ic h o su rg e p o r v ez p rim e ra e n la é p o c a ilu str a d a , c o n la R e fo r m a , e l lib r e p e n s a m ie n t o y la t e c n o c ie n c ia m o d e r n a y, p o r fin , c o n t e n d e n c ia s e x p a n s io n is t a s , e n la R e v o lu c ió n F ra n c e sa (c u y o d o c u m e n to m á s e sp e c ta c u la r e s la Dedarautm des D rotts de VHomme et d u C u o y e n ). E n e ste s e n ­ tid o , la c é le b re a firm a c ió n d e F o u c a u lt - q u e d Hombre es una invención reciente- n o es sin o c o n tin u a c ió n e x t r e ­ m a d a d e u n a id ea y a in nuce en H e g e l. S o b r e e l te m a , m e p e rm ito re m itir a m i e n sa y o : Indigencia de la necesidad. Sobre el sistem a de las necesi­ dades en H egel. ( E n : C . L a R o c c a et a l ., Eticidad y estado en el idealismo alemán. N a t á n . V a le n c ia 1 9 8 7 , p á g s. 1 2 7 - 1 5 1 ) . E n e l t e x t o q u e sig u e se h a n to m a d o , m o d ific a d a s y a d a p ta d a s, a lg u n a s p a r te s d el e n say o .

824

sin que la suerte de los demás le importe en nada. Hemos dejado atrás los vínculos, dema­ siado «animales», de la familia, sin acceder todavía a la libre vinculación reflexiva del burgués y luego del ciudadano: en el sistema de las necesidades, cada uno es para sí, y todos están contra la «madre» común: la naturaleza, esquilmada y torturada por las máqui­ nas. Y sin embargo, cada uno alcanza su fin sólo en la respectividad, en la referencia a otros. El desarrollo de tan primordial contradicción en este protoestado, en el Notstaat o «Estado de penuria» (casi diríamos, jugando también con el primer término: un «Estado de emergencia»), conducirá a una primera regulación consciente (ya no emotiva -com o en la familia- ni aparentemente impuesta por la Ley -com o en el Derecho): la «admi­ nistración de justicia» (Rechtspflege; casi literalmente: el uso y promoción del derecho). El sistema de las necesidades es una exacerbación -sarcásticamente, en el nivel pro­ piamente civil—del bellum omnium contra omnes hobbesiano. Su regulación es todavía (hablando en términos lógicos) propia del mecanismo y el quimismo, y se configura como un silogismo de reflexión (segunda figura): B (los fines particulares, para satisfa­ cer las necesidades) - E (los individuos, sujetos por un lado a la necesidad natural; por otro, elevados ya a sujetos idealmente identificados con la universalidad de la volun­ tad; esa dualidad es la que hace que el «hombre» sirva de terminus medius del silogismo) - A (sistema de dependencia omnilateral: base reglada de la convivencia social). Sin embargo, el silogismo no es perfecto (como tampoco lo es, ni mucho menos, el sistema) y tiende a romperse por donde suele: por el medio, dando lugar efectivamente a dos tipos de hombres que Hegel empieza ya a reconocer, y que están divididos cuantitativamente, no por su relación cualitativa con la naturaleza (como los estamentos, que Hegel se empeña en seguir propugnando -un tanto a la desesperada, ciertamente-). Esa división es de Klasse (Hegel utiliza ya el término), no de Stand: y pasa por la posesión de los medios de reproducción y transformación de productos y artefactos cada vez más com­ plejos. Véamoslo más de cerca: los hombres transforman mediante el trabajo lo particu­ lar del punto de partida (las necesidades) en una propiedad universal (intercambio de mercancías valiosas según el mercado) que va haciendo crecer la equivalencia en el cambio (el dinero), mientras se difumina la necesidad propiamente natural. Los bienes lo son ahora sólo si están homologados por el capital. El trabajo fomenta la acumulación de aquél, así como los medios para satisfacer necesidades y la conversión gradual -y ulte­ rior nivelación- de medios en fines. Las necesidades conocen así una multiplicación y complejificación puramente artificial, «cultural», que no revierte en modo alguno en los individuos, sino que establece un hiato cada vez mayor entre los poseedores de riquezas (Vermogen: el mismo término empleado para designar a las «facultades» de la vieja alma preburguesa), de aquéllos que han «formado» su cuerpo y su mente en función del tra­ bajo, y que enajenan así su propia actividad, y aun de aquéllos que, literalmente incul­ tos, no «formados» en la actividad propia de la Ciudad, se hacinan en ésta, sin capaci­ dad alguna de exteriorización (se trata de la «plebe»). Esta es la desagradable faz del mundo moderno: el mundo de la economía política. Cuando la personalidad jurídica del sujeto moral aprende los rudimentos sentimentales de la convivencia haciéndose miembro de la familia, y después de todos esos avatares sale por fin al mundo como «hombre»: libre pero sociable, autónomo pero sujeto a necesi­ dades, se dispara entonces la infinita contradicción. Se tiende a la igualdad y a la nive­ lación mediante patrones universales de medida: el pensar calculador, el dinero y la maquinaria; pero ello se hace para satisfacer necesidades particulares, esto es: para poder distinguirse de la base «natural» y a la vez para conservarla como distinta de otros sustra­ tos (la familia y los clanes, como el lado natural, «animal» del espíritu). De manera que la necesidad social pone o tiende a una homogeneidad surgida por convención sobre la

___825

base (sobre el presupuesto) de una heterogeneidad radical imborrable. Lo único así con­ seguido es una conexión externa, contingente y frágil, entre la satisfacción natural de las necesidades (cuyo conjunto indeterminado y en constante transformación configura una universalidad abstracta por el lado objetivo) y el libre arbitrio individual que se sabe idén­ tico a la voluntad universal (igualmente abstracta, por el lado subjetivo). La única con­ creción se va depositando, en cada caso, en el seno familiar (transformado por las rela­ ciones laborales hasta configurarse como clubs o grupos de intereses) y en las habilidades técnicas. El resultado está bien lejos tanto del optimismo de la «mano invisible», propio de los economistas liberales del estilo de Smith y Ferguson, como del estatalismo plató­ nico (un Estado coercitivo que excluye la particularidad a la que tienden naturalmente los individuos, y por la cual -al menos en principio- trabajan y se agrupan). Lo que surge del sistema de las necesidades, según Hegel, tiene más bien la forma de un gigantesco jui­ cio infinito, en el que el término medio (el «hombre», ese desdichado ciudadano de dos mundos) se desgarra sin remedio: de un lado, en efecto, la proliferación de lo que hoy llamaríamos «razón instrumental» genera discordia y miseria; pero del otro, esa misma razón engendra en su seno riqueza y cultura. Ambos lados van creciendo imparablemen­ te y separándose cada vez más entre sí (ver la adición de Klenner al § 195; p. 481, n. 5). Por otro lado, sería insensato (e imposible) intentar destruir violentamente (digamos: por una revolución) el sistema. Ello conllevaría la destrucción de la subjetividad infinita que alboreara ya en el Cristianismo y se consolidó en la Ilustración: la destrucción del libre arbitrio de los individuos.1950Hegel no cree pues en una futura sociedad sin clases (ni siquie­ ra se plantea el problema; prefiere aferrarse, un tanto anacrónicamente, a los estamentos). Y sin embargo, es lícito irritarse ante la desigualdad social y el aumento de la pobreza y la miseria. Sólo que esto puede hacerse de dos maneras: o bien «bajando», a través de la voz abstracta (pero en cambio universal, capaz de apuntarse a cualquier causa) del sujeto moral, identificado ad limitem con la Humanidad; o bien «subiendo», a través de los momentos superiores de la sociedad civil, enormemente más eficaces, pero también más particularis­ tas, aferrados a la subsistencia de los pertenecientes al grupo y caídos en desgracia. Esos mecanismos son la administración de justicia,19’1 la administración pública (muy descen­ tralizada, operativa en los niveles municipal y regional)1952y la corporación. Los dos momen­ tos, el universal abstracto y el particular concreto, se unirán en el Estado.

1,50 Al respecto, es profundamente coherente que Lenin, inteligente y obstinado lector de Hegel, contes­ tara burlón a la famosa pregunta por la relación entre libertad y revolución: «Libertad, ¿para qué?». La llamada Rechtspflege supone la «vuelta» reflexiva de la universalidad del derecho en el interior de la sociedad civil (no en vano forma el momento central de ésta). Gracias a ella se corrigen (o al menos palian) los particularismos producidos por la pertenencia a un estamento (o, más brutalmente, por la adscripción a una clase en base a la posesión o no de los medios de producción). Siempre es un placer citar textos como el siguiente, escrito en 1820 (o sea, anterior en más de un siglo a las virulentas explosiones del racismo, por no hablar de las actuales «depuraciones étnicas»): «Es propio de la cultura, del pensar como conciencia del singular en forma de universalidad, que Yo sea considerado como persona en general: en ella, todos somos idénticos. El hombre vale por ser hombre, no por ser judío, católico, protestante, alemán, italiano, etc. Esta conciencia, con­ validada por el pensamiento, es de una importancia infinita; se toma defectuosa solamente cuando se fija, diga­ mos, como cosmopolitismo, enfrentándose a la vida estatal concreta.» (Rechtsphil. § 209, A.; W. 7 ,360s).- Ya en La flauta mágica de Schikaneder/Mozart replica Sarasrro a los sacerdotes que dudan de si Tamino podrá sopor­ tar las pruebas de la iniciación a los Misterios, a pesar de ser un príncipe: Noch mehr, er ist Mensch! («¡El es más que eso. Es hombre!»). Como ya advertimos, el término Polizei no debe llamar a engaño. Está por lo demás más cercano al ori­ gen «político»: Polizei designa en general cuanto tiene que ver con la ttoáic , con la Ciudad. Todavía en época de Hegel era este sentido el preponderante. Pero muy pronto el agravamiento de la «cuestión social» haría que surgiera la «policía», en el sentido actual del ténnino (ya Fouché, el polimorfo superviviente de tcxlos los regímenes, había iniciado los primeros pasos; y Scharnhorst le seguiría en Prusia).

Sin embargo, debemos recordar en todo caso que Hegel está hablando de un siste­ ma de las necesidades. La creciente desigualdad social no puede hacer olvidar que este complejo mecanismo funciona. Sólo a una reflexión exterior y bien intencionada le parece que existe aquí una guerra desenfrenada. Pero de hecho, la multiplicación de las necesidades es un freno del deseo (algo que ya había empezado a despuntar a nivel indi­ vidual como resultado de la dialéctica del amo y el esclavo). Y al contrario, la penuria generalizada (con la desigualdad cebándose en los miembros de la misma familia o estir­ pe a la que pertenecen otros afortunados) impulsa a la colaboración social. La unión de ambas tendencias conlleva una transformación radical de la satisfacción: ésta no se sien­ te ya primariamente al cumplir con una necesidad natural (y el ideal «calvinista» sería que se redujera al mínimo), ni tampoco en la posesión inmediata, sino en el trabajo mismo, que es: «la relación de verdad racional» (Adición de Klenner a § 196; p. 482). Sólo que, seguramente, Hegel ha puesto demasiadas esperanzas en el valor «redentor» del trabajo. Este ha de hacer del hombre (como verdad de la «teleología», de la Doctrina de la Objetividad) el factor de formación técnica (Formierung) de lo natural (y por ende, el factor de desvelamiento del en sí de la naturaleza: la Idea lógica) y a la vez de forma­ ción cultural (Bildung) de lo subjetivo. Hegel parece creer en ese equilibrio porque (tal como se muestra a las claras en el estudio lógico del «mecanismo»), cree en la igualdad de la acción y de la reacción, o en términos económicos: de la producción y el consumo. Y a Hegel, que tan certeramente ha criticado el «deber ser» del formalismo ético, se le escapa al respecto un claro deseo de lo que debiera ser: «el trabajador -d ice- es un medio de la producción... es decir, cada uno debe consumir casi tanto como produce.» (loe. ctt.; p. 483). Sin embargo, él mismo se da cuenta de la existencia de los capitalistas, a los que fustiga un tanto ingenuamente, llamándolos «zánganos de la sociedad» (ibid.), pues que consumen sin producir. Pero no es capaz de explicar de dónde provienen, ni cuál es su función en la sociedad (sarcásticamente, esa función acabará por adueñarse del término que define a la filosofía hegeliana: la especulación), y acaba cargando el fenó­ meno a la cuenta (de anchas espaldas) de la contingencia y la «impotencia de la natu­ raleza» frente al Concepto (cuando aquí es el Concepto el que claramente no da la talla). En una palabra, dada la ecuación hegeliana entre trabajo y valor, se pasa por alto el problema de la plusvalía y de la tasa decreciente de beneficio. Como diría Machado, para Hegel está aquí: «oscura la historia y clara la pena». Así se va perfilando una contradicción que la dialéctica hegeliana no sabrá resolver. Gracias al sistema de las necesidades, por una parte: «El hombre en cuanto hombre, o sea en cuanto individuo particular, tiene que arribar a la existencia, hacerse realmente efectivo; tal cosa es inherente al derecho de la libertad subjetiva, a una libertad que nosotros, espe­ cialmente en la época más reciente, valoramos sobremanera; aquí es donde cada uno puede hacerse aquello para lo que se siente llamado.» (Adición de Klenner a § 200; p. 486s). No es extraño que tan estupendo ser sea llamado por Hegel: el «hombre». Pero por otra parte (una parte especular, que se da al mismo tiempo y en el mismo respecto: de ahí la contra­ dicción insalvable), esa llamada queda obstaculizada (y para todos, no sólo para el traba­ jador) porque la tendencia a la división del trabajo, de medios y de bienes produce uniformización, acelerada por la introducción del maqumismo, que mecaniza al trabajador, el cual difícilmente puede considerarse «hombre» cuando es en verdad engranaje intercam­ biable de una maquinaria, la cual, en definitiva: «hace supetfluo al hombre».195’ ¡El naciAdición a § 198; p. 485; y en el Corpus del propio parágrafo; W, 7, 352 s. y Klenner, p. 233: «La abs­ tracción del producir hace además que el trabajo sea cada vez más mecánico y, por ende, lo hace susceptible de eliminar (ujcgtreten) al final al hombre, para que en su lugar pueda hacerse entrar (eintreten) a la m á q u i n a .»

827

miento y el ocaso del «hombre» están de tal manera conectados -a través del binomio necesidades / m áquina- que aquello en cuya virtud surgió tan extraño ser contra natu­ ra es lo mismo que lo anula! La dialéctica parece haberse convertido aquí más bien en un círculo infernal. Tenemos consumidores que no producen (o sea, que no son «hom­ bres», sino miembros impersonales de una sociedad justamente llamada «sociedad anó­ nim a») y productores que consumen (o son obligados a consumir) solamente lo nece­ sario para la reproducción y aceleración del proceso productivo (y que por tanto no satisfacen las necesidades culturales que ellos mismos están generando). Además, esa aceleración del proceso y esa proliferación de necesidades (lo cual obliga a la adquisi­ ción incesante de nuevas habilidades) generan unos «desechos» ya no asimilables: la plebe, con la cual el buen Hegel no sabe muy bien qué hacer (cf. § 244), salvo señalar para ella el «auxilio social» (§ 241), el camino de las colonias (§ 248) y en fin, a falta de otra solución, la «solución escocesa»: abandonar a los miserables a su suerte y a la mendicidad pública (§ 245, A .), aunque Hegel reconozca que la limosna es deshon­ rosa (§ 242, A .). Por lo demás, la articulación propuesta por Hegel en el ámbito general de la socie­ dad civil (dejando el espinoso pero apasionante tema del sistema de las necesidades) es ino­ perante, a mi ver: se trata de la «resurrección» de los viejos gremios o Gilde, los llamados «estamentos» (Stande). La propia articulación es artificiosa.1954 Hegel divide estos esta­ mentos en la labrantía, la industria y el llamado «estamento universal»: el funcionariado -del que formaba parte, orgulloso, nuestro Catedrático-; sus miembros proceden por lo común de los otros dos estamentos (hasta que los funcionarios se configuren temible­ mente en una nomenklatura autosuficiente y autorreproductora), pero no están al servicio de las necesidades de aquéllos, sino al contrario: controlan y regulan las interacciones entre los dos estamentos, siguiendo las directrices del Estado, de quien dependen en exis­ tencia y dignidad. El centro de los tres estamentos está constituido por el punto medio de la industria: el Fabrikantenstand (junto con los comerciantes: el Handelsstand). Y Hegel reconoce que éste es: «el estamento capital de la sociedad civil.» (Adición de Klenner a § 204; p. 487). Mas reconoce también, con el sobrio «realismo» que ya conocemos en él, que las características de tal estamento son la insaciabilidad, la desmesura y la falta de límites por lo que hace a la acumulación de riqueza. De manera que, al final, la máxi­ ma sensación de independencia (allí donde el «hombre» se prolonga casi sin solución de continuidad en el «burgués») está inescindiblemente enlazada con la máxima inseguridad y mudanza (allí donde el «burgués», unido a la máquina, anula al «hombre»). Hegel es incapaz de señalar un mecanismo de control que sea inmanente a este estamento.1955 La coerción que sobre esa lucha pueda ejercer el estamento universal, el funcionariado, sus­ cita serias dudas; además, en todo caso, esa «violencia legítima» no sólo parece externa. Pace Hegel, es externa. Aquí se estrella el proceso del espíritu que va en busca del Espíritu. La extrema honradez y lucidez de Hegel le impiden -y eso le honra- buscar un fácil sub­ terfugio. Él asistió al nacimiento de un problema cuyos avatares y expansión planetaria sigue arrojando a millones de personas a las cloacas de la historia: «La importante pre-

1954Sin embargo, Hegel concede gran importancia a esta división en estamentos (quizá como medio - c a s desesperado- de evitar la escisión de la sociedad en clases antagónicas, que Hegel veía ya venir). El estamen­ to es la segunda base del Estado, después de la familia: «Un hombre sin estamento es una mera persona pri­ vada, le falta universalidad efectiva.» (Rechcsphil. § 297, Z.; W. 7, 360). 1955 Que además se configura como Klasse (pues que ya no depende para nada de la «tierra», que era lo característico del Stand), arrojando a los asalariados a otra Klasse; nosotros sí conocemos esos mecanismos, por precarios que sean: la lucha entre la patronal y los sindicatos.

828

gunta de cómo haya que remediar la pobreza es una cuestión que mueve y atormenta especialmente a las sociedades modernas.» (§ 244, Z.; W. 7,390). Y así hasta hoy, cuan­ do quizá sea demasiado tarde para plantear de nuevo la «cuestión social» en los térmi­ nos incipientes de Hegel, e incluso en los más maduros y rigurosos de Marx. V l.7 .3 .3 .3 .- La sustancia ética in individuo: el Estado.

Todavía corre por ahí, a pesar de todas las evidencias en contra, la leyenda de un Hegel reaccionario que habría glorificado y aun «divinizado» al Estado en general, y al prusiano de su época en particular. La leyenda se afianzó a partir de 1857, con el muy influyente Hegel und seine Zeic, de Rudolf Haym, y alcanzó proporciones insospechadas (y absolutamente desmesuradas) tras la más o menos interesada confusión entre la Prusia de la época de Hegel y la Alemania del segundo y el tercer Reich, con los consiguientes desastres de la guerra.1956 Lo primero que hay que decir en cambio al respecto es que la Filosofía del Derecho no expone -com o podría hacerlo, p.e., Platón con la República- un Estado ideal que sirviera como modelo de construcción y a la vez criterio externo para medir el valor y sentido de los Estados realmente existentes, ni tampoco se limita a des­ cribir un Estado particular (no hace falta saber mucha historia para apreciar la distancia entre la Prusia de 1820 -cabeza de la reacción tras los Karlsbader Beschlüsse, con un 1MÍ Este falaz prejuicio llega a infiltrarse incluso irreflexivamente en las traducciones de los textos hegelianos, como señala S. Avineri al inicio del cap. 9 de su ohra. Así, en el Z u s m z al § 258 compilado por E. Gans, cabe leer: «es ist der Gang Gottes in der Welt, dass der Staat ist.» (W. 7, 403). Las versiones inglesas aducidas por Avineri giran en tomo a esta (mala) idea: que el Estado es el curso de Dios en el mundo (lo cual, dicho sea de paso, no sólo corresponde a una mala traducción, sino a una ignorancia crasa de Hegel; hasta una ojeada super­ ficial a la Filosofía de la Historia para constatar que «el curso de Dios» no es el Estado, sino la Historia Universal). Lo que el texto dice en realidad es que: «El curso de Dios en el mundo es [consiste en, conlleva] que haya Estado.» E.d., el Estado no es una construcción arbitraria de los hombres, que un día podría ser abolida por éstos (como pensaba Engels al final de El origen de la familia...), sino que forma parte del plan de (auro-)realización de la razón como Espíritu. No es el hombre el que hace al Estado, sino al contrario: la sociedad civil hace al hombre -como hemos visto-, y éste se eleva reflexivamente a ciudadano, dentro del Estado (tenien­ do en cuenta la operación reíroductiva de Hegel: porque hay Estado, por eso hay sociedad civil; si ésta es la base material del Estado, él por su parte es el fundamento racional de la sociedad; para Hegel, sería impensa­ ble una verdadera sociedad civil -no una horda compuesta por familias en lucha constante- sin Estado, aunque sólo fuere porque el «estamento universal» que corona a la sociedad está al servicio del Estado, y porque la administración pública y de justicia sería inviable sin la protección y la coerción estatal).- Sin embargo, esta concepción en el fondo tautológica (no puede haber «hombres» fuera de la sociedad civil ni «ciudadanos» fuera del Estado) está bien lejos de ser totalitaria. Hegel dice en muchas ocasiones que el Estado es la «sustancia ética», de donde se sigue que los ciudadanos son «accidentes» de esa sustancia. Pero hasta con repasar la noción de sustancialidad en WL para darse cuenta de que eso que la metafísica llamaba «accidentes» constituye la exis­ tencia de la sustancia, su modulación y distinción, en lugar de ser algia extemo y contingente, sin el cual podría seguir «existiendo» (¡¡) una sustancia. Así, comoveremos, la existencia del Estado es el ciudadano. De la misma manera que el alma no tiene un cuerpo, sino que ella es la inmaterialidad centralizada de éste y que, a la inver­ sa: el cuerpo es la existencia, la exteriorización activa y expresiva del alma, así también el ciudadano es el modo de ser realmente efectivo del Estado. Según esto, no es correcto decir que el Estado tiene o consta de ciu­ dadanos (como si se tratara de «propiedades muebles» en el primer caso o de la relación esencial mecánica «todo / partes» en el segundo). Al revés: la sustancia, esencia, finalidad objetiva de los ciudadanos está en el Estado; y la existencia, realidad efectiva y cumplimentación del fin del Estado está en los ciudadanos. Hegel ilus­ tra muy bien este punto en sus Lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal (cit.: P/rGesch.): «Los pueblos son lo que sus gestas. Todo inglés dirá: Nosotros somos los que hemos llenado de navios el océano y quienes con­ trolamos el comercio mundial, a nosotros nos pertenecen las Indias Orientales y sus riquezas, somos nosotros los que tenemos un parlamento y jurados populares, etc. El comportamiento del individuo al respecto consiste en que él se apropie de ese ser sustancial, que éste llegue a ser su modo de sentir y le dé la aptitud de ser algo en él. Pues el individuo encuentra ante sí el ser del pueblo como un mundo ya acabado y consolidado, al que él tiene que incorporarse.» (U/. 12, 99; subr. mío). Es importante la mención del pueblo armo «ser»: las insti­ tuciones, sociedades, grupos e individuos constituirán las detenninaciones en las que ese «ser» reflexiona, se desa­ rrolla y toma conciencia de sí.

829

monarca que se negaba al establecimiento de una Constitución, e tc.- y el «Estado» hegeliano). Además, sabemos de sobra que Hegel critica por igual el formalismo abs­ tracto del entendimiento (que, aliado con la ensoñación romántica y la infatuación del corazón, se dedica a inventar Estados teóricamente «perfectos»)' y el romo positivis­ mo histórico, dedicado a la santificación del status quo.'m ¿Qué puede ser, entonces, el

1,51 D e t o d a s fo rm a s, la c r ític a al in d iv id u a lism o y c o n tra c tu n lism o ( o sea: a F ic h te y a R o u sse a u ) q u e e s t a ­ b a n a la b a se d e lo s m o v im ie n t o s re v o lu c io n a r io s fra n c e se s n o a lc a n z a n u n c a e n 1 le g e l lo s e x tr e m o s d e so rn a y a u n d e sp r e c io c o n q u e a ta c a a lo s re sta u ra c io n ista s. N o e n v a n o , c o m o se s a b e , c e le b r ó to d o s lo s 14 d e Ju lio c o n b r in d is a la R e v o lu c ió n ( e s a « a u r o r a d e la raz ó n so b re la t ie r r a » ) . L a c r itic a c a p it a l a lo s r e v o lu c io n a r io s y a su ( im p o s ib le ) E s ta d o t ie n e c o m o b a se ló g ic a la o b je c ió n d e c o n fu s ió n e n tr e Allgemeinheit ( u n iv e r s a lid a d e n c a r n a d a in d iv id u a lm e n te c o n c a ra c te r e s e sp e c ífic o s p a rtic u la re s) y AUheit (su m a t o t a l d e in d iv id u o s, ig u ales s o la m e n t e p o r a b st r a c c ió n y n e g a c ió n d e d ife re n c ia s ). A s í, e l in te n to d e c o n str u ir u n o r d e n p o lít ic o so b r e la v a r io p in ta v o lu n ta d d e u n « m o n tó n » d e in d iv id u o s sin g u lare s n o p u d o s in o llev ar, m e d ia n te u n « v u e lc o » sú b i­ to , a l c a o s y a l te rro r p r o d u c id o s p o r e rig ir c o m o b a r e m o u n a in e fa b le e in d e te r m in a d a u n iv e r sa lid a d a b s t r a c ­ t a , fre n te a la c u a l to d a p a rtic u la rid a d se sie n te « e n f a lt a » . D e to d a s fo rm a s, e n e l d e n s o § 2 5 8 r e c o n o c e H e g e l q u e lo s r e v o lu c io n a r io s p r e te n d ie r o n - d e r r ib a n d o t o d o lo e x is t e n t e , t o d o lo d a d o y p o r t a n t o e x t e r n a m e n te im p u e s t o - e st a b le c e r u n a C o n s t it u c ió n d e sd e e l p rin c ip io , e m p e z a n d o p o r e l p e n s a m ie n to p u r o y p o n ie n d o a su b a se lo « r a c io n a l» . A h o r a b ie n , c o m o e so su p u e sta m e n te ra c io n a l n o e ra s in o e l a m o r fo e in d ife r e n te re su l­ ta d o d e h a c e r a b stra c c ió n d e las d ife re n c ias, e l in te n to c o n d u jo a l t e n o r d e u n a ig u a ld ad m u c h o m ás « p u r a » q u e la c o n te n id a e n la d iv isa r e v o lu c io n a ria : la ig u a ld a d d e la m u e rte . E n la

Filosofía de la Historia, H e g e l

a lu d irá a l

c a s o d e s g r a c ia d o d e P o lo n ia , d o n d e d e n u e v o se b u sc a b a e sta b le c e r u n a c o n s t it u c ió n so b r e la b a se d e l c o n ­ s e n s o e n tr e in d iv id u o s (c f. W. 1 2 , 6 1 ) . - C o n t r a e l c o n tr a c tu a lism o , la c r ític a d e H e g e l se rá ig u a lm e n te r o t u n ­ d a y v a d irig id a c o n tr a la id e a (c o m p a rtid a y p ro p a la d a p o r e l jo v e n F ic h te ) d e q u e lo s in d iv id u o s q u e n o e sté n a g u s to c o n u n e s t a d o q u e su rg ió d e u n p a c t o c o n tr a íd o lib re m e n te p o r to d o s e llo s ( o q u e a l m e n o s p o d r ía n h a b e r c o n tr a íd o ) t ie n e n p le n a lib ertad p a ra ro m p e r e se p a c t o m e d ia n te la revolución y v o lv e r a la s itu a c ió n d e o r ig e n ( d e a h í la id e a c u r io sa m e n te « r e t r ó g r a d a » , a st n m ó m ic a , c o n te n id a e n la m e tá fo r a d e la « r e v o lu c ió n » ) , p ara firm ar o tr o p a c to (si q u ie re n , se su p o n e ; s i n o , p a re c e q u e p o d ría n seg u ir e x is tie n d o c a d a u n o p o r su la d o ). P e r o to d o e sto es, p ie n sa H e g e l, u n a v a c u a fá b u la c o n p o c o s e n tid o . Y a in c lu s o e n e l á m b ito a p a r e n te m e n te m á s ín tim o y s u b je tiv o , u n in d iv id u o lo es só lo si e sta « m a r c a d o » p o r u n c a rá c te r , d e te r m in a d o p o r u n d e s t i­ n o , a r r e b a ta d o p o r u n a p a sió n : « P u e s e l in d iv id u o es u n se r ta l q u e

está a h í;

n o u n h o m b r e e n g e n e r a l, q u e n o

e x is t e , s in o u n h o m b re d e te r m in a d o .» (PhGesch. W. 12, 3 8 ) . A m ay o r a b u n d a m ie n to , u n o n ace y a c o m o c iu ­ d a d a n o (e n lo s re g istro s a n tig u o s, u n a c a silla rez ab a: « N a t u r a l d e ...» , s ie n d o p r e c iso c o n te s t a r c o n la c iu d a d o r e g ió n d e o rig e n ; la e tic id a d es u n a

segunda naturaleza,

n o se o lv id e ). E s p o sib le c a m b ia r d e n a c io n a lid a d (p a ra

p e r te n e c e r a u n a Wahlheimat, o « p a tr ia a d o p t iv a » ) . P ero, p a r a H e g e l, es im p e n sa b le ser c o s m o p o lit a y r id íc u ­ lo q u e rer ser a p a trid a : « L a d e te r m in a c ió n ra c io n a l d el h o m b re es v iv ir e n e l E s ta d o .» (Rechtsphil. § 2 5 8 ) . - P or ú ltim o , t a m b ié n se e n f r e n ta H e g e l a l in c ip ie n te populismo (si e s líc it o lla m a r lo a sí) r o m á n t ic o ( p .e ., d e u n J o h a n n e s v o n M íllle r), q u e p re te n d ía h a c e r d e l E sta d o u n m ero m e d io o in str u m e n to a l se r v ic io d e l P u e b lo , lo c u a l e q u iv a ld r ía , p a ra H e g e l, a p o n e r lo r a c io n a l y v e rd a d e r o al s e r v ic io d e lo e m o t iv o , c o n fu s o y tu rb io . P o r c o n tr a , lé ase la s ig u ie n te d e c la r a c ió n sin a m b a g e s, q u e h a c e d e n u e v o in a sim ila b le e l p e n s a m ie n t o h e g e ­

volkisch q u e e n v e n e n a ría d esp u é s a A le m a n ia (p u ed e ser m uy ilu stra tiv o c o m p a r a r e l p a s a ­ Discurso del Rectorado d e H e id e g g e r, e n P 9 3 3 ) ^ « A d e m á s , q u e únicamente e l p u e b lo te n g a

lia n o a la e x a lta c ió n je sig u ie n te c o n e l

razón y p e n e tra c ió n , y q u e sep a lo qu e es ju sto , es u n a p resu p o sic ió n p e lig ro sa y fa lsa; p u e s c u a lq u ie r fa c c ió n d el p u e b lo p u e d e alzarse c o m o [si e lla fu era to d o el] p u e b lo ; y a q u e llo q u e c o n stitu y e a l E s ta d o e s c o s a d e c o n o c i­ m ie n to c u ltiv a d o , n o d e l p u e b lo .»

(PhGesch. W.

12, 6 1 ) .

'*'• E n e ste c a so , los e n e m ig o s a b a tir e ra n m á s p o d e ro so s y e sta b a n m u c h o m e jo r a s e n t a d o s q u e lo s v e n ­ c id o s y d isp erso s «p ro g re sista s» (filo rrev o lu c io n ario s y lu ego filo n a p o le ó n ic o s). E ran lo s fu n d ad o res d e la E scu ela H is tó r ic a d e l D e r e c h o (e l p o sitiv ism o q u e su c e d e r ía « c ie n tífic a m e n t e » a l iu sn a tu r a lism o , a p e sa r d e t o d o s lo s e sfu e rz o s d e H e g e l): G u s t a v H u g o , ju rista e h is to r ia d o r (c f . p .e ., Lehrbuch der Geschichte des R om ischen Recths. B e r lín 1 8 1 5 5 ) , q u e e sc r ib ir ía u n a r e c e n sió n d e s p e c t iv a y p e d a n te d e R echtsphil., Fr. C a r i v o n S a v ig n y (V om G eserzgeb u n g und Rechtswissenschaft. H e id e lb e r y 1 8 1 4 ) , y so b r e t o d o C . L . v o n H a lle r, n ie t o d e a q u e l p ia d o so c o p le ro y c ie n tífic o A lb re c h t v o n H a lle r, d e l c u a l se m o fa ra y a H e g e l e n W dL . E l n u e v o v o n H a lle r, d e sp u é s d e o c u p a r a lt o s c a rg o s p o lít ic o s ( C o n s e je r o á u lic o d e l K ro n p rin * p r u s ia n o ) fu e d e p u e s to

Beruf unserer Zeit für

d e e llo s p o r h a b e rse c o n v e r tid o al c a to lic ism o e n 1 8 2 0 (re p á re se e n q u e e s la fe c h a d e r e d a c c ió n d e Rechtsphil., a s í q u e e n e l o d io r e c íp m c o d e H e g e l y H a lle r e n tr a b a a lg o m á s q u e la p u g n a so b re la id ea d e l D e r e c h o y d e l E s t a d o ) , p a s a n d o lu e g o - e n 1 8 2 5 - a l se r v ic io d e l M in is t e r io d e A s u n t o s E x te r io r e s fr a n c é s; la g r a n o b r a de H a lle r ( a l m e n o s, p o r 1» v o lu m in o s o ) p r e se n ta e x p líc it a m e n t e su id e o lo g ía d e s d e e l títu lo m ism o , e n f r e n ta n ­ d o b e lic o sa m e n te u n su p u e sto e sta d o « n a t u r a l- s o c ia l» d el h o m b re c o n la q u im e r a d e u n e sta d o « a r r ific ia l- c iu d a d a n o » ( m á s q u e : « b u r g u é s » ): Rcsuiuration der Staats-Wissenschaft oder Theone des natürlich-geselligen Zustands,

-----«o:

«Estado» hegeliano? La respuesta es perfectamente lógica. Aquí no hacemos al pronto sino recordar lo ya sabido: así como la síntesis de los esfuerzos del Yo teórico y del Yo práctico (dentro de la Idea del Conocer) era la Idea absoluta (en la Ciencia de la Lógica), así también la unión dialéctica del espíritu teórico y del práctico (en la Filosofía enci­ clopédica del espíritu subjetivo) desemboca en el espíritu objetivo, cuyo último avatar concreto (antes de exponerse al viento destructor de la Historia) es el Estado. Pues bien, por ser la culminación y concreción del espíritu objetivo, el «Estado» ha de corresponder a la Idea lógica. El no es pues ni un Estado concreto, existente, ni un Estado ideal, sino... la Idea del Estado: «Por lo que hace a la idea del Estado -dice Hegel— no hay que tener a la vista estados particulares ni instituciones particulares, sino con­ siderar más bien a la Idea, este Dios efectivo, de por s í . ... El estado no es una obra arti­ ficial (Kunstwerk: contra el «Leviatán» de Hobbes, F.D.), sino algo que está en el mundo, y por ende en la esfera de la arbitrariedad, del acaso y del error; su mala conducta lo puede desfigurar en muchos respectos. Pero el más feo de los hombres, el criminal, un

der Chimare des künstlich-bürgerlichenemegegengesetzt- Winterthur 1816-1824 (6 vols). Todo ello, en nombre de una concepción teocrática del Poder, en donde Dios es el Señor absoluto, pero otorga graciosamente su poder a los Príncipes Soberanos, «padres» de sus súbditos y dueños de sus haciendas. Las «teorías» de Haller eran bien sencillas: obediencia absoluta de los súbditos (que no «ciudadanos») al soberano del país en el que hubie­ ran tenido la «fortuna» de nacer (para eso era su Señor natural), defensa de la Inquisición, y extenninio de los «liberales ateos», nacidos de la «hidra de la revolución». Tan reaccionarias propuestas desatarán las iras de Hegel, que se despacha a gusto contra la 2* ed. del vol. I y contra el vol. III de la Restuuration, alcanzando lími­ tes de violencia desusados aun en el tosco suaho. Están en una extensa nota a § 258, A.; W. 7,402-406 (en la ed. de C. Díaz, págs. 683-686). El lindo principio fundamental de Haller, según lo cita Hegel, es: «así como en el reino de lo inanimado el más grande oprime al más pequeño, el poderoso al débil, etc., así también entre los animales, y luego enrre los seres humanos, la misma ley se repite bajo formas más nobles», y que: «el eterno orden inmutable de Dios consistiría en que el poderoso domine, deha dominar y siempre llegue a dominar.» (W. 7, 402s.; Díaz, 683s). Naturalmente, si «perder» significara aquí, hegelianamente: «el poder de lo justo y lo ético», decir que el poderoso es aquél que ha de dominar no sería sino una vacua tautología. Pero es evidente que von Haller entiende «poder» como «la fuerza natural contingente», admitiendo además un extraño y peligroso evolucionismo, a saber: que «el sentimiento de alguna superioridad ennoblece... el carácter y favorece la evolu­ ción... de aquellas virtudes que resultan más necesarias para los subordinados.» Palabra de Haller. Por su parte, la palabra de Hegel había introducido todas estas sencillas propuestas de esta suerte: «El odio a la ley, al dere­ cho legalmente determinado, es el schiboleth en el que se ponen de manifiesto y se dan a conocer infalible­ mente el fanatismo, la imbecilidad y la hipocresía de las buenas intenciones, así se revistan luego del ropaje que quieran.».- Es curioso que aquello contra lo que se rebela ahora Hegel sea lo achacado a su doctrina, y aun a él mismo, por Nietzsche en un famoso texto de la Segunda Intempestiva que ya comentamos al inicio del examen del suabo. A saber: que, como afirma von I laller, todo cuanto ha acontecido, por el mero hecho de haberse impuesto en el tiempo, ha de ser utilizado como legitimación de lo sucedido después, de manera que aun el más primitivo de los acontecimientos sirve como justificación «teórica» de la situación actual. Que Hegel, contra el tópico, no cree en esto ni por asomo (es al revés: es la razón y la ley quienes deben juzgar de si algo existente es, además, real y verdaderamente efectivo), lo sabemos por la actual crítica a von Haller, por las consideraciones despectivas sobre la «mentira» del Reich alemán (un mero espectro sin vida), y por un importante pero no muy citado parangón de PhGesch. entre Alejandro y César (cuyas vidas, al menos por las consecuencias políticas de sus gestas, serían más antitéticas que paralelas). Así, mientras que «César, al conquistar las Galias», abrió -se sobreentiende: para el derecho y la convivencia racional- el «corazón de Europa» (no en vano la sede actual del Espíritu del Mundo, según Hegel), la conquista de Oriente por parte de Alejandro habría sido una «gesta de adolescente»: algo que, por lo que respecta al contenido, «es para la imaginación lo más grande y hermoso», o sea: un ideal estético al que dedicar sonoras poesías; pero: «por sus consecuencias, y como corresponde a un ideal, enseguida se vuelve a desvanecer.» (W. 12, 133).- Por lo que hace a la violen­ cia y la dominación -tan apreciadas por von Haller-, ya sabemos que Hegel no es tan ingenuo como para no reconiKer (basta recordar la lucha por el reconocimiento) que el origen de toda sociedad humana está en la vio­ lencia, y más: en el crimen, y que una y otra vez puede reaparecer aquélla, sea rompiendo internamente el teji­ do social (p.e., como guerra civil o como revolución), sea exponiendo externamente al Estado a su ocaso o, al contrario, a su expansión y fortalecimiento (en las guerras internacionales). Pero una cosa es la aparición feno­ ménica de algo, y otra muy distinta su fundamento racional (al igual que ocurría con el surgimiento de la filo­ sofía a partir de la experiencia y de la física empírica). Cf. Rcchtsphil. § 219.

831

hombre enfermo y lisiado sigue siendo un hombre vivo; lo afirmativo, la vida, se man­ tiene a pesar de las faltas; y aquí se trata de eso afirmativo.» (Rechtsphil. § 258, Z.; W. 7, 403s). Es pues inexacto sostener incluso que el Estado sea racional (aunque su Idea desde luego lo sea), y menos que sea la Razón. El Estado es más bien, en expresión pre­ cisa de Hegel: «un jeroglífico de la razón» (§ 279, Z.; W. 7, 449). Es decir, sólo su núcleo -una vez descifrado- es racional, no su aparición fenoménica; y a ese sentido tantas veces oculto debe atenerse la consideración filosófica (utilizando como código la Ciencia de la Lógica), excluyendo en cambio la supuesta utilidad social del Estado1959, su carác­ ter exterior y por ende contingente, etc. Pero, como tal «jeroglífico», lo racional del Estado es por lo pronto para nosotros, que debemos saber interpretar los signos exterio­ res, todavía demasiado cargados de iconicidad, o sea de semejanza y contaminación con lo natural.19" El Estado es la primera manifestación de la racionalidad en el mundo. La primera, ciertamente; pero no la más alta. En la esfera de la familia, la racionalidad quedaba necesariamente en el trasfondo, oculta tras los sentimientos y pasiones de los miem­ bros de la familia que, como el burgués gentilhombre, producen racionalidad sin saber­ lo (y sin quererlo). En la sociedad civil, la racionalidad quedaba degradada en el estadio del entendimiento calculador y fijista, atento sólo a los intereses privados, y sólo logra­ ba a duras penas mantenerse en virtud de la «transfusión de sangre» racional que le aportaba el estamento universal (el funcionariado) desde la esfera superior a la que éste se abría. Ahora, en el Estado, la razón sabe de sí a través del pensamiento y acciones de los hombres; y se sabe en y para sí racional, pero en lo otro de sí; en las estructuras de parentesco, necesidades naturales y culturales, deseos y pasiones, etc., todo ello realiza­ do y realzado en y como instituciones socio-políticas, transidas ya de racionalidad; como si el «cuerpo» del Estado fuese un edificio cuyas paredes estuviesen escritas mediante jeroglíficos.1961 Dicho todo esto, es preciso insistir sin embargo, en que, en cuanto tal exteriorización en jeroglífico de la Idea, el «Estado» hegeliano no estaba situado en ningún trasmundo ni Hegel se limitaba con su exposición a señalar lo que falta y, por ende, lo que debe ser. Él creía firmemente, de acuerdo con el testimonio de su mejor bió­ grafo, Rosenkranz (de cuya probidad es difícil dudar), que el estado prusiano, el de las reformas de Hardenberg, von Stein y Altenstein, era ya una aparición, por tosca que fuere, de esa racionalidad que Hegel estimaba se traslucía en la nueva estructura: «Hegel*lo

l,w Cosa que convendría decir en todo caso de la sociedad civil; no es función del Estado serle «útil» al «hom bre» -sería entonces un medio al servicio de éste, como si se tratara de una posesión con la que hacer lo que uno quiera-, sino que el Estado es el fin final del «hombre»-bur£i17 De todas formas, bien se puede decir que el Monarca hegeliano rema pero no gobierno. Sirio tiene dere­ cho al veto, y no a la modificación positiva de las leyes. De manera que en última instancia se reduce a poner el punto sobre la «i». Más que de acomodación a b s circunstancias, se podría hablar de un pmfiindo compo­ nente trágico en Hegel, presente en esta concepción, y en todos los «finales» de órdenes o esferas, donde reapa-

839

B Con respecto a la soberanía y al Derecho político exterior, hay que decir que jus­ tamente en el momento de máximo poderío y autosuficiencia por parte del Estado, ese «Leviatán» ahora astutamente virado por Hegel hacia el exterior y que no reconoce poder superior alguno sobre la tierra,*1''7’ ha de experimentar la dura pmeba de la guerra. La «justificación» ética de la guerra por parte de Hegel ha suscitado y sigue suscitando escándalo, a pesar de que aquí, como en los demás lugares, el sobrio filósofo se mantie­ ne equidistante del sentimentalismo retórico que derrama generoso una lágrima por los desastres bélicos, de un lado, y de la exaltación de la guerra por otro, igual de retórica pero más peligrosa,1” 4 propia de un nacionalismo exacerbado.1” 5 Y sin embargo, como ha puesto de relieve C . Cesa (ver nota 1974), la teoría hegeliana de la guerra ha goza­ do del extraño «privilegio» de ser acogida por quienes -salvo en este punto- rechaza­ ban las concepciones de este filósofo, y de ser rechazada con vehemencia por los parti­ darios del mismo. Mientras un Víctor Cousin elevaba a la guerra poco menos que a motor de la Historia,1976 incluso el fiel Rosenkranz se apartaba del maestro en 1837; lo seguirían Arnold Ruge y Bertrando Spaventa.1” 7

rece cun inusitada violencia la «naturaleza», que creíamos haber dejado atrás. El Monarca, su carácter heredi­ tario, su imposibilidad casi «oriental» de convivir con los demás, su consideración como voluntad casi hmta, ya que la inteligencia teórica la tiene el Parlamento (el «legislativo») y la práctica el Gobierno (el «ejecutivo»); y en fin su función casi única, y antitética; decir «No» hacia dentro, y «Sí» (en los tratados internacionales y en la declaración de guerra), todos estos extraños rasgos prestan a la figura del Príncipe hegeliano un matiz inquie­ tante (como si se tratara de un degenerado y degradado «Empédocles», según la profunda concepción de I lólderlin sobre el Príncipe, fundador de la Ciudad, pero expulsado o voluntariamente apartado de ella, como un Monstnio). 1'17’ Rechtsphil. jj 331: «El pueblo, en cuanto Estado, es el espíritu en su racionalidad sustancial y efectiva rea­ lidad inmediata; por consiguiente, la potencia absoluta sobre la tierra; un Estado está pues frente a los otros en una posición de soberana autonomía.» 1974 Véase si no lo que dice el Jefe del Estado Mayor del Segundo Reich, el famoso Conde Helmuth von Moltke, en 1880: «La paz perpetua es un sueño, sin ser siquiera un sueño hermoso, mientras que la guerra es un miembro en la cadena del orden del mundo,instituido por Dios. En ella se despliegan las más nobles virtudes del hombre: coraje y renuncia, lealtad hacia el deber y disposición al sacrificio, con entrega de la propia vida. Sin la guerra, el mundo se sumiría en el materialismo.» Gesammelte Schrí/tcn und Denkuiürdigkeiten. Berlín 1892; 5, 194; cit. en mi: Natura daedala rerum. De la inquietante defensa kantiana de la máquina de guerra. En R. R. Aramayo, J. Muguerza, C. Roldan (eds.), La paz y el ideal cosmpolita de la Ilustración. Tecnos 1996, p. 195s; todas las contribuciones, escritas: A propósito de Hacia la paz perpetua, de Kant, como reza el subtítulo, son importantes para contextualizar el problema de la guerra en Hegel, aunque curiosamente ningún ensayo afron­ ta directamente la temática en este autor. Véase, pues, además: S. Avineri, op.cit., cap. 10; C. Cesa, Consideraciones sobre la leona hegeliana de la guerra, en los Estudios sobre la Filosofía del Derecho de Hegel, ya cit., a cargo de G. Amengual, págs. 319-347. I'l,i Seguramente la limitación más clamorosa de Hegel en su Filosofía del Derecho sea el menosprecio del nacionalismo como fenómeno emergente y, ligado a él, la exaltación bélica. Hegel sigue pensando en cierto modo en términos ilustrados, como si las guerras fueran un asunto de conveniencia para los gobiernos (y sus pue­ blos), hasta el punto de que las afirmaciones sobre el Estado como «potencia absoluta», soberanía intangible, etc., quedan a veces bastante aguadas frente a una consideración pragmática y casi cínica sobre las ventajas o desventajas del desmembramiento de estados grandes o del aglutinamiento de muchos pequeños en una gran nación. En el Curso de 1824/25, recopilado por llring (Vorlcsungen...; ed.cit.; IV, 732), dice Hegel: «El más alto honor para un pueblo es constituirse como Estado y ser así independiente. Sólo que esta independencia, de por sí, es a su vez bastante relativa. Estados pequeños pueden ser unificados en uno mayor y, si éste se halla bien organizado, han ganado mucho con ello, sin perder nada; lo único que se pierde es esa independencia y autonomía que correspondía a ámbitos más grandes.» I#MEn la sexta de sus Lecciones parisinas de 1828 (publicadas parcialmente como Necesidad de la filosofía. Espasa-Calpe. Buenos Aires 1947), dice Cousin: «Lo que en la reflexión individual era sucesión y división es en la historia la lucha y la guerra. La guerra es el gran carácter que presenta la historia, un espectáculo a pri­ mera vista lleno de tristeza.» (p 138) ,m Spavenra representa por así decir el lado «progresista» de los defensores del nacionalismo, que piensan -justamente al contrario que I legel- que la verdadera razón de las guerras está en la existencia de pueblos irredentos, a los cuales se ha privado violentamente de sus aspiraciones legítimas a convertirse en Estado, pero

84Q

Al examinar el Naturrechtsaufsatz y La Constitución de Alemania habíamos conside­ rado ya la posición del joven Hegel ante la guerra. Pero no es lo mismo creer que se está asistiendo al orto de un nuevo mundo, tras las guerras revolucionarias y el ascenso irre­ sistible de la estrella de Napoleón, que vivir en plena Restauración, estar sometido a la Santa Alianza, y observar cómo colegas y amigos van siendo alejados de sus puestos o encarcelados. Ciertamente, la guerra entre las potencias «santamente» aliadas parecía impensable, y con ello podía empezar a cumplirse el proyecto kantiano de una libre Liga de Naciones (de una manera inesperada y bien distinta a las propuestas «republicanas» de Kant, ciertam ente).I9,# Y aunque Hegel repita uno de sus más agresivos símiles en favor de la guerra,19” es claro que el tono fundamental ha cambiado. Ciertamente, sigue siendo válido el argumento -central en Hegel- de que lo finito ha de sufrir en sí y por sí su propia finitud y «asumirse» en un plano superior (tal es la famosa Aufhebung). La gue­ rra es al respecto el «banco de prueba» del carácter ético de los individuos, ya que aquí ese sacrificio en favor de la preservación y fomento del conjunto (o sea, del Estado) se hace consciente y voluntariamente. De todas formas, y con mayor realismo que en los escritos de principios de siglo, Hegel introduce una «clase» especial: das Militar -a la que no corresponde un «estamento» natural, propio de la sociedad civil, sino que es una creación del Estado para defenderse o expandirse en el exterior- encargada de morir y matar (es el «estamento de la valencia», dependiente directamente del poder principes­ co; cf. §§3 25-328), ya que Hegel sabe muy bien que la pujante bourgeoisie está dispuesta a pagar para que se defiendan sus derechos de clase -y su ansia incesante de medro y expansión- incluso infligiendo la muerte, pero no lo está a morir por defender sus pri-l

que, cuando logren ran magnífico sueño, se incorporarán pacíficamente a la gran familia de las Naciones, sien­ do cada una de ellas independiente de las demás, estando sin embargo todas ellas recíproca y hermosamente hermanadas. Por eso: «cuando los pueblos sean Libres, independientes y dueños de sí mismos, la guerra no sólo no es justa, sino que no es ya necesaria ni posible.» (Unificazione nazionale cd egcmonia cultúrale, ed. G. Vacca. Bari 1969, p. 54: cit. en Cesa, dentro de la compil. cit. de Amengual, p. 322). El muy realista Hegel pensaba, por el contrario, que cuando un Estado es robusto y ha alcanzado la paz interior, suele dirigir agresivamente sus energías hacia fuera. Esta misma idea era compartida por C.G. Svarez, el gran reórico del derecho y promotor del Código civil prusiano, cuando en sus lecciones al Kronpnnz advertía que la «experiencia de todos los tiem­ pos» ha corroborado esta «triste verdad»: una vez que una nación ha conseguido «cierto grado de potencia y fuer­ za en el interior» se siente inclinada a probar su superioridad sometiendo a otros pueblos. (Vonragc über Recia und Staat, ed. H. Conrad y G. Kleinheye, Colonia / Opladen 1960, p. 83s.¡ cit. en Cesa, ed. Amengual, p. 325 l” HHegel mete con cierta malévola ironía en el mismo saco el proyecto kantiano de Volkerbund para lograr la paz perpetua y la existencia de la Santa Alianza. Pero, lejos de solucionar las cosas, esa Liga constituye ahora un nuevo Individuo (al menos, hacia fuera), mucho más fuerte y, por ende, más agresivo. La consecuencia extraída por Hegel vale para su tiempo, y para el nuestro (piénsese en la función actual de la OTAN): «Sólo que el Estado es un Individuo, y en la individualidad está esencialmente contenida la negación. Así que, tam­ bién cuando un número de estados se constituyen en una sola familia, esta Liga, en cuanto individualidad, ha de crearse una oposición y generar un enemigo.» (Rechtsphil. S 324, Z.; W. 7, 494). Sobre esta relación «amigo / enemigo», ver la célebre tesis de Cari Schmitt, Der Begriff des Pliuschen. Munich 1932, p. 45s. ,m Rechtsphil. 8 324, A.; W. 7, 492s: «La guerra, al ser la situación en la que ya no cabe jugar con la vani­ dad de los bienes temporales y las cosas -una vanidad que, de lo contario, suele dar pábulo a discursos edifi­ cantes- es por ende el momento en el que la idealidad de lo particular conquista su derecho y se toma en efectiva realidad; la guerra tIEne el significado, más alto, de que ella, como ya dije en otro lugar (en el Naturrechtsaufsatz; ver G.W. 4: 450, F.D.): «en su indiferencia {¡ndifferenz) de cara a las determinidades, y para evitar acostum­ brarse a ellas y consolidarlas, conserva la salud ética de los pueblos, así como el movimiento de los vientos pre­ serva a los lagos de la putrefacción a la que serían llevados si hubiera una calma duradera, como les ocurriría a los pueblos con una paz duradera o incluso perpetua.».- Sin embargo, el propio Hegel matiza inmediatamente después tan belicosa afirmación de juventud (presente también, aunque con un viraje estético, en el Kant de la tercera Crítica, § 28; cf. supra 4.2.2.), diciendo de ella que expresa «solamente una idea filosófica», o bien, en lenguaje representativo, una «justificación de la Providencia» (esto es, literalmente: un argumento de teodicea), mientras que «las guerras realmente efectivas precisan aún de otra justificación.» (W. 7, 493).

841

vilegios. Pero es obvio que la actitud y el aislamiento de tan artificial «clase» (que no forma efectivamente parte de la sociedad civil) ponen en entredicho la doctrina gene­ ral sobre la justificación de la guerra: a saber, que el buen burgués trascienda los valores materiales y aprenda a disolver esa su mezquina «naturalidad» como un nuevo Ave Fénix.1,80 A l contrario, parece como si la clase militar estuviera al servicio del Fabrikantenstand y de su expansión exterior, sobre todo en el fenómeno avasallador del colonialismo y de las guerras resultantes. En todo caso, los juveniles acentos «románticos» de exaltación de la guerra se han mitigado considerablemente dentro del «viejo corazón» del filósofo en Berlín (cf. PhGesch. W. 12, 534). Para empezar, Hegel alaba en 1820 la introducción de las armas de fuego (una alabanza coherente con la concepción general: el progreso en la concien­ cia de la libertad, visto como un incesante desgajamiento de todo lo «natural»); estas armas que matan a distancia y están estrechamente conectadas con el dominio técnico del mundo, en efecto, han «transformado la figura meramente personal de la valentía en otra más abstracta.» (Rechtsphil. § 328, A.; W. 7, 496).1,81 Y después afirma (con una ingenuidad y falta de clarividencia insólitas en tan avispado pensador) que, ahora que los Estados se reconocen aun en la guerra (habría que decir más bien -recordando la lucha ab origine por el reconocimiento- que es en ella donde se reconocen), se ha esta­ blecido entre ellos un «vínculo» tal, que «en la guerra misma está destinada la guerra a ser algo pasajero.» (§ 338). Y Gans coloca un texto ad loe, como Zusatz, que no puede leer­ se hoy sin amarga sonrisa: «Por eso las guerras modernas son llevadas de una manera humana, y la persona no se enfrenta con odio a la persona. A lo sumo caben actitudes hos­ tiles personales en los puestos avanzados, pero en el ejército, en cuanto tal, la hostilidad es algo cada vez menos preciso y que retrocede frente al deber de que cada uno respete al otro.» (W. 7, 502).ml De la misma manera, Hegel adelanta de un lado la realista adver­ tencia (de raigambre spinozista) sobre el carácter individual de los Estados, y por ende el poco valor de los contratos de paz que, al contrario de los civiles, pueden ser rotos tran-

'** Hegel rechaza, como ya indicamos, la concepción liberal del Estado gendarme, destinado a proteger los bienes de los burgueses (Bürger) y a no inmiscuirse en las legítimas luchas de éstos por acrecentrar sus ganan­ cias. Al contrario, el ciudadano (Bürger, también) ha de estar dispuesto en todo momento a dar su vida por la Patria (o sea: por el Estado). Aquí es donde, según Hegel: «se halla el momento ético de la guerra, que no ha de ser considerada como un mal ahsoluto y como una contingencia meramente exterior... Es necesano que lo finito, la propiedad y la vida, sea puesto como algo contingente, pues eso es el concepto de lo finito. Esta nece­ sidad tiene de un lado la figura de violencia natural, y todo lo finito es mortal y perecedero. Pero en la esen­ cia ética, en el Estado, se le quita a la naturaleza esa violencia y la necesidad viene elevada a obra de la liber­ tad, a algo ético.» Rechstphi!. § 324, A.; W. 7,492.- De todas formas, ya al inicio de esta nota hemos jugado con la ambigüedad (que desaparece en español) entre «burgués» y «ciudadano». Y como el buen Hegel siente que cada vez van quedando menos «ciudadanos» del viejo estilo (cuando las guerras revolucionarias permitían soñar por un momento con el restablecimiento -pero ahora a nivel general- de la citaras y su drgnum et decorum esc pro patria mori), hace falta introducir una «casta» especial: los militares, que cumplan «profesionalmente» con algo que debiera ser un deber sagrado de todos (en Alemania, la casta estaba ejemplificada por los Junker: pequeños hidalgos terratenientes, sobre todo de la Prusia Oriental, afectados por la abolición de la servidum­ bre de la gleba, y que pasaron a engrosar las filas del ejército como oficiales, mientras que muchos campesi­ nos, faltos de conocimientos e incapaces de competir con la introducción de maquinaria agrícola, pasaron a las ciudades, constituyendo la base del proletariado; tal fue el efecto, sin duda indeseado, de reformas humanita­ rias y, por otro lado, absolutamente necesarias). Ésta es una consideración -dicho sea de paso- diametralmente opuesta a la que en este sangriento siglo ha sido defendida por Jünger, que añoraba la lucha cuerpo a cuerpo frente a la impersonal guerra de materiales (cuyo último y más espectacular ejemplo ha sido sin duda la llamada Guerra del Golfo). "w: Un último eco de esta noble actitud del militar ante el «caballero» enemigo se encuentra en la figura de Erich von Stmheim, el oficial prusiano de La grande iIlusión, de Jean Renoir, rodada pocos años antes de la Segunda Guerra Mundial, y después prohibida -naturalmente- tanto en Francia como en Alemania.

quilamente cuando así lo desee una de las partes, ya que: «N o hay ningún pretor, sino a lo sumo un juez de paz y un mediador entre estados, y aun éstos sólo de manera contin­ gente, o sea según una voluntad particular» (§ 333, A.)- Por esta parte, pues, la amena­ za de guerra es constante; y la paz perpetua se coloca en las nubes del pium desiderium. Y sin embargo, el buen Hegel avista por otro lado un «pretor» más alto, un juez indiscuti­ ble: el Espíritu del Mundo, posado en el «corazón de Europa»: un corazón que, en cuan­ to tal, expande benéficas oleadas de paz y de civilización,1'"'1y que otorga la gran seguri­ dad de que hoy: «Las naciones europeas forman una sola familia según el principio general de su legislación, sus costumbres, su cultura, con lo que se modifican en consecuencia las conductas respecto al derecho internacional en situaciones donde lo que dominaba anteriormente era el inferirse recíprocamente males. La relación de unos estados con otros es vacilante: no hay ningún pretor que pueda intervenir; el pretor más alto es úni­ camente el espíritu universal, que es en y para sí, el Espíritu del Mundo.» (W. 7, 502s). C . - Las consideraciones de Hegel sobre la Historia Universal en la Filosofía del Derecho son muy parcas (y más lo son aún en la Enciclopedia), pero debemos atender a ellas brevemente, dado que constituyen el colofón del espíritu objetivo: la Historia es el lugar móvil en el que, siguiendo la cruel lógica hegeliana, se sacrifican los Individuos colectivos (los estados) a través de catástrofes naturales, guerras y revoluciones, con el fin de que se mantenga y acreciente a través de esos cambios el único y verdadero «Dios terrestre», un ser extraño y jánico, finito «hacia abajo», e infinito y absoluto «hacia arri­ ba»: el Espíritu del Mundo. Y de la misma menra que los individuos, a través de las ins­ tituciones sociopolíticas, terminaban por arracimarse muy spinozistamente en y como un Individuo único, el Estado (el cual «existía» en todos y cada uno de los ciudadanos pero se reconocía a sí mismo sólo en el único «Yo»: el del Monarca), así también el Espíritu del Mundo está constituido por lo que, en términos algo más actuales, podríamos lla­ mar la cultura o Weltanschauung de grandes formaciones humanas (las cuales no tienen por qué coincidir con los límites de un determinado Estado).I,M Hegel llama (Montesquieu y Voltaire en el trasfondo, aunque término y noción vienen de Herder) Vdksgeist («Espíritu del pueblo») a este nuevo y último avatar del espíritu objetivo. Casi podría decirse que el Espíritu del pueblo funciona como «mecanismo de compensación» de los desastres de la guerra y que va dejando de identificarse paulatinamente con el devenir his­ tórico de un pueblo concreto para llegar a abarcar, por ejemplo, toda la Europa indus­ trializada y gobernada por monarcas constitucionales (hoy hablaríamos de un mismo «espíritu» para toda la Comunidad Europea).l,m Y así, la Santa Alianza envía por un lado ñopas para ayudar a Grecia (ya se sahe, la cuna de la civili­ zación y la cultura, etc.) a liberarse de Turquía y, de paso, para introducir un factor de debilidad y perturba­ ción en el flanco sureste europeo, controlado por la Sublime Puerta; por otro, en cambio, manda a España los ■ Cien mil hijos de San Luis», a fin de sofocar cualquier intento progresista y de servir de escarmiento al resto de pueblos que se niegan a someterse a tan generoso «corazón». IWAsí, habría distintos Vollcsgcister en un Estado único, como la República Helvética (y no sólo por las diferencias de lenguaje: basta pasearse por la imaginaria raya cultural fronteriza de Frihourg para que salte a la vista la separación radical entre «espíritus»), y en cambio un solo Vottageist para los muchos Estados de América del Sur (incluyegdo a Brasil, o sea: a despecho de las diferencias de lenguaje). Un hegeliano de hoy diría que el Weltgeist tiende a identificarse paulatinamente con un VoUageisi planetario, todavía sin contornos precisos, pero anunciado por muchas señales. Sería alicorto confundir ese omnipresente Weltgeist con el tan traído y llevado omeñean way of lifc. ' Una noción hoy muy extendida y de (triste) actualidad: la de etnia, podría ser asemejada al «Espíritu» hegeliano de un Pueblo. Silo que los grupos étnicos suelen estar cohesionados justamente por aquello de lo que huye Hegel: la raza (aunque ello no sea el factor determinante), las estructuras de parentesco, los folkways, mitos, costumbres y prejuicios. Todo, justamente, salvo la reflexión sobre leyes e instituciones racionales, que es lo que le interesa resaltar a Hegel.

843

Según esto, el Espíritu del Mundo sería algo análogo a eso que Herder llamaba Humanitat: no el conjunto de seres pertenecientes a una misma especie animal, sino una suerte de cultura general, de conciencia colectiva que sólo el filósofo historiador es capaz de apreciar en su constitución a lo largo de la historia. Sería la concreción —libre y autoconsciente, al menos en algunos pueblos señalados y especialmente en algunos miembros de esos pueblos- de la Humanidad, librando pues de formalismo abstracto a esta noción ilustrada, y escapando a la vez de la utopía cosmopolita. Es verdad que todos los hombres pertenecen, en sí, a la Humanidad. Eso lo sabemos «nosotros» (o sea, Hegel y los que con él van). Pero que en y para sí sea el Espíritu del Mundo (eso que también Goethe llamaba: das Humane, «lo hum ano») la Idea concreta que da sentido y digni­ dad al individuo, es algo que sólo el europeo culto sabe (y, a través de ese su saber, el Espíritu sabe de sí). Ya tenemos pues ante nosotros a los diversos y sucesivos protago­ nistas de la Historia. Hegel no olvida en ningún caso que nos encontramos todavía dentro del espíritu objetivo y, por tanto, de lo finito (aunque se aviste ya la infinitud en lo otro de sí, por la paulatina coincidencia -a través del colonialismo y del «sucursalismo» americano- del devenir histórico del Espíritu del Mundo, a la sazón encarnado en la Europa expansionista, y su extensión geográfica, ecuménica). Por eso, los Espíritus de los pueblos son en todo caso limitados. Surgen a partir de -aunque no se deben a - determinidades geográ­ ficas y climáticas, y necesariamente chocan entre sí. Son conflictos, diríamos hoy, de «aculturación», en los que, a pesar de primar al inicio consideraciones materiales o inclu­ so de violencia y dominio, acaban por engendrarse grandes formaciones culturales, rela­ tivamente independientes de lazos de sangre y de sus primitivas determinidades natu­ rales. A su través corre la Historia Universal (Weltgeschichte).ml Y en ella y por ella se está celebrando constantemente, como «dialéctica de los particulares espíritus de los pue­ blos, el Juicio Universal» (Weltgericht). (Enz- § 548; ya en A: § 448).|w“

Hegel presta especial atención -como es natural, dado su prejuicio eurocántrico y su afán por mostrar que el cénit del Sol de la Historia estaba por entonces sobre la Europa central- al carácter sucesivo de los Espíritus populares. Pero se sobreentiende que éstos seguirán existiendo, aunque como subcuhuras subordinadas a la cul­ tura dominante, y en ocasiones en claro riesgo de extinción (piénsese en el «Espíritu» maya de México y Guatemala, estados cuyos pueblos fueron colonizados por una cultura primero azteca, luego española y ahora norteamericana; ahora, los portadores de ese antiguo y altivo «Espíritu» se dejan fotografiar por los turistas con sus cachivaches, para poder sobrevivir... ellos, y su espíritu). Literalmente, habría que verter: «Historia del Mundo». De todas fonnas, nuestro «mundo» (del lat. mundus: «limpio, arreglado»; el mismo significado tiene el gr. iccxjfioc, de donde p.e. «cosmética») tiene un sentido demasiado «espacial», como si el mundo fuera un conjunto armónico y estático de elementos. Las len­ guas germánicas (al.: Weie, ingl.: World) remiten en cambio a una vida, a la edad y al tiempo. Literalmente, «mundo» es el tiempo de vida (—alt; ingl.: oíd) del hombre (o mejor, del varón: u>er, como todavía en ingl.: tuerteo!/, «hombre lobo»; cf. lat.: v/r). De modo que Weltgeschichte es literalmente el conjunto de aconteci­ mientos (geschehen: «suceder, acontecer») del tiempo de vida de los hombres. De este modo se realiza una tajante distinción entre mundo y naturaleza (hablando propiamente, ésta no tiene, como ya sabemos, histo­ ria), mientras que en español ambos términos se usan en ocasiones casi como sinónimos - No es extraño que, a partir de Hegel y de la Escuela Histórica, se bifurquen -especialmente en Alemania- las «ciencias del espí­ ritu», capitaneadas por la Historia, cuya tarea consiste en comprender los hechos de los hombres, y las «ciencias de la naturaleza», capitaneadas por la Física, cuya tarea consiste en explicar los fenómenos naturales. La equiparación famosa entre Weltgeschichte y Weltgericht remite a Schiller. De todas formas, es impor­ tante no confundir Weltgericht (literalmente: el juicio o proceso del mundo) con el «Juicio Final» (al cual alu­ den intencionadamente Schiller y Hegel; pero para alterar su significado, especialmente por parte de Hegel). Obviamente, el Juicio Final es escarológico: fonna parte de las postrimerías (muerte, juicio, infierno y cielo); y por ende está fuera de la historia (es el juicio sobre ésta, en su globalidad). Lo que en cambio quiere decir Hegel es que la historia se está juzgando inmanentemente a sí misma en todo momento como Historia, y que cada momento puede ser considerado como absoluto, si se mira «hacia atrás» (a la Historia no le está permití-

OAA

En esa dialéctica tiene lugar, por fin, la conciliación de los dos respectos que han veni­ do acompañando (enroscándose en espiral) todos los estratos y avalares del espíritu obje­ tivo191”: de un lado, la penetración (idealmente, perfecta y sin dejar más restos que el de la natural «impotencia ante el concepto»: recuérdese la dialéctica de los «poros» en la Doctrina de la esencia) de lo natural, de la existencia exterior, por parte de un espíritu encamado y emprendedor que no es sino la «revuelta» de lo Lógico en el seno mismo de la dispersión de éste: la Naturaleza. Hemos encontrado esa existencia -que al pronto pare­ cía indomeñable- y asistido a su «domesticación» en la «posesión» y la «propiedad» (con la sutil conversión de la «cosa» compacta en signo de reconocimiento); en la natural exi­ gencia de «bienestar» por parte del sujeto moral, con el conflicto consiguiente respecto a la realización de su «deber»; en los lazos sanguíneos de la familia (ejemplificados en el peligroso seno acuático del «demonio» de la madre, que resurge desde las profundidades del alma en estado fetal); en la concurrencia desenfrenada e inmisericorde de la socie­ dad civil (especialmente en el estamento fabril); en lo arbitrario del parto del Monarca (el único hombre que no puede cambiar libremente de estamento por su esfuerzo y trabajo, sino que está indeleblemente marcado por la naturaleza); en la guerra internacional; y ahora, por fin, en los condicionamientos geográficos y climáticos a los que tanta aten­ ción dedicara Montesquieu en su Esprit des Nations y que llevarán al buen Hegel a rozar por una vez el ridículo.1990 Como se aprecia, en todos estos casos se dibuja una «evolu­ ción» (lógicamente paralela a la del sujeto «penetrante») que va de lo puntualmente dis­ perso, amorfo y atomístico (cualquier cosa puede ser tomada por un bien de consumo o un valor de cambio por parte del «átomo-persona») a lo ecuménicamente distribuido, deter­ minadamente negado y sociotécnicamente transfigurado como base de una segunda natu­ raleza (Hegel podría poner como ejemplos incipientes en su tiempo el ferrocarril y el telé­ grafo; nosotros, la red viaria y las «autopistas» de la información). Del otro lado tenemos al agente de esta transformación: el espíritu subjetivo, que ya no se las ha consigo mismo sino que se ha exteriorizado (y también alienado -baste pen­*I

do mirar «hacia adelante»). Y ello, sobre todo si el presente vivido -según estima Hegel- corresponde al enve­ jecimiento de toda una forma de vida (de toda una civilización, tras la caída de Napoleón y el establecimien­ to del nuevo mapa de Europa tras Versalles), según el famoso final del Prólogo a Rechtsphil. Ahora, el filósofo historiador está en condiciones de «juzgar» a la historia... desde una perspectiva que, sin embargo, es la última solamente por ahora. Ya hablaremos del pseudoproblema del «final de la historia». Por lo demás, adviértase que escribiré «Historia» con mayúscula para referirme al studium rerum gestarían, a la escritura y al estudio de los acontecimientos (Historie o Geschichtsschreibung) y en cambio «historia» para hablar de las res gestae, de los sucesos mismos. I” >>Lo que sigue es un análisis de En?. § 552, de modo que sería conveniente tener el texto a la vista (p.e., en la excelente trad. de Valls Plana, p. $71). Una página dudosamente célebre de PhGcsch está destinada a «probar» el diferente destino de la América del Norte y la del Sur en función de su configuración geográfica. A Hegel ya le parece significativo que ambos subcontinentes estén separados por una «lengua de tierra» (Landcngc) que no habría servido para el contacto entre pueblos y el comercio (no hay que ir muy lejos para buscar ejemplos en contrario, puestos por él mismo: las abruptas costas de Grecia echaron literalmente a este pueblo a los mares, y el aislamiento insular de Inglaterra llevó a ésta a extender sus colonias y su área de influencia por toda la tierra, por no hablar de la árida Castilla y de Extremadura, volcadas en América). Señala además las ventajas de una costa bien regada, como aquélla en que establecieron sus colonias los primeros estados de la Unión, frente a la angostu­ ra de las costas de Chile y Perú (olvidando citar en cambio las de Brasil y Argentina, así como la inmensa Pampa). Además, se le «olvida» que México es también -geográficamente hablando- Norteamérica, que desiertos y estepas los hay en EEUU (y mayores que en otros lugares de América) y que en fin, Canadá no presenta precisamente un territorio «templado», apto para el desarrollo de la civilización y la cultura. Toda la argumentación está traída un poco por los cabellos, a fin de que no sólo la Historia, sino también la Geografía sirvan para santificar el status quo de dos partes del Nuevo Mundo bien diferentes en su desarrollo económico, político y cultural (y en su confesión religiosa, cosa que en Hegel está lejos de ser baladí). Cf. W. 12, 110.

845

sar en la sociedad civil o burguesa-) narcisístamente en un mundo que es su propia hechura. El propio Hegel condensa (con demasiada concisión, ciertamente) los avala­ res de este «espíritu en el mundo» al hablar del «lado subjetivo» del Espíritu del pueblo (que ya es «en su interior la sustancia ética infinita», sólo que aún no sabida como tal) en cuanto «afectado de contingencia», «costumbre carente de conciencia (bewusstlose)»1*", y «conciencia de su contenido (el contenido de esa sustancia infinita que es el Espíritu del pueblo) como de algo temporalmente presente, y estando en relación fren­ te a una naturaleza y a un mundo exteriores.» (§ 552). Ahora bien, poder señalar y distinguir esos dos lados implica que al menos «noso­ tros» hemos superado ya esa doble unilateralidad; que «nosotros» somos la autoconciencia (no meramente: «tenemos conciencia») del Espíritu del Mundo; que «noso­ tros», en definitiva (y luego, se supone, las élites que abarrotaban las lecciones de Hegel y de G an s para proclamar -desde una posición dom inante, claro - la buena nueva a la Europa pacificada por la entente cordiale), somos la concreción de este fla­ mante «Espíritu pensante» que ha florecido en el suelo nutricio de la «eticidad», y que, a través de la consideración especulativa de la Historia, del arte, de la religión y, sobre todo, de la exposición de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, «ha asumido (aufhebt) en su interior la finitud que él, en cuanto Espíritu del pueblo, tiene en su Estado y en sus intereses temporales, en el sistema legal y consuetudinario, y se ha elevado (erhebt) '" 2 a saber de sí (¡no todavía a «saberse a sí mismo»!, F.D.) en su esencialidad; un saber que, sin embargo, tiene él mismo, inmanentemente, el carácter res­ tringido del Espíritu del pueblo (al que pertenece, F.D.).» (§ 552). Pero de esta posi­ ción literal y exquisitamente (¡minar, que corresponde al espíritu del filósofo historiador (que es suabo, escribe en un enrevesado alem án, vive m al que bien en plena Restauración, y demás particularidades) que sabe del Espíritu del Mundo, habrá que ascender hasta depurar la forma de conocer un contenido que ya sabe él (y «nosotros») como infinito, absoluto, hasta que, con él y con «nosotros», «se eleve a saber del Espíritu absoluto, el de la verdad eternamente efectiva, en la cual la razón sapiente es libre de por sí y la necesidad (de las ciencias y de todo saber-hacer objetivo, F.D.), la natura­ leza y la historia se limitan a servir a su revelación (Offenbarung; el término traduce el gr.: Apokálypsis) y a ser vasos de su gloria (Gefasse seiner Ehre).» (ibid.). Con este «apo­ calíptico» texto de regusto paulino culmina Hegel su densa y larga presentación enci-

lw> En el sencido pues de «irreflexiva», como en el caso de las mores y tradiciones (¿sabía acaso Antífona la razón de que un puñado de polvo esparcido sobre el cadáver de su hermano bastase para librarle de una inquieta «existencia» fantasmal post mortem?), precariamente fijadas a lo sumo en el derecho consuetudina­ rio. Adviértase que en modo alguno se trata de una costumbre «inconsciente» (tendría que ser entonces: unbeuiusst), lo cual tendría que ver más con las neurosis freudianas que con Hegel. lw! Adviértase la diferencia entre aufheben (que significa entre otras cosas: «estar recogido» en y «aupa­ do» a un nivel superior pero de un modo «pasivo», no por sus solas fuerzas -como cuando se habla de la «Asunción» de la Virgen al cielo-) y erheben (que significa «ascender» y, en forma reflexiva, «elevarse» -como cuando se habla de la «Ascensión» del Señor-). Como sabemos hasta la saciedad, la Aufhebunp es la opera­ ción fundamental de WdL. En cambio, es menos conocido que erheben (y Erhebung, términos muy emparentados con das Erhabene: «lo sublime») es la noción justa utilizada por Hegel para hablar de la metánoia del sujeto pensante cuando considera (o mejor: cuando se inmiscuye y literalmente se «compromete» en) las pruebas de la existencia de Dios. Como si dijéramos: las determinaciones lógicas, los fenómenos naturales y las institucio­ nes y obras humanas son «asumidas» por el Espíritu en y a través del pensar y el obrar humano; pero el hom­ bre, una vez pasado el umbral del saber de lo Absoluto -ahora encarnado en y como espíritu objetivo, cosa no demasiado resaltada en Pha.¡ pero precisamente por ello todavía no Saber absoluto-, es ya él mismo espíritu, y asume en y de por sí su finitud (la finitud de su forma de consideración, intuitiva o representativa) al ele­ varse él mismo al Espíritu absoluto, que en él, en este hombre «convertido» y transfigurado, celebra las nupcias de la reconciliación consigo mismo.

846

clopédica del espíritu objetivo.™' Ahora podría decir el filósofo, con Virgilio: Opus majus moveo.

No obstante, Hegel hace acompañar Enz- $ 552 de una larga nota (W. 10, 354-365: la más extensa del compendio, junto con la de § 573, también dedicada a la religión), que constituye de suyo un pequeño tratadito sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Lo más granado de la cerrada argumentación allí expuesta consiste en la refutación de las teorías que defendían (y defienden) la separación entre ambas insti­ tuciones (cf. W. 10, 356). Una refutación sibilina, ya que se tiene la impresión por momentos de que Hegel está integrando a la religión en el cuerpo estatal (tiñéndolo, en consecuencia, de una «religiosidad» a pesar de todo fría y d Ia Biedcrmeicr, como veremos enseguida); o más exactamente: que está haciendo pasar su estruc­ tura jerárquica a la del funcionariado; o bien, con mayor precisión aún, que está entregando el contenido divi­ no de la religión, antes confiado a la Iglesia, a los profesores de Filosofía (hegeliana, claro); ya le dijo a Niethammer -recuérdese- que «entre nosotros, los luteranos, los sacerdotes son los profesores». De todas for­ mas, por esa época (como se vio en el caso del propio Niethammer en Baviera), el Ministerio que hoy llama­ ríamos de «Educación» era también un Kultusministenum. Otro punto importante en la misma dirección es el de que la «verdadera ( wahrhafte) religión y la verdadera religiosidad brotan de la eticidad, siendo [esa misma religión) la eticidad pensante, que se ha hecho consciente de la libre universalidad de su esencia concreta» (W 10, 354s); de todas formas, y para evitar lecturas apresuradamente «estatalistas» o incluso «materialistas» (pues el segundo paso interpretativo suele ser el de reducir lo estatal a la esfera de la sociedad civil, ésta a la del sistema de las necesidades, y este último al fin a una «materia» de base), debemos recordar -por analogía con el surgimiento de la filosofía a partir de la experiencia- que si la religión hFOta de la vida estatal, social y fami­ liar, ella es en cambio el fundamento racional en sí (y sólo para nosotros, pues el homo religiosus tiñe esa racio­ nalidad implícita de sentimentalismo y emotividad) de esa vida y es previa en rango ortológico a ella (tomar conciencia de la eticidad no es un mero añadido que deje a ésta tal cual, sino que transforma de consuno a la subjetividad pensante y a la «cosa» pensada -eso lo sabemos ya como Grundoperation del pensamiento hegellano-). Todavía mencionaremos un último y bien explícito punto, dirigido contra la religión «antigua» (o dicho más francamente: conta el catolicismo y los «votos» de sus órdenes religiosas), y que nos revela hasta qué punto es Hegel el portavoz consciente de los valores de la nueva clase emergente y de los intentos de ésta por «santificar» su status económico, político y cultural. Se trata de un pasaje sonado. Dice en efecto que cuan­ do el «genuino contenido» (Gehalt) de la eticidad es considerado de forma no libre e impropia (o lo que es lo mismo, cuando es visto de una manera deforme), es tenido entonces por algo que se cierne por fuera y px>r enci­ ma de la realidad efectiva, e incluso que es negativo y está en contra de esa realidad: «En esa no verdad, el con­ tenido genuino ético es denominado un [ser] sagrado.» (W. 10, 358). En cambio, al haberse introducido el «espíritu divino en la realidad efectiva» (algo que muchos -y últimamente, como es notorio, Gianni Vattimollamarían secularización), ha sido la propia realidad la que ha quedado liberada, expedita para ser «asumida», reco­ gida y superada en él (al fin, la Naturaleza era la Idea decaída en sus derechos; y el Espíritu es la reflexión de esa Idea en la Naturaleza, asumiéndola mediante el trabajo, la técnica y el saber hasta reconducirla a su pro­ pio origen). Y para explicar esa «misión» del Espíritu en el mundo (que los adversarios considerarían en cam­ bio una «intromisión»), Hegel utiliza llamativamente un verbo que remite a la noción seguramente más famo­ sa de Freud (Verdrangnis, «represión»). El resultado de esa «intro-ducción» revolucionaria -pues que vuelve al origen- que es la Grundoperation de la Modernidad consiste en un desplazamiento, en una represión: «aquello que en el mundo debía ser sacralidad (Heiligkeit) viene reprimido (verdrangt: «desplazado violentamente», F.D.) por la eticidad.» (W. 10, 358). Aunque entendamos aquí por «eticidad» la eticidad consciente (la «religión», según Hegel) y aun la eticidad autoconsciente y que se asume a sí misma como Filosofía, el texto sigue siendo clarísimo. Hegel no puede admitir (algo de ello diremos al tratar de su Filosofía de la Religión) que, una vez lle­ gados los tiempos de la Offenbarung der Tiefe, de la Revelación (o Apocalipsis) de la profundidad, quede toda­ vía siquiera el más mínimo resto de secreto, de misterio, de inefabilidad y, en suma, de algo que no sea penetra­ ble por la Razón (que es el tuétano autorreferencial del Todo). Y sin embargo, la alusión a la «represión» es inquietante, tanto si leemos «ingenuamente» y por derecho que la sacralidad ha quedado violentamente des­ plazada (de lo cual se sigue que no ha quedado aniquilada ni horrada, de modo que habrá que preguntarse enton­ ces en dónde está ahora, y desde dónde obra, a escondidas y con disimulo) como si interpretamos esa Verdrangnis der l leiligkeit anacrónicamente y según la Wirkungsgeschichte de un movimiento: el psicoanálisis, desde el cual -al menos en parte- podemos volver, enriquecidos, a Hegel (no sólo es lícito leer con prejuicios, sino indis­ pensable; pero hay que saber hacerlos operativos y fecundos). Sea como sea, este desprecio hacia lo «sagrado» separa como por un abismo las concepciones maduras de los antiguos amigos, Hegel y Schelling (ver sobre todo el último capítulo de este tratado). Peni pasemos ahora, pur fin, a ver las consecuencias que esta con­ cepción tiene para el catolicismo y sus «votos». Estos eran, recuerda Hegel: castidad, pobreza y obediencia (al superior, que en el caso de los jesuítas había de ser perinde ac cadáver). Pues bien, esta nueva «religión» repre­ sora de lo sagrado opone: 1) a la castidad, el «matrimonio» y la « familia» (en este respecto ético, «lo más alto» para el hombre, dice Hegel); 2) a la pobreza, «la actividad industriosa mediante entendimiento y diligencia»,

£47

V I.7 .4 .- La Razón en la H istoria.

Fue Eduard G ans el encargado por la Verein de compilar las lecciones hegelianas sobre Filosofía del Derecho, a partir de manuscritos del maestro1991 y de Nachschriften de oyentes. El resultado sigue siendo admirable.1991Es curioso que, junto con la Estética, la «obra» más bella y legible de Hegel sea un producto más o menos «frankensteiniano» de compilaciones, de mutilaciones y quizá también de manipulaciones, a partir de textos muy diversos y de distintas fechas. En todo caso, la fascinación que siguen ejerciendo así como la «probidad conforme a derecho» (Rcchtsschaffenheit), o sea: «la eticidad en la sociedad civil»; y por último, 3) en vez de obediencia a un hombre que representaría a su vez a un ser sagrado y trascendente: •obe­ diencia a la ley y a las instituciones estatales legítimas, una obediencia que es la verdadera libertad, porque el Estado es la propia razón que se realiza a sí misma (sich vermrldichende); la eticidad en el Estado.» (W. 10,358s). No se puede ser más coherente: Hegel ha condensado en un perfecto bucle los tres niveles de la eticidad, a la vez que los utiliza como eficaces dardos contra su adversario: el religioso «a la antigua». Desde luego, el lec­ tor tiene todo el detecho del mundo a preguntarse si, de este modo, al desechar la religión «antigua» (el cato­ licismo), no ha pretendido desembarazarse Hegel de toda religión y de toda religiosidad. Habrá que esperar al examen de la Filosofía de la Religión, si no para responder a esta pregunta, sí para matizarla, ya que aquí la defen­ sa de lo que hoy llamaríamos sin más el espíritu burgués es tan franca como descamada. De todas formas, en el propio Hegel no encontraremos una contestación rotunda a la cuestión del sentido y (unción de la religión en el mundo moderno (como veremos, en 1821 -¡casi la misma fecha de Redusphil.'.- llegó incluso a pensar que la religiosidad había desaparecidu de las gentes, y que el divino contenido de la religión debía buscar un refu­ gio en el Gincepto); y esa falta explica los vaivenes ulteriores de su Escuela y la escisión de ésta en dos e inclu­ so más bandos irreconciliables. Sólo añadiré que Hegel tenía seguramente perfecta conciencia de esta falta de contestación «clara y distinta» a una pregunta vital (él siguió considérandose hasta el fin de su vida un buen luterano); pero ello no tendría que ser visto como un gesto de prudencia -o incluso de hipócrita acomodaciónante circunstancias políticamente desfavorables. No es lícito hacer de Hegel (ni de ningún pensador) el aban­ derado de una ideología, por correcta que ésta sea para conducirnos en sociedad. Más bien debiera pensarse que, como todo buen filósofo, Hegel no tenía por fortuna las cosas perfectamente claras; pero eso es algo que sólo un espíritu cientificista (no un científico) podría ver como un defecto. La filosofía no está para contes­ tar preguntas, como si fuera un «tranquilizante» espiritual (¿existe el alma, o no, eh!; ¿hay vida después de la muerte, o no?, y así por el estilo), sino para plantearse cuestiones -y bien embarazosas- allí donde todo el mundo pasa de largo (y desde un punto de vista «lógico»: para cuestionar la forma misma de hacer preguntas, como cuando se usan irreflexiva e imprecisamente términos tales como «existencia», «vida», «muerte», «des­ pués de», y sobre todo cuando se pone a la base una lógica binaria y disyuntiva -o sí o no-, típica del entendi­ miento fijista); sólo los entendidos (o sea, literalmente: los que se quedan al ras del entendimiento) se dedican a plantear problemas de tal modo que sea posible darles una respuesta relativamente plausible (lo cual suele querer decir: que sea adecuada a lo que la opinión pública, la empresa o la administración esperaba oír). Eso es la ciencia (y hasta la teología pretende conducirse «científicamente»). Pero no la filosofía. Ya hemos señalado que el de la Introducción al Curso de 1830/31 está recogido por fin en la edición aca­ démica: G.W. 19. Apareció en 1837 como vol. IX de las Werke. Vollstandige Ausgabe (Vereinsausgabe), y ya en 1840 y 1843 (a cargo de Karl Hegel) aparecieron la 2* y la 3a eds. (un éxito del que no gozó desde luego WdL). Ulteriormente Georg Lasson quiso editar una nueva compilación de las Lecciones. Aportó más materiales, hasta llenar 4 vols., Vorlesungen überdic Philosophie der Weltgeschichte. Leipzig 1917-1920. Sin embargo, su pro­ ceder editorial fue más bien chapucero. La mezcla de manuscritos del propio Hegel y de apuntes obstaculiza la lectura, en lugar de facilitarla (el «constructo», a pesar de pertenecer a la por él llamada Kritische Gesamcausgabe, no es ni lo uno ni lo otro). Sólo ha «sobrevivido» a tamaña edición el tomo I (una mezcla de la «Introducción» manuscrita de 1830/31, que ahora conocemos tal cual, sin retoques, con la de 1827/28, y otros textos). El título dado por Lasson: Dic Vemunft in der Geschichte, ha hecho fortuna (todavía en 1955 publicaría J. Hoffmeister, una 5a ed. -revisada y muy modificada, a su vez- de esta «obra», por llamarla así, siempre en Meiner, aunque ya obviamente en Hamburgo, 1955; hay rr. esp. de C A. Gómez, La razón en la his­ toria. Seminarios y Ediciones. Madrid 1972). Para mayor confusión, la excelente tr. de José Gaos (1928), Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Revista de Occidente. Madrid 19744 (hay reimpr. en Alianza), sigue la ed. Lasson, mientras que el texto original más asequible (por el que citamos) es el de W. (vol. 12); con buen acuerdo, los eds. Moldenhauer y Michel decidieron reimprimir la compilación original de E. Gans, deján­ dose de aditamentos e interpolaciones acríticas. Así que ahora tenemos dos traducciones de ediciones origi­ nales no recomendables, y una edición original fiable (la de toda la vida, por así decir), pero no traducida. De todas fonnas, con algún esfuerzo se puede «reconstruir» la tr. Gaos en base a la ed. de VX en Suhrkamp - Es obvio que lo único actualmente razonable sería Traducir los textos manuscritos, aunque fragmentarios, de G.W. 19.

.» (R. 2, 1; 1). Con este texto, escrito al margen de la primera página dedicada a «La religión determinada», ingresamos en el espacio más alto del pensamiento hegeliano. La indicación lógica de que el Concepto esté a la base de la religión, apunta ya a que el tratamiento de ésta va a estar fundamentado en momentos conceptuales (al contrario de lo ocurrido en la religión determinada, regida como hemos visto por las doctrinas del ser y de la esencia). Y el hecho de que, al fin, se trate de la sustancia de la religión, al irreparable defecto liminar de ésta: ser para la autoconciencia sin que ésta lo reconozca como su eterno presente («Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron»; Juan 1,11), sino que lo añore como algo pasado o lo ansíe como algo futuro. Hegel sigue dos vías en el tratamiento de la religión revelada o consumada: a) el de las Lecciones: un camino escandido trinitariamente y de acuerdo a los momentos del concepto: Reino del Padre, o el Espíritu absoluto en su universalidad; la pura Esencia, clausa en-sí; Reino del H ijo: particularización de la aparición de la Esencia en la Naturaleza y en la Encarnación y Pasión; Reino del Espíritu: retorno a sí del Espíritu, reconciliado en y a través de la Iglesia (la Comunidad o Gemeinde). N o se trata aquí ya de una elevación individual, aislada, sino de todo un Pueblo (de la misma manera que se pasa de la fe en la persona sensible de Jesús a su significado espiritual), a través del culto colectivo, y fundamentalmente por el bautismo y la eucaristía, b) el del Manuscrito de 1821 y el de Enciclopedia, en donde se pone el énfasis en la Cristología. Seguiremos

889

aquí el Manuscrito, dividido (como en el libro anterior) en: a) Concepto abstracto; b) Representación concreta, y c) Comunidad, culto. En el Concepto abstracto de la Religión consumada reivindica Hegel la figura de Anselmo de Canterbury (rente a las manipulaciones y deformaciones sufridas por la «prueba ontológica» en la metafísica del entendimiento. Esta ha reducido a Dios a mero concepto, es decir, a una posibilidad del pensamiento, mientras que reserva para el hom­ bre la «identidad concreta — unidad del concepto y del ser.» Por el contrario, Anselmo habría entendido a Dios como ser perfecto: «es decir, unidad del concepto y de la reali­ dad.» (R. 3 ,8 ; 9). Ciertamente, se trata de una presuposición (id, quo maius cogitan non pótese)- Pero sin ella -en cuanto unidad suprema- sería imposible todo pensamiento y todo representación. Es más: ésta es la única presuposición absoluta que acepta Hegel (su deducción lógica viene expuesta en la entera Ciencia de ¡a Lógica, ya que la unidad del concepto y de la realidad20” es justamente la Idea; pero su posición en la efectividad es tarea que incumbe a la Historia eterna del Espíritu); tal suposición «contiene todo sen­ tido humano actu — no como la ridicula ley lógica A = A. Lo que es, es... Concepto sin OBJETIVIDAD alguna es un vacuo representar y opinar; ser sin concepto es la exterio­ ridad y el fenómeno que se disgregan.» (R. 3, 9s; 9s).2í"0 En la Representación concreta distingue Hegel tres esferas, divididas según los tres momentos del Concepto: a) el Concepto en el elemento de la universalidad (como pen­ sar de sí mismo; /3) la determinidad de la subjetividad desde la Idea absoluta; constituye el elemento de la particularidad, del «dirimirse» del Concepto en figuras inmediatas y autónomas: la Creación y conservación del mundo, así como la Encarnación; y y) la revelación del Dios único, singular, pero ya no en la naturaleza, sino en el espíritu fini­ to, en cuanto Historia eterna de Redención. O dicho de un modo más tradicional: Trinidad, Cristología y Pneumatología.2081 Quizá el pasaje clave para entender el pensamiento trinitario de Hegel sea éste: «la diferencia en los procesos [es] ya en sí y para sí una apariencia, solamente un juego, como en el amor y en su correspondencia, el cerciorarse, el goce [es] solamente una forma abs­ tracta del movimiento.» (R. 3, 21; 21). En una palabra: lo único que de verdad es y se da es el movimiento, la eterna e incesante generado de las personas. Entretenerse en sepa­ rarlas numéricamente sería algo infantil. Es obvio que toda la Ciencia de la Lógica está detrás de la concepción hegeliana de la Trinidad, a saber: «que el Espíritu es la totali­ dad, y que aquel Primero (el Padre, F.D.) es él mismo captado como Primero sólo en cuanto posee en general la determinación del Tercero, [la determinación] de la activi­ dad.» (R. 3, 24; 24). El examen de la esfera j3, correspondiente a la particularidad y a la edteridad de la Esencia suprema, sigue por su parte fielmente las concepciones que ya conocemos, rela­ tivas a la impotencia de la naturaleza respecto al Concepto. Por lo que se refiere al mundo, Hegel se aproxima a la identificación ad limite cartesiana de Creación y Conservación. A l ser la Naturaleza en efecto un constante devenir (nacer y perecer), es sostenida «en vilo» por así decir a cada instante. Falta de toda consistencia, ella -com o corresponde al tiempo, que es al no ser y no es cuando es- es constantemente restablecida a partir del

*0N Recuérdese siempre que se trata de la ReoJiuit (y no de la realidad efectiva o WnJclic/iJteit): es decir, de la positividad de algo, de su carácter «cósico* según la doctrina del ser. :m Afirmaciones como ésta muestran hasta qué punto sigue perteneciendo Hegel a la era crítica. Cf. Kant, KrV A 51/B 75: «Pensamientos sin contenido están vacíos, intuiciones sin conceptos son ciegas.» :an Cf. R. 3, 14; 14: «HISTORIA DE DIOS, la eficacia de Dios y sus obras —creó al mundo, a su Hijo — la Trinidad, el amor a los homhres, la redención.»

890

recuerdo de lo Lógico en el pensamiento, y de su plasmación en el habla compartida y en la acción de los hombres (una noción que ya vimos insinuada al tratar de la religión de la belleza). Esa alteridad que no da de sí para corresponder a su propia Idea y que, por ende, no es capaz de sacrificarse por ella2082, es como el: «fulgor de un relámpago que ha desaparecido inmediatamente, el sonido de una palabra que, cuando es pronunciada, es percibida y desaparece en su existencia exterior.» (R. 3, 26; 26). La imposibilidad de captación y posesión plena de ese momento, su dilaceración en «un Antes y un Después, sin que él sea ni para el uno ni para el otro» (ibid.) constituirá como veremos la limita­ ción irrebasable de la forma representativa de la religión, tanto por lo que compete al culto (la Eucaristía) como con respecto a la Comunidad. La esfera y, correspondiente a la Cristología o mejor, a la concepción teándrica del A bsoluto hegeliano, puede ser considerada como la más elaborada y densa del M anuscrito, y constituye un punto álgido en la doctrina general del filósofo. Esta «Historia eterna del hombre» (R. 3: 42; 42) se halla dividida, como de costumbre, en tres momentos: a) la Idea divina originaria y su imagen-, b) la entrada de la conciencia (el conocimiento del bien y del mal y, por consiguiente, la conciencia de culpa); c) la redención de lo que no debe ser y por ende la reconciliación del Espíritu consigo en y a través del espíritu humano. Para empezar, vaya por delante una advertencia capital: nada más lejos de las intenciones de Hegel que el establecimiento de una divinización del hombre. Eso es propio, justamente, de las religiones paganas (y Hegel, contagiado en esto del evemerismo, pone como ejemplos al Dalai Lama, a los reyes hindúes, al Brahmán...; debiera haber añadido naturalmente al Faraón egipcio). Es verdad que Dios se ha encarnado como hombre. Es más: que se haya encarnado como un hombre cual­ quiera, como este hombre, en el que todos y cada uno de nosotros podemos reconocemos (pues: «U na vez es todas las veces»; R. 3 ,4 9 ; 49), es lo que constituye el rasgo distinti­ vo, único, del Cristianismo y lo que hace de él la religión consumada: «consumación de la realidad en singularidad inmediata — el punto más bello de la religión cristiana.» (ibid.). Pero lo que la Encarnación y la Pasión enseñan a cada hombre concreto es jus­ tamente la superación de esa su humanidad «natural», de su carácter individual y sus particularidades: «absoluta transfiguración de la finitud, llevada a intuición.» (ibid.). Tarea del Cristianismo «hegeliano» es inducir al hombre a extinguir en él (simbólica­ mente, al menos) lo sensible e inmediato, haciendo que él se eleve (por ser la única «ereatura» capaz de tal elevación) por encima de sí mismo y se alce a su propia Esencia inma­ nente, sabida y reconocida libremente en su conciencia. Por eso, y dicho con toda crudeza, lo único que le importa a Hegel de Jesús de Nazaret es que él esté ya muerto: «A nte todo, mencionar que él en cuanto hombre es simplemente un difunto. Cristo no permitió ser adorado en vida como Dios.» (R. 2,12; 12). Cristo lo es solamente en la CruzEn ella es donde queda reconciliada la relación entre Dios y Mundo, entre Espíritu y Naturaleza: una conexión desgarrada en la extremosa trascendencia propia del judaismo (la Abstracción de un Dios que se limita a decir: «N o »)208’ o dispersa ad infinitum en la aburrida indiferencia del Panteón romano. De un lado, el Dios sin nombre ni imagen; del otro, un Deus ex machina. La supeTación de ambos extremos constituye el núcleo de la muy peculiar interpre­ tación que Hegel hace de la religión cristiana, a saber: que la unidad de la naturaleza a* ! R. 3, 28; 28: «Pero la vida, la suprema exposición de la Idea en la naturaleza, consiste solamente en sacri­ ficarse — negatividad de la Idea respecto de esta existencia suya — y en tornarse espíritu.» ' Cf. Die Vemun/t m der Gesdúchte. Ed. G . Lasson. Leipzig 1944, p. 105: «Dios como ser supremo abs­ tracto, Señor de Cielo y Tierra, que existe en un más allá, y del cual está excluida la efectiva realidad humana.»

891

divina y humana no es algo que le importe tan sólo a la naturaleza humana, sino tam­ bién y en el mismo sentido a la divina (cf. R. 3, 46; 45). Dios queda comprometido con el hombre en y a través de la Encarnación y Pasión de Cristo. Es Dios, íntegramente, el que muere, y no meramente este hombre natural: Jesús, que habría sido elegido para el sacrificio como «sustituto» de todos y cada uno de los hombres (y de Dios mismo), al igual que el carnero fue sacrificado en lugar de Isaac, por orden del tan bondadoso como arbitrario Yavé. Aquí, en la idea religiosa del sacrificio, es donde puede entenderse con toda su concreción la concepción general de Hegel en lógica y metafísica, es decir: que toda diferencia, toda fínitud, es un momento del proceso de la naturaleza divina, se despliega y se basa en ella. Lo finito es un momento de lo infinito, no algo separado de éste (ibid.). En la encrucijada de estos caminos (propios a la vez de la Historia Universal y de lo Lógico) está clavado Jesucristo: Jesús, hijo de María, si atendemos al paganismo de la sangre; Cristo, el Mesías prometido, según la letra judaica. Un apareamiento portentoso: un Espíritu cuya existencia, cuyo Dasein es ya la autoconciencia, con «una madre real­ mente efectiva pero un padre que es en sí... por cuya recíproca exteriorización (Entausserung, y ya no simple A usserung\ cf. la kénosis johánica; F.D.), al tornarse cada momento en el otro, Cristo entra, como unidad de ellos, en la existencia.» (Pha. 9: 403; 437). Una exis­ tencia en la que los lazos de la sangre y el parentesco se disuelven, apareciendo una comu­ nidad espiritual, basada en la Palabra.20*1Ahora, la dura admonición hegeliana revela al individuo su propia, inalienable singularidad, en estrecha correspondencia antitética con la idea romana de la igualdad jurídica de la persona. Esta unidad quiasmática de lo extre­ mosamente diferente y, en el fondo, igual, constituye el valor infinito del cristianismo, a saber: que sólo en él se alcanza la redención del singular en cuanto singular (y no su diso­ lución en una sustancia impersonal). Sólo en la religión cristiana cabe decir, no que se cree en Dios, sino: «yo creo en Dios», o sea: que en la fe se ha introducido el momento de la reflexión, el momento intelectual por el cual el sentimiento se alza a representa­ ción.» (R. 1, 2284; 268). Y ésta es la enseñanza de Cristo: no la enseñanza de una doc­ trina, sino la mostración in actu exercitu del sacrificio voluntario, reflexivo de la vida: la perfecta fusión del dolor infinito (el saber de la mismidad más íntima del hombre como no siendo él mismo, sino... Sí-mismo: Dios) y del infinito amor (el saber por parte de Dios que su existencia es -n o simplemente está en - la comunidad de los fieles, y que El otorga relevancia al Otro, como aquél en el cual, y sólo en el cual, se encontrará Él a sí mismo). Cf. R. 3, 60; 59. Dios no se ha hecho Hombre para volver a revestir las aguas primor­ diales, «maternas», de las que él proviene: la Naturaleza, de carácter sagrado. Dios se hace hombre para morir, para despojar a la Madre de todo misterio y, en esta «revelación de la profundidad» (Pha. 9: 433; 473), desaparecer como este hombre concreto, tóde ti, y revelarse como Espíritu en la autoconciencia de la comunidad. En este sentido, Cristo Jesús es siempre, con más razón que el Arte, cosa del pasado (R. 3, 84s; 82). El es justamente el pasado de la ecclesia, de la Gemeinde. En y con ese pasa­ do primordial que nunca fue ni se hará presente (pues el Cristo instaura la Historia como punto cero; y lo hace más con su muerte que con su nacimiento) desaparece la contra­ dición entre la Ley abstracta (el Padre) y la Madre natural: vida y sentido proceden desde ahora del interior del hombre, del centro cordial de su subjetividad, y desde él irra­ dian, hasta que todo lo natural quede anonadado. Y tal es el efecto de la religión sobre el respecto natural del hombre: «el morir a lo natural» (R. 3, 61; 60; cf. 1, 23; 22). Este Ver In interpretación hegeliana de la recusación pnr parte de Cristo de su madre y de sus hermanos, y el reconocimiento de que hermanos lo son sólo aquéllos que escuchan la Palahra (R 3, 55; 54; cf. Mateo 12, 46 y Lucas 8, 19-20).

892

es el sacrificio lento, cotidiano, por el que se sustituye mediante el trabajo y la acción la primera naturaleza por la segunda, por la eticidad (como ya hemos visto). Y condición de posibilidad, paradigma de este sacrificio es el de la entrega amorosa de Cristo Crucificado a los hombres. Una entrega cuya repetición simbólica en el rito crea la pro­ pia cotidianidad, el cómputo mismo del tiempo, y da sentido al trabajo. Por eso, la ins­ tauración cristológica de la historia no fue a su vez un hecho de la historia misma (por decisivo que lo tengamos). Más aún: la muerte de Cristo no sucedió en el tiempo (¿ten­ dremos que buscar fecha para ella, como para el Nacimiento?). Y sin embargo, ello no sig­ nifica ni mucho menos que la vida, pasión y muerte de Cristo hayan constituido una invención mítica (cuando precisamente la Revelación habría acabado con todo lo míti­ co), y menos una mentira forjada por intereses de dominación o cosas por el estilo, tan de moda en la universal «desmitificación».201,5 Cristo no murió hace tiempo, sino que su Muerte hace, literalmente, el tiempo (y promete su cierre, su Tilgung). Lo más espectacular seguramente de esta concepción es que esa acción creadora de la diferencia y de su restañamiento, de la conciencia desgraciada y de su retorno al Espíritu, no es algo que haya sucedido, sino que está sucediendo constantemente: es el resultado de la decisión de la Comunidad que, de manera análoga a la famosa paradoja del contra­ to social, se fundamenta y consolida a sí misma como comunidad existente en el mismo acto ritual de la decisión. Y con esta indicación pasamos al punto último: C ) «La Comunidad, el culto». La religión y, afoniori, la religión consumada es la decisión de tener un pasado compartido. (Cf. R. 3, 81; 79). De ahí el valor incalculable del culto. Si nos preguntamos en efecto cuándo se fundó el Cristianismo habrá que responder que, allí donde se reúnan los fieles en nombre de Cristo, allí estará El (M ateo 18, 20). El Cristianismo viene a ser fundado una y otra vez en cada servicio y oficio divinos (así como el mundo -este mundo, el saeculum- es recreado a cada instante por una decisión originaria, renovada en la narración compartida).2* 4 N o hay redención sino a través del duro sacrificio de la muerte: cúltica primero, natural después, para renacer en la Comunidad a través del amor y las obras. Es alta­ mente significativo (como en una suerte de revelado sub contrario) que en Jesús no haya trazas de todo aquello que podríamos llamar determinaciones propias de la vida ética como segunda naturaleza: él niega las relaciones entre hijo y madre y hermanos (por no decir nada de las existentes entre el hijo y José, el padre putativo) y se entrega en cam ­ bio a una multitud que poco antes ha calificado de masa amorfa y desagradecida (Mateo 12,39); toma contacto con María Magdalena sólo como una preparación para la muer­ te (M ateo 26, 7-12); y sus discípulos nunca lo entenderán (ni siquiera Pedro, ni siquie­ ra Juan) y lo abandonarán en el momento decisivo. A l contrario, como insiste Hegel, los títulos de acreditación de Jesús -aparecido en medio de un pueblo degradado y humi­ llado en lo más hondo, sometido al duro yugo de un Imperio extranjero- como Hijo de Dios se hicieron patentes en su neta separación -com o de espada- con respecto a todo vínculo acostumbrado. Su interés primero fue liberar al alma del interés exclusivo por el cuerpo y por lo temporal: amar sin objeto ni finalidad, contra el frío do ut des de los roma­ nos (tal sería el núcleo del Sermón de la Montaña), y luego —y sobre todo- romper con todo lo vigente, tanto en el ámbito familiar como en el socioeconómico (según el disol­ vente mandato de Cristo al joven que quería ser perfecto: que diera todas sus riquezas

iaa Cf. G. Puente Ojea, El Evangelio de Marcos. Madrid 1992. :m Apréciese la coherencia de esta doctrina con la solución heyelinnn al pmhlema político de quién dehe redactar y decretar la Constitución de un Estado.

893

a los pobres y lo siguiera) o en el político (distinción neta entre lo que pertenece al César y lo que pertenece a Dios); cf. R. 55; 54Pero si la vida de Cristo se distinguió por esta falta de acomodo a todo lo establecido (de ahí que no tuviera siquiera donde reclinar su cabeza), fue sobre todo su muerte la que supuso una «revolución completa contra lo vigente» (R. 3, 65; 64). Nos hemos encontra' do ya en múltiples ocasiones (recuérdese por ejemplo el final de la Filosofía de la Naturaleza) con el problema de la muerte en Hegel. Pero nunca ha sido tan sutil y difícil su doctrina como aquí. La muerte (la muerte tout court, como tal solamente sabida y sentida por el espíritu) no es un mero final, la conclusión definitiva de una vida natural, sino un límite (Grenze). Obviamente, no se trata de un límite entre dos vidas (la una temporal y la otra eterna, sea eso lo que fuere) sino entre dos modos de ser y de comprensión, correspon­ dientes a las dos grandes esferas reales: la Naturaleza y el Espíritu. Por el primer lado o borde del límite, la muerte supone la «finitización» (Verendlichung) suprema, en el sentido de que el fundamento lógico-conceptual queda desligado, toda conexión reflexiva y diferenciadora cancelada: el cadáver es solamente resto (de ahí las imágenes míticas de cor­ tar las ligaduras, desatar los cabellos, etc.). Pero a la vez, y atendiendo al borde espiritual de ese límite, la muerte es igualmente la «superación de la finitud natural» (R. 3,61; 60), la retirada de toda existencia inmediata, de toda exteriorización. En una (dura y paradó­ jica) palabra: «la disolución del límite». ( ibid.). ¡La muerte - o al menos, una cierta mane­ ra de morir- vence a la muerte misma! ¡Un «lado» del límite cancela y disuelve el lími­ te mismo! ¿Cómo es ello posible? Hay una «muerte» que es prueba de amor supremo: en ella se da la conciencia de la íntima identidad de lo divino y lo humano: de lo infinito que se expone para existir, y de lo finito que sabe elevarse a través de la humillación y la abnegación (Hegel no retrocede ante esta concepción tedndrica: Dios o el hombre por separado n o e x i s t e n , y sus nociones, si aisladas, son literalmente impensables). Muerte y amor son aquí dos respectos de u n mismo abandono: el abandono de toda personalidad, de toda voluntad, de toda propiedad.20117E s m á s : H e g e l se atreve a decir algo hasta entonces inaudito, a saber, que Dios es s o la m e n t e D io s e n su s a b id a y querida identidad con lo otro de sí, con el hombre, y que ella se da sólo como muerte: «divinidad precisamente en esta identidad universal con la alteridad ( A nderssein), muerte.» ( R . 3 , 60; 59).2088 No la vida

!C” Ante esta fuñísima Idea del abandono total (de resonancia eclchartianas) palidece el problema -que obsesionaba en cambio a los contemporáneos de Hegel- de la inmortalidad personal del alma (para empezar, Hegel habría señalado la impertinencia de esa conjunción entre «persona» y «alma»). En fin. El único pasaje en el que Hegel aborda el tema es éste: «el alma, la subjetividad singular, posee un destino infinito, eterno — ser ciudadanos en el Reino de Dios; éste es un destino y una vida que están ocultos a lo temporal y a lo pasa­ jero, [que existen] para sí y, en la medida en que se oponen inmediatamente a esto, este destino eterno se deter­ mina como un futuro de inmortalidad; la exigencia infinita de contemplar a Dios, esto es, el llegar a ser conscientes en el espíritu de su verdad, en cuanto presente, no existe en este presente temporal para la conciencia en cuan­ to que intuye sensiblemente o en cuanto que representa.» (R. 3, 74; 72). Parece seguirse que esa exigencia se vería satisfecha en la conciencia que piensa, no en la intuyente o representadora. Pero entonces, esa concien­ cia es ya filosófica, y no religiosa. Y en cuanto tal, sabe sacrificar su Mcinung, sus opiniones y ocurrencias per­ sonales para abrirse a la universalidad concreta del pensamiento objetivo. Tal sería, creo, el sentido de la «inmortalidad» hegeliana: algo muy parecido al senumus experimurque nos aetemos esse spinozista. Ferrara traduce el final así: «con la alteridad, con la muerte». El original (se trata de un manuscrito) es ambiguo: «sondern Gñttllchkeir eben in dieser allgemeinen Identitat mit dem Anderssein, Tod». Como se ve, la expresión Tod queda «descolgada». En todo caso, tanto gramaticalmente como por el sentido no pare­ ce correcto añadir mit dem y convertir a la muerte sea en sinónimo de «alteridad», sea en una segunda identi­ ficación con la divinidad. Dios no es jamás solamente Muerte, sino quien vence y supera a ésta desde dentro: Muerte de la Muerte. Yo entendería más bien la coma separadora de Andessein y Tod como si fueran dos puntos, significando entonces la muerte ese proceso de identidad general (todavía abstracta, pues, y superada con la muerte de la muerte) entre la divinidad y el hombre (su «ser-otro» o alteridad).

-BU

(sea temporal -devaluada- o eterna -ensalzada-), pues, ni la separación entre el Espíritu infinito y el finito, constituirían la verdad de la religión, sino la muerte sacrificial, por amor, que otorga una «satisfacción absoluta.» (R. 3, 61; 60). Comprender que en esa muerte que es prueba de amor supremo se da la identidad de Dios y el hombre es la única y verdadera intuición que está a la altura del Concepto, la única intuición plena, al cabo de la larga calle enciclopédica, iniciada por la vacua intuición del ser = nada. Por eso llama Hegel a esta tremenda unificación de los extremos más separados, del Dios y la Muerte: «intuición especulativa». (R. 3, 60; 59). Así, la muerte en cruz de Cristo fue el «elemento de reconciliación del espíritu con­ sigo mismo.» (R. 3, 61; 60). Consigmo mismo en su otro, tendremos que añadir. Una muerte que es pues a la vez natural y divina. Por tanto, y como ya hemos advertido, no un suceso que aconteció una vez en el tiempo, sino algo que: «ha acontecido en sí (virtualmente, según vierte Ferrara; F.D.) y acontece eternamente.» (ibid.). Por eso tuvo que desbaratar, que conmover hasta la raíz las muertes «naturales», sucedidas por acomoda­ ción a lo acostumbrado y establecido. La muerte de Cristo, en cambio, tuvo como pre­ ámbulo (recuérdese la oración del Huerto) el abandono de toda voluntad natural; des­ pués, sentenció como nula e insignificante toda la gloria y grandeza del mundo; y por último, cumbre de la finitud, fue una muerte infamante, propia de un malhechor, lo cual implica el deshonor y el descrédito (cf. R. 3, 65; 64). Adviértase la Grundoperation aquí implícita: tras las huellas del Tractatus de emendatione inteüectus y de la Antropología kan­ tiana, Hegel interpreta la Cruz como una denuncia y abandono de la raíz de toda pasión: la libertad externa, concretada en ansia de dominio («voluntad natural»), de riquezas («gloria del mundo») y de fama («honor»). N o es extraño entonces que Hegel equipa­ re la Cruz con la Kokarde, la escarapela tricolor revolucionaria, y que afirme que la Cruz ha conmovido y puesto en entredicho todos los vínculos de la convivencia humana (ibid.). N o para aniquilarlos, desde luego (como tampoco el Reino del Espíritu aniqui­ la al de la Naturaleza), sino para subordinarlos a ese inaudito sentido casi ultrahumano que Hegel está ahora descubriendo: el amor supremo en el dolor infinito, la entrega al otro de la muerte propia y, por ende, del sentido íntegro de la vida. Que se trata de una transfi­ guración y no de una aniquilación es algo que el propio Hegel ha señalado con preci­ sión: la muerte en cruz no supuso (o mejor: no supone, pues que se trata de un aconte­ cimiento eterno) un despojarse de la naturaleza humana, sino al contrario: la confirmación y revalidación de ésta en la entrega infinita. Asumir lo negativo en cuanto negativo: tal es la cumplimentación de un programa ya anunciado en la Fenomenología: «la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento.» (Pha. 9: 27; 24). Como un eco, replica el manuscrito de 1821: «el espíritu sólo es espíritu en cuan­ to que es lo negativo de lo negativo que, por ende, contiene en sí a lo negativo.» (R. 3, 67s; 66). La Cruz es así la «M UERTE DE LA MUERTE» (R. 3, 67; 66). Todos los Evangelios, antes las Epístolas paulinas, y en general todo el Nuevo Testamento está construido desde, por y tras el acontecimiento prodigioso de la Cruz. U na Cruz qu£ revela que Jesús ya no está ahí, y que ahora el Cristo está como ausente, existe en cuanto muerto. Tal «la exteriorización (Entausserung) suprema de la Idea divi­ na en cuanto exteriorización DE ELLA M ISM A, es decir, en cuanto que todavía sigue existiendo tal exteriorización, se expresa [así]: Dios ha muerto, Dios mismo ha muerto — es una representación formidable y terrible que pone delante de la representación el abismo más profundo del desdoblamiento.» (R. 3, 60; 59). El Crucificado existe como desaparición, al modo de una cantidad evanescente. La Cruz de Cristo es el paso al lími­

895

te del Cristianismo y, con él, de toda religión. Sólo como muerto es recordado Cristo, el Hijo; sólo así confiere sentido a una vida que se sabe mortalmente en precario. Naturalmente, Hegel no se detiene en la muerte de Cristo. Pero el Resucitado no es, sin más, el mismo Jesús de Nazaret, el hijo de José y María. Lo que ha resucitado, desde la perspectiva hegeliana, es el retomo del Hijo al Padre y, a la vez, la plenificación, el pléroma del Padre en el Hijo. Lo que ha resucitado, dando así muerte a la muer­ te (cf. R. 3, 67; 66), es el Espíritu, no el Hijo del Hombre, cuya cabeza ya no precisa de reclinatorio alguno. Retengamos esta noción: Cristo es Cristo sólo en el instante ucrórico de su muerte. Del lado del origen natural, esa muerte dice la verdad de la Naturaleza, a saber: que ella es la alteridad de la Idea (cf. R. 3, 28; 28). Para cada uno de nosotros, pues, la Naturaleza constituye el pasado inmediato, fluyente y perecedero (Vergangenheit), que debe ser remansado para que en su espejo resplandezca el pasado esencial, ideal (Getvesenheit). Mas ese remanso implica la imposibilidad de conciliación con el propio cuerpo, con la propia sensibilidad: ésta ha de ser convertida en puro signo, en manifes­ tación del Espíritu. Pero del lado del proyecto espiritual, la muerte de Cristo es ya la resurrección, la restauración concreta de la Idea; la verdad de la Cruz es pues, hablando representativamente, el futuro del Espíritu. Por eso, esa jánica apertura es la condición de posibilidad de la historia. Y ahora se entienden los continuos esfuerzos de Hegel por ligar eticidad, historia y religión. Sin la muerte de Cristo y, por consiguiente, sin estar todos nosotros muertos ya en Cristo (si es verdad que «una vez es todas las veces», einmal ist aliemal; cf. 3, 49 y 69; 49 y 67) no habría Historia Universal, al igual que no habría mundo en cuanto saeculum. Ella, la muerte, es pues el pasado esencial del ser humano, y por ende la apertura de la posibilidad de toda acción comunitaria con sentido; una acción orien­ tada desde una finitud que se acepta y se entrega. En la cortadura subitánea de la muer­ te se da el verdadero infinito hegeliano, no en el más acá (el borde interior: «esta vida») o en el más allá (el borde exterior: «la otra vida»): «Que para mí la vida es Cristo, y la muerte ganancia.» (Filipenses 1, 21). Esa muerte, abnegadamente prometida, y com­ prometida, constituye la garantía de la Gemeinde, de la comunidad. Tal es por lo demás la función de la entera religión cristiana: que la Idea encarnada, singularizada como este hombre, se ha de cumplimentar en los múltiples individuos singulares, reconduciéndo­ los así a la unidad del Espíritu en la Comunidad, y existiendo allí el Espíritu divino como autoconciencia efectiva y universal, (cf. R. 3, 69; 67). Y así, la Cristología hegeliana se abre a una Pneumatología, o mejor: a una Eclesiología. Nada más lógico, por otra parte. La fiesta hegeliana por excelencia habría de ser necesariamente Pentecostés, la existencia del Espíritu en la Común idad,20|Wy no la Pasión ni la Ascensión de Cristo al Cielo. Es en esa vida ética transfigurada por el amor y por el sacrificio donde se dona la divinidad. Hablando con todo rigor, habría que decir que Dios no se limita a ser, sino que es donación. Ser Espíritu no es ser el Solitario aislado y trascendente, el Señor del ser, sino estar con y en nosotros (R. 3, 76; 74; c f Mateo 18, 20 y 28, 20). Sólo que es dudoso que el «nosotros» de la Comunidad esté por su parte a la altura de esa donación, que sepa conciliar la totalidad espiritual sabida por ella con la totalidad que ella misma es, en una última vuelta de tuerca de reconciliación entre el pensamiento y la realidad. Pues esa reconciliación implicaría (lo sabemos ya desde la Fenomenología) la cancelación del tiempo. Y ciertamente hay una posibilidad de unión del pasado (la muerte de Cristo) y del futuro (su compenetración con la ím El Dios hegeliano de los hombres libres es el: «Dios que mora en su comunidad.» Una comunidad desti­ nada a ser (aunque está por ver que logre cumplir su destino) la «Comunión de los santos» (ambas citas en R. 3, 76; 74).

896

Comunidad), de la teoría y de la praxis. Se trata del momento más alto de toda la filo­ sofía hegeliana: el culto. El culto representa la última figura enciclopédica, el lugar desde el que se corresponden todos los lugares sistemáticos de la filosofía hegeliana y en el que entran quiasmáticamente en contacto los dos extremos del ccmtinuum espiritual: el Dios «objetual» de un lado y el sujeto inmediato del otro; o, si queremos, en el culto se cum­ ple y consuma el eterno proceso del sujeto del saber que se pone como idéntico con su proveniencia. Dicho con toda brevedad: el culto es la identidad de la identidad del sujeto con su propia diferencia objetiva. U n punto importante al respecto es la inescindible conexión existente según Hegel entre fe y culto. Esa conexión constituye el ser y el sostén de la Comunidad. La fe no puede reducirse a mero sentimiento (como en Schleiermacher) ni ser impuesta exter­ namente por la autoridad y el poder (según dice Hegel que hace la jerarquía católica). Debe estar en cam bio firmemente establecida en la Escritura (siendo así accesible a todos, como accesible a todos fue la muerte de Cristo: el eje de la Sagrada Escritura) y transmitida por la tradición. A través de esa accesibilidad comunitaria, en la que todos enseñan y aprenden a la vez, se reintroducen espontáneamente — piensa Hegel- familia, propiedad, leyes y gobierno: todos los vínculos familiares, sociales y políticos que Cristo había puesto en entredicho con su vida y con su muerte. Sólo que ahora esos vínculos están transfigurados por el recuerdo: no dejan que se fosilice y menos que se absolutice la vida social. La comunidad (Gemeinde) es así garantía y fundamento de la comunidad política (Gemeinschaft), tal como ésta lo es de la sociedad (Gesellschaft). Sólo que todo fundamento, como ya sabemos, es también restricción de lo fundamentado, renuncia de éste a toda pretensión de soberanía. El problema, sin embargo, como muy bien ve Hegel, es que la institución eclesiástica parece estar ahora de más. Mientras que el político y el militar forman estamentos exclusivos del Estado, diferentes cualitativamente del fabri­ cante, el comerciante o el campesino, en cambio ahora «cada padre de familia [es] maes­ tro, bautista y confesor.» (R. 3 ,9 1 ; 88). A la institución eclesiástica sólo le queda a lo sumo la subjetividad particular, la «cura de almas» de los individuos singulares, mien­ tras que lo universal mundano adquiere propia autonomía (cf. Enz- § 552, A .): la con­ vivencia se rige ya por la eticidad de la ley y la libertad (cf. R. 3,87; 85). Un doble peli­ gro se perfila aquí: por el lado subjetivo, el «padre de familia» o el «burgués» intentará naturalmente reducir la esfera religiosa al estrato que a él le corresponde y en el que tiene cifrados vida e interés; y por el lado objetivo, la Gemeinde tenderá a convertir el culto (que habría de ser: «repetición eterna de la vida, pasión y resurreción de Cristo en los miembros de la Iglesia»; R. 3, 88; 86) en una vacua ceremonia, en la que, más que refle­ jarse el scrificio supremo, se trasluce el modo de vida, la relación de un grupo social con la naturaleza. Y en efecto, Hegel advierte que ha sido precisamente la interpretación del acto supremo de culto: la Eucaristía -e l symbolon recogido en la Ultima C en a- 0,°, lo que ha motivado «la separación de las confesiones cristianas.» (R. 3, 89; 87). En la Eucaristía se ofrece la unidad del sujeto y del objeto absoluto (R. 3, 89s; 87). Por ende, debería ser entendido este acto cúltico como el punto de llegada de todos los esfuerzos de la filosofía hegeliana (y aun idealista, en general). Pero existe una insalva­ ble limitación en este sacramento (y en cualquier otro), a saber: que esa unidad y com ­ penetración se da para el goce y la certeza inmediatos (aun cuando se tenga conciencia de esa unidad, al darse al unísono la comida y bebida y las palabras rituales). Y esa limi:irklichim (es la conciencia la que ya de siempre, en un pasado inmemorial, ha otorgado libremente fuerza y vigor a esas representaciones, en virtud de la potencialidad que entrevé en ellas)2192. De la misma manera que la Naturaleza es un ser divino, y ello no en un sentido figurado o alegórico, sino bien real2191, así también la «religión de la naturaleza» —la mitología- es verdadera a su nivel y en su tiempo (es decir: expresa un momento nece­ sario en el desarrollo de la autoconciencia y de su apertura paulatina a la Revelación). Y el proceso teogónico en su conjunto expresa la Divinidad, tal como ésta se manifieta en el «saber natural». Este punto es muy importante, y distingue a Schelling prác­ ticamente de todas las interpretaciones mitológicas anteriores: el origen del proceso teogónico es contingente (es la raíz de toda contingencia); pudo no haber sido. Pero las representaciones míticas y sobre todo su secuencia forman una cadena necesaria, pues están dominadas por las Potencias divinas agentes en el mundo. De modo que lo ofrecido por la mitología es algo «efectivamente vivido y experim entado» (PhM 2/1, 124), no una invención (y menos, con fines malévolos por parte de la canaille, como creía Voltaire) o una imagen confusa que ha de ser interpretada luego evemerísticamente o mediante filosofemas ad hoc (como en el caso de los neoplatónicos y de Creuzer, a quien tanto debe sin embargo Schelling)2194. En cuanto verdadero «sím bo­ lo» (conjunción de potencialidad divina y de conciencia extática hum ana)219’ esta­ blecido en la concatenación teogónica2'94, la representación o avalar de la Divinidad mi Téngase en cuenta que Witklichlteit (término normalmente vertido por «realidad» o «realidad efectiva») significa literalmente electividad: índole o carácter de causar efectos. Tampoco el Demonio es, según Schelling, de suyo uárldich: somos nosotros quienes lo hacemos efectivo. Con el cristianismo termina todo intento de achacar el mal a la pureza o impureza procedente de lo exterior y que respectivamente «limpia» o «mancha» al hombre. Bien y mal están «consignados» al hombre: de su responsabilidad depende hacer (como decimos muy correctamente) el bien y no realizar el mal - Y la conciencia mitológica no se limita a «ver» las divinidades como si fueran wirklicfi; efectivas lo son no solamente para ella, sino sobre todo por ella. 11,1 De igual modo, en PhO nos encontraremos con la extraordinaria interpretación de Satanás como un ser no creado, ni tampoco realmente efectivo de suyo: pura potencialidad, él «vive» vicariamente (como un ver­ dadero vampiro espiritual) de la fuerza que le otorga la libertad humana. •w’ Ahora bien, «real» es la variedad de lo natural, en cuanto que se adecúa a su potencia esencial; pero el proceso dialéctico de la Naturaleza en su conjunto es ideal, es decir: niega la mera «naturalidad efectiva de cada ser, la estrella contra sus límites, y permite así la emergencia de la conciencia. De la misma manera, en el pro­ ceso mitología) veremos enfrentarse al Dios nuevo, liberador e ideal, contra el viejo Dios real (representante de la obstinación en «perseverar en su ser», que diría Spinoza, ese gran «pagano»). De lo contrario, caeríamos en una concepción cíclica, de «eterno retorno», tanto en el ámbito natural como en el mitológico (el cual es, en la conciencia humana, la representación en imagen de ese dominio natural). :l’4 Cf. p.e. PhM 2/1, 89. Schelling estudió en profundidad la Symbolik und Mythologie der alten Vollcer, besonders die Griechen en su V ed. (1820-1824), aunque por el Discurso de 1815 cabe apreciar que ya conocía sus doctrinas (la 1** ed. es de 1810—1SI 2). Sobre Creuzer puede consultarse mi Introducción a su: Sileno. Serbal. Barcelona 1991, pp. 9—59. De nuevo, déjese resonar en este «ir lanzado conjuntamente» {cruflfiaÁXeU') la doctrina kantiana de la modalidad: primer destello -en filosofía racional- de esta compenetración del pensar y el ser. :m La cadena de los dioses narra la historia de su nacimiento y muerte, como una verdadera Teogonia. Schelling sigue la idea creuzeriana de una Uroffeubarung, o sea de un Monoteísmo primitivo que, en Babel, habría dispersado la Unvescn o Protoesencia (dando origen de consuno a la diversidad de lenguajes, de pue­ blos y de religiones) y que sería reestablecido a un nivel más alto por la ofioyXoocna de Pentecostés, en

938

es algo tautegórico1'97, no alegórico: esos símbolos significan exactamente lo que ellos son (cf. 2/1, 193-198), o mejor: su «ser» es ser-signo... de sí mismos: apuntan y remi­ ten a algo que ellos, veladamente, ya son. Y sin embargo, esas figuras tienen una vida tenebrosa, mortecina: por ser resultado de la libre obcecación humana pertenecen al reino de Maya, y ya de antemano están destinadas al ocaso71911. Este carácter tautegórico del símbolo (ser un signo efectivamente real) se aprecia sobre todo en las figuras míticas del «dios liberador» -representado en la mitología griega por el «triple» Dionisos-: cada una de ellas es (no sim plemente «representa») una oscura prem onición de CristoIIWen vez de aludir a entidades más altas (por ejemplo, lógico-metafísicas o pro­ pias de la teología cristiana: Hermes como barroca alegoría del comercio o como cris­ tiana «imagen» del Buen Pastor, etc.). Todo ello se encuentra en conformidad con la doctrina general schellingiana según la cual los fenómenos (y estas «apariciones» son las más altas: corresponden a una Naturaleza en trance de ser negada por la Libertad)22''3no son meros casos de una Ley, sino que portan en ellos mismos sentido y universalidad. No olvidemos que nos hallamos ya en campos de la filosofía positiva, de aceptación de lo real como es: «Mi tarea es mostrar las cosas tal como son, situando a cada vez en el lugar adecuado la palabra propia, la palabra natural.» (2/12, 193). Schelling se ufana de partir en cada momento de lo ates­ tiguado y conservado mediante documentos, casi como si la filosofía de la mitología fuera la «prueba» de la viabilidad de una filosolía positiva. Por ello, no es extraño que aquí nos encontremos con desvíos o descarríos que no se dejan sujetar al ordenado despliegue de las Potencias. La mitología debe explicarse por sí misma (2/2, 139), lo cual significa que su sentido y sus límites deben encontrarse en ella misma, en su desarrollo propio, los cuales busca ella poner a la luz exponiendo aquello que la conciencia servil siente al ini­ cio, casi como si se encontrara en un trance hipnótico (2/2, 145). De ahí el lento y largo desarrollo de la exposición, a las veces tan monstruosamen­ te prolija como las deidades de que está tratando. La extensión desmesurada de la Filosofía de la Mitología corresponde, sin embargo, no sólo al deseo de mostrar la capacidad de la Potenzenlehre (expuesta en la filosofía negativa) para soportar toda la ingente positividad de las religiones de los distintos pueblos (y aun de dar cuenta de las excepciones a la

Jerusalén (la enntrafigura de Bahilonia). Tras esta dispersión liminar, el proceso tengónico comienza en cada caso y cultura por un Monoteísmo relativo (Goucmeíheit: pluralidad de dioses, pero coordinada por un Dios supe­ rior, de manera que en verdad dehiera hablarse de Eingouerci), continúa por un dualismo (Dyt/icismus: Zweigúrterei) y se dispersa en un verdadero politeísmo (Viclgortcrci), hasta alcanzar la icpiotc y pasar, en cami­ no ascendente, a otra configuración mitológica. 11,1 Por caso ejemplar: «Perséfone no es para nosotros algo que meramente signifique, sino que es el Principie mismo, en virtud del cual hemos tomado la salida, es un ser efectivamente (wirldic/i) existente; y esto vale jus­ tamente tamhién de todos los otros dioses.» (FhM 2/2, 500s). G im o ocurría mutoris mumndis con el «arte», según Hegel: mitología y arte son para nosotros, necesa­ riamente, cosa del pasado. O más exactamente: Hércules, Osiris, Dionisos son el modo en que la lumen naturalis capta, en cada estadio y en cada pueblo, al Hijo eterno (la Lux). De ahí la afirmación -de otro modo hermética- de Schelling: «para los paganos es Cristo mera potencia natural, luz meramente natural.» (PAO 2/4, 114). Claro está que Schelling piensa aquí más en los «paganos» de su propio tiempo (empeñados -como el Hegel de Berna- en ver a Cristo como Maestro de Virtud y Hombre superior) que en la Antigüedad. La Naturaleza no «pare» al Espíritu. Al contrario, el proceso mitológico -consistente en continuas vio­ laciones de una Madre virgen, en nacimientos a la contra y revueltas del hijo contra el padre- llega a su fin con las nupcias sagradas (celehradas en los Misterios eleusinos) entre hermanos -un connubio estéril, por tanto-; a saher, entre el último avalar de Perséfone: Knré, la Virgen, y lakchos (el «tercer» Dionisos, el «dios venidero»), no en vano denominados en latín como Libera y Líber. Cristo no es ei «último Dios», sino el Dios-Homhre contra los dioses y el proceso teogónico.

939

regla procesual, como en el caso de C h in a)"01, sino, más en profundidad, a la necesidad de que también aquí -y aquí sobre todo- se cumpla el principio general (radicalmente contrario a la doctrina Ieibniziana de los muchos mundos posibles) de la filosofía scfiellingiana, a saber: que todolo posible, si realmente es posible1™, tarde o temprano se reve­ lará por entero"01. Si lo real es la libre posición en la existencia de la conjunción de posibilidad y necesidad, cada «ser posible» —una vez ubicado en el contexto circuns­ tancial que lo explícita y da sentido- ha de existir, dado que la compaginación de una tex­ tura de actividad delimitante y un «ser posible» inscrito en ella es ya, en sí misma, resul­ tado de un acto de libertad: «Pues lo característico del espíritu del mundo en general es que él lleve a plenitud (erfiillt) todas las posibilidades que lo sean de veras, y que quiera y consienta por doquier la mayor totalidad posible de manifestaciones (Erscheinungen); más aún: en el curso mismo del mundo está ya justamente implicado -y la lentitud del desarrollo debiera por sí sola habernos convencido de ello- el que toda posibilidad que de veras lo sea llegue a cumplirse.» (2/2, 526). Ahora bien, no debemos entender por lo «posible» aquello que, al realizarse, va agre­ gándose pacíficamente a una cadena inmensa de perfectiones: lo posible mundano, con­ tingente, es también aquello que no debería ser (de acuerdo a la tercera potencia) pero que, por la segunda potencia, está «ahí» como lo falso y adverso: pues la Creación (cuya relación negativa con Dios aparece en la mitología) no llegará a cumplimentación y aca-10

1101 China representa para Schelling la paradójica actualidad de la pre-historia de la Humanidad. No ha entrado en el proceso mitológico -y por ende, tampoco en la Historia-, de modo que se muestra estancada (contraHegel, que había puesto a China en sus lecciones de Filosofía de la Historia como comienzo del desplie­ gue de los «cuatro reinos» históricos, dice sarcásticamente Schelling que China sólo puede ser considerada como inicio por parte de una filosofía que rampoco ha sido capa: de progreso alguno; cf. PhM 2/2, 529 y 557s). En efecto, no hay ni mitología ni religión china. Ni siquiera hay término para «Dios». Las tres grandes «con­ fesiones»: confucianismo, taoísmo y budismo (esta última, importada de la India y enquistada como «lamaísmo») predican en el fondo el ateísmo. Taoísmo y budismo son dos extremos de lo mismo: el Too-te—Kmg, en cuanto que diluye en la nada los principios de todo ser, podría ser una premonición de la filosofía especulativa, nega­ tiva, mientras que el budismo incita a la superación del mundo (es pues una doctrina sobre las postrimerías, no sobre las «puertas del ser» como el taoísmo), pero conduce igualmente a la Nada (el Nirvana). Por su parte, el confucianismo sería una mera Sittcnlchrc para la vida pública. China es, así, antimythologisch. En ese montón de pueblos (ni siquiera puede hablarse aquí de una nación), la conciencia humana ha fracasado: no ha ingresado en el proceso mitológico (2/2, 526). A lo sumo podría decirse que ha quedado estancada en el «primer Dios»: el Cielo del «sabefsmo». De ahí su carácter estático: su «religión» no es sino la proyección del Reino Celeste en la Tierra (el que tenga oídos para oír, percibirá aquí la críptica y sañuda crítica -autocrítica, también- de Schelling respecto a los ideales de juventud: la consecución del Reino de Dios en la Tierra). Paulatinamenre, la descripción de China se va tornando en una acerada crítica de los ideales revolucionarios. En efecto, sus cre­ encias se centran en una religio asiralís in rempublicam versa: es un Imperio sin Dios, religión ni sacerdotes, una cosmocracia (es decir: una teocracia transfonnada en un dominio despótico y plenamente mundano; cf. 2/2 527, 540). Y más: en ese Imperio, los individuos han perdido toda autonomía frente al Estado; la única diferencia entre ellos viene dada por sus cargos y funciones. En una palabra: estamos ante la divinización del Staatstvesens. No hace falta decir contra quién está escribiendo Schelling: «China» es una excusa para avisar de los males de la estatalización, otrora propugnada -de creer a nuestro rencoroso filósofo- desde Berlín por el «mandarín» uni­ versitario (recuérdese que también Nietzsche verá en el hegelianismo una suerte de Chmcscntum). Esto es, si tiene en el sentido leihniziano potenua sive exigemia essendi, no si es mera elucubración men­ tal, engendro del deseo (parece como si el criterio de demarcación entre lo «posible» y lo «fabuloso» estuvie­ ra en la capacidad del primero para constituir el núcleo sentimental y activo de un Pueblo y una cultura, mien­ tras que lo segundo sería puramenre individual, objeto de análisis y examen por parte de la psicología). Al respecto, Schelling no admitiría la famosa doctrina Ieibniziana de los muchos mundos posibles, pero por prin­ cipio irrealizables: todo lo posible (o sea, potente) ha de realizarse, tarde o temprano. Nada puede quedar inde­ ciso: también las sombras y defectos forman parte de la -en el fondo única- revelatio. ,xn Salvo justamente aquello que «no puede ser»: ese resto irreductible que constituye el fondo último del Fondo divino, y que justamente es incognoscible (ni siquiera como posibilidad, ya que no entra bajo la égida de ninguna potencia): la materia misma de Dios, lo refracrario a Forma o AoyoC.

940

bamiento hasta que todas las posibilidades opuestas a ella no se hayan mostrado (también hay una revelación del Mal) y, en cuanto tales, hayan sido vencidas y dominadas. Además, en conformidad también con el principio de rctroferencia, con el método retroductivo de la dinámica schellingiana (recordemos: la Existencia surge a la contra, rebelándose y reve­ lándose contra el indeterminado inicio, de modo que sólo entonces «se da» lo reprimido -o mejor, se retrae- como Fondo), la ley que rige el proceso teogónico está constituida por la tríada dialéctica: krísis, epídosis, katabolé (ruptura, transición, cimentación), siendo esta última el «bucle» de recogida de lo anterior: aquello que asegura la trabazón armó­ nica del proceso. La «cimentación» procede siempre de arriba abajo (literalmente, es la acción de echar los fundamentos), de modo que cada configuración mitológica se alza contra otra antigua, a la que reprime y desde la cual tiene sentido.2204 V ll.4 .2 - Larga cadena mitológica.

Sobre el fondo monoteísta de la Uroffenbarung, de la proto-revelación inicial, la mitología ha surgido abruptamente por un crimen, una ruptura o crisis literalmente inme­ morial (sólo desde ese Urereignis o evento primigenio comienza a ejercerse la memoria, mientras aquél queda al fondo)2205. Ese crimen se extiende como una sombra sobre la conciencia teopática, acompañando todos sus desarrollos, hasta que la mitología muera de sí misma, se extinga por haber agotado todas sus posibilidades de manifestación. Una extinción que tiene lugar desde dos respectos: exotéricamente, por su transformación en poesía, en mero «asunto de la fantasía» que puede ser investigado, ordenado y archi­ vado (como en las narraciones teocosmogónicas de Homero y Hesíodo), pero ya no vivi­ do. La teogonia se convierte exactamente en tnito-logía: revuelta del lógos contra el mythos del que surgió; y esotéricamente, a través de la interiorización reflexiva, retraída del sentimiento comunal, tal como acaece en los Misterios griegos de Eleusis, verdadera premonición y anuncio -todavía dentro del mundo pagano- de la Revelación cristia­ na. Entre Babel y la Grecia decaída y exánime (pero alerta y consciente) se desarrolla la larga cadena mitológica, cuyo desarrollo podemos apreciar en el siguiente cuadro: PRÓ LO GO - La expulsión del Paraíso. PRIMERA ÉP O C A .-

La edad salvaje de Urano (primacía del Principio «real»).

SE G U N D A É P O C A .-

La edad femenina de Urania (debilitamiento: primera katabolé).

TERC ERA É P O C A .-

La edad trágica (lucha entre el Principio «real» y el «ideal», liberador).

Primer momento: Lado rígido, viril (Kronos). Segundo momento: MEDIODIA - Lado femenino castrador (Cibeles): segunda katabolé.

Im Pensemos, p.e., en la Teogonia hesiódica: la avSpeia de Zeus (y la articulación de los Olímpicos) está basada en la de los Titanes, vencidos; y éstos, a su vez, se yerguen contra el trasfondo sombrío de Hécate, la diosa infernal. Ya sabemos que para Schelling tal Urtfintsacltc viene representada por Babel: la dispersión, a la vez, de pueblos, lenguas y confesiones religiosas.

941

Tercer momento:

Proceso mitológico efectivo (paulatina retirada de la Primera Potencia y consiguiente emergencia de la Tercera: Dionisos). 1) La unidad desgarrada (Egipto). 2) La unidad destruida (India). 3) Culminación y crisis de la mitología (Grecia).

La primera época - Urano es el Prius de la Naturaleza, el dios oculto o la ocultación de Dios, el principio ciego y sin límites de la primera Potencia. Es negro como la noche, pero está ya desgarrado por las luminarias dispersas de una conciencia igualmente dise­ minada: una espiritualidad desmenuzada arbitrariamente sobre el continuum de la mate­ ria. Aquí no hay todavía oposición neta, sino sólo una distinción abstracta y todavía sumergida en lo material. Por eso, tal reino es premitológico (2/2, 32). La «religión» que le es propia es identificada por Schelling con el sabeísmo, la supuesta teología astral practicada por el pueblo nómada de Saba -cuya legendaria Reina casara con Salomón-. Y así, al nomadismo de esos hijos del desierto, expandidos por Caldea, corresponde el culto a los astros, los «nómadas del cielo» (PhO 2/3, 388). La segunda época - El principio ciego arraiga en la tierra (o mejor: se dispersa el negro cielo -lo U n o- en y como tierra plural, henchida de diferencias) y se hace femenino: aparece Urania, la primera kacabolé o cim entación.2™ Esta religión se expande por Mesopotamia (especialmente, Babilonia). El principio femenino (los avatares de lo que los griegos llamarán Deméter, la Madre) es el ansia fecunda del devenir, la promesa de futuro, la alteración que conmueve internamente a todo ente, como la physis griega. Con la Mujer comienza el proceso mitológico (aunque todavía incompleto, en cuanto Dytheismus). Urania engendra en efecto a aquel Dios, todavía sin nombre, oculto, que será Dionisos, el liberador.2202 Edad pacífica al inicio, pasa en su transición al momento de la krisis (en términos ya conocidos: expulsión del Centro a la periferia, míticamente figu­ rado por la dispersión babélica). La tercera época - En ella se desarrolla el proceso mitológico efectivo, a través de una sucesión teogónica politeísta (en definitiva triádica: cada dios encarna una de las Potencias). En el primer momento, el Principio real tiene la primacía, sujetando bajo sí al Principio superior, representado por su paredro femenino y, en fin, por el Hijo, rebe­ lados contra aquél en el segundo momento. La deidad masculina (conservadora) y la femenina (motor del cambio) se separan extremosamente en esos dos momentos, domi­ nados en todo caso por la crueldad y la monstruosidad. El lado viril, rígido y sombrío, del primer momento corresponde al reino inorgánico de Kronos (el Baal o Moloch feni­ cio, que devora a los recién nacidos). Frente a él se levanta el dios «ideal», liberador, prefiguración velada de Dionisos: Melkart, el Hércules fenicio, que aporta los primeros destellos de civilización y mesura. Su área corresponde a Fenicia. El segundo momento está dominado por el Principio femenino; en realidad, se trata de un «afem inamiento» por parte de Kronos, castrado, convertido así en Cibeles, la

~ A q u í s e h a c e e s p e c ia lm e n t e p a t e n t e la e s t r e c h a c o n e x i ó n e n t r e F ilo s o f ía d e la N a t u r a l e z a y F ilo s o f ía d e la M i t o lo g ía . U r a n i a , la T ie r r a , c o r r e s p o n d e a la

materia e n

c u a n to « M a d r e d e l M u n d o » y, e n u n p r o c e so

a n á l o g o a l f i l o s ó f i c o - n a t u r a l , s u r g e c o m o u n i ó n d e d o s f u e r z a s b á s i c a s e n f r e n t a d a s , i m p l í c i t a s e n U r a n o : la a t r a c c i ó n ( e l n e g r o c i e l o ) y la r e p u ls ió n ( l a s e s t r e ll a s d is e m in a d a s ) .

!m Y a

h a y a q u í p u e s u n p r im e r e n fr e t a m ie n to e n r íe P a d re e H ijo (a y u d a d o p o r la M a d r e v io la d a ) , q u e

im p l ic a e l p a s o d e l m o n o t e ís m o r e la t iv o a l p o lit e ís m o : la lu c h a e n t r e e l D io s « r e a l » , m a t e r ia l, o p u e s t o a t o d o p r o g r e s o , d e s e o s o d e s e g u ir s i e n d o lo q u e n m u r a lm e iu e e s , y e l D io s « i d e a l » , p r o g r e s iv o y lib e r a d o r .

942

diosa frigia*22™: a la vez constructora de ciudades (tierra vuelta, alzada contra sí misma, espiritualizada) y castradora (sin embargo, unce leones a su carro, simbolizando la suje­ ción de lo salvaje). De acuerdo con esto, en el reino de Cibeles acontece la segunda cimentación, y también el paso al proceso mitológico real, triádico. En el tercer momento es igualmente triádica la sucesión teogónica del proceso. En pri­ mer lugar, Egipto (un «Egipto» ad hoc, basado en el De Isis y Osiris de Plutarco). El tema central de su mitología es la superación y derrota del principio «real»: Tifón (el viento ardiente del desierto, correspondiente al Kronos griego) y la liberación y victoria de Osiris (el Dionisos egipcio, todavía velado). La resurrección de éste -n o por su sola fuer­ za o virtud, sino por la amorosa recomposición de su fragmentado cuerpo por la madre, Isis- implica la elevación sobre la vida y la muerte. Pero una elevación «indiferente», manifiesta en la dualidad ínsita a Osiris: en cuanto surgido de entre los muertos, Osiris es el Señor del Reino subterráneo de la Muerte. En cambio, el «mundo de arriba» es regido por su hijo, Horus. Por lo demás, ya la mitología egipcia apunta a su manera al monoteísmo venidero; en efecto: Tifón, Osiris y Horus no son sino avatares o funcio­ nes de una misma Divinidad. En la India, en cambio, se rompe esta unidad de potencias. De Indra, el Principio oscuro, «panteísta» o «sabeísta», surgen tres fuerzas primordiales: una creadora (Brahma), otra destructora (Siva) y otra conservadora (Visnií)22” . Pero en realidad, todas ellas pue­ den ser consideradas como avatares de Visnú. Son figuras espectrales, dispersas en un monstruoso y desmesurado proceso genesíaco. Además, junto al hinduísmo nace en la India el budismo, aunque su área de expansión sea China (ver nota 2201). Grecia, en fin, conoce la única mitología a la vez completa (es decir, que contiene en sí, articuladas, todas las potencias divinas, formando un Panteón) y acabada (por lle­ var a su final y culminación la línea sucesiva de todas las divinidades). En este sentido, Grecia es la síntesis de Egipto (principio abstracto de unidad) y de India (principio de dispersión). Sólo en la mitología griega -y a través de una doble salida, exotérica (la poe­ sía) y esotérica (los M isterios)- la conciencia es capaz de salir del hechizo, yendo más allá de sí misma, y de liberarse negativamente’’2'* de esas potencias. Por eso, Grecia repre­ senta el paganismo por excelencia: su culminación y, por ende, su interna disolución.22" En su mitología se repiten a un nivel superior todos los estadios anteriores. También ella tuvo su «sabeísmo» panteísta: la religión de los pelasgos, adoradores de Urano. También en ella se inició el proceso mitológico mediante Kronos, castrador de Urano gracias al ardid de Rea, la Cibeles griega. Pero, al contrario de las demás mitologías, imperfectas, 2201 En Cibeles, la Magna Deúm matar, tiene lugar el paso al politeísmo sucesivo, esto es: a las generaciones dinásticas de dioses. Ella es Urnno-Kronos castrado-, por eso era adorada como una piedra caída del cielo, o sea: como un meteorito. 22“ G>n buen acuerdo (y contra Hegel), Schelling no acepta que la Tmmrrti se unifique en el «Principio de Indiferencia» que sería Brahm: el aliento de Vida. Por el contrario, estima que se trata de una constnicción racional y abstracta ulterior (del mismo modo que la «Divinidad» de la filosófica Edad Moderna es una sim­ plificación tardía del Dios verdadero del cristianismo). 2210 La conciencia mitológica alcanza en Grecia un estadio semeianre al de la razón en la filosofía negati­ va: se estrella, extática, contra sus propios límites, y queda en disposición de acoger la Revelación. Pero no atra­ viesa esa línea, debida por lo demás a un aero de libertad y, por ende, absolutamente imprevisible a prion (¡podría no haber habido Encarnación, aun cuando la conciencia anulara en los Misterios su materialidad, renegara de toda potencialidad deiniúrgica y quedara así en disposición de entender el nuevo Mensaje!). 22,1 Como Hegel, y contra los brotes tardotrománricos que intentarían hacer del Walhalla un valladar contra el Olimpo -y contra el mismísimo Cristianismo-, Schelling no tiene ninguna consideración para con las mitologías escandinavas y germánicas. La primera estaría viciada desde su origen, por haberse mezclado con el cristianismo. De la segunda, sólo nos habrían llegado fragmentos, como un rolo «torso». Y su propia fragmenrariedad indicaría la poca consistencia de sus dioses y sus gestas.

943

sólo Grecia llegó a establecer un completo G ottemrelt o «mundo divino», formado por deidades antropomorfas; y más: un «Estado divino» (Góuerscaat: el Olimpo), con los tres grandes dioses hermanos: Hades, Poseidón y Zeus, y sus diosas-hermanas: Hestia, Deméter, Hera. Sin embargo, Schelling reconoce que también en la mitología griega existen con­ tradicciones inexplicables a [morí por la razón"11 (se trata en efecto de un producto «real», no de las maquinaciones artificiosas de los hombres): contradicciones debidas en todo caso a la naturaleza ambigua, esclavizada, de la conciencia mitológica. En efecto, Hades, casado con Hestia, aparece sin embargo ulteriormente como una deidad solitaria que rapta a Perséfone, hija de Deméter, y la lleva al reino subterráneo de los muertos.” *13* Vll.4.3 - D ram atis personae: Perséfone (Deméter) y Dionisos. Tales son, a grandes rasgos, los momentos generales del proceso teogónico. Pero es importante que examinemos brevemente los dos grandes protagonistas (junto con Deméter: la Madre-Devenir) del proceso. En proteicas metamorfosis, esas dos figuras -Perséfone y Dionisos"13- acompañan y presiden el desarrollo de la mitología. Perséfone (hija de Deméter) es la clave de la mitología en general, porque ella es la conciencia huma­ na teopática, extasiada, cuyos avatarcs narra la mitología. Los nombres primordiales «dicen» la verdad de quienes los portan (o mejor: se funden mescindiblemente con el se r)"15. Y así, «Perséfone» es el cierre originario, fontanal, continuamente desgarrado (literal y brutalmente expresado: como una virgen continua y salvajemente desvirgada, así como la conciencia es poseída por el d ios)"10: un territorio dislocado y llevado fuera

" " D e ig u a l m o d o o c u r r ió e n P e r s ia c o n M itr a o e n C h i n a c o n su s « n o - r e l i g i o n e s » . L a filo so fía d e la m i t o ­ lo g ía h a d e p a r t ir d e « h e c h o s » , d o c u m e n t a lm e n te v e r ific a h le s, y p o r e so n o p u e d e n i d e h e e s c a m o t e a r a q u e llo q u e n o e n t r a e n u n e s q u e m a h ie n e s t a b le c id o . P e r o e l p r o c e s o in t e r n o q u e p e n n i t e la s e c u e n c i a g e n é t ic a d e e s o s h e c h o s h a d e se r e s ta b le c id o m e d ia n te a r g u m e n ta c io n e s r a c io n a le s , d e m o d o q u e in c lu so e s a s d e s v ia c io ­ n e s h a n d e te n e r su s e n t id o . Y y a v im o s c u á l e r a e l d o b le s e n c id o d e « C h i n a » : d e n o s t a r a l m u n d o a c t u a l p o r su re c a íd a e n u n e s ta d io « a t e o » y « r e p u b lic a n o » (c o sm o c r á tic o ) y c r itic a r a l su p u e sto p r o m o to r d e ta n « la m e n ­ ta b le » e s ta d o d e c o sa s : H e g e l. E l r a p t o , e l d o lo r y la c ó le r a r e s u lt a n t e s d e D e m é te r , y su r e c o n c il ia c ió n a t r a v é s d e l « t e r c e r » D io n is o , I a k c h o s , c o n la tr a n s f ig u r a c ió n d e P e r s é fo n e e n K o r é , c o n s t it u ir á ju s t a m e n t e e l g r a n t e m a d e lo s M i s t e r io s d e E le u sis. ::l< P u e d e a g r e g a r s e a e l l o s P r o m e t e o , a u n q u e s u f i g u r a a d q u i e r e r e l e v a n c i a s i r i o e n

ntdcn Phibsophie

Darstellung dar rem-ratio-

(2 / 1 , 1 8 1 - 1 8 8 ) . A u n q u e S c h e lli n g tie n e o b v ia m e n t e e n v is ta la tr a g e d ia d e E s q u ilo , lo s r a s ­

g o s d e P r o m e te o s o n lo s d e lin e a d o s p o r G o e t h e e n su fa m o so p o e m a ( n o h a y q u e o lv id a r q u e fu e la le c tu r a d e e s e p o e m a a L e s s i n g p o r p a r t e d e J a c o h i lo q u e d e s e n c a n d e n ó la c o n f e s ió n d e a q u é l c o m o a d e p t o a la d o c r in a del

ev Kai irav y,

p o r c o n s ig u ie n te , e l d e to n a n te d e l

h u m a n o y a e n u n se n tid o

moderno, a n t i m í t i c o .

Alheismussireil).

P r o m e te o e s e l sím b o lo d e l e s p ír itu

T itá n q u e se le v a n ta c o n tr a D io s (Z e u s), a n u n c ia e l fin d e la e ra

d e lo s d i o s e s , la e d a d d e lo s h é r o e s y e l r e t o r n o d e lo s T i t a n e s , b a j o e l s i g n o d e l a f u t u r a

avSpeia

d e la

H u m a n id a d . C o n t r a d i c c i ó n v iv a e n t r e e l d e r e c h o d iv i n o y e l h u m a n o , s u fr e b a j o lo s r ig o r e s d e Z e u s p e r o su p r o p ia v o lu n t a d e s in d o m a b l e . E l m is m o e s d e o r ig e n d iv i n o , p e r o s a b e d e la d e s d ic h a d e s e r d io s . P r o m e t e o e s e l s i g n o d e u n a H u m a n id a d le v a n t a d a c o n t r a lo d iv i n o , p e r o q u e p o r t a y a e n su e n t r a ñ a la p o s ib il id a d d e r e d e n c i ó n : u n e n i g m a q u e s ó l o e l C r i s t o p o d r á r e s o lv e r ... c o n s u p r o p i o s a c r i f i c i o y m u e r t e ( n o s u f r i e n d o u n d e s t i n o im p u e s t o , s i n o a c e p t á n d o l o c o m o p r o p io , a s í c o m o d o b l e g a s u v o l u n t a d e n n o m b r e d e u n a V o l u n t a d q u e le e s m á s ín tim a q u e la v o lu n t a d « c a r n a l » ) , ” ” S e g ú n u n p r o c e d im ie n to q u e p u e d e o b se r v a r se m

Metamorfosis

actu exercuo

e n la T e o g o n ia h e s i ó d i c a ( o e n la s

d e O v i d i o ) : la s d if e r e n t e s d e id a d e s c o n c e n t r a n e n lo q u e n o s o t r o s ll a m a r í a m o s su « n o m b r e p r o ­

p i o » t o d a s s u s v ir t u d e s y a c c i o n e s , q u e v a n s i e n d o p r e s e n t a d a s y d e s p l e g a d a s p o r e l p o e t a e n la n a r r a c i ó n , d e m o d o q u e e l « n o m b r e » n o e s s in o e l e p íto m e d e to d o lo q u e e l d io s e s , h a c e y su fre . N o se tr a ta t a n s ó l o d e q u e e t i m o l ó g i c a m e n t e e n r r e g u e e l n o m b r e la v e r d a d d e la « c o s a » , s i n o q u e e s a v e r d a d s e h a l l a y a d i s e m i n a d a , e x - p u e s t a e n la n a r r a c i ó n d e l m i t o c o r r e s p o n d i e n t e y a l a v e z c o n c e n t r a d a e n l a d e n o m i n a c i ó n . E s t e e s u n p r o c e d e r q u e n o p o d í a d e ja r d e s e d u c ir a l p r o f u n d o « l e i h n iz i a n o » q u e fu e s ie m p r e S c h e l l i n g ( e n L e ih n iz , e n e f e c t o , lo s « p r e ­ d ic a d o s » s o n lo s

ac-cidemes d e l

s u je t o : lo q u e a e s t e d e h e c h o le c o n v i e n e o a c a e c e , lo i m - p l i c a d o e n é l ) .

“ “ L a p r e s e n c i a o b s e s i v a d e l a s e x u a l i d a d , e n s u s m a n i f e s t a c i o n e s m á s m o n s t r u o s a s , e s u n a c o n s t a n t e e n la f i l o s o f í a s c h e l l i n g i a n a d e la m i t o lo g ía .

944

de sí (los continuos raptos de «Perséfone» corresponden a los éxtasis de esta conciencia ancestral, deslumbrada por lo divino). Ella está al inicio, en la Caída (ella misma es el Jardín cerrado), y al final, en los Misterios clcusinos, como Señora de las praderas exan­ gües de pálidos asfódelos. Taciturna y sombría, confundida a veces con la madre, Deméter2217, Perséfone es la natura anccjis, ambigua (2/2, 142). Es a la vez el «cierre» feme­ nino de la mitología en cuanto Agné Koré, la Virgen pura e inocente221", y su «inicio» como Proserpina (de hecho, bajo esa doble advocación era considerada). Proserpina: la Eva seducida por la Serpiente que es el principio del Padre, de Zeus (2/2, 157, 160, 162). Perséfone: la conciencia siempre a la vez intacta y rota221'', es raptada por Hades, o sea: está sumergida en el infierno de lo invisible e inconsciente; allí debe consumirse su vida «natural», propia de la vegetación exuberante para resurgir, al igual que el grano en la tierra, purificada como espíritu (tal el sentido de los Misterios). Ella es también -com o lo subterráneo, chtonio- la madre de Dionisos en su primer avatar como divinidad salva­ je: Dionisos-Zagreo (2/3, 467). Ella, igualmente, es Isis: la diosa velada cuyos misterios son inescrutables para los mortales2220. E incluso, al final del proceso teogónico, será Hera -la esposa de Zeus-; incluso Atenea es vista como una Perséfone futura (2/2, 662, 666). Por su parte, Dionisos es la «clave de toda la mitología griega» (2/2, 255). N o en vano aparece, en su primer avatar (el salvaje Zagreo), como hijo de Perséfone. Predecesor de Dionisos es Hércules, cuyas apariciones atraviesan las constelaciones mitológicas -desde la figura del dios fenicio Melkart hasta la del héroe o semidiós, hijo de Semele, divinizado por el fuego externo de la túnica de Deyanira, al igual que su madre lo fuera por el fuego, introducido en ella, del rayo de Zeus-.2221 Dionisos, elevado a figura para­ digmática de la mitología por Friedrich Schlegel y sobre todo por Creuzer, es desde luego en Schelling -y ya en Hólderlin- una figura mucho más compleja y rica que el dios, Antiapolíneo y luego Anticristo, popularizado por Nietzsche. Dionisos es el dios de la cor­ poralidad (2/3, 436)2222, la potencia motriz de todo el proceso teogónico (2/3,391), sur­ gido ya en la primera katabolé de Urania como principio de liberación y reconciliación *10

1111 En realidad, Perséfone es el «lado» de Deméter que está «todavía entregado al Dios exclusivo» (2/2, 413s). Como si dijéramos: es la exposición y entrega (a Zeus: la serpiente; a Hades: lo infernal invisible) de la conciencia intacta. En cuanto entregada al Dios y sin embargo intocada (como lo estaban en efecto las vesta­ les, paradójicas vírgenes que propiciaban las nupcias), Demérer-Perséfone es Hestia (2/2,628s). 11111'Ayvri significa justamente «casta», «pura». De ahí el nomhre femenino Agnes; en español: Inés. Ignoro por lo demás si nuestro buen Zorrilla conocía esta etimología al dar a la heroína del Tenorio el nomhre de Doña Inés. En todo caso, si él no lo conocía, la cosa é ben trovara. 11,1 Tal es la característica de toda conciencia, cuando está volcada todavía a lo natural y «externo», sin haber vuelto sobre sí como autoconciencia: es la noche o el «pozo de aguas sombrías» hegeliano, que sólo se revela como tal cuando su indolente somnolencia es perturbada por la «caída» (esto es: por el conocimiento) de algún objeto, al igual que la noche se «muestra» como negmra cuando las estrellas tachonan ese «telón». 1110 Por tanto, se trata de una ¡conciencia inconsciente! Es el Fondo de la conciencia, que debe ser resca­ tado por la intro-misión de la conciencia reflexiva, como se ve muy bien en el paso del entendimiento a la certeza de sí mismo, en la Fenomenología de Hegel: «Lo que se muestra es que tras el llamado telón (Vorhange: alusión al velo de Isis, F.D.), que debía cubrir el interior, no hay nada que ver, a menos que nosonros mismos lo traspasemos, tanto para de este modo verlo, como para que haya detrás algo que pueda ser visto.» (Phd 9: 102). En la terminología «griega» de Schelling, esa «intromisión» o «introducción» (que no deja de recordar de hecho a una desfloración del fiymcn o «membrana») es cabalmente la katabolé: hay «interior» sólo cuando pasamos a él (o sea: el Inicio ya no es tal, sino Fondo, justo por estar desfondado). 1111 La tríada «heroica» Hércules, Dionisos, Cristo (o el Sirio) ha sido cantada de manera bella y profun­ da por los grandes himnos de I lólderlin. También el adusto Hegel «coqueteará» en su juventud frankfurtiana con el destino trágico y premonitorio de Hércules. 2111 Repárese en que se trata de la «corporalidad», no de la amorfa y pétrea materialidad. Todo cuerpo es «vaso» y portador del espíritu (baste hacer notar la analogía entre la sangre y el vino, don de Dionisos II o Baco).

945

de la conciencia, aunque sólo al final, como la figura fundamental de los Misterios, queda por entero desvelado (y con él, toda divinidad pagana). Por eso, dice exultante Schelling en expresión célebre: «Todo es Dionisos» (2/3, 463). El representa el proceso de libe­ ración de la conciencia de su fondo chtonio. Por esta razón es denominado Lysios, el Salvador o Liberador (2/2, 661). Pero quizá lo más espectacular de la doctrina de Schelling sobre Dionisos sea el triple avatar, la triple manifestación del dios (de algún modo corres­ pondiente a la triple Potencia del proceso teogónico eterno, «m etafísico»): 1) Dionisos-Zagreo, el salvaje hijo de Zeus y de Perséfone, contrafigura de Hades ( ‘A ides kcu Diónysos ho autós, se decía en los Misterios): es el Dionisos chtonio (2/3, 465, 470, 520) que (bajo la advocación también de Plutón: el donador de riquezas) ha de morir despe­ dazado «para que el individuo viva» (2/3,473). Así, en efecto, visto el proceso desde el lado «racional», el «ser» se disemina en lo «ente». 2) Dionisos-Baco, el semidiós hijo de Zeus y Semele; en cuanto dios del vino, es correlato y a la vez superación de Perséfone (el grano se pudre y renace en la tierra pero el vino -producto primero de una trituración y prensado, en analogía con el trágico destino de Zagreo- es la sangre de los Titanes que se expande por la tierra y sirve de alimento a los espíritus). Pero, como interioriza­ ción-recuerdo del origen titánico, desmesurado, no sólo otorga Baco la alegría exube­ rante de la floración, sino que está también atravesado por la demencia (2/3, 276). Y por último: 3) Dionisos-Iakchos, hijo de Deméter (2/3, 475, 517) y todavía in statu nascendi. De este modo se liga el origen: la Naturaleza primigenia, con el futuro. Ésta es la figura más fascinante y misteriosa del Schelling «mitólogo» (y de Hólderlin; recuérdese la ele­ gía Pan y vino). El tercer Dionisos es el dios venidero, la prefiguración mítica de Cristo2223. Y así Dionisos, que ha ido emergiendo a lo largo de todo el proceso teogónico, está pues al inicio y al final de éste, como Jano2223: la «entelequia» de la mitología (2/2, 668). Vll.4.4 - Los dos finales del drama: la Poesía y los Misterios. El proceso teogónico conoce un doble final: exotérico y esotérico. Por el primero, queda «reflejado» en una conciencia justamente reflexiva: inicio de racionalización, aurora de la historia y de la filosofía2225. Es la gran poesía épica de Homero y Hesíodo, los educadores del pueblo griego. Amante como pocos de las inversiones paradójicas y fiel por demás al principio de que en los fenómenos mismos se hallan ya ínsitos los gérme­ nes de su universalidad y comprensibilidad, Schelling encontrará al respecto una bri­ llante formulación de las relaciones entre mito y poesía: «Estas figuras (míticas, F.D.) no surgen por la poesía, sino que se transfiguran en poesía; con ellas y en ellas surge la poesía misma por vez primera.» (2/2, 647). Así, los dioses griegos se convertirán para siempre en Menschenideale, en los ideales de la Humanidad, transfigurados en pura belle-

D" V é a s e e l i m o r t a n t e e s t u d i o d e M a n f r e d F r a n k , E l

Dios venidero. S e r b a l .

B a r c e lo n a 1 9 9 4 .

1114 J a n o e s e m p a r e n t a d o p o r S c h e l l i n g c o n e l C a o s h e s i ó d i c o ( q u i e r e v e r e n a m b o s n o m b r e s u n a m i s m a

x aúJ. a l- gührten, e s d e c i r , « a p e r t u r a » ) . P o r e s o l o l l a m a « a b i s m o (gáhnende T í efe; 2 / 2 , 6 1 4 ) . S i n e m b a r g o , p i e n s a q u e e s a d i v i n i d a d e s

r a íz : l a t . h io , g r .

q u e s e h ie n d e , p r o fu n d id a d

q u e se ab re»

u n p r é s t a m o d e la m ito lo g ía

it á l ic a ( e n t o d o lo d e m á s , m e z c la d a y c o n f u n d id a c o n la g r ie g a , m u c h o m á s p o t e n t e ) . J a n o e s e l

prmcipium deo-

ru m , la s « p u e r t a s d e to d o s e r » (2 /2 , 6 0 4 s .) . E n e s te s e n t id o , J a n o e s m á s b ie n e l in ic io y e l fin d e l p r o c e so , su s lím ite s, e n v e z d e p e r te n e c e r a l p r o c e s o m ito ló g ic o m ism o . T ie n e ta m b ié n u n p a re d ro : J a n a , o s e a D iv a J a n a = D ia n a , la d i o s a c a z a d o r a , q u e r e p r e s e n t a e l p r in c i p io d e la d u a l id a d y la t e n s ió n , la im a g e n v i v a d e la

ca, s i m b ó l i c a m e n t e

dialécti­

re p re se n ta d a p o r e l a rc o , a l c u a l c a n ta r a y a H e r á d ito .

” 1’ S i g u i e n d o a H e y n e , S c h e l l i n g c r e e q u e « H o m e r o » e s u n n o m b r e c o l e c t i v o , q u e a g r u p a a t o d a u n a d in a s t í a d e a e d a s . S e r á n lo s c a n t o s h o m é r ic o s lo s q u e in tr o d u z c a n e n la a s í la tr a n s ic ió n d e é s t a e n

historia ( s e g ú n

vida a

la m ito lo g ía g r ie g a , c u m p lie n d o

la c o n o c id a lín e a : H e r o d o t o - T u c íd id e s -

P lu ta r c o ); e n c a m b io ,

H e s ío d o , m á s r e fle x iv o y s is t e m á t ic o , c u m p lir á la tr a n s ic ió n d e la m ito lo g ía , r e c o g id a y c o m p r e n d id a e n

conciencia d e s p i e r t a ,

a la c i e n c i a y la filo s o f ía .

946

la

za y levantados hasta alcanzar la sublimidad: pródromo de la moralidad (lo cual no deja de ser muy kantiano). Sus limitaciones -y con ellas, las del arte en general-: esos idea­ les precisan de imágenes para ser inteligidos, sin poder ser llevados a la altura del con­ cepto. Por el contrario, la pura Vida y Personalidad del Dios cristiano exigirá ser expre­ sada conceptualmente, filosóficamente. La analogía, y la gradación jerárquica, quedan así bien establecidas: la mitología es a la imagen y la fantasía lo que la religión revelada es al concepto y la razón. En cambio, y a través de los avatares y metamorfosis (dolorosos, gozosos y gloriosos, como en los «Misterios» cristianos del Rosario) de las tres figuras conductoras de la mito­ logía: la Terra macrix et genitrix (Deméter), la Conciencia (todavía extática: Perséfone) y el «Cristo pagano y natural» (Dionisos como Cristo «velado»), los Misterios -y espe­ cialmente los Eleusinos- constituyen el «cierre esotérico» de todo el proceso teogónico. A ellos consagra Schelling extensas páginas de su obra tardía, tanto en la Fibsofía de la Mitología (lees. XXVII-XXVI1I; 2/2, 632-650) como sobre todo en la Filosofía de la Revelación (allí, una larga y pormenorizada exposición de los Misterios cierra la Primera Parte: lees. X1X-XXI11; 2/3, 411-530). Que Schelling considere a los Misterios como una verdadera propedéutica pagana al cristianismo (la «religión del futuro») indica ya hasta qué punto se halla alejada su interpretación de una consideración materialistam(‘, racionalista2221o mística22". Los Misterios constituyen más bien la intrínseca autosuperación del proceso mitológico, la completa liberación de la conciencia (Perséfone) respecto a su estado de sojuzgamiento por parte del Ser ciego y «natural»: una liberación que había estado guiada por la superación de ese Ser (correspondiente a la Primera Potencia) a tra­ vés de divinidades femeninas y maternales (Urania como posibilitación, Cibeles como realización y Deméter como culminación de esa superación del bárbaro inicio)2229. Superación que, a su vez, supone una inversión (Umkehrung) de las relaciones de poder:127 2226 Los Misterios eran realmente «misteriosos». Sólo han llegado algunas vagas nociones de ellos en El asno de oro, de Apuleyo. No es extraño: la divulgación de su secreto (recuérdese el Eieusis de Hegel) estaba castigada con el destierro y aun con la muerte (equiparándose así con las penas máximas que, en la época flo­ reciente de Grecia, se imponían a quienes -como Sócrates- intentasen socavar los cimientos de la democra­ cia; por cierto, quizá no sea irrelevante el hecho de que Sócrates se negase a ser instruido en los Misterios). Sabemos al menos que incluían una gradación iniciática: en primer lugar, fenómenos terroríficos (como cabe apreciar en los frescos de la Villa dei Misten, de Pompeya), la iniciación propiamente dicha {eTTOirreia) y el ingreso en los Misterios (/¿UfOK), alcanzando así la perfección (rfA f T T )).- Por lo que respecta a las interpre­ taciones, todavía circulan libros que ven en los Misterios como si se tratara de reuniones secretas para la inges­ ta de alucinógenos; con menos audacia «postmodernn», la interpretación materialista vigente en la época de Schelling era la de que debían tratarse de ritos de celebración de la institución de la agricultura. Deméter sería el campo labrado, y la vegetación en general, Perséfone el grano de trigo y Triptólemo (considerado por Schelling como Iakchos) el fenómeno de la tuesta y horneado. La verdad es que no se ve por qué la divulga­ ción de tan trivial cours d agricultura había de estar penada con la muerte. Schelling recuerda al respecto un divertido Xenien de Schiller, en el que la sombra de Shakespeare amonesta así a los espectadores de una obra al estilo de las de Kotzebue (el mediocre autor del período Biedermeier, cantor de la apacible vida burguesa): «¡Pero si eso lo tenéis ya más cómodamente y mejor en casa!» (PhM 2/2, 640). 1227 Así interpretaba los Misterios J.H. Voss, el ilustrado traductor de Homero y archienemigo de Creuzer: en ellos se celebraría en secreto algo así como una rebelión contra la religión pública, politeísta, desenmasca­ rando a los dioses como fuerzas naturales personificadas o bien como hombres divinizados (evemerismo) y pro­ clamando en cambio la unicidad de Dios: el monoteísmo. 2328 Tal sería la interpretación de Fr. Creuzer: los Misterios fomentarían una religión soteriológica, nacida del ansia de liberarse de los males del mundo (y de un mundo en crisis, tras las guerras del Peloponeso, aunque los Misterios son muy anteriores). En esos ritos iniciáticos se alcanzaría la redención interior, por iluminación de la conciencia. 3331,1Perséfone -como hemos visto, personificación de la conciencia «poseída»—es la contrafigura subjeti­ va, diríamos, de Deméter. Ella es el respecto o «lado» de Deméter que está volcado al pasado, y por ende des­ tinado al Hades (y en efecto, Dionisos-Zagreo = Hades es raptor y cónyuge de Perséfone). Pero también, en los

QÁ7

la Segunda Potencia se hace así efectiva como Hijo liberador (en su triple avatar como Kronos -h ijo de U rania-, Zeus -hijo de Cibeles- y Dionisos -h ijo de Deméter: el dios «salvador», sotér, especialmente en su última manifestación como Iakchos, el dios que viene, celebrado en los Misterios).22” Sin Perséfone (sin esa conciencia virgen que -Eva pagana—dice «sí» a la posesión) la Mitología no habría tenido inicio. Sin Deméter no habría habido proceso. Y sin Dionisos, la Mitología no habría tenido meta. La exposición negativa de esta «verdad» del proceso teogónico constituye el núcleo de los Misterios. Ahora bien, la liberación esotérica resultante es libertas ex: puramente negativa (como se aprecia en el hecho ambiguo del connubio sagrado -y estéril- del último avatar de los protagonistas del proceso: Koré e Iakchos, hermanos de cuya unión nada procede). De la misma manera que de la filosofía negativa y el éxtasis de la razón no se seguía necesariamente la filosofía positiva22’1y, sin embargo, ésta resulta ininteligible sin la retroproyección de aquélla (de lo contrario, no sería filosofía, sino fe, basada en la tradición y en la autoridad), así también, si vista ex postfactum (es decir, tras el «hecho» imprevi­ sible de la Revelación cristiana), la «religión natural» aparece como preámbulo de la «religión cristiana».22’2 A estas alturas, la transición more goetheano (de lo oscuro a lo

M iste r io s , e s la d iv in id a d v ir g e n ( K o r é ) q u e e s p e r a y a n u n c ia a l d io s v e n id e r o : su h e r m a n o Ia k c h o s ; e l r e sta ­ b le c im i e n t o d e la v ir g in i d a d p r im e r a , in ic ia l , s e p a g a e m p e r o c o n la e s t e r il id a d : f in a l d e l p r o c e s o t e o g ó n i c o . ” w C o m o c a b e e sp e r a r , S c h e l li n g in sis te e n q u e la s tr e s c o n fig u r a c io n e s d e D io n is o s ( Z a g r e o , B a c o , I a k c h o s ) lo s o n d e u n a m ism a e s e n c ia (W c sc n ), e n c la r a a lu s ió n a la « fu t u r a » T r in id a d c r is tia n a : Z a g r e o e s e l d io s in v i­ sib le ( H a d e s = rad o r

'A i S tjc), c h t o n i o ,

(Avoioc): e s

r e tir a d o a la s n ie b la s d e l P a sa d o ; B a c o , e l d io s d e l P r e s e n te , m u n d a n o y lib e ­

a B a c o a q u ie n s e r in d e u n c u lt o p ú b lic o ( c o m o o c u r r ir á c o n C r i s t o ) ; I a k c h o s , e n f in , e s e l

D io s d e l F u tu r o , s a lu d a d o c o n jú b ilo e n lo s M is te r io s ( « I a k c h o s » e s u n a o n o m a to p e y a ; c o r r e sp o n d e a l g r ito d e sa lu ta c ió n d e lo s

erroimjc). P o r

e s o d ic e S c h e llin g q u e e l c o n c e p to d e l « t r ip le » D io n is o s e s e s e n c ia l a to d a

PhM 2 / 2 , 4 2 5 ) . condición necesaria, pero no suficiente d e

m ito lo g ía , y q u e sin é l é s ta se r ía im p e n sa b le (c f. 2!" E l é x t a s i s d e l a r a z ó n e s

la c o n c ie n c ia p le n ific a d a p o r e l a c to

v o lu n t a r io y lib é r r im o d e la R e v e la c ió n . L a r e la c ió n e n t r e a m b a s p a r t e s d e la f il o s o f ía p o d r ía p e n s a r s e t a m ­ b ié n , e n e f e c t o , a l r e v é s d e lo h a b i t u a l : la f ilo s o f ía c o m ie n z a p o r la e x p e r i e n c i a ( o s e a : d e m a n e r a p o s itiv a ) y l u e g o , a l s o n d e a r la p e n s a b i l i d a d d e é s t a ,

abstrae s u s

c o n d ic io n e s d e p o s ib ilid a d y la s p r e s e n t a d e fo r m a p u r a m e n t e

r a c io n a l . E l p e lig r o e s t r ib a - c o m o le a c o n t e c ió se g ú n S c h e l l i n g a l id e a lis m o - e n q u e a c a b e o lv i d a n d o s u o r i ­ gen y crey en d o ,

catastróficamente, q u e

e s e l la la q u e p u e d e e n g e n d r a r a l m e n o s la s lín e a s g e n e r a l e s d e la e m p i ­

n a . S in e m b a r g o , a l e str e lla r se - e n u n a v e rd a d e ra

reductio ad absurdum- c o n t r a

su s p r o p io s p r e su p u e s to s , se v e

o b lig a d a a « r e c o r d a r » (in te r io r iz a r ) su p r o c e d e n c ia a p a r tir d e u n a c t o d e lib e r ta d . A s í q u e n o s m o v e m o s e n e l c í r c u l o « l ib e r t a d / n e c e s i d a d » , d e l q u e e l f i l ó s o f o n o d e b e - n i p u e d e - sa lir .

1:11D e l

m i s m o m o d o , e n c u a n t o q u e s e t r a t a d e la

la M i t o lo g ía e s e l p r e á m b u lo « n e c e s a r io » ( ¡n e c e s a r io

asunción d e a m b a s c o n f e s i o n e s e n e l s a b e r , l a F i l o s o f í a d e a p o s t e r i o r :, d i r í a m o s ! ) d e l a F i l o s o f í a d e l a R e v e l a c i ó n . Y

a l ig u a l q u e H e g e l a f ir m a b a q u e e l A r t e (¿y h a s t a la R e l ig ió n , t r a d i c io n a lm e n t e e n t e n d id a ? ) e r a c o s a d e l p a s a ­ d o , d e m o d o q u e la i n t u i c i ó n ( ¡ y la f e ! ) h a b í a d e b u s c a r « r e f u g i o » e n e l c o n c e p t o , a s í t a m b i é n c a b e la s o s p e c h a - a u n q u e S c h e l l i n g n o se a t r e v a a d e c ir lo e x p r e s a m e n t e y c o n t o d a c l a r i d a d - d e q u e la F ilo s o f ía d e la R e v e la c ió n

pasivo reflejo d e l C r i s t i a n i s m o e n l a c o n c i e n c i a r a c i o n a l , s i n o l a supe­ religión filosófica. Q u e l a f i l o s o f í a c r i s t i a n a s e a l a ú n i c a filosofía v e r d a ­ e x a c t a m e n t e l o m i s m o q u e d e c i r q u e e l C r i s t i a n i s m o e s l a V e r d a d , tout

n o se a u n a m e ra e x o s ic ió n c o n c e p tu a l, u n

ración d e

a q u é l : la « n u e v a R e l i g i ó n » , la

d e r a , c o m o s o s tie n e S c h e l li n g , ¿ s ig n ific a

courtl ¿ N o

h a y a q u í u n a m b i c i o s o d e s e o d e s u p e r a c i ó n d e la « r e p r e s e n t a c i ó n h a b i t u a l » , s e g ú n l a c u a l « e l

C r is tia n is m o e s u n a m e ra m a n ife s ta c ió n

(Erscheinung) h i s t ó r i c a » ? (PhO 2 / 3 ,

1 3 6 ) .- S c h e l l i n g c o m p a r a la g r a ­

d a c ió n d e la s g r a n d e s c o n f e s io n e s r e lig io s a s c o n la d is p o s ic ió n s i m b ó li c o - e s p a c i a l d e l T e m p lo d e S a l o m ó n : e l P a g a n ism o c o n situ ir ía e l a trio , e l Ju d a ism o e l sa g ra rio

y e l C r istia n is m o e l

Sancta S a n c i o n a n .

E l p r im e r o e s t a ­

r ía r e g id o p o r la L e y e i l u m i n a d o p o r la R a z ó n ; e l s e g u n d o , r e g id o i g u a l m e n t e p o r la L e y e i l u m i n a d o p o r la T r a d i c i ó n ; e l t e r c e r o , e n f i n , r e g id o p o r la L i b e r t a d e il u m i n a d o p o r e l E v a n g e l i o . Y la r e l i g i ó n n a t u r a l s e r e l a ­ c i o n a r í a c o n la r e l i g i ó n s o b r e n a t u r a l c o m o e l le ib n i z ia n o R e i n o d e la N a t u r a l e z a l o h a c í a c o n e l d e la G r a c i a (c f.

PhO 2 / 4 ,

1 7 ) . H a s t a a q u í, e l c r i s t i a n o o b s e r v a n t e n a d a te n d r ía q u e o b je t a r . ¡S ó l o q u e S c h e l l i n g a ñ a d e

e n s e g u id a u n g r a d o m á s - y m á s a l t o - a e s a je r a r q u í a ! H a b l a e n e f e c t o d e r e lig ió n n a t u r a l, s o b r e n a t u r a l y

sófica. E n

e s t e ú lt im o c a s o s e tr a t a d e la

Ergründung o

filo­

e x a m e n a f o n d o d e l o « r a z o n a b l e » d e l C r i s t i a n i s m o y,

p o r e n d e , d e t o d a o t r a m a n i f e s t a c i ó n r e l i g i o s a , d e m o d o q u e e s a r e lig iá n

filosófica - ¡ n o

u n a filo so fía

de l a

r e lig ió n !-

s e r í a a l g o a s í c o m o e l T e m p l o d e S a l o m ó n e n s u c o n j u n t o , m e d i d o y s o p e s a d o c u i d a d o s a m e n t e , ¡y h a s t a c o n p e r s ­ p e c tiv a s d e r e n o v a c ió n y a m p lia c ió n , e n v is ta d e l a d v e n im ie n to d e l E v a n g e lio E t e r n o c r íp t ic a m e n te la te n t e e n

948

claro) ya nos es bien conocida: se trata del paso de la necesidad, de la inmanencia y del juego de Potencias a la libertad, la trascendencia y la Personalidad de Dios: la «irrup­ ción» del Dios verdadero en cuanto tal (P/iO 2/3, 187), a todos manifiesto22” (es decir: ya no esotéricamente, como en los Misterios, o convertida la doctrina, exotéricamen­ te, en ficción alegórica, como en la Poesía). Sin embargo, este paso no se da sin levantar dos problemas de alto bordo: el filosófico de la relación entre la necesidad y la libertad, y el religioso de la conexión estrecha entre Mitología y Revelación. Con respecto al primero, Schelling insiste en que la inversión de la tensión intema de las Potencias en la sucesión de las Personas divinas constituye el «milagro» de la gra­ ciosa revelación del «misterio del ser divino» (P/iM 2/2,91). Pero inmediatamente antes señala que la intención de suspender (no de suprimir) el ser divino en la tensión de potencias tiene por objetivo el «ponerlo accu, tal como él es efectivamente, lo cual no era posible de ninguna otra manera.» (ibid.). ¿No habrá entonces que inferir de aquí la absoluta necesidad de la Mitología para la Revelación, y ver en ésta una mera conse­ cuencia o derivación de la primera? Si se permite el juego de palabras, cabría decir: en el Absoluto, en absoluto. Si éste quiere revelarse, actualizar su «poder-ser» —y es un «hecho» para Schelling que lo ha querido in aetemum y lo ha llevado a efecto en un evento que hace Historia, puesto que experimentamos positiva y dolorosamente las con­ secuencias de esa primera de-cisión-, entonces (mirando hacia los mitos retrospectiva­ mente desde la Revelación) el proceso teogónico ha sido puesto por ese «m ilagro», y sólo desde él tiene sentido. La necesidad se sigue de la libertad, no a la inversa. Aunque cronológicamente haya aparecido antes, la Mitología «surge» ontológicamente de la Revelación, y es puesta por ésta como su trasfondo; de manera que la Revelación es la ver­ dad del «fenómeno» (Erscheinung) mitológico22”, no al revés (pensar otra cosa sería seguir con el viejo prejuicio analítico y anti—idealista, según el cual lo primero es lo más alto, estando ya en ello implícito todo lo que de él pueda «deducirse»).22” Una vez admitido

el Evangelio de San Juan: la religión del Futuro! Tarea de esa «religión» será preparar ese Adviento y expo­ ner el contenido infinito en la forma más acallada posible (cf. PJiO 2/4, 25). :;v’ Recuérdese que Offenbarung significa a la vez «revelación» y «manifestación». Y no será irrelevante que Schelling ponga el Futuro -como veremos- bajo el signo de San Juan Evangelista. El libro a éste atribui­ do, con el que se cierra la Escritura, se dice en alemán Buch der Offenbarung: el Apocalipsis. 22,4 Muy al estilo hegeliano afirma Schelling con rotundidad que: «El Cristianismo es la verdad del Paganismo» (PhM 2/1, 248). Y señala también -como Hegel en sus lecciones sobre filosofía de la religiónque la evangélica «plenitud de los tiempos» tiene como condición necesaria (¡no suficiente!) por un lado la expansión de Roma como centro de dominación universal, con la consiguiente indiferenciación de todos los pueblos en materia religiosa (correlativa a la igualdad jurídica del cives románus, con independencia de su lugar de nacimiento o condición social), y por otro la toral postración de Israel; ambos puntos corresponden en el nivel histórico y profano a la coincidencia del Señor del Universo con la «humildad» del Hijo, abajado a figura de siervo. Así, el Cristo velado y futuro tiene ya el terreno abonado para hacer acto de presencia como Cristo manifiesto, el eje de la Historia Universal (cf. PhO 2/4, SS). 2!" Es más -y contra Hegel-: ni siquiera cabe decir aquí que lo verdadero es el «resultado» (se trataría entonces de una mera inversión del punto de vista de la lógica tradicional: el final o la mera, como desplie­ gue de un germen inicial implícito; la libertad, como culminación de una necesidad bien entendida, como pare­ ce ser el caso de la transición en Hegel de la lógica de la esencia -que acaba en la necesidad absoluta- a la del concepto -que culmina en efecto en la Personalidad de la Idea-). La libertad (para el caso, la Revelación) no se sigue de la necesidad (para el caso, la Filosofía de la Naturaleza o de la Mitología). No hay secuencia, ni en un sentido ni en otro, sino absoluta ruptura por un acto -de suyo incomprensible- de Voluntad. Pero de ese Acto se «siguen» necesariamente no sólo consecuencias, sino también antecedentes, cambiando por así decir tanto lo «anterior» como «posterior». El Nacimiento de Cristo no está ni al inicio ni al final de la Historia sino en el Medio (o más exactamente: no está en la Historia, sino que constituye y da sentido a la entera Historia, de la que es el punto 0; por eso no tiene «fecha» asignable: el cómputo histórico se hace a partir de la Encarnación, con numeración negativa o positiva).

949

ese acto inefable de Voluntad, entonces subyace al proceso una racionalidad inm a­ nente, porque -según una doctrina schellingiana bien establecida ya desde 1804—la Voluntad tiene como «reflejo» o contrafigura (Gegenbild) suya al Entendimiento (el Lógos). N o es pues descabellado -desde el punto de vista schellingiano—decir que actos como la Creación o la Encamación se han dado de forma libérrima, y afirmar a la vez que: «el Ente es puesto-conjuntamente (mitgesetzt) en virtud de una suprema necesidad racional.» (2/1, 572). Si Dios se com-promete a existir, lo hace con todas las conse­ cuencias. Lo contrario no sería un acto de libertad, sino una despótica arbitrariedad, una «ocurrencia».2216 El segundo problema: la conexión entre Mitología y Revelación, es más peliagudo. A l menos prima facie, la concatenación de ambos procesos puede que no contente a nadie, pues parece implicar una «cristianización» de la Mitología (Cristo: el «dios veni­ dero», ¿es ya Dionisos-Iakchos, o -com o preguntaban al Bautista- todavía debemos esperar a otro?) y conllevar por otro lado una «mitologización» del Cristianismo (Dios no está todavía «hecho», sino que ha pasado antes por avalares como un Visnú cual­ quiera, de modo que tiene -valga la expresión- «antecedentes penales», y ha de pasar todavía por una sucesión de Personas, de modo que hoy por hoy es un «D ios» imper­ fecto). Por lo que toca a lo primero, no vale el subterfugio de decir que el proceso mito­ lógico tiene lugar solamente en la conciencia humana: toda la Antigüedad, millones de individuos habrían «vivido» entonces engañados, sumidos en una suerte de fantasma­ goría. Además, distinguir entre el mundo «real», externo, y el mundo «mental», inter­ no, supondría volver a un estadio precrítico y hasta irreflexivamente afilosófico. S i se quiere, cabe hablar de una ofuscación y de una obcecación de la conciencia; pero con ello, el mundo mismo quedó realmente ofuscado (ver notas 2191 y 2192): más que de una relación de causa-efecto, se trata de una verdadera interacción recíproca (una Wechselwirkung, sensu kantiano). Naturalmente que el proceso teogónico es un «deve­ nir de Dios en la conciencia»; pero ese proceso es Gotterzeugend, «engendrador de Dios» (2/1, 198). Aunque el proceso se dé como necesario solamente en la conciencia, tiene una realidad externa a la conciencia (cf. 2/1, 193). Los dioses son -h an sido- bien «rea­ les» (aunque no lo fueran de suyo, por sus solas fuerzas, en el proceso estaban actuando -por la libre voluntad del hombre- las potencias que ponen a Dios en sí; cf. 2/1, 208). Pero esos dioses -ta l la pregunta decisiva- ¿son ya de alguna manera Dios? ¿o son al menos su Pasado? Dos cosas, al menos, están claras: 1) Dios no es un deus otiosus, que ha esperado tranquilamente au dessus de la melée a que, dada la necesidad del proceso

-

a “ E s t a id e a p r o c e d e d ir e c t a m e n t e d e la d o c t r i n a k a n t ia n a so b r e la « l ib e r t a d t r a s c e n d e n t a l » . E l i n ic io d e

t o d a a c c ió n v e r d a d e r a e s c o n t in g e n t e (p o d r ía n o h a b e r te n id o lu g a r ). P e r o u n a v e z in ic ia d a , c u a n to se s ig a d e e l la e s « c a r g a d o » e n la c u e n t a d e l a g e n t e , p o r m á s q u e e s a s c o n s e c u e n c ia s n o e s tu v ie r a n e n su v o lu n t a d . A h o r a b ie n , c u a n d o s e tr a t a d e u n a V o lu n t a d in f in ita , n o s ó lo la s c o n s e c u e n c i a s lo s o n ; t a m b ié n c u a n t o « a n t e c e d e » a l a c to ( o s e a , e l M u n d o e n te r o y su H is to r ia ) q u e d a tr a n s fo r m a d o C r isto h a b ía

en el acto : n o s e p u e d e d e c i r q u e « a n t e s » d e

sólo n e c e s i d a d y q u e , d e s p u é s d e s u V e n i d a , sólo h a y l i b e r t a d . E s a « n e c e s i d a d » e s t á t r a n s i d a d e

u n a lib e r ta d la te n t e e n e lla - s i n o , ¿a q u é se d e b e r ía la p r o c e s u a lid a d t e o g ó n i c a ? - . Y p o r e l o tr o la d o , e s a « l ib e r ­ t a d » t i e n e c o m o f o n d o ( ¡ n u n c a t o t a l m e n t e p e r m e a d o , n u n c a t o t a l m e n t e d i s p o n i b l e ! ) u n a n e c e s i d a d p o ten ­ cialm ente s u b y u g a d a ( o s e a ; s u b y u g a d a e n c u a n t o P o t e n c i a ) , p e r o s i e m p r e , de hecho, c a p a z d e s e d u c c i ó n y d e s ­ v a r ío ; p o r e s o a s p ir a la lib e r ta d - h u m a n a - a r e a liz a r a lg o q u e

debe ser, n o a l g o q u e tenga que ser o q u e , s i n m á s ,

s e a : la lib e r t a d s e e je r c e r e n o v a d a m e n t e c o n tr a u n a n e c e s id a d « n a t u r a l » s u b y a c e n t e y s ie m p r e p u ja n t e , q u e b i e n p u e d e t o m a r e n d e t e r m i n a d o s m o m e n t o s la p r i m a c í a : u n a i d e a é s t a d e im p o r t a n t e s c o n s e c u e n c i a s p a r a la c o n c e p c ió n s c h e llin g ia n a

antiprogresista ( l o c u a l n o s i g n i f i c a , s i n m á s , reaccion aria ) d e l a p o l í t i c a y l a H i s t o r i a :

n i e l E s t a d o e s la c u lm i n a c ió n id e a l - e l d e s t i n o - d e l in d iv id u o , n i la H is t o r ia p r e s e n t a u n a p e r f e c t ib il id a d il i ­ m ita d a - s in

« b a c h e s » n i r e t r o c e s o s - d e l h o m b r e , c o m o si se t r a ta r a d e u n a g r a d a c ió n u n ifo r m e y p e r f e c t a ­

m e n te re g u la d a .

950

de la conciencia extática, teopática, ésta «volviera en sí» de su desvarío para encon­ trarlo tal como era, inmutable e impasible. 2) Dios no empieza a existir con -y como— Jesucristo, con la Revelación cristiana. Dios según Schelling existe realmente desde el inicio de la Creación del mundo primordial, no de este mundo sensible. Ahora bien, no hay ni dos mundos separados (este mundo es una actualización deforme, pero susceptible de mejora, del mundo primordial potenc/á; Schelling parece ya liberado de toda velei­ dad neoplatónica) ni dos «tipos» de Dios (uno mitológico -primer monoteísta relativo, y luego politeísta-, y otro trinitario). Al igual que el mundo, el mismo Dios en potencia se puede manifestar de dos maneras: velado y trastocado por la (mala) voluntad del Hombre, pero pujando y «latiendo» de manera harto prometedora como el Dios que viene (y que la conciencia siente oscuramente, barruntando en su sobrecogimiento actual una libera­ ción futura), o bien revelado como Persona libre por su propia Voluntad, pero sólo cuan­ do la conciencia ha aprendido -a fuerza de sufrimientos- a estar necesaria y negativa­ mente abierta para el Mensaje. Ahora bien, por la Encarnación, Dios se ha revelado efectivamente como Dios, pero bajo la figura de siervo: su Revelación absoluta como compenetración plena de las tres Personas (y, por ende, la reconciliación del mundo con Dios: el único y verdadero «panteísmo») no ha llegado todavía. El Dios Absoluto schellingiano es el Dios (del) Futuro. Y sin embargo, no se puede decir que Dios no sea aún Dios (ello no sucedía ni siquiera al inicio «uránico» del proceso mitológico), porque cada Persona es absoluta, íntegramente Dios y tiene ya en sí a las otras: la Unidad está ya de-cidida desde el inicio; pero no está absolutamente cumplida, en y para sí. A l Presente2217, Dios está revelado como Hijo, el cual remite al Padre y promete la venida del Espíritu: es cierto que Éste ya se halla presente -tras Pentecostés-, pero los que han de ser suyos no lo han reconocido todavía como tal (al igual que los paganos sólo «oscu­ ramente» -y según lo ve Schelling a tergo- barruntaban en los avatares del Dios libera­ dor al Cristo, sólo reconocido como tal tras la Encarnación). Y si Dios ha de ser Todo en todo (Schelling no abandona jamás la Alleinheistlekre, el hén kai pán), entonces también El es -m as ya en un sentido personal, libre- un «D ios venidero»: existente... como Futuro. Es obvio que esta respuesta (tortuosa y torturada, ciertamente) no podrá con­ vencer jamás a ortodoxia alguna. ¡Pero no menos obvio es que Schelling es un filósofo, no un fiel adepto a una determinada confesión!: «N o tengo ningún interés -confiesa francamente- en ser lo que se dice ortodoxo, al igual que tampoco me sería difícil caer en lo contrario. Para mí, el Cristianismo es sólo un fenómeno que yo intento explicar.» (PhO 2/4, 80). Ese ambicioso intento de explicación racional de un «fenómeno» radi-

Téngase en cuenta al respecto la compleja doctrina del «tiempo» en Die Wehahcr. Cabe hablar del tiempo de este mundo como de un «tiempo temporal», «miniante» y natural, en el que se suceden continua­ mente la generación y la corrupción: una rueda que a nada llega ni nada cumple; es el tiempo del que se lamen­ ta el Cohelet, en el Eclesiastás: nihiI novi sub solé. Ese tiempo (medido en efecto por la aburridamente repetida revolución de la Tierra en tomo al Sol) es un tiempo vacío, sin veidadera sucesión (tal la noción del «tiempo vulgar» que criticara Heidegger en el famoso § 82 de Ser y tiempo). Pero ese tiempo «físico» no es sino la con­ gelación («voluntaria», por nuestra parte) de uno de los WWtzeiten, de las épocas del mundo, a saber: una petri­ ficación del Presente (Gegemvart). A este verdadero tiempo del mundo (el tiempo de la Historia) le precede el tiempo antes del inicio, antes de la Creación: el Pasado, y le seguirá el tiempo tras el fin del mundo: el Futuro. Este tiempo verdadero, «eterno», sí es sucesivo. El Presente está transido del Pasado (las Potencias del Dios «que puede ser») y grávido del Futuro (la compenetración en Uno de las tres Personas divinas). Cada «tiempo» tiene su meta y su contenido eterno, pues es pleno. Inicio, fin y sentido del Presente es Cristo: la meta de la Humanidad (2/4, 12s), la cual llegará a su entera cumplimenración cuando Cristo esté plenamen­ te presente en la conciencia, como fusión amorosa de libertades: cuando todo antagonismo natural se halle enteramente subyugado, pero por libre voluntad humana, sin coerción alguna. En este sentido, bien se puede decir que de la «realización» de Dios es corresponsable el hombre.

951

cálmente superracional (pero, según él cree, desde luego no irracional) constituye el núcleo de la Filosofía de la Revelación.12'* Con su exposición oral en los Cursos berlineses (entre 1841 y 1848) concluyó de hecho la Era Crítica (es bien significativo que la rei­ vindicación ulterior de Kant se entendiera ya a sí misma como neokantismo). Y con el examen de esa exposición concluiremos también nosotros este largo tratado. V il .5 .- L A R E L IG IÓ N

F IL O S Ó F IC A D E L D IO S V E N ID E R O :

F I L O S O F Í A D E LA R E V E L A C I Ó N .

La filosofía positiva es una «dialéctica histórica» (P/iM 2/1,9), o con más precisión: pretende ser la Dialéctica de la Historia, pero de la Historia intema del mundo-en-la-conciencia y de la conciencia-de-mundo: no una sucesión de hechos con­ tingentes y sufridos como «desde fuera», pues: «este mundo de la Historia ofrece un espectáculo tan desconsolador que yo desespero por completo de que tenga una finali­ dad y de que, por tanto, haya una verdadera razón (Grund) del mundo.» (PhO 2/3, 7). N o es extraño al respecto que tantos hombres hayan pretendido buscar refugio en el naturalismo, buscando un triste consuelo a los males del mundo. Al fin, en la Naturaleza todo es como tiene que ser; aquí no hay sobresaltos: los sufrimientos son tan necesaria­ mente mecánicos como las alegrías (se nace y se muere según una ley tan inexorable como aburrida). Por sí sola considerada, la Naturaleza es una continua grisalla. En cam ­ bio, sólo el hombre es «aquello que él debe (solí) ser»; algo que «él únicamente puede alcanzar con conciencia y libertad» (ibid.). De ahí el riesgo, de ahí también la imposi­ bilidad del «naturalismo». No es posible volver atrás.” '9 De acuerdo con una vieja doc­ trina que se remonta al Poimandres del corpas hermeticum, adaptada luego al Cristianismo por Giovanni Pico della Mirándola en su hermosa De dignitate hominis orado y recogida en fin por el visionario amigo de Schelling en Munich, Franz von Baader, el hombre puede llegar a ser mucho peor o mucho mejor que el animal (y hasta mejor que los mis­ mísimos ángeles): pero por más que se esfuerce nunca podrá convertirse en mero ani­ mal, o sea: en un ser natural. Fue creado ab initio como Hombre, a imagen y semejanza de Dios, y luego se degradó por propia voluntad (aunque con bien oscura y casi nula conciencia de las consecuencias de su acción), rebajándose a ser esa extraña cosa osci­ lante entre el «poder ser» y el «deber ser», sin lograr nunca llegar a ser del todo. Lo que él tendría que volver a ser (imagen clara y distinta de Dios) no está enteramente en su*Si

T al co m o ap arece e n

S.W., e l

C u r s o e s t á d iv id id o e n tr e s lib r o s: u n a

Fundamentacián de la filosofía p o s i ­

tiv a ( q u e , c o m o r e v e r s o d e la f d o s o f ía n e g a t iv a , h e m o s y a e n b u e n a p a r r e e x a m i n a d o ) , u n s e g u n d o lib r o c o m o P im e r a P a r t e d e la

Filosofía de la R e v e l a c i ó n

(q u e in c lu y e la

Potenzenlehre, l a

d o c tr in a tr in ita r ia y u n a b re v e

e x p o s i c i ó n d e la F il o s o f ía d e la M i t o l o g ía ) , y u n t e r c e r o : la S e g u n d a P a r te d e la

Filosofía de la Revelación. E n

e l a p a r t a d o s i g u ie n t e - y ú lt i m o d e e s t e t r a t a d o - e x a m i n a r e m o s la d o c t r i n a d e la T r in id a d y e l c o n t e n i d o d e l t e r c e r lib r o . S i e s q u e r e a lm e n te c a b e h a b la r d e la N a tu r a le z a c o m o a lg o q u e e s tá a h í - d e t r á s » . D a d o q u e e s ta m o s y a c u r a d o s d e e s p a n t o , h a y q u e r e c o r d a r q u e S c h e l li n g ( p o n ie n d o u n a n u e v a n o t a a l p ie d e l T im e o d e P la t ó n ) c o n s id e r a q u e e l m o n ó t o n o e s p e c t á c u l o d e la n a tu r a le z a e s preced e

m aetemum ( a u n q u e

resultado d e

la C a íd a d e l H o m b r e p r im o r d ia l; é s te

c o m o C r e a t u r a ) a e s ta n a tu r a le z a d e g r a d a d a , « a l E s te d e E d é n » . Y a l c o n tr a r io : c o n

la li b e r t a d d e l h o m b r e l a N a t u r a l e z a s e r e m o z a y r e n u e v a , r e c u p e r a s u s « c o l o r e s » p a r a d i s í a c o s . A t r a v é s d e la a c c i ó n h u m a n a ( t é c n i c a , p o l í t i c a y r e l i g i o s a ) , t a m b i é n la n a t u r a le z a r e sp o n sa b ilid a d d e l h o m b r e p a r a c o n D io s e s

eo tpso r e s p o n s a b i l i d a d

recuerda: t a m b i é n

e lla e s a n a m n é tic a . L a

p a r a c o n la N a t u r a l e z a , q u e c a e y s e l e v a n ­

t a c o n s u p r o m o t o r ( e l h o m b r e n o e s d e s d e l u e g o H a c e d o r d e l a N a t u r a l e z a ro u r c o u r t - e l l a e s l a N a t u r a l e z a . .. e n D io s , e l F o n d o m i s m o d e D i o s - ; p e r o s í lo e s d e

esta n a t u r a l e z a

se n s ib le e n la q u e n o s m o v e m o s ). A g ita r s e

in c e s a n te m e n t e e n e l s e n o d e u n a n a tu r a le z a p r o fa n a d a s ig n ific a e x a c ta m e n te p r o fa n a r a D io s. T a m b ié n S c h e llin g e s su o

modo « m a t e r i a l i s t a » .

a c tu a le s m o v im ie n to s e c o lo g is ta s .

H a y a q u í u n r ic o f iló n d e p e n s a m ie n t o q u e p u e d e s e r a p r o v e c h a d o p o r lo s

Schelling. Litografía, 1842.

mano; pero sí lo está -huella al fin de Kant y sobre todo de Fichte- deber ser libremen­ te lo que necesariamente tendría que ser (de nuevo nos encontramos aquí la interac­ ción típica de libertad y necesidad). ¡Pero para eso necesita de ayuda, pues su «poder ser» es algo debido, algo que le viene otorgado por Aquél que, en sí, consiste en esencia en llegar a ser -o no ser- «Lo-que puede-ser» (das Seyn-Konnende)! Contra Lessing y su Educación del género humano, Schelling no piensa que la Revelación sea un mero obsequium fidei, una suerte de «atajo» para que la Humanidad encuentre más pronta y cómodamente aquello que por mera razón, aunque tras muchos esfuerzos y frustraciones, acabaría hallando por sí sola. Esta es la razón del extraño «empirismo» (no tan extraño, si recordamos a Hamann y Jacobi) schellingiano. Y no hace falta acudir a tan excelso ejemplo (aunque en definitiva se derive de él, según el Génesis y las doctrinas de los Padres de la Iglesia): la muerte es un «hecho» absolutamente inexplicable desde el punto de vista racional. Es un hecho que la gente se muere,2Z4Úsin que queramos saber por qué (por eso no podemos saberlo; si lo quisiéramos de verdad, aprenderíamos entonces a morir como Dios). Más aún: ningún hecho de experiencia, por banal que fuere, es enteramente reconducible a su causa plena por la sola razón (aquí, tras muchos vericuetos, sigue resonando la voz crítica de Kant). Si cualquiera de ellos lo fuera, se llegaría necesariamente a un primer Existente autorreferencial y autosubsistente. Pues el Ser es para Schelling lo determinante; el Pensar (el saber filosófico), lo determinado.2141

Y s o lo e l h o m b r e s e m u e r e p r o p ia m e n te , r e p e tir á c o m o u n e c o H e id e g g e r . L o s a n im a le s s e lim it a n a « n a c e r » y « p e r e c e r » (u e re n d e n , c a s i lit e r a lm e n t e : « t e n e r u n m a l f i n » ) s e g ú n la n e c e s id a d . H e g e l y S c h e l li n g , m á s a u d a c e s e n e s to q u e H e id e g g e r (y m á s « lu t e r a n o s » ) , h a n in sis tid o e n q u e q u ie n h a m u e rto d e v e r d a d , y a d e s ie m p r e , d e sd e e l s e n o m ism o d e la d iv in id a d y c o m o s u p e r a c ió n lib r e y p o s it i v a d e la « c u lp a b l e » , lib r e y n e g a ­ t i v a m u e r t e d e l h o m b r e e s ... D io s. N o e s e x t r a ñ o p u e s q u e u n E n g e ls p r e sta r a a t e n c ió n - a u n q u e d e s d e lu e g o se d e s ilu s io n a r a e n se g u id a a la s le c c io n e s b e r lin e sa s d e S c h e lli n g . E n e s te p u n to , y e n m u y p o c o s m á s, c o in c id e e l « m a t e r ia lis m o d i a l é c ­ t ic o » c o n n u e s tr o p e n s a d o r e n m u c h a m a y o r m e d id a q u e c o n H e g e l.

OC3

V I I . 5 . 1 E i H echo de la Experiencia.

Es necesario partir pues de los «hechos» a los que la conciencia está «sujeta» (en vez de «soñar» con los reinholdianos «hechos de la conciencia»). Por consiguiente, la conciencia no puede «fundamentar» (begründen) esos hechos. Sólo los puede sondear, o sea examinar hasta el fondo (ergründen), reconociendo paradójica y humildemente en ese fondo lo Incognoscible. Puesto que el Entendimiento (el Lógos) procede de Dios como su «reflejo» absoluto (es el Sujeto del Inicio, como veremos en seguida), ese Proceso ha de ser pensable y razonable (también para el hombre)... hasta cierto punto (el punto en el que se tropieza con la Voluntad divina de Ser desde el Fondo). En el Fondo, la diferencia de conocimiento se debe a una diferencia de fuerza de voluntad.2212 Y todo hecho, en cuanto tal, es «histórico»: narra un proceso, una historia. Más altos que los hechos «físicos» (cuya «historia» verdadera, que se remontaría a la Caída, el hombre sólo muy borrosamente recuerda) están los hechos propiamente «históricos», documentables (pues en ellos reconocemos ya claramente una intención humana).2244 Y más alto aún que los hechos de la historia está el Hecho, el Factum de la Historia misma, o como dice Schelling2241: no un hecho de experiencia sino «el Hecho de la Experiencia» (Thatsache der Erfahrung) (PhO 2/3, 19). Que haya experiencia no es algo a su vez empírico, sino un «hecho puro», un hecho «sobrenatural» (PfiM 2/1,125; 82s). Es evidente que el empirista protestará contra esta metábasis eis alió génos (al igual que antes, y por motivos bien distintos, se irritaba contra Schelling el teólogo ortodoxo). Pero no menos evidente es que la presuposición de que hay un mundo sólo puede acep­ tarse desde la mística (como Wittgenstein hará), o bien por una decisión voluntaria, sondeada desde la contingencia de las acciones humanas y plegada a un más alto acto de voluntad. Jugando de vocablo, dice Schelling que a la filosofía positiva sólo se acce­ de por la voluntad, dando así un: «paso dentro de ella de hecho2243» (PliM 2/1, 564). En esa nuestra decisión, acompañamos al «hecho» de la inversión de la Potencia en Personalidad: del «poder ser» al libre «querer ser». Una inversión, pues, que no se debe al pensamiento, sino que procede (como en Fichte) de un «impulso práctico» (2/1, 565). En esa decisión se abandona realmente al «yo» excluyente, negativo, propio del pensar2246. Ahora bien, el abandono del «yo» es eo ipso la elevación del cognoscente a personalidad libre. Mientras que el sujeto teórico sólo encuentra ante sí la muerta repre­ sentación de un objeto, la doblegación de la voluntad constituye en verdad la fusión con una voluntad superior, con el Espíritu, en cuanto «Voluntad que se tiene a sí

m í I n c lu s o e l p r o p io C r i s t o , e n la a g o n ía d e G e t s e m a n í , d e c ía : « P a d r e m ío , si

es posible, p a s e

d e m í e ste

c á liz ; sin e m b a r g o , n o se h a g a c o m o y o q u ie r o , s in o c o m o q u ie r e s t ú .» ( M t 2 6 , 3 9 ; su b r. m ío ) . L a p o s ib ilid a d , la p r im e r a P o t e n c ia , n o e s t á n i siq u ie r a e n m a n o s d e l H ijo , b a jo fig u r a d e sie r v o . T a m b ié n é l « s o n d e a » lo s m is ­ t e r io s d e l R e i n o d e D io s. 1241 A s í , e l m o n o t e í s m o p r i m i t i v o , l a

Uroffenbanmg ( a l g o

e n lo q u e S c h e l l i n g c o i n c i d e c o n F r. S c h l e g e l ) ,

s e r ía u n « h e c h o » s u p u e s t a m e n t e d o c u m e n t a b l e e n lo s in ic io s d e la h is t o r ia d e lo s p u e b lo s ( d e t a n tu r b ia f u e n ­ te - t u r b ia a l m e n o s, p a r a n o s o tr o s, h o y - su rg ió b u e n a p a rte d e l e s p lé n d id o e d ific io d e c im o n ó n ic o d e la s c ie n ­ c i a s h u m a n a s , in c lu id a la a n t r o p o lo g ía ) . P o r e s o lo t ie n e S c h e l l i n g c o m o u n p r e s u p u e s to h is t ó r ic o d e la m i t o ­ lo g ía (c f. P h M 2 / 1 ,9 1 s ). 1144 C o n r e s o n a n c i a s a p e s a r d e t o d o k a n t i a n a s ; r e c u é r d e s e : « H a y s ó l o u n a e x p e r i e n c i a . . . » . !!4S O r i g . : m

der That; s i g n i f i c a

a la v e z « d e h e c h o » y l i t e r a l m e n t e : « e n l a a c c i ó n » . R e c u é r d e s e l a

KrV A l l í . Thathandlung

f i c h t e a n a . T a m p o c o S c h e l l i n g p u e d e r e m o n t a r s e d e l « h e c h o » a la « a c c i ó n » ; p e r o p u e d e a c o m p a ñ a r e s e r e m o n ­ te , so n d e á n d o lo . a “ C f.

PhM 2 / 1 ,

5 6 6 . T a l e s e l c o n o c id o p r o c e s o d e a u t o d e s t r u c c ió n d e la r a z ó n e x c lu y e n t e ; c u a n d o p r e ­

te n d e , a l m e n o s te n d e n c ia lm e n t e , lle g a r a s a b e r lo to d o , d e b e c o n f e s a r su d e r r o ta : « l a filo s o f ía n e g a t iv a lle g a c o n e l l o a la d e s t r u c c i ó n d e la i d e a ( a l ig u a l q u e la C r í t i c a d e K a n t ll e g a p r o p i a m e n t e a la h u m i l l a c i ó n d e la r a z ó n ) , o s e a , a l r e s u lt a d o d e q u e s o la y p r im e r a m e n te e s e l E n t e d e v e r a s lo q u e e s t á fu e r a d e la id e a , lo q u e n o e s la id e a , s i n o m á s q u e la id e a ,

K peiTTO V TOV

Aoyov.- ( l a

954

c it a r e m ite a A r is tó t e le s ,

Ética a Eudemo; V I I ,

1 4 ).

misma» (2/1, 527; una alusión, cristianizada, a la entelécheia aristotélica). «Pues la per­ sona busca a la persona» (2/1, 566).ZZ47 Bien puede decirse que la entera exposición filosófica del Cristianismo depende de un Hecho: la obediencia del Hijo al Padre (manifiesta históricamente en Getsemaní, aunque ya cumplida ab inicio), la abnegación de su propia voluntad en favor de una Voluntad más alta. De ese hecho se derivan el abandono de la hora nona (sin el cual no habría consumación de los tiempos), la aceptación de la muerte y la transfiguración. Y es que, aunque resulte extraño a oídos ortodoxos, la Revelación de Cristo (desde su encarnación a su Pasión) no es para Schelling la Revelación de Dios en su integridad. Antes incluso de ser propiamente «Cristo», en cuanto Lógos coeterno con el Padre” 18 pero engendrado por El, la Segunda Persona está puesta como diferente e independiente de Dios: es un ser exvradivino, extra patrem, que podría ser «Dios» (pero un Dios imper­ fecto: el más alto de los dioses paganos, el Señor del Mundo, según la promesa del Demonio cuando tienta a Cristo en el desierto). Podría serlo, en cuanto que, como rea­ lización personal de la Segunda Potencia, domina ya y tiene bajo sí a la Primera (¡pero no desde luego a la Persona a la que le está sometida esa Potencia!).zzw Podría, desde luego, pero no quiso: «El Hijo desdeñó es ce Señorío (Herrlichkeic) que él podría tener con independencia del Padre; y en ese desdén es Cristo. Esto es lo que constituye la idea bási­ ca del Cristianismo.» ( PhO 2/4, 37). El locus classicus en el que se basa Sch ellin g-el

lw No es necesario señalar lo peligroso de este método (que ningún «positivista» aceptaría, aunque quizá sus presupuestos metafísicos no sean de mejor estofa que los schellingianos): la inversión del «dato» en lo que «fundamenta» a ese dato (una fundamentaron al menos tentativamente accesible por una fusión de voluntades) puede hacer pasar de rondón simples convicciones y creencias poco meditadas como «explicaciones» si no racionales, sí al menos razonables. Además, y ya que todo (al menos, todo lo transmitido documentalmente) puede convertirse bien en «hecho» o bien en el «Hecho» que pone y asienta al hecho como su condición de existencia, el riesgo de reversibilidad ad libilum es patente. Así, por ejemplo, Schelling afirma que la Trinidad no es algo inteligible desde el Cristianismo, sino al revés: éste se entiende solamente a partir de ella (PhO 2/3, 312s). ¡Puede que la supuesta Uroffenbarung (en ella estarían presentes las eternas huellas trinitarias) fuera más positiva para el Urmemch que para el hombre corriente de hoy, que bastante tiene con aceptar la Offenbarung cristiana! Clam está que Schelling argüiría -obscurum per obscunus- que ello se dehe al Urcreignis de la Calda, el cual nos impide remontamos a ese estadio. ¿Por qué se lo permitiría, en cambio, a Schelling) Ya que no puede recurrír al saber (por alto que sea), malévolamente cabría pensar que entonces tendría que refu­ giarse en una Gracia especial a él conferida. Sin embargo, nos limitaremos a observar «benévolamente» que él se refiere a la inteligibilidad del Cristianismo, no a su existencia. Sin el hecho de la Revelación cristiana, no podríamos conocer la Trinidad. Pero, una vez remontados filosóficamente a ella, podemos volver sobre ese hecho y «entenderlo», en vez de aceptarlo por fe. Análogamente, Kant afirma como es sabido que la ley moral es la rario cognoscendi de la libertad, y ésta la rano essendi de la ley. '''* «Coeterno», pero destinado a regir un «tiempo» distinto al del Padre. Este gobierna el Pasado, el Hijo el Presente (coextensivo con la entera Historia del mundo y la humanidad), el Espíritu el Futuro. Para evitar confusiones, es importante señalar que la Primera Potencia (-A: «lo-que-puede-ser») no se identifica ni mucho menos con el Padre. En esa Potencia se da la tensión entre el Rindo (la Naturaleza en Dios: el respecto que tiende a la materialidad, a la no-existencia) y la Voluntad de existir. La Primera Potencia es el concepto de Dios en cuanto posición absoluta (recuérdese la Posilion kantiana) de quien no está obligado a pasar necesariamente a ser el Ser que se posee a sí mismo. Sillo con la libre extraposición de un Ser extradi­ vino, puesto como Hijo (cf. PhO 2/3, 3l9s), la Primera Potencia viene a ser Potencia que es del Padre, que le pertenece y a la que posee, exactamente a la vez que «surge» la Primera Persona: es obvio que el Padre sólo lo es respecto del Hijo. Pero el Padre podría a su vez seguir in aciemum siendo sólo en sí (an sich) el Padre si el Hijo no lo reconociera como tal, es decir: si no se sometiera libremente a su Voluntad. Sólo entonces, de con­ suno, Padre e Hijo son Personas divinas en sí y para sí. Y con ese reconocimiento mutuo emerge el Espíritu, la Tercera Persona qui a paire filioque proceda, según la fórmula de la Simbólica Edesial. En general. Potencia no equivale desde luego a Persona: ésta sólo se da en la entrega a lo otro, a lo distinto de sí y en la comunicación libre con lo otro, sobre la base de una Potencia que, en esa entrega y sólo en ella, le corresponde. Mutaus mutandís, podríamos decir con alguna simplicidad que la Potencia es el Ansich hegeliano (pura virtualidad) y la Persona el Für sich (lo cual implica exteriorizado!) de si y retorno a sí en lo otro).

955

cual, por tanto, debiera ser considerado según esta religión filosófica como la piedra angu­ lar del Cristianismo- es la Epístola de San Pablo a los Filipenses: «no mire cada uno a las cosas propias, sino a las de los otros. Meditad (phroneíszo en hymin) en lo que ya se daba en Cristo Jesús, el cual, aun existiendo en forma de Dios (en morphé theoú) y no consi­ derando un robo el ser igual a Dios2251’, sin embargo él mismo se despojó (ekénose2251, exinamvit) y tomó forma de siervo, llegando a ser a semejanza (homoiómati) de los hombres y encontrado en figura (schémati)2252 de hombre; así se humilló a sí mismo y se hizo obe­ diente hasta la muerte, y aun hasta la muerte de cruz.» (Ad Phil. 2, -8 ). De este denso texto, comparándolo con pasajes evangélicos, extraerá Schelling importantes conse­ cuencias. En primer lugar, que la Segunda Persona («an tes» de ser Cristo) poseyera «forma de Dios», sin que tal posesión fuera por así de prestado, significa que ya en el Pasado eterno -antes pues de la Creación- estaba en unidad con Dios (cf. 2/4, 45s. y Jo. 17, 5). En segundo lugar: que, no obstante, existía eternamente extra patrem estaría documentado (de una manera algo forzada, ciertamente) por la afirmación de Cristo: «Antes de que Abrahán fuera hecho (genésthai) yo soy (egó eimi).» (Jo. 8, 58).“ ” Por lo demás, si no fuera así no podría haberse despojado libremente de la morphé theoü. Y en tercer lugar, que aun siendo en unidad con el Padre, el Hijo le está esencialmente subor­ dinado (así como se someterá también existencial y libremente a su voluntad, en cuan­ to Cristo). Así, en un importante pasaje de San Marcos, Jesús vaticina el fin del mundo y advierte que nadie sabe cuándo tendrá ello lugar. Nadie: «ni los ángeles del Cielo, ni tampoco el Hijo22” , sino únicamente el Padre.» (Me. 13, 32). De esta confesión de igno-

!!5° I m p l í c i t a m e n t e s e a l u d e a q u í a l p e c a d o d e A d á n , c u y a c o n t r a f i g u r a e s e l s a c r i f i c i o d e C r i s t o ; é l , q u e n o p o d í a s e r i g u a l a D i o s , q u i s o s e r l o ( s i g u i e n d o e l c o n s e j o d e la S e r p i e n t e ) ; C r i s t o , q u e e n c a m b i o s í p o d í a s e r lo , n o lo q u is o . !!SI S e t r a t a d e l a f a m o s a

KeuüitJtc;

lit.: « v a c i a m i e n t o » . E l s ím il e s c l a r o ; a u n q u e la f o r m a d e D io s q u e é l

p o s e ía n o e ra c o m o u n a ro p a r o b a d a (e l o r ig e n e tim o ló g ic o d e « r o p a » y d e « r o b o » e s e l m ism o : e l d e sp o jo g a n a d o e n la b a t a l l a ) , s i n e m b a r g o s e d e s p r e n d i ó d e e s a f o r m a ( q u e d ó d e s n u d o , « v a c í o » ) , t o m a n d o l i b r e m e n ­ t e la d e h o m b r e .