Un Incedio Desastroso Pelusa 79

Fuego en la madrugada A las cinco de la mañana los despertó el teléfono. La mamá de Nicolás saltó de la cama y pudo alca

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Fuego en la madrugada A las cinco de la mañana los despertó el teléfono. La mamá de Nicolás saltó de la cama y pudo alcanzarlo al segundo timbrazo. —¿Qué barbaridad! Ya salgo, gracias — escuchó Nicolás desde su cama y saltó también. —¿Qué pasa? —preguntó el papá de Nico entre bostezos. —Era Doña Matilde, dice que el auto viejo, el que estaba en la puerta, se está incendiando. Bien conocía Nicolás ese auto. Con Agustín, su amigo de la cuadra, lo habían usado muchas veces. También sabía por qué estaba allí. La casa de Nicolás es una casa de pasillo. Una sola puerta que asoma a la vereda y un larguísimo pasillo lleno de otras puertas. Allí viven otras personas que comparten con Nicolás una extraña vecindad. En el fondo, la última puerta, es del taller de Juan. Juan es un personaje un poco raro, que trabaja, dos o tres días a la semana, arreglando unas máquinas tan extrañas como él. Juan iba y venía en su auto transportando sus chirimbolos, sus herramientas y su cara de nada. Y aquí llegamos al asunto importante: el auto. Era viejo, fulero y destartalado, pero andaba, hasta que a Juan le vino la mala suerte, Chocó en una esquina con alguien tan despistado como él y al auto se le rompió el radiador.

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Lo trajo con una grúa hasta la puerta del pasillo y con su valija de herramientas trató, en vano, de arreglarlo durante algunos días. Una mañana le faltó una rueda, otro día le sacaron los faros y así, se fueron robando las pocas cosas útiles que el auto tenía. Juan, que como les dije, estaba en la mala y los problemas le brotaban como los árboles en la primavera, fue perdiendo interés en el vehículo y lo dejó allí como recuerdo de mejores épocas. Claro que a los vecinos no les gustaba aquella ruinosa decoración. Era un barrio sencillo pero prolijo, y ese fantasma de auto quedaba espantoso. Nicolás y Agustín eran los únicos que disfrutaban de aquel desastre, ya que cuando sus madres ponían los ojos en la telenovela de la tarde, ellos se sentaban en el auto viejo y viajaban a lugares lejanos. Tenía volante, algunos botones inservibles y los asientos. Un auto de verdad para juegos de mentira. —Más despacio que vamos a chocar— decía Agustín cuando Nico apretaba mucho el acelerador. —Cuidado con la curva —le avisaba Nicolás cuando el otro manejaba. Un día se cansaron de andar en auto y lo inventaron avión, Cuando volar también les resultó aburrido, fue una nave espacial en la que viajaron hasta Marte.

Mientras Nicolás y Agustín jugaban, los grandes seguían haciéndose problema. —Qué estorbo es ese auto —decían. —La cuadra parece un basural. —¿Por qué no lo llevamos a la puerta de la casa de Juan? — proponía alguno. Pero después cerraban las puertas de sus casas y se olvidaban del problema de todos, para ocuparse de los problemas de cada uno. —¿Qué te parece Nico? ¿Nos llevarán el auto? —preguntaba Agustín preocupado. —Palabras, palabras —decía Nicolás, que era más grande y ya sabía que del dicho al hecho hay mucho trecho. Pasaron los días, y mientras los chicos perfeccionaban sus juegos, el auto se deterioraba más y más. Una tarde, cuando empezó la novela y subieron al auto, descubrieron un diario viejo en el asiento de atrás. —Qué raro —dijo Nico, pero no se atrevió a sacarlo. Desde ese día, en el asiento trasero empezó a crecer un basural de diarios y algunas revistas. —Se va a llenar de ratas —dijo una vecina de esas que siempre anuncian calamidades. Los chicos se entusiasmaron preparando trampas con queso y todo para salvar el auto de los roedores. Pero antes que los ratones, llegó el fuego; aquella madrugada alguien incendió el auto de Nico y Agustín.

La sirena de los bomberos se escuchaba desde lejos y el barrio se desperezó como si todos los relojes hubieran sonado al mismo tiempo. Nicolás se vistió, y aunque su mamá le dijo que no saliera, asomó al pasillo primero y a la vereda después, para encontrarse con la tristeza en los ojos de su amigo. —Nos lo quemaron, Nico —le dijo Agustín—. ¿Quién habrá sido? Nicolás miraba hipnotizado el auto que se había transformado en una enorme llamarada. La mamá de Agustín los empujó hasta la esquina. —Es peligroso chicos —les dijo cuando llegaba la autobomba. En cinco minutos, los bomberos con sus enormes mangueras apagaron el fuego. Después se quedaron hablando con los vecinos de la cuadra. — ¿Quién lo habrá quemado? —preguntaba un bombero. Todos los vecinos que alguna vez se habían quejado del auto, inventaban una frase que los dejara libres de sospecha. —Yo estaba durmiendo porque ayer trabajé hasta muy tarde —decía uno. —Qué locura, tampoco molestaba tanto — comentaban otros. Nicolás y Agustín se alejaron de las excusas para ver el humo que salía de los asientos chamuscados.

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—Y ahora... ¿Qué hacemos? ¿A qué vamos a jugar a la tarde? -dijo Agustín apenado. —No vamos a jugar. Vamos a investigar — afirmó Nicolás, que estaba tan triste como enojado. No tuvieron otro remedio que despedirse y volver a sus camas, pero fue imposible recuperar el sueño. Al día siguiente, en la escuela, cuando Agustín salió al primer recreo, estaba Nicolás esperándolo. —¿Y? ¿Se te ocurrió alguna idea? —le preguntó. —Yo no sé nada de investigar —dijo Agustín disculpándose. —¿Para qué ves las series de televisión? — le dijo Nico que seguía de mal humor—, necesitamos saber todo sobre los vecinos y descubrir al culpable... —Bueno, está bien —dijo Agustín resignado. A él le gustaba jugar en el auto. ¿Para qué investigar si el juego ya estaba quemado? —¿Y cuando descubramos al culpable..., qué vamos a hacer? —se animó a decir. Nicolás se quedó callado y comenzó a sonar el timbre que anunciaba el fin del recreo. —Volvamos a clase —dijo aliviado—, esta tarde te espero como siempre, a las cuatro.

Primera pista Cuando volvieron a verse, a las cuatro en punto, Nicolás traía bajo el brazo un cuaderno verde un poco arrugado. —Es viejo —dijo—, pero nos sirve igual. —¿Nos sirve para qué? —preguntó Agustín, pensando que su amigo había enloquecido e iba a proponerle jugar a la maestra. —¿No te dije que tenemos que anotar todos los datos para no perdernos ningún detalle? —Está bien —aceptó Agustín—, pero anotas tú. —Empecemos por la esquina —dijo Nicolás—. En la casa de dos pisos vive esa señora que nunca saluda. ¿Te parece sospechosa? —Y... —alcanzó a decir Agustín. —A mí no. Ella está siempre ocupada. Los hijos son grandes, además son los que viven más lejos del auto. ¿Por qué iba a molestarles? Nicolás hablaba muy rápido exponiendo sus ideas. Agustín solo asentía o negaba con la cabeza. Por ejemplo, cuando Nico decía: —Me parece que las del almacén pueden ser sospechosas porque son muy limpitas y ordenadas. Ese cascajo viejo en la calle no debía gustarles nada —Agustín movía la cabeza afirmativamente, de arriba hacia abajo. En cambio, cuando Nico decía: —Doña María no puede haber sido porque es muy miedosa. No se anima a sacar la basura

por las noches, menos se va a animar a ponerle un fósforo al auto en la madrugada —entonces Agustín movía la cabeza de un lado al otro, dándole la razón. Cuando Nico terminó sus conjeturas con todos los vecinos de la cuadra, Agustín estaba casi dormido a su lado. —¡Agustín! —lo despertó Nico de un codazo—. ¿Me estas escuchando? —Sí, por supuesto. —¿Qué opinas? —Qué tienes razón —dijo Agustín convencido. —¿En qué parte? —En todas partes —dijo Agus y así lo creía. Nicolás era más grande y casi nunca se equivocaba. —Vamos a investigar —dijo Nico y dejó de anotar. Agustín, contento, pensó que al fin empezaba la acción. Entraron al club social y deportivo “La cuadra”: Allí estaban reunidos los jubilados del barrio jugando un partido de truco. —Que tal chicos…¿se quedaron sin juguete? —les preguntó Don Mario. ¡Y pensar que ellos creían que era un secreto el juego en el auto! —Si —contestó Nico tímidamente. —Ahora queremos saber quién fue — alcanzó a murmurar Agustín antes de que su amigo le diera un terrible codazo acompañado de un “SSSHHH”.

—Con todos los diarios que había en ese auto una sola chispa puede haber sido el origen del fuego —dijo Don Mario como si hablara solo. —¡Los diarios! —dijo Nico, se fue a la vereda y se puso a anotar en el cuaderno. —¿Qué pasa con los diarios? —le preguntó Agustín. —Los diarios nos pueden llevar al pirómano. —¿Al piro qué? -Pirómano. PI-RO-MA-NO —repitió Nico, ya que le costaba decir esa palabra tan larga que había escuchado en boca de su papá después del incendio—, son personas a las que les gusta prender fuego. —jAh! —dijo Agustín y se quedó tratando de recordar esa palabra con la que después jugaría al ahorcado con sus compañeros de la escuela.

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Los diarios ¿Me explicas lo de los diarios? —se animó a preguntar Agustín al rato. —¿Te acuerdas de que el auto estaba lleno de diarios? —dijo Nico y continuó explicando sin esperar respuesta—. "Alguien" fue poniendo esos diarios todos los días con la intención de quemar el auto. Después puso un fosforito y... ¡Fuego! —¿Y eso a nosotros para qué nos sirve? — dijo Agustín, ya que le costaba entender. —Nos sirve. Todo nos sirve. ¿Sabes qué diario era? —y siguió otra vez sin dejarlo hablar—. Era el diario Clarín. Mi papá no lee Clarín, así que puedo estar tranquilo, mi papá no fue. Tenemos una pista: el pirómano lee Clarín. Agustín se quedó pensando un rato sin decir palabra, mientras Nicolás escribía su descubrimiento en el cuaderno. —Ven, vamos hasta el kiosco de diarios — dijo Nicolás y empezó a caminar. A los diez pasos se dio cuenta de que su amigo no lo seguía. —Dale Agus, apúrate. —No, no quiero, me llama mi mamá a tomar la leche, ya terminó la novela, además tengo ganas de ir al baño. ¡Chau! —dijo Agustín y salió corriendo hacia su casa. Nicolás decidió dejar la investigación para cuando volviera su amigo.

Agustín entró en su casa corriendo y fue directo al baño. Era el único lugar donde podía pensar tranquilo. ¿Qué pasaría cuando Nico descubriera que su papá leía Clarín7. Seguramente iba a acusarlo de piro no sé cuanto y terminaría en la cárcel. Se imaginó visitándolo los domingos y dejando la escuela para mantener a su familia. ¿Qué hacer? Intentó recordar la noche de la quemazón. Cuando él se despertó sus papás conversaban en voz alta. —¿Qué pasa papi? —preguntó al verlos levantados a esa hora. —No te asustes Agustín, se quema el auto que estaba en la cuadra, el auto viejo. —¿Cómo que se quema? —preguntó mientras se vestía. —Sí, alguien se cansó de verlo ahí tirado y le puso un fósforo. Esas palabras lo delataban. ¿Como sabía su papá que lo habían prendido con un fósforo? ¿No podría haber sido un encendedor? Resulta que ahora el primer sospechoso era su padre: dos evidencias lo acusaban: el Clarín y el fósforo. En ese momento, su hermana golpeó la puerta del baño. —¡Ya va! —dijo Agustín, ni en el baño lo dejaban en paz. Salió a la vereda y allí estaba Nico insistente con su cuadernito.

—¿Listo? —le preguntó. —No —le contestó Agustín enojado—, a mí me parece que no sirve para nada saber quién le prendió fuego, el auto ya está quemado. —Bueno, pero yo quiero saber quién fue el culpable, seguro que a la policía le va a interesar. Estuve pensando que quizás no sea el primer incendio del pirómano. Posiblemente ya provocó otros y, tal vez, alguna muerte. —¡Para! ¡Por favor para! —le gritó Agustín— Déjame pensar un poco —y más preocupado que antes se volvió a su casa. Esa noche, durante la cena, Agustín empezó a hablar de los pirómanos. Su papá escuchaba con una oreja en la tele y la otra en él. —¿Te parece bien que quemaran el auto? — se animó a preguntarle. —No, nadie tiene derecho a destruir algo de otra persona —le dijo su padre y lo tranquilizó. Pero un minuto después agregó: —En realidad, Juan estuvo mal en dejar ese auto en nuestra calle. También creo que un poco lo merecía. A Agustín se le atragantó la comida. ¿Habría sido su papá capaz de prender fuego al auto? ¿Terminaría en la cárcel? Tenía que hacer cualquier cosa para evitar que Nico siguiera investigando. Esa noche Agustín casi no pudo dormir. Por la mañana se le notaba tanto la cara de preocupación que su mamá le preguntó: —¿Qué te pasa, Agus?

—Tengo un problema, pero no te lo puedo contar —dijo él anticipando la pregunta siguiente. —Pídele ayuda a un amigo —le dijo su mamá, y no le pareció mala idea. Agustín juntó coraje y en el primer recreo se apareció por cuarto grado, el de Nico. —¿Qué tal? —le dijo Nicolás de mejor humor. —Tengo que decirte algo —le contestó Agustín y lo llevó al rincón secreto del patio—. Estoy preocupado porque mi papá lee Clarín — en cuanto lo dijo se sintió aliviado. Nico se quedó callado un minuto. —Tengo miedo de que él haya sido el que quemó nuestro auto. —No te preocupes, algo se me va a ocurrir para averiguarlo —dijo Nicolás cuando terminaba el recreo. A las cuatro se encontraron en la vereda y Nico dijo: —Vamos a tu casa. —¿Por qué? —preguntó Agustín. —Quiero hacer algo. Cuando entraron a la casa de Agustín, la mamá los recibió con un: —SSSHHHH, estoy mirando la novela. Esperaron en silencio que llegaran las propagandas y de paso observaron con atención el beso boca a boca entre los protagonistas. Cuando llegaron los avisos, Nico preguntó: —Marta... ¿usted tiene diarios viejos?

—¿Por qué? —preguntó sin curiosidad la mamá de Agustín. —Porque me pidieron en la escuela y mi mamá no los guarda. —En el garaje hay un montón —alcanzó a decir Marta antes de que los chicos salieran corriendo. En el garaje los miedos de Agustín desaparecieron. Allí, apilados en un rincón, estaban los diarios de una semana, de un mes, de un año. —No fue mi papá —dijo aliviado Agustín, y Nico, también contento, le palmeó el hombro. —¿Seguimos investigando? —le preguntó. —Sí, ahora sí seguimos. En ese momento escucharon la voz de Marta que, favor por favor, los mandaba al almacén. —Qué bueno —dijo Nico—, justo el lugar donde quería ir —y apretó su cuaderno bajo el brazo.

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El almacén de las hermanas El almacén de las brujas no era un almacén cualquiera. Rosa y Mabel eran hermanas, solteras, solteronas para decir verdad. Los chicos las habían bautizado las brujas y ya van a descubrir por qué. Sus vidas empiezan en las latas de tomates y terminan en las galletitas sueltas. Sólo importan, interesan, tienen valor las cosas que se venden en un almacén. Abren todos los días de todas las semanas de todos los meses del año. Nunca se tomaron vacaciones, los feriados no existen y las sonrisas tampoco. Muchas veces Nico y Agustín se han divertido haciéndolas enojar, riéndose a carcajadas en su negocio o toqueteando la mercadería, a pesar de que está lleno de carteles que dicen con letras muy grandes "NO TOCAR". —Chiquito —le dijeron a Agus un día, con lo poco que le gustaba que le llamaran así—, no se puede tocar. —¿Por qué no se puede? —Porque se ensucia la mercadería. —Pero yo recién me lavé las manos —dijo Agus enojado. —Sí, sí se las lavó —afirmó Nico tentado de risa. —Igual no se puede tocar —dijo la bruja con cara de perro rabioso. —¿Por qué? —insistió Agustín. —Porque no y listo —ladró la hermana.

—¿Porque no se le da la gana? —Está bien, porque no se me da la gana — contestó ella. —Bueno —dijo Nico valiente— y a nosotros no se nos da la gana comprar en este almacén. Después salieron los dos muertos de risa. Un buen reto les había costado esa "falta de respeto" y hasta tuvieron que pedir disculpas, pero se reían tanto cuando recordaban las caras indignadas de las brujas. Así son ellas, siempre quieren todo ordenado, limpio, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. —¿Tu piensas que fueron ellas? —preguntó Agustín cuando salieron de su casa. —Puede ser, todo puede ser —contestó Nico, que con esto de investigar se ponía cada vez más misterioso. Entraron en el almacén y Nico, exageradamente educado, dijo: —Buenas tardes. Como nadie le contestó el saludo, porque no estaba entre las costumbres de las hermanas saludar, Agustín le dijo riendo. —Buenas tardes, Nicolás. Los dos se tentaron con este chiste pavo, que repetían cada vez que entraban al negocio. Doña Matilde, la vecina de adelante, estaba comprando fiambre y esto implicaba un buen rato de espera. —¿Te enteraste Agustín de lo que pasó anteanoche? —preguntó Nico con un codazo. — ¿Antecuándo? —Anteanoche, el fuego ¿Supiste lo que pasó?

—Sí, Nico. ¿De qué estuvimos hablando todo el día? —dijo Agustín y recibió un codazo mas fuerte acompañado de una guiñada de ojo. —Ah! Claro, sí... ¿Qué fue lo que pasó Nicolás? —El auto. SE QUEMÓ EL AUTO —dijo Nicolás en voz alta mirando atentamente las caras de todos los presentes para ver si alguien se ponía nervioso. —Qué barbaridad —dijo Doña Matilde cayendo en la trampa—, y no sé a quién se le ocurrió semejante cosa. El auto de mi marido estaba estacionado muy cerca. Una chispa que saltaba y se quemaba el nuestro también. ¡Qué inconsciente el que puso el fósforo! Desde atrás del mostrador no se hicieron esperar los comentarios: —La verdad, que ese auto ahí es una molestia. Seguramente, el que prendió el fuego pensó que los bomberos después de apagarlo se lo iban a llevar, pero le salió el tiro por la culata. —¿Lo prendieron con un tiro? —preguntó Agustín al oído de Nico. —No, no, después te explico, déjame escuchar. —Ahora está peor que antes —dijo Doña Matilde, pagó su fiambre y se fue. —¿Con qué lo prendieron? —insistía Agustín. —Con fósforos —le contestó Nico en el mismo momento en que una de las brujas le preguntaba:

—¿Qué van a llevar? Como se imaginarán, la bruja trajo una caja de fósforos y la puso sobre el mostrador. Nico no sabía qué hacer, si llevarse los fósforos aunque la mamá de Agus no se los había encargado o explicarle a las brujas la confusión. —Mi mamá no nos pidió fósforos —dijo Agustín con su enorme bocaza, complicando aún más las cosas, ya que la bruja dijo inmediatamente, con su voz brujosa: —¿Cómo? ¿Por qué vas a llevar algo que no te encargaron? ¿Quién va a pagar los fósforos? ¿Y para qué los quieres? ¿No serás tu el que está prendiendo cosas en el vecindario? Nicolás estaba mudo de espanto. No sólo no había avanzado en su investigación, sino que ahora era el principal sospechoso. —Disculpen —alcanzó a decir y salió del almacén con Agustín atrás. —Que lío —dijo Agustín—, ni siquiera hicimos las compras, seguro que me van a retar. —Deja de pensar en pavada —dijo Nico furioso—, ahora capaz que me denuncien por pirómano. —Déjate tu de palabras raras y misterios — dijo Agus, le sacó la plata de la mano y se fue corriendo al almacén de la vuelta. Definitivamente, su amigo estaba enloquecido y eso a él ya no le parecía divertido. ¿Y si había sido Nico y averiguaba solo para despistar?

Qué feo resultaba sospechar de todos. Primero de su papá, ahora de Nico. Pensó un rato y se dio cuenta de que no iba a descansar tranquilo hasta no saber quién había provocado ese incendio.

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La lista Más tarde y más calmado, Agustín volvió a la vereda y encontró a su amigo haciendo anotaciones en su cuadernito verde. —¿Qué descubriste, Nico? —Me acordé de algo que dijo Doña Matilde. Dijo que su auto estaba estacionado muy cerca del que se quemó. Eso los quita de la lista. —¿De qué lista? —preguntó Agustín, Entonces Nico abrió su cuaderno y le mostró una hoja donde prolijamente había anotado a todos los sospechosos.

Agustín agradeció profundamente que el nombre de su papá estuviera tachado, pero no entendió por qué Nico había anotado al dueño del auto. —¿Sabes lo que pasa, Agus? Yo creo que Juan estaba cansado de que todos los vecinos le pidieran que sacara el auto. Como no podía pagar una grúa, tal vez, creyó que si lo quemaba se lo llevarían los bomberos, pero la idea le salió mal.

—¿Y el ladrón quién es? —preguntó Agustín intrigado. —El ladrón, el que se fue llevando cada parte del auto. Quizás, como ya no tenía nada para robar, de pura bronca lo quemó. —Puede ser... puede ser... —dijo Agustín pensando todo lo contrario—. Pero... ¿cómo vamos a saber quién fue de todos éstos? —Paciencia, Agustín, mañana seguimos — dijo Nico. Y cada cual marchó a su casa, ya que las novelas habían terminado hacía rato.

Un nuevo sospechoso Averiguar quienes leían Clarín en la cuadra. Fueron hasta el kiosco de diarios de la otra esquina y a Nico se le ocurrió una buena idea. —¿Puedo hacerle una encuesta para la escuela? —le dijo al diariero sacando su cuaderno y su lápiz. —Sí, por supuesto. —Necesito saber qué diarios se venden en la cuadra de mi casa. El diariero se quedó pensando un momento y después dijo: —Tres clarines, dos naciones y tres crónicas. Nicolás estaba anotando los datos cuando llegó un señor con cara rara y le dijo al diariero: —Clarín, por favor —le pagó unas monedas y se fue caminando despacio. —¿Y éste quién es? —preguntó Agustín sin disimulos. —Es nuevo en el barrio —contestó el diariero. Este hombre tenía una cara muy sospechosa. Los chicos, al verlo, no pudieron dejar de pensar que exactamente así se imaginaban al pirómano. Su cara era alargada, tenía manchada la piel y las cejas eran como enormes cepillos que le ocultaban la mirada. Agustín y Nico decidieron dejar los diarios para más tarde. A este sospechoso había que seguirlo, averiguar quién era, dónde vivía y si

tenía fósforos. El hombre iba hacia la cuadra de los chicos, mientras hojeaba el diario. Nico le dio las gracias al diariero y despacio, empezaron a seguir al desconocido. Los chicos iban callados y observando atentamente al hombre. Este pasó delante del auto quemado y, aunque lo miró sospechosamente, no se detuvo. Después pasó frente a la casa de Agustín y siguió camino. Al llegar a la esquina, cruzó la calle y entró en la primera casa. —¿Esa casa no estaba abandonada? —preguntó Agustín. —Estaba. Pero ya no lo está y me parece que nuestra lista estaba incompleta, faltaba el principal sospechoso —dijo Nicolás, mientras se sentaba en el cordón de la vereda y anotaba en la lista del cuaderno, con letras muy grandes: SOSPECHOSO DE LA ESQUINA Al día siguiente se encontraron a las cuatro en la vereda. Nicolás insistía en investigar al nuevo vecino, pero Agustín lo consideraba una tarea peligrosa. Estaban discutiendo, cuando el sospechoso salió de la casa y se fue caminando hacia la avenida. Lo vieron alejarse, y cuando no fue ni siquiera una manchita pequeña, Nico decidió que era el momento de espiar. Se acercaron hasta la puerta destartalada que, entreabierta, los invitaba a entrar. Al minuto siguiente, Nico estaba en el pequeño patio, y

como Agustín no lo seguía, lo agarró de la remera y lo entró de un tirón. —A mí me da mié... —comenzó a decir Agustín, pero Nico lo chistó. El patio estaba lleno de escombros y al fondo estaba la casa vieja que parecía a punto de derrumbarse. Todo estaba en silencio. Nicolás le pidió a Agus que le hiciera de campana mientras él investigaba. —¿De campana? ¿Cómo hago de campana? ¿Qué tengo que tocar? Nico pensó, furioso, que tenía el peor ayudante que pudiera existir en la historia de los detectives. —Tienes que vigilar —le explicó con paciencia—. Siéntate en la vereda y si ves venir al hombre, da dos golpes fuertes en la puerta y yo salgo corriendo. —Bueno —dijo Agustín —¿Cualquier hombre? —No salame, al hombre que vive acá —le contestó Nico. Después se acercó a la casa que, aunque estaba cerrada, tenía las ventanas sin cortinas. Nicolás se asomo a una y pudo ver una cocina muy desordenada, llena de cosas raras, cajas y unos pocos muebles. La otra ventana daba a un cuarto más ordenado, con una cama. El lugar estaba en penumbras y al mirar las paredes, Nicolás descubrió espantado un montón de cabezas que lo miraban con ojos desorbitados.

Contuvo un grito, se volvió y salió de la casa en menos de un segundo. Agustín lo vio pasar a toda velocidad. —Nico, ¿qué pasó? —preguntó al alcanzarlo. —Nada. Me acordé de que tengo un montón de deberes. Mañana nos vemos —y sin más explicaciones entró en su casa. Nicolás no podía calmarse. Se acostó en la cama, pero esas caras extrañas con los ojos saltones, no lo dejaban en paz. El sólo quería investigar un incendio, pero éstos parecían asesinatos. ¿Serían muertos los que estaban colgados en la pared?

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¿Tachando inocentes? A la mañana siguiente Nico pudo pensar mejor. Era muy difícil colgar a los muertos como cuadros. Pero entonces...¿Qué era lo que había visto en la casa de la esquina? Por la tarde, Agustín preguntó: —¿Seguimos investigando? -No sé, estoy muy cansado —dijo Nicolás—, además... ¿de qué va a servir saber quién lo quemó? Agustín había sido el primero en tener ese pensamiento... Se quedaron callados mirando los autos que pasaban, cuando salió el sastre con su prolijo traje. Nico se acordó de lo raro que le había parecido el trabajo de ese hombre cuando llegó al barrio. —¿Un qué? —le preguntó a su mamá cuando le dijo que era un sastre. —Un sastre es un señor que hace trajes, pantalones y ropa a medida —le explicó su mamá. —Pero... ¿para qué? Si puedes ir a un negocio y comprarlo hecho. —Pero no es lo mismo, él lo hace exactamente para tu tamaño —le dijo ella y a Nico no lo conformó su explicación. Ese día, Don José les preguntó: —¿Están aburridos hoy?

—Un poco —dijo Nicolás. —Un poco mucho —agregó Agustín. —¿Vio que nos quemaron el auto? —preguntó Nico reiniciando la investigación. —Sí, ya me contaron —dijo el sastre aclarando, sin que nadie le preguntara, que no estaba por la madrugada en su negocio. Eso significaba absoluta inocencia. —¿Quién habrá sido, Don? —preguntó Agustín abriendo nuevamente su enorme bocaza. —No sé, son cosas... desastres que ocurren —dijo Don José, y ya se alejaba cuando Nico le preguntó: —¡Don José! ¿Usted compra Clarín! —¡No! —gritó el sastre cuando doblaba la esquina. Nicolás abrió el cuaderno y Agustín leyó despacio:

—¿Cómo sabes que el marido de Doña Matilde compra Clarín? —preguntó Agustín. —Esta mañana, cuando salí para la escuela, lo vi que venía del kiosco con el Clarín bajo el brazo. —Ah... —dijo Agus y se quedaron pensando otro rato. —¿Tachamos al sastre? —preguntó Agustín. —Hoy nos toca investigar a Doña María, después vemos —dijo Nicolás y fue a buscar la

pelota para jugar en el pasillo. Era una buena manera de hacer salir a Doña María para decirles cuidado con las plantas. Al tercer pelotazo, consiguieron que se asomara: —Chicos, cuidado con las plantas —dijo amablemente. —¿Vio lo que pasó con el auto? —dijo apurado Agustín. —Sí, una barbaridad —le contestó la mujer—. El que lo quemó no pensó que los bomberos iban a dejarlo allí, en el mismo lugar. Ahora está peor que antes. —¿Quién habrá sido? —insistió Agustín, ligándose esta vez un pisotón. —No tengo la menor idea. Lo único que sé es que yo no fui —dijo Doña María y cerró la puerta. —Ella no fue. Táchala de la lista —le dijo Agustín a Nico. —Pero tu no puedes ser más gil. ¿Crees que todos te van a decir la verdad? ¿Qué sólo tenemos que preguntar? Entonces sería muy fácil. La gente miente, Agustín. Tienes que hacer preguntas inteligentes para averiguar algo. Déjame a mí. Y aprende. Nicolás fue muy decidido y golpeó la puerta de Doña María, que enseguida abrió. —Doña, ¿me puede hacer un favor? — Bueno, si después me dejas ver la tele tranquila...

—Necesito un diario. —Lo siento Nico, pero con lo poco que cobro de jubilación, hace rato que no compro el diario —Doña María cerró la puerta y Nico se volvió con cara satisfecha. —¿Aprendiste? —le dijo a Agus. Después buscó el cuaderno y tachó de la lista el nombre de Doña María. Con las brujas era más difícil asegurar su inocencia. Después del último incidente, no querían ni entrar al almacén y no había manera de averiguar qué pensaban del incendio. Por cansancio, decidieron tacharlas de la lista, pero no como a Doña María. Sólo con una línea por encima de las letras para que quedara claro que aún eran sospechosas. —¿Y ahora a quién investigamos? —preguntó Agustín. —Nos toca Juan, el dueño del auto —dijo Nico preocupado. Aquí se les presentaba un verdadero problema. Juan no vivía en la cuadra y después del incendio no había aparecido más por el taller.

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Ultimas sospechas A la mañana siguiente, la mamá de Nico encontró bajo la puerta del pasillo una carta para Juan. Durante el almuerzo comentó: —Le llegó una carta a Juan. Parece importante, como un aviso de un banco. ¿Te animas a llevársela esta tarde, Nicolás? —Está bien, ma —dijo Nico entusiasmado. —De paso le preguntas cuándo se va a llevar el auto, porque allí en la vereda ya no lo puedo ni ver. A las cuatro consiguieron que la mamá de Agustín lo dejara acompañarlo y emprendieron el camino. En la puerta de la casa de Juan estaba su hija, que tenía la misma edad que Agus. Se animaron a preguntarle: —¿Sabes que quemaron el auto de tu papá? —Sí. Mi papá está muy enojado por eso. Justo había conseguido alguien que se lo comprara. Hoy venían a buscarlo y tuvo que avisarles que el auto estaba quemado —en ese momento se asomó Juan. —¿Qué quieren? —preguntó a modo de saludo. —Me mandó mi mamá a traerle esta carta — se apuró a decir Nicolás. —Gracias, espero que no sean malas noticias —dijo Juan—, ya con lo del auto tengo bastante.

—¿Ya sabe quién se lo quemó, Don? —dijo Agustín, y si Nico no le pegó un codazo, fue porque lo tenía lejos. —Si lo supiera ya le hubiera dado una buena trompada —dijo Juan y se fue para adentro rumiando venganzas. Nico no se animó a preguntarle cuándo iba a sacar el auto de la puerta. Cuando regresaron, Nicolás trajo el cuaderno verde y entre los dos tacharon a Juan de la lista, que entonces quedó así:

Sobre el ladrón era imposible averiguar, ya que no sabían ni quién era. Agustín propuso sacarlo de la lista, y aunque a Nicolás se le ocurría que lo había quemado para borrar sus huellas, sin pista era imposible resolver la sospecha. Tachado el ladrón, los únicos que quedaban eran el vecino nuevo y el sastre, pero este último ya les había dicho que no compraba Clarín. Discutían sobre la posibilidad de tachar a Don José, cuando lo vieron venir por la vereda. —¿Y chicos? ¿Cómo anda la cosa?

—Seguimos investigando —dijo Agustín, otra vez abriendo su terrible bocaza. El sastre no dijo palabra y se metió en su negocio. —Parece que no le gusta que preguntemos... —alcanzó a decir Nicolás cuando Agus le dio un codazo. —Ahí viene —le dijo en secreto. Era el vecino sospechoso. —Vamos a seguirlo —dijo Nicolás levantándose, y empezaron a caminar atrás de ese señor que ahora estaba mejor peinado y ya no parecía tan sospechoso. El hombre se detuvo en el kiosco y compró cigarrillos. Al retomar su camino se encontró de frente con Agustín y Nicolás. —¿Qué tal? ¿Somos vecinos, no? —Sssííí —tartamudearon los dos. —Hace poco que me mudé, por eso no conozco mucho —dijo el desconocido—, este es un barrio tranquilo, según parece. —Sí, lo único raro fue lo del incendio —se apuró a decir Nicolás antes de que Agustín metiera la pata otra vez. —¿Qué incendio? —preguntó el hombre. —El del auto. ¿No estaba usted ese día? —No sé —dijo el sospechoso número uno— , yo me mudé el miércoles a la tarde. —Claro, el auto se quemó el miércoles a la madrugada —dijo Nico. Con tanta charla, ya estaban en la puerta de la casa misteriosa.

—¿Quieren pasar? —dijo el vecino. —Sí —dijo Agustín. —No —gritó Nicolás al mismo tiempo, recordando lo que había visto y a los reducidores de cabeza—, nos tenemos que ir. —Bueno, vengan cuando quieran, tengo algo que les va a gustar —dijo el hombre entrando en la casa. —¿Por qué no me dejaste entrar? —preguntó Agustín enojado. —Porque puede ser peligroso —le aclaró Nicolás. —Más peligroso fue cuando entraste tu— dijo Agustín y entró corriendo en la casa misteriosa. Nicolás se quedó sentado en la vereda sin saber qué hacer. Pensó en contar hasta cien, y si Agustín no salía sano y salvo, llamar a la policía. —Uno... dos... tres... cuatro, cinco —siguió cada vez más rápido. Cuando iba por el noventa y nueve ya pensaba empezar de nuevo, pero en ese momento salió Agustín con una sonrisa de oreja a oreja. —Nico, ven, entra conmigo. Este hombre hace y maneja títeres, tiene unos enormes que cuelgan de las paredes, son hermosos, ven, dale —y sin dejarlo reaccionar, Agustín lo entró de un brazo. Con la luz prendida, Nico reconoció a las cabezas colgadas como enormes títeres que Héctor, así se llamaba el titiritero manejaba a las

mil maravillas haciéndolos reír hasta las lágrimas. Cuando terminó la novela, antes de volver cada uno a su casa, tacharon del cuaderno verde al sospechoso de la esquina. Solo faltaba tachar al sastre, pero los chicos ni se dieron cuenta.

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¡Qué desastre! Al día siguiente se encontraron en la vereda, pero no para seguir investigando. Héctor los había invitado para jugar con los títeres y para ayudarlo en su taller. El cuaderno quedó en la casa de Nico con su información secreta bien guardada. Pero terminada la novela, cuando volvían a sus casas, un detalle les recordó el tema del auto. Doña Matilde, con el Clarín en la mano, entró en el negocio del sastre. —Don José, aquí le traigo el diario —le escucharon decir desde la vereda. —¿Usted le presta el diario? —se animó a preguntar Nicolás cuando salió la vecina. —No se lo presto, se lo regalo —dijo Doña Matilde—, cuando mi marido termina de leerlo y de hacer el crucigrama, se lo doy a Don José. Entre vecinos es bueno ayudarse. Además, un diario viejo no sirve para nada. "Sí sirve —pensó Nico—, para quemar un auto abandonado". —¿Al sastre lo tachamos? —preguntó Agustín. Nicolás, que ya no podía esperar más para resolver la investigación, entró decidido en el negocio del sastre. —Buenas —dijo, y Agustín entró atrás de él—. ¿Cómo le va Don José? —Bien, aquí me ven, leyendo qué pasa en el mundo —dijo el sastre hojeando el diario.

—¿Sabe que ya sabemos quién fue? —dijo Nico y le hizo señas a Agustín para que cerrara bien la boca. —¿En serio? —contestó el sastre sin levantar los ojos del diario. —Sí, fue el marido de Doña Matilde, lo descubrimos porque en los diarios que ponían en el auto, Agus y yo vimos que los crucigramas de la última hoja estaban resueltos. Y ya averiguamos que él es el único en la cuadra al que le gusta hacerlos. El sastre se quedó en silencio. Nicolás sólo dijo: —Y mañana vamos a decírselo a Juan. Hasta luego. Los dos salieron del negocio y Agustín estaba aún más sorprendido que antes. —¿En serio? ¿Fue el marido de Doña Matilde? Pero... ¿No lo habíamos tachado de la lista? —No entiendes nada... —dijo Nicolás, y después, con mucha paciencia, le explicó a Agustín que en realidad le había tendido una trampa al sastre. Creía que así, confesaría todo. Al día siguiente, cuando Nico salió para la escuela, el sastre lo llamó. —Niño, acá tengo algo para ti... —y le dio un papelito. Nico lo leyó camino a la escuela y decía: "No hables con Juan. Son cosas, desastres que ocurren. Hablamos a la tarde."

La frase del medio dio vueltas y vueltas en la cabeza de Nicolás. En el recreo se la mostró a Agustín que, increíblemente, encontró la pista mejor que el detective. —Mira bien... —dijo— "Son cosas, desastres que ocurren". De sastre. —Nos está diciendo que fue él. —Sí —agregó Nico—. Además en el cuaderno es el único que nos faltaba tachar. Discutieron el resto del recreo. Agustín quería llamar a la policía, pero Nicolás estaba convencido de que no iban a venir. —No tenemos pruebas —le explicó una y otra vez. Al final, coincidieron en hablar con el sastre para saber por qué había hecho semejante cosa. Cuando empezó la novela, muy serios entraron al negocio. El pirómano estaba armado con una tijera y cortaba una tela oscura. —¿Por qué nos lo quemó, Don? —preguntó, muy valiente Nicolás. —Yo les voy a explicar… —dijo el hombre tartamudeando sus nervios—. Sé que parece muy raro, pero tiene una explicación. Desde la silla donde trabajo todo el día, por las tardes, yo podía ver a la hermana de doña Matilde, que se sienta en la vereda de enfrente. Me alegraba el trabajo verla correrse el pelo que le cae sobre la cara y reirse conversando con alguna vecina. Nunca me animé a cruzar la calle y decirle de mi simpatía. Desde que Juan dejó ese auto en la puerta, ya no pude ver el lugar en donde ella se

sienta. Sé que está allí, pero cuando estoy trabajando, cada vez que levanto la cabeza, sólo veo ese horrible coche viejo. Los chicos se asomaron y vieron que lo que decía el sastre era cierto. La hermana de Doña Matilde estaba en la vereda de enfrente, pero desde el negocio no se la podía ver. —Sé que estuve mal y ese auto quemado me lo recuerda todo el tiempo. ¿Podrían ustedes guardar mi secreto? No puedo explicar esto a todo el vecindario —dijo el sastre apenado, y los chicos le dijeron que sí. Pocos días después, la mamá de Nico tuvo la buena idea de juntar plata entre los vecinos para pagarle a una grúa que se llevara definitivamente el auto. —Un poco cada uno, no le hace mal a ninguno —dijo Doña María. Las hermanas colaboraron con el valor de cinco litros de leche. —Al final, el que más puso fue el sastre — comentó la mamá de Nicolás asombrada, durante la cena. —Qué raro —dijo el papá, pero Nicolás, buen guardador de secretos, no dijo ni una palabra. Un amigo del marido de doña Matilde, que manejaba una grúa, sería el encargado del milagro. Llegó el día tan esperado y todo el barrio se reunió en la vereda para despedir el cachivache.

Con una cadena ataron el parachoques y despacio, empezaron a subirlo. Todo lo que se escuchaba era ruido de lata, mientras caían pedazos del auto, que parecía desarmarse como un rompecabezas. Finalmente, el dueño de la grúa dijo que estaba listo, saludó al marido de Doña Matilde con un abrazo y todos los vecinos lo despidieron como a un gran héroe. Subió a la grúa y la puso en marcha. Una nube negra salió del caño de escape. Aceleró... y cuando los vecinos comenzaban a aplaudir... "Chuf chuf..." La grúa se paró y no quiso andar más. La revisaron, trataron de empujarla, le pusieron nafta e hicieron todas las cosas imaginables con una grúa que no funciona. Cuando anocheció, el amigo del marido de Doña Matilde se disculpó y se fue en colectivo prometiendo volver al día siguiente. Fue la primera y la última vez que lo vieron por el barrio. A la mañana siguiente, a la grúa le faltaba una rueda, al otro día el espejito y así, diariamente, le fueron desapareciendo partes. Los vecinos siguen quejándose. Los chicos, cuando empieza la novela, juegan en la grúa, y el sastre, en lugar de usar los fósforos, se decidió a cruzar la calle.

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