Todo Lo Que Hice

Darío Basavilbaso 1 Quiero arreglar todo lo que hice mal Todo lo que escondí hasta de mí Debo contar lo que yo sólo s

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Darío Basavilbaso

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Quiero arreglar todo lo que hice mal Todo lo que escondí hasta de mí Debo contar lo que yo sólo sé Tu perdón, mi consuelo también. Andrés Calamaro.

Cuántos, cansados de mentir, se suicidan en cualquier verdad. Antonio Porchia. Libera a tu alma, sí, pero libérala del peso de tus secretos, diciéndolos, pero a condición de que los secretos que digas sean secretos que nunca hayas tenido. Fernando Pessoa. -Mon occupation préférée? -Aimer. Marcel Proust. Ahora lo sé: Cuando alcance la orilla opuesta, ya sin nada que me retenga en el pasado, encontraré sin problema el siguiente tramo del camino. Eduardo Antonio Parra.

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A mi padre y a la memoria de mi abuela.

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Presentación La literatura de vivencias es un género muy peculiar que no es autobiografía, no es biografía, no es relato de la realidad sociológica, ni es simplemente la memoria. Tiene, sí, un compromiso con la realidad, pero es el mismo grado de compromiso de un pícaro que promete solemnemente cuidar el arca de las monedas. “Lo que uno dice de sí mismo siempre es poesía”, escribió Ernest Renan en sus Recuerdos de infancia y juventud. La literatura de vivencias se desprende de la realidad para convertirse en la fabulación de las experiencias vividas; es conversión de la vivencia en imágenes; semantización de la vida para volverla signo, símbolo; escritura poética en prosa. Sin embargo, este peculiar género tampoco es fabulación pura; no es en sí ejercicio de escritura de símbolos e imágenes; o de composición de drama, comedia o farsa. Es algo diferente porque no pueden arrancarse rasgos de la realidad y separarlos de la ficción, como no puede separarse la piel del músculo sin lastimar el miembro. Es novela y la realidad y la ficción están integradas. Es la sublimación de la experiencia vital en los términos más sicoanalíticos posibles. Construida con base en cuadros, escenas, a veces con continuidad temporal, a veces con elipsis cronológicas, y con una excelente técnica para el manejo de los diálogos –lo cual le da al texto fluidez, originalidad y buen humor— Todo lo que hice mal narra una historia de amor, la corta vida de Magdalena, entreverada en los ires y venires de un argenmex que rompe el molde tanto de lo argentino y de lo mexicano como de lo propiamente argenmex; relata al mismo tiempo las diversas transiciones e iniciaciones de un joven hacia la conformación de un adulto; y es, a su vez, un relato literario, un itinerario de amor a la literatura que se resuelve en la propia creación literaria. Vale la pena hacer una nota sobre el español de Todo lo que hice mal porque es el resultado de una mezcla lingüística del habla del Distrito Federal con la de Buenos Aires y la formación culta del autor. La mezcla del español de la novela, una vez decantada, nos deja un sedimento en el que igual se habla del bulo donde te

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puedes refugiar, la mina interesada en ti y la empanada en la comida, como del pozole para la cena, lo pendejo que es no hacer bien las cosas o lo sabrosa que está Magda. Una novela construida con vivencias fabuladas es como un ejercicio de boxeo de sombra… en el cual la sombra devuelve los golpes. Sea realidad fabulada o ficción realista, lo que une ambos mundos es un tema de valor, de ética: la honestidad. Sin ella, ni la realidad ni la ficción funcionan en este discurso literario. Lo que el lector encuentra al final, al dar la vuelta a la última página, es una sensación de la palabra veraz en su sentimiento, en la elaboración de los símbolos, en la desnudez de los actos. Y la palabra veraz necesita valor, porque hablar con sinceridad, duele. “Lo criminal no cuesta tanto confesarlo como lo ridículo y vergonzoso”, anotó Jean Jacques Rousseau en sus Confesiones. Todo lo que hice mal sigue esa sabia fórmula en la que la tragedia a través del tiempo se transforma en comedia; y esto es lo que ayuda a que los géneros literarios no se conviertan en depósitos secos para amoldar ladrillos o piezas estandarizadas, sino en obras siempre vivas, siempre originales. Todo lo que hice mal es, también, el deseo del autor por hacer de la vida literatura y, de la literatura, vida. Francisco García Mikel Ciudad de México, octubre, 2011

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ADVERTENCIA: Todos los personajes de esta novela son ficticios y cualquiera que encuentre un parecido con persona reales debería dejar su lectura.

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“I know you will laugh at me,’ he replied, ‘but I really can’t exhibit it. I have put too much of myself into it”.

Oscar Wilde

OBERTURA. Capítulo 1. Era el quinto día de una penosa espera o tal vez el primero de una muy triste convicción. Hasta ayer conté veinte llamadas telefónicas de mi parte en las que su maldita voz grabada indica que deje un mensaje y yo, vacilante y tonto con las palabras ahogadas digo: -llámame- y ella simplemente no lo hace. Yo insistí tanto que apenas ayer decidí no seguir jugando el papel de abandonado. Todo ese día no marqué y a la noche me felicité como unalcohólico que rechaza una copa o un gordo que pasa de largo ante las golosinas. Eran cerca de las tres de la mañana, mis ojos bien abiertos estaban dirigidos a un punto muerto en la oscuridad. No me había quitado la ropa de calle, ni siquiera destendido la cama; apenas unos minutos antes me sacaba los zapatos usando los pies como destapadores. Todo estaba sumido en una lúgubre quietud. Poco a poco fueron destacándose en el silencio ruidos apenas perceptibles: una monótona radio, el sonido íntimo del drenaje, unos pasos vacilantes y a continuación un suave llamado a mi puerta. No eran horas de visita, pero bien sabía quién podría ser. Me temblaron las piernas, mi respiración se agitó; por un momento consideré la posibilidad de hacer caso omiso al llamado que comenzaba a ser insistente. Pero llegué hasta la puerta con un sigilo expectante, pegué la oreja e hice un esfuerzo por dominar mi agitación. No escuché nada y entreabrí con cautela. Era ella, pero no miraba en dirección a la puerta sino hacia la calle; se movía como si tuviera ganas de mear o mucho frío. Noté que no llevaba cartera, ni suéter, ni nada en las manos. Tardó unos segundos en advertir mi disimulo. Al verme allí, agazapado, apoyó su peso contra la puerta y comenzó a decir –ábreme, ábreme- por favor. Yo resistí con mis fuerzas, que son mayores y al fin pude ver su cara a plenitud. Tenía los ojos hinchados y el rímel ligeramente corrido. Estuvimos tan cerca uno del otro que percibí su aliento alcohólico. Con un tono, entre suplicante y chillón, insistía: - Ábreme, ábreme por favor- pero yo no cedí y era imposible que ella sola lograra hacerme a un lado. Cuando siente que es inútil empujar incluye en sus súplicas golpes con manos y pies que se dejan sentir en todo el edificio. No tuve, por lo tanto, más remedio que ceder y dejarla pasar; casi cae de bruces pues seguía empujando pero logró componerse. Quedamos muy cerca uno del otro, yo completamente de espaldas contra la pared, ella recuperando la arrogancia de siempre. Plantó su cara delante de la mía -¿qué haces?- preguntó al fin y no supe si saludarla o responderle: -esperándote¿Estabas escribiendo?- indaga mientras pasa delante de mí. Como la sala carecía de mobiliario, no tuvo más remedio que sentarse en el piso. Yo que no me movía ni para cerrar la puerta, la observé intrigado como si contemplara a un ser imaginario que de repente se vuelve real. Magda recargó la cabeza sobre sus rodillas y se quedó así un buen rato. Yo por fin cerré la puerta y avancé cauteloso hasta mitad del desierto living. Fue un tiempo considerable el que permanecimos cada uno en su posición. Por un momento creí que dormía pero repentinamente levantó el rostro. Con el ceño fruncido, los labios contraídos, hizo un esfuerzo por llorar. Me miró con la intención de que yo la viera a ella, de que reconociera en la zozobra de su gesto, el amor que la traía a deshoras. Por mi parte quise decirle algo, una frase que largara de golpe con mi prolongada ansiedad, que le hiciera saber aunque fuera mentira que nada significa tenerla aquí. -¿Qué quieres?- dije finalmente con sobrado artificio. -Vine porque te amo- respondió ella con fingida dulzura. Algo tenía Magda de pésima actriz, de nuevo se impuso el silencio expectante. Yo preferí no abrir la boca. Ella volvió a ocultar la cara y repitió a lo bajo –te amo-. -Vete de aquí- dijo un idiota que a veces me habita y para los dos fue igual de sorpresivo. Se puso de pie casi de un brinco; con la cabeza levantada, evitando verme y con el usual recurso de la arrogancia cruzó por delante de mí en dirección a la puerta. Una estela de fragancias pecaminosas que combinan el alcohol, la madrugada, un fino perfume y el sudor ligero y sutil de su cuerpo, obnubilaron mi conciencia; tuve la 7

necesidad de retenerla, de evitar a toda costa que se fuera. Cuando el gozne avisa que intenta marcharse, de un salto recargo todo mi peso sobre la puerta. –Ábreme- dice con molestia teatral. –Ábreme, Ábreme por favor, insiste jalando la puerta. Era el tercer mes de un noviazgo raro, nos acercábamos un poco a la fuerza, contra nuestra voluntad a la tercera década de vida. Ella con un año más que yo, fue la primera en saber que poco o nada teníamos en común. Magda forcejeó un poco más pero no logró gran cosa –déjame salir- insistió y trató de hacerme a un lado con la mano que tenía libre. -¿Por qué haces esto?- la cuestioné constreñido. -Porque te amo- dijo Sus palabras eran como la revelación de una verdad penosa y destructiva que a veces creíamos y en la que yo me hundía como en un fango placentero y tibio. La sujeté del brazo y la llevé al centro de living. Ella hizo un gesto de dolor pero no dijo nada. La miré a los ojos con afectación y le arrojé toda mi bronca. -¿Por qué te emborrachas? ¿Por qué desapareces por varios días? Por qué te comportas como una puta ¿acaso lo eres? … ¿eres una puta? Le hacía daño en el brazo y la zahería pero al parecer ella soportaba todo. Abrió la boca producto del dolor y los vilipendios, someterla me calentaba. De los reclamos injuriosos pasé a las sandeces eróticas y de pronto guardé silencio, no supe que más decir, solté a Magda y la vi apurar sus pasos con la convicción de marcharse. Esta vez abrió y antes de que pudiera evitarlo caminó por el amplio corredor. Cuando le di alcance ya bajaba las escaleras, el forcejeo fue más brusco que antes; ella lanzó algunos manotazos que no alcanzaron a golpearme, al tenerla inmóvil, la cargué y caminé de vuelta al departamento. Del marco de la puerta se sujetó pero estábamos de vuelta en el comienzo. La dejé caer cual costal, volvió al mismo sitio de hace apenas un momento y profirió un llanto escandaloso. Cubrió su cara con las manos, se oprimió las sienes. Yo la quedé mirando y sosteniendo mis veintiocho años sin experiencia. Demasiada adolescencia y de pronto aquí. Entre quejidos lacrimosos, Magda no paraba de repetir sus –te amo-. Mi paciencia llegó al límite y me lancé sobre ella. A rastras la llevé hasta el baño; la coloqué debajo de la ducha a nivel de suelo y abrí el paso del agua fría, como su posición era de frente a la regadera, el agua le dio de lleno en la cara. Su reacción inmediata fue como si este castigo le provocara diversión. Apretó ojos y labios, se sacudió cual sirena en las redes de un pescador, pero sus gestos mostraron disposición al juego. Alzó los brazos, colocó las manos a manera de dique. Yo quedé absorto, observándola, aunque no sólo a ella sino de algún modo a mí también, a la escena que ambos componíamos. En el baño de un depa prestado en el Centro de la Ciudad de México, castigando a mi novia borracha con un influjo de agua fría. Cerré la llave, Magda se sacude en un charco de agua, ríe, se carcajea. Finalmente la ayudo a incorporarse. Sin verme, con un tono desenfado como si nuestro juego terminara, indaga: ¿Ya se te pasó el coraje?. Sin preámbulo y a manera de invitación se saca la blusa empapada, sus pezones traslucen el sostén sedapoliéster. Cuando tuerce los brazos para alcanzar el broche, prefiero salir del baño y cerrar la puerta tras de mí. -Ven a bañarte conmigo- dice de pronto con una voz tan cálida que me hace estremecer. Antes de responderle hago un rápido repaso por los recientes acontecimientos y censuro mi proceder en momentos definitivos. Magda vuelve a llamarme. Mientras compartimos el agua tibia pienso: -el miedo acabará- la idea me reconforta y olvido la zozobra; los días de inquieta espera, su maldita voz del contestador. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando rodeo mi cuello con ambos brazos, dio un pequeño impulso y apretó sus piernas contra mi cadera. Hice un esfuerzo por no resbalar, ayudó recargarla en el frio azulejo.

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LA SOLEDAD, LA LLUVIA, LOS CAMINOS. Capítulo 2. Nunca he confiado en aquellos que son escritores por gusto o por sana decisión, escribir es una fatalidad, un designio irrevocable del más allá o del destino, como quiera entenderse; nada que ver con el libre albedrío o con un acto superficial como elegir el modelo de los calzones cuando hay posibilidad de ser desvestido por mano ajena Mi nombre es Diego Pantaleón Basave Lynch; Diego por mi padre, Pantaleón por algún barroquismo de mi abuela. Nací en Argentina, en una ciudad que no conozco, rumbo a otra a la que nunca llegué. Perdí a mi madre durante la dictadura. Con mi viejo salimos del país clandestinamente, fueron muchos refugios antes del definitivo; aquí llegamos el mismo día que se jugaba la final de la Copa del Mundo del año 78. El primer barrio, Mixcoac, el mismo al que un poeta argentino exiliado, le dedicó algunas líneas. Los primeros tiempos, quizá difíciles, no los recuerdo, de aquella época sólo guardo en mi memoria, las letras que escribí en la pared de casa y los larguísimos intervalos de soledad. Fue durante la siguiente Copa del Mundo que llegó mi abuela Antonia a vivir conmigo, lo recuerdo porque mientras jugaba la Selección Argentina, ella lloraba pues comenzaba la Guerra de la Malvinas. . A los ocho años mi viejo me dejó y se fue a los Estados Unidos a hacer un doctorado, no se lo reprocho pero me hubiera gustado ir con él. A mi abuela lo único que se ocurrió para mitigar su ausencia fue regalarme un cuaderno y algunos libros. Fue hasta mil nueve ochenta y nueve que mi padre volvía, pero en calidad transitoria, pues un viaje a Nicaragua exigía la escala. Por insistencia de mi abuela, el viejo no tuvo más remedio que llevarme con él. Además del calor insoportable en Managua conocí una niña de mi misma edad,-Natasha era su nombrecreo que ambos comparíamos curiosidades así que fuimos novios durante mi corta estancia, después mantuvimos un romance epistolar. Con catorce años volví a Argentina, aunque lo correcto sería decir la visité por primera vez. Allí conocí a tíos, primos y otros familiares que me miraban con curiosidad. Mi abuela prometió llevarme a conocer la ciudad donde nací y la tierra de mi madre, pero algo que no recuerdo canceló esas aspiraciones. Todos en la familia creyeron que la vuelta al pago era definitiva, por eso se sorprendieron cuando mi abuela dijo: El chico está habituado a México y creo que yo también.- así que un mes después estábamos en el mismo barrio como si nunca hubiéramos salido de allí. A duras, durísimas penas terminé mi educación media superior y comencé a manifestar cierta disposición a las distancias. El amor epistolar con Natasha, llegó hasta esas instancias. Por influencia de novelas de aventuras, decidí hacer un viaje por tierra a Nicaragua. Comuniqué a mi abuela mis quijotescas intenciones y lo prohibió terminantemente. Tuvo que interceder mi padre a la distancia, y a mi abuela no le quedó más remedio que aceptar. Y solo agregó una advertencia. –Si te perdés, iré a buscarte y no volveré hasta dar con vos-. En la terminal de autobuses Antonia me entregó un libro, era una edición de bolsillo de las obras de Conan Doyle. El mismo ejemplar que mi abuelo le entregó a mi papá cuando cumplió 18 años. Mi ruta terrestre entre México y Guatemala la cubrí con la lectura de Estudio en Escarlata y El signo de los cuatro. Llegué a Managua seis días después con el desvelo a cuestas y los dolores del viajero, pero con la alegría de haber cruzado una parte mínima del mundo como un peregrino enamorado. La mujer por la que emprendí el viaje, vivía sola. Desde hace algunos años su madre había muerto y no tenía ni padre, ni hermanos. Así que me propuso vivir con ella, a lo cual acepté en seguida. Al poco tiempo ya era parte del paisaje rústico de ese pequeño y pobre país. Pero de pronto una noticia, mi abuela se moría y sin muchas opciones volví a México. Fue Natasha la que me acompañó a la terminal. Durante el corto

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trayecto formuló la pregunta: -¿Por qué no viajas en avión como hace todo mundo?- yo le confieso que por miedo, pero la verdad es que no había leído hasta ese momento sobre las aventuras de algún viajero por avión. Al despedirnos ella me entrega un par de libros; La poesía completa de Rubén Darío y una antología de Ernesto Cardenal. Las lágrimas y las promesas no faltaron, yo juré volver, ella esperar. Nuevamente en México mi abuela fue sanando. Después del contratiempo ambos tuvimos un dialogo que se compuso de sus legítimos deseos de verme hecho un universitario. Así que con cierta desgana entré a la Facultad de Filosofía. La correspondencia entre Natasha y yo, se mantuvo puntual. La pongo al tanto de las novedades, con desconsuelo le comunico que mi regreso se pospondrá, aunque le propongo que sea ella la que venga, pero de nada sirve. Como universitario no me sucedió gran cosa, devoré algunos filósofos; Kant, Kierkegaard algo de Nietzche. Fue en la clase optativa de “Pensamiento Moderno” que conocí a Josefina, mujer ocho años mayor, que entre charlas metafísicas y algunas fiestas excesivas, se volvió algo así como una amante. Pero ella me dejó un día por otro que conoció en otra materia optativa. Victima de la peor de las congojas tomé la pluma con la intención de largar mis decepciones. Aunque no llegué muy lejos, a las diez cuartillas se terminó la inspiración y la tristeza. Decidí entonces buscar los medios para volver a Nicaragua, y si era posible, quedarme para siempre. Llegué a Managua un día con lluvia constante y cielo gris. Sabía muy bien el camino hasta casa de ella. Con la confianza y el júbilo coronándome tuve tiempo para vagar un poco y proyectar los planes a corto, mediano y largo plazo. El corazón se me salía del pecho cuando llamé a la puerta. Ella, igualita, fresca, morocha, con esa sonrisa fácil y franca tan suya, pero con un pequeño inconveniente; la sorpresa en el rostro y un vientre abultado que advierte de un avanzado embarazo. Sé que no hay concepciones por correspondencia. Y es esa la primera vez que siento que el mundo se desmorona bajo mis pies. Es bueno sentir eso de vez en cuando aunque en ese momento parezca lo peor. Yo le llevaba un libro que saqué de mi valija y le entregué. Creo que me llamó a la distancia pero no quise voltear. Poco duró el gusto de quedarme a vivir en Nicaragua, regresé a México de inmediato, esperando que algo suficientemente dramático y romántico perdiera mis pasos. En Guatemala me detuve a descansar en una terminal de autobuses. Mientras dormía alguien robó mis zapatos y no sabía lo delicado que era de los pies. Por andar a las patas y en época de huracán me atacó un refriado que con el paso de los días se volvió neumonía. Cuando mi abuela salió a recibirme tenía cuarenta y un grados de temperatura y solo su habilidad desafanó mi maltrecho ser de las garras de la muerte. Pero la Pálida que venía en la valija, no se bancó la partida perdida y se la llevó a Antonia un año después. En mil nueve noventa y nueve, mi abuela, la que dejó Argentina, la que me regaló un cuaderno para mitigar tristezas, la que advirtió que iría a buscarme por el mundo, me dejaba solo. Ese mismo año y por otros motivos mi padre se instaló de nuevo en México, junta con esposa e hijos. Viví en un cuarto de azotea, escribía novelas que no superaron nunca las quince cuartillas, aprendí la letra de todos los tangos, de las todas las chacareras. Por esos tiempos una obrerita se mudó a mis aposentos, trabajaba por las noches y era buena, pero con mis llagas todavía expuestas preferí no arriesgar y el malo fui yo, hasta que una mañana no volvió más.

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Mi viejo, por remordimientos de conciencia, cubría mis gastos a cambio de seguir estudiando. Pero la carrera de filosofía, por motivos que ni a mí mismo me quedaron claros, hacía tiempo quedó atrás. Con el paso de los días tuve que trabajar, comencé empleándome en lo primero que apareciera, almacenes, bodegas, algún taller, un par de librerías. Un día vi que solicitaban profesores para impartir diplomados, por ociosidad presenté solicitud y creo que años de lectura y mis breves semestres en la carrera de filosofía, ayudaron a sacar adelante una nimia prueba de conocimientos. De pronto y sin desearlo, tomé la forma de un ciudadano respetable. Por esas fechas conocí a Sharon. Una tarde nos encontramos en un café y poco faltó para dirigirnos la palabra. Me quedé sin casa y ella me invitó a vivir a la suya, que compartía con madre y hermanos. Me cedieron un pequeño espacio en el living donde acomodé algunos libros. Me pareció por esos tiempos que la vida por fin se asentaba y no haría falta más de lo que había reunido hasta ese momento. Pero un día el diplomado pasó a ser de Arte Renacentista y apareció Magdalena, como una especie de accidente del destino, de esos que sólo se dan en las malas películas, en las pésimas novelas.

UNA FLOR MALEVA. Capítulo 3. Después de mucho esperar, casi contar los días, las horas y los minutos. Estaba allí, sentado frente a quien consideré la mejor mina con quien podría encontrarme en la antesala de algo más íntimo. Un restaurante argentino era mi mejor y única opción y como sucede cuando las expectativas superan mis capacidades básicas, el comportamiento que manifiesto es el de un chico tonto. Hago un esfuerzo significativo por mantenerme seguro, pero siento que rayo en algún tipo de comicidad. La latente posibilidad de errar gobierna mis palabras y mis actos. A Magdalena por su parte, la percibo dueña de la situación, segura de si misma; conoce el aperitivo justo, sabe comenzar un dialogo con un desconocido. Yo,

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que muy poco sé de estos asuntos, titubeo, elijo la primera bebida que me ofrecen y para colmo estornudo y siento que algo se asoma de mis fosas nasales. Al principio hago varias preguntas, para sacudir mi timidez. ¿Qué música te gusta? ¿Cuáles son tus pasatiempos? ¿Qué haces además de tomar el diplomado? Las respuestas llegan una a una. Mi acompañante agrega gestos a sus palabras, breves sonrisas. Es evidente que conoce estos escenarios, sus ademanes lo dicen. En cierto momento llegan las bebidas. Ella con delicada armonía, levanta su copa y parece que propondrá un brindis, imito su movimiento y espero que mencione los parabienes. Pero no sucede así, ella con su bebida en lo alto y sus ojos expectantes me da a entender que sea yo el de los elogios. Con veintiocho años, lo poco que sé de la vida lo he leído y digo. –Por este momento-. Un ligerísimo choque de nuestras copas se dejó sentir, y antes de dar el sorbo místico, ella agregó: -Por muchos otros momentosDurante buena parte del convite todo fue, preguntas apuradas de mi parte, respuestas sobradas de la suya. Por momentos guardábamos silencio y yo aprovecho para esconderme detrás de mi bebida. Deseo que ella me pregunte algo a mí, para así acceder a la natural armonía del diálogo abierto, y no ése penoso interrogatorio que ya era desconcertante. De cualquier manera, la mayor parte de lo que pudiera decirle respecto de mí, sería mentira. Al momento de ordenar los alimentos cambiamos un poco el carácter de nuestra plática; Magdalena se declaró ignorante de la cocina argentina y me pidió asesoría. Yo, con la urgencia de mostrarme conocedor de lo que fuera, le expliqué las diferencias entre el bife de chorizo, el churrasco, el matambre y el locro. Después de escucharme con atención se decidió por un lomo con papas fritas. Retomamos la pregunta sobre que hacía además de asistir al diplomado. -Quiero poner un negocio- dijo mientras el mozo entrega los platillos. -¿Un negocio? ¿De qué?- pregunté con curiosidad. -No sé bien- respondió después de llevarse una papa frita a la boca. Me parece no entenderla muy bien, si lo que hace además de asistir al diplomado es “pensar” en poner un negocio, no tiene muchas actividades. -También me gusta cocinar- agrega- pero me daría flojera hacerlo todos los días para desconocidos. -Bueno, podrías tener empleados- le digo tratando de aportar una gran idea para su negocio. Al parecer mi opinión poco le importa y menciona otro negocio posible. -También me gusta hacer ejercicio… un gimnasio tal vez-Eso es bueno- agregó- siempre hay gente que busca ponerse en forma. -Pero no sé nada del negocio- añade ella – no sé dónde comprar los aparatos, qué zona es mejor…Yo gozo de cierta experiencia en diálogos huecos, así que nos llevamos un rato platicando sobre posibilidades y beneficios, hasta que repentinamente no tuvimos más que decir y duramos un buen rato comiendo sin pronunciar palabra. En un momento inesperado mi memoria me traicionó y recordé algo que no deseaba recordar.

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-No te creo- me dice y comienza a llora, sus lágrimas se agolpan en sus pupilas, sus ojos brillan, pero es el desconcierto que les da fulgor. -Te lo juro- digo yo y trato de tomarla de las manos, pero Sharon las retira y me mira con una inquina creciente. Me quedo un rato sin saber qué hacer. Sintiendo sus ojos punitivos. Nada se me ocurre y agacho la cabeza y me pregunto cómo he llegado a esa situación tan difícil para ambos. -¿Hay otra, verdad?- me pregunta con estos rasgos de orgullo que remontan la tristeza. Yo que tengo la oportunidad de no mentirle más, me aferro a mis embustes. -No Sharon, me voy porque deseo escribir- es la décima vez que le digo lo mismo. -¿No puedes escribir aquí conmigo?- me cuestiona desconcertada, todo indica que no existe la manera de engañar a esa niña diez años menor que yo. Se queda mirándome como se mira un horizonte sombrío, buscando en ese panorama un detalle que le dé confianza, que la reconforte, aunque sólo sea un poco. Pero al parecer nada de eso encuentra. Se pone de pie y camina; primero lenta, cabizbaja, sollozante, de a poco acelera su paso, levanta la cabeza, se enjuga las lágrimas. Yo me pongo de pie, intento seguirla como un reflejo condicionado que se da siempre que discutimos, pero ahora es diferente. Deseo deshacerme de ella y lo peor sería seguirla. Cuando ya nos separa una distancia considerable, Sharon voltea y tal vez la sorprende no encontrarme tras ella. Vuelve a su lentitud, no quiero ver como se aleja, pero allí me quedo un buen rato observándola, ya no voltea. Camino en dirección opuesta y pienso que hemos terminado de la peor manera. Magda trincha primero una papa frita y luego un pedazo de lomo, los sumerge ligeramente en chimichurri y me acerca el tenedor. -Prueba- me dice –está muy bueno-. Abro la boca y recibo el alimento, ella me observa mientras mastico, espera el veredicto, el cual confirma sus palabras. -¿Y tú qué haces además de impartir aburridos diplomados?- pregunta al fin. -Soy guionista- respondo. Tengo años diciendo lo mismo, por lo tanto no habría motivo para decir algo diferente. Magda al parecer ha escuchado el oficio pero tarda en ubicarlo. -¿Eres de los que escriben películas o cosas para televisión?Un poco apenado afirmo, pues nunca he escrito un guión, ni sé cómo se hace y además he visto muy poco cine. Después de un rato mi acompañante me pregunta -¿Y dónde escribes?Titubeo un momento, para contestar eso tengo varias opciones. -Ahora estoy escribiendo una película, pero ya he escrito algunas antesA esto último le pongo un cuidado considerable, trato de sonar convincente, nada pretencioso. A Magda parece importarle poco, sin embargo entiende que a manera de formalidad debe averiguar algo más. -¿Cómo cuál has escrito? 13

-La Mujer Fantasma- contesto casi de inmediato. -No la he visto-. -(Claro, porque no existe)- pienso. No digo más, Magda vuelve a sus alimentos y yo a los míos. Nuevamente los recuerdos acuden. En un pedazo de papel que no he abandonado ni un solo momento desde que me lo dio, está su nombre y su número telefónico. Mientras espero que Sharon salga por la puerta de personal, leo varias veces el nombre escrito con ortografía infantil. Estudio cada rasgo de las letras, la M mayúscula, las dos letras A; con el dedo meñique tapo la letra D y leo MAGA. Después dirijo mi atención a los números, ya los sé de memoria, incluso a la inversa, aún así los repaso como se hace un poema querido. Palpo con la yema de mis dedos la textura del papel que comienza a sentirse marchito por mi rara devoción. Pienso que es inútil trascribir esos datos en mi agenda, como inútil también deshacerse de ese documento que adopto como un tesoro personal. Veo que Sharon se acerca, desde lejos sonríe. Se sube al auto, besa mis labios, pregunta cómo me fue y espera que le pregunte cómo le fue a ella. Con caricias cercanas al cierre de mi pantalón me recuerda que es viernes y los viernes le gusta ir a coger al hotel de Mixcoac. Antes era yo el que insistía en esos asuntos, desde hace un par de semanas es ella la que reclama sexo. Yo, que tengo la mente puesta en la mina que me dio sus datos en un papelito, me declaro indispuesto, pero mi novia sabe insistir con caricias. Utilizo como último recurso la ausencia de fondos, pero de nada sirve, incluso Sharon me ofrece un paliativo extra a elegir; cenar o ir al cine, esas cosas siempre suceden así y son como un castigo –Pienso-. -¿Te gusta el cine?- le pregunto a Magda que ya colocó sus cubiertos en el plato en señal de haber terminado. -Sí- dice secamente, noto que el lomo lo ha dejado a la mitad, que las papas fritas están casi intactas, ella justifica su poca ingesta: -Casi no como carne- dice a modo de disculpa. Retomamos el tema del cine, temo que le gusten las películas que yo aborrezco y así sucede, al principio eso me parece una calamidad pero conforme la escucho me deja de importar. Llegan el café y los postres, hago un balance de hasta ese momento y concluyo que si mantengo la boca cerrada, puedo aspirar a otra cita. -Cuéntame algo de tu vida- le digo –me interesa conocerte más. Ella da un sorbo a su café, al parecer no lo endulzó lo suficiente y antes de decir cualquier cosa, vuelca un par de cucharaditas de azúcar, vuelve a probar, esta vez se complace. Respira hondo y expulsa el aire. Yo estoy algo impaciente por escuchar que tiene que decir. -Acudo a doble A- me dice con relativa indiferencia. De principio me parece una broma y me río, pero ella se mantiene impasible, yo espero que desmienta su comentario pero no lo hace. Se lleva una cucharada de postre a la boca sin dejar de verme. -¿Tienes problemas con el alcohol?- le pregunto algo desconcertado. -Sí- me responde de inmediato y agrega –pero ya lo estoy superando. Doy un sorbo a mi café, yo lo prefiero sin azúcar. Otra vez sin desearlo acuden los recuerdos.

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Sharon pasa por mí al instituto, como casi todos los días. Tengo un par de minutos de haberme despedido de Magdalena y en mi puño conservo un papelito que me ha dado con su nombre y su número telefónico. Mi novia y yo caminamos rumbo al estacionamiento. A cierta distancia veo a mi alumna que aborda un taxi. Comienzo a sentirme un poco aburrido de la convivencia con esta niña que cuelga de mi brazo. -¿Y tienes algún otro vicio?- le pregunto para demostrarle que lo del alcohol poco me ha importado. -Sí, la cocaína- responde dando una mínima importancia al hecho. Un pánico hasta ese momento inédito me recorre todo el cuerpo, la palabra cocaína por si sola me provoca temor. Me siento desconcertado, ausente y puesto en un lugar que no me corresponde. Me invade un iracundo deseo de irme, salir huyendo, pretextar un asunto súbito o de plano correr primero a la puerta y después sin rumbo. Pero al cabo de algunos minutos comienzo a apaciguarme, pienso que si sigo largando preguntas habrá algo más tenebroso. No indago, la palabra cocaína revolotea en torno a mi cerebro, la trato de alejar pero no puedo. -También he probado la cocaína- le miento y añado- pero no me enganchó-. -No, a mí tampoco me engancha- apura a puntualizar mi acompañante. -Yo la probé en España- le digo y siento una enorme necesidad de atacarla con un diluvio de mentiras. -¿Viviste en España?- me pregunta algo interesada. -Sí, allá tuve una hija-¿Una hija?- se nota sorprendida y repite -¿Tienes una hija?-Sí, se llama Lucía y ahora tiene seis años, ahora vive en Argentina. -¿Y qué hacías en España?-Interroga, al parecer mi embuste la ha sorprendido tanto a ella como a mi sus adicciones. -Nada concreto, vagar, caminar bastante como Rimbaud-¿Cómo quién?-…no, quise hacer un viaje largo, es todo-. Magdalena ya no comentó nada, terminó su café y le pidió al mozo que le trajera otro. Siempre me ha parecido que un hombre con experiencia debe de tener tras de si; un hijo que no mantenga, un viaje largo y salvaje y alguna cualidad artística. No gozo de ninguno de esos atributos; dos travesías a Managua por tierra, poco me han aportado; coger si precauciones y después angustiarme, es lo más cerca que he estado de ser padre. Y finalmente un par de novelas inconclusas no conforman ninguna cualidad artística. Mi única experiencia vasta es la mentira, la que a veces llego a manejar con maestría. Nos llega la cuenta, he tenido tiempo para pensar mejor las circunstancias; no me siento tan impresionado por la mujer adicta que tengo delante de mí. Considero que debo de optar por un camino práctico. Un amor furtivo y se acabó. Acepto que las virtudes de la superficialidad las desconozco y eso a veces me crea problemas.

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Al subir al auto, Magdalena me dice que vive con un tío. De camino a su casa aporta una mentira inolvidable; dice que como pasatiempo gusta de traducir canciones en inglés. Tal vez eso careciera de importancia, si tiempo después no descubro que no conoce otro idioma que el español más básico. Llegamos hasta un edificio avejentado y tosco. Antes de despedirnos le comento sobre una fiesta que han organizado los maestros del Instituto. -Me gustaría que fuéramos juntos- le digo. -Bueno, me avisas- es todo por esa ocasión, de despide dándome un beso muy cerca de los labios. Nos encontramos una tarde opaca, con ligera bruma. Fuimos a casa de Melina en Coyoacán. Ya ahí, la fiesta me pareció bastante decaída, un número reducido de invitados bebían y bailaban en mitad de un amplio living. Dos maestros se me acercaron en un momento en que Magda fue al baño. -Felicitaciones- me dijo uno de ellos mientras el otro me entregaba un vaso con ginebra. Sus congratulaciones me parecieron bastante fuera de lugar, una manera cordial de elogiar mi compañía, agradecí con relativa incomodidad y chocamos en lo alto nuestros vasos de plástico. -¿Qué celebran?- preguntó Magda al volver, rodeándome los hombros con sus brazos. Uno de los maestros que no dejaba de contemplarla dijo: -Por las buenas compañías-. Los impertinentes se marcharon después de comentar un par de asuntos sin importancia, al quedarnos solos Magda dijo: -Me tiene muy intrigada lo que me contaste el otro día de tu hija, por favor cuéntame más. Solicita una historia bastante trabajada en mi imaginación y aunque tengo ocasión para hacer ligeras variaciones le cuento sobre un tórrido romance entre una uruguaya llamada Raquel que conocí en Madrid y yo. Toda ficción parte de la realidad y en efecto, conocí a una mujer uruguaya, con ese nombre, en un viaje del D.F. a Chiapas en ómnibus; como el recorrido fue bastante largo tuvimos tiempo para simpatizar brevemente. Supe que era sicoanalista, que conocía bien Entre Ríos en Argentina y que disfruta mucho el sureste mexicano. Al despedirnos me regaló un libro y yo le regalé un separador; intercambiamos direcciones postales, y aunque nunca le escribí ella lo hizo en dos ocasiones y en la última me envió un libro titulado “El Bastardo” novela ambientada en el litoral entrerriano. “Para que conozcas tus pagos” escribió como dedicatoria. A manera de anómalo agradecimiento, la convertí en un personaje protagónico de mis embustes. Así que esa noche Magdalena escuchó algo completamente ajeno a la verdad, pero lo creyó. -¿Y tú tienes algo más que contar?- le pregunté concluida mi historia. -Tengo una pareja en Oaxaca- dijo y comenzó el recuento de sus días. Quedé abrumado por sus confesiones y el alcohol que ingerí. Cuando ya quedábamos pocos invitados por iniciativa de ella nos retiramos. Antes de abandonar la fiesta, entré al baño, allí, en ese último momento en soledad y mirándome al espejo prometí comportarme como lo que soy: un entrerriano legítimo. No hubo habitaciones disponibles ni en el primer, ni en el segundo, ni en el tercer hotel. Concluí que si topaba otra negativa asumiría ésta, como un mensaje del más allá y cedería en mis pecaminosas intensiones. En la última opción, una mujer que atendía la recepción, al parecer nos vio algo inquietos y prometió darnos una habitación apenas fuera aseada.

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La pieza del hotel era como todas, un espacio impersonal donde una cama King size ocupa la mayor parte. El sitio ofrece ciertos detalles que pretenden brindar un buen gusto: Una minúscula cava con botellas que parecen de juguete, un “boquitin de primeros auxilios” con suficientes condones para exprimir el deseo durante toda la noche. Existe también un amplio ventanal que ilumina nuestra habitación con los diminutos puntos de luz que llegan de la gran urbe. Estamos por el rumbo de Mixcoac y si dirijo la vista en dirección correcta puedo ver la parte más alta de otro hotel; el que compartía hasta hace muy poco con Sharon. Magda me llama, está preparándose una bebida y pregunta si deseo acompañarla con algo. -Lo mismo que tú- le respondo y vuelvo sobre mis pasos, alejándome de la ventana y de algunos remordimientos. Como en un combate de box, cada uno se dirige a una esquina; allí agazapado, bebí queriendo imaginar el futuro inmediato. Creí que nos desnudaríamos uno al otro, pero no fue así. En el otro extremo vi como Magdalena comenzó por las botas, después las medias, el pullover. Hice entonces lo mismo y solamente con las bombachas puestas nos encontramos a mitad del camino. Sentí su piel suave y cálida. Al recostarnos en la cama, en medio de fervores atropellados, recordé un poema y se lo dije a lo bajo: -Enciérrame en tu pecho como un cordero obediente que yo haré todo lo que está a mi alcance-. Ella también habló: -Hazme tuya- dijo. Sus palabras me desconcertaron por algunos segundos, parecían extraídas de una telenovela. Volvió a repetirlo con una voz ligeramente ahogada. -Hazme tuyaEsa segunda ocasión no me pareció tan banal. Después de ese primer encuentro, asumí la actitud equivocada. Nos llamamos con frecuencia. Entre las primeras conversas Magda me pidió tiempo para terminar su otra relación. Yo que carezco de la virtud de exigir, no me opuse, además el otro tipo la mantenía y mis reducidas finanzas impedían adjudicarme ese papel. A veces Magda desaparecía por tiempos prolongados, al principio entendí esas ausencias como un beneficio para mí y rogaba a los cielos que no volviera. Pero cuando daba por un hecho que lo nuestro no daba para más, llamaba o aparecía con un gesto dramático de puta arrepentida o virgen impía. Quedábame claro que eran muchos los inconvenientes para terminar con la otra relación, pero lo que no entendía era por qué volvía conmigo. Por mi parte el valor para terminarla, escaseaba. Una ocasión hice un intento, pero al rato me arrepentí: le dije que era un error por parte de ambos estar junto; que sus adicciones me eran desconcertantes; en fin, que nuestros respectivos caminos eran otros. Mientras avanzaba en mis cobardes letanías, iba entendiendo que carecía de precisión en mis afirmaciones y que todo se iba al carajo conforme decía estupideces. Ella (no la culpo) tomó mis palabras al pie de la letra e hizo varios intentos por marcharse. Yo, que puedo pasar de la bronca a la indiferencia en poco tiempo, noté, en cambio, que mis palabras la habían ofendido lo suficiente; por lo tanto era necesario un tiempo prudente para sanar las zaheridas. Así que con un movimiento brusco, impidió que la retuviera y no hice nada por alcanzarla.

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Una tarde impartía alguno de los diplomados en el Instituto. Comenzaba a saberme alejado de Magda y eso me daba cierto sosiego. Pero cuando la clase concluía, la vi entrar, procurando no interrumpir, se sentó lo más cerca posible de la puerta. Al final de clase se acercó mientras los alumnos se retiraban y después de un tímido saludo me preguntó: ¿Me invitas un café?-Bueno- respondí y abandonamos el aula como dos que recién se conocen. Sin duda era ese el momento definitivo, uno frente al otro. Ambos queríamos algo y a la vez nos negábamos esa posibilidad. Algún tiempo después me dijo: -Tú buscabas algo que encontraste en mí, yo buscaba algo que encontré en ti- fórmula rudimentaria pero cierta. Era, por lo tanto, el momento de decirle a esa mujer, si participaba en el juego que me proponía. Ella tenía sujeta la taza con ambas manos, los ojos ansiosos esperando mi respuesta. Nos sonreímos, miré en torno nuestro, antes de decirle cualquier cosa, ella agregó algo. -He terminado con IgnacioVaya noticia, era en lo último que pensaba. La gente de la cafetería era tan indiferente a nosotros que me sentí mal de posponer la novedad que estaba por vivir. -¿Ya comiste?- me preguntó con voz suave. Negué con la cabeza. -Te invito- dijo. -¿Te indemnizaron?- le pregunté en tono de broma. - Sí- respondió comenzando a reír...

EL QUILOMBO DEL BAR. Capitulo 4. Debo aceptarlo, tuve miedo a lo concreto y a lo abstracto. A veces creí que Magda se desenvolvía en ambientes de lupanar. Su adicción a las drogas era motivo suficiente para someterla a toda clase de descréditos. La llegué a imaginar con un número indeterminado de amantes, todos delincuentes que en cualquier momento exigirían lo suyo y me abatirían de manera violenta. En ocasiones también consideré a Magdalena portadora del virus del SIDA, supuse que el contagio sería irremediable y que el castigo a mi cobardía no terminaría en mi expiación personal, sino en propagar la enfermedad y ganarme el odio de todas las mujeres a quienes extendiera la epidemia. La pasión excesiva también era motivo de temores, perderme por una mujer como tantos tipos; o volverme un adicto por su amor. Todos los miedos me persiguieron por buena parte del tiempo que estuvimos juntos. Pero siempre he tenido miedo; si no era a Magda, era a otra mujer, si no era a otra mujer entonces le temía a la muerte o a la oscuridad o al coco. Con el paso de los años he aprendido a controlar ciertos quebrantos, aunque no todos y no siempre.

Atendí el teléfono, mi voz fue vacilante, sabía que era ella.

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-¿Hola?Del otro lado un sonido de fondo no me permitía escucharla claramente. -Diego, Diego ¿Dónde estás? ¿Me escuchas?... yo casi no te escuchoPor los ruidos que se filtraron supe que no me llamaba de su casa, sus palabras atropelladas y su lengua entorpecida le daban un tono prosaico, producto sin duda del alcohol. -Voy a mi casa…- le respondí como queriendo escapar a lo inevitable. -Ven por mí- Interrumpió con una inflexión autoritaria. -¿Dónde estás?- le pregunté y una angustia comenzó a oprimirme el corazón. -Estoy en…- hizo un pausa larga como si alguien le hablara y ella respondiera. -Magda, ¿Dónde estás?- Insistí después de un rato, amargo de zozobra. El diálogo ajeno se mantuvo, estuve a punto de arrojar el teléfono cuando volví a escuchar su atropellada dicción. -Estoy con unos amigosEso fue todo lo que dijo y suficiente para que la presión de mi pecho se hiciera más intensa. De pronto me pareció que ese acontecimiento era superior a mis fuerzas; que debía declararme incompetente y abandonar esa línea de fuego; sin embargo, también era vergonzoso saberme un cobarde que se doblega ante una mujer con mucho más experiencia. Le pedí a Magda la dirección del lugar. Ella dio el nombre de una cantina e indicó cómo llegar, la ubicación no estaba muy lejos de mi ruta y el corto camino que recorrí para encontrarme con ella, sirvió para autocompadecerme en exceso. Llegué a la cantina, el sitio lo encontré casi vacío salvo por una mesa donde brindaba un grupo nutrido de personas, en su mayoría hombres. Nadie se percató de mi presencia, la música y el desmadre mantenía a todos en su asunto. Me quedé algunos minutos observando a las amistades de Magda, ninguno de los presentes tenía aspecto de delincuente. Una pequeña desilusión ensombreció mis deseos; los individuos que le hacían compañía a mi novia me parecieron grises, vulgares y sin chiste. Magda ocupaba una mesa en medio de dos tipos que sostenían vasos largos; la percibí contenta como un pececillo en el agua. Reía con una especie de estertor chapucero, su explícito contento no parecía fingido, pero reconocí que sus obligadas carcajadas, le imponían un aullido lamentable. Un hombre joven (de lo que estaban a su lado) se puso de pie y la tomó de la mano, ella se levantó y comenzaron a bailar sin apartarse de la mesa. Después de contemplar la escena por algunos segundos pensé que era suficiente y comencé la cometida. Me encaminé a la mesa en una actitud (según yo) retadora; levanté mi brazo y chasquee los dedos con autoridad, mientras iba acercándome apreté mi mandíbula e hice un gesto de desafío suficientemente claro para que el hombre que bailaba con Magda se alejara rumbo a la barra y me mirara con recelo. -Viene por mí- dijo ella al percatarse de mi presencia y dio un último trago a su bebida. El resto de los presentes fue completamente indiferente a la pequeña discusión que tuvimos antes de dejar el lugar. Ya la llevaba casi a rastras cuando un hombre de largo y tupido bigote se interpuso en mi camino. 19

Con ojos ligeramente entrecerrados, un grácil balanceo delató su condición de borracho. Yo me puse en guardia, esperando un ataque. El hombre extendió la mano y sonrió con afecto, tenía un aspecto simpático y ninguna mala intención. -No voy a darle la mano a un borracho de mierda- le dije y esperé que se hiciera a un lado. El hombre, con la mano que extendió señaló su oreja y con la otra hizo un ademán para que le hablara más fuerte. El sonido de la música no le permitió escucharme. -No voy a darle la mano a un borracho de mierda. Le repetí, esta vez pegando mis labios a su oído. El hombre afirmó con la cabeza y se encogió de hombros sin dejar de sonreír. Lo hice a un lado con cierta brusquedad de lo cual me arrepentí en seguida. Largué pateando sillas, esperaba que alguno de aquellos festejantes se acercara y me retara a las piñas. Detuve mis pasos en la puerta, tomé a Magda por un brazo y la agité como si fuera el premio a mi osadía. Iba a gritar algo ofensivo, pero lo único que llegó a mi mente nadie lo escuchó debido a la música ensordecedora: Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno. Afuera de la cantina Magda se dejó caer al suelo como una mula rejega, llorando a gritos –Te he falladodijo con mueca de constricción. –Te he fallado- repetía entre mocos y lamentos. Yo la traté de incorporar pero ella se resistía. Su gimoteo aunque, al parecer honesto, no me provocó gran cosa. Y tampoco pareció que me hubiera fallado como insistía en sus chillidos. -Vámonos que aquí, carajo- le dije mientras la incorporaba de un buen jalón. -No, no, déjame, no te merezco- insistía, su última frase me pareció un cliché de telenovela. Mientras caminamos a mi auto se comenzó a apaciguar, emitió unos suspiros largos y entrecortados y me siguió dócilmente. No sé, pero mientras conducía sin saber bien a dónde dirigirme; más por un afán de darle batalla a la Magdalena que otra convicción, utilicé la socavada estratagema del chantaje emocional. -Me perdiste, Magda, me perdiste- dije sin pensar muy bien mis palabras. -No Diego, no digas eso-Sí Magda, me perdisteDe a poco fue reanudando el llanto. -Déjame aquí.- me dijo con su chillido marginal. Como vio que no me detuve, entreabrió la puerta del auto e hizo una desatinada mímica de querer salir. -¿Estás loca?- le grite mientras la sujetaba del brazo. -¡te voy a llevar con tu tío!Parecía que le pronuncie el patíbulo pues emitió un alarido. No era mi intensión llevarla con Román, sólo busqué la forma de apaciguarla. -Déjame Diego, no te merezco- insistió dando pequeños golpes a la ventanilla del auto.

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Decidí entonces llevarla al departamento, todo el recorrido fue un intercambio de despedidas: -No te voy a volver a ver- yo. -No te voy a volver a buscar- ella. En el elevador lo repetimos, llegando al departamento también. -Mañana me voy y no volveré.- Dijo Magda antes de acostarse en mi cama y acomodarse para quedar dormida. Yo guardé silencio y esperé a que cerrara los ojos. Después de un rato me dirigí al baño; allí miré al espejo, me sentía cansado, abatido, un poco humillado. Dudé si podría sonreírle al rostro familiar que tenía delante. Lo intenté, a pesar de que me costó algún esfuerzo, impuse una sonrisa amplia, sin bronca. Repetí ante mi reflejo el chasquido que le hice al hombre que bailaba con Magda en la cantina. Me acerqué lo más que pude al espejo y dije pausadamente –No voy a darle la mano a un borracho de mierda- lo repetí dos o tres veces con solemne gravedad. Salí del baño contento, ligeramente repuesto de mis inconvenientes. Me cercioré de que Magda ya dormía; fui a la otra habitación busqué algo para leer; en momentos así elijo poesía. Esa vez fue Valery. No podía concentrarme del todo, en mi cabeza discurrían los episodios del bar. Volví al cuarto donde dormía mi novia. La contemplé un momento, verla allí dormida como una virgen inmaculada, era una afirmación de que las recientes desdichas habían sido anuladas. Antes de decidirme si volvía a la lectura o le hacía compañía a Magda, aproveché para sacarle las botas y las medias. Mientras lo hacía, encontré, escondido en su tobillo, un paquetito que contenía una dosis de cocaína; era muy poca y parecía inofensiva. Por mi mente pasó la idea de probarla, pero finalmente largué el polvo por la ventana y se perdió con el viento de la madrugada. Cubrí a Magda con una sábana ligera hasta los hombros, me acosté a su lado, procurando no despertarla. Antes de quedarme dormido recordé un verso que acababa de leer y lo repetí a lo bajo: ¡Qué regalo después de un pensamiento ver moroso la calma de los dioses!

MI TÍA Y MI PRIMA. Capítulo 5. Era ella, la misma que había dejado de ver durante cinco años, y ahora por necesidad buscaba. A pesar de la larga ausencia conocí la noticia de que había enfermado de gravedad. Ahora en su andar descompuesto y trabajoso sobre la piedra caliza que atraviesa su jardín, adiviné que no las llevaba todas consigo; carecía de movimiento en el brazo izquierdo, su mano era como un pájaro muerto en mitad del cuerpo; la pierna de ese mismo perfil no tenía más vida que las extremidades superiores. En su rostro, las arrugas del desdén, sus labios ligeramente dispuestos al gesto de amargura; a pesar de que intentó recibirme con una sonrisa, no encontré nada en ella que ofreciera una tibia bienvenida. Con una llave colgada al cuello, buscó la forma de abrir el candado que protege su hogar, su faena fue prolongada; era evidente, con este torpe ejercicio, que rara vez salía de su casa o recibía visitas. Intenté ayudarla pero se resistió. En algunos casos la enfermedad y el deterioro refinan el orgullo. Finalmente después de un tiempo que penoso, candado y llave fueron dominados. Ya teníamos rato uno frente al otro y el absurdo preludio de abrir el enrejado nos dejó con pocas ganas de saludarnos. Aún así nos dimos un abrazo insípido y cruzamos el patio de vuelta al hogar. Ella se ayudó de mí para retornar por el mismo camino de piedra caliza. –Un jardín sumamente descuidado- pensé mientras cruzamos por aquellos matorrales dignos de un filme de terror. Pero la percepción del descuidado jardín no fue la peor experiencia de esa ocasión. Lo indescriptible estaba dentro, en la casa. Una ausencia total de muebles era sustituida por bultos de nylon de diversas

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proporciones que parecían contener ropa. El piso era de madera con un desgaste semejante al de una vivienda abandonada. Violentos hoyos en el piso, trabajo de sempiternos roedores se volvían trampas mortales. Lo que daba un aspecto más imponente a esa singular miseria estaba en los aislados intentos de restauración; como unos cuantos brochazos de pintura blanca en un muro o un baño clausurado con un inodoro nuevo en medio de un suelo destruido, pero la cocina era todavía peor; una cavidad aniquilada por un desmantelamiento prolongado la dejó en un derrumbe parcial. A pesar de su dificultad para caminar mi tía apuró sus pasos, cierto pudor la obligaba a dejar atrás los lamentables escenarios. Subimos las escaleras, ahora yo detrás de ella. El primer piso era una imitación casi perfecta de la planta baja. A nuestro paso encontré más y más bultos de nylon de proporciones alarmantes. Algunos de estos tenían el tamaño justo para guardar en su interior uno o dos cadáveres. Me dejé sugestionar por esa ida y agucé mi olfato en la búsqueda de un olor incriminatorio. Pero lo único que percibí fue el nocivo efluvio de los felinos domésticos. Al principio el tufo era tenue pero conforme avanzamos se fue haciendo insoportable. Antes de que mi estómago se revelara me pregunté como era posible que mi tía pudiera vivir en semejante condición. Cuando escuché la palabra me gustó, pero era yo muy chico y no conocía el significado, me sonaba como un caramelo relleno de dulce de leche. Al enterarme, accidentalmente, que mi tía se había casado con un gigoló pensé que sin duda, era una buena noticia -Pobre Celia María- decían los adultos de entonces y yo no comprendía, por qué tal vez no les gusta el dulce de leche. Venía a visitarnos dos o tres veces por mes. Era como una condesa gorda y anticuada, pero siempre la esperé con ansiedad. Los “domingos” que llegó a darme, a comparación de los de mi viejo eran verdaderas fortunas. Nunca supe si era familiar de mi padre o de mi madre, o alguno de esos personajes que el hábito obliga al parentesco. Pero eso nunca importó, ella siempre me llamó sobrino y yo le dije tía. Al crecer un poco me invitó a trabajar con ella, tenía un negocio de amuletos y perfumes para el amor. Pingüe negocio que le dio para esta casa y algunas más propiedades, según recuerdo. Yo tuve todo dispuesto para trabajar pero mi viejo, el permanente aguafiestas, lo prohibió para no descuidar mis estudios. Con el tiempo el gigoló se rajó con una mujer veinticinco años menor que él y un buen porcentaje de los bienes de su legítima esposa. Mi pobre tía se quedó chupando el dedo y un aneurisma que la dejó como hoy se encuentra. Del admirable patrimonio que reunió con años de trabajo, le queda esta enorme casa, alguna renta y nada más. Lo que no alcanzó a llevarse el vividor sabor dulce de leche, lo dilapidó su hija, mi prima Laura, la cual no estaba en casa pero no tardaría en llegar. Su recamara por suerte, daba otro aspecto, una cama King size ocupa la mayor parte del aposento. Inmaculadas sábanas poliéster algodón daban un ligerísimo respiro a la reciente y desagradable impresión. Un televisor grande nuevo o casi nuevo; un placard de madera fina y reluciente, algunos cuantos adornos presumiblemente finos. Un aroma a perfume que envolvía todo el cuarto y que mantiene a distancia el fato gatuno del exterior. Celia María que al parecer no cambia las visitas por su programación favorita, no habló más que durante la barra de comerciales. -¿Qué necesitas hijo?- preguntó viendo de reojo la pantalla -No tengo donde quedarme- dije abruptamente.

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Mi marchita tía iba a responderme algo pero su programa se lo impidió. Pasó un tiempo prudente y nuestro dialogo se reanudó hasta el momento de los créditos de salida. -¿Así que no tienes donde quedarte?-No tía- respondí acompañando mis palabras con un tono doliente, previamente calculado. -Te puedes quedar aquí- dijo volviendo su vista a la pantalla del televisor. –Tenemos un cuarto de huéspedes, ¿Quieres verlo? Sin desearlo y antes de seguir a mi tía pensé en Magda, para un proceso expiatorio como el mío, vivir en esa casa desastrosa y mefítica era justo lo que merecía. Acepté conocer el cuarto de huéspedes y esto fue lo que vi: El piso de madera estaba podrido en gran parte por los permanentes meados de gato, la mierda de los felinos también tenía su lamentable presencia. Una gruesa capa de polvo sobre todos los muebles me remitió a un poema “el polvo en mí ha marcado su cauterio, soy víctima de culpas olvidadas”. Al igual que en toda la casa existía la enfermiza presencia de los bultos de nylon, ahora desbordados por ropa femenina de toda clase. A los costados de la habitación, casi invisible ante tanta calamidad visualicé un par de libreros sosteniendo heroicamente una considerable carga; tuve la impresión de estar soñando. No podía creer que en medio de tan exultante condición se mantuviera incólume un breve pero significativo acervo literario. Me acerqué con avidez a inspeccionar los títulos, había en ese recóndito espacio, una grandiosa veta de libros. Acepté contento la habitación, suplicándole a mi tía me permitiera asear el lugar. No tuvo inconveniente, incluso facilitó los instrumentos de limpieza. Invertí toda la tarde para dejar mi hospedaje medianamente presentable. Cuando se hizo de noche el hambre y la fatiga llegaron. Por un buen rato olvidé la inminente llegada del otro miembro de la familia. Un golpe brusco de la puerta, acompañado por unos pasos lentos y pesados fueron el aviso. Mi memoria se activó, mi prima no era precisamente dueña de loables virtudes. Era, (según recordé) caprichosa, mal educada y bastante frívola.. Guardé silencio y me agazapé como un intruso, sentí que su lánguida marcha se detenía delante de mi puerta. Con el olfato husmeó como hacen los perros de caza pero no se decidió a entrar. Reanudó su camino con dirección a la habitación de mi tía, que era también la suya; se detuvo y dejo caer algo al piso que supe después, eran bolsas de nylon. Alcancé a escuchar las primeras palabras que ambas mujeres intercambiaron el tono de mi prima que siempre fue brusco, iba tornándose como un ladrido agudo. Ya no alcancé a oír más. La puerta de la habitación se cerró y apagó las voces. A los pocos minutos volví a escuchar los pasos, esta vez sin duda con dirección a mí. Me senté en la cama, de frente a la puerta, mi posición era franca e inofensiva. Mi prima entró sin llamar, fue la fracción de un segundo que uso para reconocerme después de algunos años sin vernos. Ni siquiera saludó, se dirigió directo a sus enormes bultos, a verificar que sus tesoros se mantuvieran intactos. Al comprobar que sus nocivos bienes permanecían indemnes se acercó a mí con relativa precaución, realizó un esfuerzo considerable por mostrarse amable, no hubo más que decir y me dejó sólo a los pocos minutos. Esa noche me costó trabajo dormir, tenía muchas dudas respecto a mi futuro inmediato. Estaba seguro que tarde o temprano y un poco a la fuerza, quizá. Volvería irremediablemente con Magda. Pero mientras pudiera resistir estaba condenado a aguardar en esa madriguera. Por el lado de mi tía no había de que preocuparme, mientras no fuera interrumpida en su programación favorita podríamos momificarnos juntos, pero Laura era el único e innegable inconveniente. Sin duda, mi prima, no sería indiferente a mi presencia, en algún momento le resultaría incómoda y pensaría en algún recurso para largarme. En cierto momento, en medio de la soledad del improvisado cuarto de huéspedes, extrañé el hotel de la 23

colonia Roma; su canal de pornografía, el olor a desinfectante barato. La primera mañana desperté muy temprano y fue el medio día, cuando se escucharon los primeros movimientos en la casa. Casi a la una de la tarde probé mi primer alimento que consistía en leche y pan. Mi prima no tuvo más remedio que invitarme a su habitación para compartir el desayuno. Al centro de la cama, como si se tratara de una mesa, se colocaron los alimentos, los comensales, es decir ese par de personajes extraños y yo, a falta del mobiliario básico nos sentamos y comimos. Por supuesto para mí fue una situación sumamente bochornosa. Apuré el desayuno y aunque no estaba ni medianamente satisfecho preferí retirarme; gasté la tarde leyendo algunos de los libros que por allí encontré y no abandoné mis aposentos hasta que mi tía fue a buscarme para la merienda. El modus operando era el mismo, los alimentos al centro de la cama, nosotros en hinojo como en posición de plegaria. En esa ocasión la merienda no fue tan frugal como lo imaginé, consistió en pollo rostizado y una guarnición de frijoles refritos. -¿Siempre compran la comida en la calle? Fue lo único que se me ocurrió preguntarle a mi prima. Su respuesta fue una mirada rencorosa, presentí que esa pregunta iba más allá de lo que ella pudiera tolerar de mí, que sin duda era muy poco. Afirmó con la cabeza y se dirigió a mi tía como si yo no existiera o estuviera a punto de desintegrarme. Más o menos de ese tipo fueron los días subsecuentes, sólo en una ocasión intenté dar un paseo por el barrio, pero como desconocía el rumbo, volví a los pocos minutos y mi tía tardó más en abrirme que yo en pasear. Sin dificultad me acostumbré a los horarios de mi indolente nuevo hogar. Es decir, despertar al mediodía, pero en mi caso con una sensación de vergüenza mezclada con estupidez. Una mañana mucho antes de lo acostumbrado, mi tía con absoluto sigilo entro en mi habitación. No pude evitar un sobresalto cuando abrí los ojos y la vi al borde de la cama, observándome -¿Qué pasa tía? Le pregunté mientras traté de incorporarme y ella lo evitaba colocándome la mano sobre el pecho. Tardó un poco en hablar, tenía la atención puesta en su habitación. Mientras esperaba que dijera algo miré la hora, las ocho treinta de la mañana, bastante temprano para los hábitos de esa casa. Me alarmé. -No tengo dinero- fue lo primero que salió de su voz vacilante. Me miró con un gesto solícito de misericordia, torció los dedos de su mano inerte. Yo me iba desesperando ante sus afligidas manifestaciones de infortunio. Tuve deseos de colocar mi pie detrás de ella y empujarla hasta que cayera de la cama para no ver más su expresión lastimosa. -Tía, ya había pensado en ponerme a trabajar, pero ahora…Celia María se secó las lágrimas que ya le brotaban, con la mano humedecida me acarició la mejilla. -No se trata de eso- dijo con un tono maternal. Sus últimas palabras me confundieron aun más, iba a decirle lo primero que se me ocurriera pero preferí guardar silencio y esperar lo que tuviera que decirme. Antes de hablar, miró nuevamente a su habitación, al percatarse de que no corría peligro de ser escuchada me confesó un secreto guardado por años. -Tengo un terreno que debo vender y necesito tu ayudaSoy bastante bruto, de lo contrario no estaría aquí, pero cuando dijo esto último entendí muchas cosas que a lo largo de la charla se fueron aclarando como el amanecer que tenía a mis espaldas. Su hija-dijo- era una compradora compulsiva, esta obsesión la había hecho gastar más que lo que obtenían de una renta regular. Las deudas ya eran superiores a sus ingresos y ya la amenazaba el fantasma del embargo. El terreno, el cual ahora sólo ella y yo conocíamos, no podía ser comisionado a su hija sin el grandísimo riesgo de perder banalmente hasta el último peso -Además- agregó Celia –tendrás una ganancia que buena falta te hace-

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Yo había imaginado un lote igual de deprimente y ruin que la casa, pero estuve equivocado. Se trataba de un baldío de magnífica ubicación y mejores dimensiones. Pronostiqué una pronta venta y casi fue así. No sé cómo, pero mi prima se enteró de la sociedad que su madre y yo establecimos, esa noche apareció en el cuarto de huéspedes para insultarme a placer. Estuve a punto de soltarle un puñetazo y largar de esa casa, pero afuera llovía y además ya tenía pensado el destino de mi comisión. Hice un esfuerzo inédito por soportar sus vituperios sin responder. La única manera de evitar un boicot fue incluirla en la sociedad. Allí comenzó mi absurdo calvario, lo que parecía easy money fue una labor muy complicada. Laura (como buena solterona) desconfia de todo aquel que se le acerca. Su argumento para descartar compradores era siempre el mismo: “Nos quieren robar”. Pasó mucho más tiempo del que creí necesario, y el comprador definitivo no llegaba, estábamos como al principio,; pero ahora con el inconveniente de que su hija no sólo estaba enterada sino que era el gusano que pudría la manzana. Por momentos los empeños de mi pariente se orientaban a mandar al carajo mis planes. Esto, a costa de perder también ella algún beneficio. Era ya esa virtual venta una lucha intestina de la estupidez en dos formas concretas, la suya y la mía. El licenciado Billarent estaba realmente interesado en el terreno, con llamadas casi a diario exigía una respuesta definitiva. Mientras Laura no diera el visto bueno, yo no podía confirmar absolutamente nada. Como en los casos anteriores, el cliente desaparecía después de que mi socia los sometiera a sus nefastos interrogatorios. Yo ya no estaba dispuesto a perder otra chance y le envié una doliente carta al licenciado. Estimado lic. Billarent: Supongo que su repentino silencio tiene una sobrada justificación, y esta es que conoció usted a mi prima y no le quedaron ganas de proseguir con un negocio que llevábamos tan bien. Deseo, antes de que tome una decisión definitiva, hacerle sabedor de una absurda pero real historia familiar. Como le dije en su momento, la dueña legítima del terreno, que pronto será suyo es mi tía Celia María, la cual está imposibilitada físicamente para llevar a cabo sus propios asuntos. Permítame decirle que esta mujer de quien le hablo es admirable: ha luchado toda su vida contra un sinfín de adversidades y (qué ironía) fue castigada con un tumor cerebral cuando sus días comenzaban a ofrecer los frutos de su inagotable trabajo. Enfermó entonces y estuvo al borde de la muerte; la misericordia de Dios y la voluntad de su espíritu, que nunca desfallece, la sacaron adelante. Con muchos sacrificios ha llegado hasta hoy con un amor a la vida inquebrantable, sus oraciones y sus desvelos le han traído por fin la buena noticia de que tiene posibilidades de operarse y volver con toda dignidad a su vida pasada. Obviamente esta operación de que le hablo es de altísimo riesgo y de cuantiosa suma económica. Gracias a Dios, mi tía supo prevenir, con su trabajo de años, estos momentos en que la vida la pone a prueba. Y tiene los recursos morales y financieros para salir adelante. Por ahora no es dinero contante y sonante del que goza, sino en el magnífico terreno que usted sabe, vale más de lo que cuesta. En esta muestra de honorabilidad y amor a la vida, mi tía ha puesto en mis manos, la misión más importante que es lograr la venta de este terreno para que los días aciagos toquen su fin y vuelva la felicidad de la buena y completa salud. Si toda esta historia terminara aquí, el negocio se hubiera hecho en completa armonía desde hace tiempo, pues usted y yo somos caballeros de palabra, pero todo el ejemplo de buena voluntad y honor, tiene algo que atrae a las sombras del mal que siempre acechan. Pero cuando el bien triunfe sobre la maldad y las tinieblas se disipen por fin el azul claro abarcará el cielo de los justos. Mi prima no es mala, es decir, no mataría o haría daño (dudé) conscientemente pero es producto de una vida desperdiciada y frágil, tal vez el único pecado de mi tía fue, no darle una atención valiosa a su hija. Hoy esta joven teme que con la salud restablecida de su madre se vuelva a un pasado que definitivamente no quiere volver a vivir. Es por eso que intenta frustrar el negocio, y puedo decir que la entiendo; tal vez mientras su 25

madre dependa de ella, esto le otorgue seguridad y afecto, un afecto que pretende defender a costa de lo que sea. Todos tenemos derecho a la mejor calidad posible de vida. Considero que la salud de mi tía sólo atraerá bienestar emocional a toda la familia la cual se compone de su hija y yo. Mi prima sabrá al final, que por ahora, actúa erróneamente. Por lo tanto licenciado, le doy mi palabra que este terreno será suyo, déme sólo unos días. Atte: Diego Basave Fui a dejar la carta a su oficina, no pasaron más de dos días cuando recibí la llamada de Billarent. -Acepto, lo espero una semana más- dijo y se despidió. A los cuatro días nos encontramos en su despacho, el negocio era una realidad. Mi prima, afortunadamente, se mantuvo a raya, con el ceño fruncido y mirando en todas direcciones para evitar sorpresas. Yo hice una pequeña trampa con anticipación; reduje el precio del terreno a cambio de una segunda comisión de parte del comprador. Sólo faltaba firmar papeles, nadie, incluida mi prima, borró las sonrisas de la jeta cuando apareció aquella sucesión de números en el cheque. Se contaron algunos malos chistes que provocaron grandes carcajadas. Cuando nos despedíamos la esposa del licenciado Billarent se acercó a mí mostrándome un sobre que me era familiar. -¿Usted le mandó esta carta a mi esposo?-Si- respondí vacilante. -¿Es escritor o algo así?-No- respondí –Para ser escritor se necesita tener la convicción de haber vividoHacía mucho tiempo que no tenía tanta plata –pensé- mientras contaba mi comisión sentado en el excusado de un baño público. Todo ese dinero era mío y lo había ganado a la buena. De inmediato me dirigí a comprar una valija, la que más me gustó sin importarme el precio. Al llegar a casa de mi tía, la segunda comisión estaba lista. Delante de ambas conté el dinero como un comerciante codicioso y desconfiado. Era lo convenido, ni más ni menos. Fui al cuarto de huéspedes y comencé a llenar la valija con mis pocas y franciscanas pertenencias. Incluí el mejor acervo literario de ese hogar lo que impidió que mi equipaje cerrara. Tuve que llevarme un par de libros bajo el brazo. Fui a despedirme de mi tía (Laura había desparecido) hubo algunas lágrimas de su parte y yo no pude evitar una ligerísima tristeza. Largué con mínimas ceremonias, como si fuera a volver esa misma noche. -¿A dónde lo llevo?- me preguntó el taxista cuando abordé dificultosamente debido a los libros bajo el brazo y la valija. -A la Santa Julia- solicité cuando estuve acomodado. El chofer ensayo un examen crítico en mi persona a través del espejo retrovisor yo le sonreí y extendí mi brazo a lo largo del respaldo del asiento. No tardamos mucho en llegar o por lo menos así me pareció. -Espéreme un momento- le indiqué cuando llegamos frente al número once de la calle Tizoc. La distancia que me separaba del conocido zaguán era menor, pero suficiente para tomar mis precauciones: -Si no está, me largo con la primera putilla que se me cruce en el camino- Me dijé mientras recorría el pequeño tramo. Me temblaba el pulso al tocar el timbre, la espera me pareció agónica, el taxista también desesperaba. Llegué al límite de mi paciencia, iba a volver al taxi cuando una sombra inesperada se dibujó a lo largo del corredor. Finalmente apareció, no sabría decir como la vi en ese momento, pero mi corazón estaba impaciente. 26

-¿Estás muy ocupada? Le pregunté como un novio adolescente y avergonzado. -No- me respondió con ese tono macilento que siempre utilizó al momento de reencontrarnos. Yo la miro como si quisiera averiguar algo definitivo en su semblante, no encontré nada que me hiciera vacilar y le pregunté: -¿Quieres ir a Zihuatanejo?- lance a mansalva Primero su mirada se mostró confundida, después sentí que dudaba de mi lucidez. -Tengo plata, confía en mí-De dónde sacaste eso- preguntó con cierto temor. -Robé un banco, me busca la policía, ¿vienes o no?Pasó menos de un segundo y Magdalena me miró como si de pronto entendiera todo. Afirmó con la cabeza y abrió el zaguán que hasta ese momento se mantenía cerrado. -¿Cuando nos vamos?- preguntó finalmente. -Ahora mismo- le respondí. Hubo una última prolongación de pensamientos de su parte. Para después sonreír y agregar. -Tengo que hacer mi maletaVolví al taxi a pagar, la cuenta que marcó el taxímetro era excesiva, de cualquier manera, incluí una generosa propina. ALEJANDRA. Capítulo 6 Te aspiraré con gozo temerario/ Como se aspira en un devocionario Un perfume de místicas violetas... López Velarde. No nos declaramos amor, simplemente rompimos el tenue cristal que separa los ímpetus individuales para volverlos un ímpetu compartido. Alejandra y yo nos hicimos amantes sin dificultad. Ella me lo propuso y yo acepté. Fue en un restaurante (en esos lugares públicos inician demasiados asuntos) nos citamos para comer porque el espacio y el tiempo que teníamos después del diplomado de Grecia y Roma no era suficiente. La primera vez en el bulo de Revi no calculamos bien los minutos, y ella tuvo que largar con apuro. Yo quedé tirado en la cama viéndola calzarse las zapatillas de tacón alto y regalándome una sonrisa de complicidad. Antes de cruzar la puerta echó un último vistazo a la escena del crimen. Una dama debe ser precavida de no olvidar algo comprometedor. Nos encontrábamos en un café que une dos calles muy transitadas de Colonia del Valle. Ella siempre llega antes y espera leyendo el diario. Yo la primera vez que la vi, del otro lado de la vidriera me pregunté si saludarla con un beso en los labios o en la mejilla, opté por lo segundo pensando que la discreción es el mejor de los atributos del neófito amante. Después de interrogarnos un poco pedimos un desayuno ligero. Parecíamos todo excepto lo que éramos, después del frugal alimento Alejandra iba proponiendo un diálogo intelectual, lo primero eran pequeños y dispensables comentarios didácticos; después particularidades, citas y autores, ella elegía como tema de desarrollo la Cultura Romana y pedía lo mismo de mí con Grecia. Yo, que en ese momento no gozaba de absoluta disposición para el tema, mezclaba ensoñaciones eróticas con el cultísimo discurso de mi acompañante. El dialogo concluye de pronto cuando Alejandra me pregunta: -¿En tu auto o en el mío? Pero su pregunta era engañosa, por qué si yo le respondía –en el mío- ella decía – no, mejor en el mío- y así era siempre.

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En el bulo todo era diferente; apenas algunos monosílabos y dulces palabras aisladas. Al principio no podía creer en mi buena suerte pero muy pronto me acostumbre. Un día, después del ejercicio amatorio, Alejandra me declaró una rara fidelidad; -Sólo hago el amor con mi marido y contigo- dijo. No supe en ese momento como entender esas palabras, después consideré que era importante para ella saberse de alguna forma lo menos puta posible. 2 Me parece que Alejandra vio en mí a un tipo con el que se podía mantener un dialogo interesantes. Realicé el mayor esfuerzo para demostrarle que en efecto cuento con ese atributo. Pero a veces ella me tomaba una ventaja imposible de alcanzar. También me llegó a regalar algunos libros, pero se negó siempre a escribirles una dedicatoria, las poquísimas veces que logré arrancarle algunas letras, sus palabras de siempre fueron: “Que disfrutes este libro, con mucho cariño. Alejandra”. Nunca esperé más por esa parte, de mí le hablé poco y le regalé solamente un libro. Toda iba bien y tuve una primera intensión de viajar a Argentina con la plata restante del terreno de mi tía. Sin darme cuenta me gasté el valor de la travesía, pero como a todo mundo dije que me iba, si no me iba por lo menos me haría desaparecer que es parecido a irse. Por supuesto Alejandra fue de las primeras en conocer la noticia y al compartírsela incluí un tono dramático y definitivo, mi amante entendió mis palabras como una perentoria despedida y tomó cartas en el asunto. La esperé donde acordamos, a las seis en punto. Al subir a su auto sentí que mi suerte me situaba en un escenario favorable y que lo mejor vendría a continuación. Alejandra vestía con elegancia y tontamente le pregunté: -¿Vienes de alguna reunión? -No- me respondió sin quitar la vista del camino. -¿Vas a ir a alguna más tarde?Ya no añadió nada, fue un prometedor liguero que asoma por la abertura de su falda el que disipa mis dudas. Nuestro rumbo fue al sur y no al centro como antes, casi no hablamos y yo disfrutaba esa procaz incertidumbre que nos envolvía. -¿Qué quieres comer?- me preguntó en algún momento. Yo que no pensaba en comida dije por decir: -Empanadas-. Nos detuvimos primero en un restaurante argentino, bajé solo y compré suficientes empanadas para alimentar a dos familias. Después en el supermercado bajamos juntos y abrazados, compramos tres botellas de vino, un abridor, preservativos y goma de mascar. Hubiera preferido ser yo el que manejaba al momento de entrar al garaje del hotel, pues mi afán persecutorio me hizo sentir que el encargado de designar habitaciones se burló ligeramente de mi condición de copiloto. Entramos a un cajón de parqueo el cual era aislado por medio de una persiana de vinil industrial que otro hombre se encargo de correr. Yo, siempre canchero en cuartos de hotel, no pude evitar la sorpresa al acceder al pecaminoso recinto. No era como mi marginado aposento de la colonia Roma. Acá no huele a desinfectante barato. Todo parece gozar de una armonía sugestiva. Alejandra propuso comer y así lo hicimos. Cruzamos la habitación hasta un sugerente traspatio y ambos miramos la cama que nos esperaría sólo unos minutos después. Las empanadas y el vino fueron nuestra grácil ofrenda a Eros. Alejandra comentó algo que me hizo sentir sumamente reconfortado, qué más se podía pedir a la vida, carajo. Mi amante me ofreció una primera empanada y yo serví el vino. Brindamos por el momento, mi viaje (que ya no recordaba) y por ella. Las empanadas me parecieron deliciosas y comí una tras otra sin darme cuenta; bebí de igual forma, a 28

grandes sorbos. Me percaté del papelón que hacía cuando el estómago me comenzó a doler y mi entorno me daba vueltas. Quise moderarme, pero ya estaba borracho e indigesto. Alejandra que se reía un poco de mi vehemencia, tardó un buen rato en terminar su única empanada y se sirvió una segunda copa de vino que bebió lentamente. Hicimos una ligera sobremesa, con la intensión de que me recuperara. Mi amante expresó en su mirada y en sus gestos cierta disposición inquieta al placer, entonces tomo mi mano y me llevó al borde de la cama. Antes prendió el televisor y buscó un canal que gozara del menor interés. Nos desnudamos uno al otro, sin apuro. Antes de dejarnos caer en la cama Alejandra fue al baño, escuché la regadera pero casi al instante mi amante volvió con el cuerpo cubierto de perlas líquidas. A pesar de sus cuarenta y seis años sus nalgas y sus senos eran firmes y dispuestos. Ni los cristales con luna relumbran con ese brillo. Fui amante un par de minutos o tal vez menos, el abuso de alcohol y empanadas me llevaron a la peor pesadilla masculina. Hice un intento por retomar mis solícitos fervores, dos, tres, casi diez. Alejandra me ayudó como si diera vuelta a la hélice de un avioncito boncha. Busqué la motivación por medio de fantasías, al principio funcionó pero volví a decaer. Me metí a la ducha como último recurso emergente. Alejandra no me esperó y escuché un leve gemido autoestimulante. Eso fue suficiente para sentirme acabado, ruin, mi condición de amante, por la que esperé tantos años, se iba al carajo. Salí de la ducha sintiéndome un eunuco. Alejandra ya se vestía de espaldas a mí. Tuvo la gentileza de voltear y sonreírme al escuchar que me acercaba. Pero era la sonrisa clara que advierte sobre un futuro incierto. Como un pibe ensombrecido y frustrado busqué argumentos que justificaran mi inacción. Alejandra me consoló con la indiferencia que mata. Por suerte no lloré, aunque estuve a punto de hacerlo; ese lagrimón que ya rondaba mi esclerótica hubiera sido mi absoluto suplicio. Alejandra se sentó al borde de la cama y se quedó un momento con los zapatos en las manos, puesta su atención en una receta que se preparaba en algún programa fastidioso de televisión. Aproveché ese tiempo para vestirme con absoluta desgana. Mi amante se mantenía en silencio, me daba la impresión de que se sentía sola en esa habitación y no me refiero a ninguna soledad metafísica, sino a las más obvia de las soledades, donde puedes decir algo y nadie te va a escuchar. Quedaba media botella de vino, serví dos copas y le extendí una a ella, la rechazó, como se rechaza a una mosca que ronda, sin siquiera voltear a verme. Apuré ambas copas de un solo trago. Alejandra se calzó las zapatillas hasta que la receta quedó concluida, después se encaminó hacía la puerta, y cuando pensé que me dejaba allí; volvió la cara, sonrió igual que hacía un momento y me dijo. -¿Qué esperas?3 Me dejó en la esquina de Luz Saviñon y Gabriel Mancera, aún me sentía lo suficientemente borracho para no saber bien que hacer. Podía llegar a mi domicilio recorriendo esa avenida que cambiaba tres veces de nombre. No tenía demasiadas opciones y así lo hice, mi paso era vacilante. Caminé por algunos minutos cuando escuché gritar mi nombre. -Diego, Diego.Del umbral de una casa se asomó medio cuerpo de un hombre que de primera instancia no pude distinguir, fue mientras me aproximé que reconocí a Paco el cual sostenía un vaso y me lo muestra como un trofeo. Saludé a mi amigo que se mira muy alegre y algo tomado, de la casa de donde se asoma, escucho el bullicio de una fiesta. -¿Qué haces caminando como zombi por acá?- me preguntó. -Nada, voy a casa- le dije. -¿Hasta el centro?-Si, me gusta caminar, ya sabesPaco se quedó pensativo por un momento, daba pequeños sorbos a su bebida y parecía pensar algo importante. -¿No quieres entrar?- me dijo finalmente. 29

Estuve a punto de negarme, mi humor era para recluirme en un monasterio pero antes di un vistazo al interior de la casa y me pareció distinguir de entre los invitados a Adriana Páez. -¿Está Adriana?- le pregunté a Paco. -Si- me respondió como si la presencia de esa mujer se le debiera de agradecer a él. Siempre ha existido una mujer como Adriana Páez que representa un paradigma de los placeres mundanos, tras ella viven leyendas y mitos de sexo al aire libre, grupales, diversos felatios, y otras deliciosas depravaciones accesibles a todo aquel mortal que tenga un poco de suerte con ella. En la fiesta había gente conocida, la música que se escuché al integrarme a la celebración me era familiar, de los indefinibles ochentas, Pop on the Valium fue la canción que me dio la bienvenida. Paco me acercó un vaso con ron, y brindó conmigo, encontrarme con ese amigo en una situación tan indiferente a mi experiencia previa me dio ánimos, y simplemente me dejé llevar. -¿Quién será el primer afortunado con Adriana? Le pregunté a Paco. -Espero que yo- dijo. Toda mi atención estuvo puesta en la pecaminosa invitada, por eso no supe por el lado que me llegó Melina y su imprevisto brindis. La conocía como a todos por culpa de los diplomados, fue en casa de Melina donde acudí con Magda por primera vez a una reunión. -¿Cómo has estado?- me preguntó mientras me observa con esa mirada fija que imponía siempre. -Bien ¿y tu?-También. Después del inevitable formulismo, dimos ambos un sorbo a nuestra bebida, Melina no es guapa, pero se comporta como si lo fuera, además que tiene esa miraba profunda, (su único atributo) que podría inquietar a cualquiera. -Tenemos vodka ¿quieres?- me preguntó con impaciencia y supe que alguna urgencia apuraba a esa chica. -Bueno- le dije, siguiendo cabalmente mis deseos de dejarme llevar. No tardó nada en volver con la botella y un recipiente con jugo de naranja, me sirvió primero el jugo equivalente a una medida y cinco de vodka. Paco ya se había ido con otros conocidos, y yo tenía a Melina para mi solo (desgraciadamente). Como no había nada de que platicar y no estaba dispuesto a contarle mi reciente experiencia con Alejandra, nos pusimos a bailar. Mi fortuita compañera no dejó de servirme vodka y jugo de naranja, con mi ingesta previa de vino tinto fui perdiendo la noción de mi entorno y de a poco me integré en un sueño espeso y monocorde, Melina me hablaba pero como a través de un canal difuso. No sé cuanto tiempo transcurrió y creo que ya nos habíamos besado en algunas ocasiones cuando ella me preguntó si traía auto. Afirmé porque estuve seguro que mi auto esperaba afuera. -Me puedes llevar a mi casa ¿verdad?- añadió como una colegiala indefensa. Yo quedé un rato pensativo, antes de contestar reflexioné: la vida es una permanente rueda de la fortuna pero a veces sus ciclos son muy acelerados, y no me repongo de algo cuando la vida me da una revancha que no le he solicitado todavía. -Claro, con gusto- le dije. –Tu mamá debe de preocuparse si llegas tarde ¿no?-No- me respondió- no es necesario llegar a casa todavíaMe reí animado, me gusta escuchar esas sutilezas confirmatorias, Melina lo único que quería era terminar en algún orgasmo aquella fiesta, un deseo legítimo al final de cuentas. -Voy por mi auto, espérame aquí, te toco el claxon-. -No te despidas de nadie- sugirió Melina. Salí a la calle, el viento nocturno me devolvió un poco la sobriedad, caminé a toda prisa, sin voltear, hasta que dejé de escuchar el rumor de la música. 4 30

Despierto tarde con la sensación de la resaca y la derrota, me duele la cabeza, siento como si Alejandra y yo fuéramos novios y hubiéramos tenido una pelea apenas anoche; quiero llamarle pero me resisto, además quedamos que sólo ella llamaría. Suena el teléfono a mediodía, es Magda, son buenos los tiempos, tan buenos que no atiendo. Después, a las tres de la tarde vuelve a sonar, es Paco, quiero que piense que me fui con Melina y mientras invento la historia tampoco atiendo. Todo el día lo paso leyendo a Lautremont. Quiero que suene el teléfono, pero apenas concluyo el tercer canto, caigo en cuenta que Alejandra no es una piba y no me va a llamar, sino hasta entrada la otra semana en el mejor de los casos. Como sea me lo banco, sigo leyendo hasta tarde y ya no suena el teléfono. O pere infortuna, preparé pour acompagner les pas da ta vieillese, i`echafuad innefacable qui tranchera la tête de un criminel precoce, et la douleur qui te montrera le chemin qui conduit a la tombe… Mi ansiedad del lunes era la de un enfermo en fase terminal. Pero la bendita llamada llegó. -Hola- me saludó con ese tono desenfadado que a veces utilizaba conmigo. -Hola- le respondí el saludo reprimiendo todo el fervor de la espera. -¿Cómo llegaste esa noche?- me preguntó hilarante. -Bien, encontré a un amigo y me invitó a una fiesta. -¡Ahh que bien! y ¿cómo la pasaste?-Más o menos, qué se yo… Primero se impone un silencio, después Alejandra ríe ligeramente. -Quieres ir a desayunar mañana- me preguntó con curiosa prevención, como si mi reciente impotencia sexual se extendiera a los ámbitos alimenticios. -Claro- dije con aparente seguridad ¿Dónde siempre?-No, ahora en “Las Cazuelas”-Bueno- allá nos vemos le dije y nos despedimos prometedoramente. Como siempre, ella me espera leyendo el diario, nos saludamos con un beso en la mejilla. Desayunamos comentando asuntos triviales, de a poco Alejandra comenzó a sacar el tema de nuestro último encuentro. -Comiste muchas empanadas-Si, creo que me excedí-Y también bebiste como loco-También-¿Qué te pasó?- No sé - ¿No querías estar conmigo?- No digas eso, por favor, yo…Alejandra se tapó la boca para reírse a gusto, lo último que dijo no era un reproche sino una broma bien disfrazada. Terminamos de desayunar hablando de otros asuntos, me contó que su hijo de un ataque de bronca había acabado con la puerta de la regadera y que con un recorte a sus domingos cubriría el gasto. Obviamente también se charló de Grecia y Roma, Alejandra disfruta tanto el tema que aunque sólo ella hable y yo escuche se nota complacida. Después de un rato comencé a sentirme inquieto, no se percibía que mi amante pronunciara la frase esperada -¿En tu auto o en el mío?- en vez de eso de una bolsa grande extrajo un lujoso libro y me lo entregó, era una edición de aniversario de la obra gráfica de José Guadalupe Posada. –Espero que te guste agregó- y se despidió con bastante apuro. Volví a Revi completamente frustrado, el hecho privilegiado de ser amante de una mujer más grande que yo se diluía entre mis manos. Toda la tarde di vueltas al asunto, no estaba dispuesto a perder a Alejandra por un mal rato, tenía la seguridad de restablecer mi virilidad si me daba otra chance. 31

Fui hasta mi alcancía de Blue Demon que tenía en la parte más alta de mi librero, saqué lo ahorros previstos para celebrar el cumple de Magda. Lo conté, suficiente para acudir con Alejandra a un restaurante bacán. Pasé por alto la condición de no llamarle y calculé un horario que no la comprometiera. -Alejandra, te invito a comer- le dije sin siquiera saludarla. - ¿Cuando, a dónde?-preguntó sorprendida - Al restaurante Covadonga que esta en la calle de Puebla, en la Roma. Lo meditó por unos segundos y finalmente dijo: -Bueno, ¿Cuándo? – -Mañana-¿A que hora?-A las tresHizo un cálculo en silencio, supe que era por el horario de salida de sus hijos, finalmente concluyó. -¿Quieres que pase por ti o allá nos vemos?-AlláEl restaurante estaba semivacio y eso me pareció favorable, mi espera se prolongó por casi una hora, cada cinco minutos me hacía a la idea de que Sara no llegaría, puse un penoso límite de espera, pero no fue necesario darle prórroga. Apareció, agitada y casi corriendo, me quiso explicar los motivos de su tardanza, con delicadeza evité escuchar sus excusas, mi objetivo consistía en que ella me escuchara a mí. Tenía listo el discurso adecuado, no podía fallar y en breve estaríamos de vuelta en el lecho. -Alejandra, te amo- fue lo primero que dije y no era precisamente lo que quise comunicarle. Mi acompañante se sacudió de la sorpresa, noté lo absurdo de mis palabras y traté de rectificar. -Bueno, me refiero, a que te amo cuando estamos en la camaLo segundo fue aún más estúpido que lo primero, alguien que no soy yo, al parecer habla por mí. Y por si fuera poco cuando ella quiso replicar no se lo permití y seguí adelante. -Hace unos días me sentí un poco mal por ese encuentro tan lindo que tuvimos y que yo…-…Pero en todo este tiempo he pensado que hay algo más que hacer el amor…-… Porque para mi lo que realmente vale es lo demás, estar contigo, ver juntos como preparan una receta en la televisión etcétera.-…Alejandra, perdóname por lo del otro día… por favorDejé caer la cabeza como si las ideas absurdas pesaran dentro de mi cerebro. No supe que más decir y esperé que ella remediara un poco lo que yo destruía. -No te preocupes- me dijo con un tono impersonal -no eres el primero ni el último que le pasa algo así-. Su consuelo me pareció lleno de indiferencia, falto de toda buena intención, no era ni siquiera el lenitivo de una amiga, apenas alcanzaba en ese momento, la mínima categoría de un conocido para ella. -Yo también he estado pensando mucho –Prosiguió- y creo que no deseo tener este comportamientoSu mirada parecía sincera, al igual que sus palabras, tal vez no me largaba por mi culpa, sino por remordimientos de conciencia; pero por si las dudas le ofrecí una posibilidad. -Te quería decir- interrumpí- que si te separas de tu marido yo puedo ser tu pareja formal. Primero la sorpresa se manifestó en sus gestos, después pareció no comprender lo que acababa de escuchar. Por último, en los pliegues de su frente y en la forma que adoptaron sus labios percibí un enfado. Aún así no dijo nada y se limitó a apretar la quijada. -Bueno, Alejandra, si tú ya no quieres nada conmigo, podrías presentarme a alguna de tus hermanasSara rió con ánimo, necesitamos ambos esa dosis de carcajadas para superar el trago amargo de mi exhibición de estupideces. Cuando llegaron los postres, una barrera de incomodidad estaba firmemente plantada entre los dos, sólo me quedó jugar la última carta y lo hice. 32

-Alejandra, ¿Vamos a mi departamento?Me miró con cierta melancolía, su faz se ensombreció, de pronto mi amante se transfiguró en una mujer muy adulta a punto de envejecer. Me dio su respuesta con los ojos y luego con una voz que intenta no ceder. -No- fue lo único que dijo y su negativa fue serena, dócil, amigable. Era el mejor no que había recibido en mi vida. No quise averiguar el por qué lo único que conservaría del amante muerto en ese momento sería la discreción. -Está rica la natilla ¿verdad?- le dije con un tono de resignación. Ella asintió con la cabeza y me dio con la cucharita un poco del postre suyo, fue nuestro último intercambio. Sin mucho que decir, caminamos juntos al estacionamiento, como la separación era inminente y lo demás poco importa, busqué un refugio a la contigua ausencia que comenzaba a sentir. Como si una ráfaga de lucidez se apoderara de mí, le hablé en ese instante postrero de la expansión de Grecia a través del mar Egeo, de los Aqueos que se establecieron en la isla de Lesbos y en la costa de Misia; le di pormenores de Jonios y Dorios, de las Guerras del Peloponeso, de las tragedias de Sófocles y Esquilo, y de la importancia de este género para occidente según Nietzche. Alejandra puso toda su atención a mis palabras, parecía que una liturgia laica y emergente buscaba la salvación de mi fenecida alma de amante. Nos despedimos con un abrazo, allí comprendí que nuestra breve unión surgió de esos pequeños intercambios de conocimiento y que era justo concluirla como la comenzamos. Tenía algunos minutos de conducir cuando pasé justo al lado del hotel de mi reciente derrota y sin desearlo recordé un fragmento del Quijote: -¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias, aquí se oscurecieron mis hazañas...! Superado ese punto tuve necesidad de llamarle a Magda, con mi devaneo con Alejandra la había descuidado un poco. PRUEBA DE AMOR. Capítulo 7. -¿Tú traes las llaves?-No… y ¿tú?-Yo no… -Yo tampoco.-¿No está tu tío?-No, vuelve hasta el lunes. -Hoy es sábado. -Ya lo sé. Dejamos las bolsas del supermercado en el suelo. Optamos por vernos las caras y esperar que alguno aportara una idea tan inteligente como la de acudir al cerrajero. Mientras nuestra lánguida conciencia sabatina rebuscaba en las alternativas, levante la vista y vi que la batiente del baño estaba abierta de par en par como una invitación a la aventura.

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-Voy a entrar por la ventana- dije a Magda y señalé con la autoridad del valiente. Magda que siempre supo darle poca importancia a mis convicciones, esta vez se alarmó y trató de persuadirme para evitar una insensatez de mi parte. -No deberías hacerlo, es muy peligroso, mejor le digo a alguien que nos ayude-¿Quién quieres que nos ayude?- le pregunté molesto. Magda quedó pensativa por un momento, miraba también hacía la ventana del baño. -¡Johnny, Johnny puede brincarse..! Agregó de pronto como si hubiera encontrado la fórmula de la felicidad. Aunque al principio no supe a quien se refería, al instante recordé que hablaba de un delincuente vecino con delirios de Robin Hood, sospechosamente servil y amable con ella. -¿Qué quieres decir?- pregunté irritado -¿Qué el ratero ese puede y yo no? -Él ya se ha metido, sabe cómo… - añadió Magda con una serenidad exasperante. -Pues yo ahora mismo lo averiguo- le dije resuelto y caminé rumbo al departamento de Conchita. No tenía muy claro lo que haría, pero de que era un acto inútil y temerario, ni dudar. Mi absurda decisión radicó en el hecho de que era la primera vez que Magda se oponía a algo que pudiera perjudicarme, y ante ese inédito estado, mi mujer daba la apariencia de un pajarillo asustado. Conchita fue otra que propuso llamar a Johnny, sin embargo, para hacerme desistir utilizó argumentos ofensivos. -Tú me vas a tirar la cornisaLos ojillos de la mujer se asomaron por las gruesas carnosidades que eran sus párpados. Nos miró alternativamente a Magda y a mí, esperaba que le diera la razón y me marchara, -¿Dónde está la ventana Conchita?- fue la respuesta a su observación sobre mi talla. -Por allá- dijo con un tono resignado y señaló la habitación principal. Su departamento parecía más pequeño que el del tío de Magda. Como toda mujer vieja y sola, su alma y su vivienda son recintos de recuerdos; algunos de estos, muebles modulares. Llegamos hasta su habitación que parecía el aposento de una meretriz marginada y melancólica. La cama estaba destendida y tenía raras manchas ocres en unas sábanas opacas; en un viejo buró descansaba una cantidad numerosa de botellas vacías de todos los tipos de bebidas alcohólicas. Algunas de estas (las que no cambian en el buró), rodaban por el piso, desperdigadas y mezcladas con una aterradora ropa íntima de anciana. -Perdonarás el desorden- dijo Conchita que venía detrás de mí. -No tenga cuidado- agregué mientras libraba unas bragas plomizas. Ya en la ventana no tuve problema para colocarme del lado de la cornisa, el espacio era limitado por macetas con plantas marchitas y algunas bolsas de tierra seca. Apenas tuve mi cuerpo del lado de afuera, un trueno premonitorio, avisó de la lluvia cercana. El día caluroso se mudó a un cielo sombrío. Magda que

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venía detrás de la dueña de la casa, hizo un último intento por persuadirme. Me tomó de las manos e impuso un gesto sombrío; -Presiento algo- dijo como ambiguo y metafísico recurso de evasión. No le di valor a sus palabras, sino al contrario, verla temerosa me dio ánimos para seguir adelante. Antes de comenzar mi ascenso tuve un ligero traspié y una maceta que contenía helechos muertos, se precipitó al vacío. Al estrellarse contra el suelo la mancha de tierra tomó la forma de una calavera que me dejó por algunos segundos sin saber qué hacer. En la siguiente cornisa, voltee y vi a Magda y Conchita observándome con cierta impaciencia. Sus rostros eran contrastantes, por un lado Magda con sus rasgos finos y su semblante de angustia, por otro lado su amiga, con su piel arrugada y el afán morboso que acompaña a ciertos testigos. Iba a hacerles una seña de que guardaran sus afables rostros, pero no hice más que un gesto que les significó poco, pues ni siquiera parpadearon. El siguiente friso me colocó delante de una ventana con persianas de seda. Mientras organizaba mentalmente el resto de mi recorrido, miré por mirar al interior de la vivienda. Una decoración austera fue lo primero que saltó a mi vista. El lugar parecía en ese momento sin sus inquilinos, y la poca atención que me produjo el interior de ese departamento fue una pequeña fruta al centro de un comedor. Magda me hizo señas para que apurara el ascenso e intercambió algunos comentarios con Conchita que no alcancé a escuchar. Volví la vista al interior de la vivienda buscando distraídamente la fruta que llamó mi atención. En lugar de eso encontré casi delante de mí a una mujer completamente desnuda que se posaba ante un espejo de cuerpo completo. Al principio sentí que esa silueta plena, era un rasgo incipiente de mi imaginación siempre pecaminosa. Sólo un instante después y con atisbos de inquietud, descubrí que la presencia era real y no supe entonces que hacer. La mujer regalaba una imagen fortuita de sus formas, pero en lugar de sentir el deleite del espía, un pánico me atravesó y estuve a punto de caer de espaldas, un papelón hubiera sido si esa mujer descubre mi accidentada contingencia. Difícil resultaría hacerla entender que su desnudez y mi presencia se combinaron de forma circunstancial. Por fortuna, la mujer desapareció de ese latente escenario y tuve tiempo de seguir mi camino. -¿Qué haces allí? Gritó Magda, al mismo tiempo que una gota de lluvia cayó sobre mi rostro. Apuré mis pasos. El muro que conecta con la saliente del baño estaba por fin, a unos cuentos metros. Hasta ese momento no había corrido ningún riesgo y sólo faltaba un último escollo. Me coloqué en el principio del muro y sentí como si montara un banco de arena. El resplandor de un rayo lejano me sobresaltó; a continuación la lluvia más tenaz que he sentido en mi vida se dejó venir, estaba exactamente a la mitad del recorrido y no podía ver nada debido a una densa cortina de agua que se imponía entre mi meta y mis tontos deseos de impresionar a Magdalena. El temor recorrió mi cuerpo, no supe si regresar o terminar la faena. En medio del estertor que producía la tormenta, escuché la voz de Magda que desesperada pedía que volviera. Hice un intento por retornar y aunque previne con todo lo que tenía a mi alcance, supe íntimamente que caería de un momento a otro. -Regresa y llamamos a un cerrajero- gritó Magda que ya estaba en el corredor y sus palabras me parecieron como el chiste en medio de un funeral.. Iba a alcanzar el principio de la barda, pero la parte que me sostenía se desprendió, sentí primero la inclinación involuntaria, seguida por la fuerza de gravedad. Una buena cantidad de tierra, convertida en lodo por la lluvia, me entró a los ojos, la nariz y la boca. Escuché claramente el pedazo de muro al estrellarse

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contra el piso. Con las uñas me aferré a una grieta, con los puros brazos me sostuve. Mi fuerza nunca ha sido superior y con mis músculos no alcanzaría la salvación; necesitaba ayuda. -Diego, Diego- gritaba Magda desde el otro extremo del edificio, yo tenía la garganta obstruida por el lodo y no podía pedir auxilio. Mis brazos iban cediendo a cada segundo; con la punta de los pies busqué un soporte que me aliviara momentáneamente, encontré algo provisorio que daba unos segundos extras. -Diego, Diego- volvió a gritar Magda. Yo ya traía lodo en la garganta y eso me impedía gritar. Antes de largar algunas súplicas desesperadas, pensé en un personaje de Jack London; en el hombre que emprendía un viaje solo a través del crudo invierno, que en un principio intentó sobrevivir con todos sus recursos pero de a poco se dio cuenta que no podía contra la implacable naturaleza y pensó, al final de cuentas que morir congelado no era tan malo. Esa reminiscencia literaria me llevó a otra y recordé un cuento de Borges, una novela de Ketzabure Oe y mi lectura del capítulo 58 de Rayuela. Hice un esfuerzo por pronosticar las consecuencias de mi caída, era posible que salvara mi vida pero sin duda una cuadriplejia babeante me esperaba. El apoyo que tenía bajo mis pies cedió y volvió todo el peso de mi cuerpo a mis brazos. La caída era inminente. La lluvia disminuyó ligeramente pero se mantenía en calidad de aguacero. -Diego- escuché muy cerca, levanté la vista enturbiada por el agua y el lodo, me pareció ver a Magda que había llegado, quien sabe cómo, hasta donde mi vida oscilaba . Sentí sus manos tratando de sujetarme por las muñecas, al tenerme bien asido, intentó subirme, era imposible. -Magda, por favor, nos vamos a matar los dos- dije un poco desesperado, al final de cuentas necesito que me llore no que se muera conmigo. -No importa- dijo sollozante –pero no te voy a dejarSu agarre me alivió un poco pero su esfuerzo era inmenso. -Si te caes, nos caemos los dos- dijo mi tortuosa heroína. Vaya ocasión para que Magda dejara en claro su amor. No dije más, busqué con las puntas de los pies un nuevo apoyo, no lo encontré. -Resiste- insistió, su agarre se debilitaba. -Te amo- le dije, pensando que en cuestión de segundos me iría al carajo. -Yo a ti- dijo. Ahora comenzaba a creer sus palabras. En ese aciago instante donde mi vida pende de la fuerza de Magda, del azar y del vigor de mis músculos, vuelvo a pensar en la literatura ahora como en algo lejano que se pierde irremediablemente. Siempre había soñado comenzar una novela como el primer capítulo de Adriana Buenosayres o entender mejor la obra de Faulkner. Mis problemas con respecto a la Creación Literaria consistían (allí lo supe) en el hecho de que leí en exceso a Spota y a Cortázar y difícilmente podría remediarlo en medio de esos peligros.

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Tuve también algunos pensamientos para mi viejo, me avergonzaría darle molestias médicas o funerarias, pero era aun peor saberme allí suspendido estúpidamente como si nunca hubiera tenido un padre que me educara. Una serie de calambres recorrieron mis brazos y se alojaron en ambos codos, a manera de último aviso. Las manos de Magda resbalaron de mis muñecas, a pesar de que ella insistía en aguantar ya no había remedio. Dudé sobre la posibilidad de que ella, al verme caer decidiera seguirme. Era mejor así. Mis dedos ya no los sentía. …y yo como alguno, colgado que ni toca tierra ni al cielo puede subir como consciencia de un tormento. Conchita había tendido la cama de su habitación, desalojado algunas botellas vacías y desaparecido su ropa íntima. Ofreció copas de oporto y yo la acepté; mientras bebía me percaté que mi pulso seguía temblando, que mis brazos mantenían un agudo dolor y que estaba sumamente avergonzado. Magda se sentó a mi lado. -Qué bueno que Conchita le avisó a Johnny ¿verdad?- dijo mientras acepta la copa que su amiga le alcanza. Yo afirmé con desgana, sin voltear a verla. En un momento nos quedamos ella y yo solos en la habitación, bebimos pequeños tragos de oporto en silencio. El sábado languidecía, de pronto la habitación quedó en penumbras y como un dialogo de ciegos; Magda buscó mis manos con las suyas y dijo: -Qué bueno que no te pasó nada-Sí, gracias- añadí taciturno. Busqué la botella de oporto a tientas, nos servimos dos copas más cada uno. Cuando nos decidíamos a ir, Conchita se asomó por la puerta y nos dijo que volvería más tarde. -¿A qué se refiere con más tarde?- pregunté a Magda después de un rato. -Una hora, quizá dos- respondió- va a misa. Magda entendió el mensaje que le transmití con mis manos ansiosas y doloridas, iba a poner el seguro a la puerta, pero le dije que no lo hiciera…

SHARON. Capítulo 8. Recorrí con la yema de los dedos la protuberancia que se destacaba en mi frente. Aun me dolía el golpe, consecuencia de la magnífica puntería de Magda y un cenicero recuerdo de Monte Albán, propiedad de su tío Román. Desconozco (o intento desconocer) que me llevó a buscar a Sharon. Primero hablar con ella, después ir a esperarla a la salida de la escuela y lo peor, volverle a decir piba, como siempre le gustó. Fuimos esa noche a cenar al Sanborn´s de los Azulejos, permanecimos largo rato charlando sobre asuntos sin importancia. Parecíamos recién conocidos, con la diferencia de que había una historia previa, algo

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incomoda, que se manifestaba durante los pequeños intervalos de silencio. Nuestras trivialidades se prolongaron hasta casi la medianoche. Del restaurante tuvimos que pasar al bar, después hicimos una breve caminata por el centro; al principio solamente íbamos juntos, pero como el frío era intenso, nos tomamos de las manos. El contacto con su piel me remitió a momentos agradables, así que, un poco agotados de caminar, con el viento helado a cuestas, no tuvimos más remedio que besarnos. Cerca de las dos de la mañana la dejé a las puertas de su casa. Mientras nos despedimos como flamantes novio, acordamos vernos al día siguiente, fuera de su escuela, pero no a la hora de salida sino a la de entrada. Era, por lo tanto, la segunda vez con ella…y según entiendo segundas partes nunca fueron buenas. Mi viejo tenía un departamento vacio en la colonia Roma. Obtuve una copia de la llave por conducto de mi hermano que la negocio a un precio alto. Finalmente accedimos juntos a ese espacio, sin escalas. El lugar no tenía muebles y apenas unas mustias persianas. -Está vacío- fueron las únicas palabras de la piba al entrar. Esa primera tarde, comenzó a nublarse. Sharon miró por la ventana las primeras gotas de lo que después sería una tormenta. Yo me acerqué a ella con cautela, la ceñí por la cintura, por un segundo o dos se resistió. Busqué su boca con la mía, un ligero gusto a tabaco quedaba en su aliento. La llevé de la mano a la habitación principal. Antes de reanudar el juego largamente postergado, me prometí en silencio jamás volver con Magda. Conocía ese camino y lo volví a recorrer. Afuera el granizo llamó a la ventana. Después de esa tarde, todas las demás la esperé antes de clase. No era necesario averiguar donde podíamos ir, siempre terminábamos en el recinto de la colonia Roma. Desnudos, abrazados, silenciosos. De vuelta a su casa, nos deteníamos a cenar. Nuestras ingestas nocturnas eran copiosas, nos sumíamos en una inconsciencia casi infantil que tarde o temprano tendría consecuencias. Por esos tiempos mis horas de ocio eran las más del día. Sharon atendía un café rodante; una camper abatible que incluía una barra y tres asientos fijos. Como el valor del negocio consistía en la itinerancia, un día podía estar en un lugar y al día siguiente al otro extremo. Yo llegaba cerca del mediodía, después de averiguar en qué parte de la ciudad podría encontrarla. Sharon siempre me entregó un exprés y una dona de azúcar. Mi tiempo de espera era prolongado, allí pude leer y recuperar parte de mi hábito a la lectura que perdí con Magdalena. Al concluir el turno, la piba y yo comenzábamos una incómoda rutina contrarreloj: primero llegar a su casa, con apuro, preparar los alimentos para toda la familia. Sharon, que gasta bien su papel de hija-hermana responsable, no oculta, por momentos, un pequeño fastidio. -No te quedes allí parado y ayúdame- decía y yo ponía manos a la obra en cualquier tarea doméstica. Una nuera de Sharon compartía la casa, no trabajaba y sus pasatiempos consistían en pasearse por su cuarto y ver la televisión; de a ratos explora el living, largando chanclazos y bostezando, saluda como si fuéramos viejos camaradas. Siempre vestía una camiseta translúcida por el desgaste que deja ver unos pezones negros y prominentes. Como salía volvía a su habitación; Sharon, que siempre la miraba con cierto encono le dirigía una profesional y sigilosa mentada de madre, para después volver a sus labores. La comida quedaba lista puntualmente. El menú era de una rusticidad lamentable, comíamos sin hambre, sin levantar la vista del plato. Al terminar y recoger los cubiertos Sharon se cepillaba los dientes en el lavabo

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de la cocina. Allí mismo, en un vaso de plástico convivían los instrumentos dentales de toda la familia. Yo siempre me pregunté por qué no los colocan en el baño como hace todo el mundo. Apenas salimos de su casa, la piba busca los cigarrillos, yo entiendo ese ejercicio como un desquite a su condición de cenicienta posmoderna. Un encendedor con su nombre gradado es uno de sus más preciados bienes y siempre me lo entrega para acercarle la llama, como si me tratara de un gentleman. A veces era mejor que ella se presentara en el colegio, así se hubieran evitado muchos inconvenientes, pero por lo regular buscaba cualquier distracción antes de ir a la escuela y mi función era brindarle esos distractores. Un día me dijo –invítame al cine-¿Qué peli quieres ver?- le pregunté. - La que sea…- añadió con la misma displicencia con que larga el humo del cigarrillo. Un farol callejero nos regala una tenue luz amarillenta. Sharon tenía la cabeza sobre mi pecho. Nuestras respiraciones, aun agitadas, eran el único sonido que se revela en toda la pieza. De pronto como un acto reflejo y rompiendo el silencio de la noche, Sharon me dice: -Estamos arriesgándonos mucho.Recordé un fragmento de Borges “El juego arriesgado y ….” Pero a la piba no le gustaba que yo recitara poesía. -Sí, habrá que cuidarnos- dije con absoluta indiferencia, mis palabras no pudieron sonar más huecas, más indolentes. Sin embargo acudimos todos los días, religiosamente, al departamento. Aunque no era la pasión desenfrenada nuestro común denominador, otra fuerza igualmente potente nos motivaba: el rencor; el mío hacia Magda y el de Sharon hacía mí. En algunos detalles entreví que el recuerdo de mi abrupta huida seguía latente. Cuando esos enfrentamientos tácitos se daban, yo no tenía más remedio que guardar silencio y bancarme lo que fuera. Porque a Magda bien olvidada que la tenía y eso era motivo de agradecimiento a mi novia, diez años menor que yo. Una noche de vuelta a casa, nos encontramos con su madre. Con un ligerísimo y sugerente aliento alcohólico saludó diciéndome hijo. Hablamos por unos minutos, siempre sentí una proscrita atracción por esa mujer madura y de finos modales. Antes de despedirnos me invitó a desayunar a la mañana siguiente, su delicada conducta era abrumadora, casi imposible negarle algo a esa dama. Por eso, mientras Sharon me hacía señas para que dijera que no, yo acepté complacido. Acudí a la invitación un poco temeroso. La belleza de la madre de Sharon era inversamente proporcional a su habilidad para cocinar. Al estar todos reunidos en la mesa, la nuera que no vestía su camiseta traslúcida, se encargó de servir el desayuno que consistía en huevos revueltos, pan francés y jugo de naranja. No había mayor ciencia en la preparación de esos platillos, pero por algún motivo incomprensible eran desagradables al gusto. En un momento noté que Sharon hacía un esfuerzo ridículo por pasar los alimentos.; daba un bocado y apretaba ojos y labios, como si los “manjares” quisieran salir de su boca y ella los contuviera. Después de un rato de lo que parecía un auténtico martirio, la piba se levantó de la mesa con su plato en las manos y sin haber terminado dijo –Buen provecho- y se dirigió al baño. Su madre que

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también atestiguó el desatino de su hija, con voz autoritaria, como si hablara con una adolescente anoréxica le dijo: -Te sientas y acabasSharon volvió a su lugar en la mesa con brusquedad, hizo una mueca de disgusto y con los dedos acumuló el resto del desayuno y en un solo bocado dio cuenta de él. Hice una ligera sobremesa con la mamá de Sharon (los demás habían vuelto a sus asuntos) ella gusta de charlar sobre cultura general y yo algo arrepentido de aceptar la invitación espero el momento preciso para despedirme. La piba mientras tanto llevó a cabo su ritual previo a salir de casa. Cuando por fin cruzamos el umbral de la puerta alcancé a escuchar palabras que no eran para mí. –No vuelvas tardeApenas nos alejamos algunos metros de edificio, Sharon corrió a un maseta y allí mismo volvió el estomago. Duró un rato inclinada, mientras se recupera, con la respiración profunda, sus ojos enrojecidos y vidriosos me miran con desprecio. Se limpió la boca con un pañuelo que le alcancé y se dirigió a mí como a su peor enemigo. -Estoy embarazada, imbécil.- dijo con el tono más rencoroso que le había escuchado hasta ese momento. Yo, a mis 28 años gozaba de cierta impunidad de consciencia, por lo tanto, di poca importancia a eso que escuché y que me volvía el principal responsable. -Sí, si.- asentí y no supe qué más agregar. -¿Y qué vas a hacer?- me preguntó Sharon con un tono lleno de ironía. -No sé, lo que tú digasSe quedó viéndome como si de pronto tuviera a un extraño delante de ella. No pronunció palabra, sus ojos taladraron los míos, buscó llegar a mi cerebro y verificar en qué clase de pantano la tenía. A pesar de la dura realidad que nos avasallaría de un momento a otros, Sharon mantuvo la esperanza de que mis diez años de diferencia le pudieran aportar una certeza, la más pequeña e insignificante pero una certeza, al final de cuentas. -Ya veremos- fue lo único que atiné a decir, y la tomé del brazo para reanudar la marcha. Como nuestras circunstancias ya nos aventajaban, llegamos sin muchas ganas pero como siempre al departamento de la colonia Roma. Hicimos el amor con absoluta indiferencia. Flotaba a nuestro alrededor un nuevo hálito enrarecido, el de la incertidumbre. Los gemidos monótonos coronaron nuestras vacilaciones. Ella, sin duda, comenzó a sufrir nuevamente, ahora por algo más concreto que una ilusión quebrantada por un tipo tonto como yo. -¿Quieres cenar algo?- fue mi pregunta desesperada para romper el mutismo. Sharon no respondió, ni siquiera hizo un gesto, parecía que a partir de ese momento, un cristal opaco e irrompible se imponía en medio de los dos. Finalmente nos vestimos, dándonos la espalda, quedamos un buen rato allí parados, incómodos e inquietos, ella odiándome y yo dejándome odiar. -Vamos a las hamburguesas de siempre- le dije y la piba siguió mis pasos como una autómata.

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Llegamos hasta un local callejero y muy concurrido en alguna esquina de la avenida Cuitlahuac. Antes solíamos asistir con mucha frecuencia y guardábamos buenos recuerdos del lugar. Yo conocía algunos de los gusto de Sharon, entre ellos los de las hamburguesas, así que sin preguntarle me mezclé con la nutrida clientela y volví al auto con sendos platos. -Toma- le dije y acerqué su hamburguesa a la altura de sus ojos. Ninguna importancia le dio a la comida, mantuvo los brazos cruzados y parecía no percatarse de mi presencia. Después de un rato Sharon me miró con ojos de tristeza, como si pidiera clemencia a su verdugo. -Estoy embarazada y no te importa- dijo mientras una lágrima descendía por su delicada mejilla. El paso que nuevamente daba a la infamia estuvo plantado. Una vez más por miedos y confusiones llegué a un momento deplorable, y como siempre evitándome cualquier daño. -Claro que me importa-. Insistí con la vehemencia de quien quiere cerrar el tema. Sostenía el plato de la hamburguesa con una mano y comenzaba a cansarme esa postura así que insistí: Sharon, por favor comeUna mujer que llamó a un hombre desde un auto cercano me hizo voltear. A lo lejos un desaforado individuo caminaba con dificultad cargando varios platos de hamburguesas a la vez. –Cuidado, cuidadole prevenían dos chicos que parecía ser los hijos. El hombre se esforzó por no tirar los platos que a cada paso amenazaban con ir al suelo. Casi al llegar a su meta y tal vez con la confianza de que una mano favorable le aligerara la carga, los platos se precipitaron, provocando un alarido seguido de reclamos y lloriqueos que salían del auto. La vereda de pronto se tornó como un singular campo de batalla, la carne, aún humeante, parecía desangrase en amarillo mostaza y rojo kétchup. Fuertes vituperios contra el hombre abatido, por parte de la mujer, no se hicieron esperar. Los niños hambrientos e inquietos hicieron un patético intento por rescatar los fragmentos comestibles. Después de comprobar que nada sobrevivió también arremetieron contra el hacedor de sus días. Sharon, al igual que yo vio toda la escena, hizo un esfuerzo por no reír, pero fue inútil, una pequeña risa escapó de su boca, yo también reí y ya no tuvo más remedio, nos carcajeamos…

-¿Los dos trabajan?Ambos asentimos un poco dudosos. -Entonces ténganlo- no dijo el médico mientras retiraba el estetoscopio del vientre de Sharon, era el tercer ginecólogo que visitamos y el tercero que se negó a practicar el aborto. -¿Han leído la Biblia?- nos preguntó con un gesto piadoso mientras se acomoda en su asiento. -No- respondí con brusquedad. El médico hizo una profunda exhalación, extrajo de un gabinete un ejemplar del Libro Sagrado y buscó un versículo para pontificarnos. Tomé de la mano a Sharon y rajamos sin pagar la consulta, en la Biblia encontraría justificación también para eso. El tiempo pasa y el plazo para que el riesgo fuera menor se agota. En nuestra azarosa búsqueda llegamos a una clínica atendida totalmente por mujeres. Una doctora habló con nosotros y nos garantizó una pronta 41

solución. El primer requisito en estos casos es llenar un formulario. La piba prefirió que le leyera las preguntas y ella dictarme las respuestas. -Edad y fecha de nacimiento- leí yo. -Dieciocho años, México D.F.-Estudios- Continué -Preparatoria-¿Con cuántos hombres ha tenido relaciones sexuales en su vida?Sharon me arrebató el formulario, no creyó la pregunta que acababa de escuchar, me dio la espalda y lo terminó de contestar por su cuenta. Otra doctora nos mandó llamar después de un rato, habló con nosotros sobre los inconvenientes de abortar en un país tercermundista. Yo la escuchaba atento, sin embargo sentía que todo ese discurso era un preámbulo para solicitar una suma inalcanzable, cuando ya no pude más la interrumpí con cierta brusquedad. -Doctora ¿Cuánto va a costar?Finalmente no era mucho, pero tampoco teníamos esa cantidad. Apenas ese día reuní lo justo para pagar la consulta; mientras lo hacía, el formulario que había llenado Sharon estaba delante de mí y la pregunta ¿con cuántos hombres ha tenido relaciones sexuales en su vida? Era una invitación a la intimidad ajena. Me pregunté si valía la pena conocer la respuesta, podía ser falsa o exagerada, no había forma de saberlo, discretamente deslicé mis ojos al número sobre la pequeña línea horizontal. Sharon leía un documento pegado a la pared. -Vámonos- le dije y la esperé en la puerta. Tuve que recurrir a los bienes que mi abuela me dejó; así que empeñé esto y malvendí lo otro para juntar la cantidad requerida. Por su parte Sharon inventó una historia para no llegar a dormir a su casa en los días de recuperación. Pasé por ella muy temprano, llevaba una pequeña valija y un semblante tranquilo. Nuestro enclave era el departamento de mi viejo el cual acondicionamos un poco para no deprimirnos. Llevamos algunos trastes, una parrilla eléctrica, algunos libros, una radio y un cuaderno que nunca utilice. Esa misma mañana nos dirigimos a la clínica, en el camino Sharon hizo una solicitud; pidió que nos detuviéramos frente a una iglesia. Así lo hice, ella bajó y quise acompañarla pero no me lo permitió. Regresó después de media hora, traía los ojos irritados, era evidente que había llorado. -¿Todo bien?- le pregunté. -Sí, todo bien- respondió y reanudamos nuestro camino. Llegamos puntuales a la clínica, nos provocó cierto alivio ver que solamente una mujer esperaba turno antes que nosotros y no tardaron mucho en llamarla, pero así como entró volvió a salir discutiendo con una enfermera. -¿Quién quiere que me acompañe?- preguntó la mujer con cierta resignada tristeza.

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- Su pareja, el padre, quien sea…- respondió la enfermera. La mujer visiblemente afectada, ya no dijo más y después de emitir una risilla llena de amargura, salió de la clínica y no volvió en todo el tiempo que estuvimos. -Sharon B- llamó una voz desde el interior de un cubículo. Igual que a las afueras de la iglesia, me disponía a acompañar a la piba pero me lo impido de nuevo. Yo quería decirle algo, contribuir a su valor, pero no me dejó hablar nada. Tomó su camino con paso seguro, al parecer quería acabar pronto con eso. Mi espera se prolongó por más de cuatro horas. Leí La Invención de Morel, aunque no estuve del todo concentrado en la lectura, la parte en que Bioy narra el encuentro del prófugo con la imagen me conmovió como siempre. En un momento alguna de las muchas enfermeras que por allí circulaba me mandó a comprar gasas y medicamentos. Obedecí, al volver Sharon ya estaba en sala de recuperación. -¿Cómo te sientes?- fue lo primero que le pregunté a la piba. Llevaba una bata blanca, y bebía una infusión al parecer de canela. No me respondió sino hasta después de varios sorbos. -Bien- dijo a lo bajo y nada más. Lo que sucedió a continuación me pareció un recurso punitivo de Sharon; como estábamos solos, se quitó la bata y estuvo por un rato con los senos al descubierto, al parecer no tenía apuro por colocarse un sostén. Iba de un lado para otro balanceando sus juveniles pechos y el claro mensaje decía: -mira lo que te vas a perder de ahora en adelante- . Como el frío se mantenía a pasar de que era más de medio día, los pezones de Sharon tomaron un carácter de amapolas. Yo tuve que hacer un esfuerzo para reprimir mi lívido, creo que considero castigo suficiente esa exhibición y volvió a colocarse la bata. Después de estar allí contemplando como bebía su té y me trataba con total indiferencia, la enfermera entró e intercambió algunas palabras con ella. La oscultó ligeramente y la envió a vestirse. Al estar lista, una doctora entró a dar las últimas indicaciones, enfatizó el reposo absoluto por una semana y un mes de abstinencia sexual. La última restricción poco me importó, algo en mi agitado espíritu me dijo: -Sharon, never more- pagué allí mismo y la doctora ya tenía listo el recibo y unas recetas médicas, a manera de despedida nos dijo: -No vuelvan-. De vuelta al departamento casi no hablamos, nos esperaba una semana complicada en ese provisorio hogar que dejó de ser un hotel para convertirse en un convento para el reposo y la renuncia. Cada cual en sus asuntos; la piba como siempre escuchando música y cantando a lo bajo. Yo leyendo, en ese primer día Operación Masacre de Rodolfo Walsh. En un momento de la tarde me animé a dirigirme a Sharon. -¿Tienes hambre?- le pregunté. No me respondió con palabras, hizo un gesto negativo con la cabeza y se fue a una de las habitaciones vacías. Ya no insistí, yo también quería que esa semana terminara pronto. En los días restantes nada fue fácil, Sharon se encerró en un cuarto con la radio y sólo abría recibir de mi parte, los alimentos que comía parcialmente. Tanto en la mañana, como en la tarde y buena parte de la noche, escuché su voz cantando cuanta canción salía de la radio. El tercer día no pude soportar más su indiferencia. 43

-Oye, sal de allí por favor- le dije una tarde pegando la cara contra la puerta de la habitación. Para el quinto día ya tenía tres novelas leídas y comencé Bomarzo de Mujica Laínez. Sorpresivamente Sharon salió de la habitación y cruzó el living para llegar a mi improvisado aposento, sin mediar palabra, colocó la radio al lado mío y sintonizó Opus 94, Sonaba en ese momento una pieza de Shostakovich. Tomó uno de mis libros y lo hojeó sin mucho interés. Era la hora del almuerzo y comimos juntos, en la radio sonaron los rusos, después de Shostakovich fue el turno de Tchaikovski, Rachmaninov y la última obra: El Pájaro de Fuego de Stravinski. Después de comer Sharon volvió a su habitación pero esta vez no cerró la puerta y desde la colchoneta se asomaba, por momentos, para ver si yo seguía en el mismo sitio. Al anochecer me acerqué. -¿Cómo te sientes?- le pregunté. -Bien, gracias- respondió con desgana pero sin enfado. -¿Quieres salir a caminar un poco?-No. Ahora no, mejor mañana me invitas al cine- apuró a contestar y entendí que era todo el diálogo de esa noche. Al día siguiente desayunamos y comimos juntos. Sharon manifestó de pronto una disposición absoluta a la convivencia. Algo de lo que irremediablemente perdimos, se recuperó ese día. La piba me leyó en voz alta algunas páginas de Bomarzo, cuando se aburrió de leer se quedó acostada a mi lado y pidió que le leyera yo a ella. También de la música trató de averiguar algo; había piezas que provocaron sus quejas –es para dormirse- decía. Sólo una pieza de todo el repertorio musical fue de su agrado, la Gynopedia de Satie, -por triste- dijo.

Siempre cuesta trabajo decidirse por una peli y más si uno se acerca a leer esas sinopsis colocadas a un lado de la taquilla. Entramos azarosamente a una sala que proyectaba una película escrita por Stephen King. Dentro de la sala éramos los únicos y el aire acondicionado nos sometía a una temperatura muy baja. No tuvimos más remedio que abrazarnos como cuando fuimos novios. Fue un abrazo postrero, triste, como la Gynopedia de Satie. De vuelta al hogar compramos pizza con el último dinero que conservaba. Tenía una suma extra para que Sharon compensara su semana laboral, sin duda para esas fechas ya había perdido el trabajo en el café rodante y apenas se recuperara plenamente tendría que buscar otro. Cenemos sentados en el piso y alumbrados por una vela que Sharon encontró en algún lugar de la cocina. Allí fue turno de escuchar sus canciones. No dejó nunca de sorprenderme el repertorio de canciones pop que tenía en la memoria. -¿Por qué sabes tantas canciones?- le pregunté realmente intrigado. -No sé- respondió, evitando verme. No supe si insistir, cambiar de tema o guardar silencio, opté por lo último y así permanecimos un buen rato, hasta que accedí a lo que sabía, nuestro último diálogo. -Sharon. Me dirigí a ella con el tono lánguido de quien ve cercano el fin.

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-¿Qué?- preguntó, sabiendo lo mismo que yo. -No nos vamos a volver a ver ¿Verdad?... – -No, supongo que noHice una pausa, era suficiente ese breve intercambio de preguntas y respuestas, lo demás fue un deseo de no hacer amargo el momento. -¿Vas a dormir aquí conmigo o en el cuarto? -En el cuarto…Tragué saliva, era la ocasión ideal de ofrecerle una disculpa por todos los sinsabores del antes y el ahora. La tomé de las manos y le dije: -Piba, perdóname si te provoqué algún daño.De un tiempo a esa fecha, la mayoría de nuestros diálogos terminaron, de su parte en llanto; esa vez no fue la excepción. Con algunas lágrimas que ya le corrían añadió. -Ya te perdonéSus palabras sonaron francas. -¿Sin rencores?-Sin rencores.-¿Te quedas con buenos recuerdos?-Algunos ¿y tú?-Algunos también.-¿Cómo cual?-Éste-¿Éste?-Sí, Éste-¿Éste de hoy?-SíSharon quedó pensativa por un momento, reflexionó en lo último, finalmente agregó: -Tienes razón, este será un buen recuerdo. Su mirada recorrió el lugar donde compartimos una clausura monótona pero reveladora. Un suspiro resumía nuestra juvenil historia en su segunda parte (menos mal, la primera acabó en llanto). Se acercó y me beso, fue como el primer beso que nos dimos, intenso y prometedor, con la diferencia de que este era el último, nunca segundas partes fueron buenas y en ese momento lo supe.

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LA VISITA AL MÉDICO. Capítulo 9. Era una estrategia que dio buenos resultados y si sabía cuando aplicarla, por lo regular ocasionaba estragos en la pobre de Magda. Podíamos estar inmersos en la peor discusión, de pronto mi respiración se volvía difícil, lograba palidecer y sudar frío; mis ojos se perdían en sus órbitas. Magda que observa incrédula mi falso sufrimiento, pasa de la bronca a la zozobra en segundos. ¿Qué te sucede?- me pregunta con latente preocupación. Yo iba de a poco depurando mi farsa; con la lengua pulposa y desarticulada mis palabras se ahogaban en quejas de dolor. Mi afligida mujer me lleva como puede hasta el sofá y comienza a aplicarme lo que para ella son los primeros auxilios: masajearme el pecho y tomar mi pulso a contramano. De a poco mi situación mejora, Magda cede a sus intensiones violentas y yo, comienzo a retomar mi buena salud. Casi siempre después de esa farsa hacíamos el amor. Una noche, nuestra discusión alcanzó niveles alarmantes por causa de unos preservativos que encontré en su bolsa de mano. Ella juró desconocer la procedencia de tan aventajada incriminación, daba argumentos absurdos. -Son de mi tío- decía con una fingida mueca de inocencia. -Pero si a él ya no se le para Magda, ¿Crees que soy pendejo?-. Sentí que la verdad sobre la procedencia de esos forros me la podría dar el futbolista uruguayo que conoció en el restaurant donde trabajó por un tiempo. Así que reñimos un poco, cuando me sentí rebasado por la disputa y con el deseo de terminar de una buena vez con lo que nos llevaría a una nueva separación, comencé mi teatro. Magda, esa vez no me llevó al sofá como siempre. Buscó a su tío que veía pornografía en su habitación. El pobre de Román se angustió al verme pálido y descompuesto. Propuso llevarme a un hospital y no tuve más remedio que aceptar. Ante el inminente papelón argumenté un repentino alivio que ni tío ni sobrina dieron importancia. Era la una de la mañana cuando salimos del departamento, Román se adelantó para sacar su auto de la pensión. -¿Qué más podré hacer?- me pregunté mientras Magda me lleva dificultosamente por el trémulo corredor del edificio. Iba apoyado en el regazo de mi mujer sintiéndome cada vez más idiota, pero convencido de no poder echar para atrás todo mi sainete. Cada determinado lapso hacía gestos de dolor y en profundos suspiros finjo que la vida me abandona. A Magda lo único que se le ocurría era acariciarme el cabello y preguntarme -¿Cómo te sientes?-. Yo, con el afán de contrariarla lo más posible, no respondo de inmediato, aprieto los párpados como si una ola de sufrimiento circulara por todo mí ser. Con dificultad agónica hago un leve movimiento con la cabeza, para darle a entender que sigo vivo. -¿Ya vamos a llegar?- preguntó Magda a su tío –parece que algo le duele mucho-. Román al oír esto, aceleró su vochito y el motor ruge como si fuera a estallar. Ambos me ayudaron a bajar del auto, eso me divirtió bastante y con muchos esfuerzos pude ocultar algunas risas que ya me subían como burbujas. Llegamos al área de urgencias de un viejo hospital en Mixcoac. La enfermera que hacía guardia, me miró de arriba abajo y preguntó:

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-¿Qué le pasa?-Está muy mal respondió el bueno de Román. La enfermera llenó un documento a máquina con mis datos personales, me los entregó y señaló de mala gana la sala de espera. -En un rato le llamanCasi a las dos de la mañana escuché mi nombre venir de un consultorio al otro extremo de la sala. Magda insistió en acompañarme a la consulta. Con la autoridad de mi fingida convalecencia se lo negué categóricamente. Caminé rumbo al consultorio como el sobreviviente de una masacre; cuando llegué hasta el médico, que me esperaba en la puerta, voltee y vi que tanto tío como sobrina me observan expectantes, les hice la consabida seña de que no tardaría y desaparecieron de mi vista. El médico era un tipo grueso y flemático que me miró con atención por unos segundos, al parecer no detectó nada a primera vista y con la brusquedad del médico de guardia me preguntó: -¿Qué le sucede?Antes de responder a su pregunta, miré hacía la puerta, estaba cerraba y no había forma de ser escuchado desde el exterior. -Nada, doctor- le dije aliviando toda mi carga histriónica. El médico que comenzó a acercarme el estetoscopio de un salto se alejó de mí. -¿Cómo que nada?- Preguntó con evidente desazón. Yo, que columpiaba mis pies en el camastro, agaché la cabeza y dije: -Perdóneme doctor, todo es una mentiraEl galeno se quitó el estetoscopio del cuello y lo arrojó con violencia sobre su escritorio. -Haga el favor de marcharse, no estoy jugando- agregó con un tono decidido mientras se dirigía a la puerta. Coloqué mi pierna entre su camino y la salida, el hombre me miró y noté que por un segundo no supo qué hacer. -Yo tampoco estoy jugando doctor, le pido sólo un par de minutosTenía la cara de mi interlocutor muy cerca de la mía, me cruzó por la cabeza la idea de que quizás me golpeara, pero era preferible, a correr el riesgo de ser desmentido. Insistí entonces –Por favor, sólo un par de minutos-. De a poco el doctor se alejó de la puerta, dio una exhalación profunda, miró su reloj y fue a sentarse en el asiento de su escritorio. -Siéntese- me dijo y señaló una silla enfrente de él. Quedamos unos segundos viéndonos.

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-¿Y bien?- me preguntó y comencé el cuentito que me llevó hasta su consultorio. -Es por amor doctor- dije a manera de prólogo. No hubo respuesta a esa primera confesión, proseguí. -Finjo estar enfermo para que mi novia no me deje, pero hoy se lo tomó demasiado en serio y me trajo hasta acá. El médico colocó sus brazos sobre el escritorio y se inclinó ligeramente, quería decir algo, pero al parecer, no encontró las palabras adecuadas y después de un rato por fin agregó: -Cuando ella quiera dejarlo, lo va a dejar amigo, enfermo o sanoEran ciertas sus palabras y de algún modo ya conocía esa verdad, pero escucharlas de un desconocido, en un lugar en el que nunca antes había estado y difícilmente volvería estar, me reconfortó. -Todo iba bien, se asusta bastante- añadí. .Pero pronto dejará de asustarse ¿No cree?-Sin duda-¿Y qué hará entonces?- Enfermar de verdad-Será demasiado tarde…-…Y no hay nada peor que un demasiado tarde- interrumpí reflexivo. El médico rió a carcajadas, la situación, por lo visto, lo divertía. Temí que el estertor llegara a oídos de Magda. -Doctor, baje la risa, lo va a escuchar.Colocó su mano tapándose la boca. –Ohh, discúlpeme- dijo. Mientras reponía la seriedad, acercó su recetario y me preguntó: -¿Qué enfermedad finge?-Nada concreto, un mareo, una repentina pérdida de la vista, corazón, cabeza, pulmones, sistema nervioso central etcétera. El doctor vuelve a reír esta vez lo más bajo que puede. -¿Y qué va a hacer ahora?- me pregunta con un tono todavía solazado. -No sé, qué me recomiendaNos quedamos un rato viéndonos las caras, el médico no podía ocultar cierto contento que le provocó mi atrevimiento. Finalmente acercó una pluma y escribió mientras me daba algunas indicaciones. -Tenga- dijo y me entregó una receta.

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Le eché un vistazo, con esos inequívocos garabatos que usan los médicos, cualquier indicación escrita puede pasar por verosímil. -Gracias, doctor- dije y ambos nos pusimos de pie. Cuando salimos del consultorio estrechamos las manos, el médico de guardia incluyó un espaldarazo cordial. Magda, al verme, se levantó de su asiento y cruzó la sala de espera con paso apurado. -¿Es ella su novia?- me pregunta el doctor mientras Magda se acerca. -Sí. Le respondí sin dejar de verla. -Es muy guapa- agregó. -¿Ahora me entiende?Magda detuvo sus pasos y regresó a decirle algo a su tío que cabeceaba en su asiento. Yo aproveché para acercarme al doctor y recitarle algo que me llegó a la mente. En las contiendas y competencias amorosas, se tienen por buenos, embustes y marañas que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada. -¿Cómo está?- preguntó mi mujer cuando estuvo delante de nosotros. -Bien por ahora, pero debe evitar las discusiones, su corazón está un poco delicadoLo último francamente me sorprendió, el galeno tenía una magnífica veta actoral que supo explotar en ese brevísimo instante. Nos despedimos estrechando nuevamente las manos. Román ya había ido por el auto, salí del hospital con la sensación de abandonar una sala de cine. En el vochito descolorido me recosté de nueva cuenta en el regazo de Magda, ella me acarició la cabeza como a un niño, antes de quedarme dormido viendo las sombras de las calles que iban quedando atrás, Magda me preguntó –¿De qué se rio el médico mientras te atendía?- su pregunta me tomó completamente desarmado. Sólo atiné a decir: -¿Se rió?... no me di cuenta-.

MARIANA SERÚ. Capítulo 10. Ella decía que si un auto porta en la patente tres números o tres letras iguales, se puede pedir un deseo, después guardarlo en un puño, con fuerza para que no se escape y finalmente lanzarlo sobre un auto rojo. Mariana Serú me garantiza que el deseo se cumple porque tres números o tres letras idénticas representan un equilibrio universal y al manifestarse este equilibrio, un pliegue dimensional se abre mientras al auto rojo aparece. Después que el deseo se integra al devenir cósmico, la galaxia vuelve a su natural estado caótico, pero para entonces nuestra aspiración está ya en proceso de realizarse. Mariana estaba convencida de su subjetividad cuántica de tal manera que, podíamos estar hablando sobre un asunto cualquiera y sin más, interrumpía el diálogo, al ver una chapa con la combinación descrita, realizaba la mímica necesaria y reanudaba la conversa hasta después de ubicar el auto rojo. Alguna vez inútilmente traté de averiguar que guardaba en su puño pero me dijo lo que ya sabía. –los secretos no se dicen-.

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Un sábado se quedó en casa desde muy temprano hasta avanzada la tarde, era ese tipo de compañías que bien pueden adaptarse a muchas circunstancias sin quejarse; si yo tengo algo pendiente, ella discretamente se hace a un lado, si la comida sólo alcanza para mi, argumenta, con inocencia, que no tiene hambre. Mariana Serú me hizo compañía en uno de esos momentos en que me separé de Magdalena. Era una mina más joven que yo, pero no tanto. Tenía veintitrés años y gustaba de la moda marginal, con la que a veces resalta su elemental belleza. Era más inteligente que en apariencia y sus intensiones para conmigo las supe tarde. Ella conoció ciertos aspectos de mi vida que le parecieron interesantes, dejé que ingresara a mi vida y estas fueron las consecuencias: En alguna ocasión la invité a un partido de futbol. -¿Juegas futbol?- me preguntó algo sorprendida. A mí, su sorpresa me sorprendió. -Sí, por qué la pregunta. -No, por nada, sólo que no tienes aspecto de un jugador de futbol. -¿A qué te refieres con aspectos?- le cuestioné irritado. -Bueno, los que juegan futbol son diferentes a ti. -¿Qué tan diferentes? -No sé- hizo una pausa- diferentes nada más-¿Moral o físicamente?-Mmhh, de las dos-¿Quieres decir que mi aspecto físico no es el de alguien que juega futbol? -Sí, más o menos-. -Entonces ¿De qué es mi aspecto físico?Mariana reflexionó por un momento para finalmente agregar. -De un intelectual quizá-¿Quizá? -Bueno, de un intelectual-¿Y un intelectual no puede jugar al futbol?- me comencé a exasperar. -Si puede- dijo divertida y agregó- pero tal vez no como quisiera. Sus palabras ya superaban mi paciencia, el fenómeno de las apariencias siempre me perjudica, porque tampoco tengo el aspecto de un intelectual como ella dice. -Bueno, ¿Quieres ir a mi juego o no?-

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Mariana rio bastante como si lo que acababa de escuchar fuera un chiste, a continuación largo una temeraria hipótesis sobre mis cualidades deportivas. Yo no me sentía ofendido pero si con grandes deseos de hacerle pagar su burla. -Mariana, te apuesto algoElla de pronto se tornó seria y atenta, eso de apostar tiene una parte seductora, así que me escuchó. -Si resulto un fiasco como pronosticas te llevo a comer toda la semana al restaurante que elijas y soy tu chofer todos esos días. La mina aplaudió como si se viera comiendo y paseándose por la ciudad toda una semana. -¿Tú que ofreces?- le pregunté interesado. Quedó un momento pensativa, iba a decir algo pero se arrepintió, quise proponerle, pero preferí que saliera de ella. Finalmente dijo: -Si ganas la apuesta, me puedes pedir lo que quierasSus últimas palabras se hicieron profundas conforme avanzó la oferta. -Lo que quieras- repitió y comprendí que a los veintitrés años una mujer que dice “lo que quieras” está siendo literal. Tal vez si resultaba un fiasco ese domingo, la historia se termina, mi orgullo se hubiera deteriorado lo suficiente como para pagar mi deuda y no dar la cara nunca más, pero no fue así, ese mediodía en la cacha mi juego salió mejor de lo que esperaba. -¿Qué me vas a pedir?- preguntó mi amiga cuando volvíamos al auto. -Seguramente ya sabes- le dije sin voltear a verla. –O acaso ¿Quieres que sea un vulgar?Mariana se sonrojó y después de un rato agregó: -¿En tu departamento o en un hotel? -Claro que en un hotel, y además tú vas a pagarLa mina balbuceo un reclamo, pero le recordé que sus palabras precisas “lo que quieras” incluye el alquiler de una habitación. Llegamos a los provisorios aposentos de la colonia Roma, nos dieron las llaves del cuarto ciento once. Ya en la pieza, lo primero que se me ocurrió preguntarle era si el número ciento once de la puerta tendría un beneficio para nosotros, así como la patente de los autos. Mariana se mantuvo un buen rato pensativa. Mi pregunta, al parecer, no fue tan sencilla y ella la tomó con absoluta seriedad. Finalmente afirmó y como si fuera la portavoz del devenir universal me dijo que en ese caso, el azar también opera a nuestro favor, por lo tanto pedir un deseo era viable, con la diferencia de que al momento de lanzarlo, el objetivo sería en esa ocasión un mueble rojo. -Si no hay un mueble rojo, ¿Puede ser una prenda roja?- le pregunté fingiendo interés. -Sí, también se puede- agregó después de una nueva y profunda reflexión.

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Ambos nos sentamos en la cama, estuvimos allí sin mucho que decir o que hacer. Mariana espera que haga efectiva la apuesta y yo no sé por dónde empezar. Sintonicé el televisor en el canal de pornografía, volví a la cama y le pedí a mi deudora que me diera un masaje en los pies. La mina se desconcertó por mi pedido, fue necesario aclararle que las deudas de juego son deudas de honor. Quizá fue el jugar bajo presión, las nuevas emociones de apostar y ganar, el buen masaje que recibía o la cadencia de los fingidos placeres de las pornostars; pero mis ojos se fueron cerrando. Desperté y Mariana dormía al lado mío. Sólo se había quitado los lentes y el canal de pornografía lo cambió por el de videos musicales. Me levanté y fui al baño, el ruido que produjo mi pis sobre el agua del escusado fue suficiente para despertar a mi amiga. -Es tarde, debemos irnos.- le dije mientras se incorpora con excesiva modorra. -¿A dónde?- me preguntó sorprendida. -Yo a mi casa y tú a la tuya.-¿Ya?-Sí, ya.-¿Y lo de la apuesta?-Ya fue finiquitada.-¿Ya?-Sí carajo, yaMariana volteó la vista al televisor y se quedó un buen rato viendo un video de Radiohead, yo aproveché para ponerme calcetas y zapatos. De camino a su casa, mi amiga se notaba realmente desconcertada por mi proceder en el cuarto de hotel, pero le hice trampa, fue mi desquite por considerar que mi aspecto físico no era de futbolista. La dejé en su casa, antes de despedirse me dijo: -Mañana te invito a comer, mi mamá quiere conocerte-

Acudí medía hora después de lo acordado y con una botella de tinto cosecha mil nueve noventa y nueve. Mientras espero que los platillos se sirvan, recordé que Mariana presume de una ingesta vegetariana y macrobiótica, temí, por lo tanto que la comida se compusiera de frutas silvestres y raíces. Por suerte su familia era tan carnívora como yo y ese día hubo un considerable plato fuerte de carne roja. La sobremesa la compusimos, la mamá, Mariana, una hermana y yo. A la hora de los postres un persistente interrogatorio se dirigió a mi persona; el tema, la República Argentina. Habrá que recordar que esa era mi carta de presentación, mi categoría de rioplatense exiliado y romántico. Pocos conocían la verdad, mi desconocimiento casi total del paisaje bonaerense; una vez y hace más de una década de haber estado allí, me daba limitadas referencias y me volvía un mentiroso. Me sentía plenamente mexicano, pero gustaba de modificar mi historia, a Mariana como a muchas otras minas les decía que tenía poco de vivir acá. Que un factor disidente me había arrojado de la patria. A algunas, como a Magda, ese episodio ficticio poco les

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importa, pero para otras como Mariana, es determinante. Así que allí estuve, ofreciendo respuestas hechizas de un país. No fue difícil sonar verídico y al rato ya platicábamos de otros asuntos. De a poco Mariana fue instalándose en mi vida, nos vimos con más frecuencia y comenzaron los besos, los acercamientos furtivos. En mi bulo estuvimos un par de veces a punto de consumar nuestras apetencias; fui yo el que en ambas ocasiones día marcha atrás. Los motivos, carecer de condones y la aún latente separación de Magda; me parecía deshonesto para Mariana y para mí, coger con un fantasma contemplándonos a un lado. Quise solventar la situación y opté por la sinceridad: -Déjame sacar un asunto de la cabeza y lo intentamos ¿Te parece?-. Ella no tuvo demasiadas opciones y afirmó como las mujeres que se resignan ante la presencia metafísica de la otra. Mi vida se componía del sencillo trabajo en el Instituto y de extrañar tontamente a la Magdalena, pero la función de Mariana iba siendo cada vez más importante. En sus intentos de afanarse a un argentino, aportó significativos detalles que halagaron mi vanidad. En una ocasión le platiqué sobre un poster del Che Guevara que en una tienda se negaron a venderme, dos días después fue a dejarlo a mi casa. En ese momento sentí que una mujer así era lo que me hacía falta. El problema con Magda consistía en nuestros respectivos egoísmos y emergentes diálogos de sordos, lo que siempre provocaron abruptas separaciones. En mi pelotuda forma de entender la relación; ella siempre jugó un papel unilateral, sus escapes eran un tormento y en mi necesidad de desquite, yo escapaba también. Ese era mi primer error. El segundo consistía en buscar de inmediato una mujer sustituta, con cualidades antagónicas a la promotora de mis zozobras. Si la mina circunstancial carecía de glamur tanto mejor. Pero mi regocijo era aparente, pues mi vista la cubría un velo, mis manos carecían de tacto y mi gusto estaba dilatado. Pero la decisión de tomar a Mariana Serú como novia fue creerme en brazos de una mujer solidaria. Qué equivocado estuve. Por suerte, al llegar casi a las tres décadas de vida, ya no es necesario iniciar un noviazgo después de preguntar ¿Quieres ser mi novia? Así que a partir de un día, no sé como ya éramos pareja. -¿Puedo estudiar en tu departamento mientras tú te vas a trabajar?- me preguntó Mariana una de esas tardes que me tenía que ir al Instituto. No tuve inconveniente y la dejé sola en el bulo. Consideré que sería una excelente ocasión para que Magda apareciera con su carga de penitencias y encontrara a mi flamante novia aposentada en mi hogar. Pegué la vuelta avanzada la tarde. Mariana había sintonizado una música estridente que se escuchaba a la distancia. Adentro en el piso, tenía varios cuadernos abiertos, los despojos de un sándwich y una botella de gaseosa vacía. La noté seria, como si fuera mi esposa. Le pregunté si alguien llamó o llegó de visita, -nadiedijo. Me pidió que la llevara a su casa, antes de irnos tomó El Guardián Entre El Centeno de mi librero. -¿Me lo prestas?- me preguntó, mostrándomelo. Prestar libros era un castigo para mí, pero era mi novia y no tuve remedio. A la mañana siguiente me despertó el llamado a la puerta, era Mariana Serú trayendo un desayuno compuesto de fritangas. Comimos mientras platicábamos sobre música. Nuestros gustos diferían bastante y a mí me apenó confesarle mi afición al gotán. Como esa mañana no existía ningún apuro, después del desayuno, nos fuimos acercando. Ya con la certeza de que el fantasma de Magda daba una tregua, le quité la ropa. Los condones esperaban en una gaveta, hicimos el amor por primera vez Mariana Serú y yo. Como

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sucede en estos casos, la novel ocasión fue trabajosa, terminamos y no supe que decir, simplemente me quedé a su lado, mirando el techo y pensando: -creo que nos adelantamos un poco.El talante de mi novia desde ese momento se modificó visiblemente, respondía a mis preguntas con cierta irritación. Nuestro encuentro sexual no había sido inolvidable pero logró su cometido en ambos; así que no existía una razón de encono por insatisfacción. No quise averiguar el motivo de su estado de ánimo, preferí observarla, salimos a caminar y le compré un par de discos. De vuelta al bulo le propuse ver una peli, pero se negó y me pidió que la llevara a su casa. -Diego, no eres argentino ¿Verdad?- me preguntó en un momento como si esa duda le trabajara dolorosamente las entrañas. No respondí, pero comencé a entender, ella tenía la vista puesta en el camino. -Te hice una pregunta- agregó irritada y sin voltear a verme. -¿De dónde sacas eso?- le pregunté. -El día que me quedé sola en tu casa, busqué algo, un documento, una credencial y no encontré nada; más que una licencia que decía nacionalidad mexicana-…mexicana- repitió con énfasis. No supe que decir, me pareció absurdo defender mi nacionalidad, pero a ella parecía determinarla por completo. -Sí soy argentino- añadí sumamente apenado por ese diálogo necio. -¡No lo eres!- me dijo estallando en un grito. –Si lo fueras deberías tener un pasaporte, una credencial, una foto y no tienes nada ¡nada!-¿Buscaste bien?- le pregunté sin sobresaltos. No respondió, llegamos hasta las afueras de su edificio. -Mariana- le dije después de un rato de incómodo silencio. Ella, que ya estaba a punto de descender, se detuvo y acomodó su trasero para escuchar lo que tenía que decirle. -En el supuesto caso que alguien tenga en su poder un auto rojo y una patente con tres letras y tres números idénticos, ¿Será una especie de Rey Midas? ¿Al que todos sus deseos se cumplirán?Obviamente no respondió, me miró como se mira a un loco irremediable, no era la primera vez que sentía los ojos de una mujer de esa manera. No se despidió, bajó del auto y azotó la portezuela. Antes de marcharse a paso veloz me echó un último vistazo lleno de rencor. Yo no espere a que entrara a su edificio y arranqué. Me fui cavilando sobre la reciente experiencia, tratando de entenderla un poco; Mariana Serú quería entrar a la cama de un argentino y como no encontró nada que confirmara mi lugar de origen, tuvo sus dudas; pero por si acaso se acostó conmigo y cuando ya el acto quedó consumado presentó sus quejas.

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Así éramos todos, egoístas; Magda, Mariana, yo, el gil que en ese momento estuviera con Magda, la que viniera después, etcétera. Al final de cuentas lo que más me dolió de mi efímero noviazgo con Mariana fue la pérdida de mi querido ejemplar de la novela de Salinger. Ya antes me había sucedido y nunca he podido supurar esas pérdidas. Desde mi Roque Dalton, mi Lezama Lima, un Lovecraft, un Bioy, el mejor de Keruac. Las mujeres tienen la fea costumbre de apropiarse de libros que no les corresponden. Antes de buscar a Magda, consecuencia siempre de estos procesos catárticos, pensé seriamente en acudir a la embajada argentina, solicitar un pasaporte y tenerlo a la mano por si encuentro otra mina que precisara mis documentos antes de irse a la cama conmigo. Mi acta de nacimiento estaba entre las páginas de una novela de Macedonio Fernández. A Mariana le faltó un poco más de búsqueda, pues el libro estaba justo a un lado de “El Guardián entre el Centeno”.

EL VIEJO CABRÓN DE SU PADRE. Capítulo 11 Nuestra persiana era una gruesa cobija color marrón, no había forma de despertar con la claridad del día y me costaba trabajo acostumbrarme a esas penumbras matutinas. Por eso, cuando sonó el teléfono, lo primero que pensé fue en una de esas llamadas a deshoras tan comunes para Magdalena, pero al ver que eran casi las once de la mañana, intenté despertarla para que atendiera. -Magda, Magda, teléfonoMis primeros intentos fueron insuficientes, y el repiqueteo del aparato cesó; esta mujer era un caso serio, podía despertar a cualquier hora antes de la cinco de la mañana pero llegado el amanecer parecía acceder a un coma profundo. De pronto me volví a hundir en el silencio y la oscuridad, sentí que el sonido reciente había provenido de mis sueños, me abracé a Magda, calculé que despertaría pasado el mediodía y cerré los ojos. Tal vez pasaron dos minutos o una hora, pero el teléfono volvió a sonar con un tono que parecía avisar sobre una novedad aciaga. Ahora sacudí a Magda con más energía y casi la incorporé de un jalón. -Suena el teléfono- le dije- no está tu tío, atiendeSe levantó como pudo, con paso vacilante, llegó hasta el aparato y atendió con una voz áspera producto de la modorra. -Bueno…sí soy yo- dijo y guardó un silencio expectante. El gesto de Magda pasó de la indiferencia del sopor a la constricción absoluta; algo le decían del otro lado que iba inquietándola, quería interrumpir pero, al parecer, su interlocutor no la dejaba. Siguió escuchando atenta, en un momento acercó un cuadernillo y apunto algo que repetía a lo bajo. Me pareció que comenzaba a sollozar. Me miró como pidiéndome ayuda con ojos acuosos. Yo sólo esperé que colgara para cerciorarme que ese día prediseñado para la hueva se convertía de pronto en una avalancha de contratiempos. -¿Quién era?- le pregunté cuando colgó la bocina.

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No me respondió de inmediato, en su mente se mantenía el último diálogo y revisaba los apuntes del cuadernillo. -¿Quién era?- insistí en un tono que debió sonarle preocupado. Trago saliva, hizo una respiración profunda y lloró como siempre que se veía en apuros. Nada tenía yo que ver con esas lágrimas, así que esperé se calmara, para escucharla. -Mi papá- dijo finalmente con dificultad. -Mi papá- repitió como si esa palabra la zahiriera. Mientras se compone para decirme qué demonios pasa con su papá, fantasee con la posibilidad de que en la llamada se le informara que habían encontrado muerto al mierda de Ramón y que debía reconocer el cadáver pues se encuentra en avanzado estado de descomposición. Desgraciadamente no fue así, según me contó en seguida, a su padre lo capturó la policía por un robo insignificante de autopartes y que iba rumbo al ministerio público, a la delegación o a un lugar de esos. La persona que comunicó la novedad insistió en que por los antecedentes de viejo malandro era más difícil ayudarlo así nomás. No era un afán de indiferencia, pero yo sabía que muchas veces antes, el tipo pasó sus buenas temporadas en la cárcel y después volvía a su hábitat natural sin bronca. En ese momento Magda, más que ayudar estorba. Pero ya estaba enterada del asunto y con su impaciencia de siempre buscó la forma de desafanar de problemas al viejo cabrón de su padre. Magda se vistió con apuro, ella que no salía de casa sin desayunar, esa vez sólo se tomó un café calentado en el microondas, y se rajó para salvar a su viejo de las fauces de la justicia. Obviamente esta misión de rescate me incluía; así que lo primero fue averiguar bien a bien lo sucedido. Magda dando muestra de una inédita cualidad de detective entrevista a cuanto personaje encuentra en el mismo barrio donde creció y su viejo roba autopartes. Básicamente todos le dicen lo mismo: robo in fraganti, intento de escapar, polis mejores corredores, etcétera. Alguno de los testigos nos dio la ubicación del afectado, dato de valor incalculable para los fines que perseguíamos. Llegamos a un edificio viejo y sombrío buscando al perjudicado; nuestro objetivo, disuadir al hombre para que no levantara cargos. Nos presentaríamos como personas sensatas y sumamente avergonzadas por el penoso proceder de un miembro de nuestra familia. Las excusas serían humildes, afables, si era necesario mencionaríamos el nombre de Dios en vano, en fin. El dueño del auto era un peruano parlanchín más bajo de estatura que Magda que no paró de repetir “por mí no hay fijón”. En la decoración de su casa que alcancé a percibir desde el acceso donde nos atendió, comprendí que se trataba de un hombre solitario, y en su forma de expresarse, el robo de su auto le daba un protagonismo inusual que disfrutaría hasta el último momento. Nos reiteró que no levantaría cargos y en el portón de su edificio se despidió dándonos él las gracias a nosotros. Volvimos a casa, yo extenuado, hambriento y sin deseos de conocer el desenlace de la historia de policías y ladrones. Magda no tenía las misma intensiones y buscó su agenda para llamara cuanto amigo se le ocurriera. Porque tenía esa formación pequeñoburguesa de saberse o creerse con influencias. Yo había

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conocido a lo largo de mi vida mucha gente así y sentía un auténtico desprecio por todos ellos. Pero aquí estaba y mucha razón tienen los refranes populares. Magda pidió ayuda sin abandonar su tono de indiferencia, mezcló su padecimiento con el lenguaje superfluo que siempre tuvo con sus amistades cercanas. Supo, sin dejar su vanidad, solicitar ayuda para el mierda de su padre. Porque el hombre era eso y algunas cosas más; una especie de drogadicto, vagabundo, hijo de puta y ladronzuelo de quinta. Dos veces y borracha Magda me confesó que su padre había abusado de ella. Un motivo suficiente (creo) para mandarlo al carajo y aportar atenuantes para que no saliera del a cárcel. Pero el asunto era mucho más complicado, porque esta mujer que tenía delante de mí, era indefinible. Si aquello tan grave era cierto o no, resulta imposible saberlo y la palabra abusar podría ser absoluta o relativa. Lo único claro es que mi novia pagaba un karma, pero no sola, conmigo a su lado. Fui hasta la heladera, busqué algo para comer y romper un poco con la enrarecida atmósfera que se imponía en el living de casa de su tío. Tenía la sensación de que nada que me llevara a la boca me daría un mínimo de satisfacción. Porque volvía a esa rara inquietud que involucra su pasado, su presente y su jodido entorno. Magda realizó varias llamadas más, muchos de sus interlocutores parecían poco interesados en ayudarla y más bien le insistían para encontrarse con ella. La pobrecita como pudo, zafó. Al percatarse de lo poco que conseguía dejó del teléfono y fue a sentarse al lado mío. Ella bien podía intuir que muy poco me interesa el destino de su progenitor, pero en nombre de nuestro amor alguna idea puedo aportar. Así que nos quedamos un buen rato sentados, sin decirnos nada, hasta que volvió sonar el teléfono. Igual que en la primera ocasión Magda escucha atenta, ahora no interrumpe y apunta todo lo que le indican. Nunca supe quien hablo del otro lado y tampoco me interesó. Al momento de colgar una ligera exhalación de su parte me hizo comprender que se abría una brecha providencial. Se volvió a sentar y me mostró un pale con su manuscrita de niña de primaria. Había escrito un nombre y un número telefónico. Urbano Santiago decía y sin duda se trataba de un policía o alguien dedicado a esos menesteres, nadie más puede llamarse así. De pronto en nuestro porvenir inmediato brilla el sol, la gruesa cobija de color marrón que usamos de persiana y ensombrece nuestro bienestar, se corre y deja filtrar la tibia resolana que conforta el existir. Después de un almuerzo ligero, Magda se puso en contacto con Urbano Santiago. Le dijo lo mismo que a sus doscientos amigos influyentes, con la diferencia de que este cabrón sí podía ser útil. Por lo regular, sucede que la única posibilidad de solucionar un asunto consiste en esperar; el tiempo tiene mucho que ver en todo como para desdeñarlo. Así que a Magda no le quedó más remedio que bancarse la espera, comerse las uñas, caminar de un lado a otro, lanzar punzantes soliloquios y negarme el placer. Nuestra relación en esos días fue compleja, además del forzoso celibato, no paró de hablar de su viejo como un personaje digno del diccionario hagiográfico. Yo no tenía intensión de cuestionar sus apologías paternas y solamente esperaba que la bendita llamada llegara para volver dócilmente a mi vida anterior. La tan anhelada llamada se dio, en igualdad de circunstancias que en la primera ocasión; Magda y yo dormíamos hasta casi el mediodía, escuché el teléfono con el mismo repiqueteo apurado de las vez anterior, no fue necesario despertar a Magdalena, cuando me di cuenta ya atendía con la lucidez que quien tiene a su papá en la cárcel. El diálogo telefónico se prolongó por varios minutos, yo sólo podía observarla y tratar de averiguar en sus gestos, si lo que está por venir es favorable o no. Magda busca un cuadernillo, con señas me pide que le alcance una lapicera, apunta algo al parecer muy importante, pero al rato comienza llenar la hoja de sus horripilantes dibujos. Parece que todo va por buen camino pues Magda se ríe, pero de pronto vuelve a 57

tornarse seria. Por fin inicia la fórmula de la despedida, pero ésta también se prolonga inútilmente. El benefactor dirige la plática por otro lado, lo sé por las palabras de ella. Tal vez está invitándola a tomar algo. Los favores se pagan todos lo sabemos. Al colgar se dirige a mí, me da la buena nueva, me explica en términos legales lo que hace libre a su viejo. No me interesa –los pobres y los pendejos están en la cárcel- he oído decir y yo creía que Ramón era pobre y pendejo, ahora entiendo que no tanto. La hija, que no cabe de contenta, me pide consejo para dar la merecida bienvenida al padre que vuelve. Con trabajos trató de mostrarme animado, me parece sorprendente que Magda esté congraciada con semejante suceso. Deseo hacerla comprender que lo mejor que puede pasar con ella y con su padre, es que éste cabrón permanezca tras las rejas hasta que no le queden ganas absolutamente de nada. Pero en lugar de eso le digo: -Cocinas muy bien, por qué no le haces su plato favorito. -¿Qué fecha es hoy?- pregunta como si mi comentario le trajera un súbito recuerdo. Para responderle tengo que recurrir al calendario, desde hace un tiempo no sé en qué día vivo. -Diecisiete- verifico. -El cumpleaños de mi papá fue hace tres días.- me dice como si confesara un pecado venial. No sé que añadir a eso, es otro factor que carece de importancia para mí, intuyo que Magda va a decir algo más, en sus ojos se reflejan las reminiscencias; es este un ejercicio peligroso, le cuesta trabajo bancarse el paso. -Pozole- le digo para alejarla de los abismos de su inconsciente. - ¿Pozole?-Sí, es el plato favorito de tu viejo ¿no?-Sí, creo que sí. -Entonces que no se hable más, hazle un pozole rojo y se lo servimos con bastante carne de puerco.

Nunca antes había estado a las afueras de un centro penitenciario y siempre lo imaginé diferente: en el paisaje destaca una gris austeridad, la gente que por allí circula es en su mayoría mujeres y chicos, pobres y sucios, los más. Los pocos trajeados son abogados que apuran su paso y cargan amplios expedientes bajo el brazo. Alguien (una mujer) se me acerca y me pide encarecidamente un favor; este consiste en entregar un paquetito a un preso, en mi cara se denota la virginidad circunstancial, pero he visto suficientes películas para comprender que esos favores implican un riesgo, por lo tanto no acepto, pero la mujer insiste con sollozos. Magda que conoce el ámbito niega por mí y me apura. Entramos a unas oficinas por donde circula mucha gente, ella sabe por quién preguntar y el referido aparece un minuto después. Hablan del asunto, después de un rato un hombre y una mujer conducen a Magda a otro cubículo. Me invitan pero me niego a acompañarlos, vago por un pasillo, me interesa registrar en mi memoria todas esas novedades que mis ojos atestiguan.

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A los lejos se destaca una escena que parece ser un juicio: un hombre taciturno, detrás de una rejilla, habla con apatía. Una mecanógrafa registra cada palabra; los presentes, que son pocos, escuchan atentos. Sobresale una mujer rubia y atractiva que no tendría nada que hacer allí si no fuera algo del convicto. Tiene las piernas cruzadas y se asoma buena parte de sus muslos, su blancura es casi lechosa. Observo por un rato la querella, antes de abandonar la escena, me pregunto que le dolerá más al hombre tras las rejas; él estar adentro o ella afuera. Magda vuelve, nadie la acompaña, se nota serena, le pregunto por su padre, me responde que lo encontraremos cerca de allí, saldrá por otro lado y para allá nos dirigimos. Doy un último vistazo a la escena del preso y la marmórea consorte, me gustaría consolarla en su pena. Ramón nos espera, su complexión sigue siendo idéntica a la de Charly García; alto, flaco, con los hombros ligeramente caídos. Muy al principio por ese parecido me resultó simpático. Nos sonríe y muestra una ventana amplia y oscura, medía dentadura frontal ha desaparecido. Sus manos (que me ofrece para saludar) son callosas y cruzadas por cicatrices. Su comportamiento es como el de un beato recién salido de su eremita; camina con pasos cortos, me dice hijo, incluso busca abrazarme. Llegamos al auto y aborda como copiloto a petición de su hija. Por unos minutos la atención de los tres está atenta en alejarnos del lugar. Cuando el reclusorio ha quedado atrás, Magda pregunta a su padre: -Papá, dime por favor que pasóEl viejo mierda se siente importante, me sonríe como si sólo entre hombres entendiéramos esos asuntos. Se limpia la garganta y comienza a hablar como si fuera a contar un chiste. -Nada, éste Luis estaba robándose unos espejos y como pasé por ahí, a mi me atoraron.-¿Y se escapó Luis?- preguntó Magda comenzado a indignarse. -Sí, pero más adelante lo agarraron.Magdalena comenzó a enrojecer del rostro por la cólera que le provoca saber sobre la injusta aprehensión de su viejo. -¿Y no pudo decir Luis que tú no querías robar nada?- añadió molesta. Su viejo no supo que responder, se limitó a encogerse de hombros y mirar el camino. Después de un rato fue él el que reanudó la charla. -¿Y tú que has hecho?- le preguntó a su hija. -¿Cómo qué he hecho? Pues buscar la forma de sacarte ¿No se nota?-Ahh que bien- agregó el viejo sinvergüenza. -Conseguí los datos de Urbano Santiago, él me ayudó, hay que agradecerleRamón hace como que lo último no lo escucha o poco le importa. Siento su mirada que intenta ser amigable, antes de dirigirse a mí, me da un espaldarazo. -¿Y tú qué has hecho?- me pregunta como si fuera mi propio padre. Voy a responderle cualquier cosa, pero Magda se adelanta.

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-También ayudándoteVuelve a darme otra serie de espaldarazos; ahora agrega. –Gracias hijo, gracias.El resto del camino el papá de Magda se ocupa de contarnos una historia de sus días de reclusión. No tengo forma de saber si exagera o es fiel a los hechos, de cualquier manera, le pongo atención. Llegamos al barrio, el hombre al reconocer la zona cambia de talante, de beato purificado pasa a niño inquieto y apenas baja del auto comienza a despedirse. -Papá, queremos celebrar tu cumpleaños en familia.- le dijo Magda con cierto apuro. El hombre no pudo ocultar su sorpresa y titubea. -Sí hija, gracias- añade, haciéndose el desentendido. La hija espera un comentario más, que su padre pregunte cómo, cuándo o dónde se llevará a cabo la celebración familiar. Pero el viejo cabrón guarda silencio como un pibe que espera autorización para alcanzar a sus amiguitos. No soporto al tipejo que mi mujer tiene por progenitor. -Ramón, su hija le hizo pozole y quiere que venga a comerlo.El viejo me sonríe, si en algún momento me creyó su cómplice, ahora se iba al carajo., no pienso dejarlo ir, quiero que esto se termine y la mejor manera es que coma y se largue. -Bueno, pues a celebrar- dice con desgana. –pero tengo que darme un baño y una buena rasuradaTiene razón, y se despide prometiendo volver en un par de horas como máximo. Nos acompaña hasta el zaguán del edificio. Cuando estoy por perderme en el corredor me hace una seña para que me acerque. Regreso sobre mis pasos -¿Qué pasa?- le pregunto. -Préstame doscientos varitos, para comprar jabón, un rastrillo y alguna locioncita barata, tengo que estar presentable; es mi cumpleaños ¿no?Me quedo mirándolo un rato, sonríe mostrándome su escasa dentadura. Reviso mis bolsillos, sólo junto ciento sesenta y cinco, se los ofrezco y los acepta.

-¿Por qué te regresaste?- me pregunta Magda de vuelta al bulo. -Por nada- le respondo y prendo el televisor. Tengo deseos de no colaborar más, de esperar pacientemente hasta que su padre pegue la vuelta, cene y por fin la comedia concluya. Magda habrá cubierto su dosis de buena hija y volverá a satisfacer la de perfecta amante. Me quedé tirado en el sofá mirando una peli (que ya había vista hace años) interpretada por Sandro e Irán Eory, en un momento Magda se acercó entregándome dos billetes y me pide que vaya a comprar un pastel. De mala gana acepto pero no será hasta el fin de la escena en que el Gitano interpreta magistralmente “Ave de paso”. En la calle el vientecillo fresco del atardecer me reconforta, un ligero sentimiento de felicidad recorre mi cuerpo, es una sensación frecuente que me acomete al ir de compras en ese barrio que recorro con toda familiaridad.

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En medio del sinfín de dramas que Magda y yo componemos, incluirme en esa parte sosegada del amor, me anima, me hace sentir optimista y con tiempo por delante. De pronto todo muestra su mejor cara, hasta el gandul de Ramón me parece pieza clave de esta armonía y vivo y gozo. Mis pensamientos me alejaron del barrio de Santa Julia, de pronto me encontré en un sitio desconocido, al principio consideré regresar, pero me propuse aventurarme, la diferencia entre éste lado y el otro era mínima y sin duda, buscando, encontraría la pastelería. Después de un rato de caminar delante de locales cerrados, encontré lo que parecía un expendio de pan. No era un comercio que pudiera llamarse “normal”, parecía más bien un sitio sacado de mis fantasías literarias. Un hombre, parado fuera del local, al verme sonríe, sabe que me dirijo a él y yo sé que lo que lleva en su puño izquierdo es un cigarro de marihuana; cuando estoy delante, a manera de bienvenida me arroja el humo a la cara y hace una curiosa reverencia invitándome a pasar a su negocio. El interior es una especie de ruina olvidada y mustia. En algunas charolas de mimbre descansan algunos panes duros y mugrosos, hay aserrín en el piso que me obliga a caminar con precaución. El pastelero que se ha colocado detrás de mí, me pregunta si deseo algo. -Un pastel para mi suegro- le respondo con desilusión pues al parecer he llegado a un cementerio de repostería. El hombre que no deja de fumar su cigarrillo ha enrarecido todo el interior del local, en medio de las penumbras de cannabis me señala una heladera pentagonal con puertas de cristal donde conviven dos pasteles. Uno parece ser de chocolate y el otro tiene una cobertura blanca. Averiguo el precio del primero, pero me dice el costo de ambos; estoy a punto de aclarar que mi interés se limita a un solo pastel, pero me parece un importe bajo por dos pasteles. -¿Va a llevar velitas?- Me pregunta el curioso repostero al entregarme la mercancía, delicadamente envuelta en periódicos amarillentos. -No- respondo con cierto desdén. -No importa, ya van adentro- añade y se despide con la misma reverencia del principio. Camino de vuelta al hogar; se sabe el preciso momento de entrar a la Santa Julia por la cantidad de chicos callejeros que se solazan y conviven en algunas veredas. Un grupo de ellos juega en un colchón; me aproximo tratando de no llamar su atención pero su instinto es refinado y basta que piense en acercarme para que ellos lo sepan. Como si el pastel fuera el salvoconducto para llegar hasta ellos les pregunto: -¿Cuál quieren?-¿Por qué tardaste tanto?- me pregunta Magda que tiene la mesa lista. -No encontraba algo que me convenciera al cien- le respondo sin ocultar la ironía. Ella se me queda viendo por un rato, trata de hallar en mi cara la confirmación honesta a mis palabras, pero no hay nada y vuelve a lo suyo. -Voy a cambiarme- dice, sus palabras inician el desenlace de la historia. Eran casi las dos horas pactadas cuando sonó el timbre, Magda y yo nos volteamos a ver con absoluta sorpresa, ninguno espera al viejo con tanta puntualidad.

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La hija no puede ocultar un brillo de alegría, va a ser ella la que se dirija a abrir, pero me adelanto y le digo: -Yo abroBajo de dos en dos los escalones y descubro que yo también estoy alegre, será porque cada padre ajeno tiene algo del propio. Llego hasta el zaguán y en lugar de encontrar a Ramón tengo a un vendedor que ofrece banquitos de madera. Con voz debilitada y suplicante me ofrece su mercancía, al principio no le doy importancia y busco en todas direcciones a nuestro febril invitado. No hay nadie más que ese nombre y yo, que comienzo a saberme desengañado. A manera de una súbita revelación me invade la certeza de que hemos sido estúpidos al atender esa primera llamada y al hacer todo lo necesario para este momento, porque el viejo cabrón no va a llegar. Saco el cambio de los pasteles, le compro al hombre el banquito más pequeño, mientras hacemos la negociación se me antoja decir. –Es para mi hijo que tiene dos años.- El vendedor agobiado por el cansancio dice algo que no alcanzo a escuchar, va a devolverme unas monedas pero las rechazo, agradece, se monta sus mercancías y lo observo hasta perderse por las calles. Dejé el banquito debajo de las escaleras, al llegar al departamento Magda dice: -ya siéntense que se enfría el pozole.Al verme solo pregunta desconcertada. -¿Y mi papá?-No era él- le digo encogiendo los hombros. Nos sentamos en el sillón a esperar un rato más, sintonizo la radio a muy bajo volumen, no hablamos nada, nuestra atención está puesta en el timbre. Una hora después Magda se pone de pie y se dirige a la cocina, sirve el pozole y con un tono lleno de postergación me llama a la mesa. Obviamente durante la celebración sin el festejado, hubo más suspiros que palabras, yo quería decirle algo a mi mujer para reanimarla, pero todo sonaría hueco y mentiroso, ella mejor que nadie conocía a su progenitor y este nuevo menoscabo se sumaba a los otros. No terminó su plato de pozole, se fue a recostar a la cama y allí se quedó un buen rato. Era la primera vez que una tristeza así nos sometía a los dos. Me asomé a la ventana, deseaba con todas mis fuerzas ver pasar al padre de Magda, para traerlo a patadas y cambiar el semblante de la hija. Pero la calle estaba vacía, como todos los domingos.

VIAJE A ARGENTINA. Capítulo 12. Apenas un mes atrás pensar en un viaje, tenía todas las características de mis enfadosas huidas, además el dinero que obtuve por la venta del terreno de mi tía lo dilapidábamos Magda y yo sin esfuerzos, cuando me di cuenta, ya había vuelto a mi permanente estado de pobreza. Pero la suerte viene y va. Era diciembre y lo que me sucede en ese último mes de cada año, por lo regular, lo recuerdo más vivamente. 62

Mientras armaba mi valija me sentí en un sueño; desde hacía algunos años Argentina era una fantasía latente, deseaba con ardor, llegar al país tan protagónico en mi vida, Por otro lado, a la vez de sentir la emoción de una nueva aventura, no podía dejar de pensar en Magda, en el riesgo, siempre implícito de perderla, ya fuera física, moral o sexualmente. Pero la idea de remontar el continente me volvía un poco indiferente a esas fatalidades. -¿Traes todo?- me preguntó Magda mientras el taxi en que viajábamos se deslizaba con suavidad por la avenida Fray Servando. Palpé mis bolsillos nunca traía todo, era inevitable. -Creo que sí- le respondí Proseguimos nuestro camino en silencio, mientras la corriente de aire que entra por la ventanilla golpea mi cara me pregunto: -¿Por qué me voy?- ¿Por qué no me fui antes?- ¿Por qué no me voy después?-. Eran las 12:30 cuando llegamos al aeropuerto, el avión partía a las 16. A veces era molesto conservar las viejas tradiciones familiares, como llegar a un sitio con tanta anticipación. Era culpa de mi abuela la puntualidad inglesa que gustaba de definir a la manera de Bioy Casares: - como una sutil elegancia-. Magda se quedó conmigo durante todo el tiempo, nos acomodamos a esperar en una cafetería casi llena salvo por un rincón que parecía destinado a nosotros. No supimos como iniciar el dialogo que antecede a una separación, era la primera vez que nos despedíamos sin bronca. Mi novia insistió en frívolos parabienes: qué disfrutara de mi viaje, qué cuidara de mi hija. Qué volviera pronto. Su semblante mostraba una ligerísima e inédita resignación, no parecía ella. Yo le respondía con monosílabos, hubiera preferido que no hablara, quería recordar ese momento en medio de un silencio pleno. Además me obstinaba en pronósticos rioplatenses. A veces la miro sin que ella se dé cuenta y trato de entender este momento, porque para mí, viajar es como morirse. La partida no era un misterio, lo hacía por ella y por mí, una manera de darnos distancia, una especie de ensayo de la definitiva despedida. -Te voy a extrañar- le dije, y era cierto aunque pareciera un tópico. -Yo a ti- agregó y también parecía cierto. El tiempo pasó rápidamente y lo que considerábamos una espera prolongada, de un momento a otro se tornó en escasos de minutos. Magda tenía la mirada perdida, se notaba pensativa, triste. Quería decirle algo, lo que fuera, que mis palabras se perpetuaran en su recuerdo. Traté de evocar alguna frase emotiva, pero cuando ya tenía preparado un fragmento, versión libre de Altazor, me arrepentí. Magda no necesita poesía, eso no debo de olvidarlo jamás. -¿Qué piensas?- preguntó de improviso como si yo fuera el ausente. -En ti- respondí con la desgana del amante vencido. -¿Y si ya no te vuelvo a ver? era el turno de las preguntas fatales. Magda volvió la vista a la mesa, jugó un rato con su dedo en algún punto minúsculo, para agregar después. -Yo también pensaba lo mismo-¿Y qué has pensado?- pregunté intrigado. No respondió de inmediato, emitió un leve suspiro, miró en torno suyo, al parecer el ambiente de permanente tránsito la deprimía. -Que no quiero perderte- dijo finalmente con dificultad. -Yo tampoco- agregué con vehemencia y la tomé de las manos. Sus palabras finales fueron un epílogo mal logrado, trivial como todas sus opiniones: -Pero si así lo decide Dios, no podemos hacer nada.-Voy a volver- le dije, y agregué en el mismo tono superficial: -nos vamos a casar- al terminar mi frase me sentí terriblemente abatido, si ella era arbitraria en su manejo de Dios, yo era un anodino, con estulticias semejantes al matrimonio. Pero mis palabras tuvieron un buen efecto en ella; en lo más profundo de su corazón, daba un espacio para 63

absurdas ilusiones, como casarse, tener hijos, formar un hogar. Recordé que en alguna ocasión, en medio de la semioscuridad, ella me preguntó -¿te casarías conmigo?- yo le daba un sí más sombrío que nuestro entorno. Magda por unos segundos se acariciaba a esa afirmación como a un osito de felpa. Vi la hora, apenas el tiempo justo para una despedida muy breve. Fuimos casi corriendo a la sala B. En medio de palabras apuradas, nos besamos. -Cuídate mucho-dijo, ocultando un sollozo a medias. -Tú también- agregué Ya se confundía con la gente cuando le agité la mano y pronuncie algo que no había manera que escuchara. Después de sellar mi pasaporte, me perdí por los pasillos. 2 Nadie me esperaba en el aeroparque de Ezeiza y era lógico, tenía años avisando de mi pronta llegada y esta se dio quince años después. Por un momento no supe que hacer, además de la forma de sentir el clima en el cuerpo y ver anuncios diferentes, respirar otros aromas, no había gran diferencia. Traía conmigo el número telefónico de Oscar, al acercarme a la caseta, pasé repentinamente a mi condición de extranjero, pues utilicé el aparato con visible torpeza. Mi primo no se escuchó muy complacido por mi llegada, aún así se ofreció a pasar por mi apenas se desocupara. Mi espera fue excesiva, casi de tres horas, hice dos intentos más por llamarle pero no obtuve respuesta. Consideré la posibilidad de largar solo a Liniers donde tenía algún conocido. Pero de pronto me invadía la sensación de estar en un sitio completamente nuevo. Finalmente Oscar apareció, lo acompañaba un tipo de corbata y con camisa de maga corta. Ambos reían en su trayecto hacía mí. Mi primo me saludó como si apenas un par de días atrás, hubiéramos convivido. Al subir a su auto, Oscar me pidió dinero para pagar el estacionamiento, como no había hecho conversiones le di un billete de diez dólares. En la caseta de cobro pagó con “Patacones” y mi dinero se lo guardó en la bolsa de su camisa. El hombre que acompaña a mi primo, comenzó a hacerme preguntas sin sentido. Le divertía conocer nuevas formas sustantivas. Temí que en un momento me preguntara si en efecto, el Chapulín Colorado aparecía a la voz de “Y ahora quién podrá ayudarme”. Cuando noté que su simpleza se dirigía a mis temores, le dije: -Che, soy tan argentino como vos, pero fui exiliado- a partir de esas palabras la charla se hizo más seria. -¿Y cómo te va en México?- preguntó Oscar. -Bien, trabajo bastante- le respondí mientras observo un cartel de Cinzano que está allí desde que visité el país con mi abuela. -¿Y qué es lo que haces?- interrumpió el amigo. - Escribo guiones, para cine, para tele de lo que vaya saliendoEra esa mi respuesta básica, con ciertos variantes pero mi carta de artificio, a algunos les importaba a otros no. -¿Qué peli has escrito?- preguntó Oscar con molesta incredulidad. -La Mujer Fantasma-. -No la he visto- agregaron ambos amigos, acompasados y ligeramente satisfechos de saberme un mediocre en el mejor de los casos. Visitamos varios hoteles de mediana categoría, en realidad, no me importaba donde pernoctar, mi intención era desquitar un poco la fastidiosa espera impuesta por mi primo. Pero comencé a resentir el cansancio del viaje y opté por un hostal en Villa Crespo. Oscar y su amigo me acompañaron hasta mi habitación. -¿Cuánto tiempo pensás quedarte? Fueron las palabras de despedida de mi primo. 64

-No sé, tal vez me quede a vivir…-. El amigo, reaccionó a mis palabras. -Acá en Argentina no van bien las cosas-¿Cuándo han ido bien?- le pregunté molesto y con toda la intensión de cortar la polémica. Oscar no dijo más, me dio un abrazo y propuso encontrarnos en esos días e ir a tomar algo. Acepté con absoluta desgana. Ya solo, deshice mi valija. Como siempre en mis viajes, llevo más libros (que nunca leo) que ropa. Acomodé mis pocas pertenencias en un placard que olía a humedad. Los libros los coloqué en orden de supuesta lectura. Cuando tuve todo en su provisorio sitio, me senté en el filo de la cama y miré por la ventana el cielo de Buenos Aires. La hora crepuscular me daba relativo sosiego, pensar que Magda estaba tan lejos de mí en ese momento parecía más bien un impulso onírico. Caminé un poco por la pequeña habitación, hice un breve recuento de los acontecimientos recientes. No pude evitar cuestionarme sobre mi llegada y lo altamente errónea que me parecía de un momento a otro; con la plata justa, sin un motivo claro y sobre todo dejando a mi novia a su libre albedrío que tarde o temprano me estaría jodiendo la consciencia. -Hola tío, estoy en Buenos AiresSu voz no había cambiado en la última década, de toda mi familia de esa parte del mundo es él a quien más estimo porque todo parece carecer de importancia, sobre todo mi repentina presencia. -¡Ah qué bueno!, dónde exactamente-En un hotel en Villa Crespo, pero pensaba ir a tu casa. -¿Recordás como moverte en Buenos Aires?-No, pero ahora averiguo-Bueno, llegá entoncesAbordé un taxi en la esquina de Tres Arroyos y Pueyrredón, el chofer era un gordo rubio que apenas cabía en su asiento. Una parte del camino el tipo no dejó de canturrear tangos y mirarme por el retrovisor. Al llegar a San Isidro me preguntó: -¿Extranjero?Estuve a punto de decirle que no, pero en su gesto reconocí cierto entusiasmo por escuchar una afirmación. -Si...- le dije y me interrumpió. -¿Paraguas, Bolita, Chileno, Oriental?Terminó los gentilicios y espero mi respuesta. -Soy… peruanoEl taxista me observó con singular agudeza. Sin oportunidad a que me negara a escucharlo comenzó a platicarme sobre una prostituta peruana que “hacía unos trabajos como ninguna”. El tipo abundó en grotescos detalles, mientras hablaba se iba excitando, en un momento hizo un movimiento de pelvis que casi me hace vomitar. Por suerte en la radio comenzó un tango de Roberto Juárez y el tipo canceló su monólogo y se puso a cantar de nuevo. Reconocí de inmediato la casa de mi tío, mientras esperaba a que alguien saliera a recibirme, el taxista que no se iba, me llamó que me acercara y dijo con absoluta gravedad. -Ándese con cuidado en la ciudad amigo, acá detectan al extranjero y lo cogenAgradecí el consejo y volví para llamar nuevamente a la puerta. No había visto a mi prima Betina en muchos años, al tenerla delante; gorda y con un semblante fatigado, recordé con nostalgia que ella fue la primera mujer en mostrarme su pubis. Betina me observó buscándome los años y los tormentos de arriba abajo. Nos abrazamos como nunca falta en esas ocasiones. Por quien primero me preguntó mientras cruzábamos el patio fue por mi viejo. –Tenemos el mismo tiempo de no verlo, prima- le dije y se rió. Llegamos hasta la cocina de su casa, allí, vestido con un short y una camiseta sin mangas, estaba otro gordo (no tanto como el chofer del taxi) calvo y chispeante. El hombre que al parecer esperaba mi 65

llegada, pues en su gesto noté una buena disposición, tenía en su mano un vaso largo que sostenía con firmeza. Nos saludamos como si fuéramos amigos de siempre; era Alfredo el esposo de Betina. De a poco fue apareciendo el resto de la familia, primero mi otra prima Magali, en mucho mejor estado físico que su hermana y con muy poca emoción de verme. Después la menor de las tres, Elisa, acompañada de un novio de nombre Jean. Mis tíos tardaron un poco en llegar, y aparecieron siendo casi los mismos que recordaba de más de una década atrás. Todos juntos, como en procesión, llegamos al living, allí los puse al tanto de los años de ausencia. -¿Cómo te va en México?- fue mi prima Magali la primera en preguntar. -Bien- le respondí, con mi ráfaga de embustes lista si eran necesarios. -¿Te pensás quedar en Buenos Aires?- preguntó Betina. -Un tiempo, quiero viajar a Entre Ríos y a Corrientes-¿A Corrientes?- preguntó Alfredo que hasta ese momento no paraba de beber whisky tras whisky. -Mi novio tiene un piso en Recoleta- interrumpió Magali- ahora sólo lo ocupa un amigo suyo que estará un par de días. Mudate para allá, mi novio va a volver hasta el otro año. -Para el otro año faltan quince días- dije. -Bueno, no exactamente los primeros días, ¿te quedas o no?Lo pensé un momento, aunque no había mucho que reflexionar, lo que deseaba en ese momento era contar con un teletrasportador y aparecer en la cama de Magda, por lo tanto dije. -Gracias, acepto encantadoEl que se entusiasmó más con la idea de que me alojara en aquel departamento fue Alfredo, que de inmediato propuso llevarme al hotel de Villa Crespo, recoger mis cosas y rajar para el bulo de Recoleta. -Esta bueno el lugar- dijo mi primo político mientras conducía a más de cien siempre con el vaso de whisky en una mano. -Si qué bueno- dije por decir algo, en realidad no me importaba. Me apenó un poco dejar el hotel, la opción tentadora de vivir en ese aislamiento se perdía. Armé nuevamente mi valija. Traía conmigo unos camotes poblanos que dejé en la cama de la habitación. -Me voy- dije al de la recepción. El hombre me miró con recelo, en sus ojos grises percibí cierta hostilidad, que no entendí hasta que miré una estrella de David colgada en la pared. No me sentí cómodo por esa actitud y tuve necesidad de explicar mi partida para ganar algo de simpatía en ese hombre. -Señor, me voy porque unos familiares han insistido mucho, pero este lugar me parece magníficoLe entregué la llave de la habitación y el tipo la arrojó a una canastilla de mimbre. -El hotel me parece excelente…-volví a decir mientras recorría con la vista el austero mobiliario de la recepción No hubo respuesta de su parte, abrió una caja y extrajo un par de billetes que quiso entregarme. -No, de ninguna manera, consérvelos por favorEl hombre dijo algo en hebreo que pareció un insulto. Eso provocó insistir en mis buenos propósitos; llevaba en mi valija, un suvenir mexicano que de inmediato saqué y coloqué en la recepción. -Me gustaría dejarle un recuerdo de mi país- dije El judío colocó junto el dinero y el suvenir e insistió tanto y de manera tan brusca en que lo tomara que no tuve remedio. Cuando tenía todo en mis manos, pensé que era mejor así y yo también lo insulté, en español y con la mexicanísima fórmula –Chinga tu madre-. -¿Por qué tardaste tanto?- preguntó Alfredo. -El dueño, que se deprimió un poco con mi salida…66

Llegamos al departamento de Recoleta, al principio creí que nos habíamos equivocado de lugar, pues era un recinto suntuoso, un palacete porteño. Tenía la dimensión de seis o siete bulos del tío de Magda (mi única referencia); estaba completamente limpio y decorado con extrema delicadeza. El living, compuesto por muebles de Sky, parecía, más bien, un inmaculado exhibidor. Un comedor Luis XVI con barra y mini bar todo de caoba reflejante. Una cocina con mobiliario futurista, sin esquinas y con tonos platino. Las habitaciones (cinco) tenían televisor y baño con tina. La que sin duda era la habitación principal, goza de los servicios de un sistema tecnológico en el cual era todo posible con un tablero a un lado de la cama. Alfredo me explicó que se podían abrir las canillas de una tina a distancia, que más bien parecía una piscina, y una música avisa cuando el agua esta nivelada y a la temperatura precisa. Las provisiones de varias alacenas, también eran señoriales, la mayoría de los comestibles, eran extravagantes latas de procedencias noruega, finlandesa, griego e islandés. Había también cervezas de todo el mundo, como buen naco expatriado busqué las Corona. Era imposible querer averiguar a que se dedicaba el novio de mi prima. -Es sobrino de Carlos Yabrán y se quedó con un par de negociosParecía ese bulo un museo del lujo y la extravagancia, daba pena saberme inquilino de allí aunque fuera por poco tiempo. Alfredo por su parte, no tenía reserva. Tomó sin permiso (no había a quién pedírselo) un par de cervezas de la heladera y las bebió con el mayor de los placeres. De pronto comenzó a actuar como si estuviera en su casa. Se movía de un lado a otro con total desenvoltura, cambiaba a su gusto ciertos detalles de la decoración, largaba soliloquios extraños. Al terminar las cervezas extrajo de una alacena una lata de mediana proporción que parecía contener angulas, comió con los dedos y se acostó en la cama de la recamara principal a ver la televisión. Creo que sólo se levantó a beber más cerveza, cuando la programación dejó de interesarle, se acercó a mí y me preguntó. -¿Te gusta el fútbol?-Sí- le respondí. -¿De qué cuadro sos?-Cruz Azul-Yo soy de San Lore- agregó, y comenzó a contarme la historia del equipo sin preguntarme antes si quería escucharla. Después de una hora de hablar sin parar, Alfredo comenzó a decaer a consecuencia de su impresionante ingesta de alcohol. En ese momento apareció un hombre, debía de ser el amigo del novio. -¿Sos Diego, el primo de Magali?- me preguntó.-Yo soy Andrés gusto en conocerte- el hombre se notó satisfecho de tenerme como compañía en los próximos días pues comenzó también a hablar sin parar. -Me dice tu prima que sos guionista-Si- respondí. -Hace dos años conocí a un escritor Mexicano Mario Bellatin, ¿lo conoces?-No, creo que no..Alfredo que se había recuperado ligeramente, deseaba retomar el tema del fútbol, pero se percató de que ya no era posible, y se escurrió llevándose tres botellas más de cerveza y despidiéndose a lo bajo. Un diálogo fortuito de cine y literatura se prologó hasta las cuatro de la mañana, mi interlocutor, me preguntó en un momento que habitación ocuparía, no preví eso y me recomendó la que tenía vista al Jockey Club. Era el quinto día de mi estancia en Buenos Aires y el tercero consecutivo que acudía a la pequeña confitería de la calle Junín, cuando se me ocurrió averiguar el nombre de la mina que lo atendía. -Constanza- me dijo -¿quiere su cuenta?- agregó. Negué con la mano, devolví mi vista a mi libro Un Dios Cotidiano de David Viñas que no entendía un carajo. Tenía la mente ocupada en Magdalena, eran algunos días sin saber de ella y, por supuesto, estando tan lejos, 67

el tiempo y la zozobra no es la misma. Así que al no poder concentrarme plenamente en mi lectura, me dediqué a escribirle una carta a la mujer que tenía a miles de kilómetros de distancia. En las primeras líneas de la misiva, las palabras parecieron toscas, chocantes, sentía que no había mucho que decirle y redundaba. Destruí esa carta y comencé otra, esta vez narrándole los pormenores de mi viaje; desde que nos despedimos en el aeropuerto hasta ese día, logré varios renglones, describiendo a mi familia, el bulo que ocupaba y el batido de gancia que tenía delante de mí. Cuando ya finalizaba la carta, consideré que todo lo descrito allí podía carecer de importancia para ella, así que también esa la destruí y comencé una nueva misiva completamente ficticia. Mi amada: te escribo casi a tientas, apenas alumbrado por una débil luz que viene del exterior. Me encuentro en calidad de convaleciente en una clínica rural, no se bien en que parte, pero calculo, bastante lejos de ti y también bastante lejos de mi destino final. ¿Cómo he llegado hasta acá? Te preguntarás, porque tú me dejaste en el aeropuerto con destino a la Argentina. Y creo que si mis recuerdos recientes y dramáticos no dejan de acudir, podré narrarte lo que me ha sucedido. Debo decirte primero que desconozco que tan cerca he estado de la muerte pero la vida me ha regalado la gracia de continuar en este mundo para cumplir la promesa que dejé depositada en tu alma. ¿Recuerdas que nos despedimos con el juramento de volver y casarnos, para así estar juntos? En ese momento nuestras palabras parecían mínimos consuelos para hacer menos dolorosa nuestra despedida. Hoy en medio de un lugar desconocido, puedo decirte que estoy seguro que esa promesa, remontó mi propio destino y por eso estoy acá. Un poco quebrantado pero con vida y esperanza. Volábamos sobre el mar y lo único que miraba por más que extendía mi vista, era el crepúsculo que se unía al azul profundo del majestuoso océano. Bebía un whisky y me sentía ligeramente capaz de soportar mi porvenir. De a poco mis ojos languidecían al deseo de buscarte en sueños, así que me quedé dormido. No se cuanto tiempo habrá pasado pero un sobresalto me despertó. Primero pensé que el terrible ruido que escuché provenía de alguna pesadilla, al igual que el temor manifiesto generalizado del resto de los pasajeros. Pero no fue así amada mía; el avión en que viajaba se debatía entre el cielo y la tierra y el interior de la nave era una sola suplica de conmiseraciones al Creador. Todo sucedió en cuestión de segundos y aunque estaba preparado para lo fatal, fue tan solo un aterrizaje de emergencia en medio de una zona agreste. No hubo pérdidas humanas pero el entorno era confuso, parecía el recuento de un juego fallido, algún lamento se escapaba pero la mayoría guardábamos silencio tratando de entender lo que había sucedido. Yo estaba impresionado en grado mayor, pero con la certeza de que Dios me daba una nueva oportunidad para estar a tu lado. Todo parecía un espeso sueño ¿no has visto las noticias? Aguardamos algunas horas mientras el piloto se comunicaba pidiendo ayuda. Algunos pasajeros con humor para suposiciones dieron como posible ubicación la selva colombiana. Era lo menos importante el lugar, más bien sabernos sanos y salvos. El auxilio llegó cuando la noche comenzó a envolvernos en su oscuridad y algunos temibles sonidos animales amenazaron con acercarse. Fuimos trasportados en autobuses a la población más cercana. Tal vez esta noticia no llegaría a tu conocimiento si no se presentara una nueva prueba que debía superar; eran dos los autobuses en los cuales viajamos los pasajeros del avión, cuando un maligno azar hizo perder el control en el que yo viajaba. Irónicamente este suceso tuvo peores consecuencias que el avión. En esa ocasión si hubo muertes que lamentar. Lo supe al momento de recibir el brutal impacto de ocho metros de profundidad en ese nuevo y sibilino infierno. Entre gritos desgarradores de dolor, perdí el conocimiento tratando de liberar mi pierna derecha entre hierros retorcidos y el cuerpo (no sé si vivo o muerto) de una mujer sangrante. Desperté en la misma condición, los gritos desgarradores ya eran débiles balbuceos de agonía. A pesar de que mi dolor era intenso hice un esfuerzo por recibir al Espíritu Santo en absoluto silencio; no podía verme a un espejo pero por diversas sensaciones sabía que la sangre me cubría el rostro. Mi lengua me avisaba que mis dos dientes frontales desaparecieron con el golpe. También la cabeza me dolía, era un dolor agudo y frío. Después de un rato volví a cerrar los ojos, sabía que dormir podía tener fatales consecuencias pero carecía de fuerzas para 68

mantenerme. Canté un tango que me recordó a mi abuela hasta que el sueño me venció. Desperté en un vehículo que no era una ambulancia pero si llevaba un buen número de pasajeros heridos. Junto a mí iban un par de hombres que parecían muertos o a punto de estarlo por la terrible apariencia que daban. Traté de hablar, preguntar algo sobre mi situación, pero no escuché nada salir de mi garganta. Uno hombre, que sin duda era rescatista, notó que traté de decir algo y se acercó para colocar una mano sobre mi pecho con la intensión que mantuviera el sosiego. Ese hombre me miró con tanta piedad que me sentí a punto de morir y comencé a largar lagrimones secos. Llegamos a lo que parecía ser una clínica rural. Como sucede en estos casos, la atención es tardía y limitada. Fue de los últimos en ser atendido, mientras esperé en un rincón viendo como transportaban algunos muertos y otros malheridos. Un dolor de cabeza que no cedía, la boca seca y un deseo frenético de estar a tu lado eran mis más latentes síntomas. Un médico me llevó a un camastro y después de oscultarme me dijo: -Qué bueno que sigue vivo-. Han pasado dos días desde que llegué acá amada mía. Espero algún representante diplomático para poder llegar a Argentina. Apenas llegue a Buenos Aires te volveré a escribir con mejores noticias. Te quiere Diego Basave. No tardé mucho en hacer la carta, tampoco sentí la necesidad de depurarla. Magda siempre creía todas mis mentiras, y entre más fantásticas mejor, además era altamente impresionable con acontecimientos de ese tipo. Yo disfruté mucho saberla angustiada por mí y mantuve una sonrisa de placer mientras doblé cuidadosamente la misiva y la deposité en un sobre. Agregué un remitente absurdo, pedí otro batido como premio a la pequeña y creíble historia que conté a mi mujer. La que atendía la confitería vio como guardaba la carta entre las páginas de mi libro y me preguntó: -¿Le escribe a su novia?-No- le respondí – A mi madreHizo un gesto mudo, hacer un comentario más significaba llamar a través del cristal metafísico de la intimidad ajena. Lo hizo: -¿Y dónde vive su madre?-En Corrientes- respondí. -Ahh, yo soy del Chaco- agregó emocionada. -¿Más batido?-BuenoLa chica se agachó ligeramente dándome la espalda, aproveché el momento para estudiar su trasero. Recordé en ese momento que las mujeres siempre fecundan en mí un misterio que trato de develar inútilmente y siempre termino mal. No era un culo soberbio el que tenía delante, tampoco descartable. Era simplemente un culo al alcance de mi mano, debía, por lo tanto, hacer algo. Desde ese día acudir a la minúscula confitería de la calle Junín, se convirtió en una curiosa necesidad. El lugar permanecía vacío la mayor parte del día, de vez en cuando ingresaba algún ente solitario, pedía una copa y lo bebía en absoluto silencio para después pagar e irse como había llegado. La chica que atendía y yo, de a poco fuimos comenzando el diálogo, primero como una coincidencia que se fue ampliando hasta ser un asunto natural. Las discretas preguntas personales no tardaron en llegar. -¿A qué te dedicas? Preguntó ella y al parecer a todos los argentinos les interesa conocer mi ocupación. Pero mi respuesta no fue la que extendí a mi círculo familiar bonaerense, intenté variar mis artificios y dije algo nuevo, no muy lejano a lo otro. -Trabajo en una enciclopedia francesa, a mí me toca hacer la parte de Argentina. -¿Y llevas mucho?-No, voy empezando. -¿Vivis en París? -Sí- respondí un poco temeroso de que sus preguntas me llevaran a la ruina. Apuré mi batido de un sorbo y le pedí que me sirviera otro. 69

El tiempo que duró la preparación de la bebida funcionó, no hubo más preguntas de su parte y yo traté de recordar “Diarios de Moscú” el libro leído del cual extraje la historia que traía a cuento. -Y tú, ¿desde cuando trabajas aquí?- le pregunté para dar un giro a la conversa. -Tengo un año, casi. -¿Y no te aburre este lugar?-No, platico con los clientes- dijo y miro del otro lado del ventanal como si esperara la llegada de alguien. -Pero por lo que se ve, no llega mucha- agregué mirando en la misma dirección que ella. Al parecer lo último no lo escuchó, volteo a verme y se cruzó de brazos esperando que le dijera algo más. Reanudó la plática casi un minuto después –Una amiga me va a ayudar a laburar en el Ministerio de Educación- dijo entre suspiros. Constanza fue a colocarse lo más cerca que pudo de la vidriera y se quedó mirando hacía la calle. No duré más en la confitería que el tiempo en terminar mi último batido, pagué y me fui. Alfredo tenía el hábito de esperarme a las afueras de mi provisorio palacete, desde lejos detecto su impaciencia y su continuo mirar al reloj. -¿Dónde has estado?- pregunta al verme llegar sin el menor asomo de apuro. -Caminando che, Buenos Aires es cada vez más interesanteNo respondió a mis observaciones urbanas, y siempre proponía lo mismo. -Deberías dejarme la llave y yo te espero adentroYa en el interior, no conversábamos de gran cosa, Alfredo se dedicaba a prepararse copiosas cenas (que no me compartía) y beber cerveza, mientras repasaba la programación del sistema de cable. Mi primo político disfruta especialmente los programas de historias de Fútbol y a pesar de lo que los juegos que allí se transmiten tenían por lo menos una década de haberse llevado a cabo, éste gil que me hacía compañía gritaba los goles del “Cuervo” como si fueran en vivo. -Alguien va a buscar eso que te estas bebiendo- le decía a Alfredo cuando su ingesta de alcohol toma proporciones alarmantes. -No hay problema- decía sacudiendo la mano. –Yo las repongo después-. Era increíble la capacidad de ese muchacho para beber, parecía la bebida un suministro de vitalidad para él; aunque después comenzara a largar tonterías. Hablar de mujeres, proponerme invitar a dos amigas suyas, etcétera. Después guardaba silencio y se hundía en profundas reflexiones de borracho, cambiando el tono de sus palabras. Volvía al tema de las minas pero con miedo y cierta aversión, me suplica absoluta discreción y no se conforma con mi palabra, me exige un juramento. Ya completamente borracho se despedía. –No camines mucho mañana, recuerda que tu primo te espera- me decía y se iba dando tumbos. Siempre temí que durante esas jornadas el teléfono sonara a medianoche y mi prima entre sollozos preguntara por su marido y yo: -No sé, rajó hace tres horas. Todos los días que visité la confitería Constanza me prestó tanta atención que no tuve más remedio que contarle historia falsas sobre mi vida. Aquello que la mina escuchó y que podía pensar que era el material de un hombre experimentado, no era otra cosa que adaptaciones nefastas de algunas novelas o cuentos que traía a la memoria. Por supuesto, dentro de todo el horizonte ideal que le exhibía, incluí la condición de hombre disponible y para darle un valor totalizante al embuste, mi comportamiento era el de un tipo serio, discreto, intelectual y algo tímido. La chica lo creyó todo. Alguno de esos días en que me acerqué a la confitería vi desde la distancia que alguien acompañaba a Constanza; de principio no tendría nada de novedoso ver a más clientes, pero el sentido personal e íntimo que le di a ese lugar me tuvo a punto de cambiar el rumbo. Tardé un poco en decidirme entrar, finalmente lo hice. La empleada charlaba animadamente con una chica, cuando ambas mujeres me vieron, guardaron silencio lo que me hizo pensar que podían estar hablando de mi. 70

Saludé con un movimiento de mano y busqué el lugar más alejado posible. Mientras esperé ser atendido noté la mirada de la chica nueva, comencé a sentir avergonzado y censuré ligeramente mi condición de embustero. Con dificultad la miré yo también, en su gesto hay cierta decepción y me observa por un rato con leve ironía. No pasa un minuto cuando la chica me habló desde el otro extremo de la confitería. -¿Vos sos el que viene de París?- me pregunta con aire insolente. La torpeza me recorrió las entrañas, el peor castigo a un mentiroso es que lo tomen por sorpresa. Sonrío como para justificarme, doy una respuesta tan baja que apenas me escucho. -Sí, vivo en París, en un cuarto de pousonnier que huele a suda-mericanoNo me entendieron ninguna de las dos, sin embargo la chica nueva, se puso de pie y se dirigió a saludarme. -Hola, me llamo Zaira- y me dio un beso en la mejilla. De a poco comencé a recobrar la confianza, tuve que hablarles del París leído en algunas crónicas de viajes, en Rayuela y Trópico de Cáncer. Así fue pasando el tiempo hasta que a medianoche, Constanza avisó que era la hora del cierre. Esa fue la primera vez que duré tanto tiempo. Ayudé a desplegar la cortina metálica y caminé con las dos mujeres por algunos minutos sin pronunciar palabra, en la esquina de Leandro Alem y Av. Alvear, nos despedimos y me quedé mirándolas caminar con paso apurado. De vuelta al bulo pensé en Magda, si todo salió bien, ya habría recibido la carta, y estaría muerta de la angustia. No dormí esa noche, una rara satisfacción me mantenía despierto y alerta. Al amanecer comencé una nueva misiva, esta vez con un tono sentimental y abrupto. No mencioné lo del “accidente”, ni nada con respecto a mi estancia en Buenos Aires, era una carta escrita con aguda emoción. Quedé medianamente satisfecho de lo escrito. Guardé el documento en un sobre y escribí la dirección postal con sumo cuidado. En lugar de agregar un remitente, transcribí un fragmento de una canción: “Nena no quiero perderte/Si quieres puedes apostar/ hay mucho vino malicioso y poco vino del mejor”. Para esos días, gocé de la plena certeza de que mi presencia en la confitería tenía por objeto agradarle a Constanza. Básicamente le mentía con ese fin y aunque a veces desee contarle mi historia con Magda y recibir algún consejo, supe guardar silencio al respecto y sólo hablar de lo que convenía para la ocasión. Llegué esa mañana más temprano que nunca y entré saludando animadamente, a mi saludo respondió una voz desconocida, fue tal mi sorpresa que creí haberme equivocado de lugar. Antes que otra cosa, miré en torno mío; la calle, el interior, leí el letrero de la vidriera seis o siete veces. Todo coincidía menos la empleada que me entregaba la carta con una sonrisa afable. Volví a leer el letrero, nunca me había percatado, hasta ese momento que a confitería le falta el acento en la i. casi al instante dejé mi asiento y salí corriendo. Faltaban un par de días para la víspera de Nochebuena, cuando mi tío me llamó por teléfono para invitarme a pasar la fiesta con la familia. -Claro, allí estaré con el mejor tinto de Mendoza- dije. Esa mañana, quedé en casa recluido en horas que ya tomaba asiento en la Confitería. Me dio un poco de temor pensar que Constanza había obtenido el trabajo en el Ministerio de educación, y presentarme nuevamente allí, con mi cara de bobo me avergonzaba. Sin embargo, tampoco podía esperar a que llegara Alfredo a hacerme compañía. Así que aunque tenía ligeros deseos de visitar a un viejo amigo de Lanús, preferí arriesgarme y darme otra vuelta por la confitería. Me resulta sorprendente el estado emocional que gobierna todo mi cuerpo mientras trato de visualizar a la distancia quién atiende el local. Me parece distinguir la silueta sencilla de la mina que busco. Una última idea cruzó por mi mente antes de dirigirme al lugar. Qué demonios me importa la empleada de una confitería en Buenos Aires. -Ayer no viniste- fue primero que dije al entrar. -Porque es mi día de descanso- dijo ella entendiendo mi frustración. No agregué más, me senté en la mesa de siempre y esperé mi batido, esa vez Constanza se acercó con un par 71

de tazas y una tetera estilo Romanov y sirvió una infusión con gusto a canela y vainilla. -¿Qué es esto tan bueno?- le pregunté. -Una bebida caliente es buena cuando hace calor. ¿Te sirvo más?-Bueno- y le acerqué mi taza. Era una insignificancia pero la tenue barrera de cliente-empleada se había roto por completo, ahora esta mina se dirigía a mí como a un amigo y me servía para beber lo que a ella le pareciera mejor. Disfruté la infusión, el goce de estar en esa parte tan austral del continente me llegó por el paladar. Recordé que pasaría la Nochebuena en familia, lejos de mis dramas personales. -Te invito al cine- le dije a Constanza y fui el primero en sorprenderme de mis palabras. No me respondió de inmediato, quedó con la respuesta en los labios mientras daba un sorbo a su bebida, mi invitación no era del todo extraña al parecer. Finalmente, dejó su taza, clavó con gravedad su mirada en mí y preguntó. -¿Cuándo?-Hoy, mañana, cuando quieras- apuré a decirle. Caminó por el pequeño espacio que tenía para desplazarse, tomó un trapo y lo pasó por la barra. Después se lavó las manos con diligencia mientras me mira analítica. Tardó algunos minutos en hablar de nuevo pero yo estaba seguro que no me daría una negativa. -Bueno, mañana-Mañana, entoncesConstanza me sirvió más té y luego se sirvió ella. Así estuvimos el resto de la tarde, parecíamos una pareja de amigos en una confitería abandonada. Consideré de mal gusto acudir todo el día al café, además que era 24 de diciembre, todo se cierra temprano y valía la pena dar un paseo por Capital Federal. En el cine vimos una peli francesa y no nos dio tiempo de detenernos para un bocadillo o una copa, la euforia de la víspera de la navidad nos contagió el apuro y yo tenía prisa por llegar al bulo y preparar un postre mexicano prometido a mi prima Betina. Así que lo que pudo ser el principio de un romance transcontinental se volvió una cita a contrarreloj. La Nochebuena resultó como todas las que se celebran en familia; un rudimento que después de una hora me mata de sueño. Como pude me banqué la cena, aunque hice un esfuerzo por degustar la ensalada de remolacha. Después vino la ocasión de los regalos, por supuesto nunca estuve contemplado y fui el único en irse a dormir con las manos vacías. En la habitación de huéspedes me acomodé en la cama y me quedé mirando el techo. Un diálogo insistente me llegó del living, se trataba de Alfredo que alega con alguien sobre la importancia de San Lorenzo de Almagro. Por momentos puse atención a la charla, por momentos me dediqué a hacer un balance de mis visitas permanentes a la confitería. Censuré ligeramente el hecho de acudir a diario a contar historias ficticias. Mi motivación, que era tirarme un lance con Constanza, iba por buen camino, y aunque no tenía ningún otra finalidad que la autocomplacencia, lo tomé con seriedad. Por otro lado era estúpido pensar de esa manera, ¿Qué demonios me pasa? Con Magda tenía suficiente y aunque la distancia me daba ciertas licencia (sin duda a ella también) prefería no desgastarme en esos cuestionamientos nocturnos... Pasó la navidad y no esperé más para volver con los mejores ánimos a la confitería, allí aguardaba con mi amiga hasta el cierre. Compartíamos una mesa; si por azar ingresa algún cliente la mina lo atendía y volvía a sentarse frente de mí. Había cambiado el batido por la infusión de canela y vainilla porque ella lo decidió, sólo por eso. La de alba sería cuando sonó el teléfono, al principio creí que era Constanza (ya había llamadas entre nosotros) o tal vez Betina que me pedía compañía para ir de compras. -¿Hola? 72

-¿Diego? Reconocí de inmediato la voz, áspera debido a la larga distancia. No era necesario preguntarle cómo me localizó. Aquí la tuve y no tenía escapatoria. -¿Magda? ¿Hola? ¿Hola?- por un momento sentí que la comunicación se había cortado, -¿Por qué no me has llamado?- surgió el reproche en medio del silencio digital. Sentí que mis manos y mi voz comenzaron a temblar. -Han sido días difíciles- dije con poca convicción. -¿Estás bien?- me preguntó en el tono maternal que exigía para si en ciertos casos. -Sí y ¿tú? -Bien, extrañándote-Yo también te extraño- agregué. Hubo un silencio, quería decirle algo sobre el gusto que me dio escucharla, pero no iba por allí mi emoción, antes de lograr componer una frase ella pronunció mi nombre con el tono fatal que tan bien conocía. -Diego…-¿Si?Ahora no fue el silencio, fueron palabras ahogadas que Magda se resistía a largar. -¿Qué pasa?- insistí. -Te amo- me dijo y cuando dice eso en sustitución de otras palabras, significa que la calamidad ronda. -¿Has vuelto al alcohol?- le pregunté sereno. Aunque tardó en dar respuesta, escuché una débil afirmación que se mezcló con la interferencia de la larga distancia. -¿Sólo alcohol?- volví a preguntar con un tono suspicaz. -No- respondió ella como una niña avergonzada. -¿Cocaína también?-Si-¿Desde cuándo?-Desde que te fuiste.Eran las palabras más inconvenientes que podía escuchar, porque yo tenía responsabilidad en su reincidencia en las drogas. “Desde que te fuiste” significa “Cuando vuelvas lo dejo, mientras no”. Tenía por lo tanto que tomar una resolución inmediata. Estaba en Argentina para conocer por fin la provincia donde nací, para conocer la provincia donde creció mi madre. Trabajaba a una mina bien dispuesta, por lo tanto bien podía decir a Magda: “Tus adicciones me tienen sin cuidado” y colgar el teléfono, empezar otra vez de cero, además a Oscar le dije que tal vez me quedaría a vivir aquí, así que no sería novedad, -¿Y si vuelvo lo dejas?- le pregunté con la esperanza que me dijera que no. -Si- respondió con absoluta franqueza. -¿Estás segura?-Si Diego, te amoAntes de informarle sobre mi regreso, hice un último cálculo mental, podía llegar hasta Corrientes entre ese día y el siguiente, hacer una escala en Concepción del Uruguay. Pegar la vuelta pasado mañana y volver a México antes que terminara el año (4 días 17 horas 46 minutos desde el momento de la llamada) -¿Llego el 31 te parece?-Si mi amor, cuando tu quierasNo se cómo, pero me mantuve sereno, no le hice ninguna recomendación sobre abandonar sus vicios, sólo le reiteré la fecha de mi llegada y nos despedimos. Todo el día estuve pensando en la posibilidad de dejarla a su suerte. Me regocije por un buen rato soñando con un laburo en Corrientes; ese día no aparecí en la confitería, fui a comprar mi pasaje. Después me dirigí al aeroparque a hacer mi reservación, mi única esperanza era que los lugares estuvieran saturados hasta después de Día de Reyes; para entonces Magda ya estaría muerta por una sobredosis y no valdría la pena 73

volver. En la oficina de reservaciones se me informó que un pasajero acababa de cancelar y que gozo de buena suerte al encontrar un sitio disponible. Encontré esa circunstancia como una fuerza metafísica que decidía por mí, y yo no tenía más remedio que acatar el designio. Era buena hora cuando la suerte estuvo echada y esa misma tarde salía mi ómnibus a Corrientes. No me decidí si ir a la confitería o a mi bulo a armar mi triste equipaje. Estuve a punto de irme así, sin despedirme, pero al final de cuentas me arrepentí. -Me vuelvo a Francia- le dije mientras me servía mi infusión, me sentía sumamente estúpido con mis palabras. -¿Cuándo? me preguntó algo sorprendida. -En cuatro días-¿Y ya no volvés? -Lo dudo. No fue mucho el tiempo que permanecí esa postrera ocasión. Constanza me daba ánimos y me decía que cualquier argentino estaría eufórico de salir del país y no volver en mucho tiempo. Sus palabras me hacían daño, era uno de los inconvenientes de mentir: cuando se devuelven verdades bien intencionadas. Hice una profunda exhalación, miré la hora, era el tiempo justo para ir al bulo y rajar a la estación. Me puse de pie –Cuánto te debo- dije a Constanza como un auténtico pelotudo. -Chau Diego- me dijo de una forma que me pareció memorable. Siguiendo con mi línea de frases absurdas le dije: -Espero verte por acá en la próxima ocasión-Espero que acá no- dijo, se encogió de hombros, mientras daba un rápido vistazo al lugar vacío. Y me marché como Lot, sin mirar atrás. Llegué al bulo, Alfredo me esperaba como siempre, inquieto y expectante. -Me voy a Corrientes más tarde- le dije en lugar de saludarlo. -Esta bien- me dijo mostrándose como un inocente –Un traguito y me voy, dos y te llevo a tu ómnibusSus primero pasos se dirigieron a la cava, allí buscó algo que le complaciera y extrajo una botella de brandy. Desde el living me gritó hasta el cuarto donde yo hacía mi mínima valija. -¿A qué te vas a pasear?-A pasear-¿Y por qué no paseas más cerca?-¿Cómo por dónde?-Gualeguay, Rosario, Mar del Plata, qué sé yo. -Tienes razón, a la vuelta me rajo a PinamarTuve la valija lista y Alfredo me esperaba con dos copas. -No has tomado nada conmigo en el tiempo que tenés acá- dijo y me entregó la bebida ambarina. El brandy recorrió mi garganta, el gusto del alcohol me remitió a la ocasión que borrachos fuimos Magda y yo a un hotel cerca de Mixcoac. El recuerdo era vago y fragmentado, al dar el segundo trago, las reminiscencias se hicieron más claras, y cada nueva copa me traía un pasaje placentero, hasta que reconstruí la historia completa de aquella noche. Ambos quedamos dormidos en el living, Alfredo en un sillón y yo en un sofá. En el piso había una plasta de vómito, pero como estaba exactamente a una distancia media entre los dos, no podía precisar a quién correspondía. Obviamente perdí mi viaje a Corrientes y la posibilidad de por fin conocer Concepción del Uruguay. Era casi el mediodía del 29 de diciembre, ya era imposible dirigirme al norte del país, menos aún volver a la confitería. Con un dolor de cabeza taladrante me incorporé y fui a sacar dos cervezas de la heladera. El sonido del destape despertó a Alfredo y me extendió la mano sin levantarse, le entregué su cerveza y prendí el televisor. Mi primo político estuvo conmigo los días previos a mi regreso, casi no salimos del bulo y comimos y bebimos 74

cuanto encontramos. Cuando ya tuve que dejar definitivamente el domicilio, robé un par de adornos, una botella y dos cajas de alfajores que encontré en algún lugar. Mis tíos y mis primas me acompañaron al aeroparque, allí estaba Oscar, con un paquetito para mí. -Nunca me llamaste- me dijo y me entregó el presente. -Perdóname, me vuelvo de urgenciaMe abracé con todos. El último fue mi tío, me pregunté si lo volvería a ver, ya era viejo y su corazón de repente falla. Mientras me dirigía a la sala de espera recordé una frase de Cesare Pavese “Nos hace falta un país aunque sólo sea por el placer de abandonarlo” Mientras todos me dieron su adiós a la distancia, me sentí hondamente argentino. El avión ya sobrevuela el cielo rioplatense y no puedo creer mi reciente estadía en esa parte del mundo. Todo fue tan rápido que solo al mirar como me alejo de Argentina me doy cuenta que estuve allí. Una sobrecargo se acercó con el carrito de las bebidas, pedí un jugo de naranja, era lo único nacional que traía para ofrecer. Di un trago y cerré los ojos esperando abrirlos en México

AZAR Y NECESIDAD. Capítulo 13. 1 Nadie diría que voy llegando de Argentina –pensé mientras ingresaba al vagón del metro, estación Terminal Aérea. Lo mejor era integrarme lo más rápido posible a la dinámica de la ciudad, y lo más efectivo está en las redes subterráneas del transporte. Fue un viaje largo y tedioso (me refiero a este). La gente se dirige a sus jornadas de trabajo e inunda las estaciones. Soy el único repatriado que transborda en Pantitlán; no llevo prisa y mi reloj marca la hora de Buenos Aires. Llegué por mi auto a casa de mi viejo, a pesar de no vernos en días, nuestra charla se mantuvo en el nivel discrecional de siempre. El viejo indagó de forma extremadamente ligera sobre mi reciente viaje. Por mi parte muy poco que no fuera mentira podía decirle; nada de lo planeado se llevó a cabo y volvía por un motivo inconfesable. Antes de despedirnos le entregué una caja con alfajores y una botella de vino tinto de la que tuve plena seguridad, encontraría intacta en una década. El me entregó las llaves del auto y nos dimos un abrazo que duro algo más que los de siempre. Apuré mi camino a casa de Magda, Nuestra última comunicación no fue del todo alentadora y temí encontrar un escenario desolador. Durante el trayecto que va de sur a norte de la ciudad, fui volviendo a ser parte del paisaje urbano, de las calamidades que nunca faltan, el aire que entra por la ventanilla, vuelve a pegar contra mi rostro. Tras el zaguán al parecer, pintado durante mi ausencia, me recibe Román y aunque tuve el apremiante deseo de preguntarle por su sobrina, preferí mantener la calma y saludarlo con el ánimo mejor disfrazado. Después de las debidas cortesías tomé aire y le formulé la pregunta. 75

-¿Y Magda?Román tornó su rostro serio, aguzó los párpados, él también tomó aire. Buscó palabras en su mente que no encontró por algunos segundos. Yo me mantuve en vilo, con deseos de apurarlo; colocar mi puño delante de su cara y con tono desafiante insistir: -¿Y Magda?-. Finalmente habló y esto fue lo que dijo: -Magda tuvo una crisis y tuve que internarla en una granjaAsimilé las palabras, era la primera vez en mi vida que recibía una noticia de esas. -Entiendo- dije reflexivo, sin rastro aparente de ansiedad. A continuación el tío extrajo de su bolsillo un papelito y me lo entregó. -Es la dirección de la granja, por si decides ir a verlaRecibí el documento sin mucha convicción, para perder tiempo me dirigí al insignificante texto, era una dirección complemente desconocida. Por lo que pude percatarme la letra no era de Magda sino de Román y al igual que su sobrina tenía faltas de ortografía. -¿Te fue bien en tu viaje?- indagó el tío como para quitarle tensión al momento. Esa pregunta me tomó bastante desprevenido, con apenas algunas horas en México, Mi estancia en Argentina parecía un sueño a punto de quedar en el olvido y sólo respondí: -Todo bien Román, gracias-. Fuimos juntos hasta el auto, no sé si lo imaginé, pero sentí que el tío de Magda incluía una especie de lástima en las fórmulas de despedida, en el apretón de manos, en sus palabras atentas y preocupadas sobre el bienestar de su sobrina. -¿Vas a ir a verla?- preguntó cuando ya me alejaba. -No sé- le dije, pero creo que supo que mentí pues me sonrío. Por fin en Revillagigedo, consideré la posibilidad de templar mi alma antes de enfrentar, de nueva cuenta, el destino impuesto por Magda. Deshice mi precario equipaje, fui hasta mi librero a reencontrar esa parte vital de mi existencia. Por unas horas estuve hojeando los pocos pero doctos volúmenes que conforman mi acervo. En algún momento topé con una biografía de Allan Poe, escrita por Baudelaire, consideré que esa lectura era lo indispensable en ese momento. Con el paso de las horas y el inevitable encuentro con mis fantasmas nocturnos, comencé a echar de menos los pagos rioplatenses. Llegando a México los eventos se habían sucedido tan rápido que ahora con un poco de calma, una ligera nostalgia flotaba en mi entorno. -Lo más argentino del DF es la Condesa- pensé y decidí dar un paseo por esa parte de la ciudad. No supe en cuál de esa infinidad de bares y cafeterías instalarme. Era una de esas ocasiones en que todos los amigos se reúnen y no dejan un solo resquicio a los enfermos de solipsismo. Cuando me percaté que llevaba cerca de una hora dando vueltas inútiles, entré en el siguiente local que se atravesó en mi camino. Era un bar lo suficientemente elegante para intimidarme. Salvo por una pequeña mesa en el rincón más alejado, el lugar gozaba de nutrida clientela. Los grupos de comensales eran numerosos. Pedí un café y un croissant que comí con hambre. El ambiente del lugar aunque saturado de humo de cigarrillo y de un coro 76

desarticulado de voces y risas, me dio ocasión para retomar mi lectura y fue lo que hice. Cuando ya estaba por irme, la conversa de un grupo de jóvenes de la mesa contigua a la mía, llamó mi atención, por lo que pude percatarme, hablaban de literatura de una forma bastante especial. Después de escucharlos un rato, tuve deseos de ser parte de ese convivio. De pronto de esa misma mesa escuché mi nombre. – Diego, Diego Basave-. Una voz femenina me llamó. Al principio no reconocí a la mujer que se encaminó a mi mesa con paso seguro. Hasta que casi la tuve delante, supe que era Lali, Lali Ramos, una antigua compañera de mis años de estudiante. Me dirigí a su encuentro, nos dimos un abrazo prolongado. -¡cuánto tiempo! Dijimos casi en sincronía y quedamos mirándonos y sonriendo por algunos segundos. -¿Esperas a alguien?- preguntó finalmente mi antigua compañera. -No, vengo solo- le respondí con temor a que propusiera compartir su mesa. Y lo hizo: -ven te presentaré algunos amigos. Una oleada de vergüenza recorrió todo mi cuerpo, tenía mucho tiempo de no convivir con grupos de personas. Estuve a punto de pretextar cualquier cosa, pero recordé que Lali, en nuestros tiempos de estudiantes, siempre fue de un talante generoso, imposible de defraudar. Así que no tuve más remedio que seguirla. Tomé asiento y mi ex compañera se encargó de presentarme, casi de inmediato se reanudó el tema erudito. Yo mantuve la boca cerrada casi todo el tiempo, me oculte tras una taza de café y sólo abandoné el escondite para alcanzar un plato con galletas al centro de la mesa. Cerca de la una de la mañana concluyó tertulia, al despedirme de Lali estuve seguro que poquísimas ganas le quedarían de convivir nuevamente con semejante gil apático y taciturno. Pero estuve equivocado pues mi amiga dijo: -El próximo sábado tendremos un almuerzo en Tepoztlán, no vayas a faltarAgradecí su cortesía pero en ese momento descarté por completo mezclarme, en futuras ocasiones, con gente tan culta. 2 De vuelta al bulo tuve la convicción de dormir de inmediato para comenzar lo más temprano posible mi nuevo drama con Magda. La noche fue extraña, en un par de ocasiones abrí los ojos durante la madrugada con la plena certeza de estar en Buenos Aires. Desperté casi al medio día con muy pocas ganas de cumplir con el itinerario previsto. Me costó mucho trabajo llegar a la dichosa granja, un sitio bastante alejado de los rumbos que frecuento; patético al primer contacto visual. Barajé la opción de abandonar a Magda, dejarla a su suerte. Durante el convivio de anoche un par de chicas llamaron mi atención, podía volver sobre mis pasos y comenzar labor en otros senderos, menos arriesgados. Además recordé el hecho, de que cuando yo conocí a Magda ya era adicta, así que sobre mí no recaía ninguna responsabilidad. Pero como siempre algo superior a mis justificaciones anima mis pasos. La institución, la granja o lo que carajos fuera, tenía un claro sello cristiano. Desde lejos los agresivos trazos en aerosol denotan la motivación metafísica del lugar. Por toda la fachada el nombre de Jesús destaca significativamente. Busqué un timbre pero no lo encontré, con la mano extendida golpee una enorme puerta metálica y después de un rato una mujer madura y malencarada me recibió.

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-Buenas tardes, busco a Magdalena Bellmunt- Dije y la mujer con modales bastante toscos me permitió el acceso. Cruzamos un enorme patio dividido por una malla ciclónica, rematado en lo alto con alambre de púas. Limite que, sin duda, define el género de los rehabilitantes. Una garita se impuso en nuestro camino, ahora una mujer policía de dimensión superlativa nos cedió el paso. De inmediato entramos en una oficina, allí la mujer señaló un sillón arrasado e indicó que me llamarían. Después de un rato y en una oficina, otra mujer que resulta imposible describir por la simpleza de su aspecto, indica que tome asiento. Por la seriedad de mi interlocutora puedo prever que una dura aduana se interpone entre Magda y yo. La mujer tiene delante de si un documento y casi al instante comienza a interrogarme. -¿Parentesco con la paciente?-Novio- dije. Me corrigió –Pareja sentimental-¿Consume alguna de las siguientes drogas o medicamentos prescritos?Mencionó una lista enorme y a todo dije no. -¿Está en condiciones de apoyar económicamente a nuestra institución? -Volví a negar pero allí no terminó la demanda -¿Está en condiciones de apoyar con labores comunitarias a nuestra institución? Iba a volver a negar, pero la mujer tuvo listo un monologo recalcitrante respecto a las labores humanitarias que allí mismo se llevan a cabo. Con un tono cordial a la vez que definitivo me recordó que mi novia recibía ayuda profesional. No tuve más remedio que aceptar el justo premio a mi estupidez. Firmé al pie de un documento que ya no tomé molestia de leer. La mujer me indicó que esperara un momento mientras traía a Magda. Los seis o siete minutos de espera me parecieron eternos. Finalmente, primero fue su voz en llegar, después ella ataviada en ropas de reclusa color azul marino. La magdalena estaba delgada en exceso, los labios alargados y las mejillas hundidas. Sus caderas mantenían su artesana presencia no sin considerables esfuerzos. Corrió a abrazarme, besarme, me apretó contra su pecho. Siempre pensé que esos encuentros eran previamente ensayados pero esa vez me dejé querer. Después de su manifiesta emoción, se sentó al lado mío, con los dedos entrelazados en su rezago, en postura de absoluta sumisión. Por mi parte quería reprocharle todo lo que me viniera a la cabeza, desde lo más insignificante, hasta lo definitivo. Pero un ferviente deseo de poseerla allí mismo me quitó los ímpetus del reclamo. Estábamos solos y su condición de interna me calentó en exceso. Aunque ella hablaba, no le presté atención. Me pregunté si debajo de aquel vestidito de pésima calidad habría una de sus indiscutibles tangas, o algún brassier de buena marca que nunca faltan en sus pequeños senos. No pude más, le acaricié una pierna, luego la otra, me arrodillé delante de ella y metí mi mano debajo de su falda. Con la yema de los dedos toqué su vello púbico, entré un poco más y palpé la calidez de sus labios vaginales. Un ligero estremecimiento salió de sus labios. Con voz entre cortada me dijo: -Puede entrar alguien- . Tenía razón. Así que apuré mi furor y la poseí en una puta granja de rehabilitación para adictos.

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Casi cerca de las cinco de la tarde dejé el lugar, debía presentarme a la mañana siguiente y ponerme a la orden de directora. No llegué tan de mañana y ya me esperaban mis primeras actividades comunitarias. Según me enteré, la granja cuenta con un comedor abierto a todas las personas de escasos recursos. Se calcula que diariamente acuden de trescientos a cuatrocientos comensales. Por lo tanto, mi labor consistió en picar un centenar de cebollas y jitomates. Por más que ejercité mi memoria no encontré una ocasión tan bochornosa en mi vida. Durante las horas que me llevó mi actividad nunca pude ver a Magda y sobre todo al final, pues me fui con una ceguera temporal debido a la terrible inflamación de ojos que me produjo la cebolla, esto sin mencionar el suficiente número de cortes de cuchillo en manos y dedos. 3 Durante la mañana del sábado concluía la biografía de Allan Poe. La lectura me sacudió lo suficiente para mantenerme optimista. Dedique parte de ese día, al añejo pero revitalizante ejerció de hojear mis libros. Más tarde recordé que una comida entre intelectuales se llevaba a cabo esa misma tarde en Tepoztlán. Vi la hora, el tiempo apenas justo para comprar algo y no llegar con manos vacías. En un fogón con brasas rezagadas, sobrevivía un chorizo chamuscado y un pedazo de carne con aspecto de suela de zapato. Los invitados se distribuían en pequeños grupos y la mayoría bebía o fumaba. Era la primera vez que me incluía en un ambiente de semejante sofisticación y no pasó mucho tiempo para que me comenzara sentir incómodo. Lali, daba vueltas para averiguar si me divertía, no creo haber mostrado una jeta tan convincente pues no pasó de averiguar en un par de ocasiones. Cuando ya estaba por irme con inequívoca sensación de hastío, una remesa de quesos y embutidos se colocó en mi camino. Devoré viandas con desesperación, creo que fue otro invitado el que devolvió mi conciencia a la realidad al pedir que le alcanzara alguna de las botanas. El hombre, de a poco, propuso un afable dialogo, por lo que pude percatarme en su semblante tenía algo de artista o de intelectual. Hizo algunas preguntas bien intencionadas que yo respondí con vergüenza. En algún momento mi interlocutor trató de averiguar mi oficio. Pensé muy bien mi respuesta y no tuve más remedio que decirle: -Trabajo en una granja para adictos, pico cebolla y jitomates, si no me crees aquí está la prueba- y le mostré las horribles cicatrices de mis manos. 4 Llegó el siguiente lunes y con él, mis actividades comunitarias. -Vas a acompañar a unos jóvenes a vender- dijo la directora, apenas entré -¿A vender qué?- pregunté algo desconcertado, quería seguir picando cebollas. -Hoy tocan galletas- agregó. -¿Y dónde se venden?- volví a cuestionar. -En el metro, en los camiones, en los peseros, donde se pueda.De pronto a mi costado aparecieron tres chicos con auténtica facha de maleantes. Serían mis compañeros en las próximas horas o quizá en bastantes días. Me acerqué para decirle algo en privado a la mujer que ya se iba.

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-Disculpe, no creo ser la persona indicada para ir con ellos. -¿Por qué?- preguntó bastante sorprendida. Puse mi boca lo más cerca que pude de su oído. -No tengo aspecto de estar en rehabilitaciónLa mujer se alejó un paso, me vio de arriba abajo y se comenzó a reír, que digo reír, carcajear. Mis compañeros tenían un estilo altamente efectivo, abordaban el transporte como verdaderos rufianes, se colocan en tres puntos diferentes y comienzan un monólogo avasallante que intimida a cualquiera. Más allá de su aspecto, digno de tomar precauciones, en su lenguaje consistía el éxito del negocio; tosco, vulgar, violento pero apaciguado, a la gente no le importa si lo que venden es comprable, lo que la mayoría de los pasajeros desean es que descendamos del colectivo y nos perdamos por las calles. No duraron mucho las galletas, en un par de horas los chicos, y yo tras ellos, nos dirigimos a un parque a contar las ganancias. Como era de esperarse no toda la plusvalía iba a la granja, ni siquiera la mitad. Pude percatarme de cómo se repartían su dinero proporcional como auténticos caballeros sin prestarme a mí la menor importancia. Así fue el resto de la semana, aunque supe al día siguiente que mi labor consistió básicamente en ser un delator. La directora me pregunta cada tarde, y en privado, si los jóvenes se compran algo con las ganancias, por supuesto niego todo pero la mujer insiste, incluso desea averiguar si ellos me han ofrecida alguna especie de soborno. -No se preocupe usted, esos muchachos son la honestidad con pies-. Digo y me voy bastante fastidiado de todo. De las galletas, pasamos a las donas, después a las gelatinas. Con las ventas siempre a tope, mis compañeros tuvieron una sana iniciativa empresarial; con porcentajes similares compraron las paletas picantes más corrientes que encontraron y en un par de horas ya tenían una envidiable ganancia. Como a un perro que siempre va tras ellos, tuvieron el gentil detalle de invitarme una torta y fuimos a un puesto a las afueras del metro Tacuba. Antes de dar cuenta del “manjar” los chicos tuvieron a bien confesarme que tenían planeado romperme la madre y dejarme por Cabeza de Juárez, pero que al final les caí bien y además era novio de la “sabrosa” de Magdalena. Yo sólo atine a sonreírles, esperando que lo “sabroso” de Magda fuera una suposición y no una certeza. 5 Con un cuaderno bajo el brazo, con esa sonrisa nerviosa que no soporto y que aunque no vea, imagino bastante lamentable. Lali está a mi lado, se nota relajada, cuando nuestras miradas se encuentran sonríe y resopla en señal de que a ella también algo le inquieta, pero sabe controlarlo. En un momento se acerca y dice a lo bajo: -Te va a gustar el taller, Richardson es un excelente poeta-. Yo no tengo más remedio que afirmar con la cabeza, mostrar mi sonrisa nerviosa. Poco a poco el reducido espacio se va nutriendo de gente, algunos saludan y se colocan obedientemente a un lado nuestro después de preguntar por el taller de poesía. Por mi parte, reniego de esa inédita experiencia literaria. Llevo mi rebeldía lo más lejos posible hasta el punto de echar de menos mis actividades comunitarias. De pronto, me veo rodeado de mucho más gente de la que pude pensar, -tal vez sea cierto que Richardson sea un excelente poeta.- pienso. Lo siguiente es preguntarme porque acepté esta invitación, una racha de 80

decir que si a todas las propuestas eruditas de mi amiga es mi nuevo calvario. Por fin aparece el profesor, es un hombre joven, delgado, apuesto; dientes brillantes y aires de fanfarronería más bien afectados. Esa fue la primera de diez sesiones que el poeta Marcos Richardson dirigió nuestras aspiraciones estéticas. Yo, como el resto de los diletantes aporte mi grácil poesía. Que para lo único que sirvió fue para motivar los comentarios más hirientes y socarrones de nuestro temporal guía literario. En eso consistía básicamente el taller, burlarse del otro, todos participamos en el escarnio, con singular alegría, siempre y cuando no fuera un mismo el que recibía el ultraje. El último día del taller, los pocos valientes o carentes de amor propio, nos reunimos en un bar junto a nuestro ilustre vate. Richardson nos regaló poemarios de su inspiración con dedicatoria incluida. Fui de los primeros en irme esa noche, el poeta y sus discípulos bebían con singular entusiasmo. Por supuesto Lali abandonó el taller hacía ya algunas semanas y realmente no hubo nada que reprocharle. Sólo esa noche de vuelta a casa, durante los semáforos en rojo hojee el poemario y no encontré gran diferencia, entre aquello indigno de mención y esto que goza del arte tipográfico y el envolvente aroma de la tinta en el papel. 6 -Un día echaré de menos este sitio- me dije al llegar puntual a mis labores comunitarias. Fue la misma Magda la encargada en abrirme la puerta. Lleva tiempo celebrando mi honrosa participación en semejante muladar. De la mano llegamos hasta la directora, que su simplicidad está enmarcada en una sonrisa al parecer sincera, nos habla con un tono de gran camaradería, con visible preocupación entrega unos folletos que informan sobre el uso de la drogas. Yo trato de mantenerme atento a lo que la mujer dice, pero no puedo y vuelvo constantemente mi vista ha Magda. Ahora se mira con mejor cuerpo, semblante recuperado, le queda un pequeñísimo rasgo de su periodo de expiación que si se lo mira con detenimiento, realza su sensualidad. Por último la directora me entrega un documento que informa sobre el tiempo que mi novia estuvo en la granja. Otra vez la mujer se toma su tiempo para informar sobre algunos pormenores pendientes, yo, definitivamente no le presto más atención, lo único que ocupa mis pensamientos es, por fin, sacarle ese vestidito de reclusa a Magda y coger con ella hasta ofrendarle la última gota de semen. Dos tardes después, Magda estuvo lista para recibir su alta. Hubo una pequeña fiesta en honor a la rehabilitada; comimos tostadas de pata y bebimos mucho refresco. A ella le ganó el sentimiento mientras nos alejábamos del lugar. Aproveché el trayecto a casa para sacudir su moral hasta con mis mejores argumentos. Muy en el fondo, siempre supe, que podía soportar esas pruebas, pero si existía el modo para evitarlas, mejor. Ella escuchó cada palabra e hizo la promesa de no dejarse llevar. Nos tomamos de las manos y supongo nos declaramos el amor más profundo sentido hasta ese momento. Los astros, por fin se alinearon a mi favor y el porvenir prometía algo. Por cinco días no nos separamos ni un momento, ni dimos descanso a nuestras apetencias. Hacíamos el amor al amanecer, durante la ducha, antes de comer, mientras mirábamos televisión, en el auto. Desvelamos nuestro sueño por reanudarnos. Pero también de coger uno se cansa, así que un día le dije a Magda: -Mañana iré a la presentación de un libro, ¿Quieres ir conmigo?Por unos segundos se quedó pensando, cualquier otra invitación que no incluyera la palabra libro, habría aceptado de inmediato. -Me gustaría ver a mi tío- dijo- no sabe que ya salí de la granja81

Su pretexto fue inapelable, no tuve más remedio y esa última noche nos dormimos temprano. 7 Por supuesto llegué acá por invitación de Lali, de otra manera imposible. Tomé asiento y la precaución de apartar un par más para mi amiga, como acordamos. Al fondo del lugar hay muchas cámaras de televisión. Al frente una mesa rectangular que muestra el nombre de Juan Gelman, como siempre me gana la ansiedad, volteo constantemente hacia el acceso hasta que aparece Ana y su mamá. Ellas, sin duda se muestran mucho más tranquilas, saben de estos menesteres más que yo, incluso van bien vestidas, detalle que pase desapercibido en mi persona. Al rato llega el poeta, es más alto de lo que imaginé, se detiene a saludar a algunas personas, a mi me regala un soslayo casi imperceptible. Detrás van los otros que ocuparán la mesa rectangular, bien vestidos y perfumados. Casi sin darme cuenta comienza el acto, muchos de los poemas que se leen, los conozco a la perfección. Hubiera sido así toda la presentación pero los hombres que flanquean a Gelman también tienen algo que decir; uno de ellos presenta un regalo que la editorial hace al poeta, se trata de una pulsera de plata con el nombre del autor finamente grabado. Noto que Lali y su Mamá comentan algo a lo bajo pero no me entero, los poemas se reanudan pronto, es mi primera vez en la presentación de un libro y deseo que no sea la última. Al final aplaudimos de pie, quien lleva su ejemplar corre a formarse, quien lleva dinero compra uno a las afueras del salón, yo me quedo en un estado intermedio, parado allí sin saber a donde ir. Mi amiga compra dos ejemplares y me entrega uno. – ¿No vas a ir a que te lo dedique?- pregunta. Yo que soy un tonto y me vengo enterando así cada vez, corro a formarme y también allí aparto lugar a mi amiga que se detiene a saludar amistades. -Hoy es el cumpleaños de Juan- me dice Lali - habrá una pequeña reunión en su casa ¿Quieres ir?No puedo negarme a esa invitación y ese será el primero de tres golpes de suerte que recibiré esa tarde. Lali y su mamá no llevan auto y acordamos ir en el mío. De camino encontramos a Juan Gelman tratando de conseguir un taxi, es la mamá de Lali la que le llama y le dice que venga con nosotros. Ese es el segundo golpe de suerte, el máximo poeta vivo viaja en mi auto. Solo hay un inconveniente, mi coche es un basurero y no puedo aceptar que lo sepan mis altísimos pasajeros, -Lali, señora, maestro, no me gustaría que caminaran tanto, les ofrezco ir por mi auto y venir aquí por ustedes en no más de cinco minutos- dije con el tono más solemne que extraje de mis entrañas. Los tres se miraron entre si, fue el poeta quien dijo que no había inconveniente. Yo insistí. –Maestro, me apena que caminen tanto, además el auto está en un lugar de difícil acceso, le suplico…No escuché respuesta, pues corrí desaforado. En el auto hablaron Gelman y la mamá de Lali, a veces mi amiga aportaba algo, yo fui el único que no dijo una palabra. Del dialogo llamó mi atención una pequeña pero dura crítica que los tres hicieron al regalo de la pulsera de plata. Yo hubiera querido que el viaje fuera más largo pero en muy poco tiempo estuvimos en la Colonia Condesa. Había bastantes invitados, Gelman fue recibido con una gran ovación. Lali encontró casi de inmediato bastantes conocidos y no se ocupó más de mí. Yo me dediqué a merodear por allí. Vi algunos escritores que reconocí de inmediato. Había empanadas, sándwiches de miga, vino tinto, alfajores. Traté de controlar mis

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arrebatos y con una sola empanada que me duró bastante, estuve curioseando por los numerosos anaqueles de libros que había a mi paso. Tal vez pasaron diez o quince minutos, cuando me pareció ver por casualidad el estuche que contenía la famosa pulserita de plata, la misma que el poeta recibió y que algunos coincidieron en un regalo desdeñable y de mal gusto. Por un instante fui indiferente al hallazgo, y estuve a punto de seguirme de largo, pero de pronto una extraña sensación se apoderó de mí y regresé la vista al objeto. Hablé de tres golpes de suerte y este fue el último y definitivo. La alhajita condenada al olvido, era una especie de mártir que requería de un alma buena y noble que la rescatara de la indiferencia. Casi con lágrimas en los ojos, recorrí con mi dedo la forma de aquel preciado metal. Una especie de fuerza mística se adueñó de mis actos, con absoluta delicadeza tomé la prenda ajena en mi mano, repetí con solemnidad palabras de Conrad que iluminaron mi mente: -un distintivo, un amuleto, un adorno, un acto propiciatorio-. Con absoluta naturalidad coloqué el objeto en el bolsillo de mi saco, por un segundo o tal vez menos mi acto estuvo justificado. Pero de inmediato la realidad llego de golpe, supe que robaba y busqué la enmienda tras el pecado. No era fácil devolver el objeto, sentía todas las miradas encima. Tuve que diseñar un plan, casi perfecto. Salvo un inconveniente: todo mundo se enteró de mi usufructo y rajé de la casa del poeta casi corriendo. Nunca más volví ver a Lali y por si fuera poco, Magda desapareció esa noche y algunas otras. -¿Cuál es mi fortaleza para esperar aún?, ¿Y cuál mi fin para dilatar mi vida? Job capitulo 6 versículo 11. Carajo.

LA MECENAS. Capítulo 14. Los tiempos calamitosos y Consuelo con la mala costumbre de hacerle honor a su nombre y darme buenas noticias: –No puedes faltar a la comida- dijo y yo temí algo favorable. Nunca antes había visto a la mujer que la acompañaba, su nombre era Patricia, y desde que me vio, insistía en conocerme de antes. Era una mujer madura, le calculé un poco más de cincuenta años. Atractiva a medias, segura de sí misma, de modales aparentemente refinados, dueña de una voz sensual y un vocabulario lleno de tópicos, un tic nervioso que se hacía manifiesto al momento de fumar; prefería que le llamaran Paty, conversaba con desparpajo, manifestando un incesante deseo de competencia, no podía guardar silencio por más de algunos segundos. Combinaba lo público y lo privado sin reserva, nos hizo saber que se masturba con frecuencia y lo dijo como si fuera una hazaña. Por si eso fuera poco aporta algunos detalles de su onanismo. -¡Jamás lo hubiera pensado! Es lo único que atino a decirle cuando concluye sus pormenores. Por suerte los alimentos la serenaron un poco y con la boca llena me preguntó: -¿Así qué eres escritor? Antes de responderle, voltee a ver a nuestra amiga en común, sin duda ella le había informado sobre mi oficio. -Sí- le respondí, después de tragar un avinagrado vino chileno. -¿Y sobre que escribes?- inquirió 83

Su pregunta tenía buenas intenciones, pero mis ánimos no eran apropiados para responderle como merecía. -Sobre la sociedad- dije por decir. No hubo más preguntas, dejamos el tema de la literatura por un rato y nos dedicamos a comer en silencio. Durante los postres hablé tímidamente sobre mí, a petición de ella. Mientras largaba mis ficciones autobiográficas pensé que a un escritor fracasado no se le debe creer la historia de su vida contada en horas de sobremesa. Cuando no hubo delante de nosotros más que tazas de café que iban enfriándose; Consuelo comunicó el motivo que nos reunía en esa ocasión. -Paty quiere proponerte algo- dijo mi amiga con ese tono gentil y solidario que siempre fue un aliento en momentos difíciles. Guardé silencio y me revolví en mi asiento. No tuve la menor idea en que podía consistir el ofrecimiento, una mujer que se masturba con frecuencia puede proponer cualquier barbaridad. -Me dice Consuelo que estás escribiendo una novelaNo es cierto (pensé) no escribía un carajo desde hace mucho, y lo poco escrito era banal. De un tiempo a la fecha me dedicaba completamente a Magdalena, a santificarla y sufrirla, nada más. Pero a la gente cercana le decía montón de mentiras, entre esas que escribía. -Sí, voy comenzando- dije para mantener el diálogo a mi favor. -y ¿De qué se trata?- Preguntó Patricia con un tono que fingía interés. Quedé pensativo un momento, hice un esfuerzo por no hacer evidente que la pregunta me tomó por sorpresa. Finalmente recordé el argumento de una vieja película: -Bueno, se trata de un hombre que llega a vivir al departamento de una mujer que acaba de suicidarse, el hombre comienza a ser tratado por su entorno, como si fuera la antigua inquilina, hasta que el personaje se asume así mismo como la mujer y termina suicidándose en igualdad de circunstancias. Consuelo y Paty se voltearon a ver, por un momento sentí que también habían visto la película de Polansky y quedaría en evidencia. Pero en lugar de eso, del rostro, algo marchito, de la amiga de mi amiga surgió un gesto de aprobación. Hice otro esfuerzo, esa vez por no reír. Hubo una pausa prolongada, un silencio cubrió todo el restaurante y abarcó a los meseros que nos observaban desde un rincón. Finalmente, con un tono grave añadió Patricia. -Suena bien tu novelaNo afirme, ni negué, no agradecí el comentario ni fui indiferente a él, simplemente seguí ocultando mis ganas de reír y pensé –Es tan sencillo saber que miento-. La mujer se tornó pensativa, como si algo muy serio ocupara sus pensamientos. Tomó un sorbo de su café, se limpió la boca con propiedad y fue al grano. -Me gustaría ayudarte a que termines pronto tu novela-

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Supe de inmediato a lo que se refería y entendí hasta ese momento la urgencia de Consuelo para que asistiera a esa comida. -¿Cómo quisiera ayudarme?- pregunté fingiendo inocencia. -Un sueldo mensual, hasta que termines- dijo – pero que no sea mucho tiempo. Una paga por escribir lo que yo quisiera, el sueño de muchos escritores; sin madrugar, sin trasnochar y sin hacer diligencia alguna. Suceden cosas como estas cuando me encuentro alejado de Magda. Di un último trago a mi copa de vino mientras meditaba sobre los recientes acontecimientos; no en la oportunidad que me daba esa mujer, que hasta ayer no conocía, sino en el claro malentendido de que yo no era el indicado para recibir incentivos. Dirigí una miraba triste a Consuelo, ella sonreía con impaciencia, en su gesto se mezclaba una rara convicción con el inmerecido cariño que me tenía. Patricia no dijo más, esperaba mi respuesta y no tuve más remedio. -Bueno gracias, ¿Cuándo comenzamos? La curiosa bienhechora había encendido un cigarrillo, después de largar el humo, en un gesto dramáticamente benévolo, me tomó de la mano y añadió. -Lo más pronto posible. La tarde languidecía, mi flamante mecenas me entregó un dinero para dar inicio a nuestra sociedad, era suficiente plata para vivir una semana en el hotel e incluir los tres alimentos del día. Nos despedimos con un abrazo y besos en ambas mejillas. No hubo más palabras del asunto. Consuelo y yo nos fuimos juntos, comencé a sentirme alegre Esa misma noche inicié mis actividades de escritor profesional. Lo primero que hice fue comprar un paquete de hojas blancas, algunos lápices y una pequeña radio de color rojo. En la habitación 112 (la que siempre solicité) busqué el mejor rincón para comenzar a escribir la novela por lo que obtendría mis primeros ingresos. Intenté escribir en la cama, pero al rato ya me dolía la espalda. En el suelo lo que me dolieron fueron las nalgas. Terminé en la tina del baño, sintiendo una tierna comunión con los orígenes literarios de Stephen King. Varias ideas circularon por mi mente, ninguna clara. Por un momento pensé que sin plata de por medio imaginaría con mayor libertad. Durante algunas horas tracé palabras sin sentido, cuando me cansé de escribir, dibujé caras barbadas. Después de algunas horas no pude más y me fui a dormir; previne la posibilidad de que una idea me llegara durante el sueño, así que coloqué un par de hojas al lado mío. Nada escribí durante toda la noche. Al despertar tuve la misma sensación de vacío que siento cuando ignoro el paradero de Magda. El mismo sabor amargo en la saliva. Recordé a Patricia pero con bronca, ella ahora me traía un problema extra. A un costado de mi, la hojas en blanco casi intactas. Fui al baño, me miré al espejo, insulté por unos segundos la imagen que tenía delante, porque prefería estar con Magda a escribir. Durante buena parte de la mañana intenté alcanzar la lucidez, por momentos recordé algunas frases sencillas de Rulfo o de Soriano, pero mi mente era una feroz nuez que para abrirla tenía que romperla. Al medio día me llamaron de la recepción para informarme que mí tiempo de hospedaje había concluido. Hice mi valija poniendo especial cuidado en que las hojas de papel no se fueran a maltratar.

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Caminé sin rumbo por la colonia Roma, como una especie de romántico sin musa. Me iba aburriendo pensar en qué demonios escribir. Llegué a un parque y me senté a la sombra de un eucalipto. Escribí por un rato prolongado, sin mucho sentido, cuando ya me dolían los dedos y me ardían los ojos, decidí suspender mi magra creación. Revisé lo escrito, nada era ni mínimamente aceptable. Por un buen rato no supe que más podría hacer, Calíope me daba la espalda. Sin muchas posibilidades, opté por revisar mi capital. Con el dinero restante de la primera aportación de mi querida mecenas podía asistir al cine sin poner en riesgo mi pernoctancia y así lo hice.

-Háblame de tu novela ¿Cómo va?- preguntó Patricia mientras me invita a sentarme delante de ella en su oficina. -Bien- le respondí –voy avanzandoNo hizo más preguntas, de un cajón de su escritorio sacó algunos billetes; me los entregó mientras yo hacía un esfuerzo supremo por no mostrar la evidente vergüenza que me enrojecía la cara. -¿Cuándo veré algunos avances? Preguntó mi benefactora. -En quince días- añadí algo temeroso. No había forma de cubrir la desidia de dos décadas en quince días, pero ese fue el plazo que me puse. Todavía intercambiamos algunas ideas antes de que pudiera huir de ese lugar. No dejé el hotel en casi un mes, el mismo tiempo que no supe de Magdalena; por momentos me hacía a la idea de que jamás volvería a verla. Me sosegaba pensar que llegaría a ser un buen novelista enclaustrado en aquel cuarto de hotel. Pero apenas avanzaba algunas horas en mi escritura, mi optimismo decaía, me sentía ofendido, dueño de una estúpida imaginación. Entonces volvían mis pensamientos a la ausente. A las dos o tres cuartillas de avance, sentía claramente mis intentos desbaratarse en mis manos. Tenía la costumbre de pensar más de lo que escribía, y por lo regular mi pensamiento ofrecía párrafos perfectos, no así mi prosa, bastante jodida. Consideré seriamente la opción del plagio, a Juan Vicente Melo, pocos lo conocían y a su novela “Obediencia Nocturna” la tenía en gran estima. Además era seguro que las lecturas de Paty no eran más que utilitarias. Así que puse manos a la labor a manera de arbitrario homenaje al escritor veracruzano, sus primeras líneas jamás las he olvidado: “Quiero bañarme, afeitarme, lavarme los dientes, arreglar mis libros, leer, estudiar, volver a la escuela”. Puntualmente llegué con Paty la siguiente fecha. Hasta esa ocasión no tuve curiosidad por conocer el oficio de mi generosa protectora. Supe que era dueña de una empresa de importaciones, sus oficinas estaban en la planta baja de un edificio de la Zona Rosa. Un par de docenas de empleados revoloteaban en torno a ella, todos allí tenían un aspecto de sumisión, existía una curiosa armonía laboral, producto de una atmósfera de respetuoso temor. Esperé por un rato en una recepción anticuada, delante de mí pasó Patricia y sin voltear a verme fue directo a su oficina, se dejó caer sobre su asiento y dio un par de exhalaciones profundas.

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Aunque estaba casi delante de ella, no se percató de mi presencia, una rara agitación la mantenía ensimismada. Por un instante me pareció una maniaca depresiva. Consideré la posibilidad de irme y volver en otra ocasión, pero andaba escaso de efectivo, así que tomé valor y me acerqué con cautela. Cuando Patricia por fin se percató de mi presencia, al principio pareció no reconocerme, hasta que la saludé sacudiendo la mano y diciéndole –Hola Paty-. -Ah, eres tú- me dijo, dando una calada a su cigarrillo y arrojando el humo por la nariz. -Traigo algunos avances- dije y puse un montón de hojas en su escritorio. La Mujer emitió un pequeño gruñido al ver el manuscrito delante de ella. Levantó una primera hoja como si se tratara de un material pestilente y lo revisó con superficialidad. Hizo varios gestos aunque nunca leyó nada. Me molestó el desdén con que trataba la excelente novela de Juan Vicente Melo. Finalmente incorporó la hoja al resto. Apagó su cigarro contra el cenicero, si bien ya estaba casi extinto, lo recargo con furia hasta que las yemas de sus dedos se impregnaron de cenizas. Mencionó algo a lo bajo que no alcancé a escuchar, yo comenzaba a sentirme sumamente incómodo. Consideré que salir de allí con plata iba a ser por un golpe de suerte y no más. Mi mecenas no paraba en sus extraños soliloquios, yo miraba en todas direcciones sin animarme a verla a ella. Al final de cuentas abrió el mismo cajón de la vez anterior; un repentino alivio me recorrió todo el cuerpo; me liberó el espíritu, Patricia contó el dinero tres o cuatro veces antes de entregármelo; resopló con energía. Yo no pude contener mi ansiedad y extendí ambas manos como si fuera a recibir un alimento vital. Ese fue sin duda, un episodio bochornoso; era evidente que Patricia se había cansado rápido de su papel, pues se aferró un momento a los billetes que ella misma me entregaba. Por mi parte, quería de inmediato embolsarme ese dinero. Así que entre aquella mujer y yo hubo una pequeña lucha. Por algunos segundos, nos aborrecimos uno al otro, porque no nos animamos a odiarnos a nosotros mismos. -Gracias- le dije y me puse de pie, dispuesto a marcharme en seguida. -Llévate tu novela- alcanzó a decirme antes de que desapareciera de su vista. No me preocupé en lo más mínimo por escribir en los días posteriores. Mi jornada trascurría en vagar por la colonia Roma y la Doctores, esperando que anocheciera para volver al hotel y quedarme dormido viendo el canal de pornografía. Una noche de frío implacable, no conseguí mi habitación de siempre, el hotel estaba lleno y tuve que conformarme con una pieza en la parte más alejada del último piso. Al acostarme, un vientecillo helado me hizo tiritar. En la ventana faltaba un pedazo de vidrio que permitía la nociva filtración. Busqué una forma de remediar el inconveniente, tardé un buen rato averiguando una solución. Temía dormir y despertar con neumonía; para verme obligado a utilizar mis ingresos en medicinas. Después de varias tentativas, coloqué finalmente mi chamarra hecha bola y eso me dejó satisfecho. Esa ocasión no encendí la tele para quedarme dormido, caí en una especie de letargo melancólico; me sentí un viejo decrépito, temeroso al frío de la madrugada, me cubrí por completo con las sábanas. Hice un intento por pronosticar mi futuro inmediato; nada alentador, por lo que pude vislumbrar.

Primero pensé que había dejado el televisor prendido, pero no. Un gemido vigoroso de mujer me llegó de la habitación contigua. Por reflejo condicionado vi la hora, eran casi las cuatro de la mañana. Pensé que era 87

un poco tarde o un poco temprano para manifiestos concupiscentes (¿Olvidé que estaba en un hotel?) a partir de ese momento fui espectador volitivo de lo tañidos lúbricos; mi respiración se incrementó de pura sugestión; mi sangre se agolpó; busqué aliviar mi creciente excitación. El gemido persistía armonioso y líquido, era una música procaz. Temblé de frío, de lujuria en solitario. Abracé mi furtiva ilusión y le hice el amor a un sonido. Desperté a las diez de la mañana con el denso hastío posmasturbatorio. Recordaba perfectamente los recientes acontecimientos, pero mi sensación era de pura derrota. Aunque tardé algunas horas en aceptarlo, esa mañana una idea se había instalado en mi cabeza y no dejaría de taladrar mi consciencia hasta que la echara andar. Mientras camino al teléfono lleno de incertidumbre, opto por el más absurdo y práctico de los remedios, que a mi parecer me librará de toda carga emocional y evitará esos penosos actos en soledad. Hablaría con Magda y me presentaría con una nueva disposición, lejano a los lastres amorosos. Sensatez y prudencia, las cualidades del cliente de una puta, serían mi consigna. Porque Magdalena era eso, la protoputa permanente. Cuando escuché su voz, segura y sensual, con la que siempre atendía el teléfono, desistí de mis propósitos, volví a ser, de un segundo a otro, irremediablemente, el de siempre. Nos citamos en el café Trieste; como en ocasiones anteriores al momento de reencuentro, Magda arremetía con una agobiante letanía de conmiseración y un prolongado ofrecimiento de disculpas. Yo siempre tomo mis precauciones, sencillamente la escucho y canto a lo bajo “Mucho humo y poca luz, farolito de papel” Después del performance de abrumadora humildad, del “comenzar de nuevo a mi lado”, nos rondaron peligrosos intervalos de silencio, sonreíamos uno al otro y cambiábamos discretamente la dirección de nuestras miradas. Opté por lo trivial. -¿Qué has hecho todo este tiempo?- le pregunté un poco a su manera, con indiferencia. Ella desvió la vista por décima vez, habló como si tuviera listo un parlamento y recién lo terminara de aprender. Siempre que mentía hacía los mismos gestos. Colocaba las manos en idéntica posición, aunque me negara, la conocía en algunas de sus facetas. -Estuve trabajando en una agencia de modelaje- apuntó- pero sólo por este tiempo que no te vi. Carajo, era una mentira de bajísima calidad. Me molestó siempre el hecho de que no profundizara en un artificio verosímil. O acaso ¿Piensa esta mina que le voy a creer cualquier embuste? Temí un desenlace igualmente nimio y guardé silencio pero no fue suficiente Magda agregó: -El gerente de la agencia me hizo varias insinuaciones y por eso renunciéEra el colmo del cinismo, mi novia habíase convertido en una insensible de primera, inventora de infaustas historias, pero llegó mi turno. -¿y Tú que has hecho?- me preguntó con su innegable tono de indiferencia. Por supuesto le mentiría yo también, con absoluto descaro, en ningún momento le hablaría de mi condición de estafador literario. -Entré a trabajar a una productora de cine-respondí con plena convicción. -¡Qué bien!- exclamó ella aunque igual le hubiera dado primer ministro o penúltimo linyera. 88

Le di algunos detalles sin importancia sobre mi trabajo ficticio, ella me escuchó con mediana atención. Cuando terminamos de inventar pagué la cuenta y nos fuimos rumbo a mi hogar que era el hotel. Volví al día siguiente con mis pocas pertenencias al departamento de la calle Tizoc. Nuestra vida se reanudó exactamente en el punto que la habíamos dejado. Recibí mi generosa ración de buen sexo, entre otras mercedes. Con mi nueva vida en pareja, busqué reiniciar la escritura que tenía pendiente. Ahora con un arrojo transformado, el financiamiento me dejó de importar, eran otros mis motivos. Ya he dicho que Magda y yo dormíamos en un sofá-cama del living, por lo tanto a sólo unos pasos, podía acercarme al comedor y ponerme a escribir debajo de un lánguido haz de luz blanca. La primera noche trabajé varias horas, y el resultado no me pareció tan insulso. Tenía planeado escribir la noche siguiente, pero mi mujer me dejó exhausto después de hacer el amor. En los días subsecuentes no duré más de una hora escribiendo y el ejercicio fue haciéndose tan esporádico que desapareció de mis hábitos nocturnos. De a poco iba dependiendo de nueva cuenta de la tibieza del cuerpo de Magda y de mi suave disposición a soñar.

Llegué a las oficinas de exportación puntualmente. Patricia, igual que la última vez, fuma y mantiene un desconcertante monólogo interior que le daba apariencia de una trastornada. Alzó la vista por casualidad y me vio acercar. Emitió un gruñido de indignación y en vez de saludarme preguntó con ironía. -¿A poco es quince? -Sí- le respondí y tomé asiento como si la oficina también fuera mía. -Uy, no perdonas un día- agregó la mujer, con cierta disposición a la riña. -Si quiere vuelvo otro día- dije mientras me acomodaba en la silla, con toda la intensión de molestar un poco a mi diluida mecenas. Patricia llevó su mirada a unos documentos que revisaba antes de mi bienaventurada visita, por un rato inhaló y exhaló como un toro mañero. A mí me pareció una actitud cómica la suya, no era un real encono el que la llevó a esa manifestación infantil, tal vez la locura y nada más. -Te voy a dar tu dinero- me dijo cuando la piel de su rostro enrojeció por completo. Mientras hurgó en el cajón de siempre añadió: -Se lo prometí a Consuelo y yo no rompo mis promesas aunque me este yendo de la chingadaEstuve a punto de reaccionar en mi propia contra; renunciado al beneficio, solidarizándome con la histérica que tenía delante. Pero afortunadamente no dije nada. Sin embargo me hice la promesa de contraatacar si Patricia volvía a emitir otra queja por esa bocaza con aliento a nicotina y chicle de hierbabuena. Contó el dinero por debajo del escritorio, quedó un momento pensativa. Comprendí de inmediato la lucha interior manifiesta entre la empresaria mezquina y la buena amiga que cumple las promesas. Me entregó el dinero como si con eso evitara los malos pensamientos. Creo que de inmediato se arrepintió pues me hizo una pregunta mal intencionada. -¿Qué gano yo por el hecho de que tú escribas una novela?-

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Era sin duda un cuestionamiento legítimo, algo que debió averiguar desde el primer día, preguntar ahora tenía una indudable carga de mala sangre. -No sé- dije yo tratando de mantenerme sereno.-tal vez la satisfacción de ayudar a un escritor en ciernesPatricia encendió otro cigarrillo, el cenicero colocado justo en medio de los dos rebosaba en colillas y cenizas. Una pequeña risa llena de amargura se mezcló con el humo que salía de su boca. -¿Satisfacción? ¿Qué clase de satisfacción?- preguntó. Tal vez mi mecenas quería que alguna de sus ironías me hiciera desistir, aguanté un poco más y dije con absoluto convencimiento. -La satisfacción de apoyar una obra de arte, no le puedo decir que sentimiento motiva a un benefactor, nunca lo he sido, pero imagino algo positivo, no es usted la única persona… -No te entiendo- interrumpió Patricia y agitó las manos invitándome a desistir de las explicaciones. -Yo tampoco la entiendo- agregué alzando el tono de voz.- ¿Quiere dejar de ayudarme?Hizo una última reflexión con el cigarrillo pegado a los labios. -Le prometí a Consuelo ayudarte-No se sienta obligada- repuse. Patricia desvió la mirada como si “obligada” fuera el concepto desconcertante; era posible que no hubiera más remedio de despedirme de la guita que ya reconforta mi alma. -Me ha ido muy mal últimamente- agrega mi interlocutora a manera de sagrada confesión. -¿Qué puedo hacer por usted? Pregunté encogiéndome de hombros. Su semblante se tornó en desconcierto, soportar ese momento era más difícil que escribir una novela. Patricia terminó su cigarrillo sin decir nada, sólo hasta que encendió el siguiente repuso. -¿Qué te parece si mejor trabajas acá?Al principio me pareció que trató de decirme que escribiera delante de ella, o que sus palabras eran un chiste emergente sin importancia. No supe entonces que hacer cuando un pesimista silencio se dio a modo de confirmación. Patricia espero mi respuesta sin quitarme la vista, entrecerrando el ojo izquierdo mientras chupa su cigarro. -¿Quiere decir que la novela ya no tiene importancia?- pregunté indignado. La mujer apuró a responder. –No, digo que mejor te pago un sueldo en algo productivo en vez de hacernos tontosSus palabras fueron un escarnio para mí. Era cierto que la novela ni el novelista estaban listos aún, pero el intento se hacía, no me rendía del todo. Un escritor soy al final de cuentas; apático, desidioso, decimonónico y berreta pero en cualquier momento me llegaría la lucidez para no abandonarme, y no pararía de escribir a partir de ese día. Patricia se transfiguró de la generosa y desinteresada mecenas a la mezquina némesis de la creación literaria. Todo se iba al carajo, por lo tanto había que salir con dignidad. -Creo que la única persona que se hace tonta es usted- dije a sabiendas de la tormenta que provocaría. 90

El rumor natural se hace en los ámbitos oficinescos se volvió silencio cuando mis palabras se escucharon. La palabra tonta, dirigida a ella; su respetable autoridad en entredicho o lo que haya sido, el caso es que Patricia intentó defenderse de inmediato. Quiso responder con tantas majaderías a la vez que tartamudeo y me dio oportunidad de decirle algo más. -Pues si usted cree que apoyar a un escritor es hacerse tonta, la felicito, es usted una imbécil consagrada; yo ni escritor soy, la vengo explotando, tarada.La pobre gerente se atragantó en saliva y vituperios, intentó decir algo pero la ansiedad la hizo largar un balbuceo chillante. No tuvo más remedio que pegar, con la mano extendida, en su escritorio. -¿Cómo te atreves a hablarme así?-dijo al fin. Me miró con rencor, con ojos encendidos, era una empresaria flamable y según entiendo, con mis limitados conocimientos del mundo de los negocios, eso nunca es conveniente. Casi al borde del llanto agregó: -Todavía que te mantengo vago-Para que prometer cosas que van más allá de sus conocimientos, es usted una ignorante. Alguna vez he pensado en el peor insulto que alguien pueda lanzarme, por suerte hasta hoy nadie ha atinado. Creo que ese día yo atiné con la pobre de Patricia, pues la palabra ignorante provocó que sus manos se crisparan y lanzó un ataque con las uñas dirigidas a mi cara. Sentí de pronto que todo era parte de un sueño, mi generosa mecenas me ataca como un felino rabioso y yo la veo y escucho como a través de un espeso filtro. Tal vez la culpa era mía. Logré esquivar el primer zarpazo, de inmediato Paty lanzó la otra mano. Alcancé a ver de soslayo a un perplejo empleado boquiabierto. Ninguna de las dos tentativas logró su objetivo, Paty supo que era inútil su violencia física y grito con voz entrecortada. -Lárgate de aquí, no te quiero volver a ver-Claro que me largo- dije también a los gritos. Me puse en pie de un brinco, caminé rumbo a la salida con paso apurado entre las miradas expectantes de los empleados. No me di cuenta el momento en que Patricia se colocó a lado mío y me acompañó, insultándome y haciendo grandes aspavientos. Era como su último recurso para que las quincenas de mi sueldo no le fueran tan amargas. Un guardia llegó corriendo. -Sácalo a patadas- indicó la gerente, señalándome. El hombre era un adulto mayor de baja estatura y poco dispuesto al enfrentamiento. Con una seña muy cordial me invitó a que lo siguiera. -¡A patadas!- te dije, le gritó Patricia. Ambos nos sentimos avergonzados, él no se atrevió a patearme y a mí me apenó que no obedeciera a su patrona. Cuando estuve fuera de las instalaciones ambos nos dimos las gracias.

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Llegué hasta mi coche con un sabor amargo en la saliva, mientras buscaba las llaves noté que traía conmigo el dinero correspondiente a mi quincena. No logré recordar en qué momento lo tomé, pero allí estaba y era un motivo de júbilo.

Magda y yo nos encontramos en el restaurante, El Delfín. -Renuncie a la productora de cine- le dije mientras un mesero coloca platos con camarones delante de nosotros. Antes de emitir su opinión, Magda inspecciona su platillo y mientras el mesero se aleja, lo hace volver con un desagradable sonido bilabial. -Estos camarones no están bien cocidosEl mozo se lleva el plato, mi mujer lo sigue con la mirada y cuando ya desaparece vuelve a mí. -¿Qué tal están tus camarones?- me pregunta alcanzando uno con su tenedor. -Mmmhh, están muy grasosos, ¿Por qué renunciaste?Sin mirarla, poniendo atención en cómo mis camarones se van uno a uno a su boca, respondo a su pregunta: -Porque la gerente me hizo varias insinuacionesSentí de pronto su mirada incisiva, mis palabras le sonaron familiares pero no recordó de dónde.

HECHO DE POLVO Y TIEMPO. Capítulo 15. Me despertó el llamado a la puerta. -Señor, señor, ¿Está usted bien? Alguien insistía del otro lado. Tardé unos segundos en ubicarme. Quité el pasador estirando el brazo y tuve delante de mí, las caras de tres hombres. Reconocí a uno de ellos, fue el que me dio la ficha de los vestidores; otro, un curioso con la mirada bien puesta y el último, un policía que nunca falta en estos casos. -Discúlpeme- me dirigí al primero, -me sentía un poco mal y creo, me quedé dormidoLos hombres conferenciaron algo a lo bajo, yo me percaté que traía puestos los jeans por los que estaba en ese sitio. La modorra no me permitió pensar y no tuve idea de cuánto tiempo me quedé dormido, pero sin duda fue bastante, pues sentía la cabeza pesada. -Acompáñenos- me indicó el policía en un tono que intentó ser amable. Llegué hasta un cubículo pequeño, mal alumbrado y al otro extremo de la tienda. El ambiente del lugar estaba enrarecido debido a la mala ventilación. Un hombre tosco, de aspecto aburrido, tenía mi identificación en las manos y la miraba con desgana, unos minutos antes cuando llegué hasta su presencia, noté como la alegría le alumbró el rostro, pero de a poco volvió a la apatía al saber que mi único delito fue quedarme dormido en un vestidor.

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Finalmente me dejaron ir, el policía que siempre estuvo a mi lado, me devolvió la mochila hasta que cruce la puerta de la tienda. Ya afuera, el sol me golpeó de lleno en la cara. –Es el peor momento de mi vida- pensé. Me cuido de no hacer papelones de vago, pero ese día el cansancio fue más fuerte. Caminé con desconcierto, sin rumbo, al único lugar que podía llegar era a casa, pero me negué esa posibilidad. Traía conmigo la sección de empleos y volví a revisarla. Desde esa mañana, mi labor de buscar trabajo comenzó y las opciones señaladas con groseros círculos rojos no daban más, pero tenía esperanza de encontrar algo. Esa mañana visité una escuela, se ofrecían varias vacantes, llegué lo más temprano que pude, antes de mí, aguardaban quince o veinte solicitantes, después llegó otro tanto. Todos parecían ansiosos y bien dispuestos. Me entretuve observando esos rostros constreñidos de desempleados, vanidosamente me sentí el menos indicado para estar allí, pero mantuve mi lugar, expectante y con los brazos cruzados. Uno de los aspirantes se acercó para hacer charla. Después de algunos comentarios sin importancia, pidió amablemente que le mostrara mi currículo. Se lo di porque no supe como negarme, el hombre lo estudió a consciencia, sin ser muy evidente comparó su experiencia con la mía. Al devolvérmelo, le pedí el suyo, él si supo negarse con la repentina necesidad de ir al baño. Después de un par de horas, sólo dos solicitantes me antecedían. Un hombre flaco y desgarbado salió de su entrevista con el gesto compungido, hablaba con alguien, al parecer prolongaba una queja iniciada en la oficina. Una última pregunta salió de su debilitada voz: -¿Puedo llamar si ustedes no lo hacen?- la respuesta fue categórica –Ya le he dicho que no- respondió alguien que no alcancé a ver. Ya no hubo más palabras el hombre se marchó cabizbajo. Un sentimiento de tristeza me alcanzó en ese momento. Siempre lo mismo, después de pelear con Magda, me precipito a una especie de naufragio; sin dinero, sin techo y ahora sin trabajo. Como siempre actúo tontamente buscando paliativos absurdos. En esa ocasión debía encontrar trabajo y pensé que lo hallaría de inmediato y así comenzaría un nuevo “saneamiento sentimental”. Pero tiempo atrás supe que el mundo no se preocupa exclusivamente de Diego Pantaleón; por eso, antes de mí, una treintena de cabrones solicitan una vacante y la pelean, para salir cabizbajos y con la cola entre las patas si no la alcanzan, no están allí por “saneamiento sentimental” o mero berrinche. Así que desistí de ese propósito, me puse de pie y para no llamar la atención, caminé primero despacio, como para estirar las piernas. Nunca falta alguien que acompaña con la vista a quien deja su asiento. Cuando ese alguien volvió a sus asuntos me dirigí a la salida. Creo que a punto estaba de dejar la escuela cuando escuché mi nombre, pero no le di importancia. A veces el destino se empeña en plausibles ironías y durante mi camino vacilante, pasé delante de una librería que brindaba una vacante de vendedor. Ya tenía cierta experiencia en ese rubro y bien podía emplearme, pero abandoné la idea, la última vez que solicité trabajo en algo así, una serie de despropósitos me quitaron las buenas intensiones. Cinco o seis veces llegué dispuesto a pedir empleo, pero apenas entraba, el olor de los libros inmaculados me embriagaba, una rara vergüenza me hundía en la zozobra. Nunca faltó el empleado que se acercó a preguntar si busco algún título en especial. Así fue todas las ocasiones hasta que llegué al colmo del desatino y compré “Diarios Argentinos” de Wiltod Wombrowitz con un dinero que debía ser para comer una semana. Me tuve que armar de valor y finalmente pregunté a un empleado cómo podía hacer para laborar allí, después de observarme de pies a cabeza me condujo hasta una oficina donde una gorda de ojos azules y bastante escandalosa atendía un teléfono. Esperé por algunos minutos, la mujer me preguntó si llevaba solicitud elaborada. Lo negué y me entregó una. Una parte ínfima de la creación literaria es llenar formularios de empleo, inventó pequeñas ficciones, todo funciona siempre y cuando no se corrobore la información. La única 93

pregunta que respeto fielmente es: ¿Cuál es su meta en la vida? A lo que yo respondo siempre: Ganar el Cervantes. La gorda de ojos azules la revisó, después se marchó y volvió con las manos vacías y buenas noticias. -Tienes suerte- me dijo- la dueña está desocupada y puede entrevistarte ahoraMe indicó el camino al restaurante anexo a la librería. Allí una mujer madura, vestida de beige parece ser la dueña por la forma en que toma el café. -¿Ganar el Cervantes?- fue lo primero que me preguntó en tono de burla. Nadie dio nunca importancia a ese apartado, por eso al ser cuestionado, una oleada de vergüenza recorrió mi cuerpo y afirmé largando un tímido –sí-Veamos- dijo mi entrevistadora.- dime tres novelas históricas. Al oír la pregunta mi mente se puso en blanco, la reciente indiscreción me dejó sin ganas de participar del juego de sonar convincente. A duras penas largué: -Archipiélago GULAG-Va una faltan dos- me dice la dueña. -El seductor de la patria-¿de quién?-De la Serna o alguno de esosEn ese momento un hombre mayor, desde una mesa contigua saluda a la mujer, esta me pregunta si conozco a quién la saludó, algo que me parece absurdo. -No sé, no tengo ni idea- le respondo. -Es Roger Bartra- me dice dejando caer la solicitud sobre el mantel. -Si quieres ganar el Cervantes debes de saber de quién te hablo- añade. Yo volteo a ver al hombre, tiene el cabello completamente blanco y la piel rosada viste un traje café y su calzado se ve recién lustrado, sé que ha escrito algo sobre antropología social y no más. Por algunos minutos no cruzamos palabras, la dueña sigue buscando algo en mi solicitud que valga la pena mencionar y lo encuentra: -¿Naciste en Argentina? Pregunta y parece buscar algo en mi rostro que haga fidedigno mi origen. Un poco fastidiado por el carácter que toma la entrevista le respondo –Si allí lo dice es verdad, yo llené la solicitud en pleno gozo de mis facultades mentales y sin presión algunaDe inmediato me habla del sueldo, una miseria, al parecer conocer de libros es menos lucrativo que ser changuero. La dueña trata de mejorar la oferta y me dice que con el tiempo se va ganando mejor. Antes de decirle cualquier cosa, suena su celular, se pone de pie y se aleja algunos metros. -Después te llamamos- me dice tapando el parlante.

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Quedo un momento con los brazos cruzados, ya la dueña se marcha. Una ráfaga de aire manda mi solicitud al suelo, la levanto y le pongo una cucharita sucia encima. Por un momento no se que más hacer y veo que Roger Bartra también se pone de pie para irse. Desdeño el letrero a manera de venganza de ese amargo recuerdo. Aún me falta bastante para llegar a casa y siento que mis fuerzas son pocas. –Es el peor momento de mi vida- pienso y me detengo un momento para mirar alrededor. La fiebre y el delirio, producto de mis frugales hábitos de un tiempo a la fecha, se van apoderando de mí. Tengo la sensación de que un conocido me espera cerca pare entregarme un dinero. Las personas que pasan a mi lado, me parecen familiares, les hablo y me acerco, parezco un loco y la gente acelera su paso. Me detengo en cada esquina y saco la sección de empleos, reviso a detalle los clasificados. Uno de estos ofrece un excelente sueldo semanal, contratación inmediata y no engaños dice. En medio de mi delirio alcanzo a comprender que esas estafas también las conozco. La cita la acordé con la licenciada Jenny. El lugar, un edificio en Eje Central, muy cerca de una estación de metro. Allí nos confinaron a los tristes desempleados, en un salón amplio, húmedo y poco iluminado. Un hombre de talante agresivo y facilidad de palabra nos dio la bienvenida y habló con sobrados aspavientos sobre el éxito seguro para quien trabajara en su empresa. -Yo empecé como ustedes- dijo el hombre para iniciar su avasallante monólogo. Durante un breve intervalo de silencio, nuestro motivador caminó a lo largo de su improvisado escenario, observándonos como débiles rivales pugilísticos. De pronto, en medio de la expectación, metió su mano en el bolsillo y extrajo unas llaves, levantó el brazo para que todos escucháramos el tintineo y volvió a decir, con enorme satisfacción. –Yo empecé como ustedesBuscó con la mirada a un desempleado que se notara lo suficientemente amedrentado para cuestionarlo: -¿Sabe que carro tengo?- le preguntó a alguno. No hubo respuesta, el hombre increpó un par de ocasiones más al elegido pero este nunca respondió. Nuestro laico y afanoso pastor no tuvo más remedio que decirnos el modelo de su auto. -Un B-M-W. Después siguió buscando a otra víctima de su insidiosa exaltación. Fui yo el siguiente. -¿Saliste de vacaciones en el puente anterior?- me preguntó señalándome con las llaves de su auto. Le respondí que sí, para que le costara un poco más de trabajo humillarme. -¿A dónde?- indagó con molestia evidente. -A Oaxaca- dije por decir. El hombre se rió con gran beneplácito y agregó: -Oaxaca es bonito, pero… ¿No te gustaría ir a Los Ángeles o Nueva York? -Sí- respondí. -Aquí tienes las oportunidad de comenzar a ganar muy bien- fue lo último que dijo y desapareció por una puerta.

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Éramos más de mil desempleados (fueron llegando por oleadas mientras el motivador se mantuvo) por un rato quedamos solos y sorprendidos, sin embargo una extraña energía flotaba en el ambiente, dejamos de ser apáticos por un momentos para convertirnos en aspirantes al éxito seguro. De pronto, un juego de luces alumbró el lugar, una música estridente comenzó y una bellísima mujer surgió de la misma puerta por donde el tipo del BMW se había marchado. -¿Cómo están?- preguntó a los gritos como si iniciara un concierto de rock. Le respondimos con entusiasmo, la mujer comenzó una nueva manipulación. Nos dijo representar a una importante firma de empleos altamente lucrativos. El primero, de la rama del entretenimiento, consistía en colocarse una botarga, bailar por tres o cuatro horas en fines de semana y cobrar. El otro empleo era la venta de esencias de origen francés y de “amplísimo mercado”- No le hablo de vender de puerta en puerta- dijo la bella mujer en tono maternal. Todos seguimos con atención sus gestos, sus movimientos, moríamos por escuchar una cifra, un número pecaminoso que diera valor a nuestra fantasía de encontrar un buen empleo bien pagado. Finalmente la mujer habló de los ingresos mensuales. Una cantidad que a más de medio millar nos hizo suspirar. Los rumores y la impaciencia de un momento a otro pasaron al descontrol, la mujer, como si dirigiera un rebaño dijo: -Quien desee trabajar en el entretenimiento pase por acá, quien desee iniciar su propio negocio pase por acános mostro dos rutas y en segundos se vieron colmadas. Yo fui con los del entretenimiento, llegamos a otro salón con asientos insuficientes donde nos esperaba el tipo del BMW. A duras penas nos acomodamos a la buena de Dios, éramos muchos más de los previstos, no faltaron los pequeños conatos por obtener una mejor vista. El hombre nos hablo del sueldo, de las prestaciones, de los viajes y de los jugosos bonos. El único requisito para acceder a ese inmejorable trabajo era uno sólo y casi insignificante; dos fotografías tamaño postal incluido el negativo. Al parecer un trámite sin importancia, pero uno de los presentes manifestó una curiosa duda. -Ningún estudio fotográfico entrega negativos ¿Cómo podemos hacer? El motivador fue categórico en su respuesta; el trámite era imposible sin el negativo. Una triste congoja recorrió el salón, por suerte fue efímera, pues la solución estuvo allí mismo. -Tomando en cuenta este inconveniente, contamos con un equipo fotográfico que incluye la entrega del negativo, si están interesados, la diligencia se hace aquí mismo y no tienen que volver por sus fotos. Desgraciadamente no estaba en mis posibilidades hacer ese gasto, pero de muchos otro sí. La mayoría fue a retratarse con absoluta confianza, sonrientes ante la mirada artificial de la cámara. Intenté buscar opción en las esencias francesas pero llegué tarde. La mayor parte de los productos ya habían sido distribuidos a un “bajísimo costo”. Fui de los pocos que abandonó el improvisado recinto del éxito con la tristeza encajada en el rostro.

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Sin duda la fiebre se apoderó de mí. La sección de empleos la sentí como una pesada losa sobre mis brazos. Hasta que ya no pude aguantarla y cayó al piso. –Es el peor momento de mi vida- pensé y reanudé mi marcha. A cada paso el malestar se hacía insoportable. Tenía alucinaciones y estaba seguro que caería desmayado en cualquier momento. Me mantuve en ese estado indefinido por algunas cuadras, hasta que me pareció ver un billete tirado en el suelo. En un principio fui indiferente, creyendo la visión parte de una fantasía emoliente, aun así, me agaché y busqué a tientas (mi vista ya era turbia). Sentí en la yema de mis dedos el contacto rugoso del papel moneda. Fui precavido, con la poca lucidez que mantenía, acerqué lo más que pude el billete a mis ojos. Era de doscientos pesos, guardé el tesoro en la bolsa de mi camisa, como un mendigo receloso, voltee en todas direcciones para verificar que nadie se acercara a robar mi flamante fortuna. Lo primero que pensé fue en comer y comprar otros calzoncillos, los que traía ya estaban muy desgastados y me rozaban la entrepierna. Caminé con la idea de que el primer local callejero que ofreciera sus malsanas viandas sería asaltado por mi violenta hambre. Así que transité con ansiedad, la posibilidad de comer me dio ánimo y ya no sentía el desfallecimiento cercano. Llegué a un puesto de tacos y pedí cinco surtidos, pero de inmediato sentí que una ingesta tan dudosa me mandaría al médico en el instante siguiente. Me fui sin decir nada, encontré después un local de tortas con nutrida clientela, me abrí paso entre los comensales y pedí una de milanesa. –Espere su turno- me dijeron algunos que ya tenían tiempo y fue suficiente para hacerme desistir. Reanudé mi camino, la emoción del hallazgo de los doscientos pesos decaía y la fiebre se dejó sentir con más fuerza. El ánimo de comer me dio una mínima energía extra, -la última- dijo mi cuerpo. Hice una pausa delante de una cantina y frente a mis ojos apareció escrito el menú del día, después de leerlo con cierta dificultad (mi vista se mantenía turbia) consideré que era apropiado. Me acomodé en la barra, el cantinero se acercó: -¿Qué le voy a servir?- preguntó mientras pasaba un trapo delante de mí. -Comida- respondí –comidaEl hombre se sorprendió ligeramente y me observó como se observa a los clientes dudosos, -Debe de pedir una copa para que le sirva alimentos- aclaró. Revisé entonces la lista de bebidas, no tengo predilección por alguna en especial y opté por un whisky, en recuerdo de Truman Capote. La sopa de tallarines que acompañó mi primera copa me devolvió un poco las fuerzas. Hice cuentas para solicitar un segundo platillo que acompañé con un Martini, en homenaje a Faulkner. Tener el gobierno de las tripas me permite pensar en literatura. Ya completamente repuesto y optimista pedí un tercer tiempo por puro antojo. De pronto, me encontré inmerso en una rara satisfacción, con el estomago lleno y la cabeza ligeramente inestable. Era el único cliente de la cantina y eso me dio alegría. Sentí que el dinero hallado era un mensaje de mis dioses para avisarme que no estaba del todo desamparado., pero que tenía que ponerme las pilas y hacer algo. Miré a mí alrededor, quería encontrar un símbolo propiciatorio que cambiara mi suerte. Pero no había más que botellas, mesas vacías y un televisor apagado al otro extremo.

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Ya estaba por irme cuando ingresaron al lugar tres viejos cargando guitarras. Cruzaron delante de mí y llegaron hasta un privado del que no me había percatado antes. Los hombres despertaron mi curiosidad y preferí aguardar para enterarme que hacían allí. Uno de ellos tocó la puerta y casi al instante salió otro hombre, no tan viejo. Conferenciaron los cuatro por algunos minutos, por sus gestos entendí que buscaban solucionar un problema, agudicé mi sentido auditivo, claramente pude escuchar lo siguiente: -Si no encuentran a ese cantante busquen a otroNo intenté escuchar más, me puse de pie y me dirigí al pequeño grupo, recordé palabras de Saramago “la necesidad crea la ocasión”. En ese preciso momento, asumí el mensaje divino que acompañó mis doscientos pesos; “hacer algo”. -Discúlpenme, pero no he podido evitar escuchar su plática- me dirigí al que parecía el jefe. -Entiendo que buscan a un cantante- hice una pausa, tome aire y agregué- yo soy cantanteTodos se miraron entre si, al principio creyeron escuchar a un loco, pero mis modales y mi seguridad nunca decayeron y comenzaron a creerme. -¿Qué canta?- al fin pregunto uno de ellos. -Tango- respondí con absoluta confianza. -¿Tango?- preguntaron los cuatro en coro. -Sí, tango, soy argentino-, añadí. Los hombres se voltearon a ver entre ellos, un ligero desconcierto se reflejó en sus semblantes, -tangorepetían a lo bajo, como si no alcanzaran a comprender de que les hablaba. El que parecía el jefe me hizo otra pregunta, con extremada cautela. -¿Dónde ha cantado?-Bueno- dije tornándome reflexivo.-en pequeños auditorios, he participado en concursos y obviamente he amenizado en restaurantes y bares-Pero no sabemos ningún tango- interrumpió uno de los viejos con guitarra. -No sé preocupe, yo tengo, un libro con acordes y letras- apuré a decirle. Mis palabras provocaron cierta confianza pues los hombres se volvieron a ver entre ellos con gestos de aprobación El que parecía el jefe le hizo una seña al cantinero que se acercó para invitarme una copa a la barra. Después de un par de tragos, tuve el valor para lo que consideré la respuesta que mis dioses esperan. “En un viejo almacén en el Paseo Colón/ donde van los que tienen perdida la fe/ todo sucio, harapiento una tarde encontré/ a un borracho sentado en un oscuro rincón/ al mirarlo sentí una profunda emoción/ pues en su alma un dolor secreto adivine/ y sentándome cerca a su lado le hablé/ y el entonces me hizo esta fiel confesión: -Ponga amigo atención-… Canté a todo lo que dio mi voz, al concluir Sentimiento Guacho a capela, los cuatro hombres se acercaron.

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No era precisamente la reencarnación del Zorzal, pero podría entretener a una manga de borrachos. Así lo entendimos todos. -¿Puede prestarle su libro a mis muchachos?- preguntó el que parecía el jefe. Antes de responder di un trago más a mi bebida, la vida es así conmigo, primero muerto de hambre, al rato cantante de tangos. -Claro, lo puedo traer mañana- le dije. Siempre tengo conmigo libros que nunca abandono sea cual sea la racha que me acompañe: Rayuela, Lolita, Don Quijote, La invención de Morel y El Gran libro del Tango. Era la primera vez en mucho tiempo que llegando a mi vivienda no me sentía tan miserable. Mi amigo Marcos construía una casa anexa a la suya para su madre; el lugar no quedó del todo terminado y me lo ofreció para quedarme allí mientras conseguía algo mejor. La vivienda sólo la amueblaba un catre y mis pocas pertenencias, la electricidad y el agua no son constantes. El frio y el olor a yeso eran permanentes. Tenía dos semanas bajo ese techo y a pesar de que me deprimía estar allí, la siguiente opción era la calle. Entre las varias calamidades de esos tiempos, una fue que mi ropa puesta significaba todo mi ajuar y debía lavarlo y esperar que se secara envuelto en una manta. Esa noche pasé revisando El Gran Libro del Tango. Por fin, saber de memoria casi quinientas canciones me traía un beneficio. Llegué temprano a la cantina con mi libro bajo el brazo; el jefe estaba sentado revisando notas de consumo. -Buenos días- saludé. -Buenos días- me respondió sin levantar la vista. Me acerqué con discreción y dejé el libro a un lado del hombre que seguía en lo suyo. -¡Ah, el del tango!- dijo finalmente y se puso de pie. Revisó el libro, deteniéndose en las fotografías, después de un rato me pidió que cantara otro tango. Yo, que no mantengo la vehemencia del día anterior me siento cohibido, pero hago un esfuerzo -¿Cuál le gustaría escuchar?- pregunto mientras tomo valor. -El que le guste más- me dice Aclaro mi garganta y comienzo: “Me acobardo, la soledad y miedo enorme de morir lejos de ti,/ que ganas tuve de llorar sintiendo junto a mí,/ la burla de la realidad/ y el corazón me suplicó que te buscara y que te diera tu querer/, me lo pedía el corazón y entonces te busqué creyéndote mi salvación/. Y ahora que estoy frente a ti/, parecemos ya ves dos extraños/ lección que por fin aprendí/ cómo cambian las cosas los años/ angustia de saber muerta ya la ilusión y la fe/ perdón si ves lagrimear, los recuerdos me han hecho mal…” Un ligero movimiento de cabeza fue la señal de aprobación por parte del jefe. -No tardan en venir los guitarristas- agrega.

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Me fui a la barra a tomar una cerveza llevándome conmigo el Gran Libro del Tango, siempre releo con enorme gusto el compendio de cartas misóginas que Gardel remitía a sus amigos. Ya con los músicos, el entorno plenamente familiar y el alcohol, que sin darme cuenta comenzó a propagarse, celebramos un contrato verbal. Mi debut sería el lunes siguiente, si daba resultado me presentaría un segundo lunes, un tercero, un cuarto… Mi único inconveniente era que con jeans y un suéter deshilachado no podía cantar. -No te preocupes- me dijo el jefe. –El lunes te traigo un smokingEl día esperado llegó. A las ocho en punto, los viejos guitarristas y yo esperábamos el momento de comenzar. Mis nervios afloraron, temía olvidar las letras o largar gallos por la garganta. Había ocupadas tres mesas por personas que no iban a escucharme, sólo una pareja de ancianos entró por el aviso de la novedad. Mientras los viejos afinaban sus guitarras entró una mujer sola, se sentó en la barra y pidió una cuba. Colocó su cuerpo en dirección al escenario, yo la estudié por un instante; era ligeramente atractiva, con un aura de indiferencia que la hacía atrayente, vestía una gabardina negra con muchas bolsas y un cinturón bien ceñido en torno a ella. Pensé que era el momento de comenzar y con una seña los viejos ejecutaron los primeros acordes. “Yo nací en un conventillo de la calle Olavarría/ después me mude a un consorcio pa´ figurar en la guía/ Si supieras "Mama mía" qué palomar es mi vida/ reuniones todos los días, por agua caliente o fría/ se formó una comisión pa'broncar en portería/ Hay alfombra colorada los sábados y domingos, el que administra es un gringo que nunca pone la cara/ gomeros, plantas y macetas, piolín y ropa colgada/ y un perrito pekinés que ladra de madrugada/ al loro del tercer piso que silba alguna tonada…” Hubo algunos aplausos aislados, el primer obstáculo estuvo resuelto, pero de pronto me sentí anegado en una terrible vergüenza -¿Qué hago aquí?- me pregunté como si despertara de un sueño profundo en un lugar desconocido. –A lo que he llegado por culpa de Magda- reproché desde mis avergonzadas entrañas. Tuve deseos de salir corriendo, por suerte alguien me acercó un whisky y de un solo trago recuperé la confianza. “Tirao por la vida de errante bohemio/ estoy, Buenos Aires, anclao en París/ Cubierto de males, bandeado de apremios/ te evoco desde este lejano país/ contemplo la nieve que cae blandamente desde mi ventana que da a al bulevar/ las luces rojizas con tono muriente parecen pupilas de extraño mirar…” Fueron seis o siete tangos en que la cantina mantuvo su magra clientela, al comenzar “Ventarrón” la mujer de la barra pagó su cuenta y se marchó, casi de inmediato los ocupantes de una mesa hicieron lo mismo. La pareja de ancianos espero un par de tangos más. De un momento a otro, la cantina se mostró semivacía, al principio no me importó y canté “Volvió una noche” al final sólo quedó una pareja de borrachos que no me prestaba atención. El jefe salió de su privado y nos indicó que hiciéramos un receso. Nadie más entró esa noche. Casi de madrugada el cantinero nos sirvió de cenar a los guitarristas y a mí. Cerca de las tres de la mañana, el jefe me acercó un sobre, -es tu pago, de hoy- dijo. Eran ciento ochenta y siete pesos, el equivalente por las copas que se sirvieron mientras canté. -La otra semana va a ir mejor- agregó y nos ofreció una botella de Bacardí, cortesía de la casa. Bebimos en silencio hasta que llegó la hora de irme a casa. El transporte público es muy escaso a esas horas, algo borracho decidí sentarme, en la banca de un parque, a esperar que amaneciera. 10 0

Con ciento ochenta y siete pesos, un smoking anticuado pero casi a la medida, me sentía contento. Pensé que Magda difícilmente daría crédito a mi experiencia de milonguero. Debía averiguarlo, así que busqué un teléfono y le llamé. -Magda, soy Diego-¿Qué pasa?- me preguntó con la confusión del sueño interrumpido. -Nada, quería saludarte- le dije. Tal vez por culpa del desvelo, Magda no atinó a decir nada, hasta que después de un rato preguntó: -¿Ya no estás molesto? .-No, ya no,- le respondí-¿Dónde estás?-En la calle-¿Qué haces de madrugada en la calle?- indagó. Iba a contarle la reciente historia, pero preferí que fuera en persona. -¿Puedo verte al amanecer?-Sí- me dijo con un tono suave y casi secreto. Nos despedimos. Anduve por las calles vacías, escuchando mis pasos, mi respiración, me sentía inmerso en una soledad temporal e inofensiva. Caminaría hasta la Santa Julia como en mística peregrinación, al llegar el alba, el cuerpo cálido de Magda. En cierto momento tuve en mis manos los ciento ochenta y siete pesos, después de contarlo varias veces, separé quince y el resto lo arrojé a la oscuridad. No supe bien por qué lo hice y aunque en un momento me arrepentí, no lo hubiera recuperado de ninguna forma. –Es el peor momento de mi vida- pensé y me cagué de risa.

LOS ÚLTIMOS TIEMPOS. Capítulo 16 Nos mantuvo la generosidad y el azar; perdí mi trabajo en el instituto y me dediqué a ella. Agoté todos los préstamos que pudieron hacerme mis amigos, pero le decía que lo ganaba jugando billar, arriesgando el pellejo en lupanares de mala muerte. Gasté la imaginación contándole artificios mundanos y como siempre, poco le impresionaron mis historias cuidadosamente elaboradas. A veces, cuando le dio la gana, preparó algunos postres y a mí me correspondía irlos a vender por el barrio. Me sentía un idiota ofreciendo flanes, gelatinas y a veces trufas. Promovía las viandas principalmente con mujeres, en una ocasión intenté venderle a un hombre y me trató con tan absoluto desdén que lo reté a los puños y aceptó. -¿Pero por qué?- Me preguntó Magda. -No quería pagar el flan-.

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-No importa, se lo hubieras dejado-No tenemos dinero- Dije por decir. Iba a agregar algo pero se arrepintió y siguió curándome el golpe que traía en el ojo. A veces Román percibía nuestra precaria condición y nos llevaba con él al mercado, allí, a manera de un gesto de misericordia, nos invita algo de fruta; como no comíamos del todo bien, el regalo de ciruelas ácidas, manzanas y naranjas se agotaba de vuelta al bulo. No hice ningún intento por buscar trabajo, empeñamos todo lo de valor de Magda y el dinero nos duró muy poco. Íbamos de compras al supermercado y nuestras preferencias se dirigían a artículos innecesarios; Chocolate para untar, agua mineral importada, embutidos delicatesen etc. Me sentía peor que nunca y mi malestar era evidente, regañé a Magda por todo y a ella no le quedaba más remedio que ponerse a llorar, después de un rato volvía la calma y nos dedicábamos a devorar nuestras suntuosas compras. Una tarde Magda encontró a una amiga que no veía en muchos años, por una incómoda casualidad estuve presente en el encuentro y no tuve más remedio que sentarme, por casi tres horas, a tomar café y escuchar a las dos mujeres evocando su pasado compartido. En medio de la conversa resultó que la amiga era editora de una revista de novias; el concepto–dijo- proponía vestidos, regalos, viajes de luna de miel entre otros sanos consejos respecto al tema. Por mi parte escuchar eso me tenía sin cuidado, pero en un momento la amiga dijo que su sección de viajes estaba vacante y le preguntó a Magda si a ella no le interesaría escribir. A mí eso me divirtió bastante; Magda más allá de Oaxaca nunca llegó y difícilmente sabía de la existencia de otros países y escribir… eso era lo más cómico. -Yo no- dijo-pero mi novio es escritor. La amiga voltea a verme para confirmar esas palabras; la última vez que alguien me contrató para escribir, todos la pasamos mal, mientras busco la manera de zafar, Magda agrega. -Hace poco estuvo trabajando en una productora de cine, es guionista y tiene una película que ha ganado premios. ¿Cómo se llama tu peli amor? -La Mujer Fantasma- Agregué un poco a disgusto. -No la he visto- dice la amiga. Al principio entiendo que Magda va a decir que ella tampoco pero se arrepiente y añade. -Es muy buenaYa no supe donde meter la cara, ahora resulta que siempre me ha puesto atención y ahora no sólo conoce a detalle mi vida, sino además vio la película que nunca he escrito. Opto por recibir lo que venga y lo que viene no se hace esperar. -¿No te interesaría colaborar en la revista?- me pregunta la amiga a manera de formal invitación. -Claro, sería un placer- le respondo incluyendo una sonrisa. -¿Has viajado mucho?- indaga.. Magda interrumpe:

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-Es argentino y conoce todo Sudamérica, también vivió en España-Excelente, justo lo que me hace falta- celebra la amiga y cierra el trato pidiendo la cuenta. Acordamos una primera colaboración sobre Uruguay, -¿lo conoces verdad?Tuve que decir que sí. -Perdóname amor- me dijo Magda de vuelta a casa. –No tenemos dinero y sé que tú te hubieras negadoComencé mi faceta de colaborador para una revista de novias esa misma noche, me sentía alentado, recordé que Borges colaboró para la revista El Hogar, ese tránsito por lo tanto, era inevitable. Magda me acompañó preparando un flan de dulce de leche. -Ahora yo lo voy a vender- me dijo. La colaboración fue aceptada y pagada al contado; el siguiente encargo fue sobre España. Investigué con esmero, escribí con autoridad; fue mi mejor obra literaria de todos los tiempos, por algún lugar habría que comenzar a consagrarme y fue allí, carajo. De a poco y sin darnos cuenta nos fuimos adentrando a una nueva vida, suave y cómoda. Magda se dedicó a lo que sabía hacer y lo hacía con maestría. Yo escribía artículos que eran publicados y por ellos me pagaron los suficiente para ir al supermercado y adquirir nuestros artículos innecesarios. Por esas fechas acudimos con regularidad al cine, fuimos a un par de conciertos e hicimos un viaje a la playa. Teníamos dinero, inédita armonía, dilatada tranquilidad. Sin embargo yo no bajé la guardia y siempre observaba la expresión de mi mujer, sabía reconocer perfectamente el momento en que sus raras inquietudes se apoderan de ella. Pero en mucho tiempo su gesto se mantuvo sereno. Leía mis colaboraciones y decía que pronto escribiría para Letras Libres. Igualmente quería que probara sus postres y que le diera una objetiva opinión, yo que me esforcé por encontrarles algún defecto, no tenía nada que decirle al respecto; cocina como los dioses o los cocineros de los dioses. Una noche, de pronto, después de hacer el amor, tuvimos una profunda charla que ella comenzó. -Me gustaría tener un hijo tuyo- la escuché decir en medio de la oscuridad total. -Yo también- le dije. -¿Qué nombre te gustaría?- preguntó. -Magdalena como tú- le dije- ¿y a ti? -No sé, pero no PantaleónReímos con lo último, Magda buscó mi mano con la suya y yo tuve un ligero estremecimiento como si nunca hubiera sentido ese contacto. -En serio, cómo te gustaría que se llamara- insistí para librarme de esa rara sensación. Quedó pensativa un momento, finalmente dijo -si es niño, Mariano-Mariano- repetí. –Es un nombre lindo-. Nos solazamos en esa idea, en la fantasía de tener hijos, verlos crecer. Así nos quedamos dormidos.

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A la mañana siguiente caía una ligera lluvia. Después del desayuno Magda tomó un gran flan de la heladera y dijo que volvería en un par de horas. Llegó antes de tiempo y con buenas noticias, una cafetería le había hecho un pedido grande. No cabía de contenta y para ser sincero nunca la vi tan emocionada. Fuimos juntos a comprar todo lo necesario, después a comer a un restaurante bacán y allí brindamos por nuestra nueva vida. A la mañana siguiente desperté solo en la cama. Magda se había ido sin avisar, al principio no le di importancia pero el tiempo se prolongó junto con mis inquietudes. Al medio día la angustia ya me hacía pedazos. Comencé a fabricar suposiciones descabelladas y actuar irracionalmente. Tenía mi última colaboración de la revista a la mano y de bronca la destruí. Concluí largar de nuevo, hice mi valija y en un pedazo de papel le lancé a Magda la diatriba más violenta que se me ocurrió. De pronto y de forma completamente sorpresiva la vi entrar. -¿Qué haces?- me preguntó al ver esa nueva escena de tránsfuga que componía con valija en mano. Mi condición era más que evidente, antes de hacer el indiscutible papelón, la cuestioné: -¿Dónde has estado?-Fui al ginecólogo- me dijo, mostrándome una receta médica y una bolsa con medicamentos. Supe de inmediato y con vergüenza a lo que se refería, al parecer habló en serio la otra noche sobre su deseo de tener un hijo. -¿Te iba a ir?- me preguntó después de leer la nota que le pensaba dejar. -No… bueno sí-¿Por qué?-Pensé que te habías largado de nuevo-Pero si el que se ha largado siempre has sido tú- dijo con absoluta desgana mientras lleva mi valija de vuelta a la recámara. Algunos días después la amiga llamó preguntando por la colaboración, como yo no era un escritor profesional sino accidental, me excuse de forma tan absurda que sólo sirvió para quedarme sin empleo. Después de esa amarga experiencia, volví a una terrible inactividad. Magda vendía sus postres cada vez mejor y cubría todos los gastos. Pero un día todo termino. Esa mañana desperté muy temprano y me quedé un rato viendo caer la lluvia que no cesaba desde la noche anterior, una serie de sensaciones diversas se adueñaron de mí. Era el mejor momento de la relación con Magda, había llegado al estado ideal, con el legítimo deseo de formar una familia, de colgar en un clavo los años inciertos y de mantenernos juntos. Apenas unos días atrás me planteó la posibilidad de rentar un departamento y no acerté a decirle nada. -¿Qué haces allí?- me preguntó al despertar y ver que no me movía de la ventana. -Nada, amor- le dije con absoluta serenidad y agregué: -creo que todo se acabó10 4

Magda se incorporó con un gesto serio. -¿A que te refieres?- preguntó, comenzando a sospechar mis intenciones. -A nosotros… ya pasamos la pruebaSe quedó pensativa un buen rato, entendió muy bien a lo que me refería. Era como si un día el coyote por fin capturara al correcaminos la vida a partir de ese momento carecía de importancia. Siempre supe que mi vida con Magda se componía de esas “emociones fuertes” en las que me incluí al conocerla; y que esto nuevo pertenecía a otro orden, a otra vida. Mis pocas palabras fueron suficientes para ella, no dijo nada y tampoco lloró. Nuestra última aventura consistió en madurar juntos esa mañana lluviosa y triste. En silencio armé mi valija, no pude llevarme todo. -No quisiera que te fueras- me dijo apretando las sienes cuando ya cruzaba la puerta. No le respondí, yo tampoco quería irme pero algo era más fuerte que el deseo de ambos. Salí del bulo y bajé las escaleras con apuro. Para salir del edificio era necesario utilizar la llave y no la traía conmigo. Sentí que si volvía el valor romántico de nuestra despedida se iría al carajo, por lo tanto esperé que alguien abriera. Una hora después un vecino salió a tirar la basura. Debo ser sincero, durante todo ese tiempo, sentado en un escalón, esperé que Magda, bajara para alcanzarme pero nunca lo hizo.

EL FIN Y LO QUE SIGUE. Capítulo 17. Rompiendo todos los candados se echó a la fuga/ siempre sabiendo que es tarde para volver atrás. Blanca insistió en pagar la cuenta, según ella, porque su hijo había comido más que nosotros dos. No se lo permití y aunque mis finanzas eran estrechas como en la mayoría de los tiempos. Consideré a mi acompañante en igualdad de circunstancias. -Gracias, se dice- indicó a su hijo que fue el primero en ponerse de pie. El chico se dirigió a mí con la impuesta solemnidad que su madre le sugirió. Yo, que siempre evito formalismos, le acaricié la cabeza y le dije: -No hay de quéSalimos del restaurante y lo primero que hice fue ver el reloj, eran casi las cuatro de la tarde y debía despedirme de Blanca y de su hijo en un par de horas como máximo. Les propuse hacer un corto paseo por el Centro, la tarde era agradable. Caminamos y perdimos el tiempo observando vidrieras. Durante nuestro recorrido, por momentos Blanca disminuía su paso y sin querer ser vista por el chico me plantaba un beso precipitado e insípido. Yo no sabía que hacer, si decirle algo, abrazarla o simplemente dejar que el mecanismo de los acontecimientos me arrastrara. Sin querer me fui rezagando, con la pregunta incontestable en toda mi faz: ¿Cómo llegué aquí?

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La conocí en el taller de lectura que impartía en la Casa de Cultura de Mixcoac, el único trabajo respetable que encontré después de mucho tiempo. Mi labor consistía en moderar comentarios en torno a una obra literaria. Entre los asistentes tuve a Blanca que siempre propuso lecturas de García Márquez. El taller no era muy concurrido y muchas veces sólo ella y yo estuvimos comentando algunas lecturas. En un momento le pedí que me leyera un fragmento de la novela que traía consigo. Sin duda fueron las circunstancias; mi profunda soledad, las llagas aún expuestas o el poder persuasivo de las palabras, pero las dos o tres páginas que leyó, cargadas de un sutil erotismo, me fueron calentando y comencé a verla con la mirada malsana con que siempre contemplo a la mayoría de las mujeres. Desde esa tarde me propuse instigarla de la misma forma que ella (sin intención) lo hizo conmigo. Así que las veces que nos quedamos solos le leía párrafos lascivos de la literatura más selecta. Ella escuchaba atenta, a veces me parecía que su respiración se agitaba ligeramente. Salíamos de la Casa de Cultura casi al anochecer y uno de esos días llovía con tal furia que hubo más remedio que esperar debajo de una cornisa que no nos protegía del todo. Nuestro resguardo fue en silencio, con la mirada puesta en el agua. Aún flotaban en nuestros cerebros las palabras concupiscentes leídas apenas unos minutos atrás y Blanca irrumpió con la pregunta precisa. -¿Por qué te gusta leerme esos fragmentos?Al principio no supe que responderle, a veces desconozco la respuesta a ciertas preguntas que yo mismo provoco. -No sé- le dije sin quitar la vista de la lluvia. –Pensé que te gustabaBlanca ya tenía su mirada puesta en mí, a pesar de que me mantuve distraído, de soslayo descubrí un gesto nuevo en su rostro; uno que ya conocía de otras minas, pero que tenía tiempo de no contemplar. -Si me gusta- dijo, como si esa generosa frase se extendiera a todos los horizontes posibles. No añadí más, la miré y sonreí. Coloqué en mis manos el libro que traía bajo el brazo y como una tentativa de seducción, lo abrí al azar. Blanca se encogió de hombros y se abrazó a si misma. -¿Tienes frío?- le pregunté antes de disponer de alguna página. -Sí- respondió, comenzando a tiritar ligeramente. Como si lanzara una frazada sobre su cuerpo comencé la lectura donde la casualidad puso mis ojos. La acarició tan largamente en los labios de la hendidura de la vulva que comenzó a jadear hasta perder el aliento. Después de haberse hundido en ella, el joven cambió la vulva por el ano, ella sintió que se cerraba en torno de aquella estaca de carne que la empalaba y la hacía arder. La cara de Blanca se colocó muy cerca de la mía. Tan cerca que la podía besar y así lo hice, sin otra finalidad que comprobar el poder sugestivo de la literatura. Sigilosamente entramos al aula donde impartía el taller de lectura, antes de cerrar la puerta detrás de nosotros me cercioré de que nadie estuviera cerca. Blanca no era bella y si mi cálculo era correcto tenía entre ocho y diez años más que yo.

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Siempre me sucede que después de ese tipo de encuentros me obligo a acercamientos tal vez innecesarios. Blanca tenía un hijo de diez años llamado Jonatán y dos empleos; por las mañanas atiende un local de productos naturistas y por las noches controla un sitio de taxis. A pesar de matarse trabajando, gana poco y con eso se mantiene con bastantes limitaciones, pronto me invitó a su casa y allí lo supe. Pero en medio de sus clarísimas carencia, poseía una respetable biblioteca que me provocó hacía ella una especial simpatía. Salimos tres veces antes de aquella comida, una al cine que terminó en un hotel. Las dos siguientes, con su hijo, al cine y al zoológico. Está fue la última, pues mientras caminábamos por 5 de mayo, un automóvil se detuvo a mi costado y alguien me llamó del interior. -Diego, Diego- dijo una voz que me sonó familiar. Era el tío Román, que bajó la ventanilla del copiloto y se inclinó para hablarme. -¿Cómo estás?- preguntó cuando me acerqué. Verlo a él, era de alguna manera ver a su sobrina, recordar esa parte del pasado que me cuesta mucho esfuerzo clausurar. Mi corazón inevitablemente se agitó. -Bien Román ¿Y tú? – dije con la voz entrecortada. No contestó de inmediato y apenas escuché cuando dijo –Mas o menos-. Estar inclinado en un auto compacto, sosteniéndose de la portezuela contraria, sin duda es cansado, pero al agachar la cabeza y tomar aire, sentí que en Román había un cansancio añejo, prolongado hasta ese momento. -¿No supiste verdad?- Indagó como si esa pregunta le robara un poco más de fuerza, antes de averiguar a que se refería, una idea pasó por mi mente pero la deseché de inmediato. Blanca me llamó a la distancia, con señas me dio a entender que entrarían al Sanborn´s y allí esperaría. Afirmé con la cabeza y volví la vista a Román. -¿Se trata de Magda?- le pregunte irresoluto. Ya los ojos del buen tío estaban enrojecidos, no afirmó, ni negó a mi cuestionamiento, además que no hizo falta, ciertos silencios informan mejor. Me invitó a subir a su auto. Así lo hice, de pronto me sentí en la espesa nubosidad de un sueño. Tuve la apremiante necesidad de preguntarle si a Magdalena algo le había sucedido, según lo entendía en ese lenguaje cifrado de los visajes y las lágrimas. Antes de responderme hizo una profunda exhalación, tan profunda que sentí mi propio aire escaso, casi al instante lloró como un niño, con un llanto denso. -Murió, hijo- dijo al fin, en medio de una voz acuosa. Escuché sus palabras sin percatarme de un cambio drástico en mis emociones. Más bien no pude comprender lo que acababa de escuchar y no me refiero a que Román mintiera, simplemente que pensar a Magda muerta no tenía lugar en mí. Tuve deseos enormes de decirle que estaba equivocado, porque así lo sentí: que Magda vivía, quizá en otra dimensión pero a nuestro alcance.

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-Te espero en casa- me dijo Román a manera de despedida y bajé del auto como un autómata. Antes de alejarse me preguntó si recordaba como llegar a su domicilio. Reflexioné por un momento, todas las rutas que conducen a la calle de Tizoc en el barrio de Santa Julia aparecieron en mi mente. Respondí que sí y me regaló una última sonrisa antes de perderse en el tráfico. No supe por un buen rato lo que hacía en esa calle concurrida del Centro. Ya ubicado en tiempo y espacio busqué a Blanca y a su hijo por los alrededores hasta que recordé lo del Sanborn´s. Al abrir la puerta de la tienda una mujer salió y le cedí el paso, en ese instante que me mantuve en el límite del acceso, poco o nada me importó reencontrarme con Blanca; incluso tenía algo de insultante llegar hasta ella. Buscarla, seguramente, en el área de libros. Volví sobre mis pasos y me alejé a toda velocidad en la misma dirección que el auto de tío Román. No estoy seguro pero al parecer mi acompañante me gritó desde lejos y yo no quise mirar para atrás. Recién Magda y yo terminamos, soñé por varias noches que la esperaba en el departamento de su tío, en mi sueño sabía de antemano que no llegaría y otras personas desconocidas, acudían igualmente a esperarla. Siempre esa representación onírica me dejó un efecto de profunda tristeza. Al amanecer una vaga congoja me advierte sobre la enorme necesidad que tengo de ella. -Tengo que salir- me dijo tío Román después de dar un sorbo a su café. Yo me puse de pie creyendo que sus palabras me incluían, pero él, paternalmente me dio unos golpecitos en la espalda y agregó: -Date tu tiempo, me dejas las llaves con Polo- . Nos dimos el postrero abrazo, hasta ese momento comprendí su importancia en la historia que fenecía. Le di las gracias si decir palabra, difícilmente lo volvería a ver. En la soledad más densa, por varios minutos no hice otra cosa que contemplar el minúsculo espacio habitacional. En cierto momento tuve un apremiante deseo de entrar al baño y darme un último duchazo en ese hogar y así lo hice. El agua salió muy caliente y recordé que a Magda le gustaba más tibia que a mí. Modulé ambas canillas hasta que logré la temperatura que creí de su agrado. Después abría la ventana y lo primero que encontró mi vista fue la fracturada barda que traté de cruzar hace ya algún tiempo. En la jabonera quedaba un estropajo que reconocí de ella, lo llené de jabón y primero recorrí con absoluta delicadeza una silueta imaginaria. Por último tomé el estropajo con la mano izquierda y me froté la entrepierna. Con la derecha le hice el amor a su fantasma. Un cinturón, un pequeño cuadro al oleo, una edición bilingüe de El Principito, un ejemplar de Plata Quemada, un llavero del Lobo de Entre Ríos, El CD doble de Escúchame entre el Ruido, un monedero de piel con cuatro pesos y un boleto del metro eran todas mis pertenencias rezagadas. Traía una pequeña valija conmigo y le quedaba espacio para algún usufructo insignificante; tenía mucho de donde escoger: zapatos, bagatelas, ropa interior. Armé un pequeño botín con lo más sugestivo, lo que mantuviera, según yo, la esencia de Magda. Conforme empaqué aquellas pertenecías sin dueña desde hace muy poco, me sentí agobiado, como quien pierde todo y reúne los despojos, para después, cuando el olvido haga su parte, esos bienes traigan el recuerdo necesario para bancarse este mundo. Sin embargo, era joven y podía darme ciertos lujos. Así que devolví cada cosa a su lugar, solamente rocié con un poco de perfume las páginas de la novela de Ricardo Piglia, (el único libro que logré que leyera). 10 8

No hubo más que hacer en el departamento, antes de irme definitivamente, eché un último vistazo al que fue el hogar de Magda; busqué con el olfato un último indicio de ella, pero sólo se instaló en mis pulmones el aroma de la tristeza. Bajaba las escaleras rumbo a casa de Polo, cuando escuché una voz que me llamó desde el resquicio de una puerta. -Diego, Diego ven- para mi mala suerte era Conchita y no tuve más remedio que acudir a su llamado. -Buenas tardes Conchita ¿Cómo está?-¿Cómo quieres qué esté? Pues bien triste- me dijo asomando una lágrima por las enormes carnosidades que ocupan sus párpados. -Le entiendo, una pena lamentable- dije. -Pasa muchacho- insistió y dejó libre el espacio de su puerta. –Hay algo que debes saber-. En medio de ella y su living, titubee un momento. Sin duda se refería a los vulgares detalles que precedieron a la muerte de Magda y que yo no deseaba escuchar. -Conchita, tengo un poco de prisa, quizá en otra ocasión…-Ya no vas a venir por acá- añadió e hizo un gesto para apurar mi acceso a su vivienda. Con desgana, tomé asiento en uno de sus sillones anticuados. La vieja sirvió de inmediato dos copas de oporto, me entregó una y se sentó delante de mí. -¡Qué desgracia!- exclamó después de dar un sustancioso trago a su copa. Guardé silencio y reservé mi bebida para la parte del discurso de Conchita que no quería escuchar. Ella tal vez buscaba un compañero ocasional para lamentarse de los sucesos y beber a sus anchas, pero yo me mantuve a la expectativa. -¿Te dijo Román como murió Magda? Me preguntó mirándome con sus ojillos trémulos de siempre. -No- le respondí secamente. Se puso de pie para servirse otra copa, esa vez trajo la botella consigo. Bebió en silencio y sin pausas. Absolutamente concentrada, como si se incluyera en un ritual. -En un accidente- agregó después de colocar a un lado su copa vacía. No supe que pensar o que decir al respecto. Magda estaba muerta y lo demás carecía de importancia. -¿En un accidente?- pregunté con repulsa. -Iba con su novio- añadió Conchita. Esas últimas palabras me provocaron incomodidad, su novio debía ser yo todos los tiempos, más allá de separaciones o prematuras muertes. Cualquier cabrón que apareciera en mi ausencia era un intruso. -Era buen muchacho- me dijo la anciana que ya comenzaba a emborracharse. -…y se iban a casar- agregó como si fuera vital que yo lo supiera.

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Redundar en los últimos días de Magdalena me pareció inútil así que apuré mi copa de oporto y me puse de pie. -Gracias Conchita, me da gusto saber que Magda haya sido feliz al final-. La vieja se puso de pie con dificultad, me acompañó a la puerta y mientras me alejaba por las escaleras me preguntó: -¿Sabes dónde está enterrada?Negué, un detalle que a Román y a mí se nos había escapado. -En el panteón francés con su abuela-. Le agradecí sus buenas intenciones y me marché lo más rápido que pude, sin duda la vieja diría algo más, pues lo noté en su rostro. -¿Sabes que me dijo Magda de su novio?- me grito la taimada octogenaria desde el marco de su puerta. -No me importa saberlo Conchita, por favor…Aceleré mi descenso para no escuchar más. -Que se parecía a ti- alcancé a oír muy débilmente. -La puta que la parió- grité para ser escuchado en todo el edificio. En casa de Polo sólo encontré a su esposa. Me invitó a pasar, pero me negué, temí que agregara algo más a las exequias de Magda. Recibió las llaves, antes de despedirnos, me quiso entregar un libro. -¿Es tuyo verdad? Me lo prestó Magda-. Era la novela El Túnel. -Puedes quedártela- dije y me despedí con apuro. El sol me dio de lleno en la cara al abandonar el edificio. Detuve mis pasos un momento para sentir a plenitud la tristeza, pero después de un rato supe que la muerte de un ser amado se dejaría sentir en los momentos y lugares menos esperados. En los pasillos de un supermercado; en el último asiento de un colectivo vacio; en la cumbre de la montaña rusa o después de hacer el amor con una desconocida. En fin, debía esperar la parte más cruel de estas amputaciones violentas. Fui al panteón dos días después, era la tercera vez en mi vida que acudía a esos sitios del descanso eterno. La vez anterior fue al funeral de mi abuela y la primera a la tumba de mi abuelo en Buenos Aires. De esa ocasión recuerdo que mi Antonia deshojó varias rosas y dejó caer los pétalos sobre la tumba de su marido. Hice lo que el recuerdo me impuso, el viento esparció los pétalos. Delante de la lápida que tenía grabado el nombre de Magdalena, no supe que hacer, los rezos no estaban en mis hábitos, cerré lo ojos e hice un considerable esfuerzo por recrear el rostro de la ausente, pero logré muy poco, antes de irme vino a mi mente el fragmento de un poema y lo recité a manera de despedida. Las puertas que se abren para seguir viviendo / las puertas que se cierran para seguir viviendo.

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EPÍLOGO Blanca me llamó en dos ocasiones, la primera no atendí y pensé que le sería suficiente para ya no insistir, pero no fue así e hizo otro intento. Consideré entonces darle una explicación, era lo menos que se merecía. -¿Qué pasó ese día?- Me preguntó. -Recibí una mala noticia, discúlpame-Si, entiendo, no te preocupes-Bueno, gracias, Blanca-Diego, el motivo de mi llamado es otro-¿Cuál?-Tengo una amiga que trabaja en una productora de cine y les urge un guionistaNo dije nada, esperé que Blanca concluyera. -¿Y tú eres guionista no?-Si lo soy- dije por decir. -Bueno entonces apunta los datosMe dictó un número telefónico y el nombre de una mujer. -¿Vas a llamarle? Preguntó con curiosidad. -Claro, llamaréHubo un pequeño silencio hasta que ella indagó: -¿Ya no vas a volver a la casa de cultura?-No, creo que no-Bueno, entonces llámame cuando tengas una novela erótica para compartir-. Le agradecí el comentario y le hice la promesa de que si leía algo lo suficientemente sugestivo me pondría en contacto con ella. Como no tenía dinero, ni crédito, ni nada que se le pareciera, llamé al día siguiente a la productora de cine. -¿Qué experiencia tiene en la escritura para audiovisuales?- fue la primera pregunta. -Adapté una novela de William Irish La Mujer Fantasma que participó en un festival-. -No conozco la película- me dijo secamente la voz que provenía del otro lado. -¿Conserva alguna copia?-No- respondí con indiferencia. -¿Qué más ha hecho?-

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Me quedé un momento pensativo, lo que dijera tenía que sonar verídico o me iría al carajo. -Algunos documentales y una idea original-¿De que trata su idea original?- Se trata de un hombre que vuelve a su pasado y se dedica a repetir su vida tal y como la vivió en un principioLa mujer al otro extremo, dejó que mis últimas palabras se disiparan para finalmente explicarme en que consiste el trabajo. Me habló sobre los buenos comentarios que hizo su amiga Blanca sobre mí. Por último me da una fecha (quince días a partir de esa entrevista telefónica) para entregar un guión original. Llegué a la Biblioteca Central, antiguo y querido espacio de retiro. Fui el primero en llegar y el último en irme durante toda esa semana. Leí todos los libros sobre guionismo que encontré. Tenía pocos días para ser guionista. Después fue ocasión para escribir una historia original. Opté por dos, la primera, de un tipo que alivia el luto de la muerte de su esposa; la segunda, de un tipo que acude a su propio funeral. Tardé cinco días en concluir ambas historias. El día siguiente me dediqué a leer Vida de Cristo de Marcelo Craveri; la noche previa a la entrega de los guiones los revise durante toda la madrugada, estuve haciendo tantas correcciones que consideré la posibilidad de no acudir a la cita. Todo el camino a la productora me reproché escribir tan mal. Mi padre pagó el alquiler de un cuarto de azotea por un mes. –Es el último- me había dicho, pero siempre decía eso y nunca era el último; por eso no me preocupé. Durante nuestra llamada telefónica amonestó mi desidia. Fue bueno por ese momento escuchar sus reprimendas. Él nunca supo de mi historia con Magda y me habló sin complacencias. Colgué y al minuto sonó nuevamente el teléfono, una ansiedad recorrió todo mi cuerpo, nadie más que Magda y mi viejo tenían ese número y a menos que fuera la Magdalena desde el purgatorio, era la noticia definitiva de la productora de cine. Atendí con voz fluctuante como siempre que me encuentro en semejantes situaciones.

FIN.

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RETRATO DE UNA DAMA. Capítulo 18. Y si la Magdalena pide un trago, tú la invitas a cien, que yo los pago. Me avergüenza aceptarlo, pero he olvidado su rostro, recuerdo algunos detalles aislados de sus facciones, pero mi mente la dibuja de una manera completamente diferente a cómo era. No conservo fotos de ellas, ni nada que haga fehaciente su existencia. Mientras pienso en como describirla, imagino que conformo una ficción. Su tema favorito fue siempre ella misma. Estando borracha confesaba los pasajes más dramáticos de su vida. Sé que gran parte de lo que escuché no era cierto, pero algún sabio dijo que a las personas se les conoce tanto por sus mentiras como por sus verdades. Cuando la conocí vivía en el barrio de Santa Julia pero según contó, donde nació y creció fue en la colonia San Rafael; dividida de la primera por un permanente río de autos. En Francisco Pimentel, señaló una casa, en Gabino Barreda, un departamento en sus pisos más altos. De su primera infancia no sé nada, sólo que su madre un día decidió irse y dejarla al cuidado de su abuela. Al referirse a si misma nunca evita decir que estudió en un internado; donde al parecer comandaba un grupo de niñas que lograron pillerías memorables y tuvo el honor de ser una de las pocas estudiantes expulsadas. Su abuela le enseñó las primeras y definitivas lecciones del arte de cocinar. Su padre fue una figura intermitente que le provocó desazones prolongadas y alegrías efímeras. No tuvo hermanos ni hermanas, pero nunca se vio así misma en soledad. Temprano se percató que sus inclinaciones iban por el lado hedónico; lo que provocó disgustos en la única persona que se preocupaba por ella. Perdió su virginidad a los trece años pero pudo ser antes, como ella misma lo dijo. De la escuela quiso saber poco, le interesaron más las amistades y los chicos. De ese periodo recuerda especialmente un episodio en que su padre golpeó sin clemencia a uno de sus novios, por el simple hecho de llegar con ella tomado de las manos. Al cumplir los diecisiete, su vida se tornó complicada, su abuela murió en un accidente y Magda, después de aliviar el luto, no tuvo más remedio que ponerse a trabajar. Siempre rodeada de buenas amistades, consiguió un primer trabajo ventajoso. Desde ese momento vivió sola, su padre de vez en cuando aparecía, sobre todo cuando necesitaba dinero. A los veinte años Magda ya sabía de la vida lo suficiente para no ser devorada de un bocado. Tuvo trabajos y novios que se sucedían unos a otros. Alguno de esos transitorios amoríos le presentó a la cocaína. Con esa cruenta compañía visitó los círculos del infierno. -Toqué fondo- fueron las palabras que mejor resumían sus etapas sombrías. A los veintiséis años conoció a Ignacio, hombre un par de décadas mayor, que la conquistó, aunque ella lo niegue con costosos regalos. Ignacio insigne diputado por el estado de Oaxaca la invitó a irse con él; cosa que contraria a todos los pronósticos se llevó a cabo. Entonces, viviendo en la casa de un funcionario público, en calidad de consorte, Magda perfeccionó su sazón culinaria; recibió vistas de otras damas y se aburrió bastante hasta que conoció a un tipo con el suficiente encanto para sacarla de la monotonía doméstica. En Oaxaca hay mucho que conocer y para Magdalena la infidelidad es como un pulóver que se quita y se pone. Veinte años de diferencia y un oficio que enseña a intuir y desconfiar, avisaron al diputado de los cuernos que lo coronaban. A su mujer la quería y no hizo más que dejarle algunas marcas de. Al tipo le hubieran gustado una o dos de esas cicatrices, tampoco lo mató como se piensa, pero dos o tres veces lo pensará antes de ser agradable para la esposa de un miembro del poder legislativo. .

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Así que Magda volvió a una rutina más fastidiosa que la anterior. El día se consume entre hacer de comer, ver las telenovelas y la inevitables visitas, entre estas la de Estela, esposa de un senador amigo de Ignacio. La nueva amiga al principio no aporta más que pláticas aburridas sobre las otras damas del poder legislativo. Pero después de acceder a la inevitable confianza, da una elegante inhalación a un polvo blanco que guardaba delicadamente. A partir de esa ocasión ya no fueron tan aburridas las esperas en casa. Un hombre que supera en dos décadas a su pareja por lo regular tiene hijos que si son varones más vale mantenerlos a distancia, pero si son mujeres les ha conseguido una amiga. Como familia atemporal los tres (Ignacio, hija y Magda) fueron a tomarse unas vacaciones al Caribe mexicano, sin novedad pasaron esos días. Sin embargo, de vuelta al hogar, una noticia fatal les dio la bienvenida. La distinguida esposa del senador fulano de tal murió de un paro cardiaco. Información maquillada pues la verdad era otra; sobredosis de cocaína. Por suspicacias que nunca faltan, Magdalena es señalada de la reciente calamidad. El senador la culpa de la adicción de su esposa, el diputado interviene y no hay más remedio que mandar un tiempo a Magda al D.F; pero Ignacio que ya sabe que su novia no es precisamente la Inmaculada Concepción toma sus precauciones: ponerla al resguardo de su tío Román (convenido previamente) hacerla estudiar, evitarle fiestas e incorporarla a algún grupo de ayuda a personas adictas. A cambio, tendrá dinero para no preocuparse. Debíamos haber aprendido ya, y de una vez para siempre, que el destino tiene que dar muchos rodeos para llegar a cualquier parte. Por lo tanto Magda apareció en el Instituto de Cultura con al intención de cursar un diplomado. Por supuesto, le daba lo mismo tambor que pandereta, así que optó por lo primero que tuvo delante y esto fue Arte Renacentista. Al principio no le di mucha importancia, pero pronto se destacó de los demás; por un definitivo detalle, su absoluto desinterés por la materia. Estuvo tan cerca de volverse ese rostro pasajero que sigue de largo y nunca más se reconoce pero una tarde me hizo un regalo inesperado; un portentoso ejemplar de The Renacienese Man de Ralph Roeder. Nunca supe como adquirió ese libro y tampoco quise averiguarlo, pero creo que desde ese instante la vi con otros ojos y el resto ya lo conoces querido lector, sobre et naif homme de bien.

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NOTA FINAL. Bulo significa departamento, mina es mujer, pagos equivale en lenguaje argentino a la tierra natal, morfar es comer y seguramente si alguna palabra se me escapa a su significado es posible encontrarla en un diccionario de localismos. Fueron tres años que duró el viaje de esta novela, porque escribir es como una navegación, le escuché decir a Ignacio Padilla en alguna feria del libro. De Julio Verne aprendí que hay naves para largos viajes y otras para pequeñas travesías y que si se aventura un dilatado recorrido en una embarcación limitada se corre el riesgo del naufragio. A nadie le importa lo que un escritor pase para escribir, ni siquiera a él mismo debe importarle. Tuve deseos de concluir este artificio con una reflexión en torno a la escritura, y a estas alturas me doy cuenta que poco o nada tengo que decir de mi parte. Se agolpan en mi cabeza las frases de tantos escritores que leí y que busqué en su letras el aliento para hacer lo que a mi me correspondía. Temo errar en las trascripciones o que alguno diga acá lo que nunca ha dicho antes. Por lo tanto sólo diré algo sencillo que siempre he pensado y no sé si es correcto: creo que un escritor debe de gozar de los siguientes atributos; Memoria, Imaginación, Soledad y Amor a la Palabra. La memoria conforma todos nuestros alcances vitales, lo que soy y lo que no tendré más remedio que ser toda esta vida, con sus placeres y sus dolores. La imaginación es la posibilidad de hacer de esa memoria otra vida y otros alcances vitales, con nuevos placeres y nuevos dolores. La soledad es la modalidad en la que se escribe y nunca de otra manera; la verdadera Literatura surge en el aislamiento espiritual más profundo. Y el Amor a la Palabra es un regalo divino que si no está, lo demás no funciona de la misma manera. Es inevitable no incluir en esta postrera especulación una referencia al mar, -el título de esa novela lo extraje de una canción que se titula El Salmón.- Existió un autor que siempre me acompañó en este viaje como el recuerdo de un maestro involuntario, que me trajo las palabras justas cuando el camino parecía infranqueable y el naufragio inminente. A este autor que por vergüenza evito nombrar quiero que me acompañe y sea él en mi voz, quien diga las últimas palabras de este viaje: Un poco tarde quizá, pero más vale tarde que nunca, desmantelado, castigado por el batir de las olas, entraba al fin al puerto tan ardiente y persistentemente deseado.

Darío Basavilbaso México D.F. tiempos difíciles 2010.

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INDICE PRESENTACIÓN por Francisco G. Mikel. OBERTURA Capítulo 1 LA SOLEDAD, LA LLUVIA, LOS CAMINOS Capítulo 2 UNA FLOR MALEVA. Capítulo 3 EL QUILOMBO DEL BAR. Capítulo 4 MI TÍA Y MI PRIMA. Capítulo 5. ALEJANDRA. Capítulo 6. PRUEBA DE AMOR. Capítulo 7. SHARON. Capítulo 8. VISITA AL MÉDICO. Capítulo 9 MARIANA SERÚ. Capítulo 10. EL VIEJO CABRÓN DE SU PADRE. Capítulo 11. VIAJE A ARGENTINA. Capítulo 12. AZAR Y NECESIDAD. Capítulo 13. LA MECENAS. Capítulo 14. HECHO DE POLVO Y TIEMPO. Capítulo 15. LOS ÚLTIMOS TIEMPOS. Capítulo 16. El FIN Y LO QUE SIGUE. Capítulo 17. RETRATO DE UNA DAMA. Capítulo 18. NOTA FINAL.

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