Santo Domingo Savio Libro

Santo Domingo Savio Teresio Bosco SAN DOMENICO SAVIO Escrito por Teresio Bosco Traducido por Basilio Bustillo ÍNDIC

Views 178 Downloads 4 File size 618KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Santo Domingo Savio

Teresio Bosco

SAN DOMENICO SAVIO Escrito por Teresio Bosco Traducido por Basilio Bustillo

ÍNDICE 1.UN CAPRICHO SINGULAR 2. UN AMIGO VESTIDO DE NEGRO 3.CON LA CARTERA AL HOMBRO 4.¡NO TIENE MÁS QUE SIETEAÑOS! 5. EL ENCUENTRO Y LA ALIANZA 6. A PIES DESCALZOS 7. EL FRESCO ARROYUELO 8. LA ESTUFA LLENA DE NIEVE 9. UNA PÁGINA EN OCHO MINUTOS 10. UN ANUNCIO COMERCIAL 11. LA VIDA DE CADA DÍA 12. ¿OS DOY MI CORAZÓN? 13.CONDES Y MARQUESES 14.LE MEJOR DIVERSIÓN 15.PIEDRAS Y SANGRE 16. LA FÓRMULA MÁGICA 17.EN EL PATIO 18.ARTE DIFÍCIL 19.LA SARTA DEL CARRETERO 20. LA HISTORIA DE DON BOSCO 21. SEAGRANDA EL SUEÑO 22. UN ALTAR PARA LA VIRGEN 23. LAS VERDES COLINAS DE MONDONIO 24. LA GRAN PRISA 25. ESTALLA LA CÓLERA 26. LA OBRA MAESTRA DE DOMINGP¡O 27.CLIENTES DE PRIMERA Y DE SEGUNDA CATEGORÍA 28. REÍR, PERO OBRAR EN SERIO 29. LAS MANOS EN MANOS DE DIOS 30.UN PAÑUELITO BLANCO SOBRE EL BARRO 31.¡HACED PENITENCIA! 32.LOS OJOS PARA VER A LA VIRGEN 33.CAMILO GAVIO 34.DOS ESPIGAS EN EL MISMO TERRÓN

35. ÁNGELES POR EL CAMINO 36. SEIS HORAS DE RETRASO 37. EN UNA CALLE OSCURA 38. UNA ISLA LEJANA 39. «POR AQUÉL DE NOSOTROS QUE MORIRÁ PRIMERO» 40. LA VÍSPERA DEL GRAN VIAJE 41. EL DINERO PARA EL VIAJE 42. ADIÓS A LA TIERRA 43. Y VOLVIÓ 44.EL GRAN SUEÑO 45.«¿QUÉMÁS PODEMOS PRETENDER?» 46. EN EL ALTAR, JUNTO A JESÚS

1. Un Capricho Singular Cayó la tarde. Y Carlos Savio no ha herrado un caballo en todo el día. Le ha tocado bajar al valle y meterse en los campos para hincar el azadón en los secos y duros terrones. Tiene que sembrar pronto. Hay pocas caballerías en Murialdo para su oficio de herrador. Y ya ha tenido que salir de Riva di Chieri por falta de trabajo. Vuelve cansado. Las arrugas de su cara son arroyos de sudor. Cansancio inútil, la miseria está a las puertas. El pequeño estado de Piamonte recluta jóvenes y recoge dinero para la próxima guerra: ésta muy cerca el glorioso 1848. Pero en los campos de Murialdo no se cosecha gloria: se cosecha poco y se pagan contribuciones imposibles. Esos son los pensamientos que se cruzan, tras las arrugas de la frente de Carlos Savio camino de su casa. De pronto, su cara seria se ilumina con una sonrisa: a la vuelta de la esquina le espera su hijo Domingo. Es él. Con un agudo chillido se le echa encima, agarra su mano, quiere llevar el azadón y termina por montarse a horcajadas en sus hombros. Juntos llegan hasta Brígida, que ya tiene preparada la mesa y les espera a la puerta de casa. Todos los días lo mismo, tanto si vuelve del campo, como si viene de herrar. Recuerda las palabras tantas veces oídas. Aquellas palabras que parece mentira salgan de labios de un chiquillo de seis años: «¡Ay, papá, qué cansado estás…! ¿Verdad? Tanto como tú trabajas para mí, y yo que no sirvo más que para darte disgustos. Pediré a Dios que te dé salud y que me haga bueno.» Disgustos… ¿Es qué Domingo le ha dado alguno? Carlos Savio no logra recordar ni uno. Ya están en la cocina. Domingo toma una silla, la lleva a papá, se monta sobre sus rodillas. Y, después, también Domingo se sienta a la mesa y lleva su mano a la frente para santiguarse y rezar… Carlos Savio recuerda que un día acaeció una aventura que en aquel momento pareció muy gorda. Tenían un invitado a comer; hablando, hablando se había sentado y, sin más, había empezado a comer. Domingo se levantó, tomó su plato y se fue a un rincón. Por el momento, su padre dejó correr la cosa, pero, después al marcharse aquella persona, le pidió explicaciones. Domingo respondió con la lógica de un chiquillo de pocos años: «Pero, si ese hombre no tiene nada cristiano; no ha hecho la señal dela cruz antes de comer y, por tanto, no es bueno que estemos junto a él».Carlos Savio no recordaba otro capricho de su hijo Domingo. 2. Un amigo vestido de negro El cura de Murialdo se llamaba don Juan Zucca. (Zucca en Italiano significa: calabaza, necio, tonto…). Y el nombre podía ser ése, pero el cura que lo llevaba era un cura estupendo. Había llegado a Murialdo hacia 1847 y pronto le llamó la atención la familia Savio. Carlos Savio, el padre, era un hombre más bueno que el pan, y su mujer, Brígida Galato, era un ángel. Procedían de Mondongo, un pueblo de la región de Asti. Habían estado algún tiempo en Riva di Chieri: allí precisamente había nacido Domingo. Después, empujados por la necesidad, habían ido a Murialdo. El padre no sabía leer ni escribir, pero trabajaba muy bien de herrador y redondeaba sus míseras entradas trabajando en el campo.

Brígida hacía de costurera y cumplía con la labores de casa. Era una mujer sencilla, hacendosa y enseñaba a sus hijos a trabajar y a rezar. El cura había visto muchas veces a Domingo yendo a la Iglesia con la manita hundida en la manaza de su padre. Quizá no había hablado nunca con él. Pero una mañana del invierno de 1847 se hicieron amigos. Llegaba don Juan, envuelto en su manteo, para decir la misa. Se preguntaba si iría alguno a oírla aquella mañana, con el frío que hacía. Cuando de lejos, vio un bulto arrebujado sobres los escalones. Se acercó. Era un chavalín con la cabeza apoyada contra la puerta: estaba rezando. Era Domingo Savio. El buen cura se quedó atónito: —¿Qué haces aquí, Domingo? El chiquillo se movió. Estaba heladito. —Espero a que empiece la misa —dijo. —Entra, entra, que hace frío. Vamos a preparar el altar. Aquel año, Domingo, a sus cinco años de edad, aprendió a ayudar a Misa. Tenia que ponerse de puntillas para alcanzar el grueso misal del altar. Quería transportarlo él porque contenía la palabra del Señor. Don Juan y Domingo se hicieron amigos. Cuando le veía por la calle, corría a su encuentro. Le halló muchas veces don Juan por la mañanitas, junto a la puesta de la Iglesia, esperando que empezase la misa. «Y a veces —escribe el mismo sacerdote—estaba el suelo cubierto de barro, nevaba o llovía».Escribía don Juan en su cuadernito de apuntes: «Este es un jovencito de grandes esperanzas. Quiera Dios que se le abra un camino para que maduren tan preciosos frutos.» 3. Con la cartera al hombro 1848. El ejercito piamontés atraviesa el Tesino y sostiene grandes batallas con el ejército austriaco. Es la primera guerra de la independencia de Italia. Toda Italia está en armas. Los muchachos juegan a la guerra por los prados. Los mozos son alistados. Goito, Mozambano, Pastrengo, Peschiera. Hasta que llega la gran derrota de Custoza. Luego el descalabro de Novara. El ejército queda deshecho, Piamonte invadido, y el rey Carlos Alberto parte al destierro. En aquellos tristes y penosos días le toca al Piamonte empezar de nuevo. Los campesinos vuelven a los campos, los trabajadores a los talleres para producir, para enriquecer al Estado arruinado. Aquel año de 1848, en el otoño callado y triste, empieza Domingo a estudiar. Con dos libros bajo el brazo y un poco de pena en el corazón le toca ir a la escuela. Su gran amigo don Juan Zucca es el maestro. El lleva las dos clases existentes en Murialdo: la primera inferior y la primera superior. Sus compañeros son los chiquillos de Murialdo, más acostumbrados a razonar con la pala y la azadilla que con libros limpios; son distraídos y charlatanes, como casi todos los escolares de este mundo. En aquellos días se acababan las vendimias por las colinas. Volvían de la viñas los cestos cargados de racimos maduros. Bajaron luego las nieblas, cubrieron los

valles, la nieve se asentó por los caminos y Domingo yendo y viniendo a la escuela. Nos gustaría poder contar aventuras, hechos extraordinarios, sucesos ruidosos de Domingo Savio, como esos que se cuentan en novelas y revistas. Pero resulta que la vida «real» es muy distinta de la «inventada» por los novelistas; se compone de cosas ordinarias, de sucesos corrientes, del deber cumplido y de las tareas bien hechas. Su maestro, muchos años después, recordando aquel su primer año en la escuela, escribió: «Comenzó a ir a las escuela, y como estaba dotado de ingenio y era diligente en el cumplimiento de sus deberes, en poco tiempo adelantó mucho en los estudios. Le tocaba convivir con muchachos díscolos y distraídos, pero nunca le vi en altercados. Si por casualidad había alguna riña, él soportaba con paciencia los insultos de los compañeros y enseguida se separaba de ellos. No recuerdo haberle visto nunca tomar parte en juegos peligrosos ni causar la menor molestia en la escuela. Cuando algunos compañeros le invitaban a ir con ellos para burlarse de los viejos, tirar piedras, robar fruta o hacer destrozos por el campo, él sabía, con mucha destreza, desaprobar su conducta y rehusaba tomar parte en estas diabluras». Hay que leer con atención esas líneas: «Muchachos díscolos..., juegos peligrosos.., molestias en la escuela..., burlarse de los viejos.., robar fruta.., destrozos por el campo...» Son las aventuras de siempre, de todas partes, de todos los escolares díscolos de este mundo... ¿Y Domingo Savio? «Sabía desaprobar su conducta»: cuatro palabras nada más, pero hay que ser valientes para cumplirlas. Tú lo sabes. Y ésta es la gran aventura del primer año de Domingo en la escuela: le tocó conocer por ver vez primera compañeros malos, como les sucede a todos los muchachos de este mundo. Pero a diferencia de casi todos, supo «soportar con paciencia los insultos», «rehusar tomar parte»; en una palabra no se sometió, sino que supo vencer el mal. Irán pasando los años. Los otros, victoriosos como él al principio, acabarán por rendirse, mientras que él seguirá venciendo: y por eso hoy le veneramos como santo, porque supo vencer siempre. Hay un detalle que don Juan Zucca no menciona: en aquellos tiempos se empleaba en la escuela la vara, y por tanto, también él, como los demás maestros, sabía ―sacudir el polvo‖, a los díscolos. Y esto sucedía a menudo. Cierto día hubo dos escolares que hicieron una faena de las de costumbre. Don Juan, delante de todos, empuñó el mimbre y les sacudió con fuerza. Al ver aquellos pobrecitos llorando de dolor, también Domingo se puso a llorar. Y le dijo a un compañero que le preguntó la causa: «Hubiera preferido que el maestro me hubiera pegado a mí». 4. ¡No tiene más que siete años! 1849. Segundo año de escuela. ¿Sin novedad? Hubo tan sólo una: la del8 de abril. Un día, encontrándose don Juan con otros sacerdotes de los pueblos vecinos, les dijo: «Tengo un muchacho de siete años que es inteligente y bueno como un ángel. ¿Puedo darle la primera Comunión?».

Los sacerdotes quisieron conocerle y examinarle. Quedaron maravillados. «Tenido en cuenta su conocimiento precoz, la instrucción y los vivos deseos de Domingo —escribe su maestro—, dejaron de lado las dificultades, y le admitieron para recibir por vez primera la Eucaristía». Así que don Juan dijo a Domingo: «El 8 de abril, que es Pascua, te daré la primera Comunión». Al saberlos los campesinos murmuraron:

«¿La primera Comunión? ¡Si no tiene más que siete años!». Pero Domingo Savio demostró a los que pensaban que don Juan estaba haciendo un disparate, que también a los siete años se puede estar preparado para recibir dignamente a Jesús. Durante aquellos días se quedaba mucho rato en la iglesia mirando al Sagrario y hablando con el Señor. Llegó el sábado santo de 1849. Tañeron las campanas en un himno de fiesta. ¡Cristo ha resucitado! Brígida se afana para que su casa resplandezca: mañana será la Pascua y será un día grande para su hijito. Domingo espera a que su madre descanse un momento. Se le acerca: «Mamá —le dice—, mañana haré mi primera Comunión. Perdóname todos los disgustos que te he dado. Te prometo que seré mucho mejor: estaré atento en la escuela, seré obediente, dócil y respetuoso»Brígida no había recibido nunca el menor disgusto de su Domingo.«Estate tranquilo, Domingo, Ruega al Señor para que te conserve bueno y ruégale también por mí y por papá». 5. El encuentro y la alianza La primera Comunión era un suceso tan grande como para no celebrarse en la iglesia de las capellanías esparcidas por las colinas: acudían todos a la iglesia parroquial de San Andrés, en Castelnuovo. Los padres, orgullosos de sus hijos, bajaban por los senderos y se encontraban en el camino ancho que conducía a la parroquia. Todos se maravillaban al ver a Carlos Savio con aquel chiquito pequeño y paliducho. La iglesia estaba resplandeciente. Hubo confesiones, la preparación, la Santa Misa y la Comunión.

Decía Domingo al recordar aquel día: «¡Oh! Para mí fue el día más hermoso, ¡un día grande!». Ya de vuelta a casa, con la caligrafía insegura y grande de un chiquillo de siete años, pero con la voluntad fuerte y decidida, escribió:

“Recuerdos de mi primera Comunión 1) Me confesaré a menudo y haré la Comunión siempre que el confesor me lo permita. 2) Quiero santificar los días festivos. 3) Mis amigos serán Jesús y María. 4) Antes morir que pecar.” Pasarán los años. Domingo, víctima de una grave enfermedad, morirá jovencísimo. No dejará como muchos santos, libros profundos que hablen de Dios. Sólo dejará aquellas cuatro líneas, escritas con el pulso temblón de un escolar. Es su «tratado de alianza» con Jesús. Lo ha dejado para todos los muchachos del mundo. 6. A pies descalzos Pasaron los dos años de escuela. Todos sus compañeros dejaron con alegría los libros, empuñaron la azada y... ¡al campo! El era todavía tan pequeño, había demostrado tan gran inteligencia y buena voluntad que era una lástima que se emplease a las labores del campo. Pero no había más escuelas, al menos en Murialdo. En Castelnuovo sí que las había. Pero Castelnuovo estaba a «dos millas», como entonces se decía, es decir, a cinco kilómetros. Y no había autobuses en 1850... ¿Qué hacer? Don Juan Zucca dijo a Carlos Savio: —Déjelo de mi cuenta. Le hago repetir el curso y así podré enseñarle algo más. Quién sabe si andando el tiempo no sale una ocasión... Así que Domingo Savio repitió el segundo año de primaria, a pesar de haber sido el primero en la clase. Pudo, de este modo, aprender algo más. Ala par crecía y se robustecía un poquito. Llegó a los diez años. No podía repetir el curso hasta el infinito. Pero cada vez se veía más claro que Domingo no había nacido para el campo .¿Entonces? Le preguntaron a Domingo y él respondió:

—Si yo fuera un pajarito, volaría cada mañana y cada tarde hasta Castelnuovo, y así seguiría con los estudios… Se decidió: iría mañana y tarde a Castelnuovo. Con los zapatos al hombro y los pies descalzos, empezó Domingo su caminata a la escuela municipal. Cinco kilómetros, por la mañana, para ir y otros tantos, por la tarde, par volver. ¡Tenía diez años! Los caminos no estaban asfaltados, eran senderos de tierra. A veces llovía, soplaba el viento, o caía lucía un sol abrasador. Mientras caminaba, iba repitiendo lo que oía en la escuela; porque, con diez kilómetros de camino cada día y varias horas de lección, poquito tiempo le quedaba para estudiar. Sin embargo, su maestro de Castelnuovo (Don Alejandro Allora), escribió de él: «Adelantó en los estudios extraordinariamente y ocupó siempre el primer puesto en la escuela. Tan feliz resultado no se puede atribuir solamente a su talento fuera de lo común, sino también a su gran amor por el estudio y la virtud». Lo campesinos atareados en la viñas o inclinados sobre el surco, alzaban la cabeza: —¿Quién es ese chiquillo tan pequeño? ¿Adónde va cada día? —Es el hijo de Carlos, el herrador. Va la escuela. —¿A la escuela? —repetía sorprendido más de un viejo campesino—.¿Qué no basta la que tenemos en Murialdo? ¿Pues que quiere ser? —Dicen que será cura. Un día caminaba junto a un labrador que iba al mercado. Este le preguntó: —¿No tienes miedo de andar a solas por estos caminos? Los ladrones y bandoleros, por aquel entonces, no eran solamente los personajes que relatan los cuentos. Era fácil encontrárselos de verdad. —Yo no voy solo —respondió Domingo—. Me acompaña siempre el Ángel de la Guarda. El campesino se quedó pasmado. —Pero —añadió— te cansarás, con tanto calor. —No, no me canso porque trabajo para un amo que me paga bien. —¿Para quién trabajas? ¿Para un amo? —Para el Señor, que paga hasta un vaso de agua que se da por su amor. El campesino contó mil veces aquel encuentro. 7. El fresco arroyuelo Cuando Domingo empezó a ir y venir a Castelnuovo todavía era verano. Algunos días hacía un calor tremendo. Un día, al acabar la escuela, se le acercó un compañero. —¿Te vienes con nosotros? —¿Adónde? —¡A nadar! —Yo tengo que volver a casa. —También nosotros, pero lo hacemos deprisa. Después de nadar, se pasa el calor, se encuentra uno con más ánimo y se está mejor. Anda, ven.

Domingo no estaba muy seguro de todo aquello, pero accedió. En medio del campo, había un fresco arroyo, a la sombra de unas moreras. Dejaron la ropa sobre la hierba y se zambulleron en el agua. Domingo estaba contento, pero de repente se puso triste. Las conversaciones de los compañeros, sus bromas comenzaron a ser vulgares. Le molestaban. Pocos minutos después, andaba por el camino que llevaba a Murialdo, mientras sus compañeros seguían divirtiéndose en el agua. Aquella noche se lo contó todo a su mamá y le preguntó si había hecho bien o mal. La señora Brígida dijo a Domingo que no volviera a ir: había peligro de hacerse daño; en efecto, muchas veces en arroyos de aguas aparentemente tranquilas, alguno se había ahogado, porque bastaba un mareo, un resbalón, un remolino. Y sobre todo, lejos de los padres y con aquellos compañeros, había peligro de ofender a Dios. Domingo obedeció. Los compañeros tornaron a la carga: —¿Te vienes con nosotros a nadar? —No, gracias. Me podría hacer daño. —¿Qué daño? Nosotros te enseñaremos a nadar, ven. —No. No voy porque hay peligro de ofender a Dios. —¿Quién te lo ha dicho? ¿No ves que todos van? —Eso no quiere decir nada. De todas formas, pediré permiso a mi madre, y si me deja... —¿Eres tonto? ¿A tu madre? Si se enteran nuestros padres nos pegan. —Si nuestros padres no están conformes, quiere decir que no es bueno, y por tanto no voy. Ya me enredasteis un vez, ¿Por qué queréis volver a enredarme? Yo creo que lo mejor sería que tampoco vosotros fueseis. Domingo, al contrario de muchos complacientes muchachos que ante compañeros malos se dejan atrapar como el ratón entre las garras del gato, supo responder a tono y hacer lo que él quería, no lo que querían los demás. 8. La estufa llena de nieve Pero diez kilómetros al día eran demasiado para un chiquillo pequeño y delicado como Domingo. Un día Carlos Savio se decidió: se había cambiado de casa dos veces: de Mondonio a Riva y de Riva a Murialdo; volvería a Mondonio. Allí había escuelas como en Castelnuovo, y Domingo no tendría que caminar tanto. Además, él tenía cada día menos trabajo en Murialdo y tenía que ir a buscarlo en otra parte. Domingo fue a despedirse del señor Cura, se despidió de sus amigos, fue por última vez a la iglesita donde había aprendido a conocer al Señor, y se marchó con su padre y con su madre. En Mondonio se encontraron como en casa, porque habían nacidos allí y tenían muchos parientes. Domingo se encontró con un maestro nuevo, que se llamaba don Cugliero, y nuevos compañeros. Volvió a los libros con mucha voluntad. Se encontró con otro muchacho simpático e inteligente que llamaba Francisco Desideri. Se hicieron amigos.

Don Cugliero se dio cuenta enseguida de la profunda bondad de Domingo Savio, y le cogió cariño, como por lo demás quería a Desideri y a los demás alumnos. Claro que en la clase de don Cugliero, como en todas las del mundo, había algunos granujillas, que se las sabían todas. Don Cugliero que era un buen maestro de los de su tiempo, sabía llevar derechos a los picaruelos con la vara, y hasta había amenazado a algunos con expulsarlos de la escuela. Durante los helados días del invierno se calentaba la escuela con una gran estufa, y se llenaba de humo la sala. Todos los alumnos debían llevar leña para encenderla. Cierto día tardaba don Cugliero en llegar. Estaba nevando. En la escuela hacía frío. Dos golfillos (de los que estaban en la lista negra) después de charlar un rato en voz baja, se escurrieron por la puerta. Volvieron a entrar con dos bolas de nieve, y antes que nadie lo pensara las habían metido en la estufa. Una gran humareda primero y luego un riachuelo de agua comenzó a salir de la estufa invadiendo el aula. Era una broma estúpida. Y en esto llega don Cugliero. Ve salir el agua de la estufa. Se adelanta con el rostro acalorado, levanta la tapadera... Y lleno de cólera, pregunta: —¿Así estaremos bien calientes, verdad? ¿Quién ha sido? —su voz es severa. Los dos culpables se miran llenos de miedo: como uno «sople» su nombre, es seguro que serán expulsados de la escuela. ¿Qué hacer? Por señas se deciden a echar la culpa a otro. Con todo descaro se levanta uno de ellos, tiende su índice hacia Domingo Savio y dice: «¡Ha sido éste!». Confirma el otro con vehemencia: «¡Sí, ha sido él!». Don Cugliero se cae de las nubes. —¡Domingo! ¿Tú? ¡No me lo hubiera imaginado nunca! Domingo en aquel instante no comprende de qué le acusan. También él ha llegado tarde, por la nieve, y no se ha dado cuenta de lo sucedido. Después lo entiende: la estufa, la nieve. Se levanta de golpe, se pone colorado, mira en derredor; ¿nadie le defiende? Sin embargo todos saben la verdad. Ninguno se atreve a salir en su defensa, porque aquellos dos son mayores y «amenazan». El maestro continúa diciendo: —Menos mal que es tu primera falta. ¡De otro modo te echaba de la escuela! Domingo baja los ojos, aprieta los puños. Bastaría una palabra, una sola, para desenmascarar a los culpables, pero el maestro ha dicho: «Si no fuera porque es la primera falta, ¡expulsado!». No, él no quiere que sus compañeros sean expulsados. Siguen los gritos del maestro y le manda que se ponga de rodillas en medio de la escuela. Al acabar la clase, hay alguien que no puede más. No se trata de ser un acusón: se trata de hacer justicia. Se acerca a don Cugliero y se lo cuenta todo. El buen maestro vuelve a caerse de las nubes: —Pero entonces, por qué... Podía haber hablado... Bendito chiquillo... Al día siguiente, avergonzado de haber castigado a un inocente, le llama: —¿Por qué no dijiste que tú no habías sido? Domingo sonrió:

—No importa. Pensé que los que lo habían hecho serían expulsados dela escuela y no quise. Yo esperaba ser perdonado. Además... pensé en Jesús... También Él fue acusado injustamente... Don Cugliero calló. Pensó que Domingo era un muchacho demasiado valioso para que transcurriese su vida en un pueblo cualquiera. Pensó en don Bosco. Le vendría bien tener a Domingo. 9. Una página en ocho minutos Don Bosco era un sacerdote de Castelnuovo. Había abierto un«Oratorio» en los suburbios de Turín, allí donde se ahorcaba a los condenados a muerte, donde las callejuelas de la periferia de mala reputación se perdían por los campos y praderas pantanosas, entre las barracas de la gente pobre. Al principio parecía una chusma de golfillos. Los guardias; con el fusil al hombro, giraban a veces en derredor sospechando que, después de aquellos gritos, iba estallar una revolución... Después se empezó a hablar con más respeto por todo Turín de los muchachos de don Bosco: cuando iban en grupo a cualquier iglesia de la ciudad rezaban y cantaban muy bien. Luego se corrió la voz de que entre aquellos patios llenos de alegría y ruido, don Bosco había instalado una ―fábrica de curas‖. En efecto, los sacerdotes le enviaban muchachos pobres que no podían ir al seminario y don Bosco, aún siguiendo con el Oratorio, había abierto una escuela para ellos. Don Cugliero era paisano y amigo de don Bosco, y pensó que Domingo Savio podía crecer muy bien junto a él. En cuanto tuvo un día libre, tomó el sombrero y se plantó en Turín. Le vio don Bosco, corrió a su encuentro y se abrazaron. Eran viejos amigos del seminario, amigos de toda la vida: —¡Amigo, qué placer volver a verte! ¿Qué vienes a hacer por aquí? —He venido a ver cómo te las compones en medio de estos granujas. He venido a hacerte un excelente regalo. —¿Qué clase de regalo? —Me han dicho que, además de los rufianes, aceptas también en tu Oratorio muchachos excelentes, con la esperanza de que puedan llegar un día a ser sacerdotes. Así que yo he pensado en enviarte uno. Es de Mondonio. Se llama Domingo Savio. No goza de mucha salud, pero te desafío a que hayas conocido alguna vez a un muchacho tan bueno. Es un verdadero San Luis. —¡Exagerado! De todas formas, está bien. En octubre iré con mis muchachos a Castelnuovo, para la fiesta del Rosario. Llévame allí a ese muchacho con su padre. Hablaremos y veremos qué tal es. 2 de octubre de 1854. El primer encuentro tuvo lugar frente a la casa del hermano de don Bosco. Don Bosco quedó tan impresionado que luego escribió el suceso con los menores detalles, tal y como si lo hubiese registrado. Es una escena llena de vida, parece que la está uno viendo.

«Era el primer lunes de octubre por la mañanita, cuando veo a un niño acompañado de su padre, que se acerca para hablarme. Su cara alegre, su aire sonriente, pero respetuoso, atrajeron mi mirada. —¿Quien eres? —le dije— ¿de dónde vienes? —Yo soy —respondió— Domingo Savio, de quien ya le ha hablado don Cugliero, y venimos de Mondonio. Entonces le llamé a parte, y puestos a hablar de los estudios que había realizado, y sobre la vida que llevaba, enseguida nos tratamos con plena confianza. Vi en aquel jovencito un corazón según el espíritu del Señor, y quede asombrado al considerar la obra que la gracia divina había hecho a tan tierna edad. Después de un buen rato de conversación, y antes de que yo llamase a su padre, me dijo estas textuales palabras: —Y bien, ¿qué le parece? ¿me lleva usted a Turín para estudiar? —Ya veremos. Me parece que bueno es el paño. —¿Y para qué podrá servir el paño? —Para hacer un buen traje y regalárselo al Señor. —Pues, si yo soy el paño, sea usted el sastre. Lléveme con usted y hará un buen traje para el Señor. —Pero temo que tu débil salud no te permita estudiar.—No tema, el Señor, que ha dado la salud y su gracia hasta el presente, me ayudará en el porvenir. —Pero, cuando tú hayas terminado las clases de latín, ¿qué quieres ser? —Si el Señor me quiere conceder una gracia tan grande, quiero con toda mi alma ser sacerdote. —Muy bien: voy a probar si tienes suficiente capacidad para estudiar. Toma este librito (era un ejemplar de las Lecturas Católicas), estudia esta página y mañana vuelves a dármela. Dicho esto le dejé libre para ir a jugar y me puse a hablar con su padre. No habrían pasado ocho minutos, cuando Domingo se acerca sonriente y me dice: —Si quiere, le recito ahora la página. Tomé el libro y, con gran sorpresa mía, vi que no sólo había aprendido al pie de la letra la página que le había señalado, sino que entendía perfectamente el sentido de lo que en ella se decía. —Bravo, le dije, te has anticipado a aprender la lección y yo anticipo la respuesta. Sí, te llevaré a Turín, y, ya desde ahora, quedas apuntado entre mis queridos hijos; empieza tú también desde ahora mismo a rogar a Dios, a fin de que nos ayude a ti y a mí a cumplir su santa voluntad. Él, no sabiendo cómo manifestar su alegría y su gratitud, me tomó de la mano, me la estrechó y besó varias veces, y al fin me dijo: —«Espero portarme de tal modo que jamás tenga que lamentarse de mi conducta». Pensando luego en las palabras de don Cugliero, aquella misma tarde tuvo que confesar don Bosco que no eran exageradas. Si san Luis hubiese nacido en medio de las colinas de Monferrato y hubiese sido hijo de unos campesinos, ciertamente

no hubiese sido diferente de aquel sonriente muchacho, que quería ser «un hermoso traje para regalar a Señor». 10. Un anuncio comercial 29 de octubre de 1854. Domingo tiene ya preparado el hatillo con sus libros y su ropa. La mamá le ha preparado también su paquete con unos panecillos para el viaje. Llega la hora de la partida. Besa cariñosamente a la mamá, besa a los hermanitos y, después, en compañía de su padre, toma el sendero que entre los prados lleva a la carreta de Turín. Es la primera vez que se separa de su madre. La separación resulta muy dura, a pesar de que piensa que Turín y el Oratorio son como un Paraíso. Pero, quien más sufre en aquel momento es Brígida. Ve marchar al mejor de sus hijos. Sabe lo bueno y delicado que es. Teme, como todas las madres, en los grandes peligros que corre su hijo tan pequeño de perderse entre el ruido y bullicio de la gran ciudad. Desde la puerta de casa ve a su hijo desaparecer a lo lejos junto a papá. Entra Domingo en ella en medio del estrépito de los cascabeles de cien coches, los anuncios coloridos de las tiendas, el bullicio de los comerciantes de Porta Palazzo. Bajaron hacia Valdocco, rozando la triste Plaza del «Rondó», donde colgaban a los ajusticiados. Llegaron a la puerta del Oratorio. Atravesaron un prado repleto de muchachos que corrían, chillaban y reían. Subieron una escalerita, llamaron al despacho de don Bosco. Entraron. Domingo dio una mirada a su alrededor: era una habitación pobre pero limpísima. Una estantería de libros, una mesa cubierta de cartas y papeles y un cartel en la pared con una frase misteriosa en latín, escrita con grandes caracteres: Da mihi animas, caetera tolle. Cuando el papá salió, Domingo se esforzó por vencer su emoción y dijo a don Bosco: —Es la primera vez que me separo de papá y mamá. Pero no estoy triste, porque aquí está usted que me ayudará. Después, vencido el primer titubeo, preguntó qué querían decir aquellas palabras de la pared. Don Bosco le ayudó a traducirlas: «Oh Señor, dame las almas y quédate con lo demás». Era el lema que don Bosco había elegido para su apostolado. Don Bosco hombre de ingenio profundo y brillante, escritor de maravillosas cualidades y predicador insuperable, había renunciado a toda carrera para entregarse totalmente a la difusión del Reino de Dios entre los jóvenes. Había dicho al Señor: «Gloria, dinero ,comodidades, no sé que hacer de ellas. Da todo esto a los demás. A mídame ser conquistador de las almas para Ti». Aquel cartelón colgado de la pared de su estancia era un pacto sellado entre él y Dios. Cuando Domingo hubo comprendido aquellas palabras, se quedó pensativo un momento y dijo después: —Entendido: aquí no hay un comercio de dinero, sino de almas. Espero que mi alma entre en este comercio.

11. La vida de cada día Apenas bajó al patio, se conquistó los primeros amigos con su agradable sonrisa, sus buenos modales y su bondad. Jugaban en el patio ciento quince muchachos. Al sonido de una campanilla, callaron todos y subieron hacia el salón de estudio. Alguien, más atento, le acompañó para enseñarle la casa. El edificio mejor era el de la iglesia de San Francisco de Sales. Entró en ella. Vio en la penumbra el altar mayor con el sagrario y la lamparilla ardiendo. Allí estaba Jesús, como en Mondonio, como en Murialdo, todavía más cerca. Se verían a menudo, caminarían juntos cogidos de la mano... A la derecha, adornado con flores frescas, estaba el altar de la Virgen. Ahora que Brígida, su mamá, quedaba lejos, Ella sería su mamá. Junto a la iglesia estaba el salón de estudio, con largas mesas y libros que pronto conocería... Al lado, los talleres de sastres, zapateros, carpinteros y encuadernadores. En el patio, junto a la pared, había una pila de agua fresca: era el «bar» del Oratorio, donde honestamente apagaban su sed los acalorados jugadores. Un poco más allá, junto a un huertecillo, la cocina. Al lado de las ollas una mujer vieja con un gran pañuelo a la cabeza. —¿Quién es? —Mamá Margarita, la madre de don Bosco. De noche arregla nuestra ropa y de día prepara la comida. La anciana mujer había dejado su tranquila casita de I Becchi para ir con don Bosco a Turín, a hacer de mamá de sus muchachos. Mamá Margarita conocería pronto a Domingo, que venía de un pueblo próximo al suyo, y que le recordaría a su Juanito, a los trece años. Rodando por la casa, vieron a otro sacerdote, en un pequeño despacho, sentado entre una mesa llena de registros: —¿Y ése quién es? —Don Victor Alasonatti; es un sacerdote de Avigliana que ha venido hace poco. Ayuda a don Bosco y se llama «el prefecto». —¿Y dónde están las clases? —Los que aprenden un oficio van a los talleres y los que aprenden latín van a la ciudad, con el profesor Bonzanino. ¿Irás tú también? —Eso espero... Así comenzó la vida de Domingo en el Oratorio. Le tocó esforzarse bastante para ponerse a nivel de los estudios de la clase de tercer grado y ser admitido en al cuarto grado. Resulta fácil ser valientes alguna vez en la vida. Más aún, en ocasiones extraordinarias, cuando todos nos contemplan y nos sentimos bravos como leones; no resulta difícil ser entonces un héroe. Lo difícil es ser valientes cada día, cuando nadie nos contempla, ninguno nos alaba, cuando la vida es tan igual que resulta aburrida, cuando las aventuras se reducen a cumplir con los propios deberes y a estudiar la lección... Eso es algo verdaderamente difícil. Pues bien, aquí fue, en la vida de cada día, donde Domingo Savio demostró ser un héroe.

Don Bosco, que no le perdía de vista cada día en el patio, en la clase, en la iglesia, en la mesa, dice de él una frase que nos deja asombrados: «Desde el día de su entrada cumplió sus deberes con una exactitud difícil de superar». Se entregó con ardor al estudio (es el mismo don Bosco quien lo dice).Se alejaba de los compañeros disipados, negligentes y perezosos. Se hacía amigo de los mejores, los más aplicados y ejemplares. Casi se diría que don Bosco exagera un poco al decir esto. Pero todos los compañeros de Domingo, los que estuvieron junto a él aquellos años, los que fueron sus compañeros codo con codo, están de acuerdo en decir que Domingo era de admirar porque siempre era exacto en todo. 12. ¿Os doy mi corazón?

Pasó noviembre y empezaba diciembre. En el Oratorio reinaba un«clima» especial, un fervor inusitado. Cada mañana había numerosas y fervorosas comuniones. Se entonaban canciones a la Virgen en grades y alegres coros. Era lo novena para preparar la fiesta de María Inmaculada del año 1854. Pío IX había preguntado, desde Roma, a todos los obispos del mundo si creían oportuno definir como dogma de fe la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. La respuesta fue afirmativa. Y Pío IX había anunciado que el ocho de diciembre, fiesta de la Inmaculada, sería definido solemnemente el dogma. Todo el mundo estaba a la espera. Por doquier se reanimaba el amor ala Santísima Virgen y se preparaban grandiosos festejos. Don Bosco, que era muy devoto a María Santísima, hablaba todas las noches a sus jóvenes de Ella. La Novena para la Fiesta se había empezado con gran fervor. El 28 de noviembre, antes de empezar la Novena, Domingo Savio subió a la habitación de don Bosco: —Domingo, ¿qué harás para la Virgen durante esa Novena? —Ante todo querría confesarme para preparar bien mi alma. Después, quiero cumplir exactamente la florecitas que cada día nos dará usted durante la Novena. Además quiero portarme lo mejor posible para que pueda comulgar cada mañana. —¿Nada más? —Sí, una cosa más. Quiero declarar una guerra sin cuartel al pecado mortal.

Don Bosco le puso una mano sobre la cabeza. Toda su vida sacerdotal estaba encerrada en las palabras de aquel muchacho: la había hecho y estaba luchando una guerra a muerte contra el pecado mortal. Domingo Savio le había entendido, y ya empezaba a ayudarle. —Y quiero repetir mucho, muchísimo, a la Santísima Virgen y al Señor — añadió Domingo—, que quiero morir antes de cometer un pecado venial contra la modestia. Llegó el ocho de diciembre. Pío IX proclamó en Roma, ante una gran muchedumbre de Cardenales y Obispos, como dogma de fe que María no estuvo manchada por el pecado original desde el primer instante de su existencia. El cielo romano, encapotado aquel día con negras nubes, se abrió por un instante para que el sol iluminara el rostro del Papa. Domingo Savio se arrodilló ante el altar de la Virgen. Sacó del bolsillo un papel en el que había escrito unas líneas mucho tiempo meditadas y se consagró a María con una plegaria que se haría famosa por todo el mundo: «María, os doy mi corazón; haced que sea siempre vuestro. Jesús y María, ¡sed siempre mis amigos! mas, por favor, dadme la muerte antes de que me suceda la desgracia de cometer un solo pecado.» Aquella noche, Turín resplandeció con millares y millares de luces. Cientos de miles farolillos brillaban en los balcones, en las terrazas y a las orillas del Po. Las calles estaban llenas de gente que, en interminable procesión, se dirigían hacia el templo de la Virgen del Consuelo, patrona de Turín. Los jóvenes de don Bosco se sumaron a la alegría de la ciudad. Y anduvieron por las calles cantando himnos a la Madre de los Cielos. 13. Condes y marqueses Por la mañana, sonaba muy pronto la campana en el Oratorio de Valdocco. Los muchachos saltaban de la cama (claro que los perezosos daban la vuelta hacia la otra parte...), y corrían a las palanganas: el agua fresca echaba fuera los últimos restos del sueño y volvía la alegría. No había ningún criado para nada en toda la casa: cada cual se hacía la cama: cuanto mejor hecha, tanto mejor invitaba, por la noche, a un suave descanso. Antes del «desayuno» había Misa con el Rosario a la Virgen y una hora larga de estudio. Que nadie piense, pues se equivoca, en un desayuno de cazuelas humeantes o bizcochos con mantequilla: consistía en una buena rebanada de pan que se devoraba junto a la fuente del patio (dos buenos sorbos de agua no hacen nunca daño, ¡ni siquiera en invierno!). Después, los estudiantes subían a buscar los libros y, deprisa, se encaminaban hacia la escuela. Salían del Oratorio, echaban hacia la izquierda, en cuatro zancadas estaban en la calle Barbaroux, donde el profesor Bonzanino les esperaba para empezar la clase. Sentados en los bancos estaban ya otros muchachos, que no eran pobres ni de baja estirpe: en general acudían a la escuela del profesor Bonzanino los hijos de las familias más nobles y más ricas de la ciudad y llegaban cada mañana en coche de caballos.

Por eso le tocó a Domingo sentarse junto a los descendientes de Satorredi Santa Rosa, los hijos de Brofferio, el condesito Bosco di San Rufino, los jovencitos César y Coriolano de la noble familia de los Ponza di San Martino. ¿Desentonaba Domingo en medio de ellos? He aquí lo que escribió su profesor: «No recuerdo haber tenido a un alumno más atento, más dócil y más respetuoso que Domingo Savio. Era un modelo en todo. Era muy sencillo en su atuendo y en su peinado; con su modestia en el vestir y su humilde condición se presentaba limpio, bien educado, cortés, al extremo que sus compañeros, aunque de noble estirpe, eran felices de poder alternar con Domingo.» Más aún, como quiera que entre los hijos de la nobleza los había de lengua larga que no sabían guardar silencio, y perezosos a quienes les hubiera gustado hacer estudiar la lección a sus cocheros, el profesor Bonzanino, al cambiar los puestos, procuraba colocar alguno de ellos a lado de Domingo. Junto al hijo de unos campesinos que estaba atento y eran tan inteligente, más fácilmente los condesitos flojos y los marquesitos charlatanes se portaban mejor. El conde de San Rufino, que debía de andar siempre en Babia, no tuvo vergüenza en reconocerlo después de muchos años: «Cuántas veces, al mirarle, me sentía invitado a estar atento a las explicaciones del profesor...» 14. Le mejor diversión ¿Y no le costaba nada a Domingo Savio ser tan bueno? ¿No sentía ganas de escribir en la paredes: «Un burro el que lo lea» y «Abajo las matemáticas», de dejar de lado la gramática latina e ir a ver las barracas de Puerta Palacio, de darse un atracón de ciruelas o de meter un ratón en los cajones de la mesa de un profesor novato? ¡Vaya si le costaba! Era bueno porque «quería serlo» y porque cada día le pedía ayuda al Señor para lograrlo. Era de un pueblo donde se celebraba la «feria» una vez al año y cuando pasaba un saltimbanqui, con trompeta y tamboril, iban todos corriendo tras él, hasta los viejos de bigotes blancos. Y ahora, pasaba cada mañana, dos veces junto a la plaza de Porta Palazzo, donde había barracas y saltimbanquis todos los días. No había nadie que se encargase del grupo de Domingo, porque don Bosco estaba solo con don Alasonatti. Hubiera sido muy fácil hacer novillos, no ir a clase. Era fácil inventar cualquier excusa y, luego, a lo sumo, ganarse unos gritos. Más de uno de sus compañeros no perdía ocasión. Domingo también fue invitado muchas veces, creyendo los«fugitivos» que en su compañía la fuga sería menos grave. Pero Domingo sabía vencer y respondía: —Mi mejor diversión es el cumplimiento de mi deber: si sois de verdad mis amigos, tenéis que ayudarme a cumplirlo. Es una frase conmovedora: pide a los compañeros le ayuden a portarse bien, porque también él se siente débil y necesitado de ayuda. Pero un día, la insistencia de los compañeros triunfó: había dicho que no mil veces, había cerrado sus puños y había seguido su camino, pero ahora...Volaba por los aires la música de los saltimbanquis: un payaso anunciaba una gran función de títeres. Y le dijeron los compañeros: «Pero una vez, al menos una vez, sí que vendrás, con nosotros, ¿no?».

Y Domingo accedió. Torció el camino de la escuela y se fue con ellos. Pero caminó unos pasos y sintió de improviso que aquel día Jesús no iba a estar satisfecho de él, que al día siguiente se ruborizaría al ir a comulgar. Y se paró. Decidido dijo a sus compañeros, que se quedaron pasmados: «Oíd, he hecho mal haciéndoos caso. Lo que estamos haciendo no le gusta a don Bosco. Me voy a la escuela. Y, por favor, no me invitéis otra vez. Porque entonces dejaremos de ser amigos». Unos minutos después entraban todos juntos en la escuela y empezaba el señor Bonzanino la clase. 15. Piedras y sangre Al llegar la primavera, la sangre parece que corre más velozmente y a los muchachos les entran ganas de pelearse. Así sucedía también en la escuela a donde iba Domingo. De vez en cuando se oía algún desafío: «Si hoy no te dejas ver, eres un cobarde». «¡Fuera ajustaremos las cuentas!». Ya fuera, dejaban en el suelos las carteras, se molían a golpes, y luego se iban a casa con la ropa hecha jirones y todo sucios para recibir una segunda golpiza, esta vez de papá... Pero un día la cosa se puso peor. Dos «gallitos» empezaron a mirarse con malos ojos, a intercambiarse insultos. Tuvo uno la mala idea de meterse con la familia del compañero: aquello era una cobardía sin nombre; el otro perdió los estribos y se vengó de la misma forma, y para concluir se desafiaron a un duelo a pedradas con todas las de la ley. Lo más espantoso era que los dos contendientes no se asieron de los pelos al instante: ardían en una rabia profunda y fría; cada uno de ellos quería llegar a hacer daño de veras al otro, por lo que decidieron encontrarse lejos de la vista de la gente, en un prado vecino a la Ciudadela. Tenían que molerse a palos el uno al otro. Alguno lo supo, pero los dos amenazaron: —Como alguno diga algo, será el primer descalabrado. Y no lo decían de broma. La intriga llegó a oídos de Domingo. Ninguno de los desafiantes era del Oratorio, para poder avisar a don Bosco: Domingo no hubiera tenido ningún empacho en hacerlo, puesto que no se trataba de ser un acusica. Sencillamente se trataba de impedir que se hicieran daño. Mientras los demás «se levaban las manos» (con verdadera cobardía),Domingo se les acercó, les dio sus razones y les dijo claramente que estaban ofendiendo gravemente al Señor. Todo inútil: respondieron diciendo que se había ofendido «honor» de sus familias y que el honor sólo se lava con sangre. Domingo escribió entonces un billetito a cada uno: les decía que si se empeñaban en realizar aquella burrada tendría que si se empeñaban en realizar aquella burrada tendría que comunicárselo al profesor y a sus padres. Se metieron en el bolsillo los billetitos y, apenas salieron de la escuela, se encaminaron hacia los prados de la Ciudadela. Le acompañaban los«amigos», que en vez de echar agua al fuego, les azuzaban más para «poder contemplar el espectáculo». Recogió cada uno cinco piedras regulares y se eligió el árbitro del duelo. Se apostaron al fondo del prado, se colocaron a veinte pasos de distancia. Y mientras todo esto se organizaba, uno fue a llamar a Domingo: —¡Corre! Está a punto de empezar el duelo.

Corrió Domingo, se abrió paso, se colocó en el espacio libre entre los dos rivales. —¡Quítate de en medio!—le gritó el que ya había empuñado la primera piedra—. Tengo que ajustar las cuentas a ese bellaco y es inútil que tú vengas ahora con sermones. Domingo le miró con pena. ¿Qué hacer? Un relámpago cruzó su mente .Se sacó el crucifijo que llevaba al cuello y corrió al más próximo: —¡Mira este crucifijo! –le dijo—. Y si eres valiente, repite: «Jesús murió perdonando a los que le crucificaron. Pero yo no quiero perdonar, ¡quiero vengarme del todo!». El muchacho le miró y balbuceó: —¿A ti que te importa? Domingo anduvo los veinte pasos que le separaban del otro y le repitió en tono de mando: —¡Mira este Crucifijo! Y si eres valiente, repite: «Jesús murió perdonando a los que le crucificaban. Pero, ¡yo quiero vengarme!». El segundo era un muchacho valiente y se quedó sin respiración. Entonces Domingo le tomó por el brazo y le llevó hasta el otro: —Pero, ¿por qué queréis haceros daño? ¿Por que queréis dar un disgusto a vuestros padres y al Señor? Jesús perdonó a los que le mataban y vosotros no sois capaces de perdonaros un insulto, soltado en un momento de rabia? Calló Domingo. Seguía mirando con pena a los dos enemigos y sostenía siempre en sus manos el crucifijo. Soltaron la piedra. No hubo duelo. Uno delos contrincantes, ya mayor, recordaba la escena y decía: «Me sentía avergonzado de haber forzado a un amigo tan estupendo a que recurriera a una medida tan extrema para impedir tan triste aventura y perdoné de corazón al que me había ofendido». A la vuelta, Domingo no dijo nada a nadie. Siguió con su habitual tranquilidad y su sonrisa. Había sido el héroe de las cosas sencillas, del deber cumplido de cada día, algo que no resulta siempre fácil. 16. La fórmula mágica Habían transcurrido seis meses desde que Domingo entró en el Oratorio. Había pasado el invierno y con la primavera volvían las golondrinas y las hierbas a los prados de Valdocco. Domingo Savio comenzó a soñar despierto aquella primavera de 1855. Sucedió así. El primer domingo de abril, predicó a sus jóvenes: los sermones de don Bosco resultaban siempre agradables, todos le oían, con gusto por los temas que trataba y porque los adobaba con hechos preciosos revestidos de vivos colores. Aquel domingo don Bosco habló de la santidad y dividió su tema en tres puntos: 1) Dios quiere que todos seamos santos. 2) Es muy fácil lograrlo. 3) En el cielo tiene preparado un gran premio para quien se haga santo.

Algún muchacho sentado en los bancos arrugó el ceño aquel día, porque a él parecía que la santidad era algo aburrido y difícil de asimilar. Pero Domingo Savio escuchó con toda atención. A medida que don Bosco hablaba con su cálida y persuasiva voz, le parecía a Domingo que el sermón era sólo para él. Llegar a ser santo, como el principito San Luis, igual que el gran misionero San Francisco Javier, como los mártires. Siempre le había parecido algo difícil, cubierto de obstáculos: y ahora, por el contrario, le decía don Bosco que era fácil, muy fácil. Desde aquel instante Domingo comenzó a soñar. Su sueño era la santidad: «Dios me quiere santo, por consiguiente yo quiero hacerme santo». También había dicho don Bosco que se podía ser santo siendo alegre. Colosal. Pero, ¿cómo lograrlo? ¿Tenía que hacer penitencia como San Luis que se azotaba hasta hacerse sangre? ¿Tenía que pasar las noches en oración como San Francisco de Asís? Eso resultaba imposible para él. De haber sido mayor, partiría para las misiones como San Francisco Javier y los Apóstoles. Pero así, metido entre los libros y cuadernos de la escuela, en el patio y el comedor, ¿cómo hacerse santo? Esto le preocupaba cada día más. Llegó a estar menos alegre que de costumbre y don Bosco pronto lo advirtió. Un día le llamó: —Domingo, ¿qué tal estas? —Muy bien. —Pero no eres el de antes. No te veo reír: ¿te duele algo? —No —bromeó Domingo—, al contrario, ¡sufro de salud! —¿Qué quieres decir? —Mire, yo quiero ser santo, necesito hacerme santo. Yo me creía antes que la santidad era algo difícil. Pero ahora que usted nos ha dicho que es tan fácil y que todos podemos alcanzarlo, yo quiero serlo del todo , yo necesito hacerme santo del todo. Pero no sé cómo hacer, cómo debo portarme.

Sonrió don Bosco. Domingo esta ya muy avanzado en el camino de la santidad, aunque no hubiera pensado en ello. Porque la santidad consiste en amar al Señor y a nuestros hermanos: y Domingo amaba de veras, hasta cuando le costaba, hasta cuanto tenía que hacer grandes sacrificios.

Le dijo: —Quiero regalarte la fórmula de la santidad. Escucha. Primero: alegría. Lo que te turba y roba la paz no procede del Señor. No la alegría de los granujas, sino el regocijo que nace de la paz con Dios y con los demás. Segundo: cumplir con los deberes de clase y de piedad. Atento en clase, esmero en el estudio, diligencia en la oración. Y todo ello hecho, no por ambición, ni para que te alaben, sino por amor al Señor y para convertirte en un hombre del todo. Tercero: hacer el bien a los demás. Ayuda a tus compañeros, aunque te cueste sacrificios. Ahí está la santidad. El 24 de junio era el día del santo de don Bosco. Hubo gran fiesta en el Oratorio. Todos querían manifestarle su afecto. Don Bosco agradecido les dijo: —Escriba cada uno en un papelito, el regalo que espera de mí. Haré lo posible por contentaros. Cuando don Bosco leyó los billetitos, se encontró con peticiones serias y sensatas y también se tropezó con demandas ridículas que le hicieron sonreír: alguno pedía cien kilos de golosinas «para tener para todo el año». En el papelito de Domingo Savio no se leían más que estas palabras:«Quiero que me ayude a hacerme santo». 17. En el patio «Hacer el bien a los demás», había dicho don Bosco. Era necesario de veras. En aquel tiempo no tenía don Bosco ayudantes que organizasen los juegos de los chicos en el patio y les mantuvieran lejos de todo peligro y de las malas conversaciones. Además, el patio del Oratorio era casi una plaza abierta a todo el mundo: estaba a campo abierto y el que quisiera entrar, aún para sembrar el mal entre los muchachos, podía hacerlo sin grandes dificultades. Cierto día, estando en pleno recreo, se asomó a las puertas del patio un hombre bien vestido, con su bastón en la mano y su sombrero en la cabeza. Echó el ojo a un grupo de jovencitos y avanzó resuelto hacia ellos. Le estaban todavía mirando algunos con curiosidad cuando él comenzó a hablar en alta voz, llamando la atención de los que jugaban a distancia. En pocos minutos le hacía corro una turba de muchachos. Cuando se vio ante tan buen auditorio, el distinguido señor comenzó un discurso en toda regla, hablando mal de los curas, de la Iglesia, de la Religión. En esto Domingo Savio que llega. Escucha, se abre paso entre los compañeros y llega hasta las mismas narices del orador. Se vuelve a los compañeros y grita: —¡Vámonos! Este infeliz nos quiere robar el alma, ¿no os dais cuenta?¡Vamos a jugar y dejémosle solo! Sucedía también que, durante el verano, algunos saltándose a la torera los reglamentos se iban a buscar el fresco en las aguas del Stura o del Dora .Era peligroso, porque en algunos lugares el agua era profunda e impetuosa y había el peligro de ofender al Señor. Don Bosco había intervenido ya alguna vez con cierta severidad. A pesar de ello, un día más caluroso que de ordinario, unos cuantos amigos se guiñaron el ojo y se fueron a un rincón del patio. Domingo se dio cuenta de ello. Sin llamar la atención, se unió a ellos y comenzó a charlar del tiempo, entreteniéndoles para que no se marcharan. A un cierto punto perdieron la paciencia. El más atrevido le dio a entender que se quitase de en medio. Entonces Domingo se puso serio:

—Ya lo sé, queréis ir al río. Pero yo no quiero. —¿Qué mal hay en ello? —Hay peligro de ahogarse, hay peligro de ofender al Señor; y, además, desobedecéis a don Bosco que no quiere que se vaya. ¿Os parece que eso no es nada? —Pero hoy hace demasiado calor. ¡No se puede aguantar! Domingo se puso muy serio y dijo despacio: —Si no podéis aguantar el calor del verano, ¿cómo haréis para soportar el del infierno que os vais a buscar? Unos minutos después todos estaban jugando en el patio. Se habían olvidado del calor. 18. Arte difícil Impedir el mal es un apostolado bastante fácil. Más difícil y complicado es hacer el bien. Hacen falta prudencia, simpatía, inteligencia: es una de las más difíciles artes. Domingo Savio lo probó y, poco a poco, aprendió .A veces tuvo que tragar disgustos, aguantar insultos, y hasta (lo que cuesta mucho a los muchachos), ser ridiculizado. Pero triunfó. Sabía contar chascarrillos, cuentos, aventuras. A la hora de recreo, si se encontraba compañeros tristes, murmuradores, o de hablar grosero, tomaba Domingo la hebra. Contaba chistes, sucesos, aventuras, hasta que volvía la alegría y se ponían a jugar de nuevo. Si era el caso, añadía un episodio leído de la vida de los santos y de este modo dejaba en el aire un buen pensamiento. Sermones nunca. Noticias llenas de vida, episodios atrayentes, bien elegidos y bien contados. De este modo, con gracia, hacía el bien a todos. Pero no siempre caían bien sus ingeniosas ocurrencias. Cierto día, un muchacho, que estaba de mal carácter, aulló: —¿Y a ti que te importa esto? Domingo solía ponerse serio en tales casos. Respondió: —Me importa, porque el alma de mis compañeros has sido redimida con la sangre de Jesús; me importa porque somos hermanos, y debemos amarnos y ayudarnos a salvarnos; me importa, porque, si logro salvar el alma de uno, puedo estar seguro de la salvación de la mía. El sábado era el día de las confesiones. Iba don Bosco a la sacristía y pasaban los jóvenes uno tras otro a confesarse con él. Unos se confesaban semanalmente, otros cada quince día, algunos cada mes. Y habían quien no se confesaba más que de uvas a peras. Cuando éstos se encontraban con don Bosco solían darse la vuelta. Doblaban la esquina. Domingo conocía a algunos de esos muchachos de mirada huidiza y sonrisa forzada. Empleaba todos los medios que podía para llevarlos al Señor. Se ponía a jugar con ellos una reñida partida a la «rana», y cuando el juego llegaba a lo mejor susurraba: «¿Vendrás a confesarte el sábado?».Para seguir el juego y no meterse en una conversación embarazosa, aquél respondía: «Bueno». Y seguía el juego.

Pero Domingo, en cuanto obtenía la promesa, trabajaba al amigo durante el resto de la semana. Cada día hallaba un pretexto para recordarle lo prometido. Y al llegar el sábado, le acompañaba hasta la iglesia, se confesaba él antes y después daban juntos gracias al Señor. Pero no siempre era la cosa así de sencilla. A veces, llegaba el sábado y el amigo no se dejaba ver. Domingo no se daba por vencido. En cuento se tropezaba con él, bromeaba diciendo: —¿Te has burlado, ¿eh? —¿Yo? —Sí, tú. Me prometiste que irías conmigo a confesarte, pero luego... —No tenía ganas. —Malo, malo. Si no tenías ganas es que tienes sapos y culebras. ¿Noves que siempre andas malhumorado? Escúchame a mí, vete a confesarte. Te encontrarás mejor. Muchos, enseguida o después, cedían a sus buenos modales y se ponían en gracia con el Señor. 19. La sarta del carretero Cuando los escolares de Valdocco iban y venían a la escuela del profesor Bonzanino, no hay que creer que solamente oyeran la música delos saltimbanquis y que no vinieran más que las banderolas de los barracones de la feria. Las calles eran un ir y venir continuo de coches y caballos, y se oían gritos, imprecaciones y hasta horribles blasfemias. Un compañero de Domingo le vio quitarse de repente el sombrero y murmurar entre dientes unas palabras. Le preguntó: —¿Qué estás diciendo? —¿No has oído? —respondió Domingo—. Ese carretero ha blasfemado contra Dios. Si pudiera acercarme a él, le diría que no hiciese tal cosa, pero tengo miedo de que sea peor. Entonces me conformo con decir: Alabado sea el nombre del Señor, para así reparar la ofensa. Otra vez, al pasar por la calle de Barbaroux, oyó Domingo a un carretero que estaba blasfemando como un turco. A la tercera vez no pudo más y se acercó a él. Con una sonrisa le preguntó: —Perdone, ¿sabría decirme dónde está el Oratorio de don Bosco? Ante aquella cara sonriente, el hombracho aquel interrumpió la sarta de blasfemias y respondió: —No lo sé chiquito. Lo siento. —Entonces, ¿me podría hacer otro favor? —Con mil amores. ¿Qué quieres? Domingo le dijo al oído: —Me haría un gran placer si no dijera esas feas blasfemias cuando se enfade. El hombretón quedó como herido por un rayo, después masculló: —Tienes razón. Es un vicio asqueroso que no está nada bien… Una vez oyó Domingo blasfemar a un niño de nueve años. Reñía con otro a la puerta de casa y blasfemaba. Domingo sintió tanta rabia que le hubiera pegado.

Pero se contuvo, se metió entre los dos altercantes, agarró por la mano al pequeño blasfemo y con gracia y decisión le dijo: —Ven. Había allí mismo una iglesia. Entraron. Se arrodillaron ante el altar: —Y ahora —le dijo Domingo—, pide perdón al Señor por haber blasfemado su nombre. Después añadió: —Repite conmigo: Alabado sea Jesús, alabado sea su santo Nombre. 20. La historia de don Bosco. Poquito a poco, al vivir en el Oratorio, iba Domingo conociendo la historia de don Bosco y de su obra. Don Bosco había sido un chiquillo más de Castelnuovo. Habitaba en el caserío de Becchi. A los nueve años, quedó marcada su vida con un sueño. El mismo lo había contado: «A los nueve años tuve un sueño que me quedó profundamente grabado en la mente para toda la vida. En el sueño me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego, Unos reían, otros jugaban, muchos blasfemaban. Al oír aquellas blasfemias, me metí en medio de ellos para hacerles callar a puñetazos esos insultos. En aquel momento apareció un Hombre muy respetable, de aspecto varonil, elegantemente vestido. Su rostro era tan luminoso, que no podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me dijo: —No con golpes, sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos tus amigos... Ponte, pues, ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de la virtud. Aturdido y espantado, dije que yo era un ignorante y pobre muchacho. En aquel momento, los muchachos cesaron en sus riñas y alborotos y rodearon al que hablaba. Sin saber case lo que me decía añadí: —¿Quién sois Vos para mandarme estos imposibles? —Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al día. Mi nombre pregúntaselo a mi Madre. En aquel momento vi junto a Él una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía como el sol. Viéndome cada vez más desconcertado, me indicó me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano: —Mira —me dijo. Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado, y vi, en su lugar, una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales. —He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto y lo que veas que ocurre en estos momentos con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos. Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al Hombre y a la Señora, seguían saltando y balando a su alrededor.

En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender qué quería representar todo aquello. Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo: —A su debido tiempo lo comprenderás todo. Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión. Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por las bofetadas recibidas.» Durante el desayuno contó el sueño. Sus hermanos José y Antonio se morían de risa: —¡Tú serás un pastor! —repetía burlándose José. —¡Tal vez capitán de bandoleros! —añadió maliciosamente Antonio. Mamá Margarita, por el contrario, se puso seria. Y mirando a su hijo inteligente y generoso, dijo: —¡Quién sabe si un día será sacerdote! Pero la abuela, golpeando el suelo con su bastón, sentenciaba impaciente: —¡Bah! Los sueños, sueños son y no hay que creer en ellos. Vamos a desayunar. A pesar del parecer de la abuela, Juanito volvía a pensar en el sueño de vez en cuando y le iba pareciendo que la mamá tenía razón: sacerdote para hacer el bien a los muchachos. Se convirtió en su ideal. Mas no aguardó a ser mayor para hacer el bien. Empezó enseguida. Aprendió a hacer juegos de manos y los repetía delante de sus amiguitos. Y, entre juego y juego, les hacía rezar o les repetía punto por punto el sermón del párroco. El drama fue al tener que ir a la escuela. Su hermano Antonio no quería saber nada del asunto: quería que fuese al campo, con la azada al hombro. Le tocó luchar y tragar sorbos amargos para poder ir a pie, cada día, desde el caserío de I Becchi hasta la escuela de Castelnuovo. A los veinte años, después de haber pedido limosna de puerta en puerta dinero para comprarse los libros, entró en el seminario. Seis años de intensos estudios. 5 de junio de 1841: Juanito Bosco ya es sacerdote y celebra su Primera Misa. ¿Qué va a hacer ahora don Bosco? Le ofrecen buenos puestos como capellán de familias nobles. Pero los rechaza. Por las calles y plazas de Turín, donde se establece, encuentra a los muchachos del sueño. Se trata de jovencitos pobres, pequeños aprendices que llegan de los distintos valles próximos a la capital, atraídos por el primer boom industrial y urbanístico. Les ve subiendo a los andamios de los albañiles, buscando un puesto de mozo por las tiendas, rodando por las esquinas, voceando su condición de deshollinadores. Juegan en las calles y están decididos a intentar cualquier medio para abrirse paso en la vida. Un día, que fue a visitar a los presos, vio don Bosco tras las rejas a muchos jovencitos. Estalló en llanto. Al salir, tomó una decisión inquebrantable: —Dedicaré mi vida a los muchachos de Turín. No sé cómo, pero algo haré. Estos muchachos necesitan trabajo seguro, escuela, techo donde refugiarse, espacio verde donde jugar. Necesitan una iglesia para encontrarse con Dios. Señor, estoy presto. Dime por dónde debo empezar.

8 de diciembre de 1841. La fiesta de la Inmaculada. Don Bosco está apunto de salir a celebrar la Misa, cuando entra en la sacristía un muchacho. Lleva unos pantalones manchados de argamasa. Es uno de tantos jovencitos albañiles venidos a Turín en busca de trabajo. Al sacristán le gustaría echarle fuera, piensa que es un ladrón. Don Bosco se opone. Le llama. Se hacen amigos. El jovencito se llama Bartolomé Garelli. Oye la misa de don Bosco y, después, escucha un poco de catecismo de sus propios labios. Al domingo siguiente Bartolomé vuelve con algunos amigos. Los muchachos se van multiplicando. Cambian de lugar más de diez veces para jugar y armar ruido, hasta que, con don Bosco a la cabeza, llegan a un sotechado en el barrio de Valdocco. Alrededor del sotechado va creciendo poquito a poco la obra de don Bosco: escuelas, talleres, iglesias. Y cada vez más muchachos. 21. Se agranda el sueño Domingo quedó fascinado por la historia de don Bosco: había sido un campesino como él; igual que él había bajado de las colinas de Monferrato, rico de esperanzas y pobreza. Y había logrado llegar a hacer tanto bien a los jóvenes. ¿Por qué no lo iba a alcanzar también él, Domingo? Su sueño se agrandaba. «Cuando sea sacerdote —decía—, iré a Mondonio, reuniré a los niños bajo un sotechado, les enseñaré el catecismo, les contare bonitos ejemplos y les haré felices. Domingo quiere también un sotechado como el que don Bosco encontró junto a la casa Pinardi: y sueña con agrandarlo, convertirlo en levadura que lo transforme en una obra milagrosa para la juventud. Pero ya se sabe: todos los jóvenes sueñan. Los hijos de un almirante sueñan con el mando de la flota de papá, los hermanos de un futbolista sueñan llegar a ser campeones del mundo, los nietos de un cantor sueñan con ser músicos famosos. Después, a las primeras dificultades se desbaratan los sueños, se deshacen las pompas de jabón y son muy pocos los que alcanzan su ideal. ¿Pero quienes son estos pocos? Los que tienen fuerza de voluntad, los que no se arredran ante las dificultades, los que aman el trabajo aunque cueste. Domingo Savio no se conformó con soñar. Empezó enseguida, no a construir sotechados, sino a trabajar y a gastarse en favor de los que le rodeaban. Escribió don Bosco: «Allí donde hay muchos jóvenes reunidos siempre hay algunos peor educados que los otros, más ignorantes o descorteses, o bien tristes por algún disgusto que les mantiene separados de sus compañeros. Estos, aunque no lo parezca, sufren al verse apartados y por encontrarse solos, y tienen más necesidad de amigos que los demás. Pues bien, éstos eran los amigos predilectos de Domingo Savio. Se acercaba a ellos, les hacia reír, les hacía jugar... Cuando alguno tenía una pena, iba a contársela a él... Si uno estaba enfermo en la enfermería, Domingo era el enfermero más deseado y más querido…» Helos aquí los primeros niños abandonados socorridos por Domingo. Estaba dispuesto a darles cualquier cosa suya, algo que le costase con tal detenerlos satisfechos. Un día invitó a uno (era sábado) para acompañarle a la iglesia a rezar a la Virgen. Le respondió que tenia frió en las manos y no estaba dispuesto a estarse quieto en la iglesia rezando. Domingo se sacó sus guantes y se los prestó. Otra vez hizo lo mismo con su abrigo.

Aquella mujer vieja con un gran pañuelo a la cabeza, que Domingo había visto el día de su entrada junto a las cazuelas de la cocina, a la que también llamaba ya con ternura Mama Margarita, le decía en una ocasión a su hijo: —Juan, tú tienes muchos jóvenes buenos, pero, créeme, tan buenos como Domingo Savio no hay ninguno. 22. Un altar para la Virgen El altar de la Virgen ante el cual se había arrodillado Domingo el 8 de diciembre para consagrarse a María Santísima; aquel altar donde tantas ve-ces había renovado su consagración, estaba cubierto de flores. Empezaba el mes de mayo. El mes de mayo, que el pueblo cristiano ha dedicado a la Reina de los cielos, se llama el Mes de María en las casas de don Bosco. Los jóvenes le demuestran su amor a la Madre de Dios, recogiendo ramilletes de flores espirituales, para presentárselos el día de su Fiesta. Domingo Savio, juntamente con otros jóvenes entusiastas, decidieron colocar un altarcito a la Virgen en el dormitorio. Había que encontrar un mantel blanco, dos candelabros artísticos, dos floreros elegantes, una tela para hacer de fondo al cuadrito de la Dolorosa que ya pendía de la pared. Pero «encontrar» es una palabra. Estaban, como todos los estudiantes del mundo, sin un céntimo. Fijaron entonces una pequeña cuota que todos debían desembolsar. Pero alguno no tenía ni cinco céntimos y entre ellos estaba Domingo. Fue a rebuscar en su cajón y se encontró algunos libros que quería mucho porque se los había regalado don Bosco. Los llevó a los organizadores: —No tengo nada más. ¿Sirven? Su simpático gesto despertó una idea: harían una lotería. Se destaparon otros libros, alguno abrió generosamente el paquete de provisiones recibidas de su casa. Se hizo una lotería sorprendente. Aquella tarde al contar lo reunido, el rostro de los organizadores se llenó de satisfacción: ¡tenían el dinero! Decidieron construir el altar aquel mismo día, aún a costa de acostarse tarde. A media noche estaba listo. Se arrodillaron, con los ojos cansados pero llenos de alegría, musitaron: Ave María.

23. Las verdes colinas de Mondonio Vacaciones. También en los tiempos de Domingo era ésta una palabra mágica que hacia soñar a los estudiantes. No se hablaba entonces de playas o montaña, pero si del campo, porque casi todos los alumnos de don Bosco procedían del campo del Piamonte. Después de un curso escolar bastante más largo que el nuestro, se podía volver a los prados verdes, a buscar nidos y a asaltar los huertos... No había entonces ni radio, ni cine, ni televisión: pero había árboles cargados de fruta madura, resplandecían los racimos en las viñas y esto les bastaba a los muchachos.

Al atardecer se sentarían junto a papá y mamá, en el umbral de la puerta, para ―tomar el fresco‖, y oír la sinfonía inmensa de los grillos que inundaban los prados, seguir con la mirada las luciérnagas que danzaban silenciosas por los aires y contar a papá y a mamá el año pasado en Turín. También Domingo pensaba en su padre, en su madre y en sus hermanitos que le esperaban. Tuvo alguna duda antes de partir, pero después Don Bosco le persuadió de que las vacaciones le irían muy bien para la salud. Y entonces partió. El día de la partida estaba alegre, pero tenía una puntita de tristeza: daba el adiós a algunos amigos que ya no volverían más, dejaba a don Bosco, el amigo de su alma. Pero se volverían a ver pronto. Iba con su padre en la diligencia que trepaba por las colinas de Turín y Domingo sentía como el eco de las últimas recomendaciones de don Bosco: «Las vacaciones pueden convertirse en vendimia del diablo. No estéis nunca ociosos: divertíos, corred, saltad, haced el bien a vuestros amigos; pero huid de los malos compañeros y cumplid la santa Ley del Señor...» Pensaba Domingo: «Mis vacaciones no serán una vendimia del diablo, sino la siega del Señor.» Había oído hablar de la juventud de don Bosco: cuando hacía juegos de manos, andaba sobre la cuerda, sostenía la varita mágica con la punta de la nariz, y luego repetía a los espectadores el sermón del cura y les hacía rezar el Rosario. Enseñaba catecismo a los niños, les acompañaba a la iglesia, les contaba la vida del Señor. También él haría lo mismo: no sabía hacer juegos de manos, ni andar sobre la cuerda floja atada a dos árboles; pero se haría amigo de sus compañeros. Había aprendido muchas narraciones preciosas y muchos episodios interesantísimos que él les contaría. Después de besar a su madre y hermanitos, Domingo se vio rodeado delos compañeros de antaño, ahora un poco más corpulentos que él. Habían pasado todo el año en el campo: tenían la cara tostada y las manos hinchadas y duras de tanto cavar. Domingo, en cambio, estaba paliducho, delicado. Parecía tan pequeño como cuando partió. Volvieron pronto a ser tan amigos como antes y Domingo se pasaba las horas con ellos, les hablaba de Turín, de la escuela de la ciudad, les explicaba lo que había aprendido. E iban juntos a la iglesia a rezar. Tampoco estaba solo, por la mañana, en misa: iban algunos amigos con él. Había alguno ya mayorcito, que no sabía hacer ni la señal de la cruz. Tuvo que pacientemente gastar su tiempo en enseñarle un poquitín de catecismo. Pero se salió con la suya; fue la conquista más bonita. Pero no siempre retozaba por los campos o charlaba con los amigos: sabía también hallar tiempo para estudiar y leer tranquilamente. Quien más gozaba de su compañía eran los hermanitos. Brígida les veía jugar juntos y era feliz. Pero también las vacaciones, como todo lo bueno, pasan de prisa. El nuevo curso escolar 1855-56 estaba a las puertas. Domingo se despidió de los amigos y volvió a la gran familia de Valdocco, donde le esperaban don Bosco, sus compañeros y diez meses de estudio y de lucha. No podía pensar Domingo, a lo largo de la carretera que le llevaba a Turín, que era aquel el último curso completo de su vida. Los que le conocieron dijeron que

Domingo volvió a Valdocco con «muchas prisas»: prisa de trabajar, prisa de hacerse santo: como si alguien le hubiera dicho que le quedaba poco tiempo y que se acercaba rápidamente la noche de su corta vida. 24. La gran prisa

Domingo volvió a encontrarse en Valdocco con sus amigos. Pero al que más deseaba ver era a don Bosco. Y le volvió a ver, le dio los saludos de sus padres, y le contó lo que había logrado hacer durante las vacaciones. Don Bosco quedó satisfecho, pero al mirar el rostro de Domingo sintió una gran pena: —Domingo, ¿no has descansado durante las vacaciones? —Sí, don Bosco, ¿por qué? —Estás más pálido que de costumbre. ¿Qué te ha ocurrido? —A lo mejor es el cansancio del viaje —y sonrió tranquilamente. Pero aquello no era un cansancio pasajero. Los ojos hundidos y brillantes, el rostro pálido y chupado decían bien a las claras que la salud de Domingo no andaba muy bien. Si ni siquiera con los aires de su pueblo había mejorado, era preciso estar alerta. Y don Bosco decidió ayudarle de todos modos. —Este año no saldrás a la ciudad para ir a la escuela: salir en el invierno, con la nieve y el frío, te podría perjudicar. Estudiarás en casa: don Francesia será tu maestro. Así, por las mañanas, podrás descansar un poco más y aún durante el día. Y te recomiendo: moderación en el estudio ¡porque la salud es un don de Dios y no debemos malgastarla! Domingo, como siempre, obedeció. Descansó más, no se excedió en el estudio; pero, como si previese que algo grave le iba a suceder, dijo a don Bosco: —Es preciso que yo corra, porque de lo contrario, me va a sorprender la noche en el camino. Un amigo, espantado por su interés en hacerlo todo bien, le dijo: —Si todo lo haces este año, ¿qué harás al año que viene? Domingo le rebatió: —Déjame hacer. Este año quiero hacer todo lo que pueda. El año que viene, si todavía estoy, ya te diré lo que haré.

Y a don Bosco: —Quiero entregarme totalmente al Señor. Siento la necesidad de hacerme santo, y si no me hago santo es como si no hubiera nada. Ayúdame a hacerme santo ¡y deprisa! 25. Estalla el cólera Aquel verano y aquel otoño fueron excesivamente calurosos. A la parque un calor abrumador parecía cernerse sobre Turín, se difundió rápidamente una noticia terrible: ha estallado el cólera. La enfermedad quede vez en cuando explotaba y despoblaba las ciudades y el campo como una guerra atómica, probablemente había llegado a Piamonte con algún veterano de la guerra en Crimea. El rey, Víctor Manuel I, y toda la familia real salieron precipitadamente de Turín en una carroza cerrada y se refugiaron en el solitario castillo de Caselette. La peste se recrudece en la ciudad. Más de cien víctimas cada día. Las familias todavía sanas se encierran en casa, atrancan las puertas, rechazan todo contacto con las demás personas. Los apestados mueren solos, abandonados. El alcalde de Turín hace una llamada a los valientes: hay que entrar en las casas, llevar a los enfermos a los lazaretos, curarlos. Es menester arriesgar la vida para salvar la ciudad. Don Bosco reúne a sus muchachos y les dice: —El alcalde ha hecho una llamada a la gente valiente. Si alguno de vosotros se siente capaz de salir conmigo para socorrer a los apestados, yo garantizo, en nombre de la Virgen, que ninguno será atacado. Con tal de que cada uno se conserve en gracia de Dios y lleve consigo una medalla de María Santísima. Hubo cuarenta y cuatro, entre muchachos y mayores, que se ofrecieron voluntarios para la misma causa. Entre ellos Domingo Savio. Días de trabajo agobiador. Apenas si llega el tiempo para tomar un bocado, y de nuevo a la calle, a las casas. Se traslada a los enfermos a los lazaretos en camillas improvisadas. Muchos no están en condiciones para ser trasladados. Y aquellos muchachos les curan, les confortan en las últimas horas de vida. Al ir disminuyendo el calor, parece que también se va calmando el cólera. Los atacados son ya pocos. La ciudad recobra su calma. Al pasar una tarde por la calle Cottolengo, Domingo Savio fija sus ojos en una casa, y como si alguien le hubiese llamado, enfila la escalera y sube a toda prisa. Golpea a una puerta sin dudarlo un momento. Aparece el dueño de la casa. —Perdone —dice Domingo—, aquí debe haber una persona atacada por el cólera que necesita asistencia. El pobre hombre abre sus ojos desmesuradamente: —No, no, ¡aquí no hay ninguno! No nos faltaba más. —Pero ¿está seguro? —¡Segurísimo, diablos! —Sin embargo, se equivoca. ¿Me deja echar una ojeada? Aquel hombre se cae de las nubes. Sabe muy bien que toda su familia, gracias a Dios, está toda bien. Pero el muchacho insiste de tal modo que... —Pasa, pasa. Vamos a ver. Verás cómo te equivocas.

Pasan de habitación a habitación, la cocina, el almacén. Nada. —¿No hay ningún otro cuarto, ninguna buhardilla? —¡Ah, sí! —clama el dueño golpeándose la frente—. ¡El desván! ¿A ver si María...? Suben al desván. Un mísero cuartucho. Acurrucada en un rincón, con lacara contraída por la agonía, se está muriendo una mujer. —Deprisa, llame a un sacerdote —musita Domingo y se dispone rápidamente a desempeñar su papel de enfermero. —¡Ay, María! ¡Quién podía imaginarlo! —sigue repitiendo el pobre hombre mientras corre escaleras abajo en busca del párroco. Aquella pobre mujer, que iba a hacer faenas por las casas, le había pedido poder dormir en aquel cuchitril. Como quiera que partía por de madrugada y no volvía hasta muy tarde, él casi no se acordaba de ella. Llega el párroco y administra los últimos sacramentos a la moribunda. En un rincón, sombrero en mano, repite sin cesar el dueño de la casa: —«¡Pobre María...! ¿Pero cómo habrá hecho ese muchacho para saberlo?». Vino el frío del invierno y el cólera terminó. Los quinientos muchachos de don Bosco, ninguno de los cuales cayó enfermo, volvieron tranquilos a sus clases. También Domingo, como si nada hubiera sucedido, tomó sus libros y asistió a las lecciones de don Francesia. 26. La obra maestra de Domingo Aunque Domingo no podía hacer grandes cosas en favor de los demás, hacía «todo lo que podía». Estaba a disposición de todos. Siempre presto para asistir a un enfermo, para repasar la lección a quien lo necesitare, para limpiar una habitación. Llegó a prestar sus guantes de lana a un chiquito que temblaba de frío. Pero un día tuvo una idea grandiosa. Había también otros jóvenes a su lado que se esforzaban por hacer el bien a los demás. Se llamaban Miguel Rúa, Juan Cugliero, José Bongioanni, Celestino Durando: nombres que con el tiempo llegarían a ser célebres en la Congregación Salesiana. Pero cada cual trabajaba por su cuenta. ¿Por qué no unirse los más valientes en una asociación para trabajar juntos y así organizar todo lo que cada cual hacía por su cuenta y riesgo? Esta sociedad se convertiría en un grupo escogido que se llamaría «Compañía de María Inmaculada». Habló con algunos de los mejores. La idea fue acogida con entusiasmo. Pero don Bosco sugirió no precipitar las cosas; que no corrieran demasiado. Que hicieran la prueba, redactaran un sencillo reglamento y se esforzaran por cumplirlo. Al cabo de algunos meses se podría volver a hablar de ello. Y probaron. Se celebró la primera «asamblea general». Se acordaron varias cosas. Ante todo la «Compañía» debería permanecer en el secreto, en el Oratorio. Nada más que los inscritos y don Bosco debían conocerla. Se fijó además la finalidad de la Compañía. Los inscritos se comprometían a ser mejores, a base de frecuentar la Confesión y la Eucaristía, y mantener una afectuosa devoción a la Santísima Virgen. Se comprometían también a ayudar a don Bosco convirtiéndose, siempre con

prudencia y delicadeza, en apóstoles en medio de los jóvenes. Ellos serían, no un servicio secreto de policía y menos de espionaje, sino un grupo de muchachos serenos y alegres que esparcirían serenidad y alegría en derredor suyo. La asamblea encargó a tres de los inscritos para redactar el primer reglamento de la Compañía, que luego sería aprobado y practicado por todos. Los tres encargados fueron: Domingo Savio, de quince años, José Bongioanni, de dieciocho, y Miguel Rúa, ayudante de don Bosco y maestro de sus compañeros. Domingo escribió el reglamento. Lo dice don Bosco y lo confirma su maestro don Francesia. Domingo puso en ello todo su amor a la Virgen y su celo apostólico. Por cierto que, a la par que él redactaba el reglamento de la Compañía, don Bosco redactaba las Reglas de la Congregación Salesiana. En los momentos libres, sacaba Domingo sus pliegos, pensaba y escribía. Si tenía alguna dificultad, subía a la habitación de don Bosco. Llegó el 8 de junio de 1856. Ya había escrito la palabra «fin» en el último folio. Ya se había vuelto a copiar todo con buena letra y había circulado entre todos los socios de la Compañía. Ya habían dado su aprobación. También lo había leído y aprobado don Bosco. Ahora, le tocó a Domingo leer solemnemente «su» reglamento, en una reunión general. Después de la breve introducción en la que la Compañía se consagraba a la Virgen, venía la lista de las tres obligaciones principales de todo socio. Helas aquí: 1ª -Observancia del Reglamento de la Casa. 2ª-Incitar a la virtud a los propios compañeros amonestándoles caritativamente y exhortándoles a hacer el bien con las palabras y sobre todo con el buen ejemplo. 3ª-Emplear escrupulosamente el tiempo. A continuación iban los 21 artículos del reglamento. Decían los cuatro primeros: 1º-Nuestra regla principal será una rigurosa obediencia a nuestros superiores, a los que nos sometemos con ilimitada confianza. 2º-Nuestra primera y especial ocupación consistirá en el cumplimiento de nuestros deberes. 3º-La caridad recíproca unirá nuestros ánimos y nos hará amar indistintamente a nuestros hermanos, a quienes avisaremos amablemente cuando parezca útil la corrección. 4º-Destinaremos una media hora semanal para reunirnos y, después de invocar al Espíritu Santo y hacer una breve lectura espiritual, nos ocuparemos del progreso de la Compañía en la virtud y en la piedad. Y he aquí el artículo 21, el último. En él está condensado el espíritu de la Compañía y el amor de Domingo a la Virgen: 21º - La asociación está puesta bajo el patrocinio de la Inmaculada Concepción, de quien tomamos nombre y cuya medalla constantemente llevaremos. Una sincera, filial e ilimitada confianza en María, un amor singularísimo y una devoción constante hacia Ella nos harán superar todos

los obstáculos y ser firmes en nuestras resoluciones, rigurosos con nosotros mismos, amables con el prójimo y exactos en todo. Aquel 8 de junio de 1856 nacía la obra maestra de Domingo Savio: la Compañía de la inmaculada. Le quedaban todavía nueve meses de vida, pero su Compañía viviría más de cien años. En todos los Centros de la Congregación Salesiana, en todos los Oratorios prepararía jóvenes para una vida cristiana comprometida. Esta Asociación, con nombres diferentes: «Amigos de Domingo Savio»,o «Savio Club», sigue creciendo y haciendo el bien en nuestros días.

27. Clientes de primera y de segunda categoría La Compañía se puso a trabajar. En una de las primeras reuniones se decidió confiar a cada socio un«cliente» particular. Al empezar el curso en el Oratorio, como en todos los colegios del mundo, llegaban los «alumnos nuevos». Naturalmente los primeros días les resultaban singularmente delicados :no conocían a nadie, no sabían los juegos, hablaban en el dialecto de su pueblo generalmente distinto del de los compañeros, sentían morriña... Eran días de tristeza y lágrimas. Los socios de la Compañía apodaron «clientes», en su secreto lenguaje, a los recién llegados. Cada recién llegado era confiado a un socio para que le ayudase y le hiciese estar alegre. Uno de los primeros «clientes» de Domingo Savio fue Francisco Cerruti, que más tarde llegaría a ser un salesiano célebre. Mirad lo que escribe: «Llegué al Oratorio el día once de noviembre por la tarde. Me encontraba la mar de triste pensando en mi madre, a quien había dejado sola. Al día siguiente, después de comer, estaba yo muy triste apoyado contra una columna cuando se me acercó un joven de cara serena y buenos modales, el cual me dijo: —¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? —Francisco Cerruti —respondí. —¿De dónde eres? —De Saluggia. —¿A qué curso vas? —Al segundo de Gramática. —¡Entonces ya sabes latín! ¿Sabes la derivación de «sonámbulo?». Y nos pusimos a charlar. De repente le pregunté: —¿Y tú quién eres? —Soy Domingo Savio, de Mondonio. ¿Seremos amigos, verdad? —Seguro.

A partir de aquel momento tuve la ocasión de encontrarme con él muchas veces y hablar íntimamente. Domingo fue para mí un amigo de verdad». Pronto eligió la Compañía una segunda categoría de «clientes». Eran los muchachos más díscolos e indisciplinados, los que tenían la blasfemia a flor de labios y levantaban los puños con facilidad. Los socios de la Inmaculada se dividieron también estos «clientes» más difíciles entre ellos, a fin de que pudieran ponerse en buen camino mediante la bondad y la dulzura. Lo cual no siempre resultaba fácil. Domingo recibió, a cambio, en más de una ocasión, palabrotas y hasta algún bofetón. Véase este recuerdo del mismo Francisco Cerruti: «El invierno de 1875 fue extremadamente frío. Algunos se divertían tirando bolas de nieve en el salón locutorio, único lugar abrigado donde nos reuníamos durante el recreo para estar calientes. Había allí una estufa, la única del Oratorio. Cuando los estudiantes volvían tiritando de la ciudad, todos se refugiaban en el locutorio. Un día, cierto alumno artesano llamado Ratazzi entró corriendo y lanzando bolas de nieve con otros compañeros. Dijo Domingo a Ratazzi: —Id a jugar fuera. No echéis nieve aquí dentro. Ratazzi, que era un sujeto poco recomendable, se puso furioso al oír aquellas palabras, le cubrió de insultos y amenazas y le abofeteó en la cara. Estaba yo presente, vi enrojecerse a Domingo, apretar los puños, pero no le devolvió la menor palabra violenta.» 28. Reír, pero obrar en serio A partir del día de la fundación de la Compañía de la Inmaculada, empezaron a andar mejor muchas cosas en el Oratorio. Algunos maestros (que nada sabían porque la Compañía era un secreto), se maravillaban de tal cambio. Don Francesia observaba una verdadera competición entre sus alumnos para sobresalir en los estudios y en el buen comportamiento, y no llegó a saber el motivo más que algunos años después. Don Bosco estaba muy contento y llamaba a la Compañía su «Guardia Imperial». Ya era difícil que nadie penetrase en el Oratorio con malvadas intenciones para hacer propagandas antirreligiosas, para instigar a los jóvenes contra don Bosco, como a lo mejor sucedía en otros tiempos. Los de la Compañía, riendo, pero obrando en serio, apenas lo advertían les hacían desaparecer. Sucedió un día que un muchacho recibió, no se sabe cómo, una revista ilustrada con figuras poco decentes. Le hicieron corro dos o tres amigos y luego más. Miraban y reían. Pasaba por allí Domingo y se acercó. Se abrió paso, arrancó de las manos de su dueño la revista y la hizo pedazos. Alguno quería protestar. Domingo no le dio tiempo: protestó primero él. —¡Esto no! ¡En nuestra casa no debe entrar nada sucio! —Era sólo para reírnos. —¿Quieres ir al infierno riendo? —Pero, en fin de cuentas, ¿qué mal hay en ello?

Domingo se puso serio: —¿No encuentras ningún mal en mirar esto? Entonces quieres decir que estás acostumbrado a verlo. Nadie se atrevió a protestar. Volvieron a los juegos mientras el viento se llevaba por los aires los trocitos de la desafortunada revista.

29. Las manos en manos de Dios En el Oratorio todos los jóvenes estaban invitados a asistir a Misa cada mañana. Una mañana del mes de mayo descendió don Bosco las gradas del altar para repartir la Eucaristía. Pero aquella mañana ninguno quiso recibir a Jesús. Don Bosco se quedó de piedra. Volvió lentamente al altar y terminó tristemente la Misa. Fue la última vez que don Bosco experimentó aquella pena, porque en aquellos días estaba naciendo la Compañía de la Inmaculada, y uno de los propósitos que sus socios tomaron fue éste: dividirse la semana entre ellos, a fin de que cada día hubiera alguno que fuese a comulgar. Fue el más agradable regalo para don Bosco, ya que él (como decía entonces alguien que no le entendía), tenía «la idea fija» de los Sacramentos: Confesión y Comunión. Quería que sus alumnos tuviesen hambre de Jesús Eucaristía, porque sabía que solamente con Él podían vencer en las batallas de la vida. Sabía que sus muchachos eran débiles y que Jesús era su fuerza. Don Bosco creía en las palabras de Jesús: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene consigo la vida y yo le resucitaré en el último día». Por eso, en los labios de don Bosco las palabras ―Confesión-Comunión‖ son como un estribillo: las repetía, en todas las ocasiones, sin cansarse nunca, porque sabía que en estas dos palabras estaba el secreto de la fuerza y la felicidad de sus hijitos. Domingo Savio, ya antes de ir al Oratorio, se acercaba a la Confesión y ala Comunión una vez al mes. Que era mucho para aquellos tiempos, en que se creía que el respeto debido a la Eucaristía consistía en no acercarse a ella casi nunca. Pero en la escuela de don Bosco aprendió enseguida que la Eucaristía es el pan del alma, y que el pan no se come solamente una vez al mes, si se quiere crecer sano y robusto. Precisamente una de las exhortaciones de don Bosco, que más llamó la atención en los primeros tiempos, fue ésta: «Queridos jóvenes, si queréis perseverar en el camino del cielo, os recomiendo tres cosas: acercaos a menudo al sacramento de la confesión, frecuentad la sagrada comunión, elegid un confesor al cual os atreváis a abrir vuestro corazón y no lo cambiéis sin necesidad». Domingo las puso en práctica. Eligió a don Bosco para confesor y le abrió de par en par las puertas de su alma. De acuerdo con el consejo de don Bosco empezó a recibir a Jesús-Eucaristía tres veces a la semana. Después, al cabo de un año, don Bosco le permitió acercarse a la Comunión todos los días. Decía Domingo:

—Cuando tengo algún pesar en el corazón, acudo al confesor, y él me habla en nombre de Dios. Si luego quiero algo grande, voy a recibir la Eucaristía, que es Jesús. ¿Qué me falta para ser feliz? Sólo me falta ver al Señor. Pero le veré en el Paraíso. 30. Un pañuelito blanco sobre el barro Había llovido durante toda la noche. Las calles de Turín eran un barrizal. Estaban llenas de riachuelos. Iba Domingo a la escuela con sus compañeros, cuando sonó por los aires una campanilla. Era la campanilla del viático. Por aquel entonces, cuando se llevaba la Eucaristía a los enfermos como último consuelo para el viaje a la eternidad, era llevada con toda solemnidad. El sacerdote, revestido de roquete y estola, caminaba bajo palio, con la Hostia santa envuelta en un rico paño brocado en oro. A su lado iban dos monaguillos con antorchas encendidas. Al sonido de la campanilla, sus compañeros se retiraron a la acera y se santiguaron. Domingo se arrodilló. —Me parece que eso no era necesario —le dijo reprochándoselo un amigo—. No es necesario mancharse la ropa. ¡El Señor no manda eso! Domingo le miró sonriendo: —Los pantalones y las rodillas son del Señor, ¿no te parece? Por Él ¡no sólo me echaría en el barro sino hasta en el fuego! Volvió a suceder lo mismo otro día. Esta vez había junto a Domingo, en una esquina de la calle, por casualidad un soldado. El monaguillo sonaba la campanilla, pero el militar permanecía allí tieso e imperturbable. Domingo se sacó del bolsillo el pañuelo blanco, lo extendió por tierra y le invitó con una sonrisa simpática a arrodillarse. El soldado, algo avergonzado, se arrodilló también, pero en tierra. 31. ¡Haced penitencia! Hay algunas frases del Evangelio que causaron violenta impresión a Domingo. Son éstas: «En aquellos días apareció Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, diciendo: Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca... Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero a la cintura y se alimentaba de langostas y miel silvestre» (Mt. 3, 14). «Y Jesús, alzando la voz, les enseñó diciendo: ‗...Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella‖ (Mt. 7-13-44). «Y Jesús dijo: «Si no hacéis penitencia, todos igualmente pereceréis» (Lc. 133). Después de haber leído el Evangelio, Domingo decidió hacer penitencia. Y no se contentó con la mortificación de los ojos, con la compostura en la persona, con el esmero en el estudio, sino que buscó algo que de veras le hiciese sufrir.

Don Bosco se enteró de que Domingo había empezado la Cuaresma ayunando cada día a pan y agua. Le llamó enseguida, y después de hacerle reflexionar sobre su delicada salud, se lo prohibió. —Al menos los sábados, en honor de la Virgen —reclamó Domingo. Pero don Bosco se mantuvo. Ninguna mortificación en la comida. Tenía que estudiar y desarrollarse con buena salud. Esto es lo que el Señor quería. Pero las frases del Evangelio seguían rondando por su mente con insistencia. Y decidió: aguantaría un poco de frío por las noches. Al acercarse el mes de diciembre, mientras sus compañeros empezaron a amontonar mantas bajo la colcha (ni se soñaba entonces con la calefacción en el dormitorio), Domingo dejó su cama como en pleno verano. Y puso bajo la sábana trocitos puntiagudos de ladrillo, para que le atormentaran durante el sueño. Llegó enero y una mañana Domingo se sintió mal. Bajaron los otros y el se quedó en cama hecho un ovillo y con fiebre. Avisaron a don Bosco y subió enseguida a ver cómo estaba. Le encontró temblando, bajo una colcha ligera, con su eterna sonrisa. Don Bosco se puso serio: —Domingo, ¿quieres morir de frío? —No, don Bosco, no moriré por tan poca cosa. Jesús estaba con menos ropa que yo en la gruta de Belén y en la cruz. Don Bosco no quiso razonar con él. —Escucha, Domingo. Te prohíbo absolutamente toda penitencia. Antes tienes que pedirme permiso a mí. ¿Entendido? Añade don Bosco que Domingo «aunque con pena, se sometió a mi mandato». Unos días después se encontró con él, y vio que Domingo estaba apenado. —¿Qué hay de nuevo? —Estoy la mar de apurado —suspiró—. Jesús ha dicho que si no hago penitencia no iré al Paraíso; y usted me ha prohibido hacerla. —Es cierto —replicó don Bosco—. Para ir al Paraíso todos tenemos quehacer penitencia, pero la penitencia que el Señor quiere de ti es la obediencia. Obedece, y a ti te basta. —¿Y no podría permitirme alguna otra penitencia? —Sí —respondió don Bosco—. Te permito aguantar con paciencia los insultos que se hagan; sufrir con resignación el calor, el frío, el cansancio y todas las incomodidades de salud que Dios quiera enviarte. —Pero esto hay que aguantarlo por necesidad —observó riendo Domingo, como si don Bosco estuviese bromeando. Y no era así, don Bosco hablaba en serio. Y añadió: —Mira, si lo que tienes que sufrir por necesidad, se lo ofreces al Señor, se convertirá en virtud y será más meritorio para tu alma. Domingo entendió. En adelante dejará en manos del Señor la elección. Todo lo que Él le mandare (calor, frío, fatiga, enfermedad), lo recibirá como venido de su mano y lo soportará por su amor. Por su parte obedecerá: a la ley de Dios y al confesor. Rezará con atención, estudiará con todo empeño, guardará sus ojos, se comprometerá a hacer el bien a sus compañeros. Esta era la penitencia que Dios le mandaba.

32. Los ojos para ver a la Virgen Don Bosco que, escribiendo la biografía del santito no podía contener las lágrimas, dedica un capitulo entero para recordar el espíritu de mortificación de Domingo. Los ojos de Domingo, muchacho inteligente y sensible, eran muy vivaces. Sentía naturalmente una gran curiosidad de verlo todo y conocerlo .Sin embargo, a costa de muchos esfuerzos, Domingo miraba solamente lo que quería mirar. El resto era como si no existiese para él. Al principio, este ejercicio le costó mucho trabajo: hasta llegó a tener dolor de cabeza. Pero lo alcanzó. Seguramente que muchos chicos de hoy ni siquiera entienden la importancia de semejante mortificación. Más de uno dirá que es una exageración estúpida, digna de compasión y hasta de desprecio. Pero un gran educador se vio obligado a exclamar: «Sé muy bien que el mundo se ríe de esta mortificación de los ojos; pero sé también que los jóvenes que no la practican difícilmente pueden mantenerse puros». Domingo Savio lo sabía muy bien. —«Los ojos son las ventanas del alma —decía—. A través de las ventanas pasa lo que se deja pasar. Nosotros podemos dejar pasar por estas ventanas lo mismo un ángel que un demonio, y dejar que el uno o el otro se enseñoree de nuestro corazón.» Al pasar junto a los barracones de Porta Palazzo (el último año volvió a ir a clase a la ciudad con el profesor Picco), miraban los escolares con avidez a los saltimbanquis y prestidigitadores que se exhibían en la plaza pública. Veían los enormes cartelones que atraían a la gente a los espectáculos, a los bailes. Domingo caminaba tranquilo como si anduviese por los senderos de su pueblo, de Mondonio. Siempre habrá tipos que siempre, y por sistema, llevan la contraria, y son un castigo de Dios. Junto a ellos muere uno de asfixia. Nada marcha bien para ellos: la sopa está salada, el cocido insípido, el agua está caliente, los zapatos le aprietan, el paisaje es aburrido, nadie sirve para nada. Bastan dos o tres tipos de esta índole en una comunidad de cien muchachos para acabar con la paz y la alegría. Su humor se pega como la gripe. No se puede tomar ninguna decisión sin que ellos no protesten. Y la protesta es una enfermedad infecciosa. Un tipo totalmente distinto era Domingo Savio. «Jamás —escribe don Bosco— profirieron sus labios una queja por el calor del verano (¡y eso que entonces no se iba a la montaña ni a la playa!),ni por el frío del invierno (pese a que no había más que una estufa en todo el Oratorio). Hiciera bueno o hiciera malo, él estaba siempre alegre. De todo lo que ponían en la mesa, estaba satisfecho». Pero no terminaba aquí. Había formado con socios de la Compañía un grupo llamado en broma «el grupo del mendrugo». Después de cada comida, se quedaban en el comedor para recoger los pedazos de pan que los otros, atolondradamente, habían dejado por las mesas o habían echado por tierra. Aquél sería su pan para la comida siguiente. Si sucedía que alguno no quería comer la sopa que ya tenía en el plato, o hacía ascos ante el cocido (lo que sucede frecuentemente entre los muchachos de los colegios), Domingo no permitía que

esta comida fuese tirada. Renunciaba con gusto a su plato para comer lo que los otros no querían. Y decía al que se extrañaba: —El alimento es un gran regalo de Dios. Hay gente que se muere de hambre. No podemos despreciarlo. Siempre que podía prestar algún favor a los compañeros, lo hacía con gusto. Lustraba los zapatos, cepillaba los vestidos, hacía la cama a los enfermos y decía como quien se justifica: —Cada cual hace lo que puede. Yo no soy capaz de grandes cosas. No sé hacer más que estas pequeñeces. Espero que el Señor, en su bondad, las agradezca. Don Bosco, al terminar el capítulo sobre las mortificaciones de Domingo, dice: «Me callo muchísimos otros hechos de este mismo estilo». Como hijos de nuestro tiempo, quisiéramos hacer una observación lo mismo a Domingo Savio que a don Bosco. Al leer algunas mortificaciones del Santito (particularmente las de la comida), experimentamos alguna repugnancia: nos parece que en todo aquello no había mucha «higiene». Si dirigiéramos esta observación a Don Bosco, ¿qué nos podría responder? Yo creo que nos diría:«Sí, es verdad, en el año 1855 nosotros no sabíamos que existiesen los microbios, como vosotros lo sabéis hoy; no sabíamos que la comida sobrante de los demás no es conveniente tocarla porque puede ser nociva para la salud; todo esto lo iba descubriendo la ciencia por aquellos años a paso lento. De haberlo sabido, no lo hubiéramos hecho, porque la salud es un donde Dios y por tanto, no debe ser despreciada. También en esto podemos decir que cada cual hace lo que puede, en razón de lo que sabe.» Los grandes santos del pasado eran grandes ejemplos en este tipo de penitencia: santa Catalina curaba a los cancerosos con sus propias manos; san Carlos y san Luis murieron entre los apestados; san Francisco abrazaba a los leprosos. Tampoco ellos sabían de higiene, pero daban buen ejemplo al poner el Amor de Dios por encima de todo. Pero hoy, ¿no dan ganas de llorar al ver a tantos jóvenes con las manos limpísimas, que se alimentan concomidas bien condimentadas, viven en ambientes higiénicamente sanos y el alma totalmente desfigurada por el pecado, el egoísmo, la impureza? Es justo guardar la higiene corporal, mas ¿por qué rechazar la penitencia que es una gran medicina para la higiene del alma, para tener lejos la lepra del alma? La Santísima Virgen fue vista por los pastorcillos de Fátima llorando y pidiendo a los hombres: «¡Penitencia...! ¡Penitencia...! ¡Penitencia...!». «Mis queridos jóvenes, empeñaos en crecer sanos y robustos, en llevar una vida que os permita desarrollaros armónicamente, pero imitad a Domingo Savio en la mortificación para que también vuestra alma crezca en la gracia y el temor de Dios.» 33. Camilo Gavio Llegó de Tortona un muchacho de catorce años. Tenía el rostro pálido, como quien ha estado enfermo. Estaba apoyado contra una columna del pórtico y miraba. Veía la alegría de tantos muchachos que corrían y reían. El miraba con cara pensativa.

Alguno pasaba a su lado rozándole y preguntaba luego al compañero: —¿Quién es ése? —No sé, he oído decir que es de Tortona, y que pinta y talla muy bien. Creo que le ha enviado el municipio de su pueblo a Turín, con una beca, para que siga los estudios de arte... También Domingo le vio, y se le acercó enseguida. —¡Hola! ¿No conoces a ninguno, verdad? —No, no conozco a nadie. Pero me gusta verles jugar. —Yo soy Domingo Savio. ¿Y tú? —Camilo Gavio. Vengo de Tortona. —Parece que estás triste. Imagino que tienes nostalgia de tu casa. A todos nos sucedió lo mismo, pero se pasa. —Lo mío es distinto. He estado enfermo. He pasado una grave enfermedad de corazón, que me puso a las puertas de la muerte y aún estoy convaleciente. —Pero, ¿quieres curarte, no? —No —respondió el muchacho muy serio—. Sólo quiero hacer la voluntad de Dios. Domingo le miró maravillado. Experimentó una gran alegría. Camilo era un muchacho estupendo, sería un colosal socio para la Compañía de la Inmaculada. Le habló de ella con entusiasmo, le propuso entrar en ella, en la primera asamblea. —Es interesante lo que me cuentas —respondió Camilo. Pero, ¿qué tengo que hacer para ser uno de los vuestros? —En dos palabras te lo digo. Nosotros queremos hacernos santos, y hacemos consistir la santidad en estar muy alegres, en cumplir bien nuestros deberes y en hacer el bien a los demás. Camilo se convirtió en un socio entusiasta de la Compañía de la Inmaculada y trabó una profunda amistad con Domingo. Mas, no habían pasado dos meses desde su llegada, cuando su salud comenzó a menguar rápidamente. La enfermedad de corazón que había padecido en Tortona se despertó de nuevo en forma preocupante. Le visitaron los médicos, pero sacudieron la cabeza: no había muchas esperanzas. Camilo no volvió a bajar de la enfermería. Domingo subía durante los recreos a hacerle compañía. Hablaban los dos del Paraíso. Cuando pareció que la muerte era inminente, que estaba al lado, Domingo pidió quedarse a velarle. Pero tampoco su salud era muy fuerte, y no se lo concedieron. El día treinta de diciembre por la tarde le llamó don Bosco y le dijo que Camilo se había apagado. Domingo subió a verle por última vez. Estaba tendido sobre una camita blanca, pálido como la cera, pero con la cara seria y majestuosa. Domingo lloró. Murmuró: «Adiós, Camilo. Estoy seguro de que estás en el Cielo y que me estás preparando un puesto para mí. Siempre seré tu amigo y mientras esté con vida, rezaré por ti». Hubo un gran duelo entre los socios de la Compañía de la Inmaculada. Todos comulgaron, durante varios días, por Camilo y rezaron mucho por él. 34. Dos espigas en el mismo terrón

Al llegar a este punto de la vida de Domingo Savio, don Bosco habla a los lectores de la amistad entre Domingo y Juan Massaglia. La historia de esta amistad no es un simple episodio, un hecho casual: recorre todo el arco de los años pasados por Domingo en el Oratorio. Juan Massaglia había nacido en Marmorito, pueblo próximo a Mondonio , así que eran paisanos. Entraron en el Oratorio en el mismo mes, y los dos soñaban con llegar a sacerdotes. Sólo una cosa les separaba un tanto: la edad. Juan tenía cuatro años más que Domingo. Pero la amistad (una amistad verdadera y fuerte), superó este obstáculo. Don Bosco vio nacer y crecer esta amistad y estaba muy contento de ella. En sus conversaciones hablaban los dos muchachos de su futuro: cuando fueran sacerdotes, partirían hacia tierras lejanas, a las «misiones»,de las que a menudo hablaba don Bosco, en donde muchos paganos esperaban la luz de la fe. Desgraciadamente, se quedarían en sueños de adolescentes. Domingo era el más impaciente: —No basta decir que queremos ser sacerdotes —dijo un día—. Es preciso que empecemos a prepararnos. —De acuerdo —respondió Juan con más calma—. Pero no debemos inquietarnos. Preocupémonos de hacer nuestros deberes bien y Dios hará el resto. Llegaron los Ejercicios Espirituales. Domingo y Juan los hicieron con todo su empeño. Al acabar, Domingo se acercó a Juan y le dijo formalmente: —Escucha, Massaglia. Me gustaría que fuéramos amigos de veras. Juan replicó: —¿Pero es que no lo somos? —De acuerdo; pero yo quiero que lo seamos más. Y por tanto: cuando veas que algo no marche bien, que hay alguna cosa que pueda desagradar al Señor, quiero que me avises. ¿De acuerdo? —Muy bien, Domingo: a condición de que tú hagas lo mismo conmigo. «Desde entonces —escribe don Bosco.—, Savio y Massaglia se hicieron verdaderos amigos y duró su amistad, porque estaba fundada en la virtud y los dos competían con el ejemplo y las palabras para ayudarse a huir del mal y practicar el bien.» A la vuelta de vacaciones, las primeras vacaciones que hemos recordado, Domingo tuvo una sorpresa: su amigo Juan, que había terminado el curso de Retórica, se examinó para tomar la sotana y un día de fiesta le vio vestido con la sotana, que era el uniforme de los que querían ser sacerdotes. ¿Llegaría para él día tan soñado? Pero pasaron unos meses y Massaglia tuvo que despedirse del Oratorio. Durante aquel invierno rígido le agarró una bronquitis. No parecía grave al principio. Juan sonreía y repetía: «¡Ya pasará!». Pero le subió la fiebre y una fuerte tos hizo temer por sus pulmones. Don Bosco avisó a la familia. Juan no quería suspender sus estudios. Pero don Bosco, con la ternura de un padre, logró persuadirle. De momento debía volver a su casa: una buena cura en reposo absoluto podían poner las cosas en su punto, en breve. De lo contrario, ¿cuándo terminaría? El invierno era largo. A Massaglia le tocó ceder. Se despidió de Domingo diciendo: «Adiós, hasta la vista», y partió para su pueblo, y al llegar se metió en la cama.

Pasaban los días. Parecía, a veces, que la enfermedad estaba curada, y ya esperaba volver al Oratorio, pero siempre había una recaída, y el proceso comenzó a alargarse. Llegó marzo, volvieron las golondrinas, pero la salud de Juan no quería volver. Quizá entonces tuvo un momento de desaliento. Massaglia tomó la pluma y escribió una carta a su amigo, que don Bosco conservó: Querido amigo: Pensaba que iba a pasar en casa solamente algunos días y que luego volvería al Oratorio, por lo que dejé todos mis enseres en la escuela. Ahora veo que las cosas se alargan, y que el fin de mi enfermedad es cada vez más dudoso. El médico dice que voy mejor, pero a mí me parece que voy peor. Veremos quien tiene la razón. Querido Domingo, tengo un gran disgusto por estar lejos de ti y del Oratorio, porque aquí no tengo facilidad para hacer las prácticas de piedad. Solamente me consuela el recuerdo de aquellos días en que, juntos, nos preparábamos para recibir la santa comunión. Estoy seguro, sin embargo, de que aunque estemos separados con el cuerpo, estamos cerca en el espíritu. Te ruego, entre tanto, que tengas la bondad de ir a la sala de estudio a mi pupitre. Encontrarás algunos cuadernos y a su lado el Kempis, o sea, la Imitación de Cristo. Haz de todo un paquete y envíamelo. La Imitación de Cristo que encontrarás está en latín, pues si bien me agrada la traducción, no pasa de ser una traducción, en la cual encuentro tanto agrado como en el original latino. Ya estoy harto de no hacer nada; y, encima, el médico me ha prohibido estudiar. Doy muchos paseos... ¡por mi cuarto! Y a menudo me digo: «¿Saldré de esta enfermedad? ¿Volveré a ver a mis amigos? ¿No será ésta la última enfermedad?». Sólo Dios sabe lo que ha de ser. Yo creo estar preparado para acatar la santa y amable voluntad de Dios. Si se te ocurre algún buen consejo, escríbemelo. Dime cómo andas de salud; no te olvides de mí en tus oraciones, particularmente a la hora de la comunión. Ánimo, no me olvides delante del Señor. Si no podemos vivir largo tiempo juntos en la tierra, espero que podremos disfrutar un día felices en dulce compañía durante una eternidad bienaventurada. Recuerdos a nuestros amigos, especialmente a los hermanos de la Compañía de la Inmaculada. El Señor sea contigo, y cuenta siempre con tu afmo., JUAN MASSAGLIA Domingo leyó la carta, fue al estudio e hizo el paquete que su amigo deseaba. Tomó después la pluma, y respondió al amigo buscando poner en las palabras la serenidad que habría querido infundir a su amigo Juan, para ayudarle a vencer la tristeza que parecía abatirle. Mi querido Massaglia: Tu carta me ha dado gran alegría. Por ella veo que aún vives, pues desde tu partida no había tenido noticias tuyas, y estaba en dudas de si rezar por ti un gloria patri o un responso. Ahí van los objetos que me pides. Sólo te hago saber que el Kempis es ciertamente un buen amigo, pero que se murió y no se mueve de su sitio.

Es menester, por tanto, que tú lo busques, le sacudas el polvo, y le leas haciendo lo posible por poner en práctica cuanto halles en él. Suspiras por la facilidad que aquí tenemos para ejercicios de piedad y tienes razón. Cuando yo voy a Mondonio a mí me ocurre lo mismo. Para suplir esta deficiencia, yo procuraba todos los días hacer una visita al Santísimo Sacramento, haciéndome acompañar de cuantos amigos podía. Además del Kempis, yo leía el «Tesoro escondido en la santa misa», de San Leonardo. Si te parece, haz tú lo mismo. Me dices que ignoras si volverás a verme en el Oratorio: también este mi cacharro anda bastante estropeado, y todo me hace presagiar que me acerco rápidamente al término de mis estudios y de mi vida. Como quiera que sea, hagamos así: roguemos el uno por el otro, para que podamos ambos tener una buena muerte. El que llegue primero al Paraíso, le cogerá sitio al amigo y, cuando éste suba a buscarlo, él le alargará la mano para introducirle en el cielo.& Dios nos conserve siempre en su santa gracia y nos ayude a hacernos santos, porque temo que nos va a faltar tiempo. Todos nuestros amigos suspiran por tu vuelta al Oratorio y te saludan afectuosamente en el Señor. Yo, por mi parte, con cariño de hermano, me declaro siempre tuyo afmo., DOMINGO SAVIO La serenidad y buen humor forzados de Domingo iban a alegrar por poco tiempo a Juan. Hacia la mitad del mes de mayo, la enfermedad adquirió mayor virulencia. Juan Massaglia fue perdiendo rápidamente las fuerzas. El teólogo Valfré, su párroco, le llevó el Viático que Juan recibió con fervor conmovedor. Y luego, rápidamente, llegó el fin. Era el 20 de mayo de 1856. Cuando la noticia llegó al Oratorio, cayó sobre Domingo como un rayo. Aceptó la voluntad Dios, pero lloró a su amigo durante varios días. Don Bosco, testigo de su gran pena, dejó escrito: «Esta fue la vez primera que vi aquel rostro angelical entristecido y bañado en lágrimas. Su único consuelo fue orar y hacer que otros orasen por su amigo difunto. Se le oyó exclamar más de una vez: —Querido Massaglia, tú has muerto, pero confío que ya estás en el Paraíso en compañía de Gavio, y ¿cuándo iré yo a unirme con vosotros en la inmensa felicidad de los cielos...? Esta pérdida fue muy dolorosa para el corazón sensible de Domingo, y su salud misma quedó notablemente alterada». 29 de diciembre de 1855: Camilo Gavio. 20 de mayo de 1856: Juan Massaglia. Pronto llegará el 9 de marzo de 1857. Y también Domingo partirá para el Paraíso. 35. Ángeles por el camino Hay unos cuantos episodios en la vida de Domingo Savio que bien merecen el adjetivo de «extraordinarios». No sabe uno si es mejor contarlos o callarlos. Porque al leer cosas extraordinarias en las vidas de los santos, resulta que es fácil desalentarse y decir: ¿cómo es posible imitarles? ¡Ellos nacieron santos! Y es un error que alienta nuestra pereza. Pero Domingo no«nació» santo. Llegó a serlo por

su esfuerzo y con la gracia del Señor. Los breves sucesos que hemos ido contando lo demuestran suficientemente. Pero, al llegar casi al final, tenemos que contar, en justicia, algunos hechos«extraordinarios». ¿Recuerdas al campesino que le preguntó: «¿No tienes miedo de andar solo por estos caminos?». El respondió «Yo no voy solo; me acompaña siempre el Ángel de la guarda». Se lo había enseñado su madre desde pequeñito: «Acuérdate, Domingo, que junto a ti, va el Ángel del Señor. No le ofendas jamás con el pecado y llámale en tu ayuda cuando tengas necesidad». Un día se cayó a un estanque lleno de agua su hermanita Ramona. Estaba para ahogarse —dejó escrito su hermana Teresa—, y Domingo, que era más pequeño que ella, se lanzó al agua y la sacó sana y salva. —¿Cómo has hecho para sacarla fuera, tú, tan pequeño? —le preguntó una persona mientras Domingo empapado en agua iba hacia su casa. Domingo respondió: —Yo sostenía con un brazo a Ramona y el Ángel de la Guarda me sostenía a mí del otro. Otra vez, había pedido Domingo a su papá que le llevase a la feria del pueblo vecino. Era demasiado pequeño. —No resistirás —le decía el señor Carlos—. Y yo no puedo llevarte a cuestas. Sabes que tengo que ir a comprar muchas cosas y volver cargado. —Llévame, papá —suplicó Domingo una vez más—. Verás como sí resisto. Papá cedió. Fueron, dieron mil vueltas por el mercado, hizo el señor Carlos sus compras, y al atardecer reemprendieron el camino de vuelta. Domingo había danzado todo el día por la plaza, y no podía más. —Papá, estoy cansado —murmuró. Y papá, sobrecargado: —¿Lo ves? Ya te lo dije. ¿Qué hacemos ahora? Aún no había acabado de hablar el padre cuando vieron venir por el camino un mozo guapetón y sonriente. —¿No puedes más, verdad chiquito? ¿Quieres subir a mis hombros? Y cargándoselo a cuestas le llevó hasta su casa. El señor Carlos conocía a todos los campesinos de los contornos, y aunque habló con él, no llegó a saber quién era ni de dónde venía. Al llegar a la puerta de casa, dejó el papá en tierra el fardo y se volvió para dar las gracias al mozo. Se había escabullido sin decir quién era, en un abrir y cerrar de ojos. Carlos se quedó pensativo: ¿quién podía ser aquel joven guapo y fuerte que desaparecía de aquel modo? Recordaba haber oído al párroco la historia del hijo de Tobías, acompañado por un ángel durante su largo viaje... Pasaron los años. Domingo estaba en el Oratorio. En un momento en que su salud no era muy buena, decidió don Bosco enviarle a pasar unos días con su familia para que se restableciera. Domingo escribió a su casa, anunciando la llegada. Pero la carta se extravió y no llegó. Al cabo de unos días tomó Domingo la diligencia que iba hasta Castelnuovo, esperando encontrarse allí con su padre. No le esperaba nadie. No había más remedio que ponerse en camino e ir a pie hasta Mondonio.

Cuando estuvo a la puerta de casa, mamá Brígida, que no le esperaba, salió corriendo, le abrazó y llamó a su padre. —Domingo, ¿pero has venido a pie? ¿Cómo es eso? Podías haber escrito y te hubiéramos ido a buscar... Mira que hacer todo el camino solo y a pie... —No he venido solo —sonrió Domingo—. Apenas bajé en Castelnuovo, me encontré con una hermosa y majestuosa Señora, que ha venido conmigo y me ha acompañado hasta aquí. —¿Una señora? ¿Y por qué no le has hecho entrar? Se lo hubiéramos agradecido. —También yo quería, pero al llegar al pueblo desapareció. No la volví a ver... Es otro encuentro que hace pensar... 36. Seis horas de retraso Son las dos de la tarde. Corre por el Oratorio una extraña noticia: Domingo Savio ha desaparecido. —¿No estaba en el desayuno? —No, está junto a mí en la mesa, y no le he visto, ni en el desayuno ni en la comida. —¿Y en clase? —Tampoco. Durante las tres horas ha estado vacío su pupitre y el maestro no sabía nada. —Si estará enfermo... —Vamos a ver al dormitorio. La cama de Domingo está bien hecha. No hay ni sombra de él. Estará en el salón de estudio... —Tampoco hay ninguno allí. —¿Entonces? ¿Le habrá enviado don Bosco a pasar unos días en su casa? En tal caso habría avisado al maestro. —¿Qué hacemos? Digámoselo a don Bosco. Él se las apañará. Se lo dicen a don Bosco. Se queda pensativo un momento. Pasó una idea por su mente, sonrió y dijo tranquilamente: —Estad tranquilos, yo sé dónde está. Bajó rápidamente las escaleras, entró en la sacristía y a continuación en el coro de detrás del altar. Ahí estaba Domingo, de pie. Una mano sobre un atril, la otra sobre el pecho. Don Bosco se le acercó, le llamó. Domingo no se movió. Le tomó entonces por un brazo y le sacudió. Domingo, tranquilo, se volvió hacia él y preguntó: —¿Se ha acabado ya la misa? —Mira —le dijo don Bosco mostrándole el reloj—, son las dos de la tarde. Domingo se azoró, se ruborizó por tan largo retraso, pidió perdón. —Ahora ve a comer —dijo don Bosco cortando por lo sano—. Si te preguntan dónde has estado, di que llegas de cumplir un encargo mío. Otro día, había terminado la Misa y los jóvenes habían salido de la iglesia. Don Bosco estaba en la sacristía en su acostumbrada acción de gracias. Y le pareció oír, en el coro, una voz como de alguien que discutiera con otro. Se levantó, fue a ver. Era Domingo. Con los ojos fijos en el sagrario y su angelical sonrisa en los labios hablaba con Jesús y luego se paraba, como si escuchase la respuesta del Señor. Le

oyó decir: «Sí, Dios mío, os lo he dicho y lo repito. Os amo y os quiero amar hasta la muerte. Sí, antes morir que pecar». Don Bosco que ya lo había visto otras veces extasiado después de la comunión, le llamó: —Domingo, a menudo te retrasas por la mañana. ¿Qué te sucede? Y Domingo, dijo con toda sencillez: —Pobre de mí, me distraigo y pierdo el hilo de mis oraciones. Me parece ver cosas tan bellas, que vuelan las horas...

37. En una calle oscura Diciembre. Las calles de Turín cubiertas de nieve. Anochece. Se encienden por las calles los faroles de petróleo. Don Bosco está, como cada noche, curvado sobre su escritorio, frente a un montón de cartas que esperan contestación y que le tendrán atado hasta más allá de media noche. Cuando he aquí un discreto llamar a la puerta: —Adelante. ¿Quién va? —Soy yo —dice Domingo entrando. —Hola, Domingo, ¿qué quieres? —Pronto, venga conmigo, es una obra de caridad que hay que hacer. —¿Ahora, de noche? ¿a dónde quieres llevarme? —Deprisa, deprisa, don Bosco, deprisa. Don Bosco duda. Pero mira a Domingo Savio, aquel muchacho que todavía no ha cumplido los catorce años, y ve que su rostro, normalmente tranquilo, está muy serio. Además, sus palabras decididas suenan a una orden. Don Bosco se levanta, toma el sombrero y le sigue. Domingo desciende precipitadamente las escaleras, sale del patio, toma una calle, otra, otra. Ni habla ni se detiene. En medio de aquel dédalo de calles y callejuelas dobla las esquinas seguro, como guiado por radar. A lo largo de la calle, puertas y más puertas. Domingo se detiene frente a una de éstas. No ha leído el número, ni siquiera ha mirado en torno para orientarse. Sube la escalera. Don Bosco le sigue: primer piso, segundo, tercero. Domingo se para, toca la campanilla. Y antes de que llegue nadie para abrirla puerta se vuelve a don Bosco y le dice: —Aquí es donde debe entrar. —Y sin añadir palabra, baja la escalera y se vuelve a casa. Se abre la puerta. Se asoma una mujer desgreñada. Ve al cura y levanta los brazos al cielo: —El Señor lo envía. Pronto, pronto; si no, no llega a tiempo. Mi marido tuvo la desgracia de abandonar la fe hace muchos años. Está muriendo y pide confesarse. Don Bosco se acerca al lecho del enfermo y se encuentra con un pobre hombre espantado, al borde de la desesperación. Le confiesa, le da la absolución reconciliándole con Dios. Y pocos minutos después aquel hombre muere. Pasan unos días. Don Bosco está todavía impresionado por lo sucedido. ¿Cómo ha podido Domingo Savio enterarse de aquel enfermo? Le llama aparte: —Domingo, la noche que viniste a mi despacho a llamarme, ¿quién te había hablado de aquel enfermo? ¿cómo hiciste para enterarte?

Y sucedió lo que don Bosco no esperaba. Domingo le miró con aire triste y se echó a llorar. Don Bosco no se atrevió a hacerle ninguna pregunta más: comprendió que en su Oratorio había un muchacho que hablaba con Dios. 38. Una isla lejana Estaba don Bosco cercado de muchachos. Uno era Domingo. Les hablaba de mil cosas. La palabra fácil de don Bosco encantaba; él sabía contar episodios interesantes y elevar desde ellos la mente de sus jóvenes a Dios. Aquel día también, después de una conversación interesante de concursos, carreras y premios para los vencedores, terminó el Santo: —Pero ¿qué es el mejor de los premios en comparación del premio que el Señor tiene preparado para el que guarda la inocencia? Pensad: dice la Escritura: los inocentes son los que están en el cielo más cerca de nuestro divino Salvador y ¡le cantarán himnos de gloria por siempre! Quería seguir y hablar como sólo él sabía hacerlo del Paraíso. Pero tuvo que parar. Domingo que estaba en el grupo, palideció de repente. Cayó al suelo como muerto. Don Bosco se dio prisa a levantarlo y también sus compañeros. Ya lo sabían muchos: cuando oía hablar del Paraíso, su ligero cuerpo no se tenía derecho de alegría y se desvanecía. Dijo un día a don Bosco: —Quisiera ver al Papa. Quisiera verle antes de morir, porque tengo una cosa muy importante que decirle. —¿Puedo saber cuál es? —Quisiera decirle que en medio de las tribulaciones que le esperan no cese de ocuparse con particular solicitud de Inglaterra. Dios prepara un gran triunfo al Catolicismo en aquella nación. Don Bosco miró en silencio a aquel muchacho que hablaba de cosas mucho mayores que él; después, con mucha seriedad le preguntó: —¿En qué te apoyas para decir eso? Domingo dudó. Se armó de valor y dijo: —Se lo diré, don Bosco; pero usted no debe comunicárselo a nadie, porque si no, se van a burlar de mí. Una mañana, dando gracias después de la Comunión, tuve una gran distracción, y me pareció ver una vastísima llanura llena de gente, envuelta en una niebla espesa. Caminaban como personas que han perdido el camino, sin ver dónde ponían los pies. ‗Este país —me dijo uno que estaba a mi lado—, es Inglaterra‘. Quería preguntarle otras cosas, cuando vi al Sumo Pontífice Pío IX tal y cual lo había visto pintado en algunos cuadros. Estaba majestuosamente vestido y avanzaba con una antorcha encendida en las manos. A medida que avanzaba, desaparecía la niebla con el resplandor de la antorcha, y los hombres quedaban en medio de la luz como en pleno mediodía. «Esta antorcha — me dijo el amigo—, es la Religión Católica que debe iluminar a los ingleses». Domingo no pudo ver al Papa antes de morir. Pero don Bosco fue a Roma el 1858, un año después de su muerte, y en medio de los muchos asuntos que hubo de tratar allí, no olvidó la comisión de Domingo. En una audiencia privada contó al Papa aquella... distracción. Pío IX escuchó bondadosamente y respondió: —Esto me confirma mi propósito de trabajar con un toda energía por Inglaterra, a la que ya he dirigido mis más vivas instancias. Este relato, amenos,

es como el consejo de una alma buena. Un gran Cardenal, el Cardenal Salotti, dice comentando esta visión de Domingo: «El Pequeño Santo ciertamente entrevió la triunfal demostración de Londres en el año1908. Fue entonces, cuando con ocasión del Congreso Eucarístico, veinte mil niños en fila a lo largo de las orillas del Támesis, desfilaron hacia la Catedral, suscitando en todos estremecimientos de conmoción indescriptible. Y el Cardenal Legado del Papa recorrió, en una demostración imponente de fe católica, las calles de la gran metrópoli sembrada de flores, en medio de cánticos e himnos de un pueblo que se sumaba a los triunfos de la Eucaristía». 39. «Por aquél de nosotros que morirá primero». A fin de que reinase siempre en sus casas una alegría sin lugar a dudas, don Bosco quería que sus jóvenes hiciesen cada mes el «Ejercicio de la Buena Muerte». Consiste en pensar seriamente en el último día de la vida, en el encuentro con Dios y en confesarse como si fuera el último día de la vida. Sólo al pensarlo, parece algo fúnebre: visión de catafalcos negros, de tumbas frías... ¡Algo como para poner la carne de gallina, poco alegre! Y sin embargo, es todo lo contrario: porque la muerte asusta al que la espera como un salto en el vacío, a quien no se atreve a mirar en su propia conciencia porque hay en ella desorden y pecado. Pero cuando cada mes se pone todo en orden, cuando la conciencia está limpia y parece que el Paraíso está allí, a la mano, entonces la muerte no da miedo. Más aún, vienen ganas de cantar, de correr, de saltar, porque suceda lo que suceda, sabemos que estamos en buenas manos: en las manos de Dios. Y entonces los jóvenes no se asustan cuando el que dirige las oraciones dice: «Y ahora recemos un padrenuestro y una avemaría por aquél de nosotros que morirá primero». Domingo hacía también su «Ejercicio de la Buena Muerte» cada mes. Cuando llegaba al «Padrenuestro y Avemaría» movía la cabeza. —No hay que decir «por el que morirá primero» —añadía—, sino «por Domingo Savio que será el primero en morir». A fines de abril de 1856 subió otra vez al despacho de don Bosco. —Don Bosco —le dijo—, vengo aquí para que me ayude a celebrar bien el mes de mayo, el mes de la Virgen. ¿Qué puedo hacer? Y don Bosco: —Cuenta cada día a tus compañeros un ejemplo en honor de la Virgen: verás cuánto bien haces. —Lo haré, don Bosco. ¿Y qué gracia debo pedir a la Virgen durante su mes? —Le pedirás que te dé salud para el cuerpo y gracia para tu alma, para poder hacerte santo. Domingo quedó como absorto con aquellas palabras y luego siguió, en voz baja, como un eco a las de don Bosco: —Que me ayude a hacerme santo..., que me ayude a tener una buena muerte..., y que los últimos momentos de mi vida me asista y me conduzca al Cielo... Don Bosco, fino observador de los jóvenes de su casa, escribió:

«Yo no sé si Dios le reveló el día y las circunstancias de su muerte, si sólo tuvo un piadoso presentimiento. Lo cierto es que habló de ella mucho antes de que llegara, y lo hizo con tal precisión de circunstancias, que mejor no hubiese podido hacerse después de su misma muerte.» Don Bosco anduvo preocupado. Buscó de todos moderarle en su afán de estudio y de piedad. Y como las fuerzas de Domingo disminuían lentamente, llamó a los mejores médicos de la ciudad para que le visitasen y viesen si podían hallar remedio. Vinieron, le interrogaron, le visitaron. Quedaron estupefactos de la rapidez y vivacidad de sus respuestas. Pero cuando se trató de buscar los remedios para aquella vida que se quemaba de deprisa, sacudieron desolados la cabeza. Aunque Pasteur había hecho sensacionales descubrimientos en París, la medicina corriente de 1856 se podía comparar con la medicina de las tribus amazónicas en nuestros días. Sabían los médicos sangrar, purgar, suministrar píldoras blancas y negras, usar alguna hierba medicinal. No mucho más. Don Bosco nos ha conservado las palabras del Doctor Vallauri que visitó a Domingo. Son palabras de un hombre honesto, pero que sabía bien poco de medicina, y no por culpa suya. Después de haber interrogado a Domingo, a solas con don Bosco exclamó: —¡Qué perla más preciosa es éste jovencito! Y don Bosco: —¿Cuál es, doctor, el origen del mal que le va robando la salud cada día más? —Su complexión delicada, su precoz desarrollo y la constante tensión de su espíritu son como limas que van desgastando insensiblemente sus fuerzas vitales. —¿Y qué remedio sería el mejor? Al llegar a este punto es fácil imaginar al médico empuñando la pluma y prescribiendo una fuerte cura de reconstituyentes: vitaminas, fósforo, inyecciones. En cambio, el doctor Vallauri, desolado, se encogió de hombros: —El mejor remedio sería dejarle ir al Paraíso. Lo único que puede alargar su vida es que abandone los estudios y que vaya a tomar los aires de su pueblo. 40. La víspera del gran viaje El veredicto de los médicos estaba claro. Pero Domingo sentía muchísimo interrumpir los estudios, dejar a los amigos, el Oratorio, y especialmente separarse de don Bosco. Además, la vida de piedad era para él como el oxígeno, y sabia que en su casa tendría mucha dificultad para comulgar y oír misa. Suplicó a don Bosco que le tuviera en el Oratorio. Pero don Bosco escribe: «Yo le hubiera tenido en casa a toda costa, pues sentía por él el afecto de un padre por su hijo predilecto. Pero el consejo de los médicos era tal, yo tenía que cumplirlo». Y Domingo partió. Era el mes de septiembre de 1856. Pasaron pocos días. A primeros de octubre, como cada año, don Bosco fue con un grupo de jóvenes a I Becchi, a su casa natal, para celebrar allí la fiesta de la Virgen del Rosario. Domingo lo sabía y apenas estuvo seguro de que don Bosco había llegado, fue a pie por las colinas y corrió a encontrarse con él. Por el camino se tropezó con su compañero y amigo Juan Cagliero, que bajaba a Castelnuovo para saludar a su madre. Le gritó desde lejos:

—Cagliero, ¿está don Bosco en I Becchi? —Sí, hace unos minutos le he dejado allí con todos los amigos. Y tú, ¿cómo sigues, Domingo? —Bien, gracias. ¡Nos volveremos a ver pronto! y apretó el paso. En aquel encuentro logró Domingo arrancar a don Bosco el permiso para volver. Por sus afligidas palabras comprendió el Santo que, permaneciendo en su casa, pero pensando con nostalgia en el Oratorio, Domingo padecía más todavía, y la salud empeoraba en vez de mejorar. —Hagamos así —concluyó—. Ahora te vas a casa, te quedas allí todavía unas semanas. Y después, cuando te encuentres un poco mejor, puedes volver, ¿de acuerdo? No pasaron muchas semanas y Domingo, pálido como siempre y como siempre sonriente, volvía a lo que él llamaba «su nido querido». Don Bosco no quiso que reanudase formalmente los estudios normales. Iba alguna vez a clase y tomaba en sus manos los libros, pero solamente para ocupar el tiempo. Se ocupaba en los trabajos de casa, o bien (y era la ocupación que más le gustaba), servía a los compañeros enfermos. Decía sonriendo: —No tengo ningún mérito ante Dios sirviendo a los enfermos: ¡me parece una diversión estupenda! Cuando veía a alguno demasiado exigente o demasiado preocupado por la salud, le decía: —En fin de cuentas, ¿crees que este cacharro de cuerpo va a durar para siempre? Nos tenemos que resignar a verlo consumirse poco a poco, hasta que baje a la tumba. Entonces, amigo mío, libre ya el alma, volará gloriosa al cielo y allí gozará de una salud envidiable y de una dicha interminable. Sucedió un día que un compañero rehusaba tomar una medicina amarga. Parecía Pinocho en casa de Fatina. No quería saber nada de ella a ningún precio. Domingo hizo la parte de la bruja: —¡Ay, amiguito!, las medicinas, aunque sean amargas, nos van bien, y tenemos que tomarlas porque Dios nos manda no abandonar nuestra salud. Si sientes repugnancia, tendrás mayor éxito ante Él. ¿Crees que la hiel que ofrecieron a Jesús en la cruz no era amarga? Ea, haz un sacrificio. En febrero de 1857 el invierno llegó a ser cruelísimo en Turín. Domingo Savio era sacudido por una tos profunda y estaba cada vez más pálido. Intervino don Bosco de nuevo: —Domingo, no me gusta tu tos. Y no quiere marcharse. Tendrás que volver a casa. Allí podrás estar más al calor y descansar hasta primavera. Domingo le miró con ojos suplicantes. Don Bosco añadió: —Ya sé, Domingo, que te cuesta mucho. Pero es preciso que vayas. Ea, haz este sacrificio. Don Bosco escribió a su padre. El señor Carlos, que con esfuerzo admirable había aprendido durante aquellos años a leer y escribir, respondió que iría a buscar a Domingo el primero de marzo. Por la tarde del último día de febrero subió Domingo, por última vez, al despacho de don Bosco. Quería despedirse, pedirle los últimos consejos. Parecía no quererse separar de él.

—Me apena que vayas a tu casa tan a disgusto. ¿Por qué no quieres ircon tu padre y con tu madre? —Si no es eso, don Bosco. Es que yo querría acabar mi vida aquí, en el Oratorio. —¡No digas eso! Ahora vas a casa, mejoras tu salud y, a la llegada de la primavera, vuelves. —No —sonrió Domingo sacudiendo la cabeza—. Me voy y no volveré más... don Bosco, es la última vez que podemos hablarnos. Dígame: ¿qué puedo hacer todavía por el Señor? —Ofrécele a menudo tus sufrimientos. —¿Y qué más? —Ofrécele tu vida, Domingo. El Santito quedó absorto un momento. Y después: —¿Puedo estar seguro de que mis pecados han sido perdonados? —Te aseguro, en nombre de Dios, que todos tus pecados han sido perdonados. —¿Y puedo estar seguro de salvarme? —Sí: por la infinita misericordia del Señor que nunca te ha de faltar, puedes estar seguro de salvarte. —¿Y si viniese el demonio a tentarme, ¿qué debo responderle? Don Bosco le señaló el gran cartel colgado de la pared, que tres años antes habían traducido juntos: «Da mihi animas caetera tolle», y le dijo: —Le responderás que has vendido el alma a Jesús, y que Él le ha comprado al precio de su sangre, para librarla y llevársela consigo al Paraíso. Se quedó Domingo Savio todavía un rato pensativo y después preguntó en voz baja: —¿Podré ver desde el Paraíso a mis amigos del Oratorio y a mis padres? —Sí —le aseguró don Bosco buscando vencer su emoción—, desde el Paraíso, si el Señor quiere llevarte consigo, podrás ver todos los sucesos del Oratorio, a tus padres y todo lo suyo, y otras mil cosas más hermosas. —Y... ¿podré venir a hacerle alguna visita? —Si el Señor lo quiere, podrás venir. Caía la noche sobre el Oratorio. Se extinguía la víspera del gran viaje: el viaje que Domingo haría en dos etapas: de Turín a Mondonio, de Mondonio al Paraíso. 41. El dinero para el viaje El 1º de marzo de 1857 era domingo. Aquella mañana se celebraba el Ejercicio de la Buena Muerte, y Domingo lo hizo por última vez. Se confesó y comulgó. «Tengo que hacerlo bien —dijo a don Bosco—, porque para mí será verdaderamente el de la buena muerte.» Pasó la mañana poniendo en orden todas sus cosas. Hizo su baúl. Después se acercó a uno de sus amigos, para despedirle con su última sonrisa. Debía a uno diez céntimos y se los devolvió diciendo: «No quiero que el Señor me encuentre con deudas».

La despedida más conmovedora fue la de los amigos de la Compañía dela Inmaculada. Les recordó los propósitos tomados el día de la fundación, les recordó a Gavio y Massaglia. Luego llegó el carruaje del papá que debía llevarle a Mondonio. Se acercó a besar por última vez la mano de don Bosco, sonriendo a pesar de su tristeza. —Usted quiere que me vaya. Si me quedara, sólo estorbaría unos cuantos días. Pero hágase la voluntad del Señor. Ruegue para que tenga una buena muerte. Hasta vernos en el Paraíso. Había ya atravesado la puerta, cuando se acordó de algo importante. Volvió hasta don Bosco y le dijo: —Hágame un regalo para conservarlo como recuerdo. —Con mucho gusto. Pídeme lo que quieras. ¿Quieres dinero para el viaje? —Sí, precisamente eso —sonrió Domingo—, dinero para el viaje a la eternidad. Nos ha dicho usted que ha obtenido del Papa algunas indulgencias plenarias para el momento de la muerte. ¿Me puede incluir entre los que pueden ganar esta indulgencia? —Sí, Domingo, de acuerdo. Apenas hayas salido, subiré a mi despacho a escribir tu nombre en la lista que me ha sido concedida por el Papa. —Gracias. Y partió. Desde la esquina agitó todavía su mano para despedirse del Oratorio, de sus amigos. Don Bosco se quedó mirando la tartana que desaparecía, con un profundo dolor en el alma: partía su mejor alumno, el santito que la Virgen había regalado a su Oratorio durante tres años. 42. Adiós a la tierra Domingo llegó a Mondonio casi de noche, La mamá, Brígida, le estrechó entre sus brazos con cariño y sus hermanitos le hicieron un gran recibimiento. Durante los primeros días pareció renacer la esperanza: se calmó la tos, volvió el apetito. Parecía que marzo traía la primavera al grácil cuerpo de Domingo. Pero fue una breve ilusión. Por la noche del día cuatro, Domingo se sintió repentinamente mal. Se quedó sin fuerzas. Volvió la tos seca y violenta. Tuvieron que ponerle en cama y llamar al médico. Vino el doctor Cafasso, le visitó y declaró: —Es una flegmasia. Así se llamaba entonces la pulmonía. ¿Qué hacer? El médico hizo todo lo que entonces se hacía con los enfermos de pulmonía: decidió sacar sangre de las venas de Domingo para calmar la fiebre. Cura loca que llevó al cementerio a tantas personas. Sin embargo, en aquel momento no se sabía hacer más. Cuatro años más tarde adelantaría su muerte, de la misma manera, Camilo Cavour en manos de los mejores médicos de Turín. Y tres años antes, había sido literalmente asesinado por un cirujano, Silvio Péllico. El doctor Cafasso sacó de su maletita las lancetas, descubrió el brazo blanco y delgado de Domingo y le dijo: —Vuélvete del otro lado y no tengas miedo. Domingo sonrío:

—¿Qué es un pinchazo en comparación de los clavos que atravesaron las manos y los pies de Jesús? Corte, doctor, no tenga miedo de hacerme daño. Miró cómo la lanceta reluciente abría su vena y vio salir la sangre lentamente. Volvió el médico, durante unos días, a continuar su tortura. La fiebre bajó, y creyó el médico que las cosas iban mejor. Pero únicamente era la debilidad que aumentaba de forma increíble. —Papá —dijo Domingo en un momento en que no estaba el médico—,bueno será que hagamos una consulta con el médico celestial. Deseo confesarme y recibir la santa comunión. Carlos Savio, que estaba la mar de contento con la noticia del mejoramiento dada por el medico, quedó dolorosamente impresionado por la petición de su hijo. Sin embargo, para no disgustarle, hizo llamar al párroco, que fue a confesarle. Domingo pidió que la comunión le fuese administrada como Viático. No parecía necesario, pero satisficieron su deseo. El Párroco le ayudó a dar gracias. Don Bosco, que supo las últimas noticias de labios del mismo sacerdote que le atendió y de su padre, escribe: «Sabía que era aquella la última Comunión de su vida... Recordó los propósitos de su Primera Comunión. Dijo varias veces: —Sí, sí, oh Jesús. Oh María, vosotros seréis ahora y siempre los amigos de mi alma. Lo repito y lo diré mil veces: ¡antes morir que pecar!» Terminada la acción de gracias, dijo tranquilamente: —Ahora estoy contento. Es cierto que tengo que hacer el largo viaje hacia la eternidad, pero con Jesús en mi compañía nada temo. Volvió luego el médico, volvió a correr la sangre de Domingo dejándole más pálido y más acabado. Diez veces penetró la lanceta del cirujano en sus brazos. Al acabar la décima sangría (así se llamaban las extracciones desangre), aún tuvo el médico valor para decir: —Esto va bien, está vencido el mal. Ahora necesitamos una prudente convalecencia. Pero Domingo, ya sin fuerzas, sonrió y dijo: —No está vencido el mal, sino el mundo. No necesito más que una prudente llegada ante el Señor. Apenas salió el médico, sintiendo que la vida se le iba, pidió la Extrema Unción. Papá y mamá se miraron cara a cara, mudos y consternados. ¿Qué debían hacer? El médico había asegurado que todo iba bien. Y Domingo quería los Santos Oleos. El señor Carlos fue a avisar al Párroco. Antes de que el Sacerdote empezase el rito sagrado, hizo Domingo en alta voz esta oración: «Oh, Señor, perdonad mis pecados.. ¡Yo os amo y os quiero amar siempre! Que este Sacramento que en vuestra infinita misericordia permitís que yo reciba, borre en mi alma todos los pecados cometidos con el oído, con la vista, con la boca, con las manos y los pies; que mi cuerpo y mi alma sean santificados por los méritos de vuestra pasión. Así sea.» Luego respondió con voz clara a las oraciones del Sacerdote. Al final, le fue impartida la bendición papal con indulgencia plenaria. Trazó sobre sí mismo la señal de la cruz. Y luego, recogiendo todas las fuerzas que le

quedaban, se volvió de lado, hacia el crucifijo, y recitó una estrofa que le era familiar: «Señor, mi libertad hoy os entrego, ved aquí mis potencias y mi cuerpo; todo os lo doy, Señor, pues vuestro es todo y a vuestra voluntad yo me abandono.»

Era el 9 de marzo de 1857. Caía la tarde. La voz de Domingo era débil, pero sus palabras eran joviales y serenas, Llegó la última visita del Párroco. Domingo le recibió sonriente y recitó con él algunas oraciones. Estaba tan tranquilo que el sacerdote pensaba para sí: —¿Y qué más puedo sugerirle para prepararle al encuentro del Señor? ¡Si parece que ya lo ve! Al darse cuenta de que el Párroco quería salir, le llamó Domingo, y con la poquita voz que le quedaba le dijo: —Señor Cura, déjeme un recuerdo antes de marcharse. —¿Qué recuerdo quieres, hijo mío? —Un pensamiento que me ayude, que me conforte. —Acuérdate de la Pasión del Señor. —La Pasión de Jesús... esté en mi mente... en mis labios..., en mi corazón. Jesús, José, María, asistidme en esta mi última agonía... Jesús, José, María... expire en vuestros brazos en paz el alma mía.... Estaba fatigado. El esfuerzo hecho para hablar le había cansado y se adormeció. Salió el Párroco prometiendo volver. El sueño de Domingo duró unos veinte minutos. Se despertó casi sobresaltado, miró en torno y susurró: —Papá, ya estamos. —Sí —dijo enseguida el padre—. ¿Qué quieres? —Querido papá, es la hora... Toma mi devocionario.., y léeme las oraciones de la Buena Muerte... La madre estalla en llanto y sale de la habitación. El pobre hombre, con la muerte en el corazón, abre el devocionario de Domingo y empieza a leerlas oraciones de los agonizantes. Las últimas líneas que leyó fueron: «Cuando finalmente mi alma comparezca ante Vos, no me apartéis de vuestra presencia. Dignaos recibirme en el seno amoroso de vuestra misericordia, a fin de que yo cante eternamente vuestras alabanzas». Domingo se giró y dijo con un gran esfuerzo: —Oh, papá, esto es lo que deseo, ¡cantar eternamente las alabanzas del Señor...! Su cara se puso seria y pensativa, como la de quien reflexiona sobre cosas de mucha importancia. Después pareció despertarse, y con voz clara y alegre: —Adiós, papá... Me decía el Cura..., pero yo no me acuerdo... ¡Oh, qué cosas más hermosas veo...!

Ya estaba entrada la noche del 9 de marzo de 1857. Domingo había nacido por segunda vez, para la vida del Cielo. 43. Y volvió Durante la breve enfermedad, el Párroco de Mondonio escribió a don Bosco dándole nuevas de Domingo. Los amigos de Domingo esperaban día tras días otras noticias que confirmasen su mejoría. Pero llegó, en cambio, una carta de su padre, escrita el 10 de marzo. Decía así: «Reverendísimo Señor: Con las lágrimas en los ojos le anuncio la más triste noticia: mi querido hijito Domingo, su discípulo, entregó su alma al Señor ayer noche, 9 del corriente mes de marzo, después de haber recibido de una forma consoladora los santos Sacramentos y la bendición papal...» Fue una de las noticias más tristes recibidas por don Bosco a lo largo de su vida. Dejó consternados a los chicos del Oratorio. Muchos lloraron. Había muerto el amigo, el que sabía devolver la alegría cuando estaban tristes... El Profesor don Picco, su último maestro, recibió conmovido la noticia, yen cuanto entró en el aula, donde Domingo había dado ejemplo a todos, le recordó con palabras conmovidas y hermosísimas. He aquí algunas frases: «...¿Qué podré yo deciros de él...? Fueron siempre de alabar su compostura y mesura en la clase, su diligencia y exactitud en el cumplimiento de los deberes y su continua atención a mis explicaciones... Habéis sido testigos de su vida: ¿por ventura, le visteis alguna vez olvidado de sus deberes?. Aún me parece verlo, con aquella modestia que le caracterizaba, entrando en clase, ocupando su asiento... Qué fervoroso era en la oración, con su mirada vuelta al cielo que tan presto había de ser su morada...Tomadle como modelo, imitad sus virtudes, haced que vuestra alma sea como la suya, pura y limpia a los ojos de Dios, para que a la llamada del Señor podamos responder con la alegría en el semblante y la sonrisa en los labios, como lo hizo este angelical condiscípulo vuestro.» También don Bosco le recordó aquella misma noche ante todos los jóvenes del Oratorio. A duras penas vencía la emoción mientras hablaba. El tenso silencio que acompañaba sus palabras decía muy a las claras la tristeza que anegaba los corazones de todos. Pero muy pronto don Bosco pudo decir que Domingo había vuelto. El señor Carlos Savio, que iba al Oratorio a menudo, como en peregrinación a los lugares donde su hijo había vivido los mejores años, contó a don Bosco, lleno de perplejidad, un hecho extraordinario. Habían pasado ya treinta días desde la muerte de Domingo. El dolor de la pérdida era tan vivo y profundo que el pobre papá no podía conciliar el sueño. Cuando he aquí que le pareció que el techo se abría y una gran luz llenaba la habitación. En medio de la luz vio delinearse la figura de su Domingo, con el rostro sonriente y alegre, pero con un aspecto majestuoso y bellísimo. Carlos Savio quedó como fuera de sí ante tan gran maravilla y luego balbuceó: —¡Oh, Domingo, Domingo! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¿Estás ya en el Paraíso? —Sí, papá —respondió—. Estoy de verdad en el Paraíso.

—¡Ah, Domingo...! Si el Señor te ha hecho esta gracia, ruégale por tus hermanos y tus hermanas para que un día puedan ir contigo... Ruégale por mí por mamá, para que todos nos salvemos y nos encontremos de nuevo todos juntos en el Paraíso. Domingo sonrió con su tranquila sonrisa y respondió: —Sí, papá, sí. Se lo pediré. Desapareció la luz y la habitación quedó a oscuras. También volvió Domingo al Oratorio. Sus compañeros le sentían a su lado con su bondad como en los mejores tiempos. Cada día oía contar don Bosco a los jovencitos gracias recibidas por su mediación. Un muchacho que tenía un fuerte dolor de muelas, le había invocado y curó al instante. Otro que estaba con una fiebre atroz, invocó la ayuda de Domingo, en presencia de don Bosco, y la fiebre cesó inmediatamente. ¿No había sido el pequeño enfermero para todos? Seguía siéndolo. Y varios escribían sobre sus cuadernos con extrema confianza: «¡Savio, ayúdame!». Como si estuviera todavía allí, sentado en el banco, con su sonrisa. 44. El gran sueño También don Bosco le vio volver. Era el año 1876. Habían pasado veinte años desde la muerte de Domingo. Años de trabajos y fatigas sobrehumanas. Había nacido la Congregación Salesiana. Habían partido los primeros misioneros hacia la Patagonia: a su cabeza había ido un compañero de Domingo, Juan Cagliero, ya sacerdote, pronto Obispo y después Cardenal. Se había fundado la primera casa salesiana en Francia, en Niza. Se encontraba don Bosco en Lanzo Torinese, en el Colegio Salesiano. Era la noche del 6 de diciembre. Así lo contó él mismo: «Me pareció encontrarme sobre un montículo, a la vera de una inmensa llanura, cuyos confines se perdían en el horizonte. Su color cerúleo como el mar en calma. Pero no era el mar: parecía un inmenso cristal resplandeciente y bruñido. La llanura estaba dividida en amplísimos jardines de belleza inenarrable... En medio de ellos se veían magníficos edificios, amplios, armoniosos y ordenadísimos. Pensaba entre mí: ¡Ah, si yo tuviese una de estas casas para mis muchachos...!» De pronto empezó a oírse una música dulcísima... Me parecía una orquesta paradisíaca con cien mil instrumentos... Y un coro infinito de personas que cantaban: «Honor y gloria a Dios Omnipotente, Creador del mundo...». Mientras oía aquella melodía, vieron mis ojos una turba numerosísima de jóvenes. Conocía a algunos: eran mis alumnos del Oratorio, pero a otros, numerosos como las estrellas del cielo, nunca les había visto. Aquel inmenso cortejo venía hacia mí, e iba al frente Domingo Savio. El cortejo se detuvo, cesó la música. Brilló un relámpago de luz vivísima. Avanzó Domingo tan cerca de mí, que si hubiese extendido el brazo, podía tocarle. Me miraba silencioso y sonreía. ¡Qué hermoso estaba! Una túnica blanquísima le cubría hasta los pies, estaba entretejida con oro y salpicada de diamantes. Una ancha faja roja ceñía su cintura. Pendía de su cuello una joya de valor inestimable: era como un ramito de flores hecho con piedras preciosas. Las flores brillaban con una luz tan viva que rivalizaba con una mañana de primavera. Su rostro era tan luminoso que era difícil contemplarlo. Parecía un ángel.

—Pensaba para mí: ¿qué quiere decir esto?, ¿cómo he venido yo aquí...? Pero Domingo dijo: —¿Por qué estás tan callado...? ¿Por qué no hablas? Yo balbucí: —No sé qué decir... ¿Eres Domingo Savio? —Sí, soy yo. ¿No me reconoces? —¿Y cómo estás aquí? —He venido para hablar contigo —respondió afectuosamente Domingo—. ¿Te acuerdas cuántas veces hemos hablado en la tierra? ¡Cuántas pruebas de amistad y de cariño me diste!, y yo ¡cuánta confianza te tenía! ¿Por qué estás ahora como espantado? ¿Por qué tiemblas? Vamos, pregunta algo. Cobré valor y le pregunté: —¿Dónde estamos? —En el lugar de la felicidad. —¿Es esto el Paraíso? — ¡Oh, no! —sonrió Domingo—. Aquí no se gozan los bienes eternos, solamente los bienes naturales aumentados con el poder de Dios. —Y vosotros, ¿qué gozáis en el Paraíso? —¡No es posible decírtelo! Nadie puede saberlo antes de unirse a Dios en la vida futura. ¡Se goza de Dios! ¡Eso es todo! Como me sentía reanimado pregunté a Domingo: —¿Por qué llevas ese vestido tan blanco y tan hermoso? Domingo no respondió; pero el coro empezó a cantar y decía: «Estos son los que ciñeron sus lomos con la mortificación y lavaron su vestido con la Sangre del Cordero...». —¿Y por qué? —le pregunté al acabarse la música—, ¿por qué tienes esa faja roja alrededor de tu cintura? Tampoco esta vez respondió Domingo, sino que volví a oír cantar;«¡Son los que conservaron la pureza, y que siguen al Cordero divino dondequiera que va!» Comprendí entonces que aquella faja roja, color de sangre, era el símbolo de los grandes sacrificios hechos, de los violentos esfuerzos y casi del martirio soportado para conservar la virtud de la pureza. Y cómo para mantenerse casto a los ojos del Señor, hubiera estado dispuesto a dar la vida, era también el símbolo de las penitencias que purifican el alma de las culpas... —Y dime, Domingo —continúe—, ¿por qué vas el primero en este gran cortejo? —Porque soy el embajador de Dios. —Hablemos entonces de cosas importantes. ¿Qué me cuentas del pasado? —En el pasado ya ha hecho tu Congregación mucho bien. Ha salvado muchas almas. Y hubieran sido muchas más si tú hubieras tenido más fe y más confianza en el Señor. Suspiré con un gemido... luego dije: —Y del presente, ¿qué me dices? Domingo me mostró un precioso ramillete de flores que llevaba entre las manos. Eran rosas, violetas, espigas de trigo, gencianas, lirios y siemprevivas. Y me dijo: —¡Míralo!

—Lo veo..., pero no entiendo. —Preséntaselo a tus hijos, para que puedan ofrecérselo al Señor. Haz que todos tengan el suyo, que ninguno esté sin él. —Pero ¿qué significan estas flores? —¿No lo sabes? ¡Deberías saberlo! La rosa es el símbolo de la caridad, la violeta de la humildad, la genciana de la penitencia y mortificación, las espigas de trigo de la Comunión frecuente, el lirio de la bella virtud de la que está escrito: serán como Ángeles de Dios en el cielo, la castidad. Y la siempreviva significa que todas estas virtudes deben durar siempre: la perseverancia. —Dime, Domingo. A ti que practicaste estas virtudes en la tierra, ¿qué es lo que más te consoló en el momento de la muerte? —Lo que más me consoló en el momento de morir fue la asistencia de la poderosa y amable Madre de Dios. ¡Y díselo a tus hijos! ¡Que no se olviden de invocarla mientras estén con vida...! —Y para mí, ¿qué me dices, Domingo? —¡Oh, si supieses cuántas batallas tienes todavía que reñir por el Señor! —¿Y mis jóvenes? ¿Están en buen camino? Dime algo para que pueda ayudarles. —Tus muchachos se pueden dividir en tres clases. Mira estas tres listas. Miré. La primera llevaba por título la palabra: Ilesos. Eran 105 que el demonio no había podido herir, y aún conservaban intacta su inocencia. Eran muchos, y les vi a todos, presentes y futuros. Caminaban firmes por el mismo sendero, pese a ser el blanco de saetas, golpes de espada y de lanza que salían de todas partes. Aquellas armas que formaban una especie de seto a lo largo de las dos orillas del camino, les combatían y molestaban sin herirlos. Luego me dio Domingo la segunda lista. Su título era: heridos. Eran los que habían estado en desgracia con Dios, pero ahora puestos en pie, habían curado sus heridas, arrepentidos y confesados. Eran muchos más que los primeros. Leí la lista y los vi a todos. Muchos caminaban encorvados y desalentados. Domingo tenía aún en la mano la tercera lista. Llevaba escrito: Abandonados en el camino de la iniquidad. En ella estaban escritos los nombres de todos los que se encontraban en desgracia con Dios. Quise leerla lista y extendí la mano. Pero Domingo me dijo con brío: —¡No! Espera un momento. Cuando abras este folio saldrá un hedor talque ni tú ni yo podremos aguantarlo. Los Ángeles deben retirarse horrorizados. El Espíritu Santo siente aversión del hedor horrible del pecado... Tómalo. ábrelo, y que sepas sacar provecho para tus jóvenes. Dichas estas palabras, se retiró, como si quisiese huir. Abrí el folio. No vi ningún nombre, pero aparecieron ante mis ojos, en un sólo golpe de vista, todos los individuos escritos en aquella lista. Les vi a todos, y con qué amargura... Vi a muchos que son tenidos en medio de sus compañeros, por buenos, hasta por óptimos, pero que, desgraciadamente, no eran tales... Pero en el acto de abrir aquel folio se esparció en derredor un olor tan repugnante que era irresistible. Me atacó un agudísimo dolor de cabeza y ansias de vomitar, tan violentas que temí morir.

Todo se oscureció a mi alrededor. Desapareció la visión paradisíaca. Cruzó un rayo y retumbó un trueno tan fuerte y espantoso que me desperté asustado. Miré en torno y vi mi habitación. Todo había desaparecido.» 45. «¿Qué más podemos pretender?» Se le oyó exclamar a don Bosco:«Si yo fuera Papa no tendría ninguna dificultad en declarar Santo a nuestro Domingo Savio». Estaba convencidísimo de que un día la Iglesia le elevaría al honor de los altares, junto a San Luis. A fin de que no se perdieran las andanzas de su breve vida, pidió a sus amigos que escribieran todo lo que sabían de Domingo. Juntando los recuerdos de todos, él escribiría una breve biografía que podría hacer mucho bien a los muchachos. En el 1859, solamente dos años después de la muerte de Domingo, don Bosco presentaba a los jóvenes del Oratorio la «Vida de Domingo Savio», en la que se narraban los episodios que todavía podían recordar todos. Esta corta biografía se difundió rápidamente por el mundo e hizo mucho bien a muchísimos muchachos. Se sintió pronto la necesidad de «hacer algo»para elevar a Domingo a la gloria de los altares. Pareció, al principio, asunto muy difícil. Era la primera vez, después de2.000 años de vida de la Iglesia, que se pensaba en declarar santo a un muchacho — Domingo no tenía al morir ni los quince años—. La gran pregunta que hacían los teólogos romanos y a la que muchos dudaban responder era: «¿puede alcanzar la santidad un muchacho con sólo quince años?». Fue encargado de estudiar el problema muy especialmente Monseñor Salotti, más tarde Cardenal. Quedó tan encantado de la figura de Domingo, que habló de él inmediatamente al Papa Pío X. He aquí el coloquio tal como lo conservó el mismo Monseñor Salotti: —Padre Santo, ¿qué pensáis de Domingo Savio? —¿Qué pienso? —me interrumpió el Santo Padre—. ¡Es un modelo acabado para la juventud de nuestros tiempos! Un adolescente que lleva hasta la tumba su inocencia bautismal y que durante los breves años de su vida no revela ningún defecto, es verdaderamente un santo. ¿Qué más podemos pretender? —Sin embargo, beatísimo Padre, cuando el 11 de febrero pasado se introdujo la causa de beatificación, el honor de cuya defensa me fue reservado, alguien me objetaba que Savio era demasiado joven para elevarle al honor de los altares. —Razón de más para santificarlo —respondió de inmediato el Pontífice—, ¡Es muy difícil para uno, el poder guardar la virtud de una forma perfecta! Y Savio lo ha logrado. La vida que don Bosco escribió, y que yo he leído, me ha dado la idea de un jovencito ejemplar, que merece ser mostrado como modelo de perfección. Puse de relieve entonces a Su Santidad la gran simpatía de la juventud por el jovencito Savio... Y Pío X complacido, añadió: —¿No es para empujar hacía adelante su causa...? Su vida corta y sencilla no necesita mucho estudio; por tanto, no se pierda tiempo, apresúrese el curso de su causa. —Padre Santo, estoy escribiendo la vida de este jovencito, recojo en ella lo que don Bosco escribió, y todo lo que sus condiscípulos contaron o escribieron de él.

—Si acabáis pronto esta biografía —concluyó el Papa—, traedme una copia. La leeré con mucho gusto. Monseñor Salotti salió de la estancia con lágrimas en los ojos. Treinta días más tarde moría el Santo Pío X. Cuando Monseñor Salotti hubo acabado de escribir la vida de Domingo Savio, bajó a la cripta de la Basílica de San Pedro, y la colocó un instante sobre la tumba de Pío X. Se arrodilló y dijo: «Padre Santo, os he traído mi trabajo, aquí está. Bendecidlo desde el Cielo, para gloria de Domingo Savio.» 46. En el altar, junto a Jesús 13 de agosto de 1915. Su Santidad Benedicto XV recibe en el Vaticano, en audiencia privada, a don Francesia, antiguo maestro de Domingo Savio. El Papa tiene un libro abierto sobre su mesa de trabajo y se lo enseña: es la vida de Domingo Savio, escrita por Monseñor Salotti. Dice conmovido: —Ya he leído la «Vida de Domingo Savio» escrita por don Bosco, cuando era niño. La leí con mis hermanitos bajo la mirada de mi madre...Creo que su vida agradará y hará más bien a los jóvenes de hoy que la de San Luis. Domingo entusiasmará a los adolescentes, que verán en él a uno de ellos. 9 de julio de 1933 Pío XI declara a Domingo Savio «Venerable», puesto que, de acuerdo con los largos y minuciosos estudios realizados por los teólogos, apareció claro y seguro que practicó todas las virtudes en grado heroico. El Papa, que conoció personalmente a don Bosco, pronuncia aquel día un admirable discurso evocando la dulce figura de Domingo y de su gran maestro don Bosco. Define a Domingo: «pequeño, pero gran gigante del espíritu». Y sintetiza su vida en tres palabras: «Pureza, Piedad, Apostolado». 5 de marzo de 1950 Una comisión de médicos y teólogos examinó atentamente y reconoció como milagrosas dos curaciones alcanzadas por mediación de Domingo Savio. Sabatino Albano, de siete niños, natural de Siano (Salerno), curó por intercesión de Domingo Savio, estando ya en agonía víctima de una grave enfermedad de septicemia y nefritis. ¡El médico ya había firmado la partida de defunción! María Consuelo Moragas, de 16 años, natural de Barcelona, fue curada instantáneamente de una doble fractura del codo. Durante una novena al Venerable Domingo Savio, el brazo hinchado, sin enyesar y roto por dos puntos, curó imprevista y perfectamente. Pío XII declara a Domingo Savio, Beato, y su pequeña figura de adolescente aparece, en medio de un arco de luces, en la gloria de Bernini. El Papa se arrodilla ante él y ruega por toda la juventud del mundo. 12 de junio de 1954 Se han obtenido otros dos milagros por intercesión de Domingo Savio.

María Gianfreda, madre de seis niños, está extinguiendo su vida por una hemorragia interna que los médicos no pueden detener. Es curada por Domingo Savio y puede volver a su familia. Antonia Miglietta, atacada por una gravísima sinusitis, antes de afrontar la operación difícil y muy dolorosa, ruega a Domingo Savio que le cure en razón de sus cuatro hijos. El 9 de marzo, aniversario de la muerte de Domingo, está curada antes de que se le haga la operación. Pío XII declaró Santo a Domingo Savio el 12 de junio de 1954, en la amplísima Plaza de San Pedro, cubierta de sol y llena de millares de jóvenes, llegados de todo el mundo para aplaudir a un santo «como ellos»: el primer santo de quince años.

Pío XII declaró Santo a Domingo Savio el 12 de junio de 1954, el primer santo de quince años.

Domingo Savio era una “buena tela”. Don Bosco hizo de él un buen traje para el Señor. Tu juventud es también un tela estupenda. Mira a tu alrededor y busca a alguien que sea para ti otro Don Bosco. Ábrele el corazón y confía en él. Decídete por vivir los mismos propósitos de Domingo Savio: Mis amigos serán Jesús y María. Antes morir que pecar. Estar siempre alegre. Mi mejor diversión será el cumplimiento de mi deber y hacer el bien a los demás.

Yo quiero ser santo, necesito hacerme santo. Sentirás el gozo de ser cristiano. Tu vida se transformará como la suya.